En este artículo investigamos la legitimidad de la dependencia de individuos que ejercieron la violencia armada como forma de adquirir los bienes y servicios necesarios para la reproducción de sus condiciones de vida. En contextos de conflicto armado prolongado, algunos sujetos pueden encontrar un modo de vida ligado con prácticas violentas. Nos preguntamos cómo resulta afectada por esto la legitimidad de los programas sociales que apuntan a la reinserción social de dichos sujetos.
Nos apoyamos en distintos testimonios y observaciones realizadas a lo largo de siete años de acercamientos al campo y entrevistas llevadas a cabo en el barrio Moravia de la ciudad de Medellín, escenario del proceso de reinserción social de ex combatientes paramilitares en el proceso de desarme, desmovilización y reinserción acordado en 2003 entre el gobierno y las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), y de la implantación del Programa de Atención Humanitaria al Desmovilizado (PAHD).
Primero haremos un breve encuadre histórico, contextual y normativo del Programa para la Reincorporación a la Vida Civil de Excombatientes y Alzados en Armas (PRVC). Enseguida, exploraremos el sentido conceptual y social de la noción de autovalía violenta. Esto nos obligará a preguntarnos por las características de un complejo fenómeno que en el campo estudiado se denomina cultura del dinero fácil. Luego, a partir de las nociones autovalía violenta y dependencia legítima, profundizaremos en el estudio del caso de la asistencia social a ex combatientes paramilitares. Finalmente, presentaremos de manera sintética las principales ideas desarrolladas.
Contexto y antecedentes normativos
El conflicto armado colombiano, uno de los más antiguos y complejos (Pizarro Leongómez, 2015: 17), tuvo en los ejércitos paramilitares uno de sus actores más importantes (Zelik, 2009). Con una estructura con mando central, las AUC comenzaron su desmovilización en diciembre de 2003, luego de un intrincado proceso de negociación con el gobierno colombiano (Pardo, 2007). A continuación, reconstruimos brevemente los fundamentos normativos del PAHD.
Los antecedentes legales de la desmovilización en bloque de la estructura paramilitar AUC provienen de la Ley 35 de 1982 y del Decreto 2884 de 1991 que dio inicio al programa presidencial para la reinserción, sustentando legalmente la desmovilización de gran parte de la estructura del M-19. El antecedente procedimental más importante del actual programa de reinserción es el Decreto 1385 de 1994, cuyo Comité Operativo para la Dejación de Armas (CODA) implementó las directrices en torno a los beneficios para desmovilizados individuales o disidentes de estructuras armadas ilegales (Méndez y Rivas, 2008; Plazas Niño, 2006). Para el caso que estudiamos, los procesos establecidos por dicho decreto se mantuvieron casi en su totalidad, con la salvedad de que la de la estructura paramilitar en 2003 se trató de una desmovilización colectiva.
El proceso de negociación adelantado por el gobierno colombiano durante 2003 y 2005 estuvo acompañado por un marcado aumento del pie de fuerza en la lucha antiguerrillera. De manera simultánea, se mantenían negociaciones políticas con el mando central de los grupos paramilitares agrupados en las AUC. Estas negociaciones fueron paralelas a la expedición del Decreto 128 de 2002, que creó el PRVC, diseñado para desarrollar los dispositivos de asistencia socioeconómica a los ex combatientes, inicialmente sólo individuales y posteriormente colectivos. En cifras consolidadas, terminaron siendo 1 200 desmovilizados individuales y 31 687 colectivos (Rivas, Méndez y Arias, 2007).
El siguiente fundamento normativo fue la Ley 975 o Ley de Justicia y Paz, que permitió la creación del entramado jurídico e institucional para “facilitar los procesos de paz y la reincorporación individual o colectiva a la vida civil de miembros de grupos armados al margen de la ley” (artículo 1º , Ley 975). Dicha ley fue el soporte legal de la implantación del sistema de beneficios e incentivos socioeconómicos establecidos en el Decreto 128 de 2002 para compañar a los ex combatientes en su proceso de reintegración. Tales beneficios fueron reglamentados por el Decreto 1391 de 2011 y la Resolución 163 de 2011, cuyas más recientes modificaciones están comprendidas en la Resolución 0754 del 18 de julio de 2013 de la Agencia Colombiana para la Reintegración.
El dispositivo de asistencia socioeconómica tiene cinco componentes: 1) la atención psicosocial, establecida en el artículo 4 de la Resolución 0754, cuyo objetivo es el acompañamiento de los ex combatientes en su proceso de reconfiguración simbólica y afectiva; 2) la atención en salud, beneficio transversal a todo el proceso de reintegración, y que cubre tanto al ex combatiente como a su familia; 3) la educación, que tiene en cuenta la heterogeneidad de la población ex combatiente; 4) la formación para el trabajo, consagrada en el artículo 12 de la Resolución 0754, orientada al incremento de la empleabilidad de los desmovilizados, y 5) la asignación económica mensual, establecida en el artículo 3 del Decreto 1391 de 2011 como apoyo económico a la reintegración: “Consiste en un beneficio económico que se otorga a las personas en proceso de reintegración, previa disponibilidad presupuestal y sujeto al cumplimiento de su ruta de reintegración”. Este beneficio no puede otorgarse indefinidamente.
Los primeros beneficiarios de este dispositivo de atención socioeconómica fueron los integrantes del bloque Cacique Nutibara, estructura armada que operó en los barrios periféricos y zonas centrales del Valle de Aburrá. El 25 de noviembre de 2003, 868 integrantes de este bloque paramilitar entregaron públicamente 497 armas. Muchos de ellos desarrollaron su proceso de desmovilización en los mismos barrios donde habían operado como agentes del poder armado paramilitar. Este fue el caso del barrio Moravia, en la ciudad de Medellín, punto estratégico de la dinámica diaria de los habitantes de dicha urbe debido a su cercanía a lugares neurálgicos como la principal terminal de transporte nacional de la ciudad y la principal universidad pública de la región. Surgió en la década de los años sesenta como barrio de invasión en el territorio usado antiguamente como basurero a cielo abierto de la ciudad, y tuvo un rápido ascenso demográfico.
Moravia se estructuró con procesos independientes a la planeación municipal y a la regulación estatal. Fue dejado al margen de las preocupaciones de las administraciones locales por más de tres décadas. Pero sus problemáticas sociales y ambientales llevaron a que se convirtiera en objeto prioritario de intervención para las alcaldías más recientes (Mesa Sánchez y Rivera, 2009). El barrio ha recibido población muy diversa, como recicladores y desplazados de diversos lugares de la ciudad y del país.
La ubicación del barrio, la poca presencia de la institucionalidad estatal y las vulnerabilidad de su población lo convirtieron en un espacio social y geográfico propicio para el establecimiento de bandas y combos, ligados inicialmente con los carteles del narcotráfico, y posteriormente dichos carteles en alianza con estructuras armadas ilegales como las AUC (Martin, 2014: 143-160, 331-351). El Bloque Cacique Nutibara es producto de estas alianzas y de la estrategia paramilitar de expansión desde el campo hacia las ciudades (Rozema, 2007; Alonso y Sierra Arroyave, 2007).
Éste es el contexto en el que se desarrolla el problema que aborda nuestra investigación. Sin embargo, este fenómeno nos interesa en su dimensión social y cultural (Castaño Zapata, 2015; Martin, 2014: 113-136), no en sus características militares. Analizaremos la modalidad en que este proceso social de construcción de comunidades marcadas por la expansión y la consolidación de agrupaciones armadas ilegales construye el contexto discursivo y valorativo a partir del cual los habitantes de Moravia interpretan la asistencia socioeconómica de que son beneficiarios los ex combatientes paramilitares. Es decir, el modo en el que perciben, comprenden e interpretan el PAHD.
Violencia como recurso de autovalía y “dinero fácil”
“En este país es mejor ponerse a robar y matar que trabajar”, señaló una vecina de Moravia ante la pregunta por su opinión respecto del PAHD. Un funcionario del Programa1 describió el grupo al que pertenece la vecina como “representantes de una clase trabajadora que se siente con pocas oportunidades para desarrollar todas sus potencialidades y encuentra que puede acceder a un desarrollo de las mismas en una actividad que la institucionalidad considera delito”.
“El Programa es injusto”, señalaba una de las funcionarias del área psicosocial del PAHD. “¿En qué sentido es injusto?” se repreguntaba ella misma, para luego contestarse: “En el sentido de que son demasiados beneficios para quienes han delinquido en la ciudad, para quienes han generado todo el problema de violencia y del conflicto declarado”. El énfasis de esta funcionaria en “la desproporción del PAHD” tenía como objetivo advertir sobre el riesgo de que este tipo de programas constituya un mensaje a las comunidades vulnerables de la ciudad que afirme la idea de que tomar las armas es una vía efectiva para que las problemáticas socioeconómicas de las comunidades históricamente relegadas entren en la agenda gubernamental.2
La misma funcionaria plantea que la atención y la asignación de apoyos socioeconómicos para muchos de los desmovilizados no tiene que ver con su condición de ex combatientes, sino simplemente con sus precarias condiciones de vida: “El asunto [de la asistencia] no [pasa por] si es beneficioso o no que les estén dando un aporte económico [a los ex combatientes], sino por las condiciones económicas y la situación social en la que [éstos] viven”. Éste es el contexto discursivo en el que se enmarca nuestra indagación: una problemática que no es sólo teórica, sino política y moral.
Para ganarse la vida por medio de la violencia debe existir una estructura socioeconómica de guerra que permita que determinados sujetos se inserten en ella. La particularidad que tiene nuestro trabajo es que gran parte de los testimonios de por qué algunos sujetos ingresaron a la guerra señalan que dicho ingreso fue producto de una elección racional. Son criminales porque así lo quisieron. Pero, de manera paralela a aquellos que señalan a los ex combatientes como sujetos que “eligieron las armas como un trabajo”, otros testimonios denuncian la existencia de “causas objetivas de la violencia” que impulsaron a los sujetos a ingresar a las estructuras criminales porque esa era su única opción laboral.3
En este sentido, hablamos de autovalía como la capacidad de un individuo de generar los recursos que le permiten acceder a bienes y servicios necesarios para la reproducción de su vida y sus condiciones de vida. Se define autovalía como la capacidad de producir los propios medios de vida por medio del trabajo. Es autoválido aquel que logra, por diferentes medios, ser autónomo en la reproducción de sus condiciones de vida.
Esta definición, considerada etimológicamente, posee plena pertinencia para el planteamiento sociopolítico que se hace en este artículo. La Real Academia Española (rae) proporciona dos explicaciones para fundamentar este nuevo sentido para un término heredado de la psicología4 pero que ha abierto el campo de exploración que se aprovecha en el presente planteamiento. La primera es el significado original del verbo latino valere como “ser fuerte”, “estar sano”, “tener tal o cual valor”. Y empleado pronominalmente, valerse es, “dicho de una persona: Tener capacidad para cuidarse por sí misma”. De modo que lo que se hace con el sentido propuesto para autovalía no es más que una transformación del empleo pronominal del verbo valerse, pero con la cual se modifica el sentido de su empleo, en la medida en que la nueva acepción de autovalía hace explícita y funcional una capacidad que en la construcción pronominal se sobreentiende como una eventualidad o contingencia que una persona enfrenta cuando tiene que ocuparse de sus propios asuntos al faltarle un soporte asumido como dado de suyo. La autovalía es, vista de ese modo, una capacidad de agencia o de autogestión y no una respuesta a una situación de desventaja.5
Este concepto permite comprender una recurrencia de los testimonios a partir de los cuales construimos nuestras reflexiones respecto del merecimiento y la legitimidad de la asistencia a los ex combatientes: fue el vínculo de la violencia con la categoría emergente cultura del dinero fácil, la cual nos permite acercarnos a las características que adquiere la legitimidad de la dependencia de la asistencia estatal en este contexto. En su nivel conceptual, el estudio del fenómeno cultural del divorcio entre moralidad, legalidad y trabajo carece de antecedentes sólidos. Una de las principales dificultades del abordaje investigativo de este tipo de fenómenos es “la ausencia de estudios que se ocupen de las motivaciones de las prácticas que subyacen a la cultura del incumplimiento de normas” (García Villegas, 2009: 33-34).
Una de las características de la población desmovilizada es que está integrada por personas que fueron protagonistas, y son herederas, de las prácticas delictivas arraigadas en la ciudad estrechamente asociadas con la cultura del dinero fácil, entendida como sistema de prácticas de reproducción de la vida y sus condiciones que involucra acciones de exposición de los agentes a situaciones que implican bajos gastos de fuerza y tiempo con alto riesgo para su vida y su libertad (Salazar, 1991; Smith, 2012). Comprenderlo como cultura expresa que tal sistema posee un escenario de despliegue de actividades con arraigo histórico y social que las normaliza. Las comunidades en las que se desarrollan no cuestionan su legitimidad (Koessl, 2015: 103-107).
Algunas sociedades asocian la obtención facilista de los medios de reproducción de la vida con actividades legales que implican poco tiempo y altos niveles de riesgo para la propia vida, como algunas modalidades de caza, pesca o minería. La intuición social dice que, además, es “fácil” el dinero que no proviene del trabajo comprendido tradicionalmente como actividad fatigosa de reproducción legal de las condiciones de vida. La expresión cultura del dinero fácil incluye las actividades ilegales del narcotráfico, tráfico de armas y mercenarismo. El abordaje del tema deviene conflictivo: uno de los elementos que definen estas prácticas como cultura es su nivel de difusión, aceptación y recursividad social (Giddens, 1995). Así, hablar de “cultura del dinero fácil” indica un caso de aceptación de prácticas ilegales y, por tanto, una normalización de la ilegalidad.
En este sentido, señala Antanas Mockus (2001: 7) que “en las sociedades modernas se da por sentado que el Estado garantiza el cumplimiento de un único sistema congruente de leyes que favorece -dentro de ciertos límites- la coexistencia de distintas actitudes morales y tradiciones culturales”. Sin embargo, el diagnóstico que las prácticas ilegales colombianas permite realizar es el de la existencia de un divorcio entre legalidad y moralidad en relación con algunas actividades específicas: “Como consecuencia de ello, el incumplimiento de la ley no es visto como algo moral o socialmente reprochable. [Sino que, en el caso colombiano] la sociedad lo considera culturalmente aceptable; los comportamientos ilegales son socialmente -e incluso moralmente- tolerados” (García Villegas, 2009: 31).
Éste es el escenario de despliegue de la cultura del dinero fácil. En el caso colombiano, se compone del incumplimiento de reglas y del narcotráfico como modalidades de ganarse la vida. Así, “el ejercicio sistemático de la violencia y de la corrupción crece y se consolida precisamente porque llega a ser culturalmente aceptado en ciertos contextos. Se toleran comportamientos claramente ilegales y con frecuencia moralmente censurables” (Mockus, 2001: 7).
Un comportamiento social dentro de la legalidad observa normas jurídicas o leyes, y manifiesta tanto la prescripción normativa como la adhesión legislativa (García Villegas, 2009: 283; Nino, 1992: 31). Un comportamiento ilegal es el que no observa o incluso contradice las pautas de comportamiento legales. Sin embargo, si aun reconociéndolo como ilegal la ejecución de ese comportamiento se asume como normal, y es incluso fuente de reconocimiento social, se presenta un conflicto entre legalidad y legitimidad. Como lo advierte Manfredo Koessl (2015: 133), abre un escenario laxo en términos del monopolio de la fuerza en el que se presentan alternativas de reposicionamiento social y económico para quienes tienen reducidas posibilidades de empleo en la legalidad. Es el caso de la llamada cultura del dinero fácil, que fundamenta un tipo de ilegalidad con cuestionamiento moral dudoso que hace también dudosa su penalización (Rincón, 2013).
En el contexto de la ciudad de Medellín, el establecimiento de esta cultura debe rastrearse a partir de mediados de la década de los años setenta, con la conformación de los grandes cárteles de la droga, que coincidió con la más grande recesión de la industria y la economía en la ciudad. En este periodo
el narcotráfico se convirtió en una opción para amplios sectores de la población, que encontraron una alternativa de promoción social y económica. Posteriormente la mafia se convirtió en modelo de referencia para la juventud, que encontró allí la forma de realizar sus deseos de estatus y bienestar que las opciones tradicionales de estudio y trabajo les negaban (Salazar, 1991: 192).
Los sujetos que participan del negocio del narcotráfico acceden a ingresos económicos mucho mayores que los que obtendrían en el mercado de trabajo legal. La mafia contribuye así a consolidar esta nueva cultura al generar empleos directos e influye culturalmente, generando nuevos hábitos (Rubio, 1996a). Son modalidades ilegales de prácticas de autovalía mediante las cuales los sujetos se insertan en una estructura económica determinada por la influencia del mercado ilegal. Juan Carlos Vélez (2001: 65) señala que la ciudad de Medellín, en el año 2000 se registraban 200 000 jóvenes desempleados, 12 500 desplazados y 25 000 jóvenes sin acceso a la educación; simultáneamente, se tenía conocimiento de la existencia de 138 organizaciones armadas que contaban con 8 600 sicarios y 8 000 jóvenes menores de 25 años. Son las condiciones estructurales en las que se da el despliegue inicial de la cultura del dinero fácil, y de lo que Mauricio García Villegas (2017: 137) denomina “apartheid institucional”.
Uno de los entrevistados describe la cultura del dinero fácil del siguiente modo:
Ideales sociales como el de conseguir plata como sea pero bastante, el de “consiga, mijo, plata honradamente, pero si no puede conseguirla honrada- mente, consiga plata, mijo. Consiga”. Imaginarios sociales muy propios de la cultura antioqueña como ese de que “el paisa no se vara por nada”, entonces el paisa se mete en lo que sea, el “pa’ las que sea”, que se volvió eslogan de la Fábrica de Licores de Antioquia, y es un pa’ las que sea de si hay oportunidades de estudiar, estudio; si hay oportunidades de trabajar, trabajo; pero si la oportunidad es meterme a un grupo armado al margen de la ley, del cual me voy a lucrar, también, pa’ las que sea. [...] Hay todos unos imaginarios sociales que favorecen la emergencia de estos muchachos como lo que fueron, como los “verracos”, como los “duros” del barrio [...]. Imaginarios sociales y tan atractivos como que el duro del barrio es el que tiene la mejor moto, el que tiene la mejor novia, al que todo el mundo le obedece, el que todos aspiran a ser, y ese duro del barrio, por lo general, está vinculado con actividades delictivas, y en alguna medida es admirado y avalado por la comunidad en la que vive.
En comunidades que han normalizado el conflicto armado y su economía ilegal hay un dilema entre las prohibiciones instituidas por vía legal y el fundamento ético y moral que las sustenta. Muchas de estas acciones no son percibidas como delitos por las comunidades en las que se desarrollan, a pesar de ser ilegales. En su presentación al libro de Gabriel Tarde, Sergio Tonkonoff (2011: 34) señala que para el sociólogo francés “delito es aquella acción que lesiona los intereses, convicciones y aspiraciones que están protegidos por un monopolio legal, siempre que ese monopolio esté, a su vez, apoyado sobre la adhesión intelectual y moral del público”. En escenarios sociales como el estudiado existe la instauración legal de las prohibiciones, pero no la “adhesión intelectual y moral” de los sujetos transgresores de esa ley, ni de los sujetos que no las actúan pero sí las reconocen: las prácticas ilegales se tornan referentes dignos de imitación dado su rendimiento económico y simbólico.
Las acciones ilegales en el marco de la cultura del dinero fácil son fuente de estatus social: se reconocen, valoran e imitan. Una vez establecidas y delimitadas las prácticas, actores y resultados, se instaura un escenario con estabilidad relativa en el que las relaciones sociales se desarrollan con cierta regularidad y previsibilidad. Es una institucionalidad no formal. Al estar vinculadas de manera inmanente con la dinámica de la guerra y con el establecimiento de órdenes de control social a manos de grupos armados ilegales, estas actividades socioeconómicas no son azarosas: la cultura del dinero fácil no puede ser pensada independientemente del contexto de dominación ilegal en que se desarrolla. La previsibilidad que le atribuimos a la primera se funda en la previsibilidad del segundo.
Así, los dominios conquistados por actores armados al margen de la ley logran establecer conductas respetadas a lo largo del tiempo y el espacio. Terminan naturalizándose, incorporándose a la cotidianidad (Uribe, 2001; Pecaut, 2001; González et al., 2003; Madariaga, 2006; López et al., 2010; Franco, 2009), por lo que conforman razones prácticas (Bourdieu, 1997). Un caso extremo de la previsibilidad de estos órdenes violentos e ilegales es el que revela Patricia Madariaga cuando una de sus entrevistadas le señala, ante la muerte de un hijo, que “cuando al pelao lo matan ya se había hecho el duelo”: ya se tenía un conocimiento cierto de la consecuencia que acarrea el incumplimiento de determinadas normas informales. Lo mismo ocurre en el campo socioeconómico de las prácticas que definen la cultura del dinero fácil: son ilegales, pero la extensión de su ejercicio en el tiempo y en el espacio las inserta en campos sociales estables que generan dinámicas previsibles.
En tanto principio de organización general de la vida social que configura los distintos espacios sociales de los que participan los sujetos, el trabajo es la actividad fundamental en la constitución de la sociabilidad capitalista (Meda, 1998; Sennett, 2000; Bauman, 2001; Grassi y Danani, 2009). Esta dimensión de la sociabilidad, planteada en el contexto de una sociedad en guerra, expresa una de sus facetas en la cultura del dinero fácil, pues ésta
se construye, aprende y expresa en la vida cotidiana, anida en la subjetividad de los ciudadanos comunes y corrientes, y ha logrado hacer parte de las “representaciones simbólicas” con las que se siente, se vive y se actúa en la política. Se trata de una dimensión casi imperceptible y difícil de asir, pero contundente a la hora de explicar el comportamiento político de los “protagonistas” de la política [...] y del ciudadano común que, en algunas ocasiones, participa activamente en la esfera pública y en otras, es un receptor pasivo de las implicaciones que tiene la toma de decisiones de otros (Hurtado y Tabares, 2010).
Esa dimensión casi “imperceptible y difícil de asir” se manifiesta en prácticas paralelas a la cultura del trabajo del capitalismo moderno (Weber, 1991) que plantean la obtención de los medios de vida mediante actividades de alto riesgo que demandan poco tiempo y esfuerzo. El dinero y el consumo tienen un valor superior al de las virtudes ciudadanas, lo que promueve lo que localmente se ha llamado cultura del atajo y ley del menor esfuerzo (Mockus, 2001). Se trata de prácticas ligadas con el rápido ascenso social en términos de distinción, vinculadas de manera directa con el aumento del poder económico.6No nacimos pa’ semilla nos ofrece un ejemplo:
Cuando alguien quiere entrar a trabajar con nosotros, yo pregunto: ¿Ese muchacho quién es?, ¿es serio?, y según los datos analizo si lo meto o no. Son muchachos que ven la realidad, ellos saben que estudiando y trabajando no consiguen nada y que en cambio con uno se levantan las lucas. Ellos se meten por su gusto, no porque uno les diga. Nosotros no le decimos a nadie métase. No todos tienen necesidad, algunos (lo hacen) por la familia, pero otros es por mantenerse bien, con lujo (Salazar, 1991: 27).
De acuerdo con José Ayala Espino (1999), un conjunto de reglas se transforma en institución cuando un grupo humano comparte y acepta su cumplimiento voluntaria o coercitivamente a través del Estado. Pero “las instituciones sin su correspondiente socialización, aprendizaje y transmisión sólo serían construcciones formales, pero sin viabilidad económica y social porque nadie sabría siquiera de su existencia o de su operación” (1999: 64). En nuestro contexto hay una relación compleja con el respeto de la legalidad y la figura del Estado: es reconocido y defendido por parte de los grupos armados contrainsurgentes por medio de prácticas que violan y desconocen las normatividades básicas que lo fundan, pero el poder armado ilegal ha logrado radicar como naturales prácticas y referentes simbólicos paralelos a los estatales en comunidades donde ha actuado de manera permanente durante años. En gran parte de las comunidades donde se ha asentado el entrecruzamiento entre grupos armados ilegales y las mafias del narcotráfico se estableció una institucionalidad paralela a la institucionalidad formal del Estado: una institucionalidad no formal.
El valor heurístico de este fenómeno de establecimiento y radicación de prácticas que en otros contextos serían consideradas repudiables y delictivas ayuda a comprender un tipo específico de relación con el trabajo, las aspiraciones personales y el bienestar (Chan y Joseph, 2000; Diener, 1984). Coincidimos con Tonkonoff (2011: 6) cuando afirma:
El hecho de que ciertos delitos y no otros se difundan en un medio determinado habla del sustrato cultural (motivacional, valorativo) existente en él, del grado de articulación lógica y teleológica que posee, así como de la emergencia de nuevas -o la vigorización de antiguas- creencias y deseos que, produciendo nuevos desequilibrios, favorecen el crecimiento de determinadas tendencias y la merma de otras.
En el campo estudiado, los ex combatientes son reconocidos como criminales, pero responsables de una criminalidad desplegada dentro de una estructura socioeconómica y cultural que facilita el ingreso de los sujetos en el mundo del dinero fácil. Los ex combatientes pueden ser vistos como sujetos determinados por las condiciones sociales precarias y marginales que les permitieron o los condujeron a tomar las armas como salida o consecuencia de su precariedad (Levine y Rizbi, 2005). Bien sea que el ingreso a la criminalidad sea una elección o un destino, para nuestros entrevistados los ex combatientes han actuado al margen de la ley porque inicialmente fueron -y casi todos continúan siendo- pobres.7 La falta de ofertas de empleo y de capacitación son razones estructurales por las que los sujetos ingresan a la guerra.
Uno de los funcionarios entrevistados cuenta las primeras revelaciones del perfil psicosocial de los desmovilizados: “Uno de los motivos más frecuentes que señalan los participantes del programa por haber ingresado a los grupos armados al margen de la ley tiene que ver con la falta de oportunidades”. Los desmovilizados son personas con perfiles críticos, sujetos cuyas experiencias sentimentales, laborales e intelectuales han estado estrechamente ligadas con el desarrollo de la guerra. Su elección resulta lógica.
Esta explicación estructural nos habla más bien de los ex combatientes como sujetos constituidos en, y conformadores de, estructuras sociales que constriñen y habilitan a vivir por medio del ejercicio de la violencia. Inmersos en una realidad en que la criminalidad es un asunto cotidiano, su ingreso a las estructuras armadas es comprendido por la mayoría de nuestros entrevistados como el cumplimiento de un destino. Son criminales porque ésa es su norma. Se ganan la vida usando la violencia porque la violencia es su saber profesional.
Uno de los funcionarios hace una síntesis que expresa el perfil de un beneficiario del programa: “El desmovilizado es una persona de 30 años que a los 15 años empezó a militar en uno de estos grupos armados al margen de la ley, pero que además estaba desescolarizado desde los 10, que tiene cuarto de primaria, que lleva 20 años sin estudiar, que sus aprendizajes en la vida han estado ligados a saber cómo disparar un fusil y a recibir órdenes de un comandante”. Esta manera de comprender y argumentar la criminalidad paramilitar puede verse como el establecimiento de un rol social: el de criminal. Los ex paramilitares han sido sujetos de la violencia porque asumen su ingreso en la guerra como trabajo enmarcado en una cultura que avala principios contrarios a la ley vigente y que habilitan a los sujetos socializados en esa cultura a ser normalmente criminales. Pero para poder hacerse o convertirse en paramilitar -o en guerrillero, o en narcotraficante- tiene que haber una estructura, una cultura que produzca y avale el paramilitarismo. Los sujetos constituidos en estos ámbitos pueden ser entonces normalmente paramilitares, normalmente violentos. El sujeto se inscribe en una serie de prácticas para reproducir sus condiciones de vida -reproduciendo así tales prácticas-, y en las culturas del dinero fácil esas prácticas exigen el ejercicio cotidiano de la violencia. Son autoválidos: adquieren sus ingresos a partir de su de- sempeño en lo que ellos consideran su trabajo. Pero ni dicha autovalía ni dicho trabajo se acercan al sentido del ideal moderno de la autovalía: la asociada con el trabajo asalariado legal (Castel, 2010).
La autovalía individual -en tanto “deber ser” que define la integración y el reconocimiento social en el capitalismo moderno, salvaguardada por el Estado- es puesta en cuestión por quienes la adquieren por medios no legales. La capacidad de hacerse cargo de sí mismo, fundamento de la responsabilidad individual y del bienestar social, también es puesta en cuestión por aquellos cuya independencia está ligada con la guerra. Terminado su accionar en el conflicto armado, pierden su autovalía: sin la guerra, pierden la posición que les permitía dar cuenta de sí.8
La pregunta es, entonces: ¿cuáles son las razones colectivamente invocadas para legitimar la asistencia pública a quienes no cumplen con el mandato de la autovalía una vez que vuelven a la legalidad, o al menos no lo hacen en los términos de ese deber ser? ¿Cómo justificar la transformación de ex combatientes ilegales en dependientes?
Legitimidad de la dependencia en contextos de posconflicto
Dependiente se dice de todo aquel que -por condición subjetiva o por condiciones de pobreza- es destinatario de algún tipo de asistencia social: por alguna razón socialmente reconocida merece ser asistido. En nuestras sociedades esta condición suele tener un carácter peyorativo que disminuye la valoración social de quienes lo encarnan. Dependiente es aquel que no puede consigo mismo, fracasado en el proceso de constitución de la autovalía por medio del trabajo y la responsabilidad individual. Aquel que no tiene capacidad para vivir del propio trabajo.
Dependencia, de acuerdo con la rae, es la “situación de una persona que no puede valerse por sí misma”. El sentido mismo asignado establece el vínculo -directo conceptualmente pero también inverso funcionalmente- con valerse, o mejor, con la autovalía. Dependencia es la incapacidad de producir los propios medios de vida. La etimología misma de la palabra expresa su carácter pasivo: de-pender, pender-de, estar-pendiente-de, estar-sujeto o amarrado -nótese la metáfora de estar colgado, de no estar haciendo contacto con una base o superficie de soporte- a algo de lo se pende. La dependencia nunca podrá ser pronominal, nunca podrá ser autorreferente: supone un alguien del que se es de-pendiente.
Pero la dependencia no tiene por qué estar asociada con connotaciones negativas. Se depende legítimamente de salvaguardas que asumen la dirección de algunos campos de la vida social en los que los sujetos no pueden hacerse cargo por sí solos: defensa, educación y salud son ejemplos. Pero cuando se trata del fracaso en la completa reproducción de las condiciones de vida por medio del trabajo, la dependencia adquiere una connotación negativa.
No hay nada de la dependencia en sí que la torne indeseable. Dependencia, merecimiento, beneficiario son significantes que componen el registro semántico de la asistencia estatal. En tanto pertenecientes al campo de la moral, son nociones cargadas de emotividad. Habría formas buenas y malas de depender, de ser beneficiario, merecimientos objetables e inobjetables, y beneficiarios legítimos e ilegítimos (Rosanvallon, 2012: 281-286).
Hay dependencias inobjetables: son, de alguna manera, naturales. Las objetables no son naturales. Es natural depender de la familia hasta determinada edad. Pero es claro que no existe tal naturalidad en un tema como el de la dependencia, ni siquiera respecto de las dependencias familiares: se trata, como advierte Jacques Lacan (1978: 19), de construcciones culturales.
Otra forma de identificar las dependencias legítimas e ilegítimas es la compuesta por la distinción entre dependencias voluntarias e involuntarias. Robert Goodin (2000: 135) señala que la dependencia de las personas incapaces
no es la que despierta la ira de quienes están en contra de la dependencia de los programas asistenciales, […] esa furia se dirige a los pobres capaces, a las personas sanas que podrían ganarse la vida si lo intentaran. Lo objetable de su dependencia es precisamente que dependen de los demás cuando no tienen por qué hacerlo. Su dependencia es voluntaria.
No hay nada en la dependencia que le asigne atributos particulares. Comprendemos algunas dependencias como naturales, lógicas, legítimas o ilegítimas solamente porque dependencia es una noción que participa de convenciones socioculturales e ideológicas. Como lo plantea Nancy Fraser (1997:167), “la dependencia es un término ideológico”, y está inscrita en cadenas discursivas que posicionan en torno de ella significantes que componen el discurso de la dependencia. Así, la problemática de la dependencia de la asistencia, según sea el discurso en el que se inscriba, establecerá asociaciones connotativas que definirán su contenido y el atributo que le corresponde en las oposiciones del sentido moral: buena/mala, adecuada/inadecuada, legítima/ilegítima. Preguntas como ¿cuáles son las causas de la pobreza?, ¿cuál es la naturaleza de la ciudadanía?, ¿qué actividades son consideradas como trabajo y/o como socialmente útiles en términos de una contribución a la sociedad?, se deben enfrentar y recuperar en todo discurso sobre la dependencia que defina asociaciones connotativas y la doten de significación social.
Existen tres tipos de reconocimiento social de la dependencia: legítima, por edad e incapacidades físicas manifiestas, como los viejos, los niños y los discapacitados; ilegítimas, en sentido inverso, como en el caso de los pobres válidos y los vagabundos que “rehúsan” trabajar (Castel, 1997), y de legitimidad en cuestión, pues son personas con condiciones físicas y capacidades para el trabajo en un contexto o situación particular que les impide hacer uso de éstas, como las “mujeres pobres con hijos, que seven obligadas a mantener a sus familias sin contar con un proveedor masculino” (Fraser, 1997: 167).
¿Qué razones tienen para depender de la asistencia los sujetos del tercer tipo? Son situaciones específicas en las que individuos capaces de ser autoválidos requieren la intervención social del Estado. Los ex combatientes en el PAHD son parte de este grupo de beneficiarios cuyo merecimiento es puesto en cuestión por diversos discursos que apelan principalmente a la responsabilidad individual y al esfuerzo en el trabajo legal.
Los entrevistados para esta investigación señalaron dos problemas en el proceso de asistencia: según sus criterios de focalización, se comprende al PAHD como un programa injusto, y según sus modalidades de asistencia, se duda de la capacidad del PAHD para generar condiciones para la construcción de la autovalía de los ex combatientes.
Los entrevistados coincidieron e insistieron en señalar que reconocen al PAHD como un programa injusto por la focalización de su asistencia exclusivamente en la población desmovilizada: relega a un segundo plano la atención a las víctimas y a las comunidades vulnerables, grupos de dependencia legítima que vieron afectado el proceso de reproducción de sus condiciones de vida de manera directa e involuntaria por el conflicto armado. Se reconoce en víctimas y pobres a sujetos que no decidieron su situación de vulnerabilidad, mientras que se les reprocha a los ex combatientes la responsabilidad por su participación en la guerra.
La noción de responsabilidad individual es fundamental en la elaboración de un juicio respecto del merecimiento de asistencia que tienen los ex combatientes. Una tesis fundamental del sentido moral del merecimiento de asistencia que pudimos rastrear en los testimonios afirma que las personas tienen que hacerse cargo de los resultados de su comportamiento: asumir sus responsabilidades.
Este vínculo entre merecimiento y responsabilidad individual es constitutivo de la discusión respecto a la asistencia social. La concepción rawlsiana de la justicia plantea como legítima la intervención estatal que busque igualar las circunstancias sociales y personales que no forman parte del ámbito de la elección individual: no podemos responsabilizar a las personas de tales circunstancias. En cambio, no se deben compensar las desigualdades que son fruto de las elecciones personales, porque entonces minaríamos el sentido básico de la libertad y la responsabilidad individual (Rawls, 1995; Puyol, 2001: 203-204). Una forma de comprender la responsabilidad estaría basada en el análisis de lo que cada individuo hace con el capital de base que la sociedad ha dispuesto para él. Las buenas o malas elecciones construyen procesos vitales distintos de cuyos resultados son responsables los individuos.
Los pares socioeconómicos de los ex combatientes consideran injusta la dependencia de éstos y su inscripción como beneficiarios del PAHD: representa un desbalance en términos de posición en la estructura socioeconómica. Cuestionan la condición de los ex combatientes, pobres pero válidos, capaces de autovalía pero dependientes, en contraposición con su propia posición como trabajadores pobres y no beneficiarios de la misma calidad de asistencia estatal. Una entrevistada señala que, frente a la difícil situación de la clase trabajadora, lo que le resulta más reprochable del programa es que los ex combatientes reciban “salario. [Lo cual], para la clase obrera es muy… muy… lo pone a uno como en un desnivel horrible socialmente. Porque ¿entonces qué es mejor, uno estudiar o ponerse a matar pa’ que después le paguen?”.
Sobre las razones que condujeron a jóvenes carenciados a decidirse por el ejercicio de la violencia como modalidad de autovalía, la investigación reconoce que los ex combatientes son sujetos que actuaron la violencia desde una posición en la estructura social que dispuso un mercado y un marco axiológico para su ejercicio. Se legítimó la preferencia individual hacia prácticas ilegales como medio de vida. De allí que apelemos por reconocer a los ex combatientes como sujetos que eligieron dentro de un marco de posibilidades estructuralmente dadas.
Tal noción de opciones limitadas riñe estructuralmente con la postura de los entrevistados, quienes consideran que quien elige la violencia no merece asistencia estatal, pues su condición actual de necesidad es consecuencia de sus elecciones pasadas, y debe hacerse cargo de ellas. En este sentido podemos interpretar la postura crítica que tienen tanto las víctimas como los pares socioeconómicos respecto al programa como un cuestionamiento a la decisión de los ex paramilitares de satisfacer sus necesidades de reproducción a partir de actos ilegales.
Algunos de los entrevistados se han desenvuelto en el mismo mundo de la vida de los ex combatientes. Estuvieron en contacto con los mismos códigos culturales y condiciones de reproducción social, por lo que se sintieron autorizados para cuestionar las motivaciones que los ex combatientes tuvieron para ingresar a la guerra; de allí que no consideren correcto justificar la pertenencia al grupo armado como consecuencia de falta de oportunidades de trabajo legal para ganarse la vida. Pares socioeconómicos, víctimas, empresarios y funcionarios reconocen que la condición socioeconómica desfavorable pesa en el ingreso al grupo armado, pero impugnan la existencia y la adopción de estrategias de vida y movilidad social que implican el desconocimiento de las prohibiciones fundamentales de la vida en sociedad. Los ex combatientes sufrieron en el mismo contexto de pobreza y vulnerabilidad que el resto de sus vecinos. Sólo ellos optaron por el dinero fácil. Se trató de una elección individual en un contexto crítico. Los pares socioeconómicos ven que la condición de necesidad de los ex combatientes es resultado del mal manejo de su responsabilidad individual, y por ello consideran que asistirlos no es una responsabilidad colectiva, porque fueron sus propias elecciones las que los llevaron a tal situación de vulnerabilidad.
Según los entrevistados, lo que debe ser tenido en cuenta a la hora de definir el merecimiento de asistencia estatal es cómo cada individuo convierte las oportunidades socialmente disponibles en bienestar para sí. Pero no es posible basar un juicio sobre un determinado resultado sin valorar las condiciones de las elecciones que llevaron a dicho resultado. Las circunstancias sociales y psicológicas pueden condicionar de manera desigual el contenido de las elecciones, en particular en casos de sociedades en guerra como la colombiana, en las que la responsabilidad de los sujetos no puede pensarse sólo como una cuestión de preferencias privadas: “En ocasiones, la responsabilidad está seriamente afectada por las circunstancias involuntarias que rodean a las personas” (Puyol, 2001: 206). El argumento de los pares socioeconómicos de los ex combatientes se construye a partir del reconocimiento de que entre ellos no medió desigualdad de oportunidades alguna. El principal reproche a los ex combatientes va dirigido al uso que éstos dieron a las posibilidades -restringidas, deficientes y frágiles- que el contexto socioestructural les brindó por igual. Los entrevistados se preguntan por qué, si a todos los afectaban las mismas necesidades y tenían las mismas determinaciones sociales, unos eligieron la legalidad y otros la ilegalidad violenta. ¿Por qué aceptar la asistencia social a los ex combatientes si tomaron el camino de las armas pudiendo elegir el trabajo en la legalidad?
Aunque los entrevistados reconocen el PAHD como un programa injusto, ninguno de ellos apela por la reducción de la asistencia a los ex combatientes. Esto es notable. Como vía de desactivación de su accionar violento, esta política estatal se considera un medio de pacificación social (Castaño Zapata, 2012). A pesar de los cuestionamientos a la responsabilidad individual, la asistencia a los ex combatientes es reconocida como necesaria. En la impugnación a su dependencia dejan de acentuar los problemas del mérito y la responsabilidad individual, y se sustenta de manera paralela en la idea de que es necesario asistir a quienes pueden volver a delinquir.
El programa ha desarrollado prácticas de asignación de beneficios sin límites claros en el tiempo. No exige a cambio contraprestaciones por parte de los ex combatientes beneficiarios. Este problema es una dinámica en la que la buena calidad de los beneficios y el largo periodo durante el que éstos se entregan generan el relajamiento de los beneficiarios y profundizan su dependencia del gobierno. Estas impugnaciones revelan que los entrevistados asumen el PAHD como un proyecto colectivo en el que todos deben cumplir con su parte. En el proyecto común que significa la reinserción social de los ex combatientes, los entrevistados creen que éstos se encuentran obligados a actuar en concordancia con objetivos comunes, y esforzarse para alcanzar lo antes posible la autonomía necesaria para ganarse la vida.
La crítica a la asistencia del PAHD se manifiesta particularmente en la denuncia de la pérdida de interés de los beneficiarios por el desarrollo de su autonomía laboral. Afirma una de las víctimas entrevistadas que los ex combatientes “tienen [los beneficios del PAHD] más para beneficio propio que para ellos crecer como personas. No buscan el beneficio de superarse, de estudiar. Con el pago ya se relajan, dicen: ‘Ya pa’ qué voy a trabajar si ya tengo un sueldo’”. En el mismo sentido, otro de los entrevistados manifestaba que el PAHD es una muestra de que “el Estado se está volviendo muy asistencialista [con los desmovilizados]: les damos todo y ellos no hacen nada por sí mismos, y por eso es que se gradúan tan poquitos. Porque ninguno quiere despegarse del Estado, porque entonces ya va a tener que sobrevivir por sí mismo”. Estas reacciones frente a la asistencia tienen que ver con la percepción de que “puede generar dependencia, porque des-responsabiliza [al beneficiario] frente a la generación de sus propios ingresos”. Los entrevistados atribuyen este problema a la falta de compromiso de los desmovilizados con la reinserción y su poca voluntad por ser económicamente autónomos.9
Se impugna la legitimidad de la dependencia de los ex combatientes por razones concernientes al mérito individual vinculado con el trabajo. Esto hunde sus raíces en el problema de la responsabilidad individual dentro del proyecto colectivo de una sociabilidad pacífica. En este sentido, según los testimonios recolectados, la no autovalía de los ex combatientes implica un incumplimiento de las reglas de la sociabilidad pactadas desde el momento en que entregaron las armas; de allí que se acepte la asistencia a los ex combatientes en tanto éstos asuman el compromiso de capacitarse para la autovalía. Sólo así, podríamos concluir, nuestros entrevistados toleran que importantes recursos públicos dejen de destinarse a quienes, también imposibilitados de autoabastecerse, nunca eligieron las armas como actividad laboral.
Reflexiones finales
Los entrevistados comprenden el proceso de asistencia a los ex combatientes como una actividad necesaria dentro de un proceso sociopolítico colectivo, y el sentido de este proceso histórico se manifiesta como prioritario sobre los méritos personales de aquellos a quienes se asiste. De esta manera, el mérito y la responsabilidad individual -mascarón de proa de los discursos liberales de legitimación de la asistencia estatal- cuentan de un modo secundario en el proceso de legitimación de la asistencia, pues otros valores de carácter colectivo -paz, previsibilidad de la vida cotidiana, libertad de desplazamiento- se consideran superiores en su justificación. Es decir, la investigación nos permitió concluir que en situaciones de posconflicto existen intervenciones sociales del Estado que construyen su legitimidad desde núcleos valorativos diferentes a los concernientes al mérito y la responsabilidad individual.
La mayoría de los entrevistados consideran importante que, mientras los ex combatientes sean dependientes del Estado, a partir del PAHD se ejecuten distintas acciones y estrategias de asistencia y solución a sus problemáticas sociales concretas como grupo con necesidades específicas: inserción laboral, acceso a educación y salud, y estabilidad familiar y emocional. Sin embargo, al rastrear la razón común que anima a los distintos entrevistados a proponer estas acciones, concluimos que son intervenciones legítimas porque, en el razonamiento de los entrevistados, apuntan a la reducción de la violencia extrema. Los ex combatientes merecen la asistencia social del PAHD mientras las acciones de este programa inscriban en ellos las prohibiciones que fundan la vida societal, logrando que la reproducción de sus condiciones de vida deje de estar asociada con actividades delictivas.
La necesidad de reducir la violencia a través de estrategias que compren la voluntad de los ex combatientes, apuntando a la idea de una paz negativa -como ausencia de guerra-, sugiere que el Estado debe intervenir en los problemas estructurales que originaron la violencia, con lo que se estaría construyendo una idea amplia de paz, no como ausencia de guerra sino como bienestar social. La cuestión de las condiciones de vida, objeto de la intervención social del Estado, reingresa al programa, ya no por su materialidad inmediata sino por el lado de las expectativas y las razones que elaboran distintos sectores de la sociedad. La inscripción de sus exigencias morales en el contexto de un proceso de posconflicto hace que la impugnación, en términos de responsabilidad individual, se vea sobrepasada por un bien prioritario: la posibilidad de una sociabilidad pacífica.
La dependencia de los ex combatientes es conflictiva en tanto el accionar de los sujetos que actuaron la violencia (y hoy son beneficiarios) implicó tres situaciones problemáticas para cualquier idea de sociedad: la posibilidad del asesinato impune, la posibilidad de la ruptura del monopolio de la violencia, y la posibilidad de reproducir las condiciones de vida a partir de actividades ilegales. Sin embargo, y en relación directa con estas razones de impugnacion, la dependencia de los ex combatientes pasa de ser una dependencia ilegítima a una dependencia de legitimidad en cuestión en tanto el pahd implante mecanismos que radiquen en los desmovilizados y reinscriban en ellos el respeto a la vida, la autoridad civil y la reproducción de la vida por medios legales.
En esta dirección, los distintos sentidos otorgados a la dependencia de los ex combatientes la definen como dependencia de legitimidad en cuestión por focalizarse en sujetos que están físicamente capacitados para ganarse la vida por sus propios medios, pero reconocer que esos individuos vivieron en situaciones específicas que colaboraron en su proceso de vinculación con los grupos armados al margen de la ley. Los testimonios recogidos señalan que los ex combatientes no tienen conocimientos morales y profesionales que les permitan valorar el trabajo legal como la forma socialmente reconocida de autovalía, pues carecen de conocimientos profesionales distintos a la guerra, y por ello hacerlos objeto de asistencia estatal que los capacite para el trabajo en la legalidad evitará que retornen a la actividad armada. En pocas palabras, a partir del análisis desarrollado y de los datos recolectados, podemos concluir que los programas sociales dirigidos a quienes vieron en la violencia una forma de vida son intervenciones sociales del Estado que simultáneamente pueden ser impugnadas y reconocidas: impugnadas por el mérito y la responsabilidad individual de los sujetos asistidos, y reconocidas por la necesidad sociopolítica de la pacificación social.