El proceso de juego mutuo entre estructura sociocultural y agencia humana, dado en el capitalismo histórico comenzado en el último cuarto del siglo XX, no sólo ha transformado la estructura institucional de las sociedades en mercados casi totales, sino que también ha introducido nuevos contenidos morales en la agencia económica, con sus consecuencias en las prácticas de los individuos (Archer, 2009). Una de esas transformaciones de la agencia económica es la emergencia del cliente déspota, como extremo del “cliente-rey” de la sociedad del híper consumo (Lipovestky, 2007). Este cliente déspota tiene un elemento nuevo respecto a las anteriores identidades de los consumidores: que la relación con el objeto y el servicio se basa en su amoldamiento a la identidad personal, incluso de su “fase de ego” más sensorial y menos sometida a normas sociales, como el “Yo”(Mead, 1991; Archer, 2000), comenzando a desligarse de los vínculos del consumo conspicuo, cuya ostentación era social o en referencia al otro generalizado o significativo (Riesman, Glazer y Denney, 2001). Esta adecuación hace que la experiencia mercantil genere una nueva expectativa moral en los clientes, como el derecho a la confortabilidad personal. El cliente actual tiene como elemento central de evaluación, de lo que le exige al mercado, a la confortabilidad personal, como un servicio y producto que debe ser totalmente amoldado a sus deseos. Este derecho a la confortabilidad personal es una expectativa radical que, como nuevo contenido moral en la agencia económica, está dando curso a un nuevo conflicto social. Este conflicto aparece de tanto en tanto en los pasillos de los centros comerciales y las plataformas de ventas de Internet, mostrando sus rastros por medio de los reclamos y quejas por servicios y productos no ajustados a las expectativas personales de los clientes. Reclamos que van desde declaraciones de insatisfacción a airadas amenazas colgadas en alguna plataforma digital. A tal punto, que el ejercicio de la demanda se ha convertido en una paradoja para las empresas, pues necesitan la preferencia de los clientes para poder mantenerse como organización económica, y al mismo tiempo estos pueden ser fuentes de amenazas indirectas o directas para la empresa, la marca y, sobre todo, los trabajadores de trato directo e indirecto (Dupuy, 2005).
De hecho, no sólo hay exigencias de personalización hacia las empresas, sino que la situación se desborda a situaciones de violencia abierta, pues los clientes presentan la disposición de generar agresiones verbales y físicas a los trabajadores de trato directo. Esto es un problema ya incorporado en los procesos de trabajo de algunos sectores económicos, por lo que se deben aplicar capacitaciones especiales para que los trabajadores “sean capaces de soportar situaciones de alta tensión, y lograr la regulación emocional necesaria para atender bien a un cliente, luego de haber recibido un mal trato de parte de un cliente anterior” (Uribe-Echavarria y Morales, 2010: 101). Siendo un problema global, hace 20 años los sindicatos ingleses reconocieron “un incremento en la incidencia del abuso verbal y la violencia física por parte de los clientes, con uno de cada cinco trabajadores sujetos cada año a ataques violentos o abusos en el trabajo” (Trade Union Congress, 1999, en Walter, 2015). Hoy hay campañas para evitar el hostigamiento laboral en Reino Unido (Trade Union Congress, 2018). Según la Agencia Europea de Salud y Seguridad en el Trabajo, la segunda preocupación de los empresarios europeos, con 51% de las menciones, son: “Las confrontaciones con clientes, pacientes, alumnos difíciles, etc.” (Walter, 2015: 76). Este mismo panorama se repite en Argentina con el caso de la encuesta etea 2009, en la que las personas declararon que la principal fuente de violencia hacia los trabajadores fue de parte de “los clientes, pacientes, alumnos, público, etc.”, con 19.9% de los casos (2015: 58). En otra industria, el transporte público urbano de la ciudad de Santiago de Chile, las cifras resultan alarmantes, con reportes de violencia de los usuarios hacia conductores, casi 10 años después de la puesta en funcionamiento del sistema: insultos (81.4%), amenazas (64.5%), humillaciones (58.8%) (Piñol, Jiménez y Cisternas, 2016: 13). De hecho, el fenómeno se extiende también al área de salud, pues las agresiones al personal en los centros hospitala-rios son muy comunes; los trabajadores de trato directo son los más agredidos por pacientes y acompañantes (García Roncero, 2011; Paravic, Valenzuela y Burgos, 2004). Esto se repite en la industria de venta de combustible (Ceballos y González, 2016), y es una preocupación emergente y relevante entre los trabajadores del retail (Soto, Stecher y Frías, 2021).
Curiosamente, los grandes argumentos de las relaciones entre producción y consumo u oferta y demanda no han tenido como objeto consideraciones sobre posibles relaciones conflictivas o agresivas entre oferentes y demandantes, con la posible excepción de Max Weber (1985), aunque en este argumento se trata de clases en contradicción general como acreedores y deudores. La teoría económica, en general, proyecta un equilibrio voluntario y racional en las versiones optimistas del mercado, como la teoría del equilibrio entre oferta y demanda, o una relación de conducción económica por parte de los consumidores, como “soberanía del consumidor”, que permite resolver el problema económico (Roll, 2000; Von Mises, 2011). Las versiones sociológicas han planteado un desequilibrio, como dominación de la producción sobre el consumo, poniendo énfasis en los procesos de generación de las necesidades humanas. Así, desde la idea de “industria cultural” se encuentran argumentos que cuestionan la legitimidad de las necesidades o deseos, por una dominación de la producción (Horkheimer y Adorno, 1971; Marcuse, 1965). Incluso, aparecieron argumentos basados en el manejo de necesidades profundas de identidades sociales, conocidas y estimuladas por las empresas y publicidad (Packard, 1970). En la misma línea está el plano de representación simbólica asociada al consumo como estatus adosado a los objetos o a las marcas, con lo que el consumidor es un “buscador de estatus” (Packard, 1971; Veblen, 2012; Riesman, 1965; Baudrillard, 2007; Bourdieu, 2003). De este modo, en principio, nada dentro de la relación entre oferta y demanda, que han tematizado el objeto o la necesidad o los precios y el modo de pago, puede hacer suponer que tenga la capacidad generativa de la conflictividad destacada, ni qué decir de las reacciones agresivas y/o violentas, puesto que los responsables ni siquiera son “consumidores frustrados” en el sentido de Zygmunt Bauman (2009), como individuos retirados del ejercicio del consumo, pues los clientes déspotas están comprando.
Un argumento que intenta explicar este conflicto es el uso “mítico” del argumento de la “soberanía del consumidor” producido por la misma industria (Korscinsky y Utt, 2004). Sin embargo, presenta el problema de ser un argumento paradójico, pues por un lado es mito encubridor de la realidad como “subjetivación” (Martuccelli, 2013) y al mismo tiempo genera violencia hacia los trabajadores. Sin embargo, hay una posibilidad de poder seguir esta pista, evitando el problema de la relación entre producción y consumo como poder subjetivante, para volver sobre el efecto de socialización que genera la forma institucional e histórica en que se desarrolla la compraventa. Esto significa reconsiderar la distinción entre consumo y adquisición como actos distintos en el capitalismo; la característica central de este sistema económico es la forma institucional de adquirir bienes y servicios como generalización de las transacciones de compraventa. Así, las personas en el mercado primero son clientes y luego consumidores, momento en el cual se consumen los objetos y servicios, que han sido adquiridos como mercancía. La proliferación de la forma mercancía de los bienes y servicios es la gran característica capitalista y de la sociedad de consumo actual (Marx, 2006; Polanyi, 2009). De este modo, una explicación a esta nueva conflictividad puede observarse en las nuevas posibilidades de acción que la relación institucional del mercado confiere a los clientes. Esta pauta institucionalizada da cuenta de las posibilidades de acción de los agentes en el proceso de intercambio de mercado, independiente del objeto o servicio deseado. Así, en algunos mercados se puede regatear y en otros no; en algunos se puede pedir extensión de tiempo en garantías sobre el producto y en otros se puede aplazar los pagos de modo informal. Incluso, como intentaremos demostrar, en el mercado actual el problema se asienta en la experiencia total de la transacción, incluyendo el bien, la forma de pago y garantías posteriores, además del marketing como forma de atracción y mantención de la compra, junto con el servicio de atención directa al consumidor; incluso una marca de un objeto que no se consume debe mantener una campaña acorde a un estándar. Ese estándar es la confortabilidad personal de los clientes.
Así, se puede sostener la hipótesis de que el desarrollo de modelos de atención de clientes derivado del marketing relacional como estructura microsocial, complementario a la alta capacidad de singularización de las oferta de bienes materiales (Karpik, 2021; Streeck, 2017), enmarcados dentro del contexto macrosocial derivado de las reformas neoliberales, ha ampliado las posibilidades de acción del cliente frente a la oferta, pues estos nuevos marcos estructurales condicionan la oferta a generar confortabilidad personal en los clientes. Esto se produce porque las empresas, para mantener la selección de sus clientes, montaron una experiencia en la interacción mercantil de adaptación plena a los deseos de los demandantes en procura de su satisfacción, intentando garantizarse la continuidad de la preferencia. Esto le confiere a quien es cliente unas expectativas de derecho a la confortabilidad personal frente a las prestaciones de la oferta, lo que genera una situación de subordinación situacional entre oferentes y demandantes. De este modo, las perturbaciones de los deseos de los clientes se transforman en perturbaciones de sus derechos, lo que genera reclamos y quejas que pueden llegar a la violencia física. Así, se configura un nuevo conflicto social haciendo que una transacción no ajustada a los deseos del cliente pueda involucrar irritación, agresión y violencia.
Estructura y agencia: condicionamiento, subjetividad y reflexividad
Para plantear este argumento se debe dar cuenta de una teoría que lo pueda sustentar; por supuesto, no es la única forma de explicarlo y tiene elementos que se han repetido a lo largo de la teoría social, pero tiene la posibilidad de poner en perspectiva la problemática relación entre individuos mediados por la estructura social. La teoría social que servirá de soporte es la del realismo morfogenético de Margaret Archer; esta teoría realiza un argumento basado en una relación de juego mutuo entre la estructura y la agencia, como elementos analítica y ontológicamente diferenciados, incluyendo en su modelo procesos de transformaciones de la estructura y de la agencia (Archer, 2009, 2013). Esta relación es modelada en una relación temporal que presenta tres fases, donde se relacionan agencia con estructura sin caer en la “falacia de la conflación”, la cual se basa en la liquidación de uno de los términos de la relación, lo cual desaparece la relación por medio de un imperialismo conceptual (2009). Para mantener la relación entre partes, se debe dar cuenta de los elementos y ordenar la relación; de este modo, Archer argumenta el juego mutuo de agencia y estructura, distinguiendo las fases condicionamiento de la estructura hacia la agencia; interacción entre estructura y agencia, y elaboración estructural derivada de la agencia (2009, 2013). Dado esto, la primera fase de relación entre estructura y agencia es la de condicionamiento sociocultural, la cual se manifiesta de forma material y cultural. En este proceso práctico se forma la subjetividad histórica de los agentes y con esto elaboran reflexivamente sus proyectos (2000). La segunda fase es el inicio del juego mutuo práctico como una fricción entre agencias y estructuras, comenzando un proceso de morfogénesis o de morfoestasis de la estructura, lo cual depende de los cursos de acción que la agencia desarrolle mediante la reflexividad. La tercera fase es la reelaboración de la estructura por parte de la agencia, sin que esto implique que la estructura sea un espejo del diseño agencial, pues se formarán nuevas configuraciones no deseadas ni posibles de prever, ya que son un resultado emergente de las relaciones de instituciones formales e informales. Con esto quedan diferenciados y se plantea la posibilidad de una relación de juego mutuo.
Desde este punto de vista, las características del condicionamiento estructural se pueden entender como “una influencia objetiva que condiciona patrones de acción y entrega a los agentes una guía direccional estratégica” (Archer, 2009: 269). Esto contiene una serie de atributos condicionantes para la subjetividad y la reflexividad de los seres humanos, como: 1) la “ubicación involuntaria”: “literalmente nacemos con posibilidades vitales que están definidas por distribuciones previas de recursos materiales; esta es nuestra situación T1” (2009: 275); por ejemplo, la posición de los individuos en la estructura de clases; 2) los “intereses creados”, “características objetivas de sus situaciones que entonces los predisponen a cursos de acción diferentes e incluso hacia trayectorias de vida” (2009: 277), lo que implica que son intereses derivados de la estructura, no de los sujetos, los cuales pueden perseguirse o no; 3) los “costos de oportunidad”, las constricciones o habilitaciones que se establecen en los cursos de acción de los sujetos por parte de los intereses creados de su posición. De esta manera, “los costos de oportunidad ejercen su influencia; primero en el logro del proyecto y segundo sobre qué proyectos pueden perseguirse” (2009: 280-281); 4) los “grados de libertad interpretativa”, las posibilidades de acción que se generan a partir de los marcos valorativos que generan los sistemas culturales. Los individuos, dados estos marcos, actuarán previa evaluación que hayan realizado.
Estos atributos del condicionamiento estructural y cultural distribuyen y diferencian socialmente a los individuos; dada cada situación estructural, estos ejercerán los roles históricos y específicos que estarán dentro de sus posibilidades estructurales. Iniciando y desarrollando un proceso de formación subjetiva, resultante de los roles estructurales que realizan, los cuales van incorporando mediante el ejercicio práctico de estos, dando cuenta de identidades personales, como configuraciones de las identidades sociales incorporadas y valoradas finalmente por los mismos individuos. Esto, por supuesto, no es la primera vez que aparece como argumento en sociología, pues puede verse de modo continuo en diversas tradiciones teóricas. El paso diferenciador de la teoría viene después, pues no debe entenderse esto como una sobresocialización de la estructura a la agencia, ya que existe un límite dentro de la agencia individual, que permite procesos de cambios de acción derivados del diseño de estas, abriendo caminos a la fase dos. Esto se basa en los resultados de la reflexividad humana como “conversación interna”: “Esta capacidad personal [es] la que nos habilita para ser autores de nuestros propios proyectos en la sociedad” (Archer, 2003: 34). La conversación interna o reflexividad permite cambios en los compromisos con las identidades sociales que personificamos, además de enfrentamientos internos entre contenidos de las mismas identidades, lo que da cuenta de una posibilidad de cambio latente dependiendo de la conversación interna de los sujetos: “Siempre puede ser hoy el día en el cual renovar o cambiar nuestros compromisos a las identidades sociales que hemos asumido: inexorablemente es uno o lo otro, precisamente porque la personificación tiene que ser un proceso activo y reflexivo, invistiendo nuestros roles de nuevas e improvisadas maneras hora por hora” (2000: 303).
De este modo, la configuración estructural de la sociedad forma la configuración de la identidad personal, donde se generarán regularidades en las acciones, pues los diseños de acciones derivarán de sujetos que han tenido procesos de socialización con diversos grados de similitud y diferencia. Y, sin embargo, las combinaciones de contenidos en la reflexividad social no se pueden saber a priori, por lo que no podemos anticipar totalmente las acciones. Por supuesto, todos los roles que los individuos ejercerán de modo práctico transmitirán pautas procedimentales y móviles morales propias, que son incorporadas como identidades sociales, las cuales nutren las identidades personales para la elaboración de proyectos de vida mediante la conversación interna. Para esto debe ocurrir que una o más de las identidades sociales que se personifican en la vida social sea objeto de un compromiso mayor. Esto hace que la identidad personal siempre sea un producto emergente de las identidades sociales, que puede estar sometida a cambios dependiendo de las relaciones que se tengan con la estructura social y la reflexividad que genera, donde el asunto del mundo que es importado como objeto de reflexión es auscultado con los contenidos presentes en la identidad personal de los individuos, lo que diseña un tipo de acción que reproduce o contraviene la estructura como efecto emergente.1
La sociedad de consumo y los espíritus del consumidor
La “sociedad de consumo” describe el vuelco de las personas como masas hacia el mercado en procura del bienestar objetivo y subjetivo, basado en la adquisición y el uso de bienes y servicios. Hay una tradición de trabajos desde diversas disciplinas con discusiones históricas sobre el origen; económicas en términos productivos y organización del trabajo; sociológicas sobre el sentido de la acción del consumo con alcances incluso psicosociales (Pla Vargas, 2012). Debe cumplirse una serie de características para poder sostener que se ha configurado una sociedad de consumo: 1) hay un aumento de “las posibilidades de mayor margen para reproducción social ampliada -concretada en bienes de consumo ociosos y no ligados directamente con las necesidades productivas básicas”; 2) “la producción no está dirigida sólo a una élite, es decir, se produce para un consumo masivo”; 3) “la identidad social de los sujetos está condicionada en buena medida por el qué se consume”; 4) “la mercantilización de las relaciones, de manera que crecientemente el consumo pasa por la compraventa” (Callejo en Pla Vargas, 2012: 90).
Con esas condiciones, seguiremos la pista dejada por Gilles Lipovetsky con sus fases del consumo, donde se destacan algunas razones de los sujetos para consumir, e incorporaremos algunas variaciones que parezcan relevantes, para poder despejar el punto que nos interesa realizar. Así, tratando de abrirnos paso en el proceso de estructuración de las sociedades de consumo, distinguiremos cuatro tipos de razones de consumo, basadas en características relevantes como cambios en los patrones de consumo, tanto en objetos como en servicios. Esto no significa que estas razones no hayan existido antes, pues el consumo conspicuo o de “distinción valorativa” (Veblen, 2012: 29) es de larga data, como modo de marcar la distancia social. Además, el consumo por necesidades básicas es la base general donde comienza el consumo, además de poder ser fuente de “éticas del consumo” en la actualidad, aunque en un sentido moral y político. La diferencia central es la masividad de la razón de consumo. Debemos agregar que se pueden dar históricamente todas ellas en la misma sociedad, por lo que diversas clases de modo contemporáneo podrían estar desplegando acciones con base en alguna de estas razones. Las razones de consumo que pueden distinguirse en general son: 1) la razón por carencias objetivas; 2) la razón por estilo o gusto; 3) la razón por novedad objetiva; 4) la razón por confortabilidad personal.
La razón por carencias objetivas se basa en la exclusión de las masas del consumo del “paquete estándar” de la sociedad de consumo de masas (Riesman, 1965: 27). Este momento está marcado por la producción masiva y serializada de bienes, que aumentan el bienestar material mediante el reemplazo tecnológico del esfuerzo humano, generalmente en el interior del hogar. En este momento no hay demasiada variación en el paquete estándar, las diferencias pueden ser más cuantitativas que cualitativas entre las distintas clases sociales. Si hay un lema que representa a esta etapa, es: “Los clientes tendrán un auto del color que quieran, ¡siempre y cuando lo quieran negro!” (Ford en Coriat, 1993: 26). La producción es relativamente homogénea y el intento es superar las condiciones de carencias, dando cuenta uno a uno de los elementos del paquete estándar, lo cual puede ir desde vivienda propia a poder pagar una carrera de tercer ciclo a los hijos. De más está decir que hoy aún esta situación se mantiene en los sectores que están sometidos a situaciones de pobreza o que están recién saliendo de ella.
Según Lipovetsky, es en este momento cuando se forman las primeras masas de consumidores de marcas: “La aparición de las grandes marcas y de los productos envasados transformó profundamente la relación del consumidor con el minorista, que perdió las funciones que hasta entonces le estaban reservadas: no será ya del vendedor de quien se fíe el comprador, sino de la marca” (2007: 25). Los elementos nuevos ante los ojos del consumidor son el arsenal de mercancías serializadas, las marcas asociadas a los productos, grandes almacenes para ir a comprar y la norma del modo de vida estándar, que se distingue del modo de vida carente, tal como advierte Richard Hoggart: “Los trabajadores querían esos bienes y servicios no por codicia, movidos por el deseo de poner sus manos en los productos deslumbrantes de la sociedad tecnológica, sino porque la falta de esos bienes y servicios hacía difícil que se pudiera llevar una vida ‛decente’; sin ellos la vida era una lucha dura y constante para ‛mantener la cabeza fuera del agua’” (2013: 185). Este tipo de consumo tiene como referencia los hogares y su relación contrastada con el logro del paquete estándar de los hogares de otras clases sociales.
La segunda razón es la masificación del consumo por estilo, momento en que se abren paso la segmentación de mercados y la diferenciación de estilo, comenzando el proceso de estetización y diferenciación del paquete estándar. Según Lipovestky, la bajada del paquete estándar a segmentos poblacionales recién llegados a la producción serializada y masiva preparó la caída de las barreras morales que bloqueaban los cambios en el estilo de vida: “Se vienen abajo a gran velocidad las antiguas resistencias culturales a las frivolidades de la vida material comercial. Toda la maquinaria económica se pone aquí en juego a través de la renovación de los productos, del cambio de modelos y estilos, de la moda, el crédito, la seducción publicitaria” (2007: 31). Con la diferenciación comenzará la variación del modo de vida estándar, abriendo camino al problema de la representación simbólica que tienen objetos y marcas, tal como sostiene David Riesman: “El paso del Plymouth al Buick no es sólo de precio, sino quizá más aún de estilo: la línea de Chrysler, como tienden a demostrar recientes investigaciones de mercado, apela a lo tranquilo y estable, mientras que la línea General Motors a lo más ambicioso y de relumbrón” (1965: 52). El problema del estilo o del gusto se impone como norma social asociada por distinción al otro, pues finalmente la ostentación y la distinción siempre se ejercen hacia otros, como en el clásico argumento de Pierre Bourdieu: “No existe, pues, nada que distinga de forma tan rigurosa a las diferentes clases como la disposición objetivamente exigida por el consumo legítimo de obras legítimas, la aptitud para adoptar un punto de vista propiamente estético sobre unos objetos ya constituidos estéticamente” (2003: 37). De este modo, la elección se realiza frente a un arsenal de mercancías altamente diferenciado; existen representaciones adosadas a los objetos, donde la elección se vuelve distinguidora de la posición social como estatus. Este elemento no sólo avanza sobre los objetos nuevos; de hecho, luego de incorporarse a la clase nueva se debe resolver no sólo el problema del gusto, sino el de aparecer como recién llegado; ostentar antigüedad dentro de la posición puede objetivarse, pues se pueden incorporar objetos con la pátina del tiempo dentro del teatro social que es el hogar: “El gusto por lo antiguo es característico del deseo de trascender la dimensión del triunfo económico, de consagrar en un signo simbólico, culturalizado y redundante, un triunfo social o una posición privilegiada” (Baudrillard, 2007: 23). Por supuesto, la ostentación del estilo de vida es parte de esta razón, así como los artículos de lujo, los cuales tienen la característica de ser objetos escasos. El límite radical de estos son los objetos de oferta única, los cuales, por su propia condición, no pueden ser adquiridos por todos y funcionan casi al punto de asegurar privilegios estamentales.
El tercer tipo de razón de consumo es la elección por novedad objetiva. Este tipo de elección del consumo hunde sus raíces en lo que Vance Packard (1970) denominó las “necesidades profundas” de los individuos: estos adquieren y consumen como modo de llenar vacíos subjetivos internos basados en sus identidades sociales, remarcando la individualidad de la razón y la relación del consumo con la industria publicitaria. Bauman (2009: 89) ha sostenido que se trata de un “homo eligens”, que está condicionado como individuo a perseguir sus deseos y anhelos de modo compulsivo, constantemente atrapado por una novedad que no cesa, pues los nuevos objetos adquiridos son vertiginosamente adquiridos y desechados. Este tipo de consumo ya no reconoce la diferencia jerárquica de estilos que implicaba la forma modal; ahora existe una cacofonía de estilos, todos posibles de adoptar para todos en diferentes momentos, sólo hay novedad redundante de los estilos. De este modo se vacía el estilo como modo de conexión con el otro generalizado de la sociedad mediante la representación, pues este no tiene mayor forma que la renovación circular acelerada. Así, consumir es estar en contemporaneidad con los avances del mundo y es una compulsión de carácter emocional, al punto que Bauman la trata como una “economía del engaño” que “apuesta a la irracionalidad de los consumidores, y no a sus decisiones bien informadas tomadas en frío” (2009: 72). De este modo, el inmenso arsenal de mercancías, diversas y segmentadas con representaciones adosadas de estilos de vida, es puesto en exhibición para motivar constantemente “la vocación del consumidor” que “se satisface ofreciéndole más para elegir, sin que esto signifique necesariamente más consumo” (1999: 53). En esta elección, el consumo comienza a ego centrarse, como modo de escapar por parte del sujeto de su propia obsolescencia programada, sea esta social o natural. Esta razón implica un paso más allá de la diferenciación del paquete estándar: ya no sólo hay que intentar subir en la escala social del consumo como modo de integración, sino además estar conectado con un mundo en cambio permanente. Sin referencia a nadie que no sea un otro generalizado como mundo, el infierno es no poder seguir eligiendo y atrasarse, además de ser un consumidor frustrado.
La cuarta razón marca una extensión del consumo ego centrado, sólo que ahora se instala sobre sus sensaciones de confort subjetivo. Manteniendo todas las características anteriores, ahora se trata de transmitir confort en la experiencia del individuo. Así, la nueva razón del consumidor no sólo comienza y termina en sí mismo, perdiendo el intento subjetivo de conexión con el otro generalizado, sino que apuesta a una experiencia cómoda para el individuo, lo que implica una conexión a la medida del individuo: “maximizar la ‛compra-placer’: rotación rápida de las series, puesta en escena de los productos, animaciones diversas, calidad del entorno, bar y restaurante, calidad del conjunto. Antaño concentrada en las estrategias sobre el precio, la gran distribución comienza a poner en el primer plano de sus prioridades la satisfacción personal del cliente” (Lipovetsky, 2007: 76). Todo el acto de consumo se ha personalizado, adecuándose a “las “funciones de utilidad particulares” de los clientes (Streeck, 2017: 125).
El proyecto de búsqueda del confort personal está mediado por las sensaciones que puede ir ofreciendo el mercado de forma total a la demanda total, al punto que se puede elegir los estados de ánimo directamente desde los comercios de fármacos, poniendo fin a los estados emocionales negativos con un par de pastillas que hagan sonreír a pesar de las tristezas del mundo (Lipovetsky, 2007: 51). La confortabilidad es parte de la experiencia que deben provocar los servicios y objetos que pueden entregar las empresas. No tenga temor a sufrir profundas angustias y depresiones por fracasos al perseguir logros personales, pues el mercado le provee suficientes fármacos que le pueden ayudar a volver a un estado de confortabilidad, además de proveer espacios-programados que lo hagan sonreír en un viaje como “‛pequeñas aventuras’ compradas à forfait, sin riesgos ni inconvenientes” (2007: 57). Todo para su confort personal sin perturbaciones, ya que se diseñó la experiencia a tal nivel que se programó la memorabilidad de los eventos con curvas dramáticas planificadas y controladas.
El mercado de la confortabilidad personal: disolver toda perturbación personal
La razón confortable que ha configurado Lipovestsky como parte de la sociedad del híper consumo tiene al elemento de experiencia subjetiva de un mullido mercado como condición central para el despliegue de la acción de consumo. Esta confortabilidad objetiva es lo que pueden generar las “catedrales del consumo” (Kowinski en Rizter, 1996: 19). Aunque en los templos aún hay que adaptarse, en este caso, adelantado el punto, se trataría de la catedral del dios del yo. De este modo, lo mullido del mercado se radicaliza, al punto de disolver el problema de los errores en la elección en los consumidores, que es el gran objeto en disputa por parte de las empresas, pues en la confortabilidad personal la elección de consumo no debe contener peligros ni riesgos. Y la única forma de realizar esto es adecuar todo el proceso a los deseos de los clientes como elemento presente, además de su proyección como situación futura como una personalización directa de la oferta de bienes y servicios.2 Así, el mercado debe llegar a ser una extensión personal plena de los deseos y anhelos de los clientes, sin tener que pasar por el problema de discernir elecciones, pues siempre hay un riesgo de error de insatisfacción. De este modo se atenuará el problema de elegir y equivocarse, manteniendo el anhelo subjetivo sin perturbaciones presentes o futuras.
Un rastro del proceso de la formación del mercado de la confortabilidad personal se puede encontrar en el diseño de la “experiencia de cliente” (Johnston y Kong, 2011), que fue recomendado por el denominado “marketing relacional” (Carasilia y Milton, 2008).3 Para esto, el mercado proveyó de instrucciones a las empresas, con el fin de modificar los modos en que estas debían comportarse con sus clientes tanto en bienes como en servicios. Quedaron a su pleno gusto, trascendiendo los problemas de necesidades y posibilidades de pago. Es importante destacar que estos manuales no son duras directrices de producción industrial, son manuales acerca de cómo llevar el trato directo con los clientes para generar la venta y mantener la posterior preferencia en procesos masivos de producción, válidos para toda organización que tenga trato con clientes, incluso en servicios públicos, cuyos usuarios reciben estas prestaciones por ser ciudadanos.
En las formas en que el trato directo al cliente fue diseñado en las últimas décadas, destaca que la organización debe ser liviana y ágil en sus operaciones para con los clientes, dando cuenta de un tipo de condicionamiento organizacional que busca siempre ser un facilitador para el proyecto de consumo. En los manuales de atención al cliente disponibles para Hispanoamérica, pueden destacarse al menos tres prácticas específicas, presentes en todos los manuales, que la organización debe realizar como modo de generar el objetivo mayor, la satisfacción de los clientes como medio para asegurar una nueva selección comercial; dichas prácticas avanzan en personalización de la atención: 1) preeminencia o clientes privilegiados; 2) inmediatez o clientes sin ansiedad; 3) ataraxia o clientes despreocupados.
Preeminencia o clientes privilegiados
La preeminencia significa literalmente otorgar un privilegio. La organización debe seguir este patrón para que el cliente vuelva por las prestaciones que esta entrega. Tanto a nivel privado como público, se recomienda que a los clientes se les procure la sensación de preeminencia mediante la adaptación a sus deseos. Esto implica la necesidad de una organización que conozca muy bien a sus clientes y que sea suficientemente plástica para adecuar las prestaciones a los gustos de estos. Tal como se sostiene en un manual hotelero, la adaptación de la empresa debe ser total para no cometer errores, volcándose completamente hacia el cliente, como un guante a la medida:
Si a un cliente lo tenemos satisfecho, reducimos en gran proporción la posibilidad de que busque otras ofertas en la competencia. Para ello debemos retener información sobre cada cliente para conocer sus gustos y caprichos. Así, poco a poco necesitará menos ayuda e información, y cometeremos menos errores con él (Hostelpime, s/f: 4).
El segundo elemento central de la preeminencia social es la experiencia de prelación, tal como se muestra en un manual de emprendimiento femenino, donde se señala: “Mostrar atención; para que un negocio funcione debidamente lo primero a realizar en el momento que ingresa un/a cliente/a es demostrarle que para usted es una persona importante” (FAD-CEPAM, 2013: 28). El tratamiento de prelación no sólo funciona en organizaciones del ámbito privado sino también en las del ámbito público, como en este manual de tratamiento a usuarios de un servicio de bibliotecas estatales:
Elementos de servicio al usuario: comprende dos elementos, la atención y servicio que le brindamos al usuario. La atención al usuario demanda cortesía, deseo de ayudar, entusiasmo, empatía, puntualidad. Se debe tratar al usuario como la persona más importante y la razón de ser de nuestro trabajo. El servicio demanda una mejora de los procesos internos que hacen contacto con el usuario (Dirección General del Archivo Nacional, 2009: 3).
Como se puede apreciar, la preeminencia no es directamente parte del bien o servicio que se presta, es una forma de generar la experiencia de venta del bien que la organización realiza. Así, al entrar en contacto con el cliente, adaptación y prelación juegan un rol fundamental en la generación de la confortabilidad personal del cliente, ya que será parte de la evaluación que realice este a posteriori. De esta manera se busca mantener la selección y la decisión mercantil del cliente, además de poder generar decisiones en otros clientes. Este contacto entre organización y cliente debe apenas sentirse, pues la organización debe procurar que las situaciones sean lo más confortable posible.
Inmediatez o clientes sin ansiedad
Siguiendo con la práctica de la prelación, surge el problema de cómo desarrollar esta experiencia; para esto, las organizaciones debieron agilizar sus procesos internos. De este modo, el objetivo que se busca es que el contacto entre empresa y cliente sea ipso facto la prestación del servicio, sin mediar ningún espacio de tiempo; la prelación se diluye si al cliente le toca esperar y armarse de paciencia para la prestación del servicio. Este proceso de atención se encuentra señalado de forma generalizada en los manuales de atención: “Se deberá primar la rapidez en la atención al cliente presencial. El personal dejará los trabajos que pudiera estar realizando, siempre que esto sea posible, cuando un cliente se dirige a él. En el caso que no fuera posible se pedirán disculpas y se intentará atenderlo con la mayor celeridad” (Anfitriones, 2009: 6).
Si esta instantaneidad no es posible de lograr, por el giro mismo de las empresas, entonces estas deberán generar un lapso posible de planificar, creando una expectativa para los lapsos entre el contacto y la entrega del servicio. Así, entre ambas interacciones se deben generar espacios de tiempo conocidos e incorporados como expectativa: “Necesitamos disminuir el tiempo de servicio a tres minutos en todos nuestros locales, independientemente de la hora del día. Si logramos esto, no sólo aumentaremos la satisfacción del cliente y construiremos relaciones de largo plazo más fuertes con nuestros clientes, sino que también mejoraremos la cantidad total de clientes servidos” (Moon y Quelch, 2004: 13).
Estas características llegan a detalles muy cotidianos; la velocidad muestra una organización que reacciona rápido, respondiendo de inmediato a las necesidades de sus clientes, tal como lo muestra un manual de comida rápida: “De igual manera en este tipo de restaurantes la persona de caja se encarga de tomar las órdenes a domicilio, para ofrecer un servicio de calidad debe tomar en cuenta los siguientes aspectos: Contestar el teléfono antes del tercer timbrazo […]” (Bermeo y Caldas, 2014: 24). Todas estas características permiten a las organizaciones diluir la ansiedad por servicio que portan los clientes, lo cual puede lograrse generando inmediatez efectiva o expectativas de planificación. Existe una tercera estrategia para bajar la ansiedad clientelar: colonizar los tiempos de espera con actividades o productos. Así, entre el contacto y la prestación del servicio se atrapa el tiempo del cliente de forma directa: “Tan pronto como haya dado la bienvenida a sus clientes, bríndeles algún servicio, agua, un cóctel, café, a fin de que usted quede libre momentáneamente para dar la bienvenida o atender otras personas” (García, 2009: 7).
Ataraxia o clientes sin preocupaciones
El momento radical consiste en disminuir el riesgo reflexivo y los peligros posteriores en las elecciones individuales, implicando que los clientes deben ser despojados de la preocupación por parte de la organización respecto a qué deben hacer para procurarse la mejor prestación; esto incluye la prestación misma e información específica acerca de esta. Así, los clientes pasan de ser individuos activados por una preocupación, un deseo o una necesidad, a unos que han alcanzado la serenidad o estado de ataraxia respecto a sus decisiones personales. Así, los clientes esperan que se les dé la prestación que necesitan o desean, con toda la información necesaria para tomar una decisión sin riesgos y evitar todo tipo de peligros, como sostiene el manual de emprendimiento femenino: “Hay que tener paciencia y ayudarlos. Sugerirles alternativas y colaborar en la decisión de compra” (FAD-CEPAM, 2013: 22).
Ya no toma algo del escaparate de forma directa, el cliente espera más y la organización le debe proveer los productos más ajustados a sus deseos: “El cliente necesita orientación, es pasivo en ese sentido, sabe qué quiere, pero necesita guía. Pese a aquello, es muy observador y de eso dependen mucho las acciones que tome” (FAD-CEPAM, 2013: 29). Así, al entrar en la organización ejerciendo el rol de cliente, el individuo presenta una expectativa de recibir total información de las prestaciones que realiza aquella, y espera que todas sus dudas puedan ser aclaradas. De alguna forma, los clientes esperan tener una utópica certeza respecto a que su elección es la mejor posible, haciendo que deje de elegir en un proceso reflexivo, ya que es totalmente acompañado en el proceso:
El personal aclara las dudas del cliente y verifica la comprensión de las mismas. Cuando no se puede responder a la duda de un cliente se le acompañará y presentará al empleado que la pueda solventar. En caso de no poder acompañar al cliente se le darán indicaciones precisas sobre el lugar y las personas a las que se debe dirigir y, posteriormente, verificar que el contacto se ha realizado (Anfitriones, 2009: 13).
La despreocupación no sólo es en el plano de la información para una decisión sin elección, también se da en el plano de la fidelización de los clientes, respecto a situaciones fuera de la expectativa inicial o perturbaciones. La pasividad llega al punto que la organización intenta superar la situación, sin involucrarlo en ninguna acción correctiva respecto a alguna prestación que haya involucrado algún error o un desagrado. Nosotros lo hacemos por usted es el mensaje, no sólo evitamos posibles errores o riesgos en sus decisiones, también generamos una estrategia organizacional para enmendarlos sin que usted se mueva, si los errores se han producido. De este modo, el cliente elige con riesgo cero, pues puede volver incluso atrás el tiempo: “La mejor estrategia para conseguir la fidelización de los clientes se logra evitando sorpresas desagradables a los clientes por fallos en el servicio y sorprendiéndolos favorablemente cuando una situación imprevista exija nuestra intervención para superar sus expectativas” (Novasoft, s/f: 6). De esta forma, los clientes no se activan en casi ninguna dimensión que no sea la expresión de un deseo por un servicio, o reciben información completa y lo más detallada posible sobre qué es lo que cabe esperar de la organización; en caso de situaciones fuera de la expectativa, la misma organización espera que el cliente se mantenga sin ansiedad, mientras se toman las acciones que vuelven a ajustar la experiencia a la expectativa.
De este modo, mirado desde la perspectiva de Archer, el juego mutuo de cliente y mercado quedaría configurado así: los “intereses creados” serán altos, pues se trata de la satisfacción plena del cliente en el intercambio de mercado; los “costos de oportunidad” resultan bajos, pues si la expectativa de confortabilidad es afectada en una organización, puede pedir cambio del bien o cambiar de proveedor de prestaciones, además de recurrir a la queja/denuncia presencial y virtual. Sumado a esto, presenta “grados de libertad interpretativa” altos, pues la única constricción moral es la satisfacción del individuo, lo que le permite al cliente una gran variedad de elementos de evaluación de la experiencia con la organización, además de permitir oportunistas cambios de opinión, plenamente justificados por la satisfacción de sus deseos últimos. De este modo, se espera que la relación con la oferta sea totalmente habilitante y sin constricciones, disolviendo las dinámicas de trade off entre costos y beneficios de la racionalidad económica tradicional, además de subsidiar la reflexividad autónoma del cliente con una reflexividad comunicativa en la que toda la organización se involucra en el proceso de toma de decisiones.
Así, la sociedad de consumo que empezó como una forma de vencer las carencias propias del modo de vida del mundo preindustrial se transformó en un problema vivencial para los sujetos; objeto, marca y experiencia de venta deben tener una trama coherente y completa de utilidad y adecuación simbólica para ser seleccionados en el mercado global. Los clientes ahora pueden criticar no sólo el objeto, sino la marca como símbolo, los métodos de venta y la experiencia de servicio, además de la post venta, de forma rápida y simple, pues cuentan con la expectativa de no recibir ninguna perturbación de sus deseos por parte del proveedor, incluyendo respuestas negativas a sus críticas, pues el derecho a la confortabilidad personal se interrumpe.
Así, se incorporó un nuevo contenido moral a las identidades de los sujetos y luego a sus prácticas, pues ha transformado esta experiencia diseñada para ser plenamente confortable en la expectativa común y cotidiana de los individuos. Esto se produce dado que han ejercido el rol de cliente de forma permanente y sin constrictores potentes que no sean elementos materiales, resueltos con crédito en la mayoría de la población. Así, el derecho a la confortabilidad personal se ha convertido en un nuevo móvil que ha ingresado al mercado, el cual no tiene expectativas de ningún constrictor en sus posibilidades fácticas; es un proyecto que constantemente indaga sobre más posibilidades para tener experiencias que sean lo más confortables posible. Esta expectativa implica una subordinación de la oferta hacia la demanda, por lo que cuando se interrumpe la confortabilidad personal del cliente también hay una interrupción de su autoridad emergida socialmente, lo que inicia un juego de derechos y deberes en la relación de compraventa que desborda el marco institucional formal. De esta manera, se entiende que estamos frente a un nuevo imperativo moral en la agencia económica general, que logra explicar la irritabilidad y las agresiones que se generan entre clientes y empresas: el derecho a la confortabilidad personal.
La ética de la confortabilidad personal y sus conflictos
Por supuesto, una identidad económica con este tipo de móvil moral va a tener problemas. La expectativa confortable del móvil de acción implica que ningún individuo debe experimentar situaciones perturbadoras, lo cual no comporta que las personas encargadas de satisfacer sus deseos no deban presentarlas, pues se trata del derecho de confortabilidad personal del individuo como cliente. Dado esto, se puede sostener que el móvil moral que guía los proyectos de este nuevo sujeto económico enfrentará tres problemas centrales asociados a la perturbación del derecho a la confortabilidad personal: el primero es la relación entre cliente y empresa ante un mercado oligopólico y de megacorporaciones; el segundo es un conflicto que tendrá en organizaciones en las cuales no puede ingresar como cliente; el tercero es un problema interno para la identidad personal y su reflexividad, ya que hay otras identidades sociales en los individuos.
El primer problema es la concentración del mercado. Las tendencias oligopólicas y las megacorporaciones generan un problema central al móvil de la confortabilidad personal ya que, al existir concentración de propiedad, los incentivos para generar confortabilidad como proceso organizacional y asegurar la reproducción de la empresa se reducen, pues estos dependen de que exista competencia. Además, al constituir megacorporaciones con procesos organizacionales cada vez más complejos y difíciles de manejar, la capacidad de generar confortabilidad se dificulta y la rigidez aparecerá de nuevo en la oferta. Dado esto, se iniciará una pugna constante entre clientes y empresas por la insatisfacción con el servicio prestado; los trabajadores de trato directo serán la primera línea que recibirá los embates de los clientes disconformes y las agresiones de los déspotas. Los clientes irritados de que las empresas no se adapten a ellos implican una alta carga para las marcas, que se juegan en estos procesos su prestigio y las preferencias, que son muy reactivas -por ahora- a las denuncias de los clientes. Las empresas presionarán a los trabajadores de trato directo a aumentar la confortabilidad de los clientes, dejándolos atrapados en una doble subordinación: una cara es la autoridad contractual con las jefaturas, y la otra, una autoridad situacional con los clientes. En esta doble subordinación, las capacidades laborales de los trabajadores de trato directo serán compelidas a profundizar la generación de mayor confortabilidad personal en los clientes y se perderá en la capacidad de generar autonomía laboral, pues estos procesos deben adecuarse a cada consumidor.
Un segundo problema se produce cuando la ética de la confortabilidad personal ingresa a roles en los que no puede desarrollar prácticas correctas, pues, por ejemplo, las empresas para funcionar cuentan con roles de tipo administrativo-jerárquico, que requieren otros móviles morales, como los de disciplina y prolijidad de la sociedad del trabajo (Sennett, 2009; Bauman, 2009). Los procesos laborales y su división interna simplemente chocarán con la expectativa de confortabilidad personal, lo que generará constantes crispaciones y conflictos entre los miembros de una organización, pues el rol organizacional cambia, de pasivo a activo y de confortabilidad a laboriosidad, lo que presenta costos de oportunidad altos a quien no se ajuste a los moldes mínimos. Junto con ello, la libertad interpretativa se reduce a la administración eficiente, además de una identidad social que no tiene al “reconocimiento” como condición inicial, sino como resultado posible (Honneth, 2011). De hecho, hay situaciones en que la condición de cliente no tiene cómo hacer exigible el derecho a la confortabilidad personal, pues a pesar de que se esté realizando un pago por el servicio, esto simplemente no tiene cómo realizarse, como en los casos de las organizaciones de salud o educativas, que no son empresas de business as usual. Sus procesos internos no presentan roles de clientes, ya que pagar por el servicio no garantiza éxito académico o mejorarse de una enfermedad; no existe una contraprestación garantizada de confirmación, abastecimiento y satisfacción dentro de este tipo de organizaciones. Pero si los individuos son entendidos como clientes, el móvil de la confortabilidad personal se introduce como móvil e incorpora expectativas de derechos que desbordan las posibilidades de las prestaciones que generan estas organizaciones.
Una tercera situación es un problema en la identidad personal y la conversación interna, generada por las identidades sociales derivadas del juego mutuo con el sistema económico y otros sistemas sociales, ya que la característica del nuevo móvil moral de la confortabilidad personal es que es expansivo por la confirmación constante, desublimante del Yo interno y frágil ante los espacios despersonalizados del mundo. El primer efecto es expansión por “confirmación” de la identidad personal (Honneth, 2006). El cliente presenta una expectativa de confirmación constante por parte de los otros, no mediada por el rastro ni por las consecuencias de sus acciones como en el reconocimiento. Por existir, como un sujeto deseoso de algo, extrae la legitimidad para su “presencia” en el mundo (Arendt, 2019). La negación de sus deseos por parte del otro es, de este modo, una forma de quitarle su presencia, de cancelarlo, de borrarlo del mundo. Esta esperada confirmación constante expande a los individuos a romper los límites de los deseos, extendiendo la confortabilidad a planos que exceden con mucho sus necesidades y deseos iniciales; cada encuentro con el mercado es una exploración de confortabilidad; así se cultiva una identidad mediante una inflación de confirmación.
Esta exploración no solo es una expansión hacia los espacios sociales confirmantes; también hace que la identidad personal se exprese desde sus planos internos, lo que inicia una “desublimación” social del “Yo” (Marcuse, 1965; Archer, 2000; Mead, 1991). Esto implica que sus proyectos de consumo dejarán de estar basados en el cultivo o la satisfacción de alguna identidad social, como un “Mi” derivado de la estructura de roles sociales históricamente disponibles, que puede derivar directamente del Yo más interno, con su espontaneidad de emergencia, cambio siempre contingente e inestabilidad en el tiempo. Lo que comienza a expandirse se conecta con el Yo interno de los individuos. Esta expansión del Yo profundo hace que los clientes no perciban las perturbaciones como errores derivados de sus acciones como malas decisiones, sino que estas siempre se pondrán en el otro. La autocrítica no existe en la ética de la confortabilidad personal. Este elemento hace que las experiencias perturbadoras no deban procesarse, pues les niega legitimidad para aprendizajes vitales, ya que no tiene responsabilidad ninguna en la perturbación y sus acciones movidas por el deseo siguen siendo válidas. La experiencia con la que se aprendía ahora es un error del otro, una perturbación de sus deseos, un bloqueo que lo hace esperar, un desafío a su autoridad, una vulneración de derechos. Esto los hará aparecer como personas a las cuales se les ha quitado su dignidad en cada situación no confortable, por lo que su respuesta se puede volver agresiva, ante el otro perturbador y desafiante de la autoridad de su Yo interno.
El tercer efecto es la fragilidad que presenta para la identidad personal orientarse por la confortabilidad personal, pues los sujetos serán impactados con facilidad por las perturbaciones que un mundo no personalizado genera y para las cuales se necesita una identidad personal que permita mantenerse ante los embates del mundo. Para superar estas fricciones, tendrán que echar mano de contenidos morales derivados de otras identidades sociales; tendrán un problema reflexivo difícil de equilibrar, pues si la identidad de cliente está confirmada y expandida a otras identidades sociales como las del trabajo, puede estar disminuida, lo que aminora su capacidad de orientación moral en los individuos, ya que sus exigencias de postergación de la gratificación, cumplimiento de responsabilidades hacia otros, cultivo en acción mediante el tiempo individual o la autocrítica sobre acciones realizadas, las hace poco atractivas y hasta opresivas para los individuos. De este modo, la ética de la confortabilidad puede bloquear el ingreso de los contenidos de las otras identidades a la conversación interna, pues son fuente de perturbación para las personas, lo que hace que rasgos morales claves para el desarrollo de las identidades personales robustas y con proyectos de vida a largo plazo no tengan capacidad de orientar a los sujetos en momentos de perturbación mayor de sus trayectorias vitales.
La nueva identidad de cliente se incorpora en la sociedad contemporánea como un nuevo baremo moral para el “imperativo reflexivo” del capitalismo tardío (Archer, 2012). Pero esta Antígona moderna no está desgarrada entre los mandatos de los dioses o de la ciudad, sino dividida entre la confortabilidad y la perturbación personal, lo que aumenta la demanda por espacios personalizados para alcanzar la utópica conexión perfectamente amoldada del mundo hacia su subjetividad. Esta situación de los individuos en el mercado de la confortabilidad personal es inevitablemente una nueva emulación del utópico principio moderno de la autodeterminación individual, pero ya no cargando sobre sus hombros el peso de una separación de la comunidad de origen en busca de la independencia individual, como en el viejo romanticismo, sino tomando directamente control del mundo que los rodea con base en las posibilidades que el mercado personalizado del capitalismo tardío los provee.