El smartphone constituye un dispositivo sociológico que extiende los lazos de conectividad tanto en el espacio como en el tiempo. Se puede comprender como una herramienta para deslocalización de la ciudad (Mitchell, 1995), por la que los límites del territorio urbano se diluyen. Así, la experiencia individual del smartphone, en tanto tecnología relacional, precisa de un ejercicio de aquello que Charles Wright Mills llamase “imaginación sociológica”: “El individuo sólo puede comprender su propia experiencia y evaluar su propio destino localizándose a sí mismo en su época” (Wright Mills, 1999: 25) . En consecuencia, urge contextualizar una actividad de individualismo en red, como es el uso del smartphone, en las corrientes de prácticas sociales determinadas por nuestra cultura, en gran medida condicionada por la tecnología digital.
Norbert Elias (1989: 52) señaló que a medida que la urbanización se adueña de los enclaves humanos, la medición y la regulación del tiempo se hallan más sujetas a los símbolos sociales que coordinan, orientan y sincronizan nuestras actividades prácticas. La ciudad digital, a través de la pervasive computing (McCullough, 2005), y en concreto el smartphone, desencadena la densificación del haz de relaciones sociales merced a la hiperconectividad. Se podría decir que supone la urbanización total del tiempo vital, en tanto portamos con nosotros toda esa cadena de interdependencias al situarnos en cualquier momento en el tránsito de las redes del smartphone. Paul Virilio (1995: 33) nos enseñó que “à l’urbanisation de l’espace réel succède alors cette urbanisation du temps réel”. Es el ciudadano el que se convierte en terminal, dotado de las prótesis que sustituyen el espacio próximo por su inclusión en redes distales. Sin embargo, las innovaciones técnicas no preceden a los usos sociales, sino que son catalizadas por las formas sociales ya presentes como estructuración en red (Mercklé, 2011: 108).
Y en este sentido, las autocoacciones y autorregulaciones que estudiase Elias en Über den Prozeß der Zivilisation encuentran en el smartphone, como ya lo hiciera la modernidad con el reloj, un dispositivo que genera nuevas e inadvertidas autodisciplinas. La gestión de nuestro tiempo obedece a las necesidades de interdependencia y genera nuevos ritmos sociales: “Este ‘ritmo’ no es otra cosa que una expresión de la gran cantidad de imbricaciones de la red en que se anuda cada función social, así como de la presión competitiva que impulsa a cada acción dentro de esta red amplia y tupida” (Elias, 2010: 552).
El smartphone no es solamente un objeto tecnológico, sino un agente cultural que determina formas sociales de relación y, con ellas, la disciplina temporal: “Le temps n’est pas un cadre général mais le résultat provisoire de la liaison des êtres” (Latour, 1997: 101). ¿Cómo caracterizar los vínculos que se construyen por medio del smartphone? ¿Qué ritmo temporal es su resultado provisorio? En este contexto, donde el smartphone remite a la idea de velocidad y conectividad distal extremas, a la emancipación del territorio como señal de prestigio (Bauman, 2006: 28 y ss.), resulta pertinente preguntar por el efecto que este nuevo símbolo social de sincronización causa en dos prácticas de axiología contrapuesta a las hegemónicas de nuestra época: el caminar y el pasear.
¿Qué nuevas prácticas trae consigo el smartphone en lo tocante a la experiencia del paseo? ¿Y a la actividad del caminar? ¿Son acaso intensificaciones de prácticas sociales ya existentes en sociedades modernas? La literatura sobre pasear y caminar nos proporciona contrapuntos críticos para advertir con mayor nitidez hasta qué punto el smartphone despliega comportamientos sociales que dejan a un lado experiencias antropológicas ligadas a la lentitud, la estetización, la soledad, la autonomía y la curiosidad. En la historiografía cultural, pasear no es equivalente a caminar (Marqués, en Hazlitt y Stevenson, 2015). El paseo expresa y fortalece vínculos sociológicos como los del flâneur baudelairiano. El caminar, al contrario, reviste un marchamo anárquico y libertario, ajeno y en ocasiones refractario a las ligazones sociales. No obstante, en ambos casos lo que está en juego es la relación entre individuo, sociedad y entorno, sin que sea posible establecer división alguna rígida que separe en compartimentos estancos tales dimensiones de la experiencia humana.
En cuanto a nuestro punto de vista, es crítico con la tecnología, más allá de los usos y costumbres. Uno de los lugares comunes en lo que a tecnología se refiere consiste en atribuirle neutralidad aséptica. Las consecuencias indeseadas dependerían no ya de la herramienta, sino del uso que se haga de ella. En sí misma, pareciera que una tecnología carece de axiología: no se valora ni negativa ni positivamente. Sin embargo, un examen más certero de la ontología técnica nos enseña que ninguna tecnología es neutral.
En la tradición crítica a la tecnología hallamos indicios manifiestos para reflexionar sobre innovaciones actuales, en un ejercicio metodológico de lo que Henri Lefebvre llamaría régressive/progressive. Para entender la tecnología actual, urge huir de las atomizaciones y es preciso situar la innovación contemporánea en su lineación técnica genealógica. Comprobemos algunas señales que nos alumbran la ontología del smartphone. Paul Virilio nos advirtió que con la navegación marítima se inventó también el naufragio. Y con la velocidad, el accidente. El tiempo real y la transmisión instantánea de imágenes en pantallas comportan la desrealización de la ciudad, así como la disolución del espacio sustancial y persistente, en beneficio de la fragmentación y la discontinuidad. El gobierno de la velocidad, o dromología, elimina la distancia física y transforma de raíz la naturaleza de las relaciones sociales: dificulta y disuelve las interacciones vis a vis. Atrae la atención hacia los vectores del tiempo real en perjuicio de los espacios físicos de copresencia; “C’est l’espace urbain qui perd à son tour sa réalité géopolitique au bénéfice exclusif de systèmes de déportation instantanés dont l’intensité technologique bouleverse sans cesse les structures sociales” (Virilio, 1984: 17). Es lo que Virilio denomina accidente del conocimiento, de las percepciones conforme nos abismamos en la dromosfera.
La religión de la tecnología, según la expresión de David Noble, prohíbe por sistema y de un modo dogmático culpar a la tecnología de esos accidentes que propicia. Así, el contexto sociológico en el que ha de enmarcarse nuestra investigación es el de la crítica a la tecnología, que en época reciente ha situado el énfasis en el mundo digital y sus promesas incumplidas, con autores como Nicholas Carr, Jaron Lanier, Eli Pariser, Andrew Keen, Lucien Sfez, Patrice Flichy, Dominique Wolton, Evgueny Morozov y Sherry Turkle (Cfr.Fernández Vicente, 2011, 2016).
A propósito de la crítica tecnológica, el sociólogo francés Jacques Ellul puso de manifiesto cómo la ideología tecnológica silencia cualquier tipo de aproximación argumentativa sobre sus ambivalencias. A propósito de la comunicación, señalaba: “Devient de plus en plus perfectionnée, rapide, mondiale, exacte, etc. Malheureusement, il n’y a rien à communiquer! Que des banalités ou des futilités. Mais l’appareil est là: il faut s’en servir” (Ellul, 1988: 381). Dicho de otra forma, si se cuenta con una innovación tecnológica, ha de usarse de modo indefectible, sin sopesar su verdadera utilidad o su racionalidad. Y si es una herramienta de comunicación que portamos con nosotros como un trasunto de nuestra identidad, “il faut s’en servir à chaque instant”. La utilización de las innovaciones se convierte en un must para los individuos, de modo que se pasa a ser una nueva necesidad insoslayable. Bajo el riesgo de quedar atrás en la selección artificial tecnodarwinista, incluso Nicholas Negroponte formuló la divisa connect or perish.
Se diría que antes preferimos denostar a los seres humanos que a un sistema o dispositivo tecnológico que no es susceptible de crítica. Sólo habría que modificar ciertos usos perversos. Es lo que en los años cincuenta subrayaba Günther Anders en La obsolescencia del hombre: aquel que cuestiona la tecnología se vuelve sospechoso de haberse convertido en enemigo del progreso y, por tanto, de la humanidad. La “vergüenza prometeica” que señala Anders consiste en la sensación de inferioridad del ser humano frente a la productividad y la eficiencia de la máquina. En lugar de ser el objeto técnico dependiente del ser humano, es el ser humano quien deviene obsoleto y ha de adaptarse a los requerimientos de la máquina. En este punto, habría que preguntarse quién es la prótesis de quién, si en nuestro caso el smartphone es prótesis del individuo o al contrario.
También el historiador de la ciudad y la tecnología Lewis Mumford discurrió con lucidez sobre el advenimiento de la civilización de la técnica. Para este autor, la máquina-clave de la era industrial no fue el carbón, sino el reloj, una “segunda naturaleza” que “preside todo el día desde el amanecer hasta la hora del descanso” (Mumford, 2002: 33). Es el gobierno de los comportamientos por parte de un poder impersonal de orientación, que esconde tanto más su carácter coercitivo cuanto mayor sea la habituación a tal autodisciplina. En 1951, Ernesto Sábato escribía en Hombres y engranajes que la velocidad de las comunicaciones había convertido al hombre en un “enloquecido muñeco” obsesionado con el segundero. Julio Cortázar llamó al reloj “calabozo de aire”. Charles Baudelaire comenzaba así su poema sobre el reloj: “Horloge! dieu sinistre, effrayant, impassible”.
En la parte final de The City in History, Mumford advierte sobre la ciudad invisible, una vez que la desmaterialización y la etherialization constituyen nuestras experiencias de la ciudad por la mediación de los dispositivos tecnológicos. La ciudad se halla, pues, “penetrated by invisible rays and emanations, responding to stimuli and forces below the threshold of ordinary observation” (Mumford, 1989: 563). Estos rayos invisibles son los que hacen de la ciudad actual un híbrido entre la virtual de las comunicaciones móviles y la física de la proximidad, y también es parte de su Wiederverzauberung, en términos weberianos, como una suerte de “magia en el aire” (Katz, 2006).
El historiador de la tecnología François Jarrige ha matizado que la crítica a la tecnología no se dirige a una entidad abstracta, sino a todas aquellas trayectorias que condicionan las prácticas sociales, al abrir y cerrar el campo de los posibles: “L’opposition au changement technique ne consiste pas dans un refus de la technique, elle vise à s’opposer à l’ordre social et politique que celle-ci véhicule” (Jarrige, 2016: 12) . Se trataría, en efecto, de luchar contra el tecnofatalismo del imperativo que obliga a aceptar de modo automático toda innovación tecnológica. Las críticas a la tecnología no han de entenderse solamente como resistencias conservadoras a las innovaciones, sino como discursos y prácticas que, en efecto, suponen reivindicaciones de emancipación y rechazo frontal de desigualdades y perversiones en cierto modo cosificadas e impensadas (2016: 355).
En este contexto de crítica a los dispositivos tecnológicos, el smartphone ha de comprenderse como una tecnología-prótesis, un apéndice que extiende los sentidos del ciudadano como una segunda piel, conforme a Derrick de Kerckhove, y que, por lo tanto, transforma radicalmente su experiencia del mundo y las relaciones sociales (Vincent y Haddon, 2018). La reflexión sobre un dispositivo que se ha convertido en una pieza fundamental en todos los campos de la actividad humana es tanto más urgente por cuanto resulta ausente del debate público su crítica radical. Con “radical” queremos decir que se trataría de enjuiciar tal dispositivo desde su raíz, no ya conforme a pretendidos usos indeseados. Antes bien, la crítica del smartphone se dirige a su naturaleza, con todo el campo de posibles que abre su mediación en el escenario psicológico y social.
En la experiencia concreta y, digamos, microsociológica, el smartphone propicia cambios en las formas sociales derivados de la hiperconexión. La posibilidad del contacto perpetuo, el always on, implica al mismo tiempo la resistencia a mantenerse al margen del circuito de comunicaciones virtuales. Fenómenos como el FOMO (fear of missing out), el Phubbing (Phone Snubbing) o la Nomophobia (No Mobile Phone Phobia) (Cfr.Cheever et al., 2014) dan cuenta de la dependencia respecto a las redes vehiculadas por el smartphone. Caminar como actividad (re)creativa y encuentro con el mundo se transforma diametralmente a medida que nos acompaña un dispositivo que nos interconecta con lo distante y virtual.
Dos ensayos acerca del caminar, de William Hazlitt y Henry David Thoreau, escritos el primero en 1821 y el segundo en 1862, nos han servido de punto de partida para enjuiciar de qué modo puede verse afectada la práctica del caminar en la era del smartphone. Otros tres ensayos, sobre el pasear, de Léon-Paul Fargue (1936), Franz Hessel (1929) y Robert Walser (1917) harán lo propio en el milieu mixto entre lo urbano y lo rural. David Le Breton y Rebecca Solnit nos ofrecerán perspectivas contemporáneas sobre el fenómeno del caminar, de modo que traigamos al presente la reflexión sobre tal experiencia. Nuestra aproximación tendrá, en consecuencia, un carácter ensayístico y multidisciplinar. De esta forma, dotaremos a los argumentos de una dimensión tanto sociológica como filosófica y antropológica. No extrañe al lector que en un artículo científico se sucedan citas -algunas in extenso para deleite del propio lector- y textos de carácter poético: la forma se fusiona con el contenido. En este caso, el texto exige al lector no ya una lectura fugaz y oblicua, sino atenta y pausada, como la propia de los sentidos en las flâneries. Y del mismo modo que un paseo, el ensayo se desvía y da al Umweg, al rodeo, un sentido de fruición lúdica en detalles que nos alejan del camino.
La poesía sensorial de la lentitud
En primer lugar, habremos de dar cuenta de las particularidades de los desplazamientos a pie frente a los realizados en vehículos modernos. No en vano la primera de las cuestiones apunta a dilucidar de qué modo el incremento de velocidad afecta como condicionante a nuestro sensorio. Así, podemos establecer una asimetría entre la reivindicación de la lentitud, expresada en los elogios al caminar, frente a las fast cultures que preconizan el valor pragmático de las tecnologías que aceleran nuestras interacciones. La velocidad excluye la percepción global del territorio: la filtra y demedia mientras el ciudadano se mantiene en un movimiento perpetuo, en un espacio siempre transicional. ¿Cómo apreciar los detalles minúsculos del territorio cuando no disponemos del tiempo necesario para detenernos a observar? ¿Cómo aprender a sentir “la más pequeña de las cosas vivas” que asombraba en cada lugar a Walser?
En De las excursiones a pie, William Hazlitt sugiere que, al comienzo de un paseo solitario, la pregunta fundamental es qué nos encontraremos en el trayecto, y de ninguna manera hemos de mostrarnos ansiosos por llegar al final de la ruta. En una paráfrasis al Paradise Lost de Milton, Hazlitt indica: “The Mind is its own place”. En la proximidad del paisaje es donde los sentidos se llenarán, una vez que el paisaje desnude al ojo y seamos capaces de formar imágenes de hermosura y grandeza en lo más pequeño y en apariencia insignificante. Afirma el autor: “Las cosas que están cerca de nosotros son percibidas con el tamaño de la vida, aquellas a distancia disminuyen hasta el tamaño del entendimiento” (en Hazlitt y Stevenson, 2015: 51).
La proximidad y la cercanía se refieren aquí a las experiencias plenas. Constituyen resistencias a los flujos de actualidad distante de los smartphones. Son la oposición a “la abstracción desconectada de la vida” (Esquirol, 2015: 16), pero no se trata de una resistencia íntima, en la familiaridad doméstica de la casa, sino en el camino que despliega puentes a lo desconocido e incierto. Es significativo que, en su ensayo sobre Caminar, Thoreau mencionase la anécdota en la que un viajero preguntaba a la criada de William Wordsworth, uno de los grandes caminantes literarios, por su estudio, y ella le respondía: “Ésta es su biblioteca, pero su estudio está al aire libre” (2017: 14).
Caminar y pasear a pie encuadran al individuo en los ritmos lentos. El contacto con el mundo próximo se vuelve más estrecho a medida que nuestros movimientos se limitan a los 4 km/h del movimiento a pie. Y al mismo tiempo, la velocidad del vehículo torna más distante nuestra relación con el entorno, que pasa a ser una sucesión efímera de destellos fugaces. “No comprendo ni comprenderé nunca que pueda ser un placer pasar así corriendo ante todas las creaciones y objetos que muestra nuestra hermosa Tierra, como si uno se hubiera vuelto loco y tuviera que correr para no desesperarse miserablemente”, se lamentaba Walser (2014: 29).
La lógica de la aceleración, que no responde únicamente a causas tecnológicas sino también de cariz sociocultural, como bien ha señalado el sociólogo Hartmut Rosa, es una forma social contraria tanto al caminar como al paseo en el sentido que aquí le damos. Rebeca Solnit, en Wanderlust, advierte sobre la cualidad creativa y cognitiva de la lentitud:
El ritmo del caminar genera un tipo de ritmo del pensar y el paso a través de un paisaje resuena o estimula el paso a través de una serie de pensamientos. Ello crea una curiosa consonancia entre el paisaje interno y el externo, sugiriendo que la mente es también una especie de paisaje y que caminar es un modo de atravesarlo. (2015: 23).
El pensamiento humano obedece a tiempos lentos, como nos enseña el neurólogo Lamberto Maffei (2014). El cerebro es una máquina lenta, y dado el esfuerzo por imitar la velocidad de los automatismos algorítmicos, lo que se genera es frustración por no ser capaces de procesar en el menor tiempo posible el máximo de datos. La eficiencia y la productividad se rigen antes que nada por los criterios cuantitativos de acumulación, expresados en las herramientas digitales:
La retórica de la eficiencia TECH en torno a estas tecnologías sugiere que lo que no puede ser cuantificado no vale, que una gran diversidad de placeres que caen en la categoría de no hacer nada en particular, de fantasear, mirar las nubes, vagar, mirar escaparates, no son más que vacíos que deben ser llenados por algo más definido, más productivo o más veloz (Solnit, 2015: 29).
Impelidos por el valor-velocidad, acciones como la poesía, las conversaciones por el placer de mantenerlas, la contemplación estética, se consideran inútiles: “La poesia è un tweet e la pittura una pennellata”, sentencia Maffei. Para Gaston Bachelard, la poesía era la intuición del instante, vivido en vertical, donde el tiempo se encuentra como detenido, mientras que la lógica del smartphone radica en la circulación horizontal que, parafraseando a Bachelard, como el viento, pasa. La poesía, como la buena lectura, pertenece al reino de lo lento. El pasear, nos dice Walser, “me es imprescindible, para animarme y para mantener el contacto con el mundo vivo, sin cuyas sensaciones no podría escribir media letra más ni producir el más leve poema en verso o prosa. Sin pasear estaría muerto, y mi profesión, a la que amo apasionadamente, estaría aniquilada” (Walser, 2014: 58).
Frente a la percepción mecanizada y filtrada por la velocidad, la lentitud del caminar hace posible la máxima aproximación a la plena sensorialidad: “Loin des automatismes propres à un environnement familier, le voyageur est soumis en permanence à l’étonnement de voir, de goûter, de toucher, de sentir, d’entendre et de plonger même dans d’autres dimensions sensorielles relevant de perceptions qui lui étaient inconnues” (Le Breton, 2012: 49). En la modernidad, la progresiva urbanización ha primado la vista como el sentido fundamental, lo que implica la desensorialización del cuerpo. La mirada es el único sentido hegemónico en un mundo que privilegia lo que Le Breton llama regard scénique. A medida que cada vez con mayor frecuencia percibimos el mundo a través de pantallas y el imperativo de circulación incesante: “ Pour l’homme en déplacement seul importe le regard, son propre corps est ce qui fait obstacle à son avancée” (Le Breton, 1990: 109).
La velocidad se puede entender también como una operación de abstracción por la que sólo algunos detalles del paisaje serán perceptibles. El cuerpo queda desensibilizado y la experiencia del espacio se filtra en términos narcóticos. Resulta simétrica la experiencia en el interior del automóvil y la del caminar acompañado del vehículo de redes que es el smartphone. La inclusión en las redes aceleradas presupone exclusión respecto al mundo circundante. Es la lógica social inclusión/exclusión que Manuel Castells inscribe como patrón sociológico de las redes. La retórica del smartphone desencadena el desarraigo respecto al espacio, el “desenclave de la experiencia”, como diría Anthony Giddens, y la conversión del sujeto en un nodo en la trama reticular: al estar presentes en las redes, nos ausentamos de la geografía tangible. La experiencia del smartphone presenta, pues, similitudes con la del automóvil. La atención se torna flotante porque todos los estímulos se agolpan ante nuestro sensorio con rapidez:
La condición física del cuerpo que viaja refuerza esta sensación de desconexión respecto al espacio. La propia velocidad dificulta que se preste atención al paisaje. Como complemento del aislamiento que impone la velocidad, las acciones necesarias para conducir un automóvil, el ligero toque del acelerador y de los frenos, las miradas continuas al espejo retrovisor, son micromovimientos comparados con los arduos esfuerzos que exigía conducir un coche tirado por caballos. Navegar por la geografía de la sociedad contemporánea exige muy poco esfuerzo físico y, por tanto, participación (Sennett, 1997: 20).
Ocurre que dispositivos como el smartphone sobreexcitan con estímulos incesantes la capacidad perceptiva. A medida que se incrementan los estímulos, decrece la disposición a la acción. La realidad y nuestro espacio perceptivo se convierten en un teatro de excitaciones donde se producen tanto el “des-alejamiento de la lejanía”, en palabras del filósofo Rüdiger Safranski, como una cercanía engañosa. Hace más de un siglo, Walser (2014: 82) formuló que “hay cazadores y degustadores de novedades, echados a perder por exceso de estímulo, ansiosos de sensaciones, hombres que ansían a cada minuto goces no disfrutados aún”. El resultado de esta ampliación artificial de los sentidos expuestos a estímulos continuos es el embotamiento y la pasividad paradójica: inercia y privación sensorial. La demora, al contrario, el suceso que mantiene su lejanía, nos ofrece el tiempo necesario para imaginar e interpretar:
La lógica implacable de los torrentes crecientes de información e imágenes incrementa la presentación de estímulos cuya oferta debe competir por captar la atención del público, cada vez más escasa. El público, acostumbrado a sensaciones y ávido de ellas, exige una mayor dosis de excitación. Por tanto, en lugar de salir acciones, entran excitaciones (Safranski, 2017: 102-103).
Al individuo hipermoderno se le asocia con la fragmentación y la obsesión por la inmediatez. Es esa autocoerción de urgencia que rompe con la continuidad de la duración, con los tiempos a largo plazo sustituidos por el cortoplacismo. La generalización del multitasking desata una confluencia de tareas por realizar que, para Richard Sennett (2000), implica un proceso de corrosión del carácter. El smartphone intensifica la autodisciplina de las rutinas laborales del neocapitalismo, cuya divisa es la máxima de Benjamin Franklin “Time is Money”. El tiempo es capital inmaterial y el smartphone multiplica nuestros lazos sociales generadores de valor. Perder el tiempo es perder valor.
La flexibilidad que aporta el smartphone a la hora de acceder al mundo hiperconectado es proporcional a la ansiedad provocada por el culto a lo instantáneo: “L’individu adapté, ‘multibras, multiprise’ qui jouit de l’accéleration, bondit d’un sujet à l’autre et jette un œil fébrile sur un flash d’infos en sentant vibrer son téléphone portable” (Aubert, 2003: 342). Pero son instantes vividos in-between, en la fugacidad de un ritual cotidiano que repite las miradas al objeto luminoso, no intuidos como el instante poético de Bachelard.
El sociólogo afincado en Berlín Byung-Chul Han nos habla no ya de aceleración sino de disincronía, toda vez que la dispersión temporal impide de raíz cualquier ritmo constante. La fugacidad y lo efímero nos refieren a un tiempo atomizado que redunda también en identidades atomizadas: “El espacio de la red no se transita paseando, caminando o marchando, sino surfeando o explorando. Estas formas de movimiento no tienen dirección. No siguen ningún camino” (Han, 2015: 63). Es la demora ( Weilen, que significa estarse quieto, perderse, perdurar en la quietud) de la vita contemplativa, que embellece y es al mismo tiempo acción (2015: 162), la que se opone a la vida ocupada y administrada de las redes, vehiculada por el smartphone. La lógica espectacular, obstinada en atraer la atención más escasa a medida que se multiplican los centros de atención, aturde y es refractaria al encuentro de lo sencillo en el Feldweg que describiese Martin Heidegger.
La aceleración responde a la obligación de acometer más episodios de vida en un menor tiempo. Y en este sentido, la comunicación vía smartphone se alimenta de tiempo: es cronófaga. Genera expectativas de lectura de lo que expresamos en las redes y el imperativo de comunicar en todo momento. La profusión de paisajes mediáticos que se dan cita en el smartphone divide la atención en innumerables estímulos que darán paso a la sensación temporal de aceleración. Al mismo tiempo, supone un remedo de la percepción del tiempo propia de la experiencia del zapping televisivo. Mientras el viaje, el caminar, el pasear, implican a todos nuestros sentidos, el vehículo audiovisual que es el smartphone, como las pantallas televisivas, desensualiza nuestra experiencia al mismo tiempo que comprime el presente y elimina el horizonte espacial (Rosa, 2012: 9 y ss.; 129 y ss.). El smartphone ahonda la penuria temporal ya existente en la práctica social (Wajcman, 2017). La ciudad digital intensifica, como la gran metrópolis en Georg Simmel, la vida nerviosa y da lugar a una percepción insensibilizada, blasé a medida que es escenario de un mayor número de stimuli.
A título meramente ilustrativo, una monografía divulgativa del escritor Simon Garfield, Cronometrados. Cómo el mundo se obsesionó con el tiempo, plantea respuestas en lo que concierne a la gestión del tiempo, cuya pregunta es “¿Por qué nos hemos vuelto tan locos?” (2017: 17). A continuación, alude a todas las aplicaciones sobre gestión de tiempo que pueden comprarse desde el smartphone, desde el Tick Task Pro al Tasktopus. El capítulo 12 se centra en los libros de autoayuda que proliferan para obtener el máximo rendimiento de las 24 horas del día (2017: 253 y ss.) con títulos tan deslumbrantes como El día de 26 horas, de Vince Panella, o Gestión del tiempo para madres histéricas, de Allison Mitchell. Robert Louis Stevenson, en su ensayo “Caminos”, advertía acerca de la tiranía del tiempo medido y mecánico, y la liberación de soslayar tales autocoacciones:
No controlar el paso de las horas durante toda una vida es, me disponía a argumentar, vivir para siempre. No se hacen idea, a no ser que lo hayan probado, de lo infinitamente largo que es un día de verano que únicamente medimos por el hambre y que sólo concluye cuando uno comienza a adormilarse (Stevenson, 2014: 75).
En este contexto, incluso la mera presencia del smartphone genera expectativas que interrumpen y fragmentan nuestras capacidades cognitivas y la atención que exige la tarea que estemos realizando en un momento dado. Nos urge a mantenernos alerta de modo inconsciente a propósito de las imaginarias solicitaciones de respuesta requeridas (Ward et al., 2017). Nicholas Carr se refirió a las impresiones de uno de los creadores de Google, Sergey Brin, en el momento de presentación de las Google Glasses:
Con el smartphone en la mano somos un poco fantasmales, vacilamos entre ambos mundos. Por supuesto, las personas han sido siempre distraídas. Las mentes divagan. La atención se disipa. Pero nunca hemos llevado en nuestra propia persona una herramienta que cautiva tan insistentemente nuestros sentidos y divide nuestra atención. Al conectarnos con otro lugar simbólico, el smartphone, como insinuaba Brin, nos exilia del aquí y del ahora. Perdemos el poder de la presencia (Carr, 2014: 229).
La sospecha hacia el paseante solitario
Su cuidadosa mirada tiene que vagar y deslizarse por doquier, desinteresada y carente de egoísmo; tiene que ser siempre capaz de disolverse en la observación y percepción de las cosas, y ha de postergarse, menospreciarse y olvidarse de sí mismo, sus quejas, necesidades, carencias, privaciones. Robert Walser, El paseo.
En segunda instancia, nuestra atención ha de dirigirse a la experiencia de la soledad, bien sea adentrándose en la naturaleza o en la multitud urbana. El caminar habita el territorio y subvierte al mismo tiempo los lazos sociales, que mantiene en suspenso. Es el modo de adoptar la disposición contemplativa y estética del que mira y comprende. Al contrario, el smartphone densifica las cadenas sociales de interdependencias y, además, obliga a la participación continua en la conversación eslabonada y sin fin. Se impide así cualquier momento de detención pausada y también la posibilidad de apartarse de la fiscalidad de los demás.
En la Cinquième promenade de sus Rêveries du promeneur solitaire, Jean-Jacques Rousseau cuenta su aislamiento desde la Île de Saint-Pierre, en medio del lago de Bienne. A partir del précieux far niente, reflexiona sobre cómo la vida ajetreada en sociedad carece de cualquier atisbo de solidez y permanencia: “Tout est dans un flux continuel sur la terre” (Rousseau, 2001:111) y no hay nada que guarde una forma constante, detenida. Son los instantes despojados de cualquier afección, fuera de las impresiones que nos distraen y preocupan, los que edifican al individuo. “Comment peut-on appeler bonheur un état fugitif qui nous laisse encore le cœur inquiet et vide?” (2001: 112).
En la soledad y el paseo es donde germinan los pensamientos subversivos, la transgresión que exilió a Rousseau. Sólo caminando le era posible meditar. Y es también la práctica que predispone al placer de la contemplación. Podríamos decir que la interconexión permanente al circuito de comunicaciones sociales induce a la conformidad y la repetición. Gabriel Tarde, en sus Lois de l’imitation, precisó que la variación y la invención nacen de la separación, del genio solitario que se sustrae a la corriente de comportamientos imitativos. Más aún cuando el smartphone y los algoritmos de filtrado de informaciones pueden construir un entorno securitario, familiar y sin conflicto, sin dialéctica, en lo que Eli Pariser ha llamado The Filter Bubble (2011).
El que fue considerado por Winfried G. Sebald (2007: 12) como “el más solitario de los escritorios solitarios”, Walser, que caminó en 1925 desde Berna a Ginebra, personificó la vida del paseante solitario, apartado de las ligazones sociales. “Sólo estuvo unido al mundo de la forma más fugaz. En ninguna parte pudo establecerse, nunca tuvo la más mínima posesión”, cuenta Sebald (2007: 11). Sin embargo, era un “vidente de lo pequeño” que en su estigmatización social -vivió casi 30 años en una institución mental debido a una enfermedad psíquica- escribió a lápiz sus microgramas, donde la periferia y lo desacostumbrado eran el objeto de atención.
Los templos de las máquinas y las iglesias de la precisión en Berlín fueron el objeto de una “botánica del asfalto”, como diría Baudelaire, para el paseante solitario Franz Hessel durante los años veinte. El hecho de pasear sin motivo aparente, por el mero placer de hacerlo sin más propósito práctico ulterior, supone un acto de subversión contra los valores pragmatistas. En esta actividad coexisten tanto la lentitud como la gratuidad del puro ocio.
Caminar lentamente por calles repletas de gente proporciona un placer especial. La prisa de los demás te rodea, es como bañarse donde rompen las olas. Pero mis queridos conciudadanos, los berlineses, no te lo ponen fácil, por muy hábil que sea esquivándolos. Siempre me gano miradas de desconfianza cuando intento pasear por entre los atareados transeúntes. Para mí que piensan que soy un carterista (Hessel, 2015: 19).
Es un sospechoso quien camina en cámara lenta, el espectador. “En este país es obligado estar obligado, porque de lo contrario uno carece de autorización. Aquí no se va sin más, se va hacia tal o cual sitio. Nosotros no lo tenemos fácil” (Hessel, 2015: 21). Se trata de la contravención de la ética protestante que Max Weber estudiase a propósito del espíritu del capitalismo. El sentido estético de la contemplación y la poesía de la vida cotidiana se alzan como contrapuntos a la capitalización del tiempo de vida. El merodeo, como nos muestra Hessel, estigmatiza. En Elogio de la ociosidad, Bertrand Russell reivindicaba el espíritu de la delectación, como fuente para el “buen carácter” y los pensamientos más fecundos y espontáneos. El paseo se conduce por la lógica de la gratuidad, la espontaneidad, la nonchalance y la experimentación. “Durante los paseos no se debe tensar la atención de la mente; ha de ser más bien un juego agradable antes que algo serio. Ha de vagar sobre los objetos con ligereza”, sugería Karl Gottlob Schelle (2013: 34). ¿Cómo conciliar lo lúdico, lo gratuito y la soledad con los valores expresados en la eficiencia y utilidad del smartphone?
Así, en el paisaje urbano del paseante ocasional encontramos a los potassons de París, según la expresión de la librera parisina Adrienne Monnier (1996: 38): son aquellos que se distinguen por su amabilidad y buen sentido de la vida, bonhomía y arrojo. En ellos, el placer es positivo y siempre disfrutan de sí mismos sin esfuerzo. Los quais que son el refugio de los bouquinistes, los cafés, la poética anónima de la ciudad de quienes conocen el maridaje de “la sensibilidad y el barrio”:
Ninguna necesidad hay de escribir para llevar poesía en los bolsillos. Para empezar tenemos a los que escriben, y que constituyen una academia errante. Y luego están los que conocen los secretos del maridaje -fuente de felicidad- de la sensibilidad y el barrio. Por ello atribuyo el noble título de poeta a los carreteros, vendedores de bicicletas, tenderos, horticultores, floristas y cerrajeros de la rue Château Landon o de la rue d’Aubervilliers, del quai de la Loire, de la rue du Terrage y de la rue des Vinaigriers. Es verlos, con su sonrisa, corriendo por la acera cincelada de fatigas, preguntando por sus hijas, viendo a sus hijos soldados, y sentir el regocijo en las tuercas más recónditas de mi viejo y cándido corazón (Fargue, 2014: 31).
Además del estadio estético, como el Johannes de Kierkegaard, coleccionista de instantes, en el que la contemplación predomina sobre los deberes prácticos, el deambular en soledad persiste como otra de las contraposiciones axiológicas. Tanto Hazlitt como Stevenson y Thoreau apreciaban las libertades de no tener que relatar los objetos de sus indagaciones a persona alguna: “No es posible leer el libro de la naturaleza con la continua molestia de traducirlo para beneficio de otros” (Hazlitt y Stevenson, 2015: 31-32). La libertad de la caminata en solitario es la de quien decide hacer su camino, porque no hay camino antes de nuestro recorrido, como dijese Antonio Machado. “Uno tiene que marcar su propio ritmo”, señala Stevenson (2014: 66). Thoreau apostilla: “Si te sientes dispuesto a abandonar padre y madre, hermano y hermana, esposa, hijo y amigos, y a no volver a verlos nunca; si has pagado tus deudas, hecho testamento, puesto en orden todos tus asuntos y eres un hombre libre; si es así, estás listo para una caminata” (2014: 9).
El aventurero noruego Erling Kagge alcanzó el Polo Sur en una expedición en solitario, sin contacto alguno por radio. Caminó durante 52 días a través de la intemperie de la Antártida, “y en la monotonía de aquel paisaje inmenso no había ningún sonido humano aparte de los que yo mismo producía. En medio del hielo, en lo más remoto de aquella nada ingente y blanca, lo único que podía oír y sentir era aquel silencio” (Kagge, 2017: 23). La capacidad de maravillarse se relaciona con el hecho de que, ante un exterior monótono, sea el propio individuo el que se asombre de lo que es en apariencia gris y anodino. El color reside en la mirada, que fertiliza lo que apreciamos. David Wagner se preguntaba ¿De qué color es Berlín? El color se lo da el paseante: “Berlín es rojo, Berlín es verde y por las noches, en algunas zonas residenciales del Oeste, es dorada como la luz de gas” (2017: 96).
En otro pasaje, Kagge cuenta que sus hijas preadolescentes muestran una mirada menos infantil. Sus preguntas son contestadas de manera rápida cuando acuden al teléfono móvil, que las interrumpe constantemente con sus llamadas acústicas, sus ruidos que pueblan de presencias mediatizadas su atención. Quedarse al margen del ruido circundante resulta hoy un lujo porque lo que escasea es ese silencio creativo que nos obliga a maravillarnos. “La idea de evitar el tedio por el procedimiento de hacer siempre cosas nuevas, de estar siempre disponible, de enviar mensajes, seguir tecleando, ver algo que no hemos visto con anterioridad... es ingenua. Cuanto más hacemos para no aburrirnos, tanto más nos aburrimos” (Kagge, 2017: 81).
En Alone Together, Sherry Turkle se desvió de su acostumbrada celebración de las nuevas tecnologías como oportunidad para la exploración del self. Advirtió la paradoja de que los dispositivos digitales de interacción social, al mismo tiempo que nos conectan en red a los demás, nos aíslan. “As sociable robots propose themselves as substitutes for people, new networked devices offer us machine-mediated relationships with each other, another kind of substitution” (Turkle, 2012: 14). Turkle señala que vivimos en una época en la que tendemos a huir de la soledad, de modo que carecemos de esos momentos de intimidad con uno mismo, fuera de la mirada de los demás. Siempre bajo la regard scénique del smartphone, que no sólo nos ofrece sustitutos mediatizados de nuestros pares sociológicos, de nuestros interlocutores en una conversación cualquiera (Turkle, 2016), sino del entorno sustituido por el horizonte de las pantallas. Aislados en la soledad interrumpida por las miradas y solicitaciones del ruido constante de comunicaciones móviles.
Una novela del escritor belga Bernard Quiriny, Le village évanoui, presenta una situación insólita. Imaginemos que un pueblo de repente se encuentra totalmente aislado del exterior. Carecen de cualquier tipo de comunicación fuera de los lindes de la población, de la que no es posible salir por medios físicos. Sin Internet. Sin teléfono. Sin móviles. Una vez desconectados del flujo de comunicaciones, tiene lugar un suceso extraño. Los Châtillonnais comienzan a recorrer a pie el cantón, a pasear, cosa que antes jamás ocurría. Este frenesí de habitar el territorio se explica por l’ennui y, sobre todo, a causa “d’une envie profonde de reprendre possession du territoire” (Quiriny, 2014: 60). Privados de esos estímulos perceptivos que suministra la comunicación distal y que sacian lo que Le Breton llama faim sensorielle, la atención se vuelca en el espacio circundante. Y descubren lo que, como en “La carta robada” de Poe, yacía allí mismo, desapercibido y olvidado.
El etólogo Konrad Lorenz cuenta una anécdota a propósito:
Una vez, durante un paseo por el bosque, mi esposa y yo escuchamos de repente cómo se nos venía encima el escandaloso ruido de una radio portátil que un joven de unos dieciséis años llevaba en la parrilla trasera de su bicicleta. Entonces mi esposa dijo: ‘¡Ese chico tiene miedo a escuchar el canto de los pájaros!’. En mi caso, creo más bien que sólo tenía miedo a verse por un instante ante el peligro de encontrarse consigo mismo (Lorenz, 2011: 46).
El arte de perderse: andare a zonzo
Mi modelo del mundo es el mapa de mi experiencia. Alberto Manguel.
En tercer lugar, tras la lentitud y la soledad, caminar también nos abre el horizonte hacia el aprendizaje por uno mismo a través de la construcción de nuestras propias referencias espaciales. El territorio se vivencia y aprehende en verdad sólo cuando requiere del individuo el esfuerzo de enfrentarse al desafío de conocerlo por sí mismo. Ordo ab chaos: la labor de representación no nos viene ya esquematizada, sino que responde a nuestra acción, compromiso y responsabilidad para con lo inesperado. Para ello, hay que recordar la máxima de Rabí Najman de Breslav: “Nunca preguntes el camino a alguien que lo conoce, porque entonces no podrás perderte”.
En Infancia en Berlín, Walter Benjamin comenzaba su ensayo sobre el Tiergarten ensalzando el hecho de perderse como principio fundamental para estimular las proyecciones creativas del ciudadano. “Importa poco no saber orientarse en la ciudad. Perderse, en cambio, en una ciudad, como quien se pierde en el bosque, requiere aprendizaje. Los rótulos de las calles deben entonces hablar al que va errando como el crujir de las ramas secas” (Benjamin, 1982: 15). La falta de orientación nos exhorta a descubrir referencias de acuerdo con nuestra propia experiencia. Al mismo tiempo, hemos de dibujar los mapas de nuestra geografía afectiva, como El geógrafo de Johannes Vermeer: es el propio ciudadano el que aprehende la ciudad, el que representa su imagen y ordena el cosmos urbano.
Así fue como Charles Dickens conoció los tipos sociales de Londres, como el “hombre de la carcoma”. En noches de insomnio, salía al encuentro de lo incierto a horas intempestivas, sin rumbo y sin mapa. Así fue como completó su educación: mediante la experiencia voluntaria de adentrarse en los estertores de la noche sin hogar. Siendo niño, Dickens se extravió. Su relato de la experiencia cuenta cómo, al perderse en la City londinense, a pesar del terror infantil, conoció los entresijos ocultos de esa ciudad que más tarde plasmase en sus textos. “¿Qué sabía yo entonces de las muchedumbres que caminan por la City, completamente defraudadas en sus esperanzas?” (Dickens, 2013: 32).
El antropólogo Franco La Cecla escribió Perdersi, l’uomo senza ambiente en el café Cappellaio Matto de San Francisco. La arquitectura moderna ha intentado proveer al ciudadano de un espacio profiláctico de prevención, segregación y seguridad, lo que da lugar a la lobotomia spaziale. El ciudadano pasa a ser un usuario que utiliza la ciudad sin vivenciarla. Dado el empobrecimiento sensorial, una vez reducida la experiencia a lo familiar y previsible, no es preciso organizar por uno mismo nuestro medio espacial. Es una ciudad user-friendly destinada al consumidor. Se trata de la ciudad administrada, por la que el ciudadano se halla inmerso en recorridos siempre previsibles y esquematizados.
El perderse resulta, al contrario, del hecho de no contar con tales orientaciones que de modo consciente y más a menudo inconsciente guían al ciudadano a través de recorridos fijados de antemano. Perderse, como nos sugiere Benjamin a propósito de su infancia, desencadena un proceso activo de aprendizaje por el que el ciudadano ha de cartografiar, por sí solo, el territorio desconocido. De ahí que el miedo a perderse, explica La Cecla, se deba a la incapacidad para enfrentarse a los lugares sin ninguna de las seguridades debidas a la costumbre y la aclimatación. Perderse es ir a la deriva, no saber localizarnos en un punto determinado del espacio. Estar fuera de lugar, en definitiva. No obstante, es de esa urgencia de encontrar puntos de referencia en la ciudad de donde nace el aprendizaje activo para orientarse.
En los años 1950, Guy Debord y los situacionistas idearon la recuperación del sentido estético de la ciudad en torno a la práctica de la dérive. Era una forma de subvertir las contraintes de la ciudad moderna, de convertirla en un théâtre d’operations para la creación de nuevas situaciones en la vida cotidiana. La deriva se define como una técnica para la construcción psicogeográfica de nuevos ambientes en el espacio urbano: es la afirmación de comportamientos lúdico-constructivos que se oponen a la lógica imperante de una ciudad homogeneizada y homogeneizante. Así lo explicaba Debord en Les lèvres nues:
Une ou plusieurs personnes se livrant à la dérive renoncent, pour une durée plus ou moins longue, aux raisons de se déplacer et d’agir qu’elles se connaissent généralement, aux relations, aux travaux et aux loisirs qui leur sont propres, pour se laisser aller aux sollicitations du terrain et des rencontres qui y correspondent (2006: 251).
Así, el andar adquiere propiedades simbólicas. En el recorrido de la deriva o el détournement, el paseante se adentra en el territorio que es un caos y, al hallarse perdido, teje un orden distinto al ya existente. Pero el espacio no es un lugar que se utiliza, sino que es el escenario dinámico que se modifica y reconstruye por nuestro errar. ¿Cómo buscar la deriva cuando el smartphone nos aliena en los mapas configurados por las diversas aplicaciones, por los dispositivos de geolocalización GPS?
A partir de mediados de los años noventa, en Roma se puso en marcha el grupo Stalker. Se trataba de un colectivo que intenta vivenciar los territorios a través del caminar, en lo que se llama transurbancia. Las suyas son intervenciones de práctica social explorativa, dotadas de un componente lúdico. Es el espacio intermedio entre los recorridos, el camino, el trayecto del andar la esencia de este nomadismo urbano, una suerte de eterno vagabundeo y merodeo. Pero no es un andar corriente, sino lo que en italiano se denomina andare a zonzo, sin propósito, sin destino inscrito en una planificación anterior al percorso. Tal disposición a la exploración del espacio implica un deseo de mutación: “El andar es un instrumento estético capaz de describir y de modificar aquellos espacios metropolitanos que a menudo presentan una naturaleza que debería comprenderse y llenarse de significados, más que proyectarse y llenarse de cosas” (Careri, 2015: 20).
El smartphone facilita y vuelve eficiente nuestra práctica social hasta tal punto que no hemos de llenar de significados la naturaleza o la ciudad. Ya está llena de significados al disponer de la información que cartografía nuestros recorridos, anticipa los vericuetos y castra el dinamismo autónomo de los paseos. Son los algoritmos quienes ordenan nuestras referencias espaciales y temporales. Tejen un mundo familiar, domesticado y customizado. Uno está perdido sin su smartphone, de ahí que surja ansiedad, miedo al no contar con este dispositivo, con semejante terror infantil al experimentado por Dickens en la City. Se trata, en definitiva, de dejarse llevar por la cartografía del dispositivo o de elaborar, mediante preguntas formuladas al territorio que quedarán en muchos casos sin respuesta, nuestra cartografía afectiva.
Viajes y curiositas
El viaje imposible es ese viaje que ya nunca haremos más. Ese viaje que habría podido hacernos descubrir nuevos paisajes y nuevos hombres, que habría podido abrirnos el espacio de nuevos encuentros. Marc Augé, El viaje imposible.
Por último, nos resta referir la crítica del smartphone a la noción de partida en la errancia del viaje. A este nuevo nomadismo digital habría que oponer la paradoja de la sedentarización absoluta a través de un dispositivo que, como diría Virilio, hace que estemos en casa en cualquier parte.
Caminar y pasear, tanto en la naturaleza como en el paisaje urbano, remiten al descubrimiento que nace de la apertura del individuo a su entorno. Son experiencias provenientes de la curiositas y del hallazgo de detalles que suscitan una forma cabal de conocimiento y encuentro con lo diferente, incluso dentro de los límites de lo cotidiano que, precisamente por habitude, pasa desapercibido. Stevenson nos dice en “Caminos” que es el paseo lo que nos purga de la estrechez y la soberbia, puesto que galvaniza la curiosidad: “Allá donde el aire es vigorizante y el suelo firme bajo los pies del caminante, el ojo de éste aprenderá enseguida a ver y aprovechar las pequeñas ondulaciones y se apartará, distraído, del camino recto cuando haya algo hermoso que ver o cuando exista la promesa de una panorámica más amplia” (Stevenson, 2014: 17).
Se trata, pues, de una suerte de viaje en ambos casos hacia lo desconocido e incierto, hacia “la escondida maravilla del mundo visible”, según Novalis (1993: 38). Si bien el viaje desplaza al individuo a un territorio más lejano que el caminar y el pasear, los resortes sociológicos presentan similitudes. El viaje implica predisposición a afrontar lo imprevisible. “El curioso vive de la diferencia, de lo otro […]. Soy curioso ante lo que no me es semejante; es necesario imaginar un mundo más allá, lo diferente”, nos enseña Carlo Ossola (2012: 264).
Se trata de adoptar la mirada del niño que se extraña y pregunta “¿por qué?” Es como ver el mundo por primera vez, y de ahí la capacidad de asombrarse. El paseante “da la bienvenida a toda clase de extrañas y peculiares manifestaciones” (Walser, 2014: 62). Manguel nos dice en Una historia natural de la curiosidad que “todo empieza con un viaje” (2015: 27).
En cambio, la experiencia del viaje con smartphone se transforma. El viajero se convierte en turista una vez que lleva consigo la herramienta que familiariza in situ los lugares que visita. No hay lugar ya para las preguntas, sino para las respuestas que, de antemano, ya cartografían el territorio que habríamos de explorar y auscultar. La experiencia del viaje en el individuo hipermoderno se transforma radicalmente desde el momento en que, por una parte, todo el flujo de informaciones sobre el destino nos induce a encontrar, como el turista, solamente aquello que se espera encontrar. Y por otra, la hiperconectividad que proporciona el smartphone despoja de su aura romántica al viaje. Llevamos con nosotros no sólo las informaciones precisas sobre geolocalización o incluso los más simples consejos que podamos encontrar en social media como Tripadvisor, sino toda la red doméstica de socialidades. En tal escenario, la desconexión que implica el viaje se torna ardua:
Avant même d’avoir fait son premier pas, le voyageur hypermoderne n’entrevoit plus son périple comme, jadis, le voyageur moderne. L’injonction de sécurisation de son voyage, dont les proches se font bien souvent les porte-paroles, s’impose dans l’imaginaire contemporain (Jaureguiberry y Lachance, 2016: 69).
Conclusiones
To see a World in a Grain of Sand And a Heaven in a Wild Flower Hold Infinity in the palm of your hand. William Blake, Auguries of innocence.
Para criticar la sociología del smartphone, en tanto dispositivo que hace hacer, hemos escogido las literaturas sobre dos prácticas que entraban directamente en conflicto con el sistema de valores de nuestra sociedad “avanzada”. El smartphone encarna y proporciona medios para la consecución de metas sociales que generan valor añadido. Véase por ejemplo la velocidad y eficiencia de la ubicuidad, la interconexión en redes, la visibilidad tanto a escala doméstica como pública en los social media, la seguridad de un entorno personalizado y previsible. Se trataría de una mezcla de promesas que orbitan alrededor de la liberación frente a las constricciones de la copresencia física por una parte, y la privatización de nuestro sensorio en un entorno securitario y purificado de conflictos no deseados por el ciudadano. Dicho de otra manera, el smartphone, y puede que ésta sea una de las causas de su rápida generalización, hace confluir la satisfacción de los deseos de expansión y socialidad junto a los de la profilaxis de un Lebenswelt controlado y familiar.
Sin embargo, la confrontación dialéctica de tales trazos sociológicos con las experiencias de caminar y pasear proyecta algunas contradicciones y paradojas:
La inclusión del individuo en la red de interdependencias del smartphone obliga a la actualización constante. Se multiplican los estímulos que llegan al sensorio, de modo que se acelera nuestro ritmo vital. La consecuencia es la privación sensorial de la proximidad física, en tanto que sólo seremos capaces de advertir destellos fugaces de todo aquello que reclama nuestra atención. Es la antítesis de la sensorialidad plena, en el sentido restringido que Maurice Merleau-Ponty nos enseñaba, que exige toda caminata y paseo. En el flujo continuo de informaciones y mensajes, perdemos los momentos de delectación y contemplación estética, la sfumatura de los detalles mínimos, las nuances de lo inadvertido e insignificante. En su lugar, la pantalla del smartphone hace que la divisa de Debord acerca de la Société du Spectacle se traslade hoy del ámbito macro de los grandes medios al campo microsociológico: nos relacionamos con imágenes de imágenes y se pierde el sentir del territorio. El tiempo real del smartphone conduce a la privación sensorial y a la focalización de la atención en las intermitencias de las comunicaciones fugaces con nuestros partenaires virtuales.
La excesiva dependencia respecto al smartphone imposibilita los fértiles momentos de soledad y autonomía. Es el dispositivo que rentabiliza al máximo nuestros tiempos vitales en la hiperconexión a nuestras redes. Por ello mismo, obstaculiza tanto el extrañamiento de las costumbres que por cotidianas se invisibilizan, como lo que Bertolt Brecht llamó Verfremdung. El smartphone induce la conformidad y la autocoerción antes que la subversión, a la heteronomía en tanto nos alienamos en las cartografías delineadas por las aplicaciones y algoritmos. Sin la demora necesaria para reflexionar y aprehender nuestro espacio vital, no cabe más que la adaptación a la simultaneidad. El smartphone es activo por cuanto exige la participación del individuo para leer y responder mensajes. Es pasivo, puesto que el esfuerzo requerido para tales acciones se reduce al mínimo. El smartphone disciplina, como lo hizo el reloj, los comportamientos reactivos del individuo. Representa el símbolo social que nos encadena al circuito de interdependencias que es familiar al mismo tiempo que oblitera y estigmatiza lo fortuito, el alea, lo inesperado y la curiosidad. En consecuencia, es la antítesis de la práctica estética y subversiva del caminar y el pasear como actos gratuitos de encuentro con el territorio. Quizás debiésemos pensar en el smartphone como una “oficina de instantes perdidos”: “Muchas más vibraciones de las que pueden captar mis toscos oídos humanos estremecen ahora mismo simultáneamente el aire. El aire atravesado por una red tupida de señales de radio transmitiendo todas las conversaciones por teléfono móvil que suceden ahora mismo en la ciudad” (Muñoz Molina, 2018: 11).