En este artículo nos proponemos abordar el problema de la transgresión como un momento nodal en la producción y reproducción de la sociedad y sus sujetos. La hipótesis que guía nuestro análisis afirma que la transgresión es un momento privilegiado de reactivación de la economía afectiva y de las características de la sociedad en que esta se produce. En pocas palabras, sostenemos que la transgresión es un momento de (re)producción de los límites sociales, pues lo que con la emergencia de la transgresión se pone en cuestión son los principios de sociabilidad fundamentales que sustentan los valores en los cuales se fundan la sociedad y las características de sus sujetos.
Para fundamentar esta afirmación, debemos sentar algunas coordenadas teóricas básicas desde las cuales es posible pensar la sociedad como un ordenamiento simbólico. A eso dedicaremos las primeras páginas de este texto, en las cuales proponemos una lectura de la propuesta de Georges Bataille respecto de la transgresión leída desde Émile Durkheim, Sigmund Freud y Jacques Lacan. En la segunda parte del texto reconstruiremos las principales características de lo que Bataille denominó transgresión. Finalmente, propondremos una interpretación sociopolítica del modelo expuesto.
Atravesando las fronteras disciplinares de la economía, la antropología, la sociología y la teoría del arte, la filosofía de Bataille explora las tendencias transgresivas junto con las estructuras y las fronteras perdurables que definen a la humanidad, es decir, se despliega en la zona gris de la paradoja, afirmando que para que una sociedad (y sus sujetos) se conserve, debe saber cómo perderse (Roberts-Hughes, 2017). Es esta intención del proyecto de Bataille por comprender los vínculos sociales en su nivel más fundamental y paradojal, desafiando el individualismo y el desencantamiento del mundo, la que torna su teoría en una fuente de alta relevancia para el pensamiento sociológico (Pawlett, 1997, 2015).
Ese “perderse” social y subjetivo que es la transgresión ha sido estudiado desde varias teorías de la transgresión que podemos clasificar en perspectivas políticas y perspectivas estéticas. Las primeras analizan la suspensión de las normas consuetudinarias principalmente a través de estrategias culturales y políticas como la fiesta, el sacrificio y ritualidades penales y mediáticas; las segundas se enfocan en espacios performativos que superan tales proyectos tácticos y estratégicos y en la dimensión transgresiva de las artes (Igrek, 2018: 247). Un punto de coincidencia para ambas perspectivas es la idea de que la transgresión es una experiencia social y subjetiva que, al desplegarse en contravía al universo simbólico, carece de medios precisos para su comunicación. Se trata, como más adelante diremos con Bataille, de aquello de lo que no podemos dar cuenta.
En palabras de Vincent Estellon (2005: 149) , “la transgresión parece ser una noción extraña: se trata de un acto que desdibuja cualquier intento de comprenderlo. De hecho, nos hace entrar en el campo que suele llamarse ʽUnheimlicheʼ en alemán: una esfera donde los límites se confunden”. En esta última dirección, es conocida la reinterpretación que Michel Foucault (1963) hace de la prosa metafórica de (Bataille Schutijser, 2019). En su “Prefacio a la transgresión”, “Foucault postula la necesidad de un lenguaje especial para expresar la experiencia (de la trasgresión) de una manera no discursiva, no dialéctica y, en última instancia, incluso no conceptual que adopte una forma discontinua y aforística” (Zenkin, 2019: 51). Esta condición inefable de la experiencia interior alcanzada por medio de la transgresión es una característica que torna difícil de operativizar el tema en análisis sociológicos; por ello mismo, allí radica una de sus principales riquezas (Tacussel, 2018: 53). La razón de esta inefabilidad de la experiencia hunde sus raíces en que la transgresión, más que un fenómeno histórico, es un desplazamiento ontológico del sujeto (constituido por el lenguaje) más allá de sí mismo: “una experiencia de la autotrascendencia del sujeto” (Zenkin, 2019: 51) o “la puerta de entrada a la heterogeneidad social y a su misterio” (Tacussel, 2018; 53). Como ya dijimos, la fiesta y los rituales penales son algunas de esas instancias ritualizadas de la trasgresión, pero para Foucault, en las sociedades postradicionales dicha experiencia sólo puede alcanzarse a través del erotismo y “en particular a través de construcciones ficticias y algunas narrativas” (Sabot, 2007: 87).
La razón por la cual la literatura es un potente dispositivo de transgresión muestra el vínculo que pensadores como Bataille, Foucault y Lacan establecieron entre ordenamiento simbólico y lenguaje. Así, el potencial transgresor de la literatura no está en su dimensión ficcional (solamente), sino en su capacidad de oponerse al discurso hegemónico de determinada sociedad. La expresión literaria es entonces un vehículo de discursos que atraviesan las prohibiciones y abren al sujeto a la experiencia de lo prohibido. La transgresión es, desde este punto de reflexión, una “experiencia que provoca la ruptura de la relación entre el lenguaje y el sujeto” (Debnár, 2017: 59).
Avanzando hacia una politización aún más explícita de la noción batailleana de transgresión, Janae Sholtz (2020: 198) señala la pertinencia del estudio comparado de las propuestas de Bataille y de Giles Deleuze. Para él, ambos autores
abogan por entrenar al yo hacia la intensificación de lo liminal y extremo (ruptura en lugar de compostura), que puede entenderse más bien como una negación de sí mismo: su disolución o laceración. […] Ambos comparten el compromiso de resistir los cierres que atan nuestros deseos e inhiben nuestra plena participación y confrontación con los reflujos y flujos de una vida impersonal e inmanente. […] Ambos ofrecen métodos importantes para resistir las constricciones de los mecanismos de control social que diezman nuestra imaginación política e inhiben nuestra resolución de inventar un futuro diferente.
En este punto anclamos la perspectiva desarrollada en nuestro análisis. Consideramos que la noción de transgresión es la clave para vincular la puesta en crisis de la subjetividad como un paso decisivo hacia la determinación batailleana de lo político. Nos preguntamos si su emergencia es puramente ritual y deja intactas las fronteras que cuestiona o si, por el contrario, “la subversión del sujeto por parte de Bataille también allana el camino hacia una concepción novedosa de comunidad capaz de revitalizar la práctica teórica de la política emancipadora” (Gordienko, 2017: 3). Aquí radica de manera específica la novedad del texto: en el análisis de la equivalencia de la noción de transgresión en términos sociales y subjetivos. La mayoría de los estudios consultados sobre la transgresión en Bataille no hacen tal diferenciación. Además, nuestro análisis apela a distintas fuentes teóricas con el fin de reconstruir los principales axiomas de un modelo teórico que adopte la transgresión como su núcleo de (re)producción. Allí también es posible encontrar una novedad, pues para el desarrollo argumentativo no recurrimos sólo a fuentes tradicionalmente inscritas en el posestructuralismo, privilegiando la potencia explicativa de los autores citados más que su paradigma de origen. Este artículo permite finalmente establecer puntos de convergencia de los análisis políticos y subjetivos de la noción de transgresión, pero además sus puntos de divergencia, concluyendo que, si bien difícil pensar en sociedades acefálicas como Bataille lo postuló, sí es posible apostar por una ética de la trasgresión en la que el individuo logre ir más allá de sus propias posiciones de sujeto. Apuestas similares subyacen a las posiciones que autores como Foucault o Deleuze esbozaron en sus obras más tardías.
Además de esta introducción, el texto está ordenado en otras tres partes: Fundamentos de la transgresión, La centralidad de la transgresión, y Conclusiones: la transgresión como momento político.
Fundamentos de la transgresión
La sociedad es un sistema que funciona por exclusión e inclusión de elementos. Esto es, un sistema de creencias y prácticas originadas en la instauración de una prohibición. Prohibición que marca un límite instituyente que ordena la sociedad, definiendo un mundo sagrado (que está antes y más allá de ella) y un mundo profano o propiamente humano (que es el que comienza con su instauración). En este sentido, decir “prohibición” necesariamente está ligado a la institución de interdicciones más allá de las cuales lo que existe es la no-sociedad, lo no-humano.
Sin embargo, la sociedad también es un sistema de inclusión. No es sólo represión, también es un “sistema solidario de creencias y prácticas relativas a las cosas sagradas, es decir, separadas, prohibidas, creencias y prácticas que unen en una misma comunidad moral […] a todos los que se adhieren a ellas” (Durkheim, 1993: 98). Es decir, se prohíbe, pero al hacerlo se fundan las bases de la solidaridad, del reconocimiento mutuo y de las guías morales para el accionar de los sujetos.
Con la prohibición no solamente nace la sociedad, el mundo profano, sino también su contraparte, el mundo sagrado. Esta instauración simultánea de lo sagrado y lo profano a partir de la prohibición es una de las características de esta lógica de pensamiento que estamos comenzando a desarrollar. Pero hay dos características más, igual de fundamentales: el contenido de cada uno de estos mundos o registros (sagrado/profano) es contingente, y éstos se definen mutuamente.
Aquello que queda del lado de allá de la prohibición, aquello que no responde a los límites de esta, al ordenamiento que implica su observancia, es lo sagrado. Y ahora decimos, dando un paso más, que esta división del mundo en sagrado y profano es contingente, pues no hay nada que la preexista, que defina cuáles deben ser sus contenidos, sujetos y prácticas. Su contenido está sustentado en la afectividad colectiva, en las representaciones sociales y las valoraciones que les son inherentes. Por tanto, que algo (objeto, sujeto, palabra, lugar, valor) sea sagrado o profano “no deriva de sus propiedades inherentes, sino más bien del hecho de que son símbolos de las representaciones colectivas de la sociedad” (Tiryakian, 1969: 61). Es decir, aquello que sea profano o aquello que sea sagrado no debe comprenderse ni definirse debido a algún contenido sustancial. No se trata de prácticas “naturalmente humanas” ni de divinidades sobrenaturales, sino de creencias y prácticas investidas afectivamente: religiosas. El rasgo distintivo de las creencias religiosas es suponer una clasificación de las cosas del mundo en dos géneros opuestos, ambos surgidos de la prohibición: uno de ellos queda del lado de acá de la prohibición, la respeta mientras el otro es aquel en el que reina la “soberanía” y compone el reino de lo prohibido. Es en este sentido que Durkheim señala que el mundo está dividido por una diferenciación absoluta entre lo sagrado y lo profano. No existe en la historia del pensamiento humano otro ejemplo de:
[…] dos categorías de cosas tan profundamente diferenciadas, tan radicalmente opuestas una a la otra. La oposición tradicional entre el bien y el mal no es nada junto a ésta: pues el bien y el mal son dos especies contrarias de un mismo género, a saber, el moral, como la salud y la enfermedad no son más que dos aspectos diferentes de un mismo orden de hechos, la vida, mientras que lo sagrado y lo profano han sido concebidos por el espíritu humano siempre y en todas partes como géneros separados, como dos mundos entre los cuales no hay nada en común (Durkheim, 1993: 78).
En torno a dichas representaciones, prácticas y creencias que instituyen lo sagrado, se despliegan una serie de prescripciones y prohibiciones rituales que imponen su separación radical de lo profano. Así, “una religión nunca se reduce a un conjunto de creencias, siempre entraña también unas prácticas rituales prescritas y una determinada forma institucional […] una organización ceremonial regularizada perteneciente a un grupo determinado de fieles” (Giddens, 1994: 186). Cuál sea el contenido de dichas prohibiciones que establecen los límites entre lo sagrado y lo profano, y cuáles sean las características de los sujetos y los objetos sobre los que recae dicha sacralización, dependen de las creencias y la moral de cada sociedad.
Habiendo señalado que la institución de ambos registros sociales -aquello que compone lo profano y aquello que compone lo sagrado- es simultánea, y que su contenido es contingente, ahora decimos que, sin que pueda existir contacto entre ellos, la relación de estas dos dimensiones de lo social es de coimplicancia: aquello que excluye una se incorpora como contenido de la otra.
En esta secuencia semántica, comprender la sociedad como una institución religiosa no implica considerar que la religión produce a la sociedad, sino todo lo contrario, que “en la religión se expresa la autocreación, el desarrollo autónomo, de la sociedad humana” (Giddens, 1994: 190). De allí que este campo, el de Durkheim, pero también el de Bataille, haya sido considerado como parte fundante del relativismo cultural, de un constructivismo radical, pues los lugares dados en sus teorías a lo que sea “bueno/malo”, “sagrado/profano”, “puro/impuro” parten de la consideración de que no hay contenidos prefijados para dichas oposiciones, sino que su importancia radica en el lugar estructurante que ocupan en la sociedad, y su contenido es, como ya dijimos, contingente. Es en este sentido que Durkheim señala que “las representaciones colectivas atribuyen muy a menudo a las cosas con las que se relacionan, propiedades que no existen en ellas bajo ninguna forma y en ningún grado. Ellas pueden hacer del objeto más vulgar un ser sagrado y muy poderoso” (Durkheim, 1993: 359 - 360).
Así, las representaciones colectivas, las creencias, los deseos compartidos por los sujetos de una sociedad definen prácticas, objetos y sujetos como merecedores de obligación y respeto, o de temor, repulsión y castigo. El único requisito de dicha “sacralización” es que esté sostenida colectiva y míticamente en una prohibición de contacto (Girard, 2003). Sagrado es, en esta perspectiva, aquello que se ubica más allá de los límites de lo profano. Demarcándolos.
En este horizonte podemos decir que no hay creencias morales colectivas que no posean un carácter sagrado. Independientemente de cuál sea su contenido, la constitución de la sociedad es en este marco analítico (no sólo durkheimniano y batailleano sino, además, freudiano) producto de la instauración de prohibiciones fundamentales que recaen sobre objetos, sujetos y prácticas, y prescriben su pertenencia como propia al mundo profano o al mundo de lo sagrado. De esta manera, una sociedad es tal siempre que sus miembros compartan y defiendan algunas creencias y sentimientos comunes que fundamentan el orden y las características de la solidaridad, de lo común y lo extraño, de “lo mismo” y de “lo otro” para esa sociedad.
En este sentido, William John Rampa (2003: 119) señala que “tanto Durkheim como Bataille buscaron entender la religión y lo sagrado no como simples fenómenos culturales sino como características definitorias de la vida personal, social y económica. Buscaron someter tanto a la sociedad como a la sociología a una forma radical de interrogación” en torno al dualismo central sagrado / profano, dualismo estructural tanto para la persona como para la sociedad.
Durkheim argumentó que “lo sagrado no sólo es de hecho lo santo o consagrado, sino que también puede ser lo maldito”. Por un lado, lo sagrado exhibe poderes benéficos que contribuyen a la solidaridad comunitaria y social y, por otro lado, lo sagrado se experimenta en su estado impuro donde se asocia con la destrucción, el caos y la muerte. En su forma maléfica, los individuos trascienden los límites de su identidad, pero, en lugar de conducir a un sentido de comunidad, esto en cambio conduce a un sentido de dislocación. La trascendencia lograda por la superación del yo es un recordatorio de la angustia batailleana, es decir, la condición humana de la incompletitud del ser (Arya, 2012: 43).
Esta comprensión de lo social a partir de la matriz de lo sagrado permite realizar la operación fundamental del análisis social: revelar la sintaxis profunda de una sociedad, esto es, el sistema clasificatorio, cognitivo y afectivo que estructura sus relaciones sociales. Esta manera de comprender la sociedad implica entonces valorar como parte de la objetividad social -en tanto son producto y productores de prácticas, sentidos e instituciones- a los afectos, los sentimientos, los deseos individuales y colectivamente compartidos. Lo anterior supone aceptar dos tesis que pasamos a desarrollar: 1) el individuo es un sujeto del deseo; 2) los medios de producción de la sociedad son las prohibiciones.
Según lo dicho hasta aquí, la sociedad es una estructura de creencias, deseos y valores inscriptos en los sujetos y erigidos a partir de la instauración de una serie de prohibiciones fundamentales que demarcan límites de lo propiamente humano y societal. Y que, en tanto establecen lo cotidiano y permitido, y lo extraordinario y proscrito, fundan el deseo de los sujetos socializados en dicho sistema simbólico.
Según Lacan, el “deseo” es en Freud, el equivalente al cogito en Descartes (Lacan, 2013; Miller, 1998: 388) . Es decir, el lugar estructural y estructurante de los sujetos. Así, las personas, para esta forma de pensar la sociedad, son primordialmente cuerpos cuyo deseo “surge como una consecuencia de la imposición del orden simbólico […]; y en ese sentido, el deseo está siempre condicionado socialmente” (Stavrakakis, 2007: 75). Esto es, el deseo no responde a ninguna “naturaleza”, sino que es una construcción cultural, un producto de la prohibición que instituye no sólo el orden social sino también el subjetivo.
En este punto, la enseñanza freudiana fundamental es que la producción de sujetos y de sociedad es posible a partir del establecimiento y la radicación de tres prohibiciones fundamentales: prohibición del incesto, del asesinato y del parricidio (Freud, 1991: 142-147). La fábula freudiana de la horda primitiva, en la que el padre de la horda es asesinado a manos de los hermanos (sus hijos) con el fin de acceder a las mujeres irrestrictamente y liberarse de su poder, así como el posterior arrepentimiento y representación totémica del padre muerto, pone en escena (una de las versiones de) el crimen fundacional de la cultura occidental. Según Julia Kristeva (1998: 51) , en dicha narración:
es el padre el que encarna la posición de autoridad, valor y ley contra la que los hijos se sublevan. Su revuelta consiste en identificarse con el padre y en ocupar su lugar, constituyendo esta integración el pacto colectivo y fundando, la inclusión, el vínculo que será el socius, gracias al cual los hermanos ya no tendrán el sentimiento de ser excluidos sino, por el contrario, la certeza imaginaria de estar identificados con el poder que, antes de la revuelta, hacía sentir sobre ellos todo su peso. El beneficio que Freud observa en este proceso es un beneficio de identificación y de inclusión en la ley, en la autoridad, en el poder.
Es decir, los hermanos, excluidos del poder, al identificarse (de manera culposa) con esa ley que destruyeron para volver a restablecer, se incluyen en un orden simbólico: “Acceden a una posición de poder que hasta entonces habían considerado fuera de su alcance. De este modo el sentimiento de exclusión se reabsorbe, disipado por la escenificación simbólica y fantasmática de una inclusión y una identificación con un poder ‘más allá’” (Kristeva, 1998: 51).
Se erigen así, conjuntamente, el sujeto y la sociedad que lo sujeta (Butler, 2015). Es decir, paralelamente al surgimiento de este sujeto de esta ontogénesis, se erige un “orden pulsional colectivo” (Rozitchner, 1987: 20), una filogénesis que, al igual que en el campo del sujeto, busca incesantemente retornar a un estadio -mítico- de completud.
Es en este sentido que José Cabrera Sánchez (2019: 101) afirma que:
[…] para Freud, la relación entre la violencia y la ley parece inseparable, ya que el establecimiento de la ley depende de una violencia inaugural (el asesinato del padre). Sin embargo, en lugar de limitarse a este momento inicial, esta violencia inaugural continúa activa a través de los mecanismos psíquicos que encarnan la función de la ley, de modo que la ley está constantemente en colusión con la misma violencia que trata de regular. Lacan ofrece una crítica de la violencia, esta vez dentro de los márgenes teóricos del psicoanálisis. En ambos casos, es posible considerar algo más allá del compromiso entre la violencia y la ley, lo que permite pensar en una refundación de los límites simbólicos que respaldan la ley y regulan los lazos de la vida comunitaria.
De acuerdo con la lectura que Lacan hace de esa transgresión originaria para acceder a las mujeres del padre, específicamente a la madre, la tendencia pulsional de todo ser humano es regresar al estadio de fusión experimentado antes de acceder a la conciencia de distinción entre la madre y el propio cuerpo. Distinción mediada por la figura del padre (la Ley), a quien habría que dar muerte para acceder a aquello que nos hizo completamente felices. Es en este sentido que Lacan dijo que todo ser humano tiene tendencia a suicidarse en la madre (Lacan, 1978), es decir, a regresar al campo de la fusión, de la indiferenciación y la no-ley, el dominio de la pulsión y la satisfacción “a libre demanda”. De ese estadio, dirá Lacan, guardamos una memoria mnémica, corporal, que todo el tiempo “pulsa” por satisfacción. La tendencia del cuerpo individual y, como más adelante veremos, del cuerpo social, es repetir esa primera satisfacción, esa completud imaginada en lo materno (Laclau y Mouffe, 2004; Žižek, 1999).
En este planteamiento, lo paterno no hace referencia a la persona del padre de familia, sino que funciona como una metáfora del orden, de la autoridad. De igual manera lo materno, en este triángulo edípico, es una metáfora de lo reprimido. Así, según esta perspectiva teórica, toda vida psíquica y social tiene que ver con las formas que encuentra esa demanda arcaica de completud para satisfacerse. Pero, y aquí radica gran parte del problema de la transgresión, esta satisfacción no tiene vía libre: entre el deseo y su satisfacción se interpone el orden social, la Ley (Freud, 1992), el orden simbólico (Lacan, 1978) de la “discontinuidad” (Bataille, 2007).
Según lo anterior, si la ley se interpone entre el cuerpo y la satisfacción, si la felicidad depende del regreso a ese estado de fusión, en otras palabras, si la ley y la cultura nacen con la instauración de un mundo profano (de la discontinuidad), entonces la felicidad se encuentra en la disolución de las individualidades.
Es un razonamiento paradójico: la sociedad y el sujeto tienden simultáneamente a su conservación y a su disolución. Esa es su tragedia: querer encontrarse en aquello que les supondría perderse. Esto es lo que nos dice Freud en “El malestar en la cultura”, al señalar al orden social como uno de los tres motivos fundamentales del sufrimiento humano (1992: 20-23), y que León Rozitchner resume al señalar que:
el hombre aparece conformado de manera contradictoria: por una parte, en tanto se vive como espíritu, alma o lo que se quiera, aparece contrapuesto en sí mismo con sus propias pulsiones o su propio cuerpo, experimentando éste como naturaleza, residencia de lo temible en uno mismo que hay que domeñar […]. El hombre es un mixto para sí mismo: su propia corporeidad es sólo el soporte de su nobleza espiritual, y lo infinito tanto como lo finito se dan cita en él: lo que tiene de absoluto, sin historia ni origen: su consciencia; y lo que tiene de relativo, convocado a la muerte: su propio cuerpo (Rozitchner, 1987: 21).
Según venimos diciendo, las constituciones social y subjetiva son estructuralmente similares, de allí que esta naturaleza autodestructiva presente en el sujeto este intento continuo de llenar el vacío que dejó la ruptura con “la madre”, lo que también ocurre en el ordenamiento social (Laclau, 2005: 144-145; Žižek, 1992: 89-97). En otras palabras, para esta postura, con la instauración del orden simbólico se establece, de manera permanente y originaria, una falta en el sujeto, un vacío que lo constituye y cuyo intento infructuoso de llenado comparten “el sujeto y lo colectivo que es su equivalente” (Lacan, 2013: 282).
Esta última idea, la de la conquista de la totalidad como retorno a lo preedípico, debe ser comprendida solamente como un axioma a partir del cual se despliegan los demás postulados, pues en términos empíricos no sólo se trata de una dinámica que tanto para el sujeto como para la sociedad es autodestructiva e imposible (y en el reconocimiento de dicha imposibilidad coinciden todos los teóricos sobre los que nos apoyamos).
Una vez que el ordenamiento simbólico ha sido establecido a nivel social e incorporado a nivel subjetivo, no hay un retorno a un estadio de total indiferenciación y desubjetivación. Es decir, una vez “en el sentido”, el retorno a la madre pasa a ser un lugar estructural mítico, que ordena la acción de los sujetos y funciona como horizonte de deseo y que, como tal, siempre está desplazándose, pero que no puede ser entendido como un retorno posible más que de manera parcial.
Esta imposibilidad e inconveniencia del retorno a la fusión radica en que, en términos subjetivos, la disolución de la diferenciación implicaría la destrucción del sujeto producto de la indiferenciación del orden simbólico que le da existencia. El riesgo aquí es el constante deslizamiento del significante: la esquizofrenia. Mientras, en el plano de lo social, dicha fusión se reifica en el triunfo de ordenamientos sociales totalitarios, desindividualizantes. El riesgo es un retorno a los integrismos (Žižek, 1993: 201; Laclau, 2005: 240-247).
Con todo, ningún ordenamiento societal y subjetivo duraría si no funcionalizara esta energía al menos en dos sentidos: a) convirtiéndola en fuerza instituyente de una estructura de jerarquías y sentidos últimos -es decir, transformándola en orden simbólico; y b) dando lugar a su re-emergencia periódica de un modo ritual (es decir, regulado), a fin de permitir cierta descompresión de las estructuras societales y cierta re-legitimación de las jerarquías existentes. Puede adivinarse que en aquellas sociedades carentes de estos dispositivos singulares, la regulación energética en cuestión se producirá de un modo catastrófico (Tonkonoff, 2020: 112).
Es por su condición de rasgo constitutivo del sujeto y del ordenamiento social, que esta “vocación de hecatombe” debe ser canalizada, regulada. Se hace necesaria entonces la instauración de determinados mecanismos sociales que cumplan con la función de evacuar esa tendencia a la regresión, ese impulso hacia la totalidad arcaica que tiende a prevalecer en el cuerpo pulsional. Se hacen necesarios mecanismos que sustituyan simbólicamente el deseo prohibido de acceso a “lo sagrado”. Y estas sustituciones, estas descargas reguladas (que pueden “objetivarse” en el arte, la fiesta y en diversos rituales sociales) (Mauss y Hubert, 2010; Caillois, 2006), también son parte de la sociedad. Más precisamente, son fundamentales para su sostenimiento.
En palabras de Emanuel Rutten (2014: 843) :
[…] el hombre es tanto un ser comunitario (orientado hacia la filia) como un ser transgresor (orientado hacia el eros). […] Según el primero, perderse individual o colectivamente al cruzar un límite es de hecho crucial para vitalizar y reforzar la comunidad social ordenada. Según el segundo, eros no vitaliza a través de la transgresión. […] ambos aspectos del eros (es decir, transgresión e intensificación) pueden ir juntos en un solo eros indiviso. Esto se debe a que los momentos de perderse extáticamente se pueden intercambiar temporalmente con momentos de concentración y concentración intensificadas. […] es precisamente este eros dinámico e inclusivo el que puede integrarse en una vida comunitaria estable de asociación.
Estamos planteando entonces que la sociedad no es sólo prohibición, también es transgresión. Si, como dijimos, la sociedad nace con el establecimiento de una prohibición, ahora agregamos que en ese mismo momento se hace necesaria la instauración de mecanismos que regulen su violación. Y con ello afirmamos que en los procesos de estructuración social y subjetiva no hay un primado de la represión sino que, desde el momento mismo de su fundación, la estructuración social es una dialéctica entre la prohibición y la transgresión (Bataille, 2007). Benjamin Noys (2000: 136) identifica esto como “la condición trágica del hombre: expulsado de la inmanencia de la animalidad, la inmanencia potencial de lo sagrado es deseada pero también sentida como una amenaza mortal para su identidad individual”.
Algo fundamental que resaltar en este punto es que esta dialéctica da cuenta del orden social y subjetivo como atravesado por una profunda ambivalencia: la aceptación y legitimación de la autoridad es acompañada por su rechazo, manifestado en odio y agresividad por parte del sujeto respecto de esa misma ley que lo constituye (Lacan, 2013: 107 y ss). En este escenario paradojal, la transgresión es el mecanismo de descarga regulada de esa agresividad, y en tanto tal, es el mecanismo de conservación -en el extremo- del sujeto y de la sociedad.
La centralidad de la transgresión
La condición de posibilidad de las identidades sociales y subjetivas radica en la institución y la vigencia de fronteras simbólicas de la cultura. Fronteras que delimitan un conjunto excluyente -en el mismo momento que establecen sus contrarios-, un ámbito de interioridad jerarquizado compuesto por prácticas y sujetos legítimos.
La transgresión -como veremos inmediatamente- es una modalidad de acceso regulado a ese mundo prohibido. Un levantamiento ritual de las prohibiciones/exclusiones fundamentales, fundacionales, para permitir el surgimiento y la experiencia de lo reprimido.
En la perspectiva que trazamos en las primeras páginas, la pertenencia del individuo a la sociedad es una experiencia paradójica, pues la vida en sociedad “protege” a los sujetos de sus pasiones desenfrenadas al establecer las barreras que les permiten mantenerse “a salvo” del mundo violento de su deseo. En palabras de Durkheim:
El individuo se somete a la sociedad y esta sumisión es la condición de su liberación. Para el hombre la libertad consiste en su liberación de las fuerzas físicas ciegas e irracionales; esto lo consigue oponiéndoles la fuerza grandiosa e inteligente que es la sociedad, bajo cuya protección se cobija. Colocándose bajo las alas de la sociedad, se convierte también, hasta cierto punto, en dependiente de ella. Pero se trata de una dependencia liberadora (Durkheim, citado por Bauman, 2012: 25).
Para Durkheim (2003: 110-122) , la experiencia de inclusión social implica aceptar una regla moral de obligatorio cumplimiento; la libertad es el marco de acciones disponibles según las características de las prohibiciones e interdicciones sociales. Así, su definición de libertad como “no hacer lo que a uno le place, sino ser dueño de sí mismo”, estaría acentuando su primera parte (“no hacer lo que a uno le place”). Sin embargo, para la posición que venimos exponiendo, la pertenencia del individuo a la sociedad no se trata solamente de una dependencia liberadora sino, además, de una dependencia abrumadora. El individuo está protegido por la sociedad, pero simultáneamente desea estar más allá de ella, vencer esa “fuerza que lo cobija”. La sociedad es entonces, simultáneamente, una comunidad de afectos y creencias ordenadoras, y una institución represora y limitante. En este sentido, la experiencia de la vida en sociedad para autores como Freud, Lacan y Bataille tiene el estatuto de la angustia, no de la “tranquila protección”. “¿Por qué en el sujeto las tendencias, las inclinaciones, van hacia un lado distinto del bien común? Pregunta formulada en reiteradas ocasiones por Bataille, con quien Lacan coincide al decir que la ley moral, el mandamiento moral, se afirma contra el placer” (Mariaca Fellmann, 2016: 152).
En este sentido, la posición batailleana está muy próxima al psicoanálisis en su afirmación de que “la felicidad no existe sino al precio de una revuelta” (Kristeva, 1998: 24). Esto quiere decir que el individuo socializado, miembro de una comunidad erigida a partir del común reconocimiento de algunas prohibiciones/exclusiones fundamentales, no deja de estar regido por un exceso que pide liberación bajo la promesa de la felicidad y la plenitud. Así, la felicidad está ligada, en esta perspectiva, al hecho de ir más allá de la ley. Experimentar la soberanía: “arrostrar un obstáculo, una prohibición, una autoridad, una ley [es lo] que nos permite evaluarnos, autónomos y libres. La revuelta que se revela acompañando a la experiencia íntima de la felicidad” (1998: 24). Esta “revuelta” a la que alude Kristeva queda apresada en el movimiento de la transgresión; se trata, “por un lado de la revuelta edípica, por el otro del retorno de lo arcaico, en el sentido de lo reprimido” (1998: 31). De eso se trata la transgresión: de aquellos momentos en los que, tanto individual como colectivamente, se establecen los medios para levantar, en ciertas circunstancias y de manera ritual, los muros de la ley y la prohibición para tener la experiencia de lo prohibido.
En el marco paradigmático de los autores que vienen orientando este análisis, tanto el individuo como el ordenamiento social se construyen sobre el terreno de la indiferenciación. Por ello mismo, ni el individuo ni el ordenamiento social pueden erradicar la presencia de ese fondo común que los determina y sobre el cual se erigen. Así, todo sujeto y toda sociedad deben convivir con y encontrar su equilibrio ante “un impulso que siempre excede los límites y que sólo en parte puede ser reducido. Por regla general, no podemos dar cuenta de ese impulso. Es incluso aquello de lo que, por definición, nunca nadie dará cuenta, pero sensiblemente vivimos en su poder” (Bataille, 2007: 44).
Más arriba señalamos que no hay sociedad sin exclusión, sin diferenciación e instauración del orden simbólico. Este orden es, dijimos, el orden de la ley y, ahora agregamos, es el orden del lenguaje que, mediante su incorporación, inscribe al sujeto en la cultura (Sloterdijk, 2006) a partir de la radicación del nombre del padre (Lacan, 2013: 461). Pero dicha inserción en la cultura, si bien hace posible que el sujeto ingrese al mundo social y ocupe “su” lugar en lo simbólico, exige la pérdida de lo más propio, de la madre. De esta manera, “la entrada al mundo simbólico implica este movimiento dual. A fin de ganar el mundo simbólico, tenemos que sacrificar la esencia de lo que buscamos en él” (Stavrakakis, 2007: 59).
Este exceso que comanda las acciones no puede ser articulado en ningún discurso. De él sólo puede dar cuenta la experiencia, y por eso mismo su registro, cuando se expresa, es no-lógico: el mito, la poesía, formas narrativas “libres” de la ley son las figuras que pueden acercarse a “expresar” algunas formas del surgimiento y la experiencia de dicho exceso, de esa memoria corporal. Y esto porque hablar de sus manifestaciones, de las formas de comprenderlo; racionalizarlo y procesarlo es no dar cuenta de él, porque es justo aquello que se opone al lenguaje, a sus leyes organizadoras, tanto sintácticas como semánticas (Kristeva, 1981, 2000). En este mismo sentido,
[…] Foucault hace que la oposición señalada por Bataille entre transgresión y dialéctica sea más profunda al interpretar la transgresión no como una restauración dialéctica de la integridad del mundo a través de contradicciones, sino como una experiencia permanente de la autotrascendencia del sujeto. Al igual que Bataille, Foucault postula la necesidad de un lenguaje especial para expresar tal experiencia de una manera no discursiva, no dialéctica y, en última instancia, incluso no conceptual, que adopta una forma discontinua y aforística (Zenkin, 2019: 51).
Este “exceso” es entonces inexpresable en el mundo profano; si se “habla” de él es porque se le ha incorporado al dominio de aquello que lo rechaza. Por eso, además, hay que decir que este estadio (social y subjetivo) de lo indiferenciado, cuando “se dice”, nunca es abarcado en su pureza. Para “decir” algo sagrado hay que simbolizarlo, hacerlo parte del orden profano, esto es, desacralizarlo.
Así, el individuo que busca incesantemente su plenitud perdida, la experiencia de lo imposible, debe hacerlo dentro del orden simbólico, lo cual implica definir de antemano dicha búsqueda en la que “se le va la vida” al sujeto, como una empresa condenada al fracaso. Es decir, con la instauración del orden simbólico, con el nacimiento del sujeto y la sociedad, “ganamos acceso a la realidad, la cual es principalmente un constructo simbólico, pero el significado del significante “realidad”, lo real en sí mismo, es sacrificado para siempre. Ninguna identificación nos posibilita restaurarlo o recapturarlo” (Stavrakakis, 2007: 61) de manera plena. Sólo contamos con dispositivos de acceso parcial a dicha experiencia: la transgresión.
No hay entonces separación total posible respecto de este impulso excesivo. “Sensiblemente vivimos en su poder”, dice Bataille. De allí que, ante el fracaso del imperio de la prohibición, el orden social debe incorporar el levantamiento de la ley como modalidad de su conservación. En este sentido, podemos afirmar con Rebecca Robert-Hughes (2017: 157) que “hay una tendencia a la conservación incluso en los temas más explosivos y desafiantes a través de los cuales Bataille exploró la humanidad”. Así, dado que tanto el individuo como la sociedad dependen de procesos de diferenciación, jerarquización, lenguaje y restricción, esta violencia debe ser apartada. La forma de hacerlo es, ya lo dijimos, a través del establecimiento de prohibiciones o límites sociales que ordenan y jerarquizan la sociedad. No obstante, la noción de transgresión como exceso desbordado “no puede servir como una forma de distinguir los momentos de transgresión de su contención, precisamente porque no puede medirse de acuerdo con los parámetros típicos del espacio y el tiempo” (Igrek, 2018: 247). En dichos momentos,
[…] los individuos medios se reconocen imaginariamente como sujetos liberados de sus sujeciones. Es decir, como entregados a un movimiento de desencadenamiento que es capaz de establecer, ahí donde había entidades separadas, una comunicación tanto más profunda cuanto más irracional. O dicho de otro modo: que es capaz de inaugurar estados de multitud allí donde existía la polaridad estable individuo/sociedad (Tonkonoff, 2020: 123).
Habíamos dicho que hay orden social porque hay prohibición; ahora agregamos que hay orden social porque las prohibiciones que lo fundan pueden (y deben) ser transgredidas. Es esto lo que nos permite afirmar que esta imposible erradicación de lo excesivo hace del ordenamiento social un movimiento contradictorio de la prohibición y la transgresión (Foucault, 1999). O, en palabras de Bataille: “la transgresión organizada forma con lo prohibido un conjunto que define la vida social” (2007: 69, 122).
El modelo de estos dispositivos (libidinales) es la fiesta tal como la entiende Caillois (1949): un interludio en la vida cotidiana, hecho de excesos y de licencias, opuesto al tiempo habitual del trabajo y sus constricciones. Un segmento caótico cuya limitación y ritualización le otorgan un valor purgante, favorable a la reproducción societal e individual. De allí que haya podido afirmarse que el Individuo Soberano es en el espacio lo que la fiesta es en el tiempo. Y es que su función es liberar, atraer y reflejar sobre sí los afectos, emociones y creencias excedentes en ellos sujetos sujetados, y transformarlos en flujos de multitud. […] Su función es reunir y re-presentar públicamente las creencias y los deseos violentos que, de otro modo, permanecen difusos y rechazados en cada “pequeño individuo”. Su tarea es convocar y dramatizar aquellos estados afectivos e imaginativos en una operación catártica y espectacular (Tonkonoff, 2020: 122).
El mundo humano es entonces un ordenamiento en cuyo interior se manifiesta inevitablemente aquello que se rechaza y aquello que se prescribe, porque ambos campos (lo rechazado y lo prescripto) son parte del hombre: violencias y prohibiciones son parte del cuerpo individual y social. Por ello, el orden social contempla formas rituales para aplacar su aparición de manera momentánea. Ese aplacamiento y los mecanismos para controlar el regreso a dicha violencia son los elementos que hacen posible la sociedad humana. Bataille utiliza la figura de una danza para explicar ese orden discontinuo imposible que es la sociedad. Una danza en la que se da un paso atrás y luego un paso adelante, luego un paso atrás, y así se mantiene el movimiento. Un movimiento de oposición entre dos elementos no dialectizables, un movimiento que no puede ser superado por estar compuesto por “dos términos inconciliables […]: lo prohibido y la transgresión” (Bataille, 2007: 44).
El paso atrás es el “no” fundacional del que hablamos más arriba, la prohibición; el paso adelante es el surgimiento del deseo a la vez que el reconocimiento de la imposible renuncia a él. Dice Bataille que el hombre:
[…] con su actividad […] edificó el mundo racional, pero sigue subsistiendo en él un fondo de violencia. La naturaleza misma es violenta y, por más razonables que seamos ahora, puede volver a dominarnos una violencia que ya no es la natural sino la de un ser que intentó obedecer, pero que sucumbe al impulso que en sí mismo no puede reducir a la razón (Bataille, 2007: 44).
La liberación regulada de este impulso es la transgresión: violencia al interior del mundo de las prohibiciones (Bataille, 2007: 53). Dado el carácter excesivo del individuo y el orden social, se hace imprescindible incorporar mecanismos de “descompresión”, de expresión ritual de dicho exceso en el mundo profano -fundado en las distinciones claras, en las jerarquías y las posiciones- a fin de conservarlo. Lo interesante de este momento de apertura social, que cobra vida en la fiesta (Duvignaud, 1991), los sacrificios rituales (Mauss y Hubert, 2010), la guerra (Caillois, 1972), el erotismo (Bataille, 2007) y el arte (Kristeva, 2000), es que implica un momento de re-creación. Es decir, si bien se trata de reponer la situación mítica de indiferenciación social para acceder (de manera parcial y ritualizada) a esa violencia primigenia, también se trata de crear las condiciones de su goce, de evaluar sus implicaciones, riesgos y beneficios. Se trata, en definitiva, de un momento de apertura social que puede instaurar sentidos nuevos. La violencia inmanente exige el levantamiento de “esos vallados de lo ‘propio’ y lo ‘idéntico’, de lo ‘verdadero’ y lo ‘falso’, del ‘bien’ y del ‘mal’ que definen el ordenamiento social” (Kristeva, 1998: 42). En este sentido, transgredir implica levantar esos límites que protegen lo societal y lo subjetivo, lo cual “pasa a ser necesario para sobrevivir, porque las organizaciones simbólicas, como los organismos, perduran a condición de que se renueven y gocen” (1998: 42).
Ahora podemos decir que la transgresión es el momento “político” de incorporación parcial de ese goce prohibido; es el momento de levantamiento de los límites que producen sociedad y sentido con la finalidad de afirmarlos nuevamente. “Lo que es de suma importancia es que la pérdida de control es necesaria para el posterior restablecimiento y mantenimiento del orden social y la comunidad” (Ayra, 2012: 34). Momento político que trata de re-crear las condiciones de instauración de la prohibición para confirmar su necesidad, su razón de ser: abrir el “juego” a la pérdida de la diferenciación permite re-crear los peligros de dicho estado mítico de “locura” social para volver a separársele. Esta forma de comprender la transgresión “ofrece un correctivo a la idea recibida de que perder el control es un acto incesantemente negativo y destructivo, y en su lugar propone que es esencial para la renovación de los lazos comunales y, por lo tanto, pertenece al corazón de la sociedad” (2012: 36).
La transgresión implica entonces no sólo recrear, en el sentido de repetir, sino también re-crear en el sentido de construir nuevos límites. De allí la indicación de Kristeva de la imposible supervivencia de todo organismo social que no se redefina en el goce. Transgredir implica entonces resimbolizar lo social y lo subjetivo incorporando parte de aquello que fue excluido. Transgredir es rebelarse “contra el Uno […] abrir una pregunta que es la de una estructuración diferente de la subjetividad” (Kristeva, 1998: 42). “Adoptando el lenguaje lacaniano, se podría argumentar que (lo que venimos exponiendo) es una explicación de la subjetivación, es decir, el proceso de transición del sujeto de la agresión imaginaria a la sujeción al gran Otro qua ego ideal” (Gordienko, 2017: 12)
En su definición de “lo político”, Chantal Mouffe (2011: 15-16) señala que, en términos filosóficos, “la política se refiere al nivel óntico, mientras que lo político tiene que ver con el nivel ontológico. Esto significa que lo óntico tiene que ver con la multitud de prácticas de la política convencional, mientras que lo ontológico tiene que ver con el modo mismo en que se instituye la sociedad”. La transgresión, en pocas palabras, pone de manifiesto la posibilidad de otros sentidos sociales excluidos, los presentifica. Así, la sociopolítica de la transgresión tiene el sentido otorgado por Foucault a la misma: “se trata de una búsqueda de nuevos caminos después de la muerte de Dios” ( Van Stralen, 2006: 61) . La transgresión es un momento propiamente “político” en tanto cuestiona los fundamentos primeros de ese nivel ontológico social: las prohibiciones fundamentales. Pero ¿puede una sociedad o un sujeto matar permanentemente al padre? En la siguiente sección nos preguntamos: ¿hacia qué meta progresa una sociedad para tener que apoyarse en la transgresión?
Conclusión: la transgresión como momento político
La prohibición es la frontera constitutiva de lo societal. Su marca establece el inicio y el final de lo profano. Pero además de ser frontera de exclusión es principio ordenador: construye jerarquías y polaridades que ordenan y estructuran la sociedad como sistema de creencias, valores y sentimientos. Del lado de acá de la prohibición: lo profano. Del lado de allá: lo sagrado, vale decir, lo prohibido. Y en la lectura psicoanalítica que venimos haciendo de la propuesta batailleana, podemos decir, además: lo deseado.
En este sentido, si bien dijimos que la transgresión implica la apertura de los límites sociales, ahora señalamos que dicha apertura obedece tanto al crecimiento de las pasiones colectivas que piden satisfacción, su cuota de violencia desordenadora, como a la necesidad sociopolítica de ordenar el mundo, de expulsar la violencia. Esa válvula de escape cobra figura en la transgresión.
La plétora sexual es la metáfora usada por Bataille: ante la acumulación de deseo, y la imposible satisfacción de este porque su objeto está fuera del alcance, es necesario definir las condiciones de un cruce ritual de fronteras que permita al sujeto deseante experimentar aquello que le está prohibido sin que ello suponga su destrucción. Esto es: vivir la experiencia de la soberanía sin perderse en ella. Así, una idea se desprende del análisis precedente: lo sagrado no trasciende la sociedad, trasciende lo profano. Pues, según lo que hemos señalado, la sociedad no es sólo mundo profano, no es sólo mundo de la prohibición y del trabajo, sino que también está compuesta por el campo de lo sagrado, del exceso y el gasto. Es en esa dirección que Daniel Castaño Zapata y Natalia Súñiga (2014: 235) afirman que:
la noción de transgresión ritual de Bataille puede entenderse como una herramienta de contención privilegiada de la tensión social constitutiva; como el mecanismo que permite regular el restablecimiento de la violencia, ese tipo de violencia que se había eliminado para que la sociedad exista, abriendo el camino para mantener, renovar y reproducir el orden social.
En las páginas precedentes hemos explicado por qué la transgresión ritual mantiene y reproduce el orden social en tanto válvula de escape de la energética social. Ahora, en esta sección final, queremos mostrar las condiciones teóricas de la renovación social emergente de procesos de transgresión.
Como horizonte político, una sociedad que incorpore la transgresión como núcleo constitutivo de su renovación (así como en otros modelos teóricos ha sido la contradicción dialéctica) sólo es posible, ya lo advertía Foucault, luego de la muerte de Dios. Esto es, una vez cuestionado todo fundamento último de la autoridad, una vez relativizadas las prohibiciones fundamentales. En el modelo expuesto, Bataille sugiere la posibilidad de un cuerpo social acéfalo. En sus palabras:
[…] la única sociedad llena de vida y fuerza, la única sociedad libre, es la sociedad bi o policefálica que da a los antagonismos fundamentales de la vida una salida explosiva constante, pero limitada a las formas más ricas. La dualidad o multiplicidad de cabezas tiende a lograr en un mismo movimiento el carácter acefálico de la existencia, porque el principio mismo de la cabeza es la reducción a la unidad, la reducción del mundo a Dios (Bataille, 1985: 199).
En una sociedad de este tipo, la multitud heterogénea unida por el Nombre del Padre pierde consistencia, de manera que la propuesta poli o acefálica batailleana cuestiona directamente el principio de point de capiton en Lacan, o de significante amo en Laclau, como fundamento de la comunidad política. Esto resulta interesante si pensamos en la cercanía que veníamos estableciendo entre los modelos psicoanalíticos y la transgresión. Este cuestionamiento radica en que la estructura de la masa freudiana está modelada sobre un modelo piramidal, jerárquico y orgánico en que la metáfora del cuerpo humano se mantiene. En dicho organismo, el líder (o el significante amo) cumple la función de la cabeza ocupando el lugar de máxima jerarquía. Este padre social garantiza la consistencia del universo simbólico y une a los sujetos en torno a un principio organizador. Es conocido el chiste político que cuenta cómo luego de que a una enorme masa en manifestación le comunican la muerte de su líder, los sujetos allí reunidos se miran entre ellos y se preguntan: “¿Ahora qué hacemos 3 000 personas solas?” Esa es la función del líder o la idea articulatoria para autores como Freud, Lacan, Laclau y Slavoj Žižek: brindar coherencia representacional y afectiva. Un punto de anclaje en torno al cual se organiza el mundo. Pero en este punto Bataille se desprende de esta tradición, pues su concepción de soberanía:
[…] le lleva a proponer una nueva figura de lo humano, el hombre acéfalo que descubre una libertad imperiosa en el acto de renunciar al asiento de la razón, su obra produce enormes consecuencias no sólo para la teoría del sujeto, sino también para la reconceptualización de la cuestión misma de la relación (y, por tanto, de la comunidad) que […] condiciona la investigación filosófica sobre la esencia de lo político (Gordienko, 2017: 3).
Este condicionamiento de lo político supone un conflicto entre la necesidad de fronteras sagradas que definan el orden simbólico como organizado en torno a exclusiones fundamentales y la creencia en la posibilidad de recuperación de lo excluido por (y en) el surgimiento de la comunidad política. Así, llevado al análisis político, el subjetivismo de Bataille produce simultáneamente la imposibilidad misma de la política (al carecer de centros fijos organizadores) y la posibilidad de un nuevo fundamento de lo político (al abrir el campo a la experiencia de lo nuevo). En ambos casos (la imposibilidad y la posibilidad política), el problema con el cual debe lidiar una teoría política de la transgresión es el de formar identidades mediante su constante cuestionamiento. Ya se sabe: la sociedad es necesaria e imposible al mismo tiempo (Laclau y Mouffe, 2004), pero la propuesta de Bataille radicaliza dicha imposibilidad, pues la difuminación de la identidad (bien sea social o subjetiva) tiene consecuencias para la conceptualización de la comunidad, pues implica una decapitación del cuerpo político (Gordienko, 2017: 14).
En este sentido, tal vez la propuesta batailleana de una comunidad de transgresión sea sólo una exploración teórica. Algo que ya advertían autores como Andrey Gordienko (2017) con su propuesta de una comunidad acefálica, Jean-Luc Nancy (1991) y su comunidad inoperante, y Maurice Blanchot (2002) en su propuesta de la comunidad inconfesable. Pero a la vez, la gran potencia sociopolítica de la transgresión no pierde vigencia en su dimensión subjetiva, pues postula la apertura política a “un más allá del sujeto”, una ética que más que en el discurso del padre sea orientada por la experiencia interior. Esto implica entonces pensar que, si no es posible construir estructuras carentes de límites y puntos de anclaje, sí lo sea pensar sujetos que se abran a un más allá de esas estructuras: la vía de acceso a esa experiencia del límite es la transgresión. La latencia y pertinencia de esta línea analítica pulsa en los últimos escritos y seminarios de Foucault, y constituye todo un programa de investigación. Algo así es lo que sugería Lacan (1988: 104) al señalar que “tenemos que explorar lo que, a lo largo de los años, el ser humano ha sido capaz de elaborar transgrediendo la Ley, y ponerlo en relación con ese deseo que transgrede el lazo de prohibición, introduciendo de esta manera, por encima de la moral, una erótica”.