Los reconocimientos de derechos en materia indígena en Argentina se llevaron a cabo a partir del regreso de la democracia en 1983. Son parte de un cambio político del Estado nacional, entendido como un conjunto de prácticas, relaciones sociales y discursos centrados en el gobierno (Abrams, 1988). Las potencialidades y las limitaciones del surgimiento y la consagración de “derechos especiales” a los pueblos indígenas y las consecuencias de su constitución como sujetos colectivos de derecho han sido objeto de valiosos estudios (Carrasco, 2000, 2010; Carrasco y Briones, 1996; Gelind, 1999, 2008; Gordillo y Hirsch, 2003, 2010; Salamanca, 2011). En el presente artículo se analizarán, dentro de estos reconocimientos, los acaecidos en materia territorial, dado que constituyeron un aspecto clave de un nuevo lenguaje étnico-político al defender los derechos de los pueblos indígenas.
En segundo lugar, se estudiará el caso de los pilagá,1 pueblo indígena que habita en el centro de la provincia de Formosa (Argentina), y que pertenece a la región del Gran Chaco2 argentino. Como parte del artículo se pondrá de relieve el proceso político y administrativo que los indígenas deben cumplimentar con el fin de titular sus tierras. Uno de los datos más relevantes, que surgió a partir del trabajo de campo etnográfico3 tanto en el territorio pilagá como en diversos organismos administrativos de Formosa que operacionalizan la política indigenista4 del gobierno provincial -Instituto Nacional de Comunidades Aborígenes (ICA), el Instituto de Colonización y Tierras Fiscales de la Provincia (ICYTF; planos de mensura) y por el Archivo Histórico de la Provincia de Formosa-, ha sido la ocupación de la zona central de la provincia por pobladores no indígenas en la década de los años ochenta del siglo pasado (Beck, 1992, 1994). Dicha ocupación limitó la titulación de tierras en manos pilagá, quienes optaron por adaptarse a la normativa del Estado como una estrategia política y no por la capacidad de dicha regulación de dar cuenta de su vinculación con el territorio.
Por último, las políticas indigenistas de la provincia de Formosa serán estudiadas como parte de prácticas cotidianas de agentes estatales, así como de los propios indígenas, dado que, incluso con el título en mano y esta serie de leyes que constituyen un paraguas normativo, han sido múltiples los avasallamientos del territorio pilagá, algunos perpetrados por el propio Estado provincial.
Reconocimientos legislativos en Materia de derechos indígenas a nivel internacional y nacional.
A partir de la década de los años ochenta del siglo pasado, en Argentina, la construcción de un marco jurídico desde el cual ejercer el dominio estatal -nacional y provincial- estuvo permeada por los procesos políticos que en el plano internacional dieron voz a diversas minorías sociales. Esto generó que el Estado, “puertas adentro”, se hiciera eco de algunos cambios en las políticas indigenistas surgidos en el campo de la negociación internacional5 (Iturralde, 1997). A la vez, como sostiene Diego Escolar (2005), en el contexto del retorno de la democracia y de la mano de un cambio en la “idea de Estado” (Abrams, 1988), la movilización y la lucha de las poblaciones indígenas, junto con asociaciones de las nacientes organizaciones no gubernamentales locales y los grupos de acción pastoral católica, presionaron al Estado con sus reclamos territoriales y con su lucha por el reconocimiento de una identidad diferenciada en el marco de la ciudadanía estatal. Este proceso de juridización del derecho indígena a la diferencia cultural empezó a verse como parte de los derechos humanos (Briones, 2005).
En Argentina habitan 955 032 indígenas o descendiente de indígenas, según el Censo Nacional de Población, Hogares y Viviendas (INDEC, 2010), lo que representa 2.38% de la población total. En la esfera nacional, en 1985 se sancionó la primera regulación orgánica en el país en materia indígena, la Ley N° 23.302, Sobre Política Indígena y Apoyo a las Comunidades Aborígenes (Carrasco, 2000; Gelind, 2005). A través de la misma se abordó “la adjudicación de la tierra” a las comunidades indígenas (capítulo IV, artículo 7-13) y se creó el Instituto Nacional de Asuntos Indígenas (INAI). Este organismo de aplicación de la política indigenista del Estado, de carácter descentralizado, dependía de manera directa del entonces Ministerio de Salud y Acción Social (artículo 5) y debía tener participación indígena. No obstante, esta participación tardó unos 20 años, y a partir de 2004 se creó el Consejo de Participación Indígena (CPI), conformado por dos indígenas por provincia, elegidos en asamblea, y con mandatos de tres años.
Los tres tópicos principales que constituían la agenda del organismo, y que aún siguen sin resolverse, eran la posesión de las tierras, el reconocimiento jurídico de las comunidades indígenas por parte del Estado y la participación indígena en la toma de decisiones en los asuntos de su competencia (artículo 6). En materia territorial, la Ley N° 23.302 “adjudica tierras aptas y suficientes” en carácter de propiedad comunal o individual a las “comunidades indígenas debidamente inscritas”, es decir, en tanto asociaciones civiles de carácter privado (artículo 7). Estas tierras otorgadas “para la explotación agropecuaria, forestal y minera, industrial o artesanal” (artículo 7) son inembargables e inejecutables, no susceptibles de ser vendidas, arrendadas o transferidas sin autorización del INAI. Según esta normativa, la entrega de tierras sería una atribución del Estado, que la realizaría a condición de determinado tipo de explotación de la misma, así como de determinadas obligaciones de los adjudicatarios, como su radicación en ellas y su trabajo personal (artículo 12).
Con todo, esta ley constituyó un avance concreto en materia de reconocimientos de los derechos indígenas que, como han sostenido Ricardo Althabe, José Braunstein y Jorge Abel González (1997), tuvieron un proceso de génesis inversa en la Argentina, dado que primero se sancionaron leyes provinciales (Ley N° 426/84 Formosa), luego las nacionales (Ley N° 23.302/85); más tarde estos reconocimientos fueron incorporados a las constituciones provinciales (Jujuy y Salta en 1986, Río Negro en 1988, y Formosa en 1991), y finalmente en 1994 se modificó la Carta Magna de la nación.
La reforma constitucional marcó un cambio sustantivo en la perspectiva política respecto de los pueblos indígenas, especialmente si se considera que la Constitución Nacional de 1853 -que perduró hasta ese entonces- señalaba la necesidad de “proveer a la seguridad de las fronteras el trato pacífico con los indios y su conversión al catolicismo” (ex artículo 87, inciso 15). Llevada a cabo en pleno quiebre del “Estado de bienestar” (Escolar, 2007), a través de esta modificación se incorporaron los derechos de los pueblos indígenas, reconociendo la preexistencia étnica y cultural de los mismos respecto de la nación (artículo 75, inciso 17). Tanto la noción de preexistencia como la de pueblos indígenas aluden a las introducidas por el artículo primero del Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT). En este Convenio, y por consiguiente en la Carta Magna, por “pueblos indígenas” se entiende a una colectividad con características sociales, culturales y económicas propias, así como a los pueblos que habitaban en el país en la época de la conquista y la colonización (artículo 1, Convenio N° 169, OIT). Asimismo, a través de la reforma de la Carta Magna se subrayó como criterio de inclusión la autoadscripción (artículo 75, inciso 17, de la Constitución de la nación) y se determinó la obligatoriedad de consulta y participación de los indígenas en todos los asuntos que los afecten, el reconocimiento de la propiedad comunitaria de las tierras y de la existencia de autoridades y formas organizativas diversas, así como la necesidad de educación bilingüe y bicultural.
Por otra parte, a partir de esta reforma muchos de los tratados y concordatos internacionales ratificados por Argentina adquirieron “jerarquía superior a las leyes” (artículo 75, inciso 22, primer párrafo in fine). Esto fue de suma importancia, dado que algunos de ellos protegen el acceso a los territorios tradicionales de los pueblos indígenas y a sus recursos.
En el ámbito internacional, una norma relevante en materia territorial es el previamente mencionado Convenio N° 169 de la OIT, sobre pueblos indígenas y tribales en países independientes, aprobado por la Ley N° 24.071/92 y ratificado por el país en abril de 2000. A través del mismo, se reconoció el derecho de estos pueblos al uso tradicional de tierras entendidas en términos de territorio en tanto “la totalidad del hábitat de las regiones que los pueblos interesados ocupan o utilizan de alguna otra manera” (artículo 13, inciso 2). A la vez, este convenio incorporó los derechos a la utilización, administración y conservación de los recursos naturales existentes en sus tierras. Más aún, adoptó el concepto de “pueblo”, entendiendo por tal a las sociedades permanentes en el tiempo cuyos miembros mantienen entre sí un sentimiento de pertenencia a la comunidad nacional propia, sin por ello menoscabar su identidad como ciudadanos de un Estado (Carrasco, 2000). Por último, esta normativa internacional reconoció la necesaria participación o involucramiento directo de las poblaciones indígenas en todos los asuntos que los afecten, y el compromiso de los Estados a “asumir la responsabilidad de desarrollar con la participación de los pueblos interesados una acción coordinada y sistemática con miras a proteger los derechos de esos pueblos y garantizar el respeto a su integridad” (artículo 2).
También es de destacar la Convención Americana sobre Derechos Humanos, más aún considerando que Argentina reconoció la necesidad de que la jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia de la Nación siguiera la jurisprudencia de los órganos internacionales que utilizan esos tratados -como la Corte Interamericana de Derechos Humanos- en su aplicación local. La Corte Interamericana ha establecido que la Convención Americana, en su artículo 21, protege el derecho de los pueblos indígenas a sus territorios tradicionales y a los recursos naturales ligados a su cultura que ahí se encuentren, así como los elementos incorporales que se desprendan de ellos. Dicha protección se debe a la estrecha vinculación con los pueblos indígenas y a la significación especial que para éstos tiene la propiedad comunal de las tierras ancestrales, incluso para preservar su identidad cultural y transmitirla a las generaciones futuras (Amnistía Internacional, 2010).
Por último, en 2007, la Asamblea General de las Naciones Unidas aprobó la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas,6 en la que, si bien no se reconocen “nuevos derechos”, se orienta la aplicación de los tratados existentes (Salgado, 2015).
El marco jurídico nacional e internacional analizado puede parecer suficiente para garantizar el acceso al territorio indígena, pero no. En noviembre de 2006, habida cuenta de todos los instrumentos legales consignados, se declaró por Ley N° 26.160 la emergencia en materia de posesión y propiedad de las tierras que tradicionalmente ocupan las comunidades indígenas del país (artículo 1). Esta ley prohibió los desalojos de indígenas de sus territorios por cuatro años (artículo 2) y ordenó al INAI un relevamiento técnico-jurídico y catastral de sus tierras (artículo 3). Debido a las múltiples demoras en la aplicación de esta normativa,7 por Ley 26.554/09 se prorrogaron los plazos hasta noviembre de 2013, y luego, por Ley N° 26.894/13, hasta diciembre de 2017, cuando nuevamente por Ley N° 27.400 se prorrogaron hasta 2021.
Según lo dispuesto por esta ley, se creó el programa nacional de Relevamiento Territorial Nacional de Comunidades Indígenas (Reteci), mediante Resolución Nº 587 del 27 de octubre de 2007. Este relevamiento requirió abordar dos aspectos muy sensibles: la articulación de las esferas estatales nacionales y provinciales, y el delineamiento de la situación de tenencia de la tierra de las comunidades de cada provincia. Esto generó dispares respuestas de parte de las provincias desde aquel entonces (Matarrese, 2011).
En la actualidad, de las 1 532 comunidades identificadas a nivel nacional por el Reteci, han iniciado el proceso de relevamiento unas 759 comunidades, sólo 49% del total. A la vez, de esas 759, sólo 459, 60% de las relevadas y 30% del total, cuentan “con resolución”, es decir, han finalizado, según el INAI, el relevamiento, y se les reconoce la ocupación actual, tradicional y pública de sus territorios (CELS, 2017). Cabe consignar que dicho reconocimiento no es vinculante con la titulación de las tierras; antes bien, constituye un mapeo necesario de las comunidades y un paso en la identificación territorial, previo a una posible titulación.
Particularmente, en la provincia de Formosa hubo una muy fuerte resistencia a la implantación del relevamiento, y desde los organismos de gobierno se alegó que esta provincia, a partir de la sanción de la ley provincial N° 426/84, era un ejemplo en materia de derechos indígenas y que no tenía ninguna emergencia. Finalmente, en agosto de 2009, se firmó un acuerdo para la implantación del relevamiento entre el INAI y el ICA. No obstante, dicho acuerdo ha sido hasta la actualidad ampliamente resistido por los indígenas, debido al cuestionable desempeño de los organismos indigenistas de los estados nacional y provincial, y por considerar poco probable su participación tal como lo estipula la ley. Finalmente, en 2014 comenzó el relevamiento, pero aún no está finalizado.
Dada la complejidad de aspectos que abarcan los territorios indígenas y la profunda vinculación con el entorno que establecen, es necesario considerar también la legislación ambiental. Dentro del marco normativo nacional en la materia, se sancionó la Ley Nacional N° 26.331/07 de Presupuestos Mínimos de Protección Ambiental de los Bosques Nativos, que fue reglamentada por el poder ejecutivo en febrero de 2009. Su objetivo era regular las actividades productivas y el uso del suelo, haciendo hincapié en la sustentabilidad de las acciones desarrolladas en los bosques nativos. Para ello, esta ley estipuló que, dentro del año de plazo, cada provincia debía realizar, a través de un proceso participativo, un Ordenamiento Territorial de sus Bosques Nativos (OTBN), con el fin de zonificar los bosques según el grado de conservación, mediante 10 criterios clasificatorios (artículo 9). Durante este periodo, y hasta que dicho ordenamiento se concretara, se estableció una moratoria de un año a los desmontes (artículo 8). Asimismo, esta ley excluyó del relevamiento a las tierras menores a 10 hectáreas pertenecientes a las comunidades indígenas (artículo 2), prohibió la quema de residuos de los desmontes a cielo abierto (artículo 15) y estipuló la realización de un estudio de impacto ambiental (artículo 22) y una audiencia y consulta pública (artículo 26) antes de los desmontes.
Si bien su sanción fue recibida con profundo interés por ambientalistas, indígenas y organizaciones no gubernamentales, su puesta en práctica generó intensas trabas, principalmente en las provincias del norte del país. Puntualmente, en Formosa este Programa de Ordenamiento Territorial (POT-Formosa) implantado por la Subsecretaría de Recursos Naturales, Ordenamiento y Calidad Ambiental, estableció que 74.49% de la superficie, que equivale a 3 257 626 hectáreas, corresponde a la categoría III, es decir, que puede ser transformada total o parcialmente. El 16.53% de la provincia, que suma 719 764 hectáreas, está asignado dentro de la categoría II, es decir que, si bien no puede ser desmontado, puede dedicarse a actividades de “aprovechamiento sostenible”. Sólo 6.68% de Formosa, es decir, 378 195 hectáreas, debe mantenerse como bosque. Dentro de esta categoría I, están incluidos el Parque Nacional Río Pilcomayo y los márgenes de los ríos permanentes, principalmente del Bermejo y el Pilcomayo. Uno de los cuestionamientos de este ordenamiento ha sido la dificultad de garantizar la participación de las comunidades indígenas y de pequeños campesinos (Grau, Gasparri y Gasparri, 2011). Asimismo, según un informe elaborado en marzo de 2010 por un conjunto de instituciones y organizaciones de la sociedad civil de Formosa,8 la participación se limitó a los niveles del estado provincial y no se han respetado los presupuestos mínimos establecidos en la ley para realizar el relevamiento, que ha constituido un intento de transformar la provincia en un destino agrícola, incrementando las áreas cultivables al categorizar los bosques como de bajo valor de conservación (Redaf, 2010). Como corolario, el informe denuncia que si bien esta ley procuró revertir los acelerados procesos de desmonte que se registran en el país a causa de la expansión agropecuaria, según datos de la Unidad de Manejo del Sistema de Evaluación Forestal, siguieron ocurriendo a igual o mayor ritmo que antes de su sanción (García Collazo et al., 2013; Redaf, 2010).
Hasta aquí se ha dado cuenta del marco nacional e internacional, que desde el plano normativo se orientó a respetar y promover los derechos en materia territorial de los pueblos indígenas y ya no invisibilizarlos, desmarcarlos y enajenarlos. Estas normativas, muchas veces por falta de voluntad política y debido a la prevalencia de intereses económicos, no se plasmaron en las acciones y políticas indigenistas acordes con los derechos vigentes. No obstante, estos reconocimientos constituyen un logro ineludible hacia el reconocimiento de una minoría históricamente negada y es el cumplimiento efectivo de dichas normativas el objetivo hacia el cual se han redireccionado muchas de las luchas de los movimientos indígenas de los últimos 20 años, lo que constituye un nuevo campo desde el cual interpelar y disputar al Estado por el cumplimiento de esos derechos.
Un tratamiento aparte merece la legislación de la provincia de Formosa, dado que Argentina es una república federal que está integrada por 24 provincias cuya independencia jurídico-política es reconocida por el Estado. Esto implica que las leyes nacionales tienen una jurisdicción limitada en cada provincia, y que si bien la Constitución Nacional goza de un grado de prelación superior y constituye el texto fundamental desde el cual se perfilan y al cual se deben ajustar las otras leyes (Gelind, 1999), la legislación en sus diversas esferas debe ser analizada en su grado de ajuste y sus posibles articulaciones.
El Marco jurídico formoseño
De la mano de la provincialización de Formosa en 1955, la sanción de la Ley Provincial de Tierra y Colonización N° 113/ 60, que fue reglamentada por decreto Nº 1.539 de ese mismo año, abordó el tratamiento de “las tierras destinadas a la colonización agraria” (De la Cruz, 2000: 84). Si bien la mencionada normativa constituyó un antecedente en materia de regularización de la situación ocupacional de las comunidades indígenas, dicha ocupación fue concebida en términos de “colonización indígena”, entendida como un modo particular de colonización. Es a través de la misma que las comunidades pilagá de Campo del Cielo,9 El Barrio Qom Pi Sosa en la localidad de Pozo de Tigre10 y San Martín 2 obtuvieron ordenamientos de mensura (De la Cruz, 2000).
Estos avances fueron recibidos por las comunidades como medidas insuficientes para constituir el marco legal referente a la cuestión de tierras. A partir de la década de los años setenta, distintas organizaciones de acción comunitaria vinculadas con las iglesias cristianas (católica y protestante) comenzaron a actuar y movilizar capital político en torno a las problemáticas territoriales de los indígenas de la provincia. La acción de estos sectores permitió formar los primeros cuadros de líderes indígenas en torno a la defensa de sus derechos a la tierra (Matarrese, 2011; Spadafora, Gómez y Matarrese, 2010).
El trabajo de estas organizaciones apuntó a fortalecer programas de desarrollo local, labor que se proyectó hasta el presente a través de la conformación de organizaciones no gubernamentales como el Instituto de Cultura Popular y el Equipo Nacional de Pastoral Aborigen que, influidas por la teología de la liberación y por la Conferencia Episcopal de Medellín (1968), se establecieron en la provincia con el ánimo de alentar proyectos destinados a combatir la pobreza y la marginalidad de las comunidades (De la Cruz, 2000).
Hasta 1980 un alto porcentaje de población indígena todavía estaba indocumentado y no había participado hasta entonces en las actividades políticas de la nación. A lo largo de esa década y en un contexto de reapertura y euforia democrática,11 diversos representantes indígenas, acompañados por las organizaciones indigenistas, impulsaron cambios jurídicos sustanciales relativos a la condición indígena y sus derechos a la tierra. En el marco de redacción de la ley indigenista de la provincia se formó la Comisión de los 21, que estaba integrada por siete representantes de las etnias wichí, toba y pilagá, respectivamente, a través de la que se presentó una propuesta de los indígenas. Un líder pilagá recuerda la fuerte movilización en las calles en el momento de la sanción: “Cuando se entregó el proyecto a la Cámara de Diputados, estaba como gobernador Floro Bogado, y desde el ICA hasta la legislatura estaba toda la avenida tomada por la gente” (entrevista, Formosa capital, julio de 2008).
Como resultado de este proceso, un año antes de la Ley Nacional Nº 23.302 (1985) y 10 años antes de la reforma constitucional (1994) que garantizó y reconoció la composición multiétnica del país, Formosa sancionó la Ley Integral del Aborigen Nº 426/84. En ella se destaca como objetivo prioritario
la preservación social y cultural de las comunidades aborígenes, la defensa de su patrimonio y sus tradiciones, el mejoramiento de sus condiciones económicas, su efectiva participación en el proceso de desarrollo nacional y provincial, y su acceso a un régimen jurídico que les garantice la propiedad de la tierra y otros recursos productivos en igualdad de derechos con los demás ciudadanos (artículo 1º).
Asimismo, esta ley expresa respeto por los modos de organización tradicional (artículo 2) y reconoce tanto la figura de caciques y delegados para ejercer la representación (artículo 9) como la existencia legal de las comunidades aborígenes, a las que les otorga personería jurídica conforme a las disposiciones específicas en la materia (artículos 6, 7 y 8).
Por otra parte, el capítulo II, “Del asentamiento de las comunidades aborígenes” (artículos 11-17), muestra la voluntad de entregar títulos definitivos sobre las tierras ocupadas en la actualidad o tradicionalmente (artículo 11). Si bien las “ocupadas en la actualidad” constituyen un remanente de las utilizadas a principios del siglo XX, la “ocupación tradicional” alude a los territorios recorridos que todavía están presentes en la memoria colectiva de las actuales generaciones, en sintonía con lo sostenido por el Convenio N° 169 de la OIT. Los títulos definitivos de tierras se otorgan de manera gratuita y en forma individual o comunitaria, según el interés de cada grupo (artículos 11 y 12). Asimismo, esta normativa considera, de ser necesario, el otorgamiento de ampliaciones con otras tierras fiscales mediante cesión, compraventa o expropiación (artículo 16, inciso c). En el artículo 17 de esta ley se estableció un detallado procedimiento de entrega de la tierra junto con los tiempos máximos de demora para cada uno. Este proceso implica la actuación conjunta del ICA y del ICyTF. Esto constituyó la gran conquista de los indígenas, que claramente expresa el líder pilagá que los representó en dicho momento: “Antes de esta ley no teníamos ningún documento que probara que era nuestra la tierra, solamente la sepultura de nuestros mayores, que estaban ahí” (entrevista, Formosa capital, julio de 2008).
En virtud de este nuevo marco jurídico y político, la entrega de títulos de tierras a los indígenas constituyó uno de los puntos centrales de las campañas políticas emprendidas por el flamante gobierno democrático. En abril de 1985, el gobernador Floro Bogado entregó los primeros títulos a las comunidades del oeste y centro-oeste y otras periféricas a la capital provincial por un total aproximado de 14 000 hectáreas (Diario La Mañana, 1985). No obstante, esta entrega se limitó a áreas reducidas y no consideró la expropiación ni la relocalización de las comunidades en los territorios más reivindicados (De la Cruz, 2000).
Luego de la “primavera democrática”, la década de los años noventa se caracterizó a nivel nacional por un proceso de descentralización del Estado, privatizaciones e implantación de políticas neoliberales a nivel nacional. En materia provincial, se reformó en 1991 la Constitución de la provincia de Formosa. Las modificaciones en la Constitución provincial de 1991,12 junto con la de su par nacional (artículo 17, inciso 75), que aseguran “tierras aptas y suficientes”, constituyeron grandes avances normativos en materia indígena. A pesar de estos avances legislativos, fue un periodo de franco retroceso en materia territorial. Estas políticas de no más reconocimientos territoriales se legitimaron con un discurso que, de cara a los indígenas, planteaba que no había más tierras fiscales y que ya habían recibido suficientes. Palabras que colman el espacio de lo desconocido e inundan a quien las oye de expectativas y certezas que inmediatamente orientan su pensamiento y su acción (Pacheco de Oliveira, 2006) al tiempo que, acorde con el espíritu de la época, el Estado privatizaba grandes extensiones rurales.13 Un alto funcionario del ICA, en coincidencia con estos lineamientos, sostenía: “No hay más tierra, es imposible. Ellos [los indígenas] no piden 200 hectáreas, ¡piden 2 000 hectáreas! Y después piden los hijos, los nietos… ¡No se puede!” (entrevista, Formosa capital, julio de 2008). Éste no es un testimonio aislado y tampoco exclusivo de aquellas décadas, sino que se instaló como el discurso hegemónico (Corrigan y Sayer, 1985; Gramsci, 1971; Williams, 1977) del Estado provincial todavía vigente.
A diferencia de lo declarado y según datos proporcionados por una dependencia del mismo estado provincial (la División de Tierras del Instituto de Comunidades Aborígenes), en la actualidad, de las 125 ocupaciones o asentamientos indígenas, 95 tienen su personería jurídica, y a lo largo de las últimas dos décadas 90% ha regularizado su situación de dominio de la tierra. No obstante, las tierras tituladas no superan las 300 000 hectáreas, lo que representa menos de 4% del territorio provincial (De la Cruz, 2000). Con estos porcentajes se pone de relieve que queda pendiente la “reparación” territorial estipulada por la Ley 426/84 y la entrega de otras “aptas y suficientes”, como figura en la Constitución provincial, entre otras deudas. En el caso pilagá, las titulaciones datan de la segunda mitad de los años ochenta y se limitaron a las tierras ocupadas en dicho momento por los indígenas.
Primeros títulos de tierras y vientos de cambio
En la provincia de Formosa, a partir de la sanción de la Ley Nº 426/84, los indígenas obtuvieron derechos por casi 290 000 hectáreas, de las cuales los pilagá titularon 33 290 hectáreas, es decir, 11.74%, en tanto que los wichí recibieron 68% de las tierras reconocidas, y los tobas, 20%14 (Matarrese, 2013; Sapadafora, Gómez y Matarrese, 2010).
Concretamente, en 1985, los pilagá de las comunidades de Campo del Cielo y Qompi Sosa recibieron el título de propiedad comunitaria por 1 901 hectáreas (escritura N° 137) y 1 162 hectáreas (escritura Nº 138), respectivamente, correspondientes a las mensuradas antes por la Ley Nº 113/60. Tales entregas de tierra de carácter comunal se realizaron por comunidad o asentamiento de forma aislada.
Un factor limitante en esta titulación fue la ocupación ya establecida sobre la zona central de la provincia, dadas sus características aptas para usos agropecuarios. Esta zona es muy solicitada para la explotación agrícola, dado que forma parte de la región subhúmeda y concentra suelos agrícolas de aptitud forestal entre 60% y 70% (Bobadilla de Gane y Da Silva, 2004). Tales condiciones aceleraron el proceso de privatización de tierras fiscales del centro de la provincia en beneficio de medianos y grandes ganaderos locales entre 1967 y 1972 (Beck, 1992). Asimismo, en estos departamentos se concentraron gran parte de las exploraciones, y a partir de 1979 se transfirieron a manos privadas un promedio anual de 112 000 hectáreas.
De este modo, en el momento de titular las tierras indígenas en 1984, la zona donde se encontraban los asentamientos pilagá contaba con un grado mucho mayor de ocupación por parte de pobladores no indígenas, comparada con la zona oeste. En esta última región, según Hugo Beck (1992), las tierras comenzaron a privatizarse recién a partir de la sanción de la Ley 426/84; los tobas fueron los beneficiarios de dicho traspaso. Más aún, la década de los años ochenta es considerada por los pilagá no sólo como un momento de recuperación de la tierra, sino también como un periodo a partir del cual el acceso al monte se dificultó (Spadafora, Gómez y Matarrese, 2010). Un mariscador reafirmaba esta percepción cuando señalaba:
En ese entonces nosotros cruzábamos a una laguna que se llama Pagañik, que queda como a una legua. Ahí íbamos a agarrar el pescado. Después vino un porteño y compró, no sé ni quién le vendió, y ahora hay alambre [...]. Si uno va, vienen los dueños y te dicen: “Está prohibido, no ande pescando”. Yo digo que el dueño del campo sí tiene marca, la vaca tiene marca, pero el pescado no tiene marca (entrevista, El Ensanche, julio de 2008).
Cabe reiterar que los dos requisitos para la titulación de la tierra son su condición fiscal y su no-ocupación por parte de pobladores no indígenas. Estas condiciones obstruyeron la reivindicación y la obtención de los territorios históricamente utilizados por las parcialidades pilagá y particularmente de los más fértiles y estratégicos; pudieron titular solamente las escasas tierras en las que se encontraban asentados en ese momento histórico (Matarrese, 2013; Spadafora, Gómez y Matarrese, 2010).
Las comunidades pilagá presentan una distribución dispersa, conformando un patrón de asentamiento territorial que evoca la imagen de islas de tierra indígena en un mar de explotaciones agrícola-ganaderas. Es decir, estos 20 asentamientos reconocidos por el Estado, aunque están cercanos unos de otros, no conforman un territorio en común. Dicha disposición responde al patrón que De la Cruz (2000: 41) denominó “agujeros de queso”, visualizado en un mapa en forma de manchones y no un territorio contiguo. De esto da cuenta el testimonio de Marcos (45 años), presidente pilagá de una comunidad periurbana del centro de la provincia de Formosa y mariscador:
M: Nos dieron 158 [hectáreas] más o menos, y después 200 [hectáreas más].
A: ¿Estas tierras son continuas?
M: ¡No! Están cortadas. Antes de llegar a esas tierras hay otra persona que es dueño (entrevista, El Ensanche, julio de 2008).
Además de esta atomización, las comunidades en su mayoría han titulado un territorio reducido que excepcionalmente suma algo más de 4 000 hectáreas, como es el caso de la comunidad Juan Bautista Alberdi. En su mayoría rondan las 2 000 hectáreas; no obstante, hay otras -como “Lote 21”- que disponen de apenas 37 (Matarrese, 2013). A pesar de que efectivamente se concretaron las titulaciones de las tierras, este archipiélago de comunidades no coincide con las dimensiones ancestrales del territorio, ni con los usos del mismo. De este modo se dificultan las actividades de caza, pesca y recolección, y se desarticularon las relaciones con los territorios de otros seres.
Esto genera, por un lado, que los indígenas entren en las tierras alambradas con fines de aprovisionamiento alimenticio o artesanal, arriesgando su integridad física y provocando situaciones de tensión y conflicto con los vecinos criollos.15 Por el otro, acentúa la dependencia del trabajo asalariado, de los bienes de mercado y de la realización ocasional de trabajos temporales, así como de los planes sociales y las pensiones -otorgadas generalmente por “invalidez”-, y los presiona para negociar con los políticos locales -indígenas y blancos- en pos de conseguir algún tipo de beneficio social.
Habida cuenta de lo sostenido y asumiendo que la titulación de tierras en manos de los pilagá puede considerarse un objetivo alcanzado, ¿dicha titulación por un total de 33 290 hectáreas o 332 290 km2 de manera dispersa se realizó de acuerdo con los usos y las percepciones territoriales de estos indígenas? Este interrogante, aplicado a diversos pueblos indígenas, ha inspirado numerosos trabajos (Carrasco, 2000, 2010; De la Cruz, 1995, 2004; Echeverri, 2004; García Hierro, 2004; García Hierro y Surrallés, 2004; Gómez, 2006; Gordillo, 2010; Salamanca, 2011), y en cierta medida también este artículo. Al respecto, un breve fragmento de una conversación con Juan (mariscador de unos 55 años) en Campo del Cielo pone en relieve las múltiples contradicciones y tensiones en torno a la problemática territorial:
Yo escuché en la radio que los aborígenes son dueños de la tierra, pero a nosotros se nos va achicando. El empresario viene de otros países a comprar la tierra de los aborígenes, pero a los aborígenes no le entrega la plata, sino al gobierno que vende las tierras, a otro. Y si querés ir a mariscar no podés, ni miel podés sacar, porque te escucha sonido de hacha y ya se va con la escopeta y te retan: “¡Por qué me está sacando y quién te dio permiso para que usted entre!”, y los aborígenes ya no salimos más a molestar campo ajeno […]. Era tierra aborigen, lo que pasa es que nosotros no vivimos igual que la gente blanca, que cierra. Me agarra la tristeza, porque no hay más lugar para la gente, parece que algunas cosas ya no hay (entrevista, Campo del Cielo, septiembre de 2007).
Tal como expresa Juan, las tierras tituladas no respondieron a un previo reconocimiento de los topónimos o lugares recorridos y considerados como propios, ya sea que estuvieran bajo su control o presentes en la memoria de las actuales generaciones (de acuerdo con la definición de “territorio tradicional” del Convenio N° 169 de la oit y de la Declaración Universal de los Derechos de los Pueblos Indígenas de las Naciones Unidas). Esta falta de registro de los territorios recorridos con diversos fines, como de aprovisionamiento propios de la pesca, la caza y la recolección, o bien religiosos, sumada a los muchos intereses económicos en los territorios en cuestión, generó que numerosos accesos a fuentes de agua o de recolección de frutos hayan quedado fuera del perímetro titulado.16
Si bien los pilagá contaron, durante el proceso de entrega de tierras, con el asesoramiento de organizaciones no gubernamentales de la región, fueron tituladas en perjuicio de ellos en forma sectorizada. Por un lado, actualizaron las obtenidas previamente en calidad de chacras; por el otro, obtuvieron nuevas de acuerdo con un modelo que respondió más a los usos territoriales agrícolas de los campesinos que a los de los indígenas. Una entrega de la tierra que hubiera respondido a estos últimos hubiera implicado compras de tierras a terceros y una redistribución de las mismas que el gobierno provincial no estaba dispuesto a realizar; los pilagá optaron en dicho momento por no reclamar. Como afirman Pedro García Hierro y Alexandre Surrallés (2004: 11) con respecto a las titulaciones de los indígenas de las tierras bajas: “Las actuales tierras tituladas vienen a ser el resultado de toda una larga historia de pequeños o grandes enfrentamientos, así como de arreglos, renuncias, resignaciones y adaptaciones hasta hacerla confusa incluso para los mismos pobladores”.
Desde las primeras entregas de tierra de principios del siglo XX, los pilagá han ido adaptando sus instituciones y reclamos a cada coyuntura, para conseguir asegurarse algún grado de legalidad con respecto a la tenencia de la tierra. Durante la década de los años ochenta, estos indígenas dieron muestras de mucha más disposición a negociar que la expresada por el aparato normativo estatal.
Con todo, si los indígenas han aceptado titular las tierras en carácter de propiedad privada y de manera intermitente, ha sido para asegurarse su tenencia legal frente a otros posibles “dueños”, más que por los atributos de aislar un territorio que, precisamente, se construye con base en relaciones sociales con los “otros”, sean vecinos indígenas o no indígenas, animales o seres payak.17 Como resultado, se han perdido derechos sobre los territorios antiguos a costa de la seguridad sobre una parcela limitada, que se puede controlar legalmente ante intromisiones no indígenas (De la Cruz, 1995: 5).
La diferencia entre el territorio que lograron titular y el que usaron también se debe al marco jurídico vigente. El derecho occidental en materia territorial opera sobre la base de un concepto de ocupación que se muestra sordo a las otrora dinámicas nomádicas y a las actuales realidades territoriales señaladas por un alto grado de movilidad de los grupos indígenas del Gran Chaco Argentino.18 Como se mencionó anteriormente, en la provincia de Formosa una de las condiciones que debe cumplir la tierra a titular por las comunidades indígenas es que se encuentre libre de ocupación y que “no haya otros interesados”. Es decir, en el momento de solicitar la tierra ante el Estado, la ley establece que la propiedad debe ser otorgada a un individuo; por lo tanto, el derecho a la propiedad de la tierra es de carácter civil y exclusivo19 (García Hierro, 2004). En cambio, para los pilagá, el uso y tránsito por el territorio, de manera individual o colectiva, está en permanente negociación, sin adecuarse a la relación privada que define la propiedad. Esta relación se inscribe dentro del derecho político que vincula a un pueblo con su territorio y debe ser respetado íntegramente por otros.
Es por estas diferencias sustanciales que los pueblos indígenas han reivindicado el concepto de territorio como el más apropiado para definir la relación compleja que establecen con los múltiples seres que habitan en su entorno. Esta relación ha sido considerada en su sentido más integral por la normativa internacional (Convenio N° 169 de la OIT y la Declaración sobre Pueblos Indígenas de la Organización de las Naciones Unidas). No obstante, en la cotidianidad de los pilagá, este concepto está lejos de ser aplicado como parte del reconocimiento de sus derechos. Argentina, a pesar de haber ratificado el convenio citado y firmado la declaración de la ONU, todavía considera que reconocer los territorios indígenas constituye una amenaza a su soberanía y, por consiguiente, una demanda inaceptable (Carrasco, 2010). Dicha reticencia impide que los indígenas recuperen el control y el uso de los recursos naturales dentro del entorno considerado propio, de manera inversa a generosas cesiones que ese mismo Estado realiza ante la explotación de recursos por grandes multinacionales.
Reflexiones finales
En este trabajo se analizaron los avances en materia de reconocimientos de derechos de los pueblos indígenas en Argentina a partir del retorno a la democracia en 1983 y particularmente en materia de reconocimientos territoriales. Este recorrido se llevó a cabo a través de las diversas normas que se sancionaron en las esferas nacional e internacional, dando cuenta de los derechos y las posibilidades en los que se plasmaron esas conquistas cuanto las variables de dichas normativas conculcaron.
En profundo diálogo con el recorrido anterior, se estudiaron los reconocimientos que en la esfera provincial se realizaron en Formosa en torno al territorio indígena. Los avances legislativos reseñados, cuyo punto de partida data de la sanción de la Ley 426/84, fueron tensionados a su vez a partir de la política indigenista concreta de entrega de tierras en la provincia, en particular a la luz del estudio del territorio pilagá.
A partir de este caso y del análisis de la titulación en manos de este pueblo de unas 33 290 hectáreas, se pudieron dimensionar tanto los avances que dicha legislación vehiculizó como los que canceló, de cara a la política indigenista implantada en materia territorial. En efecto, el abordaje etnográfico puso de manifiesto lo limitado del territorio del que los pilagá disponen en la actualidad, que no es otra cosa que el escueto remanente degradado del utilizado antaño. Los indígenas están asentados en comunidades de las que, luego de una intensa lucha política, han logrado obtener sus títulos de tierras recién en la década de los años ochenta. Si bien dicha titulación constituyó un gran logro político, ha sido insuficiente. A causa de una temprana privatización de las tierras aptas para la explotación agrícola en las que se encuentran, los pilagá no han podido titular su territorio de manera continua. La falta de correspondencia entre los usos territoriales aborígenes y las tierras efectivamente tituladas responde a las profundas diferencias entre el involucramiento vívido y relacional de los aborígenes con el territorio y el concepto de ocupación que guía el derecho positivo en materia de tenencia de la tierra.
Más aún, esos perímetros de tierras escrituradas, tal como se aprecia en el Mapa 1, se realizó por comunidad de manera aislada y paradójicamente acaecieron de manera simultánea con un proceso de intensa privatización de la zona central de la provincia de Formosa. Es decir, la garantía de uso de un territorio muy limitado coincidió con la clausura de otros territorios que, hasta ese momento, eran tierras fiscales y a los que accedían libremente.
En definitiva, y a pesar de los avances que en los últimos 30 años se registraron en la normativa internacional de la que Argentina es firmante (Convenio N° 169 de la oit y la Declaración Universal de los Pueblos Indígenas y Tribales), en la Constitución nacional y en la de la provincia de Formosa, en las que se incorporó el concepto de territorio, las políticas indigenistas de entrega de la tierra a los pilagá no responden cabalmente con las leyes que los respaldan y que garantizan los derechos humanos de los indígenas, pues priman otros intereses.