Las prácticas de la alimentación familiar son un espacio rico en representaciones sobre las normas del cuidado y su vinculación con la maternidad. En las prácticas maternales de cuidado alimentario se juegan nociones de afecto, disciplina, eficiencia, orden, placer y contención, así como una idea de la posición de las mujeres, no sólo como madres, sino en tanto mujeres. En los discursos sobre los cuidados alimentarios en el contexto familiar se percibe la configuración de una gramática moral de lo apropiado, correcto, necesario o deseable, una pedagogía del autocontrol, la disciplina, los modales y la posición que corresponde a cada miembro familiar (DeVault, 1991; Murcott, 1993; Ristovski- Slipejcevic, Chapman y Beagan, 2008; Cairns y Johnston, 2016). Al mismo tiempo, la forma en que se organiza este trabajo, tanto objetiva como subjetivamente, está en estrecha relación con las condiciones materiales de existencia que facilitan o dificultan dicho trabajo e influyen en la valoración de la labor maternal, tanto por otros como por ellas mismas.
En este documento analizo los rasgos centrales del trabajo materno depositado en la alimentación cotidiana. Me pregunto qué criterios, normas o valores estructuran su trabajo, cómo cambian las pautas de su organización conforme lo hace la disponibilidad de recursos económicos, materiales y simbólicos en las familias, y cómo estas diferencias moldean la evaluación que las mujeres hacen de su labor alimentando a sus familias. De manera general, encuentro que la disponibilidad de recursos influye en la manera en que las mujeres resuelven tensiones propias del trabajo de alimentar. Dichas tensiones se expresan objetivamente en las prácticas que resuelven la comida diaria, y subjetivamente en los procesos reflexivos para la toma de decisiones que negocian entre el control y la libertad, la contención y la complacencia. El saldo de estas negociaciones permite a las mujeres evaluar su trabajo alimentario y materno, teniendo como referencia no sólo normas y criterios abstractos, sino prácticas concretas de otras mujeres con las que se identifican o distancian, según las consideren más o menos eficientes o legítimas.
La información proviene de una investigación original realizada entre 2016 y 2019 en colonias periféricas de estrato socioeconómico bajo en el oriente de la Ciudad de México. El objetivo de dicho estudio fue conocer las pautas materiales y simbólicas de organización de la alimentación cotidiana de familias urbanas en precariedad socioeconómica. Para ello, la investigación se basó en una metodología cualitativa de corte etnográfico que incluyó técnicas como la observación -participante y no participante- y la realización de entrevistas semiestructuradas a profundidad. En total, realicé 13 estudios de caso familiares que tuvieron al grupo doméstico como objeto de estudio y a sus prácticas y experiencias como unidad de análisis.
Para dicho estudio, produje una muestra intencionada de casos que permitiera identificar patrones o contrastes en función de características como el ciclo doméstico del hogar, el sexo de la jefatura y el tipo de estructura familiar, atributos que la literatura especializada destaca como relevantes para la distribución intrafamiliar de los recursos, la organización del trabajo doméstico y de cuidados y la estructuración de las prácticas alimentarias.1 Si bien la investigación se centró en colonias con altas proporciones de población en pobreza,2 el estudio identificó diferencias importantes en el grado de precarización de las condiciones de vida de las familias dentro de los asentamientos. Estas diferencias se describen más adelante, destacando su papel en la formación de distinciones relevantes en las pautas de organización de las prácticas y en la experiencia que las mujeres derivaban del trabajo de alimentar a sus familias. Por lo tanto, las desigualdades a las que me refiero en este análisis no están asociadas a diferencias entre clases o estratos, sino a las distinciones materiales y simbólicas que se producen entre grupos que interactúan en un mismo espacio (Dubet, 2010).
En su momento, el contacto con los casos se estableció primero con el apoyo de “porteras”, mujeres conocidas en las colonias y, después, por “bola de nieve”. Se consideró que la información obtenida en cada caso familiar alcanzaba un punto de saturación cuando tanto las narrativas como las prácticas observadas, y las correspondientes convergencias y divergencias entre los casos, comenzaron a estabilizarse alrededor de las categorías de interés del estudio. Entre éstas destacan: 1) la socialización de las personas en los trabajos alimentarios; 2) la organización y distribución del trabajo alimentario en el hogar; 3) las prácticas alimentarias, distinguiendo analíticamente actividades de planeación, adquisición, preparación y consumo; 4) los criterios y valores alimentarios; 5) la percepción y valoración de los hábitos alimentarios, y 6) la evaluación del trabajo de cuidado alimentario.
La estrategia analítica consistió en la elaboración de descripciones densas para cada estudio de caso que integraban y triangulaban información obtenida en entrevistas, conversaciones informales y observaciones, vertida en transcripciones y notas de campo. El enfoque de análisis fue interpretativo, comparativo e inductivo, lo que permitió recuperar la experiencia significativa de las personas, identificar semejanzas y diferencias entre casos singulares y vincularlas teóricamente con discusiones de alcance general (Bazeley, 2013; Taylor y Bogdan, 1994).
Es necesario precisar que, si bien la investigación original es más amplia, en este análisis solamente considero las entrevistas realizadas a mujeres madres encargadas de la alimentación familiar en sus hogares (12 de 13 estudios de caso). Sus narraciones aportaron elementos para pensar en la alimentación de la familia no sólo como un trabajo inscrito en el amplio marco de las tareas domésticas y de cuidado, sino también como un espacio para el ejercicio de un rol sostenido por premisas morales y afectivas relacionadas con la maternidad y la familia, que dialogan con las condiciones materiales de existencia.
La estructura del texto es la siguiente: en la próxima sección presento algunos antecedentes de la discusión conceptual sobre la configuración sociocultural de las maternidades y el peso del trabajo alimentario en este proceso; enseguida, a la luz de esta literatura, analizo la evidencia empírica arrojada por la investigación y concluyo en la siguiente sección con algunas reflexiones sobre la necesidad de situar el análisis del trabajo alimentario que realizan las mujeres en el marco de relaciones estructurales más amplias que afectan no sólo sus prácticas alimentarias, sino su autopercepción como mujeres y como madres.
Maternar a través del trabajo alimentario: algunos antecedentes conceptuales
El trabajo de alimentar (feeding work) incluye toda la variedad de labores, visibles o invisibles, que se realizan para dar de comer a otros, desde la planeación de menús, la adquisición de alimentos, su transformación, conservación y disposición para el consumo, hasta el mantenimiento de los espacios de preparación e ingesta (DeVault, 1991; Mennell, Murcott y Van Otterloo, 1993; O’Connell y Brannen, 2016). Estas labores implican habilidades y conocimientos sobre la cultura alimentaria local, así como en torno a las preferencias y necesidades de cada miembro familiar. También involucran saberes especializados en el costo de los alimentos, su disponibilidad y distribución en el entorno y un trabajo de evaluación constante de prácticas de consumo tradicionales y novedosas.
Como el resto de los trabajos domésticos y de cuidados, el trabajo de alimentar a la familia forma parte de las tareas socialmente asignadas a las mujeres que son invisibilizadas o, peor aún, que sólo son visibles cuando no se realizan o se consideran deficientes, como cuando se responsabiliza al “descuido” alimentario familiar de la crisis de salud pública que experimenta buena parte del mundo desarrollado (Bowen, Brenton y Elliot, 2019; Fielding-Singh, 2021; Guthman, 2011).
Dar visibilidad a esta forma de trabajo que restaura o habilita la capacidad vital de las personas para participar en las tareas de la sociedad, entrelazando sus condiciones materiales de existencia con un conjunto de normas, valores y prácticas que reflejan una moral particular sobre el cuidado y una economía política de las relaciones privadas, ha sido una misión constante y sistemática de los feminismos, especialmente de los que discuten la economía política de la reproducción social (Zelizer, 2005; Ferguson, 2020; Folbre, 2001; Hochschild y Machung, 2012). Desde diversas posiciones, este trabajo es señalado como una actividad socialmente organizada por relaciones de poder que la convierten en un lugar de opresión y explotación (Hartmann, 1981; Jackson, 1992; De Barbieri, 1984).
En estas discusiones, alimentar aparece como una labor más del trabajo doméstico que históricamente concentran las mujeres. Sin embargo, considero que el trabajo alimentario reúne características que llaman a detenerse en su singularidad y hacer visibles los procesos o mecanismos específicos que favorecen o previenen la desigualdad desde esta dimensión de la reproducción social. En principio, comer es una necesidad demandante que requiere ser satisfecha a diario, varias veces al día y de maneras que tengan sentido no sólo nutricional, sino también culturalmente. En este sentido, alimentar es una tarea particularmente intensiva en torno a la cual, incluso, se estructura el resto de las actividades productivas y reproductivas (DeVault, 1991; Villagómez, 2019). Enseguida, la alimentación es un espacio predilecto de la intervención pública que, mediante acciones gubernamentales o de mercado, busca definir modelos de familia, cuidados, salud, apariencia física o consumos a través de discursos de corte moral, típicamente dirigidos a las mujeres en tanto administradoras del bienestar familiar (Boragnio y Dettano, 2019; Bordo, 2004; Carney, 2015; Faracce, 2021; Fielding-Singh, 2021; Guthman, 2011; Jovanovski, 2017; Mitchell-Walthour, 2023; Muñoz y Quirke, 2021).
En este sentido, las actividades que las mujeres realizan para alimentar a sus familias están cargadas de un contenido normativo alineado a ideales de lo familiar, que si bien cambian con la época y las circunstancias, mantienen continuidades históricas que admiten pensar a la familia como un dispositivo ideológico que define sus propias reglas de conformación, funcionamiento, organización de jerarquías y distribución de tareas y recursos, entre ellos la alimentación y sus trabajos (Beagan et al., 2008; Cairns, Johnston y Baumann, 2016; Charles y Kerr, 1986; DeVault, 1991).
En esta economía política de lo familiar, el trabajo de alimentar convoca disposiciones afectivas que potencian el vínculo entre el maternaje -como forma primaria de cuidado que se responsabiliza del bienestar económico, social y educativo de otro ser humano (Vandenbeld, 2014)- y la acción específica de alimentar (Cairns y Johnston, 2016). Efectivamente, a través de discursos que vinculan amar a la familia con nutrirla (DeVault, 1991), o lo que Joslyn Brenton (2017) llama la “ideología de la alimentación intensiva” (intensive feeding ideology) -la creencia extendida de que ser buena madre implica forzosamente cargas superiores de trabajo alimentario como, por ejemplo, preparar todo en casa y “desde cero”-, alimentar a la familiar parece requerir actitudes que engarzan con los comportamientos esperados de “una buena madre”, como la diligencia, la eficiencia, la responsabilidad o el sacrificio (Brenton, 2017; Cairns y Johnston, 2016; Carney, 2015; Fielding-Singh, 2021; Hochschild y Machung, 2012; Parsons, 2015; Woolhouse, Day y Rickett, 2019).
A decir de Melinda Vandenbeld (2020), si bien es verdad que las representaciones de la familia o de una “buena madre” siempre han estado definidas por las pautas sociales y culturales dominantes de una época y un espacio, en las estructuras modeladas por el neoliberalismo estas nociones dejaron de ser significantes sociales para ser posiciones económicas “encubiertas” por lo social. Varios estudios encuentran que la ideología del maternaje intensivo3 concuerda con el modelo cultural del neoliberalismo en tanto que madres e hijos son vistos como “proyectos” de realización individual que requieren trabajo constante que las madres4 realizan desde una posición dual: en lo privado se espera que demuestren y mantengan su orientación “natural” hacia los otros, mientras que en lo público son agentes económicos que deben tomar decisiones eficientes y optimizadoras en el mercado (Cairns y Johnston, 2016; Parsons, Harman y Cappelinni, 2021; Vandenbeld, 2014).
En términos de la subjetividad de las madres, esto significa incorporar normas, prácticas y valores de optimización y eficientización del trabajo y sus recursos, desde posiciones que intentan ser libres y autosuficientes, pero también adecuadas, autocontroladas y resilientes frente a las circunstancias que las rodean. Kate Cairns y Josée Johnston (2016) llaman a este proceso “calibración”, una suerte de mecanismo de autorregulación entre la libertad y el control, que también es un aprendizaje en el que las madres socializan a sus hijos para tomar decisiones adecuadas en un sistema alimentario caracterizado por sus múltiples riesgos. Con estas disposiciones, el trabajo de maternar participa en la reproducción de subjetividades que se ajustan a las condiciones económicas y sociales imperantes en la posición que se ocupe.
Es fundamental no perder de vista que el trabajo alimentario se fomenta y produce en el marco de relaciones sociales desiguales de género, pero también de clase. En el caso de la alimentación, la desigualdad en las capacidades materiales para el cuidado genera, por un lado, inequidades en el acceso a formas de alimentación consideradas nutricional y socialmente adecuadas, con la consecuente distribución desigual de los resultados en salud. Por otro lado, la desigualdad favorece la producción de distinciones simbólicas entre “buenas madres” -típicamente, mujeres de clase media- y maternidades deficientes o en falta -asociadas discursivamente con grupos empobrecidos y racializados (Brenton, 2017).
Como señala Michèle Lamont (2012), los procesos de diferenciación y jerarquización implicados en la desigualdad social producen y refuerzan distinciones de estatus referidas a estilos de vida, hábitos, temperamentos o competencias que se consideran superiores o inferiores, dependiendo de la posición percibida. En este caso, la centralidad de la alimentación en lo que se considera una buena crianza y, por lo tanto, una maternidad correcta, significa que las mujeres están continuamente expuestas al juicio de sus capacidades para alimentar a su familia tal y como los cánones lo indican. Esto implica que, además del trabajo alimentario como tal, las mujeres realizan una intensa actividad evaluativa que valora subjetivamente su desempeño tomando como referencia criterios de respetabilidad y legitimidad que les permitan mantener una representación aceptable de sí mismas como madres y alimentadoras (Banister, Hogg y Dixon, 2023; Parsons, Harman y Cappellini, 2021). En contextos desiguales, la producción de fronteras o límites simbólicos es una herramienta efectiva que les permite aproximarse, al menos discursivamente, a las pautas de comportamiento que consideran adecuadas y alejarse de las que les parecen devaluadas o reprobables (Lamont y Molnár, 2002; Lamont, 2012). 5
Esta actividad evaluativa implica una carga emocional que no está distribuida con justicia entre todas las personas que podrían participar en el cuidado alimentario familiar. El peso de la valoración del cuidado y el trabajo alimentario recae desproporcionadamente en las mujeres (Brenton, 2017; Wright, Maher y Tanner, 2015), dada la construcción simbólica del trabajo maternal como una actividad exclusivamente femenina y solitaria, sostenida por una disposición que a veces se considera natural (“instintos maternales”) y otras racional (“maternal thinking”) (Sheper-Hughes, 1985). Esta configuración del trabajo materno demanda mujeres física, intelectual y emocionalmente dispuestas para la crianza de tiempo completo. Se espera, además, que tomen decisiones racionales, que elijan libre y correctamente entre un conjunto de posibilidades y que se responsabilicen hasta el último momento por los efectos de sus decisiones, tanto en sí mismas como en quienes están bajo su cuidado.
El análisis empírico que presento a continuación muestra los rasgos de la maternidad que emergen en el cuidado alimentario que realizan mujeres que habitan en contextos de pobreza urbana. La observación de las prácticas alimentarias familiares y la narración reflexiva de las mujeres respecto a este trabajo muestran cómo el acceso a recursos materiales y simbólicos dialoga con las normas y los valores dominantes de la maternidad,6 moldeando tanto las prácticas como los “estilos” de maternar y la experiencia subjetiva que las mujeres derivan de esta labor.
Diferentes condiciones materiales, diferentes “maternajes alimentarios”
A pesar de compartir un entorno que para la mirada técnica de las mediciones podría parecer homogéneamente precarizado, dentro de los espacios urbanos esta condición admite mucha más heterogeneidad de la que habitualmente se reconoce en los estudios de pobreza (Kaztman, 1989). El trabajo etnográfico me permitió distinguir diferencias en las condiciones y trayectorias de vida de las familias que afectan la manera de organizar el alimentario en los hogares. A continuación, describo algunas de estas características.
De manera general, los hogares con mayores recursos tienen más antigüedad en las colonias y sus viviendas están más consolidadas en términos de materiales, equipo y servicios básicos, además de que se encuentran en áreas de fácil acceso, lo que se traduce en ventajas para el uso de la oferta alimentaria local. Suelen ser familias de menor tamaño, en proceso de dispersión y con más miembros ocupados vinculados a empleos formales. Sus ingresos totales per cápita mensuales superan el costo de la canasta básica por persona. Por su parte, los hogares en peor posición económica tienden a ser más jóvenes y numerosos, hay menos trabajadores remunerados y sus trayectorias laborales son informales, inestables y mal remuneradas. Sus viviendas, además de ser de menor calidad en cuanto a materiales y servicios, suelen estar más alejadas de vías principales e infraestructura. En estos hogares los ingresos per cápita llegan a estar por debajo del costo de la canasta de necesidades básicas e incluso de la canasta alimentaria.7
Las edades y trayectorias educativas, reproductivas y laborales de las mujeres de ambos grupos son variadas. Las más jóvenes y con mayor escolaridad se distribuyen en ambos segmentos, pero las mujeres con menos escolaridad se concentran en el grupo con menos recursos. En ambas formaciones predomina la jefatura económica masculina y, con excepción de dos casos en el grupo con menos recursos en los que las mujeres realizan actividades económicas informales, el resto de ellas se encuentra fuera del mercado laboral, aunque prácticamente todas tienen antecedentes de trabajo remunerado intermitente. El resto de las mujeres de esta agrupación desearía trabajar, pero considera que las exigencias de la crianza -que son mayores en este grupo porque hay más hijos pequeños- no se lo permite. Las mujeres en mejor posición no consideraban imperativo trabajar de manera remunerada en el momento del estudio.
Las mujeres entrevistadas describen formas distintas de involucrarse en el trabajo alimentario y de relacionarse con ciertas normas alimentarias. Ello se traduce en diferentes posturas en torno a la producción de lo familiar a través de valores y representaciones que las mujeres retoman de sus propias socializaciones, eligiendo cuáles desean retomar y cuáles prefieren transformar o, en definitiva, rechazar. Este trabajo de negociación se realiza en diálogo permanente con las condiciones materiales en las que las prácticas alimentarias se llevan a cabo, produciendo pautas de organización diferentes que constituyen experiencias subjetivas distintas de maternaje alimentario.
Encontré dos aproximaciones principales, claramente diferenciadas por la capacidad de acceder a recursos económicos, materiales y simbólicos. Por un lado, las madres que están en una posición ligeramente mejor experimentan tensiones entre aprovechar su reducido margen de holgura y negociar entre el control y la libertad, valores característicos de maternidades eficientes y flexibles (Vandebeld, 2020). Por el otro, donde los recursos son escasos e inestables, la tensión del trabajo alimentario maternal se centra en el equilibrio entre el disciplinamiento -que permite evitar conflictos y derroche- y el deseo de compensar las restricciones. Si bien para fines analíticos y de exposición describo estas disposiciones como “tipos” de trabajo maternal alimentario, no sugiero que sean los únicos ni que sus rasgos sean mutuamente excluyentes, sino que parecen marcarse con más claridad conforme el grado de precariedad de las familias aumenta o disminuye.
Holgura y control
Los hogares en mejor posición económica y material han recorrido trayectorias que les permiten garantizar aspectos básicos de la subsistencia cotidiana y los dejan concentrarse con más tranquilidad en otras situaciones, como la atención de enfermedades o incluso el cuidado de la salud mental, aspecto que suele ser totalmente relegado en escenarios de mayor precariedad. En estas familias, las mujeres se consideran capaces de hacer las comidas que planean del modo que les parece más conveniente, muestran mayor confianza en la información nutricional que tienen y resuelven la comida de maneras que les resulten prácticas en términos de su propio tiempo, destacando ser “prácticas”, “rápidas” y flexibles. Karina, de 37 años, madre de un niño de cinco años y otro de cinco meses, dice:
Trato de no esclavizarme [preparando la comida]. No me gusta el sabor esclavizado de la comida, de a fuerzas sopa, a fuerzas guisado y, si no, estás mal comido. No, si no se puede, bueno, buscamos la opción. Si sé que mañana no voy a estar en todo el día, bueno, pues desayuno algo pesado, ¿no? Le doy una quesadilla a mi hijo, arroz con leche, le pongo sándwich y una fruta. Y llegando, bueno, le hago un plátano con crema. […] Pero sí, trato de no esclavizarme.
Las madres de estos casos enfrentan diferentes cargas de trabajo con recursos económicos (ingresos), materiales (vivienda, servicios y equipamiento de cocina) y simbólicos (escolaridad, información nutricional, conocimientos sobre salud física y mental) que les permiten concretar las tareas alimentarias bajo criterios que consideran adecuados, como la nutrición, la practicidad y un equilibrio aparentemente relajado entre orden e improvisación, una disposición que refleja con claridad la labor de calibración descrita por Cairns y Johnston (2016). Si bien les interesa tener el control de la situación en términos económicos, nutricionales y de su tiempo personal, no lo ejercen de un modo opresivo; intentan que lo que hacen se ajuste al gusto de los otros -especialmente de los niños-, procurando que las comidas mantengan una estructura que les parezca nutritiva -definida en términos de variedad y la presencia frecuente de frutas y verduras-, pero tratan de mantener una disposición pragmática que evita conflictos a la hora de comer.
En estos hogares los intereses de las mujeres aparecen con claridad en la organización de la alimentación cotidiana. Las madres tienen entre sus prioridades la calidad nutricional de la dieta de sus hijos, pero también de la suya para no “abandonarse”, descuidar su aspecto físico y su salud. Elsa -de 48 años, madre de un hijo de seis años y cuidadora de su madre de 72 años- busca recetas de “cocina sana” en Internet y describe con autoridad las propiedades de los alimentos. Martha -de 50 años, sin hijos corresidentes- trata de realizar actividad física con regularidad y, por razones relacionadas con situaciones de violencia intrafamiliar en el pasado, recibe asistencia psicológica pública cuando siente que la necesita. Las tres tienen grupos de amigas con quienes conviven con cierta frecuencia. Todo esto sugiere una suerte de agencia orientada hacia su propio bienestar que, como veremos más adelante, se va difuminando conforme las preocupaciones económicas aumentan.
Es interesante notar, sin embargo, que lo que parece una especie de “empoderamiento” femenino para realizar un trabajo materno y alimentario satisfactorio no disminuye el trabajo de las mujeres, sino que lo intensifica: a la obligación de ser buenas madres y cuidadoras se suma el trabajo de ser “mejores personas”. En concordancia con la subjetividad subyacente en las maternidades intensivas, el posicionamiento de los intereses y las necesidades de las mujeres no sólo expresa que se dan mayor importancia, sino que se la otorgan en tanto personas que deben trabajar para ser autosuficientes, resilientes, y estar permanentemente activas.
Otro aspecto destacable en la organización del trabajo alimentario en estas familias es el papel de la complacencia como espacio de negociación entre el placer y la autorregulación. Se experimenta de varias maneras: comiendo fuera de casa con cierta frecuencia o conviviendo con familiares en reuniones protagonizadas por botanas, guisos y bebidas. Para Karina, por ejemplo, el último día de la semana es “domingo familiar”, un día en que se come en la calle, “en un restaurante o en un puesto, lo que sea”. Por su parte, Susana -de 72 años- mantiene la costumbre de cocinar cantidades considerables de comida para los hijos y nietos que la visitan los sábados y domingos. Para ella, la comida vasta, generosa, implica una idea de familia unida y armoniosa, así como la posibilidad de restituir el orgullo herido por las privaciones de la infancia.
Sin embargo, así como el placer por la comida ocupa un lugar importante en la experiencia alimentaria de estas familias, también lo tiene la capacidad de control. Las madres de niños pequeños, como Elsa o Karina, se sienten orgullosas de que sus hijos no insistan en comer golosinas y botanas; les gustan, por supuesto, pero a decir de sus madres no caen en comportamientos “inadecuados” para obtenerlos. Pareciera que el autocontrol de sus hijos refleja su buen desempeño como madres, su capacidad para transmitir valores correctos y, sobre todo, la importancia de regular los propios deseos (Coveney, 2006; Reigner y Masullo, 2009; Ristovski-Slipejcevic, Chapman y Beaga, 2010; Wright, Maher y Tanner, 2015). Karina apunta: “Yo creo que no tener tan presto [a la mano] todo ese tipo de cosas te ayuda después a hacer de ese hábito también una lección, una enseñanza. Mi hijo no muere por unas papas; vamos a la tienda y no hace berrinche porque ‘ay, quiero unas papas’”.
La valoración positiva que estas madres hacen del cuidado alimentario que prodigan también se expresa en comparaciones con casos que les permiten alejarse de prácticas o comportamientos que consideran inadecuados, propios de maternidades fallidas o, en términos de Cairns y Johnston (2016), outsiders de las normas. En las entrevistas, las conversaciones en torno a los hábitos alimentarios inadecuados en niños pequeños derivaban espontánea y rápidamente en reflexiones sobre el mal desempeño de otras madres. Cuando pregunto a Elsa si piensa que la alimentación infantil ha cambiado, afirma que sí, que ahora comen muy mal, “puras porquerías”, y enseguida relaciona comer mal con portarse mal, resultado de la falta de control parental. Pone como ejemplo a sus sobrinos, un par de adolescentes que comen muchas frituras, embutidos y comida callejera, ante la ausencia de sus padres, ambos trabajadores fuera de casa.
Testimonios como éste son frecuentes y sugieren un paralelismo entre el cuidado físico de los cuerpos y la constitución moral de las personas, analogías clásicas como las que establecen Claude Lévi-Strauss, Mary Douglas o Claude Fischler, al encontrar que la introducción de alimentos al cuerpo corresponde con la incorporación de un orden social. En este caso, ese orden establece que una buena madre no permite que sus hijos ingieran alimentos dañinos ni muestren conductas excedidas, fuera de control. Las críticas a comportamientos considerados inadecuados no sólo señalan la falta ajena, sino el reconocimiento al acierto propio. Según esta lectura, una buena madre es la que pone orden, aunque no tanto que parezca obsesiva o sobreprotectora, un extremo que también debe evitarse mediante el trabajo de ajuste o calibración.
Estos juicios son el resultado de un ejercicio de comparación, evaluación y definición de límites simbólicos (Lamont y Mólnar, 2002; Lamont, 2012; Pachuki, Pendergrass y Lamont, 2007) frente a quienes presentan características que parecen no sólo distintas, sino inferiores e incluso amenazantes, toda vez que ponen en duda el contenido auténtico de la maternidad, un rol que debe ser ejecutado de una manera específica para mantener sus virtudes. En estas conversaciones, las madres muy jóvenes, en pobreza, ocupadas fuera de casa o sin pareja estable surgen como contraejemplos de una maternidad bien ejecutada. Las historias de niños con sobrepeso, problemas de conducta o falta de higiene se asociaban con madres “irresponsables” y descuidadas, representadas como personas no aptas para la crianza y el cuidado, lo que coincide con los hallazgos de JaneMaree Maher, Suzanne Fraser y Jan Wright (2010), quienes consideran que la obesidad infantil se ha convertido en un “sitio” para el cuestionamiento del cuidado materno, cuyos roles y responsabilidades parecen extenderse frente a cambios estructurales en el mercado laboral y los cuidados.
Karina, por ejemplo, considera que los hábitos alimentarios prejudiciales de algunos niños de su colonia son resultado de las decisiones que sus madres toman excusándose en su situación socioeconómica. Reproduzco su testimonio en extenso dada la riqueza de su reflexión:
Yo siento que es cuestión de su elección y una elección que toman por placer inmediato, ¿no? Yo veo mucho a las mamás que salen de escuelas, ehm… públicas y está la cantidad de comercios al lado, ambulantes, de papas, chicharrones,8 todo eso […] y los tres niños que lleva al lado llevan chicharrones cada uno. Entonces, si la mamá es la que va formando la manera de alimentación y de nutrición en los niños, les está dando prioridad a cosas que realmente, en cuestión nutricional, no les están ayudando.
Y veo que las mamás toman esas decisiones por “es que pobre, es que no le doy, es que no tiene. Es que si no salen a jugar, si no me lo llevo al circo, pues por lo menos que se coma unas papas”. […] En este sector de población donde yo estoy viviendo, la gente come mucho por consuelo. “Soy pobre, no tengo estas cosas, entonces gasto mucho en chicharrones, Gansitos.9 Ay, mi hijo, pobrecito de mi hijo, híjole, es que no le puedo dar más, pero bueno, ten 10 pesos y vete a la tienda”. Yo veo mucho eso.
Entonces todo el tiempo veo que están justificando con la alimentación las malas elecciones. […] Yo veo que son por culpa, a placer inmediato, y son malas elecciones porque no logran ver a futuro.
Las reflexiones de Karina privilegian la voluntad y la determinación personal sobre las condiciones impuestas por el contexto económico y social. Esto le permite colocarse en una posición de cierta excepcionalidad, marcando una clara distancia moral con las circunstancias de su entorno. Al hablar de consuelo, parece consciente de la dificultad y el dolor que implica vivir en condiciones precarias, pero piensa que aun así es posible tomar mejores decisiones.
Argumentos como los anteriores, frecuentes no sólo en los discursos de personas comunes, sino también de agencias públicas y de mercado, al mismo tiempo moralizan y racionalizan las decisiones de quienes tienen menos recursos, asumiendo que se guían por valores y creencias distintas a las del resto de la sociedad (Bayón, 2015; Cairns y Johnston, 2016; Lister, 2004; Shildrick y Rucell, 2015; Woolhouse, Day y Rickett, 2019). Esto facilita marcar distinciones frente al otro, incluso entre quienes comparten contextos espaciales y sociales. En estos casos, los discursos que aluden al mérito, al logro personal, o a la negligencia o el fracaso de los otros, sirven como marcadores de distancia que ayudan a mantener la propia identidad a salvo (Bayón, 2015; Lister, 2004; Lamont, Beljean y Clair, 2014).
Disciplina y compensación
El trabajo alimentario en los hogares con menos recursos económicos y materiales representa una labor muy compleja. Contrariamente a lo que suponen los discursos que asumen que las personas en pobreza son agentes económicos torpes casi por definición, la atención de necesidades básicas en la escasez exige eficiencia, cautela y disciplina en el consumo (Beagan, Chapman y Power, 2017; Reigner, 2011; Reigner y Masullo, 2009; Dowler, 1997).
Beatriz -de 35 años, madre de cuatro hijos de 15, 11, siete y cuatro años- considera con cierto orgullo que su rigor la distingue de otras madres que realizan prácticas que ella no aprueba: “En cosas así, no es de que yo les dé la opción. Yo lo veo mucho con mi concuña… [su hijo le dice] ‘yo no quiero eso’ y no se lo da. Entonces yo digo: ‘No: cómetelo’”. Sin embargo, las reglas de la alimentación en casa de Beatriz son firmes, pero no tiránicas; intenta incluir a sus hijos en las decisiones, una estrategia frecuente para evitar conflictos y desperdicio (James, Curtis y Ellis, 2009; Namie, 2008). En general, las chicas y los chicos piden guisos comunes del gusto adulto, motivados por la necesidad de que todos coman lo mismo porque no hay presupuesto para hacer comidas especiales para unos y otros. Adicionalmente, Beatriz establece un orden de prioridades que subordina la complacencia a lo obligatorio:
Vaya, si les compro a lo mejor una Maruchan10 -que casi no lo hago, de verdad-, siempre les digo: “Sí, coman lo que quieran, pero eso es después de comer. Coman lo que hay y después ya”. […] “¿Podemos comer un pan con mantequilla y mermelada?” -porque como le dan a él [su marido] en la despensa [del fin de año en su trabajo] pues eso sí tengo-; “sí, pero ya saben que después de comer”.
Ana -de 26 años y con una hija de nueve- coincide con Beatriz en este orden. Cuando tiene algo de dinero, accede a complacer los antojos de la pequeña Adriana: “Yo le compro cuando tengo, porque es una niña. Ella no sabe si hay o no. Ella pide como niña. Si me alcanza, sí le compro”. Pero a Ana también le interesa presentar una imagen moderada, contenida, que no cede a los impulsos. “Yo soy de las personas que les gusta ahorrar; no porque haya [dinero] vamos a malgastar”. Así, su testimonio también da cuenta del trabajo de “calibración” (Cairns y Johnston, 2016; MacKendrick y Pristavec, 2019).
Cuando los recursos son escasos y las oportunidades para elegir están más constreñidas, la calibración se vuelve un ejercicio un poco más tenso y costoso. El dilema en estos casos no sólo está en controlar los recursos e intentar compensar la falta de otros satisfactores, sino también en tomar decisiones que permitan defender la manera de desempeñar el rol maternal (Banister, Hogg y Dixon, 2023).
Por otra parte, que los hijos pidan “como niños” abre un espacio de conflicto interno. Casi todos los días, Heriberto, esposo de Beatriz, llega a casa con algún tipo de golosina para sus hijos. Esta práctica disgusta a Beatriz, tanto por motivos de salud como económicos; siente que su marido derrocha dinero en alimentos dañinos y que, además, despierta en los niños una actitud interesada:
-Cuando le dices que lo deje de hacer, ¿qué te dice?
-Que siente feo… Lo que pasa es que eso es dinero, ¿no? […] Como que es un gusto, ¿no? Para... de él, ¿no? De hecho, yo los regañaba a ellos porque haz de cuenta que llegaba y “Papá, ¿qué nos trajiste?”. Y decía yo: “Primero denle un beso, abrácenlo”, ¿no? […] Pues yo le digo, mejor no les traigas dulces y tráeles, no sé, un yogurt de a litro para todos, o una lechita o cereal, ¿no?
Para su esposo, sin embargo, las golosinas representan pequeñas formas de afecto cotidiano hacia sus hijos, una forma de convivir con ellos en un contexto en el que los ve poco tiempo porque pasa el día trabajando (Namie, 2011). Carlos, el esposo de Maricela, también pasa mucho tiempo fuera de casa y prácticamente no ve a sus hijos en toda la semana, por lo que busca complacer sus antojos de golosinas, aun contraviniendo a su esposa. A Maricela esto le inquieta no sólo a nivel personal, sino también financiero:
[A] mí no me gusta que esté porque él es muy gusguero [antojadizo], muy de estar comprando puras chucherías, que los frapés,11 que los helados o que unas alitas. Y me dice: “Tú pones la mitad y yo pongo la mitad”. Cuando él no está, ¡yo no [compro], eh! Yo soy muy coda12 o no sé, pero […] es que gasto más de lo que no tengo [sic].
Aunque la complacencia tiene un papel particularmente importante para lograr el frágil equilibrio de la calibración, la indulgencia en escenarios de pobreza aparece con cierta cautela en los relatos de las personas que experimentan esta situación. La idea de comer fuera de casa por gusto, por ejemplo, es difícil de explicar para algunas interlocutoras que parecen sentirse obligadas a justificar una práctica que, desde fuera, podría parecer irresponsable cuando hay pocos recursos. Así lo plantea Violeta -45 años, madre de dos hijos de 16 y cinco años- cuando cuenta que ocasionalmente consumen alimentos preparados fuera del hogar, pero no de manera compulsiva, “viciosa”: “De repente, si se nos antoja una hamburguesa, ay, pues vamos a compararnos una hamburguesa, porque a veces no la hacemos en la casa, la compramos… Pero, así que digamos, tenemos el vicio por comer, así… no, casi de eso no. No comemos así”. Lo que personas con más recursos no tienen tanta dificultad en compartir -la rendición al antojo, el tiempo y el dinero invertidos en el placer de comer-, entre quienes tienen menos recursos es un tema que llama a la prudencia y que, de algún modo, provoca la necesidad de dar más explicaciones.13
Así, a mayores recursos corresponden esquemas valorativos y morales del trabajo alimentario, de las normas de la alimentación y del papel de las madres en el cuidado más libres, menos rígidos. Esta distensión se debe, al menos en parte, a la libertad que da contar con recursos económicos, materiales y simbólicos -como tiempo, conocimientos y habilidades- para retomar las pautas que se consideran apropiadas.14 Donde los recursos son más escasos, la integración al sistema de normas y valores alimentarios es un poco más rígida, con divisiones del trabajo más tradicionales, roles maternales de tiempo completo y un mayor apego a normas alimentarias que persisten desde la alimentación de la infancia.
Discusión y cierre: la desigualdad y los “buenos” o “malos” maternajes alimentarios
El trabajo alimentario es un ejemplo rico de la complejidad que implica desempeñar un rol maternal, tal y como se le ha definido desde representaciones dominantes de la maternidad (Hays, 1996; Vandenbeld, 2014). Por un lado, las madres requieren un conocimiento detallado de los diferentes cursos de acción que ofrecen la cultura y el entorno alimentario, y seleccionar el que les permita presentarse como madres competentes. Por otro lado, si bien las sensaciones de sobrecarga, angustia y culpa existen y son expresadas directa e indirectamente, alimentar a los hijos también puede ser una fuente de satisfacción y recompensas, especialmente cuando se cuenta con recursos y habilidades reconocidas para ello. Esta naturaleza dual y demandante del trabajo alimentario, que lo mismo tensa que agrada, que es intermitentemente una carga o una forma de agencia, caracteriza el lugar desde el que las mujeres, en tanto encargadas de este trabajo, construyen la experiencia alimentaria de sus familias y las suyas propias.
Aun en espacios que comparten paisajes alimentarios, la desigualdad en el acceso a recursos económicos y simbólicos como la información, el reconocimiento o el prestigio, marca distinciones importantes en la manera de desempeñar y evaluar el trabajo maternal. En familias con más recursos, las mujeres parecen en mayor control de la alimentación en términos de planeación, acceso a alimentos y conocimientos nutricionales y culinarios. En su narración se percibe un sentido práctico que, sin descuidar los aspectos de la alimentación que les parecen importantes, les permite reservar tiempo para sí mismas. Contar con este margen de holgura, así sea reducido, les ayuda a desplazarse con relativa comodidad en un continuo que va del control al relajamiento de las reglas, en el entendido de que la estructura esencial de lo doméstico y lo alimentario no se encuentra en riesgo.
Conforme los recursos disminuyen, las mujeres parecen más absorbidas por el trabajo familiar y emerge con mayor intensidad una retórica de la importancia del control en el ejercicio de la maternidad. En las familias donde los recursos están aún más comprometidos, la dedicación de las mujeres al trabajo familiar es prácticamente total y no existe una narrativa de sus propias necesidades o intereses. Las narraciones de estas mujeres también destacan la necesidad de ser prácticas y eficientes, pero no necesariamente para tener más tiempo para ellas, sino para evitar el desperdicio de recursos de suyo escasos, entre ellos, el tiempo. Aparece la disciplina como una enseñanza importante que trata de ser equilibrada con la complacencia, menos motivada por la recreación y el placer que por la necesidad de compensar privaciones materiales e incluso afectivas, especialmente entre varones con experiencias laborales precarias y absorbentes.
Adicionalmente, la construcción moral de los cuidados alimentarios se nutre muy notablemente de la crítica a prácticas ajenas y, especialmente, a otras maternidades que se presentan como ineficientes, ignorantes o negligentes, frente a las cuales las personas elaboran una presentación competente, apta de sí mismas. Sin embargo, la mayoría de las veces las diferencias en el resultado del maternaje alimentario están más asociadas a la falta de condiciones objetivas y materiales para desempeñar este rol de una manera que se considere adecuada, que a una incapacidad moral para apegarse a las normas del trabajo alimentario.
Independientemente de la cantidad de recursos acumulados, la escolaridad, el lugar de origen o el acceso a la alimentación en la infancia, todas las madres con las que conversé destacan principios alimentarios semejantes, cercanos al ideal de nutrición y calidad promovido en los circuitos de consumo de las clases medias o espacios institucionales de la salud pública. Lo anterior coincide con un acervo importante de investigaciones que deberían bastar para derrumbar el discurso sobre la ignorancia y la apatía que caracterizaría “naturalmente” a las familias con menos recursos y que justifica que se les intente educar o rehabilitar permanentemente (Bisogni et al., 2012; Cairns y Johnston, 2016; Coveney, 2006; Reigner, 2011; Reigner y Masullo, 2009; Ristovski- Slipejcevic, Chapman y Beagan, 2008). Sin embargo, la recurrencia a estos argumentos en el discurso público de la pobreza y la alimentación es muy resistente y sigue formando distinciones entre “buenas” y “malas” maternidades.
También es importante destacar que estas jerarquizaciones no necesariamente son aceptadas por todas las madres, al menos no sin resistencia (Elliot y Bowen, 2018). A pesar de que el balance de quienes tienen mayores restricciones económicas o materiales es menos satisfactorio, las mujeres encuentran motivos para validar sus prácticas, para explicar que no están demasiado lejos de las normas, que se esfuerzan por cumplirlas; incluso, llegan a sospechar de la rigidez y la autenticidad de algunas de ellas, negociando definiciones más amplias y significados flexibles de lo deseable y lo posible (Banister, Hogg y Dixon, 2023). El orgullo de que los hijos “coman de todo” es un buen ejemplo de estas negociaciones: para quien tiene recursos, la apertura hacia los alimentos es un valor que proyecta una disposición positiva en el carácter de las personas; para las familias en posiciones menos favorables, en cambio, “comer de todo” se refiere a la capacidad de comer como los adultos. El imperativo en estos casos es que el gusto de la familia esté más o menos unificado lo más pronto posible, pues cocinar una sola cosa no sólo ahorra recursos, sino tiempo, conflicto y frustración.
Este tipo de ajustes requiere una gran cantidad de trabajo y disciplina, que tienen su propia racionalidad, una que suele ser oscurecida por discursos que reducen la complejidad de las condiciones de vida a situaciones de éxito o fracaso. En estos arreglos, las madres que se encuentran en condiciones de mayor precariedad también buscan transmitir una estructura de valores que no sólo forme sujetos autosuficientes que elijan correctamente entre las opciones que les ofrece el mercado, sino que también los prepare para convivir con las restricciones que les impone su contexto específico (Verduzco-Baker, 2015; Wright, Maher y Tanner, 2015).
Así, la lógica de la gestión de la vida cotidiana está vinculada a una sensibilidad que coloca al individuo en el centro de sus problemas y de sus soluciones. Se espera una actitud flexible, autónoma, que cuide de sí misma y garantice su propia “producción” tomando las mejores decisiones, especialmente frente al mercado. Cuando la ejecución de los ideales de libertad, albedrío y autonomía no es adecuada, se vive como un fracaso personal que coloca en los individuos la culpa y la ansiedad de haber fallado, oscureciendo las condiciones circundantes que pudieron haber provocado ese resultado. En tanto mediadoras instrumentales del bienestar familiar, las mujeres ocupan un espacio central en el proyecto afectivo y moral de la organización social que debe ser reconocido y replanteado desde diseños institucionales que refuercen el andamiaje institucional de los cuidados y permitan colectivizar el trabajo alimentario, socializando tanto sus efectos como sus afectos.