El sociólogo italiano Pierpaolo Donati, profesor ordinario de la Facoltà di Scienze Poitichè dell’Università di Bologna, Italia, elabora la teoría relacional a principios de la década de 1980 y la da a conocer al público a través de la que es considerada su obra principal: Introduzione alla sociologia relazionale (1983). En las tres décadas siguientes, Donati ha tratado diversidad de temas en sus más de 700 publicaciones: Estado de bienestar, ciudadanía societaria, tercer sector, privado social, salud, familia, educación, economía del sharing, entre otros. Entre sus principales publicaciones podrían destacarse: Risposte alla crisi dello stato sociale. Le nuove politiche social in prospettiva sociologica (1984), Teoria relazionale della società (1996a), Sociologia del terzo settore (1996b), La ciudadanía societaria (1999), Manual de sociología de la familia (2003), La società dell’ umano (2009), Sociologia della riflessività (2011b), La familia. El genoma social de la familia (2014) o The Relational Subject (2015). Cabe resaltar que gran parte de su producción científica ha sido publicada en italiano, como se demuestra en la bibliografía utilizada para la elaboración de este artículo, para el que se ha querido consultar las publicaciones originales siempre que ha sido posible.
Esta propuesta sociológica toma como base teórica fundamental la noción de relación, al reconocerla como categoría cognoscitiva con entidad propia, considerada como el inicio o fundamento de toda realidad cognoscible. Este nuevo enfoque, que aúna la perspectiva sociológica y antropológica, surge en medio del debate que pretende dar respuesta al reto planteado a la sociología moderna y posmoderna de corte funcionalista: quién es el hombre y cuál es su papel en la sociedad. La sociología, en su afán por alcanzar la objetividad del conocimiento científico, parece haberse quedado en el plano puramente fenomenológico de los hechos sociales, evitando toda alusión a las ideas, los valores y los fines últimos. Por ello, la teoría relacional propone un cambio de enfoque desde el cual acceder a lo observable y lo intangible, lo objetivo y lo valorativo, desde el concepto de relación entendida como pura reciprocidad (Donati, 2009). En la propuesta de Donati se encuentran conceptos como la reciprocidad, la razón relacional, la reflexividad, los bienes relacionales y el valor social añadido, que son claves para entender su propuesta teórica y valorar el alcance de la misma en el panorama sociológico actual (Donati y Archer, 2015).
La sociología relacional
La sociología relacional parte del realismo analítico, crítico y relacional como paradigma teórico (Donati, 2015). Desde sus inicios plantea una alternativa al conflicto tradicional entre individuo y estructura que ha dividido siempre a la sociología en posturas enfrentadas. “Constituirá la suposición general de orden metafísico adoptada por la teoría relacional y que introduce con plenitud la obra de Donati en el debate contemporáneo sobre el realismo en las ciencias sociales” (Terenzi, 2008: 41). Esta novedosa teoría no busca ser la tercera vía conciliadora entre teorías sistémicas y teorías de la acción, sino que “es un punto de vista que trata de superar desde lo interno los límites y reduccionismos de la tradición sociológica” (2008: 44). Para ello asienta sus bases en tres premisas fundamentales:
Existe una relativa discontinuidad entre lo que la realidad manifiesta en el plano empírico a nivel fenomenológico y lo que el observador percibe a nivel teórico a través de la abstracción formal. En este proceso confluye un conocimiento objetivo, expresivo-afectivo, racional y simbólico-moral. El conocimiento se considera relativo -no relativista- en el sentido de relacional, puesto que el mismo hecho de conocer es una relación que se crea entre observador y observado.
Los aspectos subjetivos y objetivos de la realidad social son distinguibles analíticamente y la realidad observable se conoce a través de categorías y selecciones diversas.
La sociología siempre se ha ocupado del estudio de los hechos empíricos, observables, entendibles por la razón y comprobables por la ciencia, pero la sociología relacional ve estos hechos como relaciones y, por tanto, como una realidad externa al sujeto que puede conocerse también a través de sus relaciones.
La sociología relacional contempla los que Margaret S. Archer (2007a: 15) considera que son los tres elementos que en sociología deben ir siempre de la mano: una ontología que explique lo que las cosas son -la ontología relacional que se fundamenta en una antropología relacional-, una metodología explicativa -la epistemología relacional- y una teoría práctica que aplique los presupuestos teóricos a la realidad concreta -la pragmática relacional.
Antropología relacional: la dualidad inmanencia/trascendencia
La sociología relacional se caracteriza por proponer un nuevo enfoque analítico e interpretativo que se mueve entre la sociología y la antropología filosófica. Al adoptar la noción de relación como categoría fundamental, plantea la estructura ontológica del ser desde una perspectiva relacional, tomando como referencia el modelo morfogenético de Archer (2007a). La ontología relacional explica que la realidad, en tanto que relación, manifiesta siempre dos dimensiones: la relación-raíz y la relación-contingencia, de tal forma que las cosas responden siempre a una naturaleza que marca lo que cada una de ellas está llamada a ser. Pero luego ese ser se manifiesta de forma contingente a través de diversas concreciones que pueden ser en mayor o menor medida reflejo de esa naturaleza originaria (Donati, 2009). Donati reformula así la noción de contingencia y explica que la realidad es siempre en sí misma necesaria y por eso existe, porque apunta al ser originario de las cosas, pero la forma como se manifiesta en el espacio-tiempo es siempre contingente. Y a partir de ahí propone una nueva fundamentación antropológica basada en la relación dual entre inmanencia y trascendencia que caracteriza a la persona como ser relacional y la distingue del resto de especies animales.
Reformula también la misma noción de relación y su rol en las dinámicas sociales y en la misma ciencia (Herrera, 2000): la relación se considera una consecuencia de la misma identidad, pero al mismo tiempo se considera constitutiva de ella. Es decir, la relación, o el carácter relacional, está ya presente en la misma configuración de la identidad personal: uno se reconoce como quien es precisamente cuando entra en relación con la alteridad. Sólo frente a un Tú, el Yo se reconoce “como quien es en lo que es” (Altarejos, 2006: 136). Esa constatación de la necesidad de los demás para descubrir y construir la propia identidad lleva a la sociología relacional a confirmar que el hombre es un ser-con-otro, un ser-en-relación (Donati, 2011a: 71). Esto significa que ya su misma estructura ontológica es relacional y, por consiguiente, necesita de los demás y de las relaciones con ellos para su propio desarrollo personal (Wojtyla, 1998: 41-109, 111-131). De ahí que se considere que el hombre es un ser dependiente por naturaleza (MacIntyre, 2001); dependencia que también está presente en la relación social.
Con ello, la sociología relacional pone también de manifiesto que lo social es constitutivamente relacional. El hombre es social porque se relaciona y como fruto de esas relaciones tiene lugar el efecto emergente que es la sociabilidad, es decir, la relacionalidad social (Donati y Solci, 2011: 16): germen de la capacidad asociativa de las personas, de hacer sociedad.
Esa estructura ontológica relacional del hombre se manifiesta en la dualidad, que es nota característica del ser humano (Polo, 2010). La dualidad se concreta en la relación entre inmanencia y trascendencia, impronta característica de la condición natural del ser humano. Éste comparte con el resto de seres vivos la cualidad de la inmanencia, en el sentido de que la misma naturaleza condiciona a la persona en cuanto a su dotación genética, sus capacidades, sus potencialidades, su temperamento, todo lo cual se puede manifestar además externamente. Pero al mismo tiempo es característico de la persona la trascendencia: esa capacidad propia únicamente del ser humano que le permite ir más allá de los propios límites naturales y trascender su propia naturaleza en un sentido proyectivo (Marías, 1989).
La capacidad de trascendencia se pone en entredicho cuando el hombre moderno individualista busca su propia autorrealización en relaciones interesadas que cosifican al otro como un medio para lograr fines individuales. La sociología relacional señala que la autorrealización como valor es innegable, puesto que es una tendencia natural del hombre que aspira a una vida lograda (Llano, 2002), pero si se tiene en cuenta su naturaleza relacional, se entiende que para alcanzar dicha autorrealización el hombre precisa de la relación con los otros, necesita coexistir, porque es a través del dar y darse a los demás como el hombre se conoce a sí mismo. De ahí la necesidad a la que ya apuntaba Jacques Delors en 1996 cuando identificaba en el “aprender a convivir” uno de los pilares para la educación del siglo XXI.
Esta relación dual de inmanencia/trascendencia aplicada a lo social se materializa en la noción de “latencia”, en señal de la potencialidad del ser humano. Esa dualidad entre ser y llegar a ser apunta al carácter trascendente de la persona y en general de todo lo humano que hay en lo social, en el sentido de que lo humano no puede reducirse únicamente a las personas, sino que también las estructuras, los sistemas y las organizaciones sociales están llamados a ser cada vez más humanos, puesto que humano puede ser, en potencia, todo aquello que está en relación. En definitiva, esta dualidad relacional apunta a la posibilidad de que la sociedad, los individuos y sus relaciones vayan más allá de lo puramente funcional y comiencen a crear otros tipos de intercambio que superen el puro interés, la utilidad inmediata y el beneficio individual.
Epistemología relacional
La teoría de Donati comprende y explica la realidad desde una “lógica relacional” (Donati, 2006: 109), de tal forma que aúna acción individual y condicionamiento estructural, cuyo resultado es un efecto de reciprocidad que da forma a la relación, siempre única y original, condicionada por el espacio y el tiempo. Esa relación es el objeto de estudio y análisis del sociólogo. Ese condicionamiento espacio-temporal incluye estructuras, aparatos normativo-simbólicos y mecanismos reguladores que permiten explicar por qué las relaciones son esas y no otras y por qué los cambios y transformaciones sociales son el resultado del cambio en la forma de “relacionar las relaciones”. En ese “relacionamiento de las relaciones” (Donati, 2009: 148) centra su interés la sociología relacional.
El conocimiento de esa realidad reclama entonces una epistemología relacional, la cual parte de tres premisas: 1) la realidad se compone de relaciones, es en sí misma relacional; 2) lo que hay que observar son relaciones y entender por qué se dan esas y no otras y qué procesos pueden modificarlas para hacerlas más humanas; 3) el mismo acercamiento y conocimiento de la realidad es una relación que condicionará la observación y el estudio del sociólogo.
Esto significa que la sociedad ya no puede ser analizada según el paradigma del todo/parte, del sistema/ambiente o el autopoiético, y que debe serlo desde el paradigma de red dentro del cual se integra la lógica de sistemas (Donati, 1996a: 103-104).
En otros términos, el concepto sociológico de red incluye el de sistema sin reducirse a sistema: visto desde una óptica de red, el sistema social (i) es una dimensión analítica de la red que (ii) pone en evidencia la interdependencia funcional y (iii) “estabiliza” -por medio de nodos de unión y desunión- los mecanismos retroactivos y los circuitos a través de los cuales se expresa la fenomenología de lo social. Pero la red es también el conductor, el lugar, el modo en que otros aspectos y dimensiones de lo social toman vida y se expresan. La sociedad aparece entonces como una mezcla de formal e informal que requiere un nuevo paradigma de observación (Donati, 1996a: 103).
Esto tiene sus consecuencias en la práctica al plantear la “intervención en red”, en la que el objeto de estudio está inserto en una trama relacional y, por tanto, todo cambio que se introduzca afectará no sólo al individuo o a la estructura en particular, sino a la red en su conjunto, con mayor o menor impacto. Esta idea de los “efectos de red” plantea una forma más global de entender las intervenciones como posibilidad de modificar las “redes de relaciones” (Terenzi, 2006: 33-49).
Por otra parte, comprender la sociedad y los cambios que en ella se dan es un “relacionarse con”, entre quien observa y quien es observado. Es por ello que Donati dice que todo conocimiento tiene lugar en, desde y a través de relaciones, de tal forma que la comprensión de todo fenómeno o cambio social debe partir en primer lugar del autoconocimiento del observador, que siempre está mediado por el contexto cultural, simbólico y normativo. De ahí que la sociología relacional afirme que el mismo conocimiento es una relación mediada por factores intencionales y estructurales. Esa relación que se establece entre observador y observado es la que genera conocimiento, y dicho conocimiento es por ello relativo, relacional (Donati, 2006), no relativista, “a menudo considerado uno de los muchos frutos venenosos del postmodernismo” (Bovone, 2011: 38).
En definitiva, esta constatación del conocimiento como relación mediada implica una nueva teoría del conocimiento: el saber, la comprensión y la explicación del cambio social dependen de la acción recíproca entre estados subjetivos y motivaciones individuales, además de códigos simbólicos, culturales y normativos y condicionantes estructurales.
Para guiar de alguna manera el estudio de lo relacional, Donati se sirve del esquema agil propuesto por Talcott Parsons en 1937 como un instrumento metodológico para el análisis y la modificación de las relaciones. Desde la óptica de AGIL, toda acción, fenómeno o realidad social es una relación que contiene en sí cuatro dimensiones analíticamente distinguibles: valorativa (L), finalista (G), adaptativa (A) y normativa (I).
Para Donati la primacía explicativa en agil reside en el componente de latencia (L), entendida no ya como mantenimiento de modelo de valor-la latent pattern maintenance de Parsons-, sino como necesidad de dar un sentido a la relación social y, por eso mismo, como proceso de valoración de lo social que puede ir más allá de la realidad dada, con lo que abre la posibilidad de camino en los modelos de valor (García-Ruiz, 2006: 40-41).
Dicho lo cual, todo cambio social tiene lugar realmente cuando existe una discontinuidad en L respecto de lo existente hasta el momento. Es decir, cuando los valores o creencias llevan a los sujetos a atribuir un nuevo significado, sentido o valor a las relaciones que difieren respecto del pasado. Con ello se introducen la novedad, la creatividad, la capacidad generativa y de transformación de la persona y de la sociedad respecto de lo ya dado o determinado socialmente, para crear nuevas formas de relación.
Pragmática relacional: intervenciones ODG
Pero toda teoría sociológica apunta, además, a la práctica que abre camino a la intervención. Y en este caso Donati formula una pragmática relacional que opera según la lógica de red (Donati, 1996a: 103-104) y parte de la premisa de que toda intervención social opera desde un análisis relacional de los problemas. “Las patologías sociales se manifiestan como ruptura, destierro o distorsión de las relaciones, en la dirección del puro individualismo o en la de emergencia de sistemas sociales deshumanizados” (Donati, 2006: 107). A partir de ahí la intervención se reformula más bien como la ayuda que el observador profesional presta a las personas y los sistemas implicados en la toma de conciencia y el diagnóstico de sus propias relaciones. Los orienta en el análisis del contexto que los condiciona y de las intenciones individuales que mueven a cada quien, a actuar y relacionarse, y de esta manera los guía a través de un proceso reflexivo que busca explicar y comprender el tipo de reciprocidad que están generando, haciéndolos protagonistas de su propio cambio y agentes activos en la transformación y humanización de las relaciones (Donati, 2011b). De ahí el nombre de la intervención: Observación-Diagnóstico-Guía (ODG).
El objetivo, por tanto, es ayudar a los sujetos a introducir nuevos procesos reflexivos desde los que poder repensar las relaciones que han podido volverse patológicas, y al mismo tiempo hacerlos conscientes del potencial morfogenético que ellos mismos tienen en cuanto a la capacidad de modificar y hacer más humanas las relaciones. Con ello se pretende ir más allá del enfoque asistencialista que tradicionalmente han asumido las intervenciones sociales, las cuales han llevado muchas veces a los destinatarios a adoptar un rol pasivo.
Dicho esto, el fin último de la pragmática relacional es poner de manifiesto que cuando la práctica de una intervención, la concreción de una política, un servicio o la concesión de un derecho se centra única y exclusivamente en el sujeto individual o sistema cerrado, se ignora que éste se halla inserto en toda una trama relacional y que, por tanto, todo cambio tendrá efectos de red, más allá del impacto individual o estructural. Es decir, se hace necesario aceptar y tener en cuenta la relacionalidad de la realidad en la que se quiere intervenir.
El concepto de relación
Como se ha dicho al comienzo, la relación asume un papel central en esta propuesta sociológica. Permite entender el cambio social como una nueva forma de relacionar las relaciones o de producir relacionalmente (Donati, 1993: 41). Al entender la relación como realidad sui generis, Donati recupera una antropología de lo humano que la sociología parecía haber perdido en el transcurso de su desarrollo como disciplina. La persona recobra así un papel central como principio y motor de las relaciones y a través de ellas es protagonista y agente de cambio en la configuración de lo social (Donati y Archer, 2015).
Tras una revisión teórica de las principales obras de referencia de Donati, cabe decir que la definición más amplia y de mayor profundidad de la noción de relación que ofrece el autor se encuentra en su obra Lezioni di sociologia. Le categorie fondamentali per la comprensione della società (1998). Dice así:
[Es] la realidad inmaterial que está en el espacio-tiempo de lo inter-humano, o sea que está entre los sujetos agentes, y que como tal “constituye” su orientarse actuar recíproco por distinción respecto a aquello que está en los actores singulares -individuales o colectivos- considerados como polos o términos de la relación. Esta “realidad entre”, hecha juntamente de elementos “objetivos y subjetivos”, es la esfera en que vienen definidos sea la distancia sea la integración de los individuos respecto de la sociedad: depende de ella si, en qué forma-medida y cualidad, el individuo puede distanciarse o implicarse respecto a los otros sujetos más o menos próximos, a las instituciones y en general, respecto a la dinámica de la vida social.
Analicemos los diversos significados que esta definición encierra.
La relación es una “realidad inmaterial” en el sentido que asume el realismo crítico: no es una realidad directamente observable, pero constituye una realidad existente e identificable analíticamente, y por ello permite entenderla como realidad sui generis. Es decir, no es sólo el resultado de la suma de sus partes ni tampoco explicable únicamente por ellas.
Existe “en un espacio-tiempo de lo interhumano, está entre los sujetos agentes”, puesto que relación es todo aquello que existe entre dos sujetos en interacción. Es aquello que emerge entre quienes se refieren intencionalmente y se condicionan mutuamente en un contexto concreto relacional, simbólica y culturalmente estructurado que facilita la generación de expectativas mutuas en el modo de relacionarse. La relación es, por tanto, una realidad histórica y temporal, con un principio y un fin. Y por eso Donati (2006) distingue los que llama “códigos temporales” o “registros de tiempo”: interactivo, social y simbólico.
Decir que la relación “constituye su orientarse actuar recíproco por distinción respecto a aquello que está en los actores singulares -individuales o colectivos- considerados como polos o términos de la relación” es decir que es la realidad emergente entre los sujetos en interacción. De esta forma, cada relación manifiesta una triple dimensionalidad: a) re-fero: referencia intencional de dos o más sujetos que se orientan y condicionan mutuamente con una intencionalidad concreta; responde a unos valores (L) y unas metas (G); b) re-ligo: vínculo estructural que emerge o se actualiza en cada relación y que hace de esta una realidad única y singular, históricamente situada; responde a condicionantes culturales y simbólicos que responden a su vez a unos medios o recursos adaptativos (A) y a normas de integración (I); c) rel-azione: acción relativa o reciprocidad; ésta es la gran aportación del enfoque relacional, al entender la relación como pura reciprocidad, más allá de todo sentido funcional o instrumental. Es decir, cuando la relación es intencional (re-fero) y vinculante (re-ligo) se genera un intercambio que es manifestación de la reciprocidad de elementos subjetivos y objetivos, la cual genera a su vez efectos emergentes de diverso tipo. Y son esos efectos emergentes no previstos ni producidos intencionalmente los que hacen de cada relación una realidad única, sui generis. A esa triple dimensionalidad hace referencia Donati cuando alude a los “elementos objetivos” o “subjetivos” que conforman una “realidad entre”, que es la relación social.
La última parte de la definición apunta a la lógica de diferenciación/integración que subyace a la sociología relacional, frente a la lógica de inclusión/exclusión propiamente estructuralista-funcionalista o sistémica. De acuerdo con esta nueva lógica, la diversidad es un valor constitutivo de la propia naturaleza humana y a la vez característica de la sociedad que se conforma a partir de las relaciones personales entre individuos. Cada sujeto, cada sistema y cada estructura social, es en relación con todo aquello que lo rodea: se diferencia y se reconoce, se distancia y se vincula, se separa y se integra. El reconocimiento de lo común y lo diferente sirve de base para la asociación y el emprendimiento de metas y objetivos comunes que llevan a crear conciencias colectivas (Donati, 1999). De ahí que Donati diga que la relación “es la esfera en que vienen definidos sea la distancia sea la integración de los individuos respecto de la sociedad”.
Una vez analizada la definición de relación, conviene detenerse brevemente en dos aspectos centrales que conforman o se derivan de la relación: la reciprocidad y los bienes relacionales. En primer lugar, veamos el concepto de reciprocidad, base y fundamento de la relación, en palabras de Robert Spaemann (2000: 89): “La otra persona se halla con nosotros en una relación de reciprocidad. Yo soy parte de su mundo como ella es del mío, yo soy para ella como ella es para mí, y a mí me resulta evidente que yo soy para ella y que ella sabe que es para mí. En esta reciprocidad se funda el realismo metafísico”. Donati (1998: 360) la define como “el intercambio simbólico en un circuito de donaciones en ambas direcciones”. Es decir, toda relación supone un intercambio que varía según la intencionalidad de los sujetos. De esta manera, cada forma de intercambio responde a un valor (L), una finalidad (G), un contenido específico (A) y unas normas (I), que en cada caso vienen marcados por la estructura propia de cada relación. A partir de ahí Donati identifica cuatro tipos habituales e intercambio: acción por utilidad (A), por orden u obligación (G), por reciprocidad (I) o por donación (L). En cada caso la motivación y las expectativas de resultados varían y pueden ir de lo funcional a lo suprafuncional.
La reciprocidad entendida como donación es propia de las esferas familiar (L) y asociativa (I), caracterizadas por las relaciones cara a cara o mediadas orientadas en un sentido suprafuncional, no utilitarista. Y aquellas formas de reciprocidad societaria que se dan en la esfera pública son una réplica de la reciprocidad plena que es característica y natural de la familia (Garro-Gil, 2015). Esta reciprocidad societaria puede ser a su vez de tres tipos según el grado de alcance social (Donati, 1998): restringida, extensa y generalizada. En palabras de Robert Putnam (2003: 17): “[…] a veces, la reciprocidad es específica -yo hago esto por ti, si tú haces eso por mí- pero también puede darse una norma de reciprocidad generalizada: yo hago esto por ti, sin esperar de ti nada concreto, aguardando confiado a que algún otro haga algo por mí más adelante”. Y termina: “Una sociedad caracterizada por la reciprocidad generalizada es más eficiente que otra desconfiada”.
El segundo elemento en el que conviene detenerse brevemente es el de los “bienes relacionales” (Donati y Solci, 2011). El término “bien relacional” no es algo novedoso ni exclusivo de la sociología relacional. Se considera que el concepto fue introducido en el debate teórico casi al mismo tiempo por cuatro autores contemporáneos (Bruni, 2009): la filósofa Martha Nussbaum en 1986, el sociólogo Pierpaolo Donati en 1986, los economistas Benedetto Gui en 1987 y Carole Uhlaner en 1989. Lo que Donati aporta de novedoso a la teoría de los bienes relacionales es que los considera un efecto emergente de las relaciones concretas, que pueden llegar a modificar la voluntad misma de los sujetos que se relacionan. Y da un paso más respecto de la tradicional oposición entre bienes públicos y privados:
Los bienes públicos no son estrictamente relacionales [también pueden serlo] porque implican formas de mando y agregaciones de carácter impersonal, formal y abstracto. Y los bienes privados no son relacionales “por definición” porque no implican necesariamente la idea de compartir. Sin embargo, los bienes producidos por el Tercer Sector tienen cualidades relacionales específicas (Donati, Maccarini y Stanzani, 1997: 127).
Estos bienes constituyen el bien intangible que se intercambia en las relaciones de reciprocidad, cuyo interés va más allá de lo puramente material. Se trata de bienes singulares, inmateriales, no mensurables, pero sí de reconocido valor, principalmente para aquellos que los intercambian y comparten en la relación.
Se basan, además, en la economía del sharing, del compartir, propia de la familia y las organizaciones del Tercer Sector. Y son vistos como el potencial humanizador de la sociedad actual (Donati y Solci, 2011: 10). De esta forma, la sociología relacional viene a medir la humanidad de una sociedad en su capacidad para hacer más extensibles y generalizables la producción y la distribución de este tipo de bienes que sólo pueden generarse en las relaciones humanas. Para que puedan ser producidos, este tipo de bienes requieren (Donati y Solci, 2011: 24): a) de una identidad personal y social de los participantes, b) de una motivación no instrumental por parte de los sujetos que se relacionan, c) de una conducta inspirada en las reglas de la reciprocidad, d) del pleno compartir, e) de una elaboración en el tiempo, f) de una reflexividad que opere relacionalmente.
Por lo que toca a esto último, conviene señalar que los bienes relacionales no se derivan automáticamente de la relación, sino que requieren de procesos de reflexividad personal y social -relacional-, como se verá más adelante. De hecho, las relaciones no humanas, inhumanas o deshumanizadas son las que pueden llegar a generar lo que Donati (2011b: 279) denomina “males relacionales”: nacen del individualismo de quienes actúan únicamente por imperativo funcional, de forma autorreferencial, sin tener en cuenta a los otros ni cómo las interacciones intersubjetivas modifican o pueden modificar el estado de las cosas e incluso a las personas.
En conclusión, se considera relacional todo bien que sea producto de relaciones humanas y cumpla con las siguientes cualidades (Donati y Solci, 2011: 24-25): 1) que sea el efecto emergente de una relación humana que busca la reciprocidad del don; 2) que no pueda intercambiarse o ser sustituido por otro bien; 3) que suponga un modo de satisfacer necesidades primarias de la persona, es decir, necesidades humanas.
El concepto de razón relacional
Donati (2008) señala, al igual que otros teóricos, cómo a lo largo de la modernidad y la posmodernidad, la sociedad funcionalista ha valorado y premiado el éxito individual y la máxima productividad, de acuerdo con una racionalidad de tipo weberiano. Ésta ha dado lugar a su vez a dos tipos de racionalidad: instrumental y sustancial. La primera, dirigida a fines, se ha erigido sobre el ideal moderno del éxito y el progreso individuales, donde las metas personales dejan de lado las relaciones sociales. La segunda, orientada a valores, ha tenido en cuenta el ahorro de costes y medios y la ausencia de una ética universal.
Donati se propone en primer lugar mostrar la limitación de la teoría weberiana del valor, que finalmente se queda en una racionalidad no racional, reducida a la dimensión afectiva o tradicionalista del valor: los valores que mueven a la acción son resultado del sentir o interpretar subjetivo o bien de las tradiciones comúnmente aceptadas. Son, por tanto, valores automatizados en los que la reflexividad no interviene (Donati, 2008). “Al desaparecer los valores, también desaparece la capacidad de evaluar estados diferenciales de cosas” (Herrera y Castón, 2003: 63). Donati (2008: 99) señala dos limitaciones fundamentales de la racionalidad weberiana: 1) la racionalidad instrumental lleva a plantear medios para conseguir fines, fines que pueden convertirse también en medios y, por tanto, dificulta la distinción entre unos y otros; 2) la racionalidad del valor parte de que los valores son subjetivos, pero efectivamente pueden ser subjetivos y también objetivos, y tanto en un caso como en el otro, se pueden convertir en un mal.
La sociología relacional propone situar el foco en los “valores racionales” (Donati, 2016):
En primer lugar, el hecho de reducir la racionalidad humana a mero instrumento elimina el espacio que la razón humana tiene cuando se ocupa de aquello que está entre las razones utilitaristas y el mito simbólico, o sea el espacio de los “valores racionales”. […] En segundo lugar, el hecho de reducir la experiencia simbólica del mundo a una adhesión que el individuo da a la conciencia colectiva descuida y elimina el valor de las relaciones sociales que el individuo tiene con los otros seres humanos y con las instituciones sociales (Donati, 2008: 99).
Asimismo, identifica cuatro tipos de racionalidades diversas articuladas entre sí: racionalidad instrumental (A), racionalidad realizativa (G), racionalidad normativa (I) y racionalidad valorativa (L). De esta forma, se distinguen medios de fines y al mismo tiempo valores subjetivos de valores universales y normas sociales. También propone una nueva reformulación de la teoría del valor desde el enfoque relacional. Para ello, parte del hecho de que “los valores comunes con referencia a algo universal” (Donati, 2004: 24) son necesarios para la integración de las personas, los sistemas y estructuras sociales, e identifica en la latencia (L) esa instancia ética y valorativa desde la que es posible distinguir entre relaciones humanas y no-humanas, inhumanas o deshumanizadas.
El concepto de reflexividad
La noción de reflexividad surge en la sociología durante las décadas de los años cincuenta y sesenta, de la mano de la corriente etnometodoló-gica (Garfinkel, 2006). En ese momento se introduce este concepto en las ciencias sociales con la intención de romper con algunos supuestos de corte positivista (Bertoldi, Bolletta y Mingardi, 2008): 1) el supuesto de la invisibilidad del investigador en el campo de investigación a la hora de interactuar con los sujetos de estudio; 2) la no contemplación de la perspectiva de los actores, y 3) la presunta neutralidad de las técnicas de investigación. Desde entonces, la reflexividad se ha extendido socialmente hasta tal punto que algunos autores lo consideran un término demasiado popular, que está “excesivamente en boca de todos” (Bovone, 2011: 25). Pero los sociólogos contemporáneos parecen volver a centrar la atención en la reflexividad, en parte también por la escasez de estudios teóricos y sobre todo empíricos (Archer, 2007b).
La sociología centra su interés en torno de la reflexividad, que cobra un papel relevante con la difusión del término de “modernidad reflexiva” introducido por Anthony Giddens (1990). Indica la entrada en una época en que la sociedad se hace más compleja y los individuos deben asumir cambios acelerados. Esto los obliga a tomar decisiones conforme a una valoración de los riesgos y el aumento de problemas sociales a distintos niveles (Donati, 2011b: 94-95). Esto no significa que la sociedad moderna se vuelva más consciente o reflexiva, sino que empieza a reconocer que la certeza y la autoridad son imposibles y se cuestiona las premisas que hasta entonces había dado por supuestas. Es por ello que los sociólogos parecen ver en la capacidad reflexiva el único recurso para que el hombre moderno pueda guiarse en medio de la incertidumbre y el riesgo que comporta la “sociedad hipotética” de la que hablaba Spaemann (1994). En ella se instaura la duda metódica como forma de conocimiento y se eliminan así toda certeza y referente valorativo. Y el proceso de “individualización institucionalizada” priva al individuo de apoyo de estructuras sociales tradicionales -familia y grupos de pertenencia- que hasta entonces habían guiado su comportamiento (Beck y Beck-Gernsheim, 2002). El hombre se queda solo, en medio de los otros pero sin los otros, midiéndose siempre y sólo consigo mismo (Lacroix, 2002). En la sociedad moderna que asocia la complejidad con la contingencia y ésta con el riesgo (Luhmann, 1982), se instaura la costumbre de un ejercicio colectivo de reflexividad que alcanza sus cotas más altas en la sociedad de la información y los medios de comunicación (Bovone, 2011: 30). Cualquier elección parece igual a otra sin importar la distinción entre lo verdadero y lo falso y todo puede ser revisado y modificado. Mientras, el individuo parece ganar en autonomía y libertad, pero pierde paradójicamente en capacidad de transformación, quedando finalmente apartado como ambiente de un sistema social que procede autopoiéticamente a espaldas de lo humano (Belardinelli, 1996: 20).
En este contexto al hombre se le considera incapaz de toda reflexividad, puesto que la irracionalidad propia de lo humano lo lleva al emotivismo, el sentimentalismo y la impulsividad. Es el sistema el que asume la tarea de reflexionar sobre los riesgos de una sociedad compleja que busca la opción más funcional en medio de la contingencia (Luhmann, 1990: 95). Aumenta, por tanto, la necesidad de reflexionar sobre los riesgos y los efectos no esperados del avance científico y tecnológico, todo lo cual apunta hacia la reflexividad.
En medio de este escenario, la sociología se enfrenta al reto de alcanzar la objetividad de su estudio y la interpretación de una sociedad contingente en la que el cambio es constante. Desde la comparación con las ciencias “duras”, dirige su mirada a la necesidad de incluir el autorreflexión y la autocrítica en el proceso de investigación. Esto supone un reconocimiento de las posibilidades y los límites de una disciplina que pretende hacer interpretaciones de interpretaciones, a la vez que busca el contraste respecto de otras ciencias y respecto del conocimiento del sentido común (Bovone, 2011: 42). Y así es como parece encontrar en la reflexividad el recurso para lograr esa complementariedad, la cual asume un tercer nivel hermenéutico en tanto que resulta ser la “interpretación del sentido de otra interpretación, o si lo preferimos, de narraciones de narraciones” (Melucci, 1998: 23). Concluye Laura Bovone (2011: 44): “La reflexividad es lo específico de la profesión sociológica”.
A partir de ahí los sociólogos comienzan a distinguir entre lo que Melvin Pollner (1991) ha denominado reflexividad “endógena” y reflexividad “referencial” o “radical”, entre la reflexividad popular y la reflexividad científica o sociológica. Esta distinción atribuye a la reflexividad individual un carácter introspectivo, como reflexión interior o autoobservación del sujeto, mientras que las teorías del tercer observador plantean que sólo el experto posee capacidad reflexiva que le permite ofrecer a los sujetos observados una visión objetiva, crítica y articulada de su obrar, de la que ellos son incapaces (Latour, 2005).
Todo ello da lugar a un debate que surge en el siglo XIX y se extiende hasta nuestros días. Y es aquí donde destaca especialmente la teoría de la conversación interior de la socióloga británica Margaret S. Archer (2006: 128), sobre la que nos detendremos brevemente, dado el interés especial que despierta en Donati y que él mismo toma como referencia para su formulación teórica de la reflexividad.
La teoría de la conversación interior de Archer
Archer (2006: 82) parte de la crítica al sentido introspectivo de la reflexividad moderna entendida como reflexión interior. Señala la dificultad para explicar cómo es posible que el sujeto sea observador y observado al mismo tiempo, así como la dificultad de acceder a los estados mentales del sujeto que no siempre son observables desde fuera, aun reconociendo la objetividad de su existencia. Dicho lo cual, formula tres hipótesis:
Existe una “esfera mental interior” que tiene existencia propia y poder causal, capaz por tanto de modificar a la misma persona y sus estados internos y también a la estructura, al entorno, generando con ello nuevos procesos morfogenéticos.
Los procesos mentales no son siempre observables ni analizables a partir de sus manifestaciones externas. Dejando a un lado la teoría del tercer observador, propone demostrar que el punto de vista subjetivo de la primera persona es irrefutable e insustituible.
La conversación interior tiene un poder causal en tanto que el sujeto parece ser el mejor conocedor de sí mismo, más allá del conocimiento que de él puedan tener observadores externos. Con todo, Archer no descarta que ese autoconocimiento pueda ser corregible externamente.
Para lograr ese conocimiento de los actos mentales, Archer propone reformular la noción de reflexividad como “aquella actividad de mediación a través de la cual el sujeto sopesa si y cómo ciertos elementos -creencias, ideas, deseos o estados de cosas- tengan que ver con él, o le interesen” (Archer, 2006: 86). En esta definición están presentes dos elementos fundamentales: 1) la reflexividad parte de la persona singular, de su subjetividad, como deliberación personal mediada social y culturalmente, y 2) tiene una manifestación pública, contingente, visible al ojo externo en forma de ideas, acciones o comportamientos.
Así reconoce Archer (2006: 115) el “acceso epistemológico privilegiado” de cada persona a sus propios estados mentales, y centra la atención sobre el poder causal del individuo y su protagonismo activo en la puesta en marcha de procesos morfoestáticos y morfogenéticos (Archer, 2007b), así como sobre el papel central que la persona asume en los procesos de intervención, que también reconoce Donati (1996a) en la pragmática relacional. “Negar la autónoma capacidad de acción de la primera persona atribuyéndola a cualquier sujeto tercero, quiere decir negar la existencia de aquellos poderes causales que hacen de todo agente un protagonista activo de la reproducción social o de la transformación social” (Archer, 2006: 103).
La socióloga británica redefine la reflexividad como proceso interno de deliberación que adquiere un carácter dialógico. Esta conversación interior se desarrolla en tres procesos distintos (Archer, 2006: 106): 1) discernimiento, 2) deliberación y 3) dedicación. De este último paso emerge un modelo de acción autónomo, cuyo efecto causal fundamental es la posibilidad que tiene el individuo en “primera persona” de funcionar o actuar como agente social, capaz de transformar lo ya establecido. A través de estos tres procesos el sujeto identifica sus intereses vitales o ultimate concerns (Archer, 2006: 14) y elabora los proyectos que luego llevará a la práctica de acuerdo con las condiciones que le imponen las estructuras socioculturales. Precisamente en los intereses últimos parece hallarse la clave que guía el proceso dialógico de reflexión y que sólo el propio sujeto es capaz de clarificar, puesto que son subjetivos.
Archer (2006: 78) reivindica con ello el poder causal de la reflexividad, en tanto que el proceso deliberativo que pone en marcha la persona tiene una serie de efectos emergentes que pueden ser causa de cambios en la persona y en las estructuras socioculturales, dando lugar a procesos morfogenéticos. Es la “propiedad personal emergente” -la reflexividad- la que es capaz de mediar el efecto causal ejercitado por la sociedad a través de sus estructuras socioculturales respecto a cada uno de los individuos (2006: 211). Archer reconoce en este sentido que la reflexividad es una propiedad relacional, puesto que la conversación interior es la relación entre la mente individual y el mundo social (2006: 178). Es el sujeto que conversa con Ego, el Yo pasado y el Tú o Yo futuro, teniendo en cuenta las circunstancias concretas. Esos efectos emergentes que resultan del proceso deliberativo son tanto “intrínsecos” como “extrínsecos”, de los cuales Archer (2006: 112-113) identifica principalmente dos: saberse a sí mismo, tener conciencia de sí; y ser capaz de reflexionar sobre sí mismo en relación con la situación en la que uno se encuentra.
Para contrastar su teoría de la conversación, Archer realiza una investigación empírica en la que plantea un estudio de casos a través de la entrevista a cuarenta sujetos. El resultado es la clasificación de cuatro tipos reflexivos que aquí sólo se citan (Archer, 2006: 270-467): comunicativo, autónomo, meta reflexivo y fracturado o impedido.
La reflexividad relacional
Tomando como referencia el enfoque morfogenético y la teoría de la conversación interior de Archer, Donati parte igualmente de la crítica a la teoría de la “modernización reflexiva” de Ulrich Beck, Anthony Giddens y Scott Lash (1994). Constata que la reflexividad moderna se ha entendido como liberación del hombre de constricciones externas que había adquirido en el pasado: es el momento en el que la mente individual -también colectiva- opera sobre sí misma, activando un diálogo en el que redelibera continuamente sobre sus propias intenciones con el fin de aumentar la propia capacidad (eficacia, eficiencia) de autodeterminación que luego pueda hacer extensiva a la sociedad (Donati, 2011b: 11).
Si en la época premoderna la reflexividad comportaba un tipo de ejercicio contemplativo que constituía el medio para acceder a la verdad, en la modernidad la reflexividad se convierte en el instrumento necesario para manejar la contingencia que trae consigo el cambio social. La reflexividad adquiere así el significado de un proceso de reflexión que desencanta y termina por desmontar todo lo que se daba por supuesto (Donati, 2011b: 94-95). Se convierte en el criterio moral para la actuación en sociedad de un individuo que construye la realidad a partir de lo que su mente delibera reflexivamente. Se trata además de una reflexividad de corte positivista, según la cual sólo existe y es objeto de reflexión aquello que es observable. Sin embargo, como ya pusiera de manifiesto Archer y así lo corrobora Donati, existen realidades objetivas que no son directamente observables, pero que existen y que deben ser, por tanto, objeto de reflexión. Esa reflexividad autónoma, individualizada, liberada de vínculos morales, políticos o religiosos, gobierna las relaciones, las estructuras sociales, los códigos culturales y las comunicaciones, trayendo consigo una sociedad en la que prima la objetividad. Esa “revolución reflexiva de la modernidad” tiene principalmente dos consecuencias (Donati, 2011b: 10): un subjetivismo exasperado y una reflexividad morbosa cerrada en sí misma. Esto genera nuevas patologías sociales: individualismo, aislamiento, soledad, pérdida de relaciones, privatización de los problemas, pasividad ante el cambio, etcétera.
Problemas producidos por la aplicación de modo radical de la idea de que la sociedad pueda y deba generar ella misma desde sí misma, a través de estructuras sistémicas, que no pocas veces han asumido y todavía asumen cualidades des-humanas, anti-humanas, no-humanas, en la medida en que su “racionalidad”, puramente instrumental, opera a través de una reflexividad mecanicista, privada de intencionalidad y cualidad humana (Donati, 2011b: 10-11).
Esta reflexividad autorreferencial termina por implosionar. Hay entonces quienes proponen situar la reflexividad en el sistema social, de tal manera que constituya un ejercicio obligado previo a toda acción. “La realidad social es guiada por la reflexividad como actividad mental de los sujetos que la hacen coincidir con las formas sociales”, lo que llega a generar una “mente colectiva que reflexiona” (Donati, 2011b: 16). La sociedad moderna comienza así con una reflexividad débil, circunscrita al individuo que actúa en un sentido introspectivo desde una “racionalidad limitada” (Luhmann, 1991). Es el momento en que se aboga por una reflexividad sistémica como ejercicio social colectivo, lo cual muestra pronto sus limitaciones por no poder responder a problemas que precisan otros tipos de reflexividad.
A partir de ahí, Donati se propone reformular el concepto de reflexividad desde un enfoque relacional, y para ello realiza un análisis sociológico que le permite mostrar cómo los procesos de globalización implican siempre tres grandes procesos de transformación (Donati, 2011b: 163): 1) diferenciación relacional, 2) reflexividad y 3) emergencia social. Sobre estos tres conceptos se desarrolla principalmente su teoría de la reflexividad.
Frente a los tres paradigmas que habitualmente emplea la teoría sociológica para explicar la diferenciación social -segmentaria, estratificada y funcional- (Luhmann, 1982), la sociología relacional propone un cuarto paradigma que pretende superar el funcionalismo moderno: la diferenciación relacional (Donati, 2002: 54). Tomando como referencia los tipos reflexivos de Archer (2006: capítulos 6-9), Donati (2010: 150-152) realiza la siguiente clasificación de las distintas formas de diferenciación asociadas con los tipos de reflexividad: diferenciación segmentaria, diferenciación estratificada, diferenciación funcional y diferenciación relacional. En este sentido, Luhmann (1982) sostiene que el proceso de diferenciación en la sociedad globalizada sigue siendo la funcional, al igual que lo ha sido en la modernidad, sólo que a través de formas más complejas en las que la reflexividad adquiere un sentido autopoiético, de autorreferencialidad del Yo que se mira a sí mismo. Por el contrario, la sociología relacional propone el paradigma de la diferenciación relacional, que parte de los procesos de diferenciación de las relaciones sociales en cuanto a la capacidad de crear nuevas formas y estructuras: “Ésta es propulsada por una forma específica de reflexividad centrada en la relación social, lo cual significa que es una forma de reflexividad centrada en lo que la relacionalidad social ofrece, por su emergencia, más allá de las contribuciones de los actores singulares que la provocan” (Donati, 2010: 150-151).
Esa forma específica de reflexividad a la que hace referencia Donati es la reflexividad social o relacional, novedad que introduce la sociología relacional para distinguir e integrar la reflexividad personal de Archer y la reflexividad sistémica de Beck.
La reflexividad social juega como actividad mediadora entre la subjetividad humana y los sistemas sociales. Se trata de una mediación que posee su propia naturaleza y realidad, conformada por dimensiones emocionales, cognitivas y simbólicas. Se activa con la interioridad (conversación interior) de las personas, pero se alimenta de una constante relacionalidad entre sujetos. Esta relacionalidad es la que produce el cambio social. Consiste en esa realidad que está entre los sujetos, es decir, la realidad de los bienes relaciones o de los males relacionales (Donati, 2011b: 26).
Y Donati (2010) propone una nueva clasificación de los tipos de reflexividad:
Reflexividad personal: es la conversación de Ego consigo mismo -Alter es el propio Self-, tal y como explicaba Archer (2006) en su teoría de la conversación interior.
Reflexividad social -relacional-: aquella en la que Ego conversa con alguien distinto a él, siendo Alter otra persona o varias personas, lo cual adquiere un sentido interactivo.
Reflexividad sistémica: aquella en la que Ego y Alter son partes de un sistema.
Revisa además el modelo de conversación interior de Archer y concluye que lo que la autora británica entiende por reflexividad social se limita únicamente al encuentro de las reflexividades personales en un contexto social, lo cual lleva a Donati a plantear a continuación la posibilidad de que el ejercicio de reflexividad pueda ser realizado no solamente por un sujeto individual, sino también por un sujeto colectivo, de tal forma que los sistemas, grupos sociales, redes informales, pueden reflexionar sobre ellos mismos.
También señala Donati la diferencia entre el sentido que adopta la meta reflexividad en la clasificación de los tipos de Archer y el nuevo sentido que él mismo le atribuye en la teoría relacional (2011b: 158-159). Para Archer, la meta de la reflexividad es el proceso de deliberación interna que tiene lugar en la conversación interior del individuo que está descontento con su vida, con el resultado de sus acciones y con la incidencia o no en la realidad que lo rodea, y busca experiencias más gratificantes para una mejor calidad de vida en sus relaciones con los demás y el mundo. Destaca, por tanto, la visión individual y negativa que lleva al individuo a la búsqueda del bienestar, continuando de alguna manera con los planteamientos modernos. Sin embargo, para Donati la meta reflexividad es un tipo de reflexividad relacional, desde la cual al individuo no le importa tanto su malestar individual con el entorno que lo rodea, sino las relaciones con los otros y el mundo. Y pensando desde el “nosotros”, se propone realizar cambios en las relaciones para que éstas sean más satisfactorias para todos, situando el centro de atención en el contexto relacional y en el bien común. Esto le permite además a Donati (2011b: 172) introducir la “fórmula de la trascendencia”, como posibilidad de ir más allá de la propia individualidad para cambiar aquellas relaciones que generan males relacionales. Todo ello plantea una gestión del riesgo entendido como fenómeno connatural a todo proceso de diferenciación que trae consigo el cambio social, visto en clave positiva.
La reflexividad, por otra parte, se considera cada vez más importante “como operación necesaria para generar identidad”, tal y como ponía de manifiesto Archer al hablar de la conciencia de sí. Visto entonces desde el enfoque relacional, a través de la reflexividad personal en relación con los otros, el individuo va construyendo su propia identidad, y a través de la reflexividad relacional construye la identidad social o colectiva (Donati, 2011b: 130).
Respecto a la estructura de la propia reflexividad, Donati (2011b: 192-193) vuelve a hacer uso del esquema agil para descomponer las que él considera que son las cuatro dimensiones de todo proceso reflexivo:(A) Instrumental, (G) De objetivos, (I) Relacional y (L) Valorativa. El proceso deliberativo previo al curso de la acción se centrará en una o varias de estas dimensiones, si bien sólo a través de la combinación de las cuatro es como se genera una reflexividad relacional. En este caso, el sentido de ser de la teoría de la reflexividad relacional es arrojar luz sobre la necesidad que tiene la racionalidad simbólica (L) del resto de componentes para considerarse auténtica, para definir aquello que es verdaderamente digno de perseguir en sí y por sí, no como valor irracional. De lo contrario, “si la meta reflexividad no se conduce por una razón relacional que justifique lo que es digno en sí, la sociedad asocia esa dignidad a ideologías y religiones” (Donati, 2011b: 201).
Y plantea también la forma en que cada uno de los tipos de reflexividad puede tomar parte en el proceso reflexivo, para lo cual usa como referencia el ciclo morfogenético de cuatro tiempos propuesto por Archer (Donati, 2010: 155):
Tiempo T0: las estructuras previas condicionan el contexto de tal manera que implica un cierto modo de reflexividad.
Tiempo T1: tiene lugar un proceso de diferenciación relacional (reflectividad o reflexividad sistémica) en el que los actores y las esferas se separan, creando nuevas necesidades que reclaman o ponen de manifiesto una nueva relacionalidad entre ellos.
Tiempo T2: los actores interactúan en un nuevo contexto diferente a la inicial (reflexividad personal y social).
Tiempo T3: En el transcurso entre el tiempo 2 y 3, la reflexividad personal elabora las interacciones entre Ego y Alter a través de una reflexividad social.
Tiempo T4: emergen nuevas estructuras que dependen de los tipos de reflexividad desarrollados entre T2 y T3.
En ese tiempo interactivo (T2-T3) en el que las reflexividades personales median entre la acción individual y las estructuras socioculturales, se genera un tipo de reflexividad distinto según el nuevo contexto emergente. Es también el tiempo en el que Donati muestra cómo la contingencia que caracteriza la emergencia de nuevas formas sociales puede entenderse desde las dos perspectivas ya citadas: la perspectiva del riesgo, propia de la modernización reflexiva que simplemente sustituiría una forma social que comporta riesgos por otra que también comporta riesgos aunque distintos; y la perspectiva trascendente, que es aquella que buscaría la diferenciación social en la búsqueda de formas relacionales cuyos bienes son capaces de reducir los riesgos y evitar los males relacionales (Donati, 2011b). Por tanto, el ejercicio de la meta reflexividad se considera que es la mejor opción para evitar procesos morfoestáticos que perpetúen esos riesgos y al mismo tiempo sea capaz de generar aquellas relaciones significativas que persiguen fines valiosos (procesos morfogenéticos).
En definitiva, se ha querido poner de manifiesto, de acuerdo con la teoría relacional de la reflexividad, que la reflexividad por sí sola no es capaz de indicar fines últimos o fundamentales, como tampoco existe una correlación directa ni necesaria entre un tipo de reflexividad y un cierto tipo de valores o metas. Lo que la reflexividad indica es un tipo de cualidad personal, de capacidad humana, que toda persona posee en potencia y que sólo ella puede activar o gestionar, a través de la relación consigo misma y con los otros y el mundo. Y a través de dicha capacidad el hombre puede distinguir los buenos motivos o razones por los que unas relaciones son más beneficiosas que otras, puesto que hacen posible alcanzar los fines últimos de los que en definitiva depende su felicidad.
Conclusiones
Una revisión en profundidad de la obra sociológica de Donati permite captar la centralidad que adquieren en su teoría estos tres constructos teóricos: relación, razón y reflexividad. Sobre ellos se sustenta toda una propuesta sociológica que adopta el enfoque relacional. Gran parte de las publicaciones del autor se dedican a incidir una y otra vez en el aporte teórico de estos y otros constructos y su aplicabilidad práctica a multitud de temas sociales que hoy se encuentran en el centro de la atención de la sociología y otras disciplinas.
La sociología relacional supone, en este sentido, la puesta en escena de una teoría innovadora que plantea una nueva visión de la sociedad y el cambio desde la que se hace necesario recuperar un enfoque antropológico humanista para entender que las nuevas formas de relación precisan una distinción entre lo humano y lo no humano. Desde una antropología, una epistemología y una pragmática relacionales, Donati introduce los principales conceptos sobre los que pivota su teoría y que vienen a poner de manifiesto que la sociedad occidental necesita perseguir, alimentar y potenciar las relaciones basadas en la reciprocidad del don. Estas nuevas formas de intercambio simbólico generadoras de bienes relacionales encierran en sí el potencial morfogenético capaz de humanizar las relaciones y a la misma sociedad