Dada la tradición estatista mexicana, uno podría esperar un Estado dueño de una parte importante del territorio nacional, sobre todo de aquello particularmente valioso, como sus principales reservas naturales o sitios arqueológicos. Mientras que, dada la tradición de defensa de propiedad privada en Estados Unidos, uno podría esperar lo opuesto, una suerte de Estado mínimo que garantice un amplio control de los privados sobre la mayor propiedad posible del país.
Sin embargo, no es así. En México, descontado el subsuelo, el Estado tiene en propiedad muy poco del territorio nacional. En contraste, el de Estados Unidos tiene una parte mucho más significativa.
Este artículo trata de entender las razones de esta aparente paradoja. Ambos países tienen regímenes de propiedad casi polares. México, por un lado, cuenta con el artículo 27 constitucional, que parte del principio de que el propietario originario de todo el territorio es la nación, la cual “tendrá en todo tiempo el derecho de imponer a la propiedad privada las modalidades que dicte el interés público…”. Estados Unidos, por el otro, cuenta con la Quinta enmienda en su constitución, que hace de la propiedad privada un derecho natural de todos sus ciudadanos.
El artículo está dividido en cuatro partes. En la primera se compara la cantidad de territorio nacional propiedad del Estado mexicano y del estadounidense. En la segunda se analiza cómo el Estado mexicano fue perdiendo la propiedad sobre el territorio nacional. En la tercera se expone cómo consiguió Estados Unidos que el Estado retuviera tan alta proporción de su territorio y cómo desarrolló capacidades burocráticas para proteger esa propiedad. En la cuarta y última parte, a manera de cierre, se exponen algunas reflexiones sobre los dos casos analizados.
El territorio propiedad del Estado
Las constituciones en abstracto no dicen mucho. Importa cómo se construye en la práctica la relación entre el poder público y la sociedad, y cómo se implementan realmente las reglas constitucionales, lo cual requiere construir capacidades burocráticas con cierta autonomía frente a los actores con poder.
Por eso México, cuyo marco constitucional en principio le da más poder al Estado, no es el que tiene más superficie del país en propiedad. En México, según los datos oficiales, 39.56% del total de la superficie nacional es propiedad privada, 59.37% es ejidal o comunal y 0.28% es del gobierno.
El 0.28% que tiene en propiedad el gobierno mexicano (federal o local) es el equivalente a 492 579.58 hectáreas. Según Quadri, esta proporción es un poco mayor, de entre 1% y 2% del territorio nacional (Quadri, 2016: 8). Si bien hay 1 399 000 hectáreas de parques nacionales (INEGI, 2014a: 66), 12 653 000 hectáreas de reservas de la biosfera, 4 440 000 hectáreas de áreas de protección de recursos naturales, 6 741 000 hectáreas de áreas de protección de flora y fauna, y 16 000 de monumentos naturales, sólo 20.38% de éstas es propiedad del gobierno (Bezaury-Creel, 2009: 401). Es un Estado sin tierra, como lo han descrito muy bien Gabriel y Paulo Quadri. En el resto hay otros dueños, privados, ejidales o comunales, que no pueden usar a libre discreción esa propiedad dado su carácter protegido; pero el Estado mexicano es débil en sus capacidades regulatorias, por lo que las reglas que limitan su uso no se cumplen cabalmente. Estas hectáreas de áreas de protección son más que el 0.28% mencionado más arriba, porque incluyen tanto porciones continentales como marinas. Los primeros datos se refieren únicamente a superficie terrestre (Bezaury-Creel, 2009: 401).
Fuente: Elaboración propia a partir de datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía, del Censo Agrícola, Ganadero y Forestal de 2007 y del Censo Ejidal de 2007.
Nota: La diferencia en los datos entre porcentaje relativo y absoluto radica en que la información del INEGI no abarca todo el territorio del país. Es por esto que el porcentaje absoluto se refiere a la relación entre el régimen de propiedad y la superficie total del país, en tanto que el porcentaje relativo considera como 100% a la superficie para la que existen datos nacionales recopilados en el INEGI. Colonia se refiere a Colonias Agrícolas y Ganaderas, figura jurídica que combina la propiedad privada con la organización colectiva para la toma de decisiones.
En Estados Unidos los parques nacionales son del Estado, quien se asegura de su buena preservación a través de una burocracia competente. En 2010, en este país el Estado tenía 25.89% del territorio en tierras propiedad del gobierno.
Fuente: Elaboración propia a partir de datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía, del Censo Agrícola, Ganadero y Forestal de 2007 y del Censo Ejidal de 2007.
Es tierra federal el equivalente a 2 544 669.9512 km2. Una superficie bastante más grande que la de México y un poco más pequeña que la de Argentina. El resto del territorio es propiedad privada e incluye el subsuelo.
El sistema de parques nacionales federales de Estados Unidos, que posee 12.41% de la propiedad federal, protege 204 965 km2. Esto es un poco menos que la superficie de la isla de Gran Bretaña, que mide 241 930 km2, o que toda la superficie de Chihuahua, que mide 247 460 km2. En los parques nacionales muchas veces está prohibido apartarse del sendero para no afectar el estado natural del terreno. Hay también parques estatales.
En un estatus distinto se encuentran las reservas indias. Éstas suman 2% del territorio nacional. En éstas el gobierno, tanto federal como estatal, tiene una soberanía limitada.2 En una reserva india el gobierno federal tiene el título de la tierra en una suerte de fideicomiso en beneficio para la tribu, el cual se basa en un tratado entre la tribu y el gobierno federal.
*Las cifras no incluyen territorios no incorporados ni áreas marinas.
Fuente: Elaboración propia a partir de datos del U.S. Dept. of Agriculture, Forest Service, Land Areas del 2010; U.S. Dept. of the Interior, National Park Service, Land Resources Division, National Park Service. Listado de total de acres por estado del 2010; U.S. Dept. of the Interior, Fish and Wildlife Service, Reporte anual del 2010; U.S. Dept. of the Interior, Bureau of Land Management, Estadísticas públicas de territorio del 2010; U.S. Department of Defense, Office of the Deputy Under Secretary for Installations & Environment, Reporte anual del 2010.
Estados Unidos es un país con menos densidad poblacional que el nuestro. Tiene 35 habitantes por km2, y en algunos estados, como Alaska, donde se encuentra Wrangell-St. Elias, el parque nacional más grande, con 17 425.7724 km2, la densidad es de 1.2 (U. S. Census Bureau). Esto contrasta con la densidad de población de México, que en la actualidad es de 63 habitantes por km2 (Banco Mundial). Cuando se crearon los primeros parques importantes, a principios del siglo xx, la densidad poblacional de Estados Unidos era de 10 personas por km2 (U. S. Census Bureau), en tanto que la de México era de 7.6 (INEGI , 2014b: 118).
La proporción de propiedad de la tierra que en 2014 tenía el gobierno de Estados Unidos varía mucho, de 4.65% en las 13 colonias originales y los 17 estados que actualmente las comprenderían, a 20.93% en los estados restantes (Congressional Research Service, 2014: 8). Connecticut tiene tan sólo 0.3% de tierras federales de su superficie total, comparado con Nevada, que tiene 81.1%. Tres de las colonias originales se encuentran entre los estados con menor porcentaje: Connecticut, Nueva York y Maine.
Un Estado sin tierra3
La poca propiedad que tiene el Estado mexicano es resultado de que, en México, gobernar ha sido fundamentalmente servir de articulador de intereses privados, gremiales, de las comunidades o incluso de los gobernantes, quienes en el camino se han quedado con pedazos del territorio nacional. En 1895 el país tenía una población de 12 632 428 habitantes y una densidad de 6.4 (INEGI, 2014b: 118). Había mucha tierra que no era de nadie y que, por lo tanto, era del Estado, siguiendo la tradición virreinal de que toda la tierra libre era propiedad de la corona.4
En el México independiente hubo dos momentos de reparto del territorio nacional. El primero durante el liberalismo, bajo la lógica de la desamortización de los bienes de las corporaciones eclesiásticas e indígenas, y la de los deslindes y denuncias de tierras baldías; el segundo, después de la Revolución, con la reforma agraria.
Estos dos repartos se hicieron a partir de lógicas políticas y jurídicas muy distintas. La primera fue después de la promulgación de la Ley Lerdo en el año 1856 y de la Constitución de 1857. El artículo 27 de la Constitución de 1857 definía la propiedad en dos párrafos:
La propiedad de las personas no puede ser ocupada sin su consentimiento, sino por causa de utilidad pública y previa indemnización. La ley determinará la autoridad que deba hacer la expropiación y los requisitos con que ésta haya de verificarse.
Ninguna corporación civil o eclesiástica, cualquiera que sea su carácter, denominación u objeto, tendrá capacidad legal para adquirir en propiedad o administrar por sí bienes raíces, con la única excepción de los edificios destinados inmediata y directamente al servicio u objeto de la institución.
Fuente: Gorte, Ross W., Carol Hardy Vincent, Laura A. Hanson y Marc R. Rosenblum. “Federal land ownership: overview and data”. Congressional Research Service R42346 (2014).
La Constitución de 1857 no protegió los derechos de propiedad de las corporaciones y permitió la expropiación total de los bienes de la Iglesia y la desamortización de las propiedades comunales de los grupos indígenas. Conforme a la Constitución anterior, tal expropiación habría sido imposible; por ejemplo: el artículo 9, fracción XIII, de las Bases de Organización Política de la República Mexicana de 1843, establecía: “La propiedad es inviolable, sea que pertenezca a particulares o a corporaciones, y ninguno puede ser privado ni turbado en el libre uso y aprovechamiento de la que le corresponda según las leyes, ya consista en cosas, acciones o derechos, o en el ejercicio de una profesión o industria que le hubiere garantizado la ley” (Honorable Junta Legislativa, 1843: 6).5
Una justificación de esta reforma la proporciona Zarco (1957: 195) con el siguiente argumento: “El Congreso la apreciaría en todo su valor como una medida económica y progresista, que realizaba la gran reforma de dividir la propiedad territorial, de desamortizar bienes que estancados son muy poco productivos, de proporcionar grandes entradas al erario, y de facilitar la reforma del sistema tributario […]”.
El texto de la Constitución de 1857 dio a los liberales el instrumento jurídico para privatizar las tierras, lo cual rompía con la tradición colonial que le había permitido a la Corona Española distribuir en América Latina tierras colectivas a grupos indígenas bajo un estatus jurídico especial. Esta protección tenía el objetivo de compensar el poder de las élites locales. Sin embargo, obedeció a una ideología paternalista y segregacionista que implicó el aislamiento de la población indígena en espacios separados y su sumisión bajo la tutela de autoridades especiales (Saffon, 2014).
Con la proclamación de la independencia se declaró la igualdad de la población indígena con el resto de la población, y con ello terminó el trato legal diferenciado. Empero, las formas colectivas de propiedad se mantuvieron de facto hasta que los liberales iniciaron la desamortización de las tierras propiedad de corporaciones civiles y eclesiásticas. En opinión de Andrés Molina Enríquez, la Ley Lerdo, expedida durante la Reforma, trajo consecuencias desastrosas para los pueblos indígenas al imponerles un régimen de propiedad ajeno y excluyente, que permitió que los despojaran de sus tierras y que se concentrara la propiedad en grandes haciendas (Carmona, 2017).
Esta desamortización no fue simplemente un cambio en el régimen de propiedad que permitiría una mejor distribución de ésta. Como tantas veces en México, quien parte y reparte se queda con la mejor parte. De acuerdo con Jan Bazant (1966), la desamortización de los bienes de la iglesia en 1857 fue en beneficio de unos pocos, en particular de los liberales o de gente cercana a ellos.
Los datos de Bazant (1966) son reveladores. A pesar de que el número por adjudicaciones por $10 000.00 o más es muy pequeño, con excepción de Querétaro (el promedio de los estados es de 3.8%, en el Distrito de México es de 15.1% y el promedio nacional es de 7%), esas pocas operaciones forman la mayor parte del valor total de las desamortizaciones (54.5% en los estados, 63.5% en el Distrito de México y 58.74% para todo el país). Estos porcentajes muestran la concentración de la propiedad y de las ventas en pocas manos.
* Los remates eran la última instancia en la desamortización. Los arrendatarios tenían un plazo de tres meses para adjudicarse los inmuebles, periodo después del cual cualquier otra persona podía hacerlo presentando una denuncia. Si se cumplía que no existieran denunciantes y que la tierra no estuviera arrendada al publicarse la ley, se procedía a la instancia del remate en amoneda pública (caso más bien excepcional).
Fuente: Bazant, 1966:206 .
En particular, el caso del Distrito de México, siguiendo con los datos de Bazant (1966), al ser posible distinguir entre el número de compradores bajo el concepto de adquisiciones y el de remates, se tiene mayor información sobre la venta en pocas manos y la filiación política de los compradores. Se hicieron 2 092 adquisiciones con un valor total de $8 905 134, y de estas operaciones sólo 15% fue por compras mayores a $10 000.00. Sin embargo, estas operaciones sumaron $5 654.238, 63.5% del valor total de las compras, hechas casi siempre por personas diferentes, no repetidas. En cambio, del total de 570 remates, todos en fincas urbanas por un valor de $4 123 981, casi 60% del valor total fue adquirido por apenas 10 personas.
Un análisis más detallado sobre los estados, mediante la realización de una lista alfabética de compradores que adquirieron terrenos por $25 000 o más cada uno, revela que apenas 1% de adjudicatarios adquirió una tercera parte del valor total de todas las fincas vendidas.
Los liberales no sólo compraron la tierra que se estaba desamortizando. Eran, ideológicamente, liberales radicales. No había interés en dejarle una parte de la propiedad al Estado. Por ello también emprendieron, sobre todo durante el porfiriato, la tarea de tratar de delimitar y asignar las tierras ociosas. Para ello siguieron dos mecanismos: el deslinde de terrenos baldíos y las adjudicaciones.
Durante el gobierno de Porfirio Díaz se emitieron dos ordenamientos: el Decreto sobre Colonización y Compañías Deslindadoras (1883) y la Ley sobre Ocupación y Enajenación de Terrenos Baldíos (1894). El deslinde tenía como objetivo determinar los límites de la propiedad federal. A las compañías se les pagaba con un porcentaje de la tierra deslindada. Las adjudicaciones implicaban la reclamación, por parte de un privado, de una tierra que no era propiedad de nadie, o de tierra que nadie podía acreditar.
Con la ley de 1883 se estableció también, en el artículo 3º, que “en compensación de los gastos que hagan las compañías en la habilitación de terrenos baldíos, el Ejecutivo podrá concederles hasta la tercera parte de los terrenos que habiliten” (Canudas, 2005: 1505), ya que el gobierno carecía de recursos para pagar a las compañías por su trabajo. “De 1883 a 1910, en 27 años de trabajo, unas cincuenta compañías deslindaron 63 millones de hectáreas, a razón de más de 2.3 millones por año; en compensación recibieron 21 millones de hectáreas, más del 10% del territorio nacional, con un promedio de 420 000 cada una” (Secretaría de la Reforma Agraria, 1997: 29). De acuerdo con Holden, éste fue el mayor reparto de tierras nacionales de la historia. Los 40 millones de hectáreas que se entregaron al gobierno federal para su enajenación, excepto algunas, fueron adquiridas por los hacendados, las empresas mineras y las empresas ferroviarias (Secretaría de la Reforma Agraria, 1997: 29).
Según los cálculos de José Covarrubias y Fernando González Roa, en los 50 años que van de 1857 a 1906, los deslindes y las adjudicaciones de tierras baldías alcanzaron las siguientes magnitudes:
Fuente. Elaboración propia con datos de José Covarrubias y Fernando González Roa (1914). Varios estudios complementarios de las leyes agrarias. México: Secretaría de Fomento.
Las compañías deslindadoras, como lo plantea Saffon (2014), no tuvieron en general que atentar contra la propiedad comunal, porque había muchas tierras verdaderamente baldías. Adjudicarse tierras en propiedad de terceros era costoso y se corría el riesgo de involucrarse en disputas judiciales inciertas. En contra de la “leyenda negra” planteada en torno al ataque a la propiedad comunal, las compañías tendieron a respetar la tierra que, con o sin título, estaba productivamente ocupada. En este mismo sentido, “como afirmó el ministro de Fomento en 1897, las mejores tierras del país, las más fértiles o cercanas a los grandes centros de población o las vías de comunicación, pertenecían a particulares desde tiempo ‘inmemorial’, las baldías en cambio, por no contar con tales cualidades, estaban baldías” (Canudas, 2005: 1507). Un objetivo central de la ley de 1883 “imponía la obligación de deslindar, medir, fraccionar y valuar los terrenos baldíos para destinarlos a la colonización, que era tan indispensable, tan necesaria en este país, al que faltan tantos pobladores que conviertan sus desiertos sin valor en ciudades opulentas, sus eriazos sin frutos en campos cultivados” (Canudas, 2005: 1505). Esto explica por qué este proceso se hizo en las zonas con menor población.
Las adjudicaciones se efectuaron principalmente en los estados del centro de la República y se refieren en un alto porcentaje a las denuncias de tierras supuestamente baldías, pues los habitantes de los pueblos que poseían tierras de repartimiento no pudieron exhibir el título o la escritura que los amparara. Las compañías deslindadoras actuaron de manera preferente en los estados norteños y en las costas del Pacífico, zonas con poca población.
Estas dos políticas llevaron a una gran concentración de tierras. De acuerdo con Antonio García de León (1987), el resultado fue que hacendados y compañías deslindadoras detentaban juntos 167 968 814 hectáreas, o sea, más de tres cuartas partes del total de la superficie agrícola del país. Según el Anuario Estadístico de 1905 y el Censo de Población de 1910, la estructura agraria a fines del porfiriato indicaba una enorme desigualdad: 0.2% de los propietarios controlaban 87% de las áreas ocupadas por fincas rústicas (Secretaría de la Reforma Agraria, 1998: 351).
Algunos hacendados recibieron tierras por adjudicaciones y deslindes que rayan en lo increíble. Francisco Bulnes narra que 12 personajes adquirieron, mediante compra a precios ridículos, 20% del territorio nacional, equivalente a 95% de las tierras que el Estado recibió como producto de los deslindes (Secretaría de la Reforma Agraria, 1998: 351).
Cuando se empieza a discutir la pertinencia de proteger mejor los recursos naturales, la mayoría de los liberales no creen que sea el Estado quien lo deba hacer. Ignacio Ramírez (1870), por ejemplo, “pensaba que los intereses económicos de los individuos eran suficientes para detener el problema y que esto se lograría generando incentivos monetarios para que los particulares conservaran sus bosques” (Urquiza, 2015: 216).
El segundo momento en el que el Estado repartió tierras, con una lógica distinta, fue el posrevolucionario. En esta ocasión el texto constitucional hace pensar en leyes para beneficio de todos.
El artículo 27 dice a la letra en su versión original, en sus primeros párrafos:
La propiedad de las tierras y aguas comprendidas dentro de los límites del territorio nacional corresponde originariamente a la Nación, la cual ha tenido y tiene el derecho de transmitir el dominio de ellas a los particulares, constituyendo la propiedad privada. […] La Nación tendrá en todo tiempo el derecho de imponer a la propiedad privada las modalidades que dicte el interés público, así como el de regular, en beneficio social, el aprovechamiento de los elementos naturales susceptibles de apropiación con objeto de hacer una distribución equitativa de la riqueza pública, cuidar de su conservación, lograr el desarrollo equilibrado del país y el mejoramiento de las condiciones de vida de la población rural y urbana.
La Revolución mexicana de 1910 empezó como una rebelión política, pero terminó como una revolución campesina que presionó en favor de algún tipo de redistribución de la tierra. El artículo 27 de la Constitución fue el nuevo marco para definir los derechos de propiedad, en especial con respecto a la tierra y el agua.
Según Antonio Azuela (2011), el contenido del artículo 27 se puede dividir en tres componentes principales: un principio general -la propiedad primaria de la nación sobre toda agua y tierra- y dos conjuntos de reglas, las que se refieren a las intervenciones del Estado en la propiedad privada (expropiación y reglamentos) y las referidas a quién tiene derecho a poseer qué.
Para Azuela (2011) la intención de sus redactores era definir la propiedad privada como un derecho menor en comparación con el derecho de la nación sobre el territorio. El principio general fue dar amplios poderes al Estado para distribuir tierras y dirigir la actividad económica. El conjunto de reglas que se refieren al estado de expropiación dicta que el gobierno no puede tomar propiedad privada si no es por una necesidad pública y mediante indemnización.
Conforme a la Constitución de 1857, y en términos muy semejantes a la propuesta de Carranza, la propiedad también podía ser expropiada únicamente para “uso público”, pero había un procedimiento judicial claro a disposición del expropiado; y, lo que es aún más importante, la expropiación sólo podía hacerse mediante “indemnización previa”, lo que en principio limitaba la posibilidad de las expropiaciones a la magnitud de los recursos del gobierno. Como afirma Pérez Nieto (1990: 18), la regla discrecional respecto al momento en que el gobierno había de pagar la indemnización prácticamente destruyó la noción de tiempo con respecto a ésta.
El poder de expropiar fue uno de los principales componentes en la formulación del régimen posrevolucionario. La idea de que los derechos de propiedad privada a la tierra sólo eran justificados si ésta no sobrepasaba cierta cantidad, una de las principales novedades del artículo 27, idea que Mendieta y Núñez justificaban porque tenía como objetivo evitar que se volviera a concentrar la tierra y legitimar la Reforma agraria bajo el imperio de la ley (Mendieta y Núñez, 1975).
La intención de los redactores de la Constitución y de enmiendas posteriores era crear y consolidar un patrimonio nacional. Tanto el progreso material como la identidad nacional fueron diseñados para el florecimiento de un patrimonio que crecería indefinidamente. “Si cada régimen político tiene sus propios mitos, en el México posrevolucionario éste sería el patrimonio nacional” (Azuela, 2011: 1922). Pero no se construyó tal patrimonio. Se repartió entre los campesinos y se dejó sin propiedad a la nación.
En 1921 la población era de 14 334 780 habitantes y la densidad poblacional de 7.3 habitantes por km2 (INEGI, 2014b: 118). Había mucho territorio que se podía reservar para el Estado. Pero no se hizo. Había que poblar el país y repartir el territorio.
La reforma agraria repartió 102 876 920 hectáreas, el equivalente a la mitad de la superficie del país. La asignación de tierras al principio de la reforma agraria no sólo se hizo en los lugares de agitación campesina durante la Revolución, sino también en los lugares donde, según los historiadores, se habían producido meras amenazas de expropiaciones de tierras (Cochet, 2009). Saffon (2014) revisa las asignaciones durante este periodo, ya que considera que son un buen indicador de las reivindicaciones de redistribución de la tierra, porque en una buena proporción de los casos las decisiones fueron hechas en respuesta a las reclamaciones (no a partir de decisiones anteriores), y la mayoría de las decisiones fueron positivas.
La reforma agraria fue un intento de reparar los abusos de la desamortización de las tierras de los indígenas, y en menor medida los de las compañías deslindadoras. Sin embargo, como ha argumentado Emilio Kouri (2015), no era una propiedad colectiva y sin autonomía política lo que querían las comunidades. Para Cabrera y Carranza, la propiedad comunitaria sería temporal, y en palabras de Kouri (2015), eventualmente “la propiedad de las tierras no pertenecerá al común del pueblo, sino que ha de quedar dividida en pleno dominio”.
Lo temporal se volvió permanente y fue mucho más allá de reparar abusos del pasado. Como no alcanzaba la tierra por la creciente presión demográfica, o porque no se querían afectar ciertos intereses privados en zonas donde había presión para distribuir la tierra, fueron repartiendo otras partes del territorio nacional, antes propiedad de la federación. El caso de Chiapas es revelador.
La historia de la colonización dirigida se remonta hasta los años cuarenta y cincuenta del siglo XX cuando, ante las presiones demográficas que empezaron a darse en Los Altos de Chiapas, los tzotziles de las tierras frías aceleraron su expansión hacia el norte y hacia el oeste. Por su parte, las autoridades estatales y federales alentaron, entre los tzeltales, los choles y los tojolabales, la colonización de la selva lacandona, con el fin de evitar que éstos se dirigiesen a las tierras de la depresión central, que estaban en manos de la clase política chiapaneca, o que presionasen por el reparto de las fincas de Ocosingo y de Los Llanos de Comitán. Así, poco a poco, campesinos y peones de las zonas cercanas a la selva se internaron en ella (Márquez, 2002).
El caso que mejor ilustra la campaña de colonización dirigida y el impacto de estas medidas sobre la pérdida de áreas forestales es el de la zona de Marqués de Comillas. Como parte de un programa de colonización llegaron campesinos de otros estados de la República, como Veracruz, Guerrero, Oaxaca y Michoacán, entre otros. Durante el periodo de colonización disminuyeron las áreas de vegetación natural en más de 22 000 hectáreas a favor de las áreas agrícolas y de pastizal (Márquez, 2002).
En otros casos la tierra nacional, ejidal o privada es simplemente invadida por quien no tiene tierra. El Estado es débil frente a la presión de grupos organizados para tomar la tierra, y la legislación tiene un incentivo perverso: una tierra que se posee de buena fe es de quien la posee a los cinco años de ocupación ininterrumpida y sin reclamos del presunto dueño. La prescripción es a los 10 si el invasor actuó de mala fe.5
Azuela (1997), en su análisis de la evolución de las políticas de regularización de la tenencia de la tierra en la Ciudad de México, muestra el proceso de institucionalización de la regularización y que, de ser una acción gubernamental de carácter excepcional, se convirtió en uno de los ejes permanentes de la gestión urbana del Estado mexicano. De tal forma que la acción de regularización no se puede analizar en sí misma, ya que por un lado está fuertemente condicionada por los mecanismos predominantes de formación de los asentamientos irregulares, y por otro lado por el modo en que se define la irregularidad de la tenencia de la tierra en el discurso oficial que preside la acción de regularización.
Como argumenta Azuela (1997), la idea de reconocer y preservar un rico patrimonio nacional era un tema importante de la Revolución mexicana. En este mismo sentido, Juan HumbertoUrquiza García (2015) sostiene que el artículo 27 daba para expropiar tierras que tuvieran valor ambiental.
Entre 1917 y 1987, 47 áreas fueron declaradas parques nacionales. Con el liderazgo de Miguel Ángel de Quevedo se dieron los primeros esfuerzos de conservación de los bosques para proteger las cuencas hidrológicas incluso antes de la Revolución (Urquiza, 2015).
De Quevedo buscó crear instrumentos jurídicos para proteger mejor las áreas con valor ambiental. “En este contexto los trabajos que desarrolló e impulsó durante toda su vida tuvieron como meta que el Estado contara con el instrumental jurídico necesario para alcanzar este objetivo. Así, el artículo 27 Constitucional y la primera Ley Forestal de 1926 fueron los mecanismos legales que permitirían garantizar el bienestar de las futuras generaciones” (Urquiza, 2015: 241). De Quevedo tenía una idea clara de por qué había que proteger las áreas valiosas, pero las reformas legales hechas para lograrlo y la expectativa de que las comunidades se hicieran cargo de la conservación resultaron demasiado optimistas.
Si bien De Quevedo trató de aprovechar la política de reparto incluyendo objetivos conservacionistas en ésta, a las comunidades a las que se les repartió tierras les quedaba la responsabilidad de conservar y fomentar los recursos forestales, siendo ellas quienes ganarían al tener bosques bien conservados. Pero crear reservas y proteger de verdad los bosques es muy distinto. El esfuerzo de De Quevedo no llevó a que el país tuviera un robusto sistema de parques nacionales como sucedió en Estados Unidos.
No se optó por la propiedad directa de esas tierras, ya fuera a través de la expropiación o la compra. Con el fin de paliar esta omisión, el gobierno ha seguido una estrategia diferente para la conservación de la biodiversidad: la creación de reservas de la biosfera, en las que el propietario sigue siendo el dueño del terreno, pero tiene restringido su uso.
Los sitios arqueológicos han tenido un destino similar. Esto debido a que los edificios precolombinos son propiedad nacional, pero la tierra donde se encuentran no. Esto requiere comprar o expropiar los sitios para que se conviertan en propiedad pública.
En México hay menos de 100 parques nacionales, pero hay más de 30 000 sitios arqueológicos. En los muy visitados el gobierno ha logrado establecer algún tipo de control de facto, pero la mayoría no son, legalmente, un área pública, ya que están ubicados en tierras que pertenecen a ejidos y comunidades que hasta 1992 guardaban los derechos inalienables de propiedad sobre esas tierras. Así, sólo en fecha reciente se ha vuelto evidente que la tierra en los sitios arqueológicos no es propiedad pública. En definitiva, “hay patrimonios nacionales que existieron como promesas que nunca se materializaron” (Azuela, 2011: 1925).
El Estado no sólo se quedó con muy poco, sino que tampoco pudo regular bien la propiedad de terceros cuando se buscaba proteger el patrimonio natural del país. En el caso de la propiedad privada, el dueño puede recurrir al amparo o a la corrupción para no respetar las regulaciones que supuestamente debería acatar. La parte no privada, es decir, los ejidos y las comunidades, representa otra complejidad para el gobierno en lo que se refiere a tratar de imponer límites. Fueron el eslabón más débil en el pasado y en más de una ocasión fueron expropiados incluso para fines privados; hoy esto es mucho más difícil, dada la mayor capacidad de movilización que tienen sus propietarios.
Un Estado con tierra
La colonización de Estados Unidos, dada la ausencia de mano de obra local a la que se pudiera explotar, se hizo a través de inmigrantes a los que se les dotaba de tierras, que se les habían arrebatado a las comunidades indígenas. Era un reparto injusto. Los dueños originarios eran despojados por la fuerza, pero no se concentró la propiedad como sucedió en México. Por décadas casi cualquier hombre blanco podía acceder a tierras susceptibles de ser colonizadas. La idea era repartir lo más posible. Dado que el país se fue expandiendo hacia el oeste, parecía tener una frontera de nueva tierra casi infinita.
La constitución de Estados Unidos no define qué es la propiedad, como sí lo hace la mexicana. Se entiende que es un derecho natural, y sólo se dice, en la Quinta enmienda, que al ciudadano “no se le privará de la vida, la libertad o la propiedad sin el debido proceso legal; ni se ocupará la propiedad privada para uso público sin una justa indemnización”. Respecto a la propiedad pública, la constitución afirma: “El Congreso tendrá facultad para ejecutar actos de disposición y para formular todos los reglamentos y reglas que sean precisos con respecto a las tierras y otros bienes que pertenezcan a los Estados Unidos”.
Sin embargo, no se repartió todo el país. Desde fines del siglo XIX, y más claramente a principios del XX, un movimiento surgido tanto desde la sociedad como desde ciertos ámbitos de la burocracia federal puso fin a esa expansión de la propiedad privada sin aparente límite. El resultado fue que el Estado se quedó con más de una cuarta parte del territorio nacional.
Fuente: Elaboración propia a partir de datos de U.S. Department of Interior, Public Land Statistics (Bureau of Land Management, 2015), 3.
Una de las paradojas de Estados Unidos, un país asociado al liberalismo en su versión más capitalista, es la creación de un sistema de parques nacionales. Hace 100 años esto partió de la National Park Service Organic Act durante el mandato de Woodrow Wilson. A diferencia de los países europeos, que dejaban poco acceso a los ciudadanos al mundo natural, este sistema concebía a los parques como parte de los derechos de los habitantes de Estados Unidos. Aunque desde mediados del siglo xix existían antecedentes de los esfuerzos conservacionistas, fue hasta la presidencia de Teodoro Roosevelt que la idea de la conservación de los recursos naturales como un ideal democrático se volvió una prioridad. Para entonces existían ya 35 parques y monumentos nacionales, pero con una nueva legislación se creó el National Park Service, la agencia federal que se encargaría de su gestión.
La forma en que Estados Unidos se hizo de un sistema de parques nacionales en vez de simplemente ir repartiendo el territorio, como se había venido haciendo, no deja de ser una suerte de casualidad histórica. Según Francis Fukuyama (2015), fue la conjunción de ciertas demandas sociales y la aparición de ciertos liderazgos lo que hizo posible que el Estado asumiera la propiedad directa de tan amplio porcentaje del territorio nacional y desarrollara las capacidades burocráticas para poder administrar adecuadamente su propiedad.
Fuente: Elaboración propia a partir de datos de U.S. Department of Interior, Public Land Statistics (Bureau of Land Management, 2015), 5.
El primer dominio de carácter público se creó en 1781, cuando Nueva York cedió una porción de su territorio no ocupado al gobierno federal. Otras colonias se unieron al ejemplo de Nueva York, y para 1802 la mayoría del territorio de las colonias entre el río Mississippi y los Montes Apalaches era de propiedad federal. A partir de la expansión nacional (1781-1867) el dominio público continuó creciendo y el gobierno adquirió más de 700 millones de hectáreas (U.S. Department of Interior, 2015).
Desde 1785 el Congreso adoptó un sistema que permitía la venta de las tierras de carácter público. A partir de las leyes del Congreso se logró la enajenación de las tierras, lo cual sirvió como la base económica del país y abrió el oeste al asentamiento urbano. A la fecha, más de 500 millones de hectáreas han sido enajenadas del régimen de propiedad federal (U.S. Department of Interior, 2015).
Sin embargo, el Congreso, a través de leyes especiales, logró revertir este proceso de enajenación y retirar miles de acres de tierras públicas para la creación de parques, bosques, rutas y monumentos nacionales, refugios de vida silvestre y ríos escénicos nacionales. Algunos de los casos más conocidos de retiros que realizó el Congreso incluyen el Parque Nacional de Yellowstone, el Gran Cañón y el Monumento Nacional Valle de la Muerte. Con ello reconocía la necesidad de proteger los recursos naturales, históricos y culturales de la nación, al tiempo que facilitaba la recreación.
La movilidad social y el crecimiento de la población crearon condiciones de demanda por tierra pública con distinta variedad de usos. Asimismo, los cambios en las actitudes del público con respecto al medio ambiente y a la procuración de espacios abiertos comenzaron a competir con la necesidad de desarrollo. El Congreso, reconociendo el valor de las tierras restantes de dominio público, promulgó en 1976 la Ley de Política y Administración de las Tierras Federales (FLPMA, por sus siglas en inglés). Esta ley declara que es de interés nacional y, por tanto, objetivo de la política nacional, el retener las tierras públicas como propiedad federal (U.S. Department of Interior, 2015).
Con la creación de este sistema se abría paso a un enorme reto en la administración pública: ¿cómo lograr la conservación intacta de los espacios mientras que se garantizaba el disfrute para todo el público? Este reto continúa vigente; por ejemplo, la introducción de especies no autóctonas y el flujo de millones de personas en los parques más visitados han generado en ellos daños irreversibles. A pesar de las disputas que han girado en torno a los parques, su carácter público y de “reserva común para todos” forma parte de la identidad de Estados Unidos y refleja el espíritu democrático del país (Bassets, 2016).
Los parques nacionales son resultado del esfuerzo por preservar las “catedrales de la naturaleza”. Sin embargo, constituyen la suma de muchas ideas y han sido disputados políticamente como una intromisión del gobierno federal en los asuntos de los estados en más de una ocasión. No son meras reservas ecológicas, por más que preservar la naturaleza fuera uno de sus objetivos iniciales y que en un mundo liberal sirviera para justificar, en algún sentido, que el Estado interviniera en limitar la propiedad privada, sino espacios donde hombre y naturaleza se relacionan en función de reglas que van cambiando con el tiempo. Son áreas donde en muchos casos hay asentamientos humanos, muchas veces indígenas, a los que hay que desplazar.
Por ello el Congreso instruyó al Servicio de Parques Nacionales que tenía que cumplir dos objetivos: la preservación de la naturaleza y el uso público (Keiter, 2013: 44). Para lograrlo se construyó toda una infraestructura, que va desde caminos hasta hoteles, de modo que los ciudadanos puedan visitarlos en auto. Esto les permite ser atractivos turísticos importantes y de gran valor. Por eso los empresarios que en 1919 veían en el Gran Cañón una buena fuente de riquezas naturales que podían ser explotadas, optaron por apoyar su transformación en parque nacional (Keiter, 2013: 27).
En la actualidad los servicios forestales administran más de ١٥٠ parques nacionales y más de 80 millones de hectáreas de tierra, y son responsables de que sus recursos se utilicen de tal forma que satisfagan las necesidades nacionales actuales y futuras (U.S. Department of Interior, 2015). Antes de la formación del Forest Bureau los bosques eran vistos como un impedimento para el flujo de colonizadores hacia el oeste; se temía que la mayoría de los bosques nacionales desaparecerían por completo en el transcurso de otra generación. La recuperación de estas tierras y su regreso al uso productivo fue uno de los mayores logros de la intervención gubernamental.
En el centenario de su fundación el sistema está integrado por 412 áreas a lo largo de una extensión de 340 000 km2. Para el presidente Obama, “la idea fundamental que hay tras los parques es que el país pertenece a la gente” (Bassets, 2016). El centenario coincide también con un debate sobre el financiamiento y mantenimiento del sistema. A lo largo de su historia el sistema de parques no ha estado exento de críticas; entre ellas se encuentra que estos lugares eran habitados por americanos nativos. A esto se suma que se han creado reservas sin objetivos ecológicos a partir de expropiaciones ilegales del gobierno federal (Bassets, 2016).
En el caso de la protección de las reservas naturales del país, Estados Unidos se enfrentaba, por primera vez, a la cuestión de la autonomía estatal: ¿hasta qué punto puede una agencia ejecutiva usar sus poderes, delegados en una legislación ambigua, para determinar políticas que el gobierno considera racionales? La tendencia de la Suprema Corte había sido tolerar una mínima delegación de autoridad, no pensando en la rendición de cuentas democráticas, sino en proteger los derechos de propiedad (Fukuyama, 2015: 168-170).
Un ejemplo de un desarrollo de construcciones burocráticas más sólidas es el U.S. Department of Agriculture (USDA, por sus siglas en inglés) durante el cambio de siglo, en particular el papel de Gifford Pinchot y del U.S. Forest Service. El USDA fue fundado en 1862 como parte de la estrategia de desarrollo para elevar la productividad de las granjas americanas. Sin embargo, hacia 1880 el USDA había tomado un propósito distinto: la libre distribución de semillas, con lo cual se volvió parte del sistema de clientelismo que caracterizaba al gobierno federal, desembolsando semillas en lugar de empleos para sus clientes políticos (Fukuyama, 2015: 152).
Después de que pasó el Acta Pendleton de 1883 y se estableció un sistema meritocrático para el reclutamiento de su personal, el USDA fue desarrollando capacidades burocráticas. La calidad de la nueva burocracia dependía no sólo de los logros educativos de los nuevos integrantes, sino también del hecho de que esos individuos constituían una red de confianza y poseían “capital social”. Estos nuevos funcionarios tenían trasfondos similares y compartían una creencia común en la ciencia moderna, así como en la necesidad de aplicar modelos racionales al desarrollo de comunidades rurales en Estados Unidos (Carpenter, 2001). Con el tiempo esta forma de pensar se volvió la base del ethos organizativo del Departamento de Agricultura, y en particular de una de sus divisiones clave: el Servicio Forestal.
El U.S. Forest Service ha sido visto como una de las más exitosas burocracias estadounidenses. Este legado de construcción estatal se debe en buena medida al trabajo de un individuo: Gifford Pinchot, quien encabezó la división forestal del departamento en 1898 (Kaufman, 1960: 26-29). En 1905 Pinchot logró la transferencia de control sobre terrenos forestales federales desde el Departamento del Interior (Department of the Interior) al Departamento de Agricultura (USDA). La General Land Office (GLO), dependiente del departamento, empleaba a abogados y contadores sin experiencia en administración forestal.
Pinchot trató de evitar el tipo de clientelismo partidista dominante en la época, en la que se repartían los cargos entre las bases políticas del encargado de una agencia gubernamental, y en su lugar se volcó hacia un círculo personal que forjó durante su estancia en la Universidad de Yale. Si bien eran sus amigos y le sirvieron para desplazar a sus adversarios, tenían competencias técnicas en materia forestal (Lewis, 1999: 148 ). Esto le permitió “eludir las prácticas democráticas tradicionales con el fin de tomar decisiones a largo plazo que servían mejor al bienestar público” (Balogh, 2002: 198-200), así como enfrentar la resistencia de una fuerte tradición antiestatista alimentada por intereses privados en el uso de la tierra pública. Esto hizo posible construir, en palabras de Balogh, “una política que buscara mantener, conservar y gestionar el suelo público” (2002: 198-200). El Servicio Forestal, para cuando Pinchot terminó su administración en 1910, manejaba una reserva que constaba aproximadamente de 200 millones de acres (2002: 199). Había logrado crear una institución con relativa autonomía, que no respondía directamente a los grupos de interés ni al clientelismo político. Se convirtió así en un ejemplo de burocracia profesional en un momento en que Estados Unidos tenía muy pocas instituciones con estas características (Fukuyama, 2015: 160).
La construcción de un Estado moderno, de reglas parejas para todos, requiere desarrollar capacidades burocráticas que hagan respetar esas reglas. Esto es complicado, dado que la presión política suele llevar a burocracias con lógicas patrimonialistas o clientelares, y a buscar resolver los problemas políticos inmediatos en lugar de invertir en instituciones con duración a largo plazo. Un país que transita a la democracia a partir de una lógica clientelar de reparto de puestos en la administración pública tiene dificultades para transformarla en una burocracia basada en el mérito y con un grado adecuado de autonomía frente a los grupos de interés. Estados Unidos es una de las pocas democracias que logró transitar, en un largo proceso histórico, de un sistema patrimonialista con pobres y limitadas estructuras burocráticas, dada una cultura de resistencia a la autoridad del gobierno, a la construcción de instituciones con mayor capacidad de regulación, tanto por tener mejores competencias técnicas como por su mayor autonomía relativa (Fukuyama, 2015: 165). Con todo, muchas de las agencias burocráticas de Estados Unidos están menos desarrolladas que sus contrapartes europeas, y más sujetas a las preferencias partidistas de quien gobierna ese país.
Conclusiones
El Estado mexicano casi no tiene tierras. El triunfo del liberalismo y sus políticas respecto a la propiedad, tanto la desamortización de tierras como las operaciones de deslinde de tierras baldías, despojó a muchas comunidades de su propiedad y privatizó grandes extensiones de tierra. Después de la Revolución de 1910, con el ánimo de compensar a las comunidades que habían sido despojadas, y de dotar de tierra a los muchos campesinos que no tenían nada, el gobierno llevó a cabo una profunda reforma agraria. Buena parte de la tierra nacional que quedaba en manos del Estado fue a dar a manos ejidales o comunales.
En el primer caso se repartió la tierra a quienes más dinero y redes políticas tenían. En el segundo, a quienes más poder de movilización conseguían. El resultado neto es similar: no se defendió la propiedad del Estado, ni la de los recursos naturales superficiales, ni la de sus sitios arqueológicos.
En Estados Unidos la historia es muy distinta. Una visión liberal de permitir a cada individuo hacerse de un pedazo de tierra tuvo como límite un exitoso esfuerzo por proteger el patrimonio natural del país para generaciones futuras. Esto fue posible por una expansión del país hacia un oeste poco poblado, donde el gobierno federal mantuvo una parte importante de esos territorios. Primero dominó un liberalismo razonablemente igualador, luego una defensa del patrimonio natural que llevó a la construcción de burocracias eficaces que hicieron posible cumplir con su mandato.
La lección para México es que, sin un Estado fuerte y con competencias burocráticas, ni la ideología liberal de la segunda mitad del siglo XIX, ni la de la reforma agraria y la construcción de ejidos y el fortalecimiento de la propiedad comunal de buena parte del siglo xx, permiten salvaguardar el patrimonio natural de la nación, que está en manos de quienes tienen poder: los más ricos y los que lograban organizarse para presionar a fin de que las autoridades los dotaran de tierra. No parece haber una preocupación social importante por la falta de propiedad directa del Estado sobre los recursos naturales y arqueológicos del país, y sigue dominando la lógica de declarar zonas protegidas a las propiedades de terceros a quienes no se puede regular adecuadamente.