El año 1968 enmarca la primera gran batalla cultural y política juvenil de repercusiones globales en varios países, como Francia, Checoslovaquia, Estados Unidos y México. Las luchas y resistencias del 68 tuvieron manifestaciones amplias y diversas producidas en contextos sociales definidos desde los siguientes campos:
EL REJUVENECIMIENTO DEL PAÍS
La presencia y participación juvenil expresaba los cambios sociodemográficos generados por el Baby Boom puso a las y los jóvenes en el centro de muchas de las disputas contra el autoritarismo, las posiciones anquilosadas de los mundos adultocráticos y la explotación capitalista.
El siglo XX se caracterizó por un acelerado crecimiento demográfico. De acuerdo con los datos censales, en los albores del siglo XX la población mexicana era de 13 707 000 personas, de las cuales 9 657 581 eran menores de 30 años. A finales de la década de los años sesenta, la población se había incrementado a 47 millones, con 12 347 150 jóvenes y 46 225 238 menores de 30 años. La esperanza de vida al nacer pasó de 34 años en 1900 a 61 años en 1970. Este fenómeno es definido por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) como rejuvenecimiento de la población.
Los años sesenta de la pasada centuria, México registró cambios radicales, al pasar de una composición mayoritariamente rural en los albores del siglo a una nación mayoritariamente urbana, lo cual implicó transformaciones en las dinámicas socioculturales definidas de manera importante por los protagonismos juveniles. Los escenarios bucólicos de comienzos del siglo XX sufrieron transformaciones intensas en las postrimerías decimonónicas y con la culminación del movimiento revolucionario, que dejó más de un millón de muertos y grandes desplazamientos a las ciudades; flujos de campesinos criminalizados que llegaban en una profunda precariedad a redefinir los espacios urbanos identificados estereotipadamente por Julio Guerrero en La génesis del crimen en México. Estudio del crimen social (1901); masas de desplazados, de pobres, de pelados, desnudos de cuerpo y alma que sirvieron a Samuel Ramos para pensar el supuesto sentimiento de inferioridad de los mexicanos en El perfil del hombre y la cultura en México (1934). Al mismo tiempo, el proyecto dominante abandonaba al campo, condenándolo a una crisis que se profundizó en 1965 y que continúa hasta la actualidad. En este proceso de conversión rural a urbana las ciudades conformaron los espacios de encuentro y desarrollo de jóvenes citadinos portadores de nuevas necesidades y horizontes de vida, que no escaparon a la aguda visión de Salvador Novo, quien en Nueva grandeza mexicana (1946) observó los cambios culturales de estos jóvenes e inquirió desafiante y mordaz sobre las afirmaciones de Ramos, que atribuía a los mexicanos un atávico complejo de inferioridad. Con la urbanización de la sociedad mexicana, las ciudades se convirtieron en escaparates de resonancia sociocultural, con nuevas propuestas, rutinas y estilos juveniles.
JÓVENES Y MUJERES, LOS PROTAGONISTAS DEL CAMBIO SOCIOCULTURAL
La conectividad sociocultural y el desarrollo de las industrias culturales facilitaron la difusión de expresiones, luchas, modas y consumos juveniles a través del cine, la prensa y la televisión. La conectividad cultural de los años sesenta incorporaba expresiones seductoras y críticas como el rock, el cine y los movimientos juveniles. La disputa por el sentido y el significado de lo juvenil de los años sesenta abrevó en cambios culturales importantes protagonizados principalmente por jóvenes y mujeres, los grandes actores del cambio cultural iniciado en la segunda mitad del siglo XX. Parte importante del significado de estos protagonismos fue el cuestionamiento a las posiciones dominantes sobre la juventud. Las y los jóvenes hicieron explícito su distanciamiento de las interpretaciones adultocráticas e impulsaron formas propias de reconocimiento, lo cual resultaba profundamente transgresor para la moral dominante. Al mismo tiempo, las mujeres irrumpieron de manera amplia en los espacios públicos denunciando los poderes y ordenamientos patriarcales, enfatizando la simbiosis de lo personal y lo político, así como su derecho al placer y a decidir sobre sus cuerpos. Las mujeres refrendaron su presencia en las luchas y los movimientos políticos, protagonizando uno de los grandes cambios culturales en la historia social y cultural de los últimos siglos.
El desencanto cobró forma en la Lost Generation, jóvenes asumidos como generación perdida por los estragos de las dos guerras mundiales realizadas desde objetivos injustificables ante sus ojos, y que se distanciaron de las perspectivas devastadoras de los poderes dominantes. La Generación Beat, con Allen Ginsberg, Gregory Corso, Lawrence Ferlin-ghetti, Jack Kerouac o Michael McClure, entre otras y otros, funcionó como vanguardia crítica de los estilos de vida vacuos, plásticos y beligerantes de los grupos dominantes. Luego llegaron las diferentes vertientes del hipismo, con apuestas radicales en los códigos culturales, morales, políticos y personales, entre las que destacaron autores y autoras con posicionamientos políticos que sedujeron a amplios sectores juveniles en el mundo, como The Beatles, Bob Dylan, Joan Baez, Pink Floyd, The Animals, The Doors, Peter, Paul and Mary, The Rolling Stones, Jefferson Airplane. El rock conformó una potente plataforma para la articulación de las inquietudes juveniles con las industrias culturales. La fuerza masiva de cine, radio, televisión, prensa y revistas fue parte de esta internacionalización de códigos culturales, donde cobraron particular relevancia las consignas de paz, amor y libertad.
Los movimientos pacifistas y contra la guerra en Estados Unidos y otros países generaron masivas manifestaciones y acciones contra la invasión estadunidense en Vietnam. La lucha contra la guerra prendió entre las y los jóvenes estudiantes estadunidenses, que toparon con la represión y la intolerancia de gobiernos que habían utilizado la mentira y la manipulación patriotera como estrategia para justificar su ingreso y permanencia en la guerra genocida contra la población vietnamita. Los movimientos antibélicos se solaparon con otra herida profunda y sangrante de la historia social estadunidense: el racismo y la segregación de las poblaciones afrodescendientes y mexicano-chicanas, que fueron carne de cañón en la guerra al tiempo que se obliteraban sus espacios de participación social. La lucha por los derechos civiles de la población afroestadounidense y el movimiento chicano convocaron a amplios contingentes juveniles. Desde el sur, el triunfo de la Revolución cubana y la imagen heroica y martirizada del Che Guevara, asesinado en 1967, así como la resistencia vietnamita, fueron profundamente inspiradores para las juventudes latinoamericanas.
“QUE VIVAN LOS ESTUDIANTES”
La participación política de las y los jóvenes se concentraba en figuras que epitomizaban su condición virtuosa: los estudiantes. El crecimiento de clases y sectores medios expresado en el estudiante fue otro de los ejes importantes para comprender los cambios ocurridos en 1968. Al igual que en otros países latinoamericanos y europeos y en Estados Unidos, las y los estudiantes enarbolaron la resistencia social frente al autoritarismo y la violencia institucionalizada. Fueron jóvenes entusiastas que denostaban al Partido Revolucionario Institucional (PRI), a la momiza, a los charros sindicales, a la chota, a los granaderos, y que ejercieron cambios que denotaban transformaciones subjetivas y de conciencia, como el derecho a la melena, a la minifalda, a la sexualidad. Al mismo tiempo, los politizados con ideas socialistas actuaban creyendo que ése sólo era el primer escaño hacia la revolución. La composición político-ideológica de los actuantes en el movimiento estudiantil-popular de 1968 hizo que imaginaran un proyecto de mundo diferente, más democrático, menos autoritario, no belicista, sin represión, más incluyente, y que buscaran construir lenguajes y discursos comunes con el pueblo.
No podemos generalizar las conductas y los compromisos señalados como rasgo inherente a toda la juventud sesentera o a las juventudes en abstracto. La antípoda de esta imagen la conforman los jóvenes que actuaron y actúan en los órganos represivos del Estado como porros y operan como cuerpos de choque pagados por intereses políticos aviesos en las universidades, jóvenes a quienes se ha identificado como precarios, lúmpenes y marginales, aunque ésas no sean las únicas condiciones del porrismo, pues en Baja California, entre los porros que tomaron las instalaciones durante la huelga del Sindicato Único Nacional de Trabajadores Universitarios (SUNTU) en enero de 1980, había muchos jóvenes de clase media. Los porros salieron de las porras que aupaban a equipos deportivos para transformarse en porros aporreadores. Los porros crecen en los pliegues de las estructuras antidemocráticas y autoritarias de poder y han estado al servicio de los grupos priístas y de agrupamientos facciosos que les pagan y los utilizan. Más allá de su reconocida actuación en 1968, 1971, y 2018, los porros son jóvenes delincuentes que actúan como grupos de choque y en su larga tradición han atacado sistemáticamente a los estudiantes, pero no sólo son personas utilizadas con aviesos intereses por grupos de poder, son hijos de la precarización económica, social, moral y humana que rinden tributo a la banalidad del mal y se venden al mejor postor. Similar proceso ocurre con niños y jóvenes que participan como sicarios en el narcomundo y no vacilan en recurrir a las acciones más crueles e inhumanas contra sus adversarios o contra quienes los jefes les indiquen. Son los Tonas, que viven el todo o nada, que asumen el riesgo y se la juegan bajo la premisa de que “más vale una hora de rey que una vida de buey”, o los Ponchis, niños precarizados que a muy temprana edad aprendieron a matar para sobrevivir.
Y EL SILENCIO DEVINO MEMORIA
El movimiento de 1968 no planteaba posiciones radicales ni utilizaba métodos violentos. Era una expresión pacífica que enarbolaba las demandas asentadas en el pliego petitorio: “1. Libertad de todos los presos políticos. 2. Derogación del artículo 145 del Código Penal Federal y 145 Bis sobre disolución social. 3. Desaparición del cuerpo de granaderos. 4. Destitución de los jefes policiacos Luis Cueto y Raúl Mendiolea. 5. Indemnización a los familiares de los muertos y heridos. 6. Castigo para los funcionarios culpables de los hechos sangrientos”. Además de estas demandas, se fueron incorporando exigencias surgidas del abuso del poder frente al movimiento que expresaban la oposición a la violencia y el autoritarismo oficial: “¡Alto a la represión! ¡Presos políticos libertad!”
Después del 2 de octubre, vino el silencio de los medios masivos de comunicación más importantes del país, persecución, cárcel, tortura, desaparición y asesinato de personas que participaron en el movimiento o de las que las policías sospechaban que lo hubieran hecho, la prohibición de organizaciones políticas críticas al gobierno o de izquierda, la clandestinidad como única forma de actuar y denunciar la criminal persecución, la censura a las voces y producciones discográficas, cinematográficas o escénicas que denunciaron la masacre, como el documental El grito de Leobardo López Arretche (1968) y la película Rojo amanecer de Jorge Fons (1989), enlatada y censurada por el gobierno mexicano. También se vivió la caída del estudiante como epítome de los jóvenes y emblema del futuro. Ante la mirada oficial, las y los estudiantes devinieron seres inmaduros, peligrosos, radicales, comunistas, antimexicanos, viciosos, enemigos de la sociedad.
1968 representa la brutal confrontación entre procesos frescos de cambio social y cultural protagonizados por jóvenes y mujeres, con un régimen político moldeado por el autoritarismo represivo, la antidemocracia, la corrupción y la gesticulación priísta acompañada por otras fuerzas de la derecha. Represión, encarcelamiento y asesinato fueron estrategias comunes de los gobiernos priístas para enfrentar las disidencias. No hay lugar en este espacio para un recuento puntual de las múltiples vejaciones enmarcadas en esta perspectiva de ejercicio del poder político, pero debemos señalar escenas previas al 68 que muestran el talante represivo contra los movimientos obreros, campesinos o cualquier oposición al régimen.
En un recuento realizado por Raúl Jardón (“La represión en México, 1950-1971”, Rebeldía, 9 de mayo de 2012), se identifica el asesinato de nueve obreros de la Cooperativa de Vestuario y Equipo por órdenes directas de Manuel Ávila Camacho en 1941; los trabajadores habían estallado una huelga en demanda de aumento de salarios y mejores prestaciones. La represión a los mineros de Palaú, Nueva Rosita y Mexican Zinc, que luchaban por aumento de salarios y democracia sindical (1951). La represión y el asesinato en 1952 de simpatizantes de Miguel Henríquez Guzmán, candidato a la presidencia de la República, que realizaban un mitin en la Alameda Central de Ciudad de México (otros 524 henriquistas fueron encarcelados). El asalto al Instituto Politécnico Nacional en 1956, y el encarcelamiento de estudiantes que pedían una Ley Orgánica, la revisión de los planes de estudio y la construcción de la Ciudad Politécnica en Zacatenco. La represión, el despido, el asesinato y el encarcelamiento (incluidos sus dirigentes, Valentín Campa y Demetrio Vallejo) de miles de trabajadores del Movimiento Ferrocarrilero en 1958-1959, que buscaba mejoras salariales y democracia sindical. La represión, el encarcelamiento y el despido de maestros del Movimiento Revolucionario del Magisterio en 1956, que demandaban democracia sindical y presentaban demandas laborales. El asesinato del zapatista Rubén Jaramillo y su familia en 1962, un dirigente campesino del Partido Obrero Agrario Morelense que encabezó diversas luchas regionales; traicionado por el presidente Miguel Alemán, Jaramillo fue asesinado por miembros del ejército y de la Policía Judicial junto a sus tres hijos y su esposa embarazada. La represión y el asesinato de campesinos de la Asociación Cívica Guerrerense (1960-1962) y de muchos otros movimientos campesinos. La represión, el despido y el encarcelamiento de los médicos de la Alianza de Médicos Mexicanos, Asociación Civil. Masacre de más de 80 campesinos copreros en Acapulco, 1967. La represión, la persecución y el asesinato de campesinos de Guerrero (incluido Lucio Cabañas), que se organizaron en el Partido de los Pobres. Los prolegómenos de 1968 incluyen ataques del ejército y toma de los recintos universitarios, como ocurrió en la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo en 1966 y la Universidad de Sonora en 1967.
LOS SINUOSOS CAMINOS DE LA MEMORIA SOCIAL
Ni los tanques, ni las balas, ni el miedo, ni la cárcel, ni la intimidación pudieron evitar que los recuerdos fragmentados de quienes vivieron o fueron impactados por la noche aciaga del 2 de octubre de 1968 pudieran rearmar experiencias, solapar emociones, articular indicios, calibrar conciencias, compartir indignaciones y recrear el sentido de una memoria social que no pudo ser silenciada: 2 de octubre no se olvida, 2 de octubre es más que una efeméride de la historia nacional y mundial, es un punto de quiebre que devino posibilidad de pensar un nuevo y mejor proyecto de vida y de mundo.
Los acontecimientos de 1968 forman parte de un proceso amplio de transformación cultural de México y de las condiciones juveniles. El gobierno se instaló en el argumento de la conjura responsabilizando a los “filósofos de la destrucción”, como llamó a Herbert Marcuse, Erich Fromm, Jean-Paul Sartre, e inventó una supuesta conjura de los intelectuales. Con fragmentos se fue reconstruyendo la imagen del 68, se incorporaron los cantos que acompañaron al movimiento, la gráfica como discurso político, los pronunciamientos y ensayos periodísticos de Carlos Monsiváis, Fernando Benítez, Juan Rulfo, José Emilio Pacheco, Carlos Fuentes, José Revueltas, Octavio Paz, Elena Poniatowska, Pablo González Casanova, Rosario Castellanos, Daniel Cosío Villegas, David Alfaro Siqueiros, entre otros, o Simone de Beauvoir, Jean-Paul Sartre y Jean-Luc Godard.
También se manifestaron quienes apoyaban la posición gubernamental, como Agustín Yáñez, secretario de Educación Pública; Salvador Novo, para quien la ocupación militar de Ciudad Universitaria fue la mejor noticia que había recibido en mucho tiempo; Vicente Lombardo Toledano y el Partido Popular Socialista (PPS) señalaron que el movimiento estudiantil era manipulado por la CIA; Rubén Salazar Mallén, para quien el problema de México era la conjura comunista; Elena Garro, quien habló del complot de los cobardes, haciendo eco de la posición gubernamental; Manuel Blanco Moheno, quien acusó a los estudiantes del movimiento de fanáticos y delincuentes, asegurando que se trataba de un plan para sabotear los Juegos Olímpicos.
Entre las obras seminales sobre el 68, La noche de Tlatelolco, de Elena Poniatowska (1971), sigue siendo referencia obligada por la polifonía de voces que conjunta, al igual que la crónica aguda de Carlos Monsiváis, en Días de guardar (1970), También destacan Los días y los años, de Luis González de Alba, las recreaciones collage de La plaza (1972), de Luis Spota, y El gran solitario de palacio (1971), de René Avilés Fabila. Tlazoltéotl (diosa mexica de la pasión y la lujuria, la “comedora de cosas sucias”) quedó saciada; el festín de sangre la rebasaba y no pudo concluir su labor de limpieza. Por ello, a pesar del maquillaje gubernamental, la plaza quedó manchada. “La limpidez no es límpida”, remarcó Octavio Paz en su poema “México: Olimpiada de 1968”. La labor inconclusa fue continuada por los empleados del Distrito Federal.
El 2 de octubre devino grito de rabia, de impotencia, de perplejidad. La recreación literaria se construyó con metáforas de oscuridad, de dolor, de muerte, de indignación, de dignidad. Las imágenes del 2 de octubre quedaron suspendidas, ocultas en las sombras, ataviadas de complicidad. Ahí anidó el apoyo de la noche, la impunidad, el silencio de la devoradora de inmundicias y de los medios masivos de comunicación. Ahí quedó el sueño que no sueña por temor al amanecer, por miedo al recuerdo.
“La oscuridad cubre la violencia y la violencia pide oscuridad para cuajar en crimen. Por eso el 2 de octubre aguardó hasta la noche para que nadie viera la mano que empuñaba el arma, sólo su efecto de relámpago. Y esa luz, breve y lívida, ¿Quién? ¿Quién es el que mata? ¿Quiénes los que agonizan, los que mueren? ¿Los que huyen sin zapatos? ¿Los que van a caer al pozo de una cárcel? ¿Los que se pudren en el hospital? ¿Los que se quedan mudos, para siempre de espanto? ¿Quién? ¿Quiénes? Nadie. Al día siguiente, nadie”, denunció Rosario Castellanos en su “Memorial de Tlatelolco” (1968). Las imágenes dolorosas se suceden en recreaciones poéticas que oscilan entre el dolor, el coraje y la perplejidad: “[...] gotean las lágrimas allí en Tlatelolco [...] entonces se oyó el estruendo entonces se alzaron los gritos [...] y el olor de la sangre mojaba el aire [...] y todo pasó con nosotros [...] gusanos pululan por calles y plazas”, asentó José Emilio Pacheco en “Cantares mexicanos” (1971). El dolor es impotencia, incertidumbre, como el herido de Almohadón de vientos (1987), de Alberto Huerta, uno de los tantos y tantas que quedaron tirados en la plaza, moribundos, sin fuerzas para gritar y decir que aún estaban vivos, cuando, considerándolos muertos, los jalaban de los tobillos. Posiblemente los jalaba algún soldado como Marcelino Zavala, quien no pudo evitar que “El Tractor”, uno de sus compañeros del batallón, asesinara a su hijo en la plaza de Tlatelolco, como se narra en La tarde anaranjada (1976), de Marco Aurelio Carballo. Frente a la indolencia brota la indignación, somos un país de indiferentes, de amnésicos, de poca-madres, dice Hernán Lara Zavala, pero el rojo-sangre y el traca traca de las ametralladoras fueron denunciados por María Luisa Mendoza en Con él, conmigo, con nosotros tres (1971). “La sangre embarrada en la pared provocaba náusea [...] Pero no era la sangre brillante y alegre que acababa de salir de la carne y casi da gusto y me dice ¡qué bella es!, no, era la sangre, seca, negra, oxidada, reclamada por la piedra, vorazmente tragada -tragacanto de canto rodando- hacia adentro, deglutida en la panza de la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco [...]”. El 2 de octubre fue una noche de esas que salen vestidas de luto cuando los tejidos se destejen y los huesos truenan, como dice Norberto Treviño. “El griterío se argamasa con el masticar frenético de los mecanismos de acero y se oyen gritos sin fonemas como un aullido deslindado”, escucha Salvador Castañeda en La patria celestial (1979). En Si muero lejos de ti (1979), de Jorge Aguilar Mora, el recuerdo es obsesión: ¿Dónde estabas tú?, ¿Dónde estabas tú?”; es protección, es recurso que exorciza la amenaza recurrente: “[...] Y si no podemos recordarlo instante tras instante es porque no queremos morir de nuevo, porque no queremos que se repita, que no se repita, que no, aunque es inútil olvidar, es inútil recuperar la memoria”. En Al cielo por asalto (1979), Agustín Ramos lo recrea contundente: “¿Cómo, a través de qué sutilísimos procesos, la experiencia se fue convirtiendo en un recuerdo, el insomnio en sueño, la vida en muerte?” Recordar para no repetir, recordar para no morir y las imágenes aparecen dolientes en la poesía:
Oh bebedor de la noche, ¿por qué te deslizas ahora?
¿todo es igual acaso? ¿tengo que repetir
lo que el augur grabó en el silencio de la piedra
curtida por el viento?
[...] ¿con coágulos de sangre escribiremos México?
Reclama Juan Bañuelos en No consta en actas (1971). La memoria dolorosa del 68 colinda con la muerte como tragedia anticipada por la pluma de Shakespeare: “Asqueado de todo esto me resisto a vivir [...] asqueado de todo esto preferiría morir”.
1968 no se agota en lamentos impotentes ni en ayes pavorosos. La poesía construye anclajes memorísticos fundamentales, como Gabriel Zaid, en “La nueva patria no cesa de solicitarnos” (1998):
Recordad poeta lo que el pueblo olvida
[...] Y la tristeza mata por segunda vez
A nuestra dulce nación resucitada.
[...] Que el país que tuvimos ya no lo tenemos
Un nuevo territorio
En este siglo expansionista
Al infierno fue anexado
En un dos de octubre mexicano
Varias décadas después, el movimiento estudiantil popular de 1968 adquirió nueva centralidad a partir de un recuerdo activo de aquellos que se empeñaron en combatir la desmemoria, que acusaron con Marcué Pardiñas y que, con Rosario Castellanos, entendieron el compromiso activo de la memoria: “Recuerdo, recordemos hasta que la justicia se siente entre nosotros” (“Memorial de Tlatelolco”) o amplificaron la condena sin fecha de caducidad que José Revueltas impuso a los cómplices del crimen: “Han pasado dos años, pero esto no es cosa del transcurrir del tiempo, sino del transcurrir de la justicia histórica: sólo ella puede cerrar esta herida. No obstante, ni la justicia histórica, ni nadie, ni nada podrá borrar este recuerdo: será siempre un acta de acusación y una condena” (1978). Revueltas, figura insumisa, rebelde e inclaudicable, sentenció: “Pero mientras viva y trabaje nuestro cerebro, nuestro pensamiento, ustedes serán impotentes para detener su acción. Mientras viva y trabaje nuestro pensamiento, ustedes, jueces, funcionarios, presidentes dictatoriales, agentes policiacos, delatores, verdugos y demás basura histórica, ustedes y los hijos de ustedes, los hijos de sus hijos y los hijos de éstos, no vivirán en paz. He dicho”.
BIOCULTURA, JÓVENES Y RESISTENCIAS
Después del 68, por la represión, el encarcelamiento político, las desapariciones y la derrota de posiciones que buscaron el cambio revolucionario, se desdibujó la presencia pública de las y los jóvenes y cobraron fuerza las identidades juveniles que construían estilos de vida propios, significados y significantes: eran los roqueros, los punks, los góticos, los cholos, los chavos banda, los raperos y taggers o grafiteros, que conformaban formas visibles y reconocibles de identidades juveniles asumidas como dispositivos de identidad y resistencia.
En varios trabajos he señalado la inexistencia de la juventud fuera de los cronotopos que la definen, las condiciones históricas, situadas y temporales que la significan, y he desarrollado el concepto de tiempo social e intensidad del tiempo social para comprender los procesos que enmarcan trayectorias sociales diferenciadas de envejecimiento a partir de las desigualdades sociales tanto en términos diacrónicos como sincrónicos. La intensidad del tiempo social nos permite comprender las inscripciones del tiempo en el cuerpo, su marca, su paso, sus huellas definitorias en el territorio corporal. La intensidad del tiempo social nos permite entender que los pobres y los ricos no envejecen de manera similar y que puede haber muchos años de diferencia en la esperanza de vida al nacer entre los más ricos y los más pobres.
Los jóvenes siguieron participando y resistiendo desde otros campos de disputa social, como han hecho cholos y grafiteros en la lucha por la significación del espacio público, las gramáticas urbanas y la inteligibilidad de las ciudades.
MOVIMIENTOS Y RESISTENCIAS JUVENILES
En la última década observamos un repunte de la participación protagónica juvenil en el ámbito público y una redefinición de la política y de lo político. En 2017, vivían en México 123.5 millones de habitantes, de los cuales más de la mitad, 65.2 millones, son menores de 29 años (33.3 millones tienen menos de 15 años y 31.9 millones son jóvenes entre 15 y 29 años), y la esperanza de vida al nacer creció a 75.3 años (INEGI). En este escenario reaparecieron los protagonismos juveniles en la escena pública, donde podemos considerar nuevos movimientos como la Primavera Árabe (2011), el Movimiento de los Indignados o 15 M Español (2011), Occupy Wall Street, Nueva York (2011), Dreamers (2008), #YoSoy132 (2012), La lucha por acuerdos de paz de los mareros centroamericanos (2012), la Mesa Amplia Nacional Estudiantil colombiana (2015), la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile (2011), la Revuelta Brasileña (2013), los estudiantes estadounidenses de secundaria y preparatoria que enarbolan el “¡Nunca más!”, que irrumpió tras la masacre de Parkland, Florida (2018), por las continuas matanzas que se cometen en ese país asociadas con la permisividad del acceso a las armas, o Black Lives Matter (2013), que sigue evidenciando el profundo racismo que existe en Estados Unidos, especialmente entre sus fuerzas policiales. Otros incorporan perspectivas disidentes de la política definidas desde la relación Estado-sistema de partidos, desconfiando de los políticos y de los sistemas de procuración de justicia, y se posicionan como movimientos agenda en los que cobran relevancia temas de derechos humanos, ecológicos, de defensa indígena y solidaridad con los zapatistas, por la defensa del planeta, la solidaridad frente a los desastres naturales socialmente amplificados, y buscan formas de acción más horizontales que enmarcan sus luchas desde apuestas simbólico-culturales y artísticas, que renuncian a protagonismos, que desdibujan las fronteras etic-emic, el adentro y el afuera desde posicionamientos emtic (donde el adentro y el afuera pueden ser lugares intercambiables o entornos numinosos), que descubren ámbitos inéditos de conectividad global y desarrollan nuevas mediaciones de acción, como el uso de las redes sociales: dispositivos que permiten la condición cuasi mágica donde frecuentemente el vacío deviene multitud.
Junto a las experiencias de la Primavera Árabe, del 15M o de Occupy Nueva York, en que las redes han tenido un papel protagónico como mediación de la acción social, pensar la experiencia de 1968 a la luz del movimiento #YoSoy132, o el movimiento por la presentación con vida de los estudiantes de Ayotzinapa y el castigo de los responsables de esa infamia, nos permite identificar elementos centrales que desafían la capacidad del Estado para imponer sus verdades históricas. En 1968, los medios masivos de comunicación negaron la masacre del 2 de octubre y trataron de ocultarla, de velarla, de invisibilizarla. En 2012, los estudiantes de la Universidad Iberoamericana increparon al candidato del PRI, Enrique Peña Nieto, quien con tono y talante diazordacista asumió la responsabilidad de la represión indiscriminada, la detención de más de 200 personas, las agresiones sexuales a más de 30 mujeres y el asesinato de un niño y un joven en Atenco, pero olvidó o desdeñó que en Atenco se cometieron violaciones a los derechos humanos. Los medios aceitaron sus dispositivos de criminalización contra quienes cuestionaron a Peña Nieto argumentando que no eran estudiantes, que eran violentos, saboteadores, agitadores, pero, a diferencia de 1968, un video elaborado por 131 jóvenes de la Ibero, mostrando la credencial que los acreditaba como estudiantes, fue difundido en el ciberespacio, y eso bastó para detonar el movimiento #YoSoy132, que desmontó la mentira oficial y la complicidad de los medios.
El 2 de octubre de 1968 y el 10 de junio de 1971 son parte de la necropolítica impulsada por el Estado mexicano, al igual que las represiones y asesinatos de obreros, campesinos, estudiantes, periodistas, adversarios políticos y luchadores sociales en el marco de la llamada Guerra Sucia, que no fue una guerra, sino el uso de fuerzas del Estado que desaparecieron o asesinaron a cientos de personas.
También debemos recordar el asesinato de personas indefensas en Aguas Blancas, Guerrero, el 28 de junio de 1995, donde fueron muertos 17 campesinos y heridos más de dos decenas de campesinos desarmados de la Organización Campesina de la Sierra del Sur, quienes tenían como demandas agua, hospitales y escuelas. Asimismo, la masacre de 45 indígenas tzotziles desarmados, mayoritariamente mujeres y niños, en Acteal (1997), mientras oraban en una iglesia (varias de las mujeres asesinadas se encontraban embarazadas).
En junio de 1998, 11 indígenas mixtecos de la comunidad El Charco fueron asesinados, cinco indígenas mixtecas fueron heridas y 22 fueron detenidas por soldados del ejército mexicano, quienes les dispararon y lanzaron granadas mientras dormían en la escuela primaria Caritino Maldonado. El 30 de junio de 2014, en una bodega de Tlatlaya, Estado de México, elementos del Ejército mexicano asesinaron a 22 personas, 15 de las cuales fueron ejecutadas cuando ya estaban domeñadas. Junto a estos eventos ignominiosos debemos incluir el asesinato de 72 migrantes en San Fernando, Tamaulipas, en 2010, y 193 en 2011, y el asesinato de seis personas más 43 estudiantes normalistas desaparecidos en Ayotzinapa, Guerrero (2014), crimen de Estado que sigue evidenciando la condición apócrifa de la verdad histórica oficial, y mantiene el reclamo de justicia, presentación con vida de los estudiantes desaparecidos y castigo para los responsables.
El nuevo rostro de la necropolítica en México y América Latina se expresa en el feminicidio y el juvenicidio. La principal causa de muerte de las y los jóvenes latinoamericanos son las violencias que se presentan en forma de precarización, limpieza social, ejecuciones sumarias, falsos positivos, exterminio, “levantones”, desapariciones, racismo, asesinato sistemático de mujeres por disposición misógina anclada al orden patriarcal y complicidad institucional.
Los ejemplos presentados son expresiones de la necropolítica que persiste en nuestro país, donde hay vidas que no importan, vidas prescindibles, vidas desechables, vidas proscritas, nulas vidas, vidas precarias. En este contexto, resuenan las palabras de Rosario Castellanos que podemos recrear: “Recuerdo, recordemos y luchemos, hasta que la justicia se siente entre nosotros”. Entonces, las voces devienen consignas urgentes, imprescindibles, insoslayables: “¡2 de octubre no se olvida!” “¡Nunca más un México sin nosotros!” “¡Ni una más!” “¡Vivos se los llevaron, vivos los queremos!” “¡Nos faltan 43!” “¡Justicia ya!”