Si, por un lado, las teorías sobre los movimientos sociales encuentran su centro de gravedad principalmente en el Norte geopolítico y sociológico, por otro, el Sur es el local de producción de conocimientos alrededor de lo que convencionalmente ha sido llamado economía solidaria. Las teorías de los movimientos sociales volcadas a las interacciones de sujetos con el Estado -más específicamente, la teoría del proceso político (TPP) y la de confrontación política (Tarrow, 1998; McAdam, Zald y McCarthy, 2006; Tilly y Tarrow, 2007)- han creado abordajes pujantes para analizar el carácter de enfrentamiento y extranstitucional de los movimientos; a esas las llamaremos teorías del Norte. Más recientemente, en Brasil han sido incorporadas también algunas acciones por medios institucionales, con mayor o menor grado de cooperación entre movimientos y Estado, produciendo, en ese sentido, varias formas de institucionalización, como es visto en la literatura especializada (Abers y Von Bülow, 2011; Abers, Serafim y Tatagiba, 2014; Silva y De Lima Oliveira, 2011; Alonso, Costa y Maciel, 2007; Abers, Kunrath Silva y Tatagiba, 2018; Gutierres, 2015; Tatagiba y Chaves Teixeira, 2016; Blikstad, 2017; Lavalle et al., 2019).
La robustez teórico-analítica de la fase visible de los movimientos no ha sido acompañada por el desarrollo concomitante de sus fases de invisibilidad, o lo que el sociólogo italiano Alberto Melucci llamaría fase de latencia. La pregunta “¿Qué hacen los movimientos sociales cuando salen de escena?” queda a la deriva tanto en la dimensión analítica como en su dimensión empírica. En este artículo, tornamos nuestra atención a los intervalos temporales que no revelan la relación entre los movimientos sociales y el Estado, tomando como base los desarrollos teórico-analíticos y empíricos alrededor de la categoría y la práctica de la economía solidaria. Con esto, sugerimos que, a diferencia de las teorías sobre los movimientos del Norte, existen momentos no-visibles de los movimientos también con una dimensión política, además de la económica y cultural.
Desde el punto de vista metodológico, una de nuestras hipótesis en el ámbito de este trabajo es que la economía solidaria, por medio de la actuación de diversos sujetos y de la construcción teórica del campo, puede fertilizar el análisis de los movimientos sociales y, en especial, resignificar concepciones que sugieren que no existe política en las experiencias de los movimientos cuando no están articulados con los procesos políticos del Estado.
Considerando lo anterior, las preguntas alrededor de las cuales aquí reflexionamos son:
Si lo que hacen los sujetos que no se articulan en acciones de interacción con el Estado también es un hacer político, ¿por qué esas acciones son tratadas como económicas y culturales, pero no como políticas?
¿Cuáles son las características que definen a las acciones vinculadas al Estado como hacer político?
¿Esas acciones presentan semejanzas con aquellas protagonizadas por los sujetos del Sur que no se articulan en interacciones con el Estado?
A partir de esto, el guión de nuestro trabajo se ha desarrollado a través de una revisión de los debates teóricos sobre movimientos sociales, lo político y la economía solidaria, considerando a los principales autores de América Latina y del Sur Global. De ahí, en términos de procedimientos metodológicos y con base en los mencionados abordajes, hemos retomado las discusiones sobre los procesos de trabajo colectivo-asociativo, de solidarismo comunitario y sus integraciones con el ámbito doméstico, así como hemos considerado los hallazgos de investigaciones precedentes nuestras relacionadas con el tema.1 Esta revisión ha traído al primer plano el concepto de hacer político como una forma posible de significar los mencionados procesos en el ámbito del quehacer de la economía solidaria. Es importante destacar que aquí tomamos inspiración, por lo menos, en el “núcleo duro” de las ciencias sociales (antropología, ciencia política y sociología) y de la filosofía política.
Este texto se compone de tres secciones. En la primera, se presentan algunos comentarios sobre los movimientos sociales latinoamericanos, con la finalidad de sentar las bases de nuestra hipótesis central: hay política, y no apenas economía y cultura, en las experiencias de los movimientos que no se relacionan directamente con el Estado. En la segunda, se diserta sobre los tres atributos básicos del hacer político, destacando las formas históricas de negociación de acuerdos y consensos que buscan solucionar los conflictos que permean las relaciones sociales. El Estado democrático se compone, en este sentido, por un conjunto de esas formas, que no son únicas o exclusivas. La autogestión, presente en grupos de trabajo colectivo-asociativo del Movimiento de la Economía Solidaria Brasileña (MESB), el cual es descrito en la tercera sección, es una expresión empírica de otra forma posible de gestionar los conflictos y con esto se configura como hacer político, como argumentamos, además de su significado cultural y económico.
El abordaje de los movimientos sociales latinoamericanos
La TPP y el abordaje posterior de la confrontación política se preocupan de la faceta visible de los movimientos, expresada en diversas modalidades de protesta, es decir, de los momentos en que los movimientos están en interacción visible con el Estado, revindicando reconocimiento y derechos. Para esta teoría, inclusive, para que se pueda caracterizar como movimiento social, una experiencia de acción colectiva debería estar en conflicto con el Estado. Fue ese énfasis en el conflicto, las estrategias y la política de ese conjunto de literatura lo que llevó a Alberto Melucci (1989) a introducir la cultura como categoría analítica, por medio de conceptos como la identidad colectiva o la latencia de los movimientos sociales, por ejemplo.
Sobre la latencia, acuñada por Melucci, se trata de una categoría analítica que explica la fase de invisibilidad pública de los movimientos sociales y es una etapa que interesó poco a los estudiosos de dichos movimientos; con algunas excepciones, como Verta Taylor (1989) con el concepto de suspensión (abeyance), Ruth Berins Collier y Samuel Handlin (2009) con la “acción política” o, más recientemente, Caitríona Beaumont, Mary Clancy y Louise Ryan (2020), con los “laboratorios de experiencia”. El concepto de Melucci continúa siendo usado como la principal referencia, denominando la fase en la cual sujetos individuales y colectivos vinculados con movimientos sociales están inmersos en la vida cotidiana y en ella gestan y vivencian nuevos códigos culturales. Un tipo de invisibilidad pública que es definida en función de la no-presencia en relación con el Estado como actor central de la escena.
Con énfasis en el aspecto cultural construido en contraposición al aspecto político (y estratégico) de los autores estadounidenses y su desconsideración de los elementos culturales en la época, Melucci retiró de los análisis de la latencia la posibilidad de pensarla como ámbito del hacer político. El autor igualó la faz aparente de los movimientos a la política, y lo invisible a lo no-político; así, salva la cultura a expensas de la política para contrabalancear el énfasis de la TPP en la política y las estrategias de los movimientos. Caminando al lado de esta disputa entre las visiones del Norte -las europeas y las estadounidenses-, autores latinoamericanos y algunos del llamado Sur Global han explorado la supuesta invisibilidad y traen nuevos contenidos a ésta, embebidos en las realidades del Sur, apuntando, como lo hace Raúl Zibechi, al exceso de énfasis y creencia en la visibilidad: “Existe una creencia que dice que cuanto más visible sea un movimiento, cuanto más incrustado esté en la ‘realidad’ formando parte de la agenda política, más eficientes serán sus acciones porque llegarán a amplios sectores” (Zibechi, 2007: 52).
El punto central de la argumentación de los autores del Sur Global consiste en recuperar lo invisible en una especie de “retorno actualizado a los flujos sociales previamente ocultos”. Ese retorno se daría por la llave de producción de las formas autogestionarias de tratamiento y gestión del conflicto, que son portadoras de transformaciones con potencial no reconocido por las miradas de las teorías del Norte y que reconectan la economía, la cultura y la política. Entre las nuevas categorías que entran en escena están, por ejemplo, la del “flujo social del hacer”, propuesta por John Holloway (2011, 2013); la idea del “flujo social de la rebeldía” de Sergio Tischler (2011), o aun la idea de “reproducción comunitaria de la vida” de Raquel Gutiérrez y Huáscar Salazar Lohman (2015).
El lugar de la política puede ser muchos otros (Pateman, 2014), además del Estado y sus adyacencias. De acuerdo con Zibechi:
[…] están empezando a convertir sus espacios en alternativas al sistema dominante, por dos motivos: los convierten en espacios simultáneos de supervivencia y de acción sociopolítica (como hemos visto), y construyen en ellos relaciones sociales no capitalistas. La forma como cuidan la salud, como se autoeducan, como producen sus alimentos y como los distribuyen, no es mera reproducción del patrón capitalista sino que -en una parte considerable de esos emprendimientos- vemos una tensión para ir más allá, poniendo en cuestión en cada uno de esos aspectos las formas de hacer heredadas (Zibechi, 2007: 48).
Y continúa:
Postulo que sólo prestando atención a lo no visible y a los fugaces momentos insurreccionales -en los que lo inviable queda a la vista por un instante, como cuando el relámpago ilumina la noche- podemos intentar comprender el mundo de los de abajo que en la cotidianidad resulta imposible re-conocer. Por otro lado, me parece que hemos dedicado muy poca atención a comprender los casos “no normales”, los que desafían los saberes instituidos, como si fueran casos exóticos, pero si observamos nuestra realidad latinoamericana veremos que son mucho más frecuentes que los que se pueden considerar “normales” (Zibechi, 2007: 51-52, énfasis nuestro).
En este contexto, nos interesa señalar algunas reflexiones acerca de las experiencias latinoamericanas de movimientos sociales, así como sus relaciones con lo que llamamos arriba formas autogestionarias de tratamiento y gestión del conflicto. Un primer punto que entendemos es importante destacar es el que expresa el momento de negación en la acción de los movimientos. Enrique Dussel (2006, 2007), al referirse al pueblo subalterno latinoamericano, pueblo víctima de la exclusión del “sistema político vigente” y su centralidad en el Estado, considera que es precisamente la negación de ese sistema excluyente el momento que antecede a la organización y la acción estratégicas. El mismo tipo de abordaje aparece también en John Holloway (2013) con la categoría el grito, que denota el momento de negación de lo que está dado, del statu quo. Olvidados por el Estado, los subalternos niegan (gritan) y reconstruyen formas alternativas a él (Oliveira, 2019; Oliveira y Dowbor, 2020a, 2020b).
Lo que prosigue a la negación es diverso, como muestra Zibechi (2003). Se trata de experiencias que presentan características distintas; entre ellas: territorios conquistados a lo largo del tiempo y de mucha lucha; una fuerte afirmación de identidades subalternas; capacidad de creación de sistemas educacionales autónomos y de formación de sus propios intelectuales orgánicos, para usar el término de Antonio Gramsci; papel prominente de las mujeres y superposición de lo pública y privado, y casos en que las mujeres son quienes sostienen las acciones de los movimientos; relación de respeto a la naturaleza y de solidaridad económica; es decir, otras formas de percibir y organizarse, en las cuales el Estado y su marco jurídico-legal comienzan a orientar las prácticas de movimientos por la negación, que luego prescinden de aquél buscando la construcción de formas autogestionarias en sus márgenes.
Las formas autogestionarias de tratamiento y gestión del conflicto, que también son interpretadas como la propia acción de los movimientos sociales latinoamericanos, ganan un carácter de cotidianidad a la luz de las contribuciones de Zibechi. Es justamente el carácter cotidiano de esas acciones el que también encontramos en Carole Pateman (2014), en Cornelius Castoriadis (2013) y otros, lo que nos lleva a una aproximación entre las ideas que apuntamos y las de autoras y autores que tratan del anteriormente mencionado “retorno actualizado a los flujos sociales previamente ocultos”. Son, por lo menos, 500 años de ocultamiento. Después del grito es necesario ir más allá, como afirma Holloway (2011), con la categoría de en-contra-y-más-allá. Ese “más allá” es justo la idea de una reconstrucción de lo que ese autor ha llamado de flujo social del hacer. Ese viejo-nuevo flujo social es un tipo de flujo de las relaciones sociales cotidianas, de los vínculos sociales fuertes que reconectan las dimensiones de la vida, separadas por la tríada modernidad-colonialismo-capitalismo (Dussel, 2006; Gorz, 1997; Lander, 2010; Meiksins Wood, 2006; Osorio, 2002; Santos, 2000), y que, por lo tanto, reconectan la política, la economía y la cultura en el todo social.
Boaventura de Sousa Santos (2000) coincide con las perspectivas de los autores citados. Su contribución a la comprensión y aprehensión de lo que hay de político en las múltiples dimensiones de la vida individual y colectiva es de una relevante riqueza analítica. Aquí nos enfocaremos en la dimensión política de su obra, que está fuertemente vinculada tanto con la dimensión cultural de la vida como con la económica.
De acuerdo con Santos (2000), a la luz de la referencia canónica de la democracia representativa liberal como sinónimo de política, las prácticas de democracia participativa, los espacios informales de deliberación y la política hecha en el cotidiano son considerados como formas de no-existencia, así, invisibilizados. Tales experiencias no son ocultadas por acaso, por ser insignificantes o inexpresivas, de forma que no se observan; esas experiencias han sido activamente producidas como inexistentes. Sin embargo, la experiencia social en todo el mundo es más amplia y variada que lo que la tradición científica y filosófica occidental conoce y valida; riqueza que está siendo desperdiciada. Para combatir ese desperdicio, no basta con proponer otro tipo de ciencia social, sino que es necesario un modelo diferente de racionalidad. Tal racionalidad, aplicada al hacer político y a la política, redundaría en el mapa estructura-acción de las sociedades capitalistas en el sistema mundial, tal como se representa en la tabla 1, lo que posibilitaría la pluralización de espacios y prácticas a partir de la concreción de la vida personal y colectiva (Santos, 2000, 2019).
Para Santos (2000), el poder es cualquier relación social regulada por un intercambio desigual, cuya persistencia reproduce desigualdades. Ese diagnóstico ya retiraría, por sí solo, el monopolio de lo que es y no es política del Estado. Las desigualdades materiales están profundamente entrelazadas con las no-materiales, porque las relaciones de poder no suceden de manera aislada, sino en cadenas o constelaciones. La naturaleza política del poder se expresa por las constelaciones constituidas por seis modos básicos de producción de poder, los cuales se articulan de modo específico. La idea de “estructura-acción” que nombra el mapa significa que la agencia o la acción de los sujetos es inseparable de las estructuras, confrontando análisis normativos que entienden a la sociedad civil y al Estado como esferas absolutamente separadas (Gutierres, 2015), expresando distintas formas por las cuales se manifiesta la mutua constitución entre sociedad civil y Estado (Dagnino, 2011; Lavalle, Houtzager y Castello, 2012).
Dimensiones/ Espacios estructurales | Unidad de práctica social | Instituciones | Dinámica de desarrollo | Forma de poder | Forma de derecho | Forma epistemológica |
---|---|---|---|---|---|---|
Espacio doméstico | Diferencia sexual y generacional | Matrimonio, familia y parentesco | Maximización de la afectividad | Patriarcado | Derecho doméstico | Familismo Cultura familiar |
Espacio de producción | Clase y naturaleza, como naturaleza capitalista | Fábrica y empresa | Maximización del lucro y de la degradación de la naturaleza | Explotación y naturaleza capitalista | Derecho de la producción | Productivismo, tecnologismo, formación profesional y cultura empresarial |
Espacio de mercado | Cliente- consumidor | Mercado | Maximización de la utilidad y mercantilización de las necesidades | Fetichismo de los bienes de mercado | Derecho de intercambio | Consumismo y cultura de masas |
Espacio de la comunidad | Etnicidad, raza, nación, pueblo y religión | Comunidad, vecindad, región, organizaciones populares de base, iglesias | Maximización de la identidad | Diferenciación desigual | Derecho de la comunidad | Conocimiento local, cultura de la comunidad y tradición |
Espacio de ciudadanía | Ciudadanía | Estado | Maximización de la lealtad | Dominación | Derecho territorial (estatal) | Nacionalismo educacional y cultural, cultura cívica |
Espacio mundial | Estado nación | Sistema interestatal, organismos y asociaciones internacionales, tratados internacionales | Maximización de la eficacia | Intercambio desigual | Derecho sistémico | Ciencia, progreso universalístico, cultura global |
Fuente: Santos, 2000.
La acción cotidiana y transformadora es incorporada, al llamar a Santos al debate, al mapa estructural más amplio de poder y dominación social. Es decir, con la contribución del mapa de estructura-acción de Santos (2000), es posible posicionar las claves de interpretación de la “reproducción comunitaria de la vida” (Gutiérrez y Salazar Lohman, 2015), del “flujo social de la rebeldía” (Tischler, 2011) y del “flujo social del hacer” (Holloway, 2013) frente al espejo. De un lado de la frontera, la reproducción del statu quo y, del otro, formas de producir y reproducir la vida desde otros referentes que no sean los del Estado y del sistema capitalista-colonial. Ya sea en clave de la auto-organización comunitaria o del trabajo colectivo-asociativo, si se entienden esos flujos sociales que no se comprometen con interacciones directas con el Estado como formas autogestionarias del tratamiento y gestión del conflicto, o como de tomas constantes de decisión, se abre todo un abanico de posibilidades prácticas y analíticas.
Pasamos a la siguiente sección con una provocación de Zibechi (2007: 52): “¿No será hora de cambiar la forma de mirar y enfocar toda la atención a esas invisibilidades que escapan a la conceptualización académica pero que están mostrando sus potencialidades a la hora de cambiar el mundo?”.
Repensar la política para percibir al Sur
Respondemos afirmativamente a la pregunta, apoyándonos en la actuación de los grupos de trabajo colectivo-asociativo de la economía solidaria, vistos desde las Epistemologías del Sur2 en concordancia con los autores latinoamericanos que apuntan a su invisibilización, ya sea por el enfoque exclusivo en la relación entre sujetos colectivos y Estado, o por la categorización como formas culturales o económicas por las teorías del Norte. Alineados con la preocupación por la demasiada elasticidad conceptual contra la que Giovanni Sartori (1970) alerta, se opta por no denominar simplemente el hacer de los movimientos latinoamericanos en lo que serían sus momentos de latencia como política, es decir, no se pretende revindicar que haya política en la latencia, considerándola en los términos de Melucci. Sin embargo, defendemos que existe política en el cotidiano de los movimientos que no interactúan explícitamente con el Estado; asimismo, inspirados por los debates del Sur, destacamos aquí una faceta de la política que se refiere a la acción humana denominándola como hacer político.
Con el argumento de que el hacer de los movimientos sociales latinoamericanos es un hacer político, no se pretende revindicar este concepto como el único, ni siquiera el más adecuado. No se afirmará “el hacer político contra la política del Estado”. Lo que se quiere decir frente a las teorías del Norte es que los abordajes que confieren al Estado el monopolio de la acción política son abordajes que, mínimamente, se confirman con el acceso de pocos privilegiados a esa política estatal, por un lado, y que dejan escapar un sinnúmero de experiencias que podrían contribuir a la cualificación de las democracias nacionales por ser tratadas como vacías de política.
Entretanto, ese hacer político apenas se refiere a una faceta de lo que es la política, es decir, apenas una parte de un concepto más amplio que el concepto de política. Cuando se afirma, por ejemplo, “la política brasileña carece de una reforma estructural”, se habla de ese concepto más amplio, que se ocupa de una idea de totalidad de lo que es la política. Por lo tanto, se entiende la política como un conjunto de reglas y normas explícitas, lo formal y aparente, la burocracia, los diferentes poderes instituidos, las instituciones en que se articulan y transitan los sujetos como protagonistas de los haceres políticos que, por su vez, también se encuadran dentro del concepto (Ávalos, 2002). En síntesis, es el hacer político como la acción humana en la política, como lo destaca Bolívar Echeverría (1998: 78-79):
[…] lo político no deja de estar presente en el tiempo cotidiano de la vida social; […] Lo político se hace presente en el plano imaginario de la vida cotidiana bajo el modo de una ruptura igualmente radical, en unos casos difusa, en otros intermitente, del tipo de realidad que prevalece en la rutina básica de la cotidianidad. Esta ruptura de la realidad rutinaria se cumple en la construcción de experiencias que fingen transcender las leyes de la “segunda naturaleza”, la naturaleza social: las experiencias lúcidas, las festivas, las estéticas, todas ellas infinitamente variadas, que se llevan a cabo en medio de las labores y el disfrute de todos los días.
A lo que agrega Rhina Roux (2002: 248):
La política no refiere a la actividad de los gobernantes y los dirigentes. Tampoco a las actividades que se desenvuelven exclusivamente en el terreno de lo estatal. La política es esa dimensión de actividad y relacionalidad humanas relativa al vivir juntos, a la organización de la vida en común. Inherente al proceso de reproducción social de vida humana, la política es actividad práctica que construye, en la confrontación y el acuerdo, el espacio relacional de los seres humanos en tanto ciudadanos: en tanto copartícipes de un ordenamiento normativo de su convivencia.
En la revisión se encuentran, por lo menos, tres atributos indicados como indispensables para la elucidación de lo que es el hacer político. Aquí estamos aún antes de la idea que relaciona la acción política con la dominación, tal como en Norberto Bobbio o incluso en Max Weber, argumento que discutiremos adelante. En el hacer político se encuentra: 1) alteridad, diversidad y diferencias humanas; 2) relaciones sociales conflictivas que afirman la diversidad y la diferencia; y 3) formas de negociación de acuerdos y consensos que buscan solucionar aquellos conflictos. Hay una cierta lógica en esto: el ser humano no vive solo (alteridad) y es diverso y diferente; la afirmación de la diferencia entre sujetos individuales genera conflictos colectivos de necesidades y deseos; la capacidad creadora de lo subjetivo/intersubjetivo humano construye formas objetivas de tratar y gestionar esos conflictos; esas formas, como se verá adelante, se instituyen como la política en perspectiva ampliada, tal como comentamos antes.
Los dos primeros están más vinculados a las subjetividades e intersubjetividades como características insuperables de la especie humana, mientras que el tercer atributo, relacionado con las formas, asume un carácter antropológico o socio-histórico, para usar el término recurrente en Castoriadis, es decir, que encuentran singularidades en los diferentes espacios-tiempos determinados. El atributo “formas de negociación de acuerdos y consensos” es el momento de la objetivación, del proceso de trascendencia de lo intersubjetivo a lo concreto, de la creación que comienza con el imaginario in-tersubjetivo; nunca apenas subjetivo (Dussel, 2006).
La alteridad hace parte del hacer político
[…] porque el punto de partida no son individuos aislados sino comunidades históricas ya siempre presupuestas (un Robinson Crusoe no perdido sino desde siempre aislado ni podría nacer (!) -es una contradicción-, ni podría devenir humano en la soledad: ¿quién le enseñaría, por ejemplo, a hablar?; siempre hay una comunidad como punto de partida) (Dussel, 2006: 78).
Dussel nos ayuda a percibir que la alteridad es una marca no sólo del hacer político, sino propia de lo social, de la condición de la vida en comunidad en sí misma. Contra el abordaje del individualismo metodológico, el autor usa el ejemplo del lenguaje para argumentar que toda la significación es fruto de la trascendencia de lo que es subjetivo para lo que se vuelve intersubjetivo. En otras palabras, Dussel desarrolla su argumento por la interdependencia humana: nadie vive solo, nadie nace solo. Castoriadis (2008: 192) indica la misma idea de la alteridad como condición humana y, además de eso, nos lleva a la discusión de la diferencia como diversidad en la alteridad:
Esto nos obliga a establecer una estricta distinción entre diferencia y alteridad. 34 difiere de 43, un círculo y una elipsis son diferentes. La Ilíada y El castillo no son diferentes -son otros-. Una banda de babuinos y una sociedad humana son otros. La sociedad humana, por ejemplo, no existe sino como emergencia de una nueva forma (eidos) y encarna dicha forma. Diremos que dos objetos son diferentes si existe un conjunto de transformaciones determinadas (“leyes”) que permiten la deducción o producción de uno de ellos a partir del otro. Si ese conjunto de transformaciones determinadas no existe, los objetos son otros.
En ese sentido, llegamos a la discusión sobre el conflicto como la segunda característica (atributo) del hacer político como expresión (objetivación) de la diferencia humana como capacidad individual de creación de significados singulares en un contexto socio-histórico determinado (Castoriadis, 2008). La diferencia aparece como condición insuperable del conflicto y de la capacidad humana de creación de formas de negociar aquellos conflictos despertados por el deseo de vivir y por las necesidades fruto de ese deseo primero de la especie humana; el deseo de vivir (Dussel, 2006, 2014). Nos referimos, por lo tanto, a una marca ontológica de la historia de la humanidad y de las comunidades/sociedades.
Pensar lo que es propio del hacer político sin afirmar el conflicto o simplemente dejarlo de lado o intentar superarlo sería un error, como lo propone Luis Felipe Miguel (2014). De esa forma, contra los deliberacionistas, principalmente John Rawls y Jürgen Habermas, Chantal Mouffe (2001: 20) dedica un importante esfuerzo para mostrar que el conflicto es la marca insuperable del hacer político:
La política objetiva la creación de la unidad en un contexto de conflicto y diversidad; ella está siempre ocupándose de la creación de un “nosotros” a través de la determinación de un “ellos”. La novedad de la política democrática no está en superar esta distinción entre “nosotros/ellos” sino establecerla de una manera diferente. El punto crucial aquí es cómo establecer esta discriminación entre “nosotros/ellos” de una manera que esta pueda ser compatible con la democracia pluralista.
La autora habla de la democracia pluralista como una variación entre tantas que el concepto de democracia acepta. Es importante destacar el término democracia en su contribución, porque si el conflicto no es tratado y gestionado de forma democrática, el camino extremo para su tratamiento es la violencia del autoritarismo y/o del totalitarismo. Adicionando la categoría poder a la discusión, Mouffe (2001: 19) complementa:
De acuerdo con la versión habermasiana acerca de la democracia deliberativa, mientras más democrática sea la sociedad, menor el poder sería constitutivo de las relaciones sociales. Pero si se acepta que las relaciones de poder son constitutivas de lo social, la principal cuestión ya no sería cómo eliminar el poder, sino cómo constituir formas de poder que sean compatibles con los valores democráticos.
Contra cualquier tipo de populismo que desvanezca el conflicto inherente a la vida humana en sociedad, es decir, inherente al hacer político (Mouffe, 2005), y contra el pensamiento anarquista que desde Mikhail Bakunin entiende al poder como algo superable (Dussel, 2006), la afirmación de la diferencia, del conflicto y de la permanencia del poder y la búsqueda, a partir de la capacidad de imaginación y creación, de formas estructuradas de tratamiento y gestión de la diferencia y del conflicto, recibe luz dentro del concepto de hacer político. Llegamos, de esta manera, al tercer atributo, sobre las formas de tratar y gestionar las diferencias y los conflictos.
Comenzamos esta parte de la exposición reafirmando que existe una diferencia esencial entre los dos primeros atributos y el tercero. En éste, trataremos de las formas como objetos-productos de la creación a partir del imaginario social (la suma de la diversidad de imaginarios/subjetividades individuales). Toda forma instituida es producto de la creación instituyente, y sea el momento instituyente o la forma ya determinada, instituida, esa creación representa el conjunto de subjetividades de una comunidad/sociedad determinada, como diría Castoriadis (2013).
El diagnóstico de que toda forma es producto de la creación de significados de sujetos, individuales o colectivos, situados en el espacio y en el tiempo, e involucrados en conflictos, nos coloca al lado de la perspectiva anticolonial de interpretación de la realidad social. Nos pone, por lo tanto, en contra de cualquier tipo de universalismo cuando lo que se encuentra en análisis son las distintas formas de tratar y gestionar las diferencias y los conflictos inherentes a la vida humana (Castoriadis, 2006, 2008; Dussel, 2004, 2006, 2007, 2014; Flórez-Flórez, 2007; Grosfoguel, 2007; Segato, 2012). De esta forma, el Estado, como forma de gestionar las diferencias y los conflictos, es apenas una entre una diversidad de formas posibles. La universalización de la forma-Estado de gestionar las diferencias y los conflictos es un proceso cruel de borrar una diversidad de otras formas.
Considerando, por lo tanto, los diferentes espacios-tiempos del desarrollo de la vida humana, es decir, los diferentes contextos socio-históricos, afirmamos: no existen sociedades sin instituciones.
Para el anarquista extremo toda institución es siempre represión, opresión, injusticia. Para el conservador toda institución es perenne e intocable. Para una política realista y crítica las instituciones son necesarias, aunque nunca perfectas; son entrópicas y por ello siempre llega el momento en el que deben ser transformadas, cambiadas o aniquiladas (Dussel, 2006: 57).
A lo que Castoriadis (2006: 173), cuestionando las instituciones estatales como concebidas en la modernidad, adiciona:
Decir que sin la destrucción del aparato de Estado y sin la disolución de los grupos dominantes y de las instituciones consustanciales a su dominación no puede haber entrada en una nueva fase de la vida social no quiere decir que una sociedad autónoma es una sociedad sin instituciones. Una sociedad sin institución no existe; el reino del puro deseo es también, esencialmente, por ejemplo, el deseo de asesinar al otro.
Se llega así a un momento importante en esta discusión. Porque, sea en el Sur o en el Norte, ¿posee la forma-Estado el monopolio de la legitimidad para tratar y gestionar la diferencia y los conflictos? ¿Existen otras formas de tratamiento y gestión del conflicto más allá de la forma-Estado? En relación con los movimientos sociales latinoamericanos, ¿qué tipos de acción protagonizan con y en otras formas de tratamiento y gestión del conflicto? América Latina ya era un lugar de producción y reproducción de la vida humana antes de las colonizaciones; eso es un hecho. Ya se era antes de conocer la forma-Estado moderna. Entretanto, sean las discusiones de carácter más institucionalista, sean las más enfocadas a la acción colectiva, hay un olvido perceptible, un ocultamiento, de formas que no son las formas supuestamente universales creadas en el Norte; específicamente, la forma-Estado.
“Esta percepción [estatal] de la política no es sólo resultado de un pensamiento elitista o ‘estatalista’. Encuentra una base objetiva en la propia configuración de la sociedad moderna y descansa, explícita o tácitamente, en una noción de la política” (Roux, 2002: 231-232). Castoriadis (2006: 173; recordemos que se trata de un autor del Norte, nacido en Grecia y radicado en Francia), al comentar sobre las consecuencias políticas de Mayo de 1968 alrededor del mundo, señala que ese movimiento “reveló e hizo visible para todos algo fundamental: el lugar verdadero de la política no es aquel que se creía. El lugar de la política está en todas partes. El lugar de la política es la sociedad”.
Desde la perspectiva de la crítica feminista, en relación con la discusión sobre lo público y lo privado, Pateman (2014: 70) demuestra que la demanda más “[…] popular del movimiento feminista actual es ‘lo personal es político’, que no sólo rechaza explícitamente la separación liberal de lo privado y lo público, sino que también sugiere que no se puede, o se debe, hacer cualquier distinción entre ambas esferas”. Es decir, distinguir lo público y lo privado, entregando al público y, especialmente, al Estado, el monopolio de la política, lo que acaba profundizando el problema de la desigualdad y de la opresión de género típico de la estructura patriarcal de origen colonial.
El surgimiento de los “sujetos invisibles” latinoamericanos
Hasta aquí hemos construido un recorrido de cuestionamientos sucesivos: cuando se afirma que los movimientos sociales están visibles, ¿para quién son visibles?, ¿para qué? Lo mismo vale para los periodos de invisibilidad: ¿en relación con qué contextos sociales son invisibles los movimientos? Recorrer las Epistemologías del Sur (presentes tanto en producciones del Sur como del Norte) nos permitió reflexionar sobre las referencias y los criterios canónicos subyacentes a los análisis y comúnmente naturalizados. Bajo las referencias canónicas del Norte, tanto la invisibilidad como la visibilidad parten de la noción naturalizada del Estado como actor central y, por ende, de la definición de política como sinónimo de su faz institucional y formal.
De estos cuestionamientos emerge la categoría del hacer político como la política producida en el cotidiano, en las múltiples esferas de la vida pública y privada, a menudo por fuera del Estado y a pesar de él, colocando en el centro a la comunidad, principio ocultado por la modernidad en función de la hipertrofia del Estado y del mercado. A partir de aquí, con las categorías analíticas del mapa de la estructura-acción de Santos (2000) como lente (concentrándonos en los espacios de producción, del mercado, de la ciudadanía y de la comunidad), nuestro objetivo es mostrar cómo la experiencia de la economía solidaria brasileña aparece como una experiencia de hacer político que no necesariamente interactúa con el Estado. Un tipo de experiencia que puede caracterizarse como manifestación de acciones emancipatorias frente a las regulaciones del Estado y del capital (Santos, 2000), por un lado, y como revelación de lo que Melucci llama latencia, primordialmente en la dimensión cultural, que puede, en realidad, ser una fina superposición entre cultura, economía y política, por otro lado.
La identificación y la caracterización de los espacios estructurales enfatizan e insertan, en la misma matriz teórica, los tres megafenómenos de nuestro tiempo: poder, derecho y conocimiento. La centralidad en el poder del Estado, en el derecho estatal y en la ciencia moderna no puede ser olvidada; los tres están repartidos en todas las constelaciones de poder. Entretanto, la teoría social crítica se ha enfocado en el espacio de la producción y de la ciudadanía, dejando de lado aspectos relevantes, principalmente respecto a la reproducción social. En torno del espacio de la ciudadanía, más específicamente, se pueden localizar los aportes teóricos de los movimientos sociales discutidos en este texto.
Sin negar la conexión entre todos los espacios, y considerando las especificidades de la economía solidaria para la atribución de nuevos sentidos a los momentos de invisibilidad de los movimientos, se enfatizarán en este análisis los espacios de producción (y a partir de éste, el espacio del mercado requerirá una breve incursión) y de la comunidad, además del espacio de la ciudadanía. A la luz de las referencias canónicas del Norte Global, acerca del conocimiento (ciencia como saber válido), de productividad (mediada por la tecnología de punta y la economía de mercado) y de escala (global como superior a lo local y comunitario), la economía solidaria representa casi todo lo que es visto como inferior, improductivo, anacrónico, residual e ignorante.
Por eso, la tarea de fecundar el concepto de “invisibilidad” desde el movimiento social de economía solidaria fuera de los referentes epistemológicos del Sur no nos parecía posible. La raíz de la economía solidaria al Norte, que ha sido el cooperativismo europeo de las primeras décadas del siglo XIX, ya significaba una oposición a las tendencias de reducción de la economía al principio del mercado y la subyugación de trabajadores a condiciones degradantes de vida (Brancaleone, 2019; França Filho, 2002).
En el Sur, fue inicialmente la fuerte presencia de la economía popular lo que dio lugar al surgimiento de la economía solidaria, especialmente en América Latina en la década de los años ochenta. En ese momento, ante el creciente desempleo y las precarias condiciones de vida y de trabajo, sectores populares comenzaron a organizarse en torno a experiencias colectivas de generación de trabajo y renta, como medio de subsistencia y de una nueva sociabilidad. A los grupos urbanos, formados en general por trabajadores excluidos del mercado laboral, se sumaron los tradicionales grupos asociativos de pequeños agricultores. En las últimas dos décadas, las experiencias indígenas precolombinas y los sistemas colectivos adoptados por esclavos liberados (quilombolas en Brasil) también han sido reconocidos como antecedentes de la economía solidaria (Veronese, Gaiger y Ferrarini, 2017).
La primacía de la solidaridad sobre el interés individual y la ganancia material es la principal característica de la economía solidaria, que se expresa por la presencia de criterios equitativos, por el carácter participativo, por la socialización de los recursos productivos y por el trabajo cooperativo (Laville y Gaiger, 2009; Ferrarini, Gaiger y Schiochet, 2018). Las manifestaciones concretas de la economía solidaria son multiformes, abarcando desde emprendimientos -en la forma de cooperativas, asociaciones y grupos informales- hasta arreglos más complejos, alrededor de cadenas productivas, comercio justo, moneda local, etcétera.
En Brasil, la economía solidaria ganó expresión a lo largo de la década de los años noventa, como resultado del surgimiento de un conjunto heterogéneo de experiencias económicas fundamentadas en los principios del asociativismo, la autogestión y la propiedad colectiva de los medios de producción. El desafío diario de la autogestión promueve un proceso continuo de aprendizaje político que no se restringe en el interior de los colectivos, sino que alimenta el deseo de intercooperación con la comunidad circundante, así como un proyecto más democrático y solidario para la sociedad. Tales características redundaron en el surgimiento del movimiento social de economía solidaria -y, posteriormente, en la política pública por la que ese movimiento abogó- en Brasil, cuya consolidación ha contado con dos factores decisivos: el Foro Social Mundial -que internacionalizó el término y sus principios como contrapunto al neoliberalismo y como atributo a una alterglobalización- y el ciclo de gobiernos progresistas.
A partir de 2003 fue implantada la política pública nacional a través del diseño institucional constituido por el Foro Brasileño de Economía Solidaria (FBES) como principal espacio de deliberación. El FBES está compuesto por líderes que provienen de foros municipales y regionales formados por trabajadores, gestores locales y representantes de los segmentos involucrados en la construcción de la economía solidaria (universidades y entidades de apoyo y formación). Además del FBES, se establecieron consejos a nivel estatal y municipal. En ese momento, líderes del movimiento de economía solidaria brasileño consideraron importante el acceso a incentivos públicos (materiales, técnicos, financieros y políticos) para esta nueva economía, además de proponer un proyecto de desarrollo alternativo al modelo único de economía de mercado.
En la aprehensión y el análisis de significados plurales del hacer político de la economía solidaria, el espacio de producción se refiere a la forma de poder como explotación del trabajo -así como de la naturaleza- en la producción capitalista. En el contexto de las rupturas promovidas por la economía solidaria, también se impone el espacio de mercado. La forma de poder del espacio de mercado es el fetichismo de la mercancía, que niega el papel del consumidor -también trabajador- en la creación de las mercancías, engendrando la “cosificación de las personas” y la “personificación de las cosas”. En ambos espacios, la recuperación del sentido y la centralidad del trabajo, presente en la economía solidaria, abre nuevas posibilidades analíticas.
Este hacer político en la esfera de las relaciones interpersonales del trabajo colectivo-asociativo es posiblemente el mayor catalizador del hacer político de la economía solidaria. El trabajo asociativo está relacionado con la autogestión, que involucra la autonomía de los trabajadores en la toma de decisiones sobre el trabajo (Singer, 2002; Faria, 2001). Mientras el mundo del trabajo en el capitalismo es marcado por la heterogestión y la división técnica (o parcial) del trabajo (Braverman, 1981; Abercrombie, Hill y Turner, 2000), en la economía solidaria la producción y la generación de valor están superpuestas a las relaciones políticas y sociales, en una perspectiva más democrática e igualitaria (Guérin, 2005).
El trabajo colectivo-asociativo presenta dos sentidos. El primero se refiere a un nivel inmediato y relacionado con la doble tarea (técnica y de gestión), la cual requiere competencias complejas, muchas de ellas desafiantes para trabajadores oriundos de sectores populares, con baja escolaridad y sin acceso a formación específica para la autogestión (Ferrarini, 2011; Tiriba, 2006). Más que técnicas y conocimientos, es requerida la construcción de lazos sociales marcados por la confianza, la cooperación y la reciprocidad, lo que proporciona a sus miembros el sentimiento de pertenencia al grupo (Tiriba, 2006). “Entre más densas las redes de solidaridad y entre más los trabajadores extienden sus relaciones allende la propia unidad económica, mayor la posibilidad de ampliación de los saberes sobre el mundo” (2006: 120).
El segundo sentido del trabajo colectivo-asociativo se concretiza en el horizonte económico-filosófico marxista, en el que la producción asociada se entiende como la unidad básica de una sociedad emancipada (Tiriba, 2008), libre de salarios y jerarquías. Gramsci, al analizar los consejos obreros de Turín entre 1919 y 1921, concluyó que las experiencias en las que los trabajadores tienen el control de la producción representan “una escuela maravillosa para la formación de la experiencia política y administrativa” (Gramsci y Bordiga, 1981: 36, APUD Tiriba, 2006: 119).
En sus dos sentidos, el trabajo colectivo-asociativo busca garantizar la viabilidad técnico-política, no sólo de la organización económica, sino del movimiento mayor de los trabajadores asociados en la producción, estando fuertemente ligado a un cambio de cultura. La intercesión del trabajo y la cultura se refiere al concepto de “cultura del trabajo”. Los trabajadores asociados producen cultura y, al mismo tiempo, trabajan según una determinada cultura que se materializa en el día a día de las relaciones que establecen entre ellos. La cultura del trabajo concierne a los elementos materiales (instrumentos, métodos, técnicas, etcétera) y simbólicos (actitudes, ideas, creencias, hábitos, representaciones, costumbres, saberes) que comparten los grupos humanos, considerando sus especificidades de clase, género, etnia, religiosidad y generación (Tiriba, 2006).
Cuando los trabajadores toman para sí los medios de producción, estas experiencias, tratadas en términos culturales o encarnadas por medio de tradiciones, sistemas de valores, ideas y formas institucionales (Thompson, 1997: 10), poseen ciertas implicaciones. Grasmci dice que todos los seres humanos son intelectuales, aunque no todos ejercen la función de intelectuales en una sociedad de clases. La falta de separación entre homo faber y homo sapiens en el trabajo asociado hace que superar la dicotomía entre el mundo del trabajo y el mundo de la cultura sea uno de los mayores desafíos. Entender el trabajo como institución educativa y productora de cultura:
[…] la tendencia democrática no puede consistir apenas en que un trabajador manual se torne más calificado, sino que cada ciudadano pueda volverse gobernante y que la sociedad coloque, aunque sea de forma abstracta, las condiciones generales de poder hacerlo [...] asegurando a cada gobernado aprendizaje gratuito de las capacidades y de la preparación técnica general necesaria para gobernar (Gramsci, 1982: 137, apudTiriba, 2006: 120).
Como conclusión del análisis de la acción política en los espacios de producción y mercado, no existe separación entre el ámbito de la política y la cultura en la economía solidaria. Al contrario: la cultura se forja en la producción a través del trabajo y el trabajo genera acción política, en una clara inseparabilidad entre las dimensiones de la vida social. ¿Cómo podría este hallazgo fertilizar el concepto de latencia, por ejemplo? La noción de cultura (definida por Melucci como la práctica de movimientos en el periodo de latencia) cambia en la experiencia de la economía solidaria. Son códigos y prácticas que surgen del ejercicio de la autogestión, que es eminentemente político y fundamento del propio movimiento social, ya que permite a segmentos excluidos e invisibles adquirir competencias y saberes del mundo para su inserción en la vida pública como sujetos políticos, individuales y colectivos. La experiencia de la cultura del trabajo que promueve el ejercicio político se antepone a la faz visible, y no después.
En el espacio de la ciudadanía, la forma de poder es la dominación, a la que tanto la teoría liberal como la marxista clásica consideran como poder político, generado en el sistema político y centrado en el Estado. De todas las formas de poder, la dominación es la más institucionalizada, extendida y diseminada en múltiples constelaciones, en marcado contraste con las demás. Para ampliar el análisis de esta forma de poder, Santos hace una distinción entre lo que él llama poder cósmico y poder caósmico. Lo cósmico es “poder centralizado, ejercido desde un centro de alto voltaje (el Estado) y dentro de límites formalmente establecidos a través de secuencias y cadenas institucionalizadas de intermediación burocrática” (Santos, 2000: 288). El poder caósmico, por otro lado, es un poder descentralizado e informal, ejercido por múltiples microcentros de poder en secuencias caóticas sin límites predefinidos.
Todas las constelaciones de poder combinan un componente cósmico con una pluralidad de componentes cósmicos. La heterogeneidad [...] es responsable de la opacidad fenomenológica de las relaciones de poder en la sociedad: como experiencias vividas, las constelaciones de poder tienden a ser reducidas a sus componentes cósmicos o a sus componentes cósmicos, lo que afecta la eficacia de las luchas de resistencia contra el poder, dado que éste es siempre simultáneamente cósmico y caósmico (Santos, 2000: 288).
Por tanto, en relación con el espacio de la ciudadanía, la ampliación del concepto de política como hacer político altera la noción de latencia como periodo pre-político a un periodo también político, que opera a través de la construcción del poder caósmico. Esta noción permite aprehender la integralidad de la construcción política y de las luchas emprendidas por la economía solidaria dentro del colectivo autogestionado y en el entorno, con otras organizaciones sociales y comunitarias. Aquí nos adentramos en el análisis del espacio de la comunidad, que parte de la idea de territorio físico o simbólico como espacio estructural autónomo, irreductible a las relaciones establecidas por el Estado. El hacer político a través del trabajo colectivo-asociativo lleva a la comunidad al centro de la vida política en la economía solidaria y provoca un cambio de lente: la fase observada como visible, que sería la presencia de grupos de trabajo colectivo-asociativos en la escena política dada su interfaz con el Estado, resultó ser precisamente el periodo de relativa “ausencia” de su vida política en el territorio. Mucho fue invertido en la institucionalización a través del direccionamiento de figuras políticas y esfuerzos, drenando energías sociales que se dedicaban a territorios y emprendimientos.
Las consecuencias y los aprendizajes dejados por el fin de este ciclo en Brasil -de 2002 tras la elección de Lula hasta 2016 con el golpe de Estado que destituyó a Dilma Rousseff y que, por ejemplo, resultó en la extinción de la Secretaría Nacional de Economía Solidaria y la desfiguración de los programas e instancias deliberativas- aún están siendo comprendidos por los sujetos de la economía solidaria. Por un lado, la institucionalización contribuyó al fortalecimiento y la visibilidad del movimiento; por otro, el movimiento se alejó del territorio y descuidó el hacer político de trabajo colectivo-asociativo que alimenta su ethos democrático. Sin embargo, no obtuvo la legitimidad pretendida e incluso rompió con la independencia del Estado (defendida en principios de cooperativismo y autogestión).
En este sentido, aunque la autogestión y la autonomía no hayan salido fortalecidas durante el mencionado periodo, es necesario reconocer que: 1) lo que hubo de política pública de economía solidaria en Brasil fue una conquista del movimiento social; 2) las formas de relacionarse con el Estado fueron exhaustivamente discutidas en el ámbito del movimiento, que deliberadamente se decidió por crear y mantener tal vínculo de manera consciente; y 3) la política pública, aunque considerada periférica en términos del monto presupuestal, ha resultado en mejoras materiales y simbólicas en la vida de las y los trabajadores de la economía solidaria en el país.
Reflexiones finales
Esto es lo que sucedió en la “escena política”. Sin embargo, la referencia del Estado como elemento definitorio del “escenario político” invisibiliza, como hemos mostrado, otras formas de presencia de la economía solidaria en la vida familiar y comunitaria, como hacer político en la vida cotidiana, así como en redes de colectivos y movimientos sociales. Tales formas son descalificadas a la luz de las culturas únicas que apoyan la racionalidad hegemónica. El llamado emprendimiento por necesidad, movilizado por poblaciones de bajos ingresos y educación, en las periferias, a menudo con bajos salarios, esconde la riqueza y la potencia de una experiencia económica, cultural y política típica del Sur.
Este estudio concluye, de forma preliminar, que la propia concepción de “escenario político” se formó a partir de las referencias canónicas del Norte. La deconstrucción de las culturas únicas de la modernidad occidental operada por la sociología de las ausencias y las emergencias en la reconstrucción del conocimiento en el Sur revela una forma de hacer político cotidiano a través del poder del trabajo colectivo-asociativo que incluye diversidad y alteridad, conflictos y formas propias de resolución de forma democrática; formas de autogestión, por lo tanto. Hay vida y acción transformadora en escenarios no frecuentados por el Estado.
Si podemos abogar por la recreación de lo comunitario/núcleo del trabajo colectivo-asociativo como política, bastaría “sólo” con decir que la acción principal del movimiento de economía solidaria brasileño es esa recreación, cuando no está en interacción visible con el Estado; por lo tanto, en un periodo de latencia para Melucci, todavía se encuentra en un periodo/proceso de hacer político. Y luego la “cereza del pastel” que el diálogo Norte-Sur nos permite presentar: lo que hacen los movimientos en sus periodos de invisibilidad (latencia) no es sólo cultura, sino cultura y política y economía. Otro hallazgo que nos parece fundamental es: sólo hay política en los momentos de invisibilidad de los movimientos, además de cultura y economía, porque incluso en esos periodos percibimos procesos sociales conflictivos que, precisamente por estar ubicados en periodos de no relación con el Estado, tienen la capacidad de resolverse de una manera diferente a la hegemonizada por éste, es decir, desde formas autogestionadas.
Sin embargo, el hecho de que los trabajadores se conviertan en propietarios de los medios de producción y produzcan y reproduzcan formas autogestionadas de gestionar diferencias y conflictos no necesariamente indica de manera automática la posibilidad de crear una nueva cultura de trabajo emancipado y ciudadanía activada, ya que siempre son procesos contradictorios, vividos en medio de procesos de revalorización del capital y heterogestión propios del Norte Global.