Actualmente, existe cierto consenso en la sociología respecto al hecho de que la sociedad moderna ya no puede caracterizarse únicamente mediante su elevado modo de diferenciación interna, sino que también debe tomarse en cuenta el igualmente alto grado de individuación que implica. Aquellos procesos de modernización e individualización que -a decir de Norbert Elias (2016)- han evolucionado paralelalmente, también han alcanzado un nuevo nivel de complejidad, lo que podría exigir nuevas aproximaciones teóricas que logren dar cuenta de esa peculiar interrelación que emerge de las particularidades que impone un orden social diferenciado y las soluciones intensivas que los individuos se han visto obligados a desarrollar para hacer frente a la enorme cantidad de dificultades que ese modo de diferenciación acarrea en sus vidas.
A este respecto, existen algunos diagnósticos de la sociedad contemporánea que sugieren que asistimos a una nueva etapa de la individuación y la diferenciación moderna, en la que la distancia principal con las anteriores se revela en que los individuos se enfrentan, cada vez más, con problemas autoproducidos. En tal sentido, destaca el diagnóstico de Ulrich Beck a propósito de que las certidumbres de la primera modernidad, aquellas que fueron adoptadas ante un mundo que fue descrito en términos que resultaban relativamente ajenos a la participación humana y social, han comenzado a resquebrajarse. En correspondencia con ello, las antiguas formas de integración social ahora se nos muestran como inciertas, frágiles e incapaces de funcionar a largo plazo (Beck y Beck-Gernsheim, 2003: 63).
También puede destacarse el diagnóstico de Niklas Luhmann, quien comprendía las dificultades de integración en la sociedad moderna como un logro de la individualización y, a la vez, como algo impedido por el modo de diferenciación funcional. La primera ha sido utilizada desde la época de las grandes religiones para esquivar organizaciones sociales superadas (2007a: 86), mientras que el modo de diferenciación que se impuso como sustituto de tales organizaciones ha hecho su parte al excluir, semántica y estructuralmente, la posibilidad de un centro o una cima desde la cual fuera posible integrar u organizar a la sociedad entera (2006: 723). En consecuencia, como recientemente ha argumentado Elena Esposito (2020), un aumento en la integración ya no resulta tan sencillo, no aparece necesariamente como una ventaja en condiciones modernas y, ciertamente, tampoco puede ser la meta.
En este complejo estado de cosas -de individuación, diferenciación, imposibilidades de integración y problemas autoproducidos-, ya no parece que la racionalidad teleológica o instrumental, ni mucho menos la lucha o el conflicto, ocupen el lugar de “motor de la historia”. Más bien, es posible obtener la impresión de que ese lugar ha sido ocupado por los efectos colaterales que implica el nuevo nivel de complejidad alcanzado por la individuación personal y la diferenciación social. O, para decirlo con Beck y Luhmann, por el riesgo y la contingencia a la que ambos se encuentran expuestos. Sólo así puede entenderse que el primero se haya empeñado en mostrar la importancia de hablar de una sociedad del riesgo o que el segundo haya podido afirmar que la contingencia se ha establecido como el “valor propio” de la sociedad moderna.
I
Este nuevo estado de cosas, así como el diagnóstico de sociedad que le subyace, favorecen el intento de actualizar o repensar la forma de interrelación que prevalece entre la sociedad y los individuos. Sin embargo, en el léxico actual de la sociología no abundan las palabras, mucho menos los conceptos, que nos permitirían siquiera intentarlo. Entonces, como ocurre habitual y periódicamente, nos vemos obligados a ir más allá de las posibilidades habilitadas por nuestra disciplina.
La palabra que pretendemos introducir en el léxico de la sociología ha sido adoptada por otras disciplinas tan pronto como fue dada a conocer. A pesar de ello, nadie parece tener prisa por traerla a las ciencias sociales o, por al menos, discutir su relevancia e implicaciones. La causante muy posiblemente esté relacionada con la aversión que su inventor pregona hacia la teoría o la ciencia de la sociedad, y lo cierto es que, después de una inmersión por la semántica de su autor, apenas queda ánimo para utilizarla en este contexto. No obstante, en lo que a nosotros concierne, esta noción podría expresar una de esas ideas que tienen la característica de trascender los prejuicios y estilizaciones de quienes las formulan, al grado de que no se trataría de una idea cualquiera entre otras, sino de una que la sociología había estado esperando desde hace mucho tiempo -y esto a pesar de que muy pocas teorías estén en posición de reconocerlo. Hablamos de la antifragilidad de Nassim Taleb (2013).
Para obtener una primera impresión de lo que Taleb ha intentado señalar con ella, podríamos decir que se trata de una propiedad que permite a ciertos sistemas mejorar su capacidad de respuesta ante las circunstancias complejas y siempre cambiantes en su entorno. Planteada de ese modo, requiere precisiones adicionales debido a su similitud con las nociones de “resiliencia” y “robustez”. Sin entrar en demasiados detalles, podemos comprender la resiliencia como la propiedad que posibilita a un sistema sobreponerse a ciertos eventos adversos, críticos o traumáticos, con resultados positivos para su estabilidad. La robustez, en cambio, puede precisarse como la propiedad que, bajo determinadas situaciones, permite a un sistema permanecer idéntico y soportar o sobrellevar cambios y errores, propios o ajenos. Ya el simple hecho de hablar de sobreponerse, soportar o sobrellevar, nos confirma que los sistemas caracterizados de este modo privilegian su forma de organización interna y no son muy adeptos a las situaciones cambiantes y estresantes de su entorno. Sin embargo, precisamente así es como Taleb caracteriza las cosas o sistemas antifrágiles: aquellos que son adeptos y se benefician del desorden en su entorno.
El autor ha intentado reunir los elementos que componen las situaciones cambiantes en el entorno de un sistema bajo las designaciones de “la familia del desorden” o “el grupo de trastornos”. Estos comprenden: la incertidumbre, la variabilidad, el conocimiento incompleto o imperfecto, el azar, el caos, la volatilidad, el desorden, la entropía, lo desconocido, la aleatoriedad, la alteración, el error, la dispersión de resultados y el desconocimiento (Taleb, 2013: 36). Lo que ha querido expresar con ello es que siempre han existido cosas que aman a esta familia o grupo, pero la ausencia de una palabra para nombrarlas nos había privado de un mejor conocimiento acerca de ellas. Sin embargo, al postular la palabra antifragilidad, consideraba plausible distinguirlas de aquellas otras que odian el desorden y, entonces, iniciar la búsqueda de ejemplos y material empírico para abogar a su favor.
Uno de los ejemplos, que el mismo Taleb refiere y que suele citarse con frecuencia para clarificar su idea, es el sistema inmunológico de los organismos, el cual, al estar expuesto desde temprana edad a una gran cantidad de microbios, gérmenes e incluso venenos, para los cuales no dispone de una respuesta adecuada, puede fortalecerse y comenzar con el tiempo a mostrar una mayor capacidad para lidiar con enfermedades muy diversas. De acuerdo con su interpretación, esto permite suponer que, mediante la constante exposición a las perturbaciones del entorno, el sistema inmunológico adquiere mayor opcionalidad y, a través de ello, la habilidad de mejorar su capacidad de respuesta futura o, bien, de incrementar su capacidad para lidiar con un entorno más complejo.
II
Como puede notarse, la antifragilidad permite designar un atributo presente en ciertos sistemas que les permite hacer frente a la contingencia de su entorno. Sin embargo, con ello no se alude a algo así como un instrumento para volver conocido lo desconocido o para hacer transparente el mundo. Más bien, se refiere a una situación en la que el conocimiento y el comportamiento del sistema pueden llevar a situaciones totalmente imprevisibles o a encadenamientos de acciones desbocados, las cuales no son evitables, eludibles o eliminables con anterioridad porque surgen, principalmente, del conocimiento y el comportamiento de esos sistemas. Por consiguiente, la antifragilidad no se relaciona con las posibilidades de volver transparente el mundo y obtener certezas acumulables para orientarse en su interior de manera segura, sino con el tratamiento de las incertidumbres que emergen de la intransparencia que implica ser y estar en él. La antifragilidad, en palabras de Taleb (2013: 37), trata de la toma de decisiones en condiciones de opacidad y del hacer en un mundo que no entendemos y que, además, no podemos conocer a la perfección.
Si pudiéramos permitirnos utilizar el lenguaje de las ciencias de la complejidad, podríamos decir que la antifragilidad es una propiedad emergente que dota a los sistemas de un comportamiento no lineal y, en consecuencia, muy rico en posibilidades. De acuerdo con el entendimiento de Francisco Varela (2002), por ejemplo, esta riqueza de conducta a menudo resulta del hecho de que para dichos sistemas las inestabilidades son la norma y no un fastidio que debe ser evitado a toda costa. Se sabe, además, que la oscilación entre los diferentes comportamientos o conocimientos depende más de la puesta en movimiento del propio sistema (de su autoorganización) que del estado de cosas ante el que se encuentra (de algún supuesto mundo en sí).
También podría decirse que la no linealidad y la inestabilidad frecuentemente aparecen ligadas a la autointeracción, a la autoorganización de los elementos de un sistema o, también, debido al efecto que el mismo sistema provoca sobre el estado anterior del sistema. Esto obliga a que su puesta en marcha y su comprensión siempre deban partir desde la posición en la que éste se ha colocado a sí mismo de manera histórica, lo que involucra tomar en cuenta la confrontación constante con la incertidumbre, el riesgo o la contingencia de sus propios elementos, componentes u operaciones o, en nuestro caso, de su propio conocimiento y comportamiento.
Entonces, podríamos acordar que en nuestro universo existe un cierto tipo de sistemas en los que la no linealidad y la inestabilidad se hacen presentes y en los que la incertidumbre, la contingencia y el riesgo juegan un rol central con respecto a la autoorganización de sus elementos. En el horizonte de investigación que éstos constituyen ha encontrado Taleb, principalmente, una aplicación para su noción de antifragilidad. Sin embargo, ahora que sabemos un poco más, podemos hacer notar que el suyo no ha sido el único intento de comprenderlos. La teoría de los sistemas complejos y la cibernética de segundo orden intentaron desarrollar un programa de investigación para esto en la década de los años sesenta (Von Foerster, 2003). Niklas Luhmann pudo darlo por plenamente establecido hacia la década de los setenta, y lo agregó decididamente a su análisis de la sociedad en los años ochenta; en los años noventa ya se había extendido a diferentes disciplinas científicas para permitir hablar del fin de aquella visión de la historia en la que fue concebida como determinista, lineal y homogénea (Fried, 1998: 9), características que, por cierto, se corresponden muy bien con lo que Beck refiere como primera modernidad.
Este programa y esta nueva visión de la historia han logrado llegar a un planteamiento similar al formulado por Taleb mediante la pregunta de cómo puede un sistema, complejo e inestable, mantenerse en un entorno que es aún más complejo e inestable. Una de las nociones a las que se llegó para responder a este cuestionamiento se expresó en la posibilidad de que existan algunos sistemas que pueden aprovechar el “ruido” de su entorno para la autoorganización y variabilidad de sus elementos (Von Foerster, 2003: 11), lo que parece poner en relación satisfactoriamente la inestabilidad y la no linealidad del sistema con la contingencia de su entorno. Esto se ha condensado en la tesis de que un sistema complejo tiende a producir inestabilidades para enfrentar los problemas -autoproducidos- que resultan del mantenimiento de su propia complejidad ordenada en un entorno más complejo y mucho menos ordenado. No obstante, es la formulación inversa y planteada por Luhmann (2017: 92) la que mejor nos permite apreciar su cercanía con la noción de antifragilidad: un sistema sólo puede soportar inestabilidades en su interior y protegerse frente a su endurecimiento cuando dispone de un entorno lo suficientemente complejo para garantizarle irritaciones constantes y sorpresivas que puedan ser aprovechadas por esa inestabilidad sistémica interna.
Es posible que esta formulación también haga recordar el planteamiento de Ilya Prigogine (1997: 14) respecto a que, en los sistemas con estructuras disipativas, el caos siempre es consecuencia de las inestabilidades. Sin embargo, habría que agregar que esta no es una cuestión de sentido único, porque no puede excluirse la posibilidad de que lo contrario también sea el caso. Esto es, que las inestabilidades de los sistemas, sujetos, objetos o cosas sean consecuencias del caos o, como Taleb prefiere, del desorden. Pero no es que el caos o el desorden hayan llegado para desplazar al orden en nuestras explicaciones, sino que ahora estamos obligados a otorgar un papel productor del mundo a ambos. Sólo así podremos aceptar que nuestro universo y muchas de las cosas en él son fruto de lo que Edgar Morin (1998: 426), en el contexto de las ciencias de la complejidad, ha llamado una dialógica de orden y desorden.
III
Estas primeras consideraciones, a pesar de estar planteadas de un modo tan general, permiten entrever una posible vinculación entre la antifragilidad y algunos tópicos o problemáticas que desde hace algún tiempo se discuten en la sociología. Sin embargo, consideramos que existe una perspectiva no tan conocida que puede ayudarnos a sentar las bases para una mejor asimilación. Algunos autores1 se han mostrado de acuerdo en aceptar que ésta fue habilitada a mediados del siglo pasado por Erwin Schrödinger (1986), cuando introdujo los principios de “orden a partir de orden” y “orden a partir de desorden”, los cuales le permitieron afirmar dos tipos de ley natural -dinámica y estadística- para hacer frente a las problemáticas fisicoquímicas que imponía la comprensión del fenómeno de la vida. Para nuestra discusión resulta relevante que, más tarde, Heinz von Foerster (2003) haya agregado el principio de “orden a partir de ruido”. Daremos un breve paseo por algunas cuestiones implicadas en torno a estos principios, siguiendo un tipo de reflexión que podríamos llamar “epistemología del ruido”, para exponer ciertas pautas que puedan favorecer nuestro intento de introducir la antifragilidad en la sociología.
Nos apoyaremos en la interpretación del filósofo alemán Gotthard Günther (1976), para quien el desorden de Schrödinger tiene en común con el ruido de Von Foerster el hecho de que ambos producen una distribución. Sin embargo, lo distinto es que el desorden distribuye valores lógicos o numéricos que conducen a una probabilidad, mientras que el ruido distribuye sistemas de valores que promueven la creación de un nuevo orden (1976: 276). En pocas palabras, el ruido instiga un proceso que absorbe formas inferiores de orden y que convierte un grado correspondiente de desorden en torno a ellas en un sistema de orden superior (1976: 277). Por esto, Von Foerster explicaba el orden a partir de ruido como un orden que se forma a partir de orden más desorden.
La cuestión es que el desorden, debido a que conduce a probabilidades, pudo encontrar prontamente en la estadística un modelo formal reconocido, mientras que el principio introducido por Von Foerster hacía necesaria una lógica capaz de dar cuenta del surgimiento del ruido. Este es, precisamente, el proyecto que Günther tomó en sus manos y que condujo a la lógica poli-valente (o de múltiples valores), la cual fue utilizada, posteriormente, por Luhmann para estructurar su intento de comprender a la sociedad como un orden social diferenciado y a su diferenciación como la creación o distribución de múltiples sistemas de valores.2
A lo anterior conviene agregar que tanto el desorden como el ruido involucran la introducción de un operador, algo que, de acuerdo con Prigogine (1997: 80), fue el elemento más revolucionario de la mecánica cuántica y que dirigió la atención de la ciencia hacia la posibilidad de caracterizar al operador, principalmente, a través del espacio en el que actúa y mediante el hecho de que realiza funciones o valores propios en este espacio, y a la inversa.
Esta introducción de los operadores ha promovido, en la mecánica cuántica y en otras disciplinas que se ocupan de este tipo de situaciones, un interés especial por dar cuenta de la injerencia e importancia del operador -y, en el caso de la ciencia, el observador- en los fenómenos estudiados. Una cuestión que no había tenido demasiada prioridad en la física clásica ni en la primera modernidad. Esto es lo que enfatizó Prigogine (1997: 110) al recordar la sentencia de Roger Penrose acerca de que, en la anterior imagen que daba la física del universo, no había lugar para el pensamiento. También lo ponía de manifiesto Günther (1976: 258) al señalar que, para Schrödinger, la razón por la cual nuestro ego sensible, perceptor y pensante no se encuentra en ninguna parte de nuestra imagen de mundo se debe a que es, en sí mismo, esa imagen de mundo. Luhmann (2007b: 9) hizo lo propio con Talcott Parsons al hacer notar que en su esquema de diferenciación social el sociólogo estadounidense sencillamente no aparece.
Esto nos facilita reconocer que la introducción de los operadores y algunas de las implicaciones asociadas a estos principios han tenido eco en la teoría de la sociedad formulada por Luhmann (1996) para la sociología. En correspondencia con ello, se encuentra su consideración de que, si aceptamos que los fenómenos descritos por nuestra disciplina son, antes que cualquier otra cosa, estados de un observador, también podremos aceptar que nuestras observaciones y teorías sociales son resultado del procesamiento continuo de una diferenciación de diferenciaciones (1996: 360). O, para usar las palabras de Günther, de una distribución de distribuciones.
Entonces puede entenderse que la distribución de la que hablaba Günther (1976) -y que, de acuerdo con su interpretación, es “el disfraz bajo el que se oculta el componente subjetivo de los términos de la mécanica cuántica”- ha encontrado su equivalente social en la diferenciación. Por ello, su máxima de que toda introducción de una observación genera un fenómeno peculiar de distribución al interior del ámbito observado (1976: 274) es válida también para la diferenciación social. La tesis que se encuentra de fondo en ambos casos es que cada vez que nuestra conciencia está en operación, esto es, siempre que intenta referirse a algo en el mundo, tiene lugar una distribución o una diferenciación del mismo en “objeto” y “resto del mundo”, lo que ocurre al margen de si nos referimos a un mundo físico, biológico o social. En todos estos casos, nuestra conciencia asume una estructura de dos valores (objeto/resto del mundo, esto/aquello) cada vez que contacta con “hechos objetivos” (1976: 271).
Lo anterior podría dar la impresión de que el desorden o el ruido son elementos que nuestra conciencia introduce en un orden fundamentalmente estable. Sin embargo, lo novedoso de este punto de partida es que nos facilita comprender que toda observación trabaja con distribuciones y diferenciaciones que, como tales, no tienen paralelos en el mundo exterior. Éstas sólo existen como prestaciones de un observador. Por eso, la distribución que viene asociada al ruido no señala la ruptura de algún orden anterior. Al contrario, trae consigo el surgimiento de uno nuevo.
Tal vez eso podría pasarse en claro con ayuda de las reflexiones de Francisco Varela (2002) acerca de los procesos cognitivos involucrados en la observación, de los cuales ha dicho que, en lugar de representar al mundo, hacen surgir un mundo como un ámbito de distinciones (distribuciones, diferenciaciones) que son inseparables de la estructura misma del sistema cognitivo (2002: 138). Ello implica que los sistemas de observación -cuyas implicaciones pueden extenderse, al menos, hacia los sistemas biológicos y sociales- deben introducir diferenciaciones en el mundo y con su ayuda entender todos aquellos estados o eventos que les aparecen como entorno. Esto funge como una pauta para desarrollar un procesamiento de información propio que filtra y limita las posibilidades que les permitirán decidir cómo reaccionar o comportarse frente a los acontecimientos que tienen enfrente; en nuestro contexto, eso es la base para el desarrollo de lo que Taleb llama opcionalidad.
Sin embargo, al operar así, el sistema no procede mediante la representación de un mundo externo, sino por medio de la producción de un mundo propio, un mundo circundante -en el sentido de Jakob von Uexküll (2016)- o, con una fórmula plenamente aceptada en la sociología, mediante construcción de realidades. Esto deja entrever la imposibilidad de obtener una imagen única del mundo externo; en lugar de ello, los sistemas de este tipo están obligados a ajustar constantemente o a someter permanentemente a modificaciones todas sus imágenes de mundo. Así, podríamos decir, con referencia al planteamiento anteriormente enunciado, que las diferenciaciones que un sistema introduce en el mundo son aquellas inestabilidades que le posibilitarán hacer frente a la contingencia de su entorno.
De acuerdo con Varela (2002: 135), no es por razones muy diferentes que los biólogos, desde Claude Bernard, se han visto obligados a suponer que existe un “medio interior” que es producto del propio organismo, un entorno que ha sido previamente diferenciado por éste, en el cual cada célula es, a la vez, productora y producto de una red de reacciones metabólicas. Esto designa la famosa autopoiesis de la célula. Sin embargo, Günther (1976: 316) ha llamado nuestra atención sobre el hecho de que tener un entorno, afectarlo y verse afectado por él, es una cosa muy distinta de lo que realiza un sistema que reflexiona sobre su entorno organizándose y produciendo una estructura adicional a través de sus propias diferenciaciones y operaciones de observación. Para esto último, no basta la adaptación al medio; hace falta, además, un sistema capaz de distinguir dos tipos diferentes de entorno y de poder reaccionar a ambos.
Esto nos conduce a la pregunta de Prigogine (1997) acerca de si deberíamos presuponer una naturaleza no observada que es esencialmente diferente de la naturaleza observada o diferenciada. El autor explicaba que, para rehuir este planteamiento en la mecánica cuántica, se recurrió a un mecanismo intrínseco que debía hacer posibles los aspectos estadísticos observados. Tal mecanismo pudo constituirse y darse por sentado gracias al caos y a las inestabilidades, los cuales remiten a una explicación de la teoría cuántica que está formulada directamente en términos de probabilidades y que, a su vez, remite todas las dificultades epistemológicas al problema del caos. Sin embargo, en la cibernética y en el principio de Von Foerster no se remite al cao ni al desorden, sino al ruido. Por esto, la solución de las probabilidades y de la estadística no se encuentra inmediatamente disponible, ya que el ruido, como hemos dicho, es orden y desorden al mismo tiempo.
IV
Debido a su vinculación con las distribuciones o diferenciaciones, podríamos decir, con Michel Serres (1995), que el ruido es el suelo de nuestra percepción y observación; por lo tanto, la base de todo lo que podríamos llamar nuestro ser. Sin embargo, se trataría de un ser del que ni siquiera podría decirse que esté en reposo o en movimiento. Más bien, lo único que podría afirmarse es que se encuentra permanentemente irritado, perturbado por un ruido ilimitado, continuo, interminable e inmutable. Siempre que queremos atribuirnos un ser o atribuir un ser a los objetos que componen nuestro mundo circundante, el ruido instiga un proceso paralelo que acompaña, provoca y presiona para modificar sus estados de reposo y movimiento, de composición y descomposición, de orden y desorden.
Entonces, si Günther (1976: 277) había afirmado que el ruido se manifiesta como un agente de distribución, Serres (1995: 59) asegura que el ruido corre, vuela, va de nudo en nudo -nosotros díriamos: de diferencia en diferencia-, ramificándose imprevisiblemente. Esto estimula las distribuciones, las diferenciaciones y los valores que surgen cada vez que nuestra conciencia se encuentra en operación. Si es cierto que ésta asume una estructura de dos valores siempre que eso ocurre, el ruido sería el elemento que posibilita la distribución de valores y sistemas de valores que emergen de dicha situación.
El apartado anterior ha sido necesario para explicar que la antifragilidad en el contexto de la sociedad podría estar asociada al ruido, más que al desorden o al caos, lo que señalaría el uso de una versión posibilista de la antifragilidad para la sociología, antes que un simple traslado de la versión probabilista que Taleb propone. Por lo demás, la compatibilidad entre el principio de orden a partir de ruido y la antifragilidad ya debería notarse. Ambos intentan desdemonizar el entorno y dar cuenta de su importancia para la organización interna de los sistemas.
Esta compatibilidad se pone de manifiesto, aún más, al recordar que tanto Von Foerster como Taleb han tratado de ejemplificar sus respectivas propuestas mediante una caja que contiene cubos con superficies magnetizadas que debe ser agitada para producir un orden digno de una exposición de arte surrealista (Von Foerster, 2003: 15), o bien, un paquete enviado por correo que, contrariamente a los habituales, no sólo no ha sido etiquetado como “frágil”, sino que incluso ruega por ser maltratado o manejado sin cuidado (Taleb, 2013: 55). De ambos, la caja de Von Foerster y el paquete antifrágil de Taleb, puede decirse que requieren ruido, estresores o irritación para que su contenido pueda ponerse en marcha. ¿Ocurre lo mismo con la sociedad y el individuo?
Otra forma de mostrar esa compatibilidad es recurriendo a la teoría de los sistemas sociales. Como es sabido, Luhmann (1991) ha buscado aprovechar el principio de Von Foerster para plantear que los sistemas que operan en el medio del sentido -los individuos y la sociedad- pueden entenderse como sistemas enfocados a extraer orden a partir de ruido. Este principio le ha permitido evadir el planteamiento, más parsoniano-weberiano, de que los órdenes sociales se constituyen directamente sobre las personas o sus acciones, para proponer que se establecen sobre los “ruidos” altamente inestables que emiten los individuos en su intento de comunicarse (1991: 201). De esa manera, la comunicación, es decir, la sociedad, ha podido entenderse como un orden emergente que extrae orden a partir de las irritaciones constantes que los individuos exteriorizan. De igual manera, los individuos, al participar en la comunicación, extraen orden a partir de los ruidos o irritaciones regulares que la comunicación introduce en su campo de percepción. Ambos se encuentran expuestos a la evolución a través de una sensibilidad y una irritabilidad constantes (1991: 169).
Parafraseando a Günther, podríamos decir que, ante el ruido, la sociedad constituye un proceso que absorbe formas inferiores de orden -de las conciencias individuales- y convierte un grado correspondiente de desorden en torno a ellas en un sistema de orden superior, el de la comunicación. Del mismo modo, las conciencias individuales llevan a cabo un proceso que absorbe formas inferiores de orden -de la sociedad- y convierten un grado correspondiente de desorden en torno a ellas en un sistema de orden superior, el de la conciencia.
Esto depende de que se entienda la comunicación como un proceso informacional que es radicalmente distinto de aquel que tiene lugar en el interior de la conciencia, mediante pensamientos o ideas. Esto, además, se corresponde con lo dicho respecto a que los sistemas de este tipo no representan un mundo independiente, sino que hacen surgir un mundo propio a través de sus propias diferencias, distribuciones y distinciones; esto es, de sus propios procesos de elaboración de información. En este punto, Luhmann se acerca mucho a Gregory Bateson (1976), quien definió la información como una diferencia que hace la diferencia.
Todo ello ha facilitado a Luhmann (2010a: 114) establecer una tajante separación entre la sociedad y los individuos que sería muy difícil de encontrar o soportar en cualquier otra conceptuación. Entonces, podemos entender que el principio de Von Foerster se ha convertido en uno de los pilares de una teoría sociológica que busca dar cuenta del orden social a partir del hecho de que las relaciones entre individuos generan comunicación, y que esa comunicación da pie a la reproducción y la diferenciación de los sistemas sociales. Esto ha posibilitado concebir a la sociedad como un sistema consistente única y exclusivamente de comunicaciones, que se reproduce a través de un entramado recursivo y referencial de comunicaciones a más comunicaciones y que resulta ser, en ese sentido, autorreferencial y autopoiético.
Sin embargo, no debemos olvidar que la autorreferencialidad y la autopoiesis comunicativa siempre involucran el orden autorreferencial y autopoiético de la conciencia e implican la participación regular de una pluralidad de individuos. Aun cuando la comunicación no supone de ellos más que su participación signada, nunca podría surgir si no es porque los fuegos pirotécnicos de la conciencia son traídos de una forma tal que pueden ser utilizados internamente por el sistema comunicativo (Luhmann, 2007b: 109). La conciencia de los individuos tampoco puede entenderse como un sistema solipsista, aislado de su entorno, ya que siempre involucra irritaciones regulares que solamente pueden serle aseguradas a través de la comunicación. Ahora debería entenderse cuando afirmamos que la conciencia y la comunicación se encuentran irritadas, por el ruido de la otra, de forma permanente.
La manera más sencilla de explicar la irritación recíproca que tiene lugar permanentemente entre la conciencia y la comunicación es con el concepto bastante técnico de acoplamiento estructural. Con este se da a entender que ninguna de estas instancias se encuentra totalmente abandonada o directamente relacionada con un mundo en sí. Más bien, lo que ocurre es que ambas están acopladas a un entorno extremadamente específico que se constituye por su contraparte,3 lo que es posibilitado principalmente por el lenguaje, pues es a través de éste como resultan posibles tanto la constitución de la conciencia como la comunicación (Luhmann, 1996: 40). Esto es así porque el lenguaje, al mantener remitidas una a la otra, les asegura irritaciones sorpresivas que en todo momento pueden ser aprovechadas internamente. En ese sentido, tanto la identidad del orden social como la de la persona individual se encuentran permanentemente perturbadas por el ruido ilimitado, continuo e interminable que hace posible el lenguaje. En pocas palabras, existe un entrelazamiento del individuo y la sociedad a través de las diferencias o diferenciaciones que el lenguaje sostiene. Esto, eventualmente, permitiría admitir que los sistemas de conciencia y de comunicación que Luhmann describió y que constituyen la base de su propuesta teórica no sólo son autopoiéticos y autorreferenciales, sino que también son antifrágiles, i. e., son adeptos y se benefician del ruido en su entorno.
Hasta aquí nuestro argumento es que, gracias a que el individuo y la sociedad se encuentran acoplados y permanentemente irritados por el ruido de su contraparte -posibilitado por las diferenciaciones que sostienen el lenguaje y otros medios de comunicación como el dinero, el poder o la fe-, han podido adquirir la capacidad de la antifragilidad. Esto es, han logrado desarrollar mayor opcionalidad ante su entorno, así como la capacidad de lidiar con entornos cada vez más complejos. Entonces, en referencia a lo anteriormente dicho, podemos dejar establecido que el ruido, en el contexto de la sociedad, es consecuencia de las inestabilidades de la comunicación y de la conciencia. Y a la inversa: las inestabilidades de la conciencia y de la comunicación, que se constituyen como diferencias, diferenciaciones o distinciones, son consecuencia del ruido.
V
Bajo estas disposiciones, la noción de antifragilidad es pensable desde dos referencias sistémicas: la sociedad y el individuo. Precisa, entonces, una separación entre ambos o, al menos, que el individuo no pueda ser considerado como una parte de la sociedad. Al respecto, Beck destacaba que la idea sociológica básica respecto a que la individualización es producto de una socialización compleja no resulta precisa para lo que él llama segunda modernidad, porque la individualización ahora señala un desincrustar sin reincrustar (Beck y Beck-Gernsheim, 2003: 30). Esto implica que el individuo se ha desincrustado de la sociedad y ha comenzado a relacionarse con ella sin necesidad de reincrustamiento o sin obligación de adquirir una posición fija en su interior. Si bien es cierto que la individualización ha dado pie a una nueva situación histórica en la que el individuo goza de mayor autonomía, no debe olvidarse que también ha hecho que prolifere la búsqueda de soluciones biográficas a contradicciones sistémicas (2003: 31).4
Debido a ello, Beck (1998: 153) ha descrito esta situación como un desequilibrio institucionalizado entre el individuo desincrustado y los problemas globales en una sociedad de riesgo, cuyo rasgo característico es que implica “una transformación de lo dado en decisiones”. Ante esto, incluso la naturaleza ha pasado de ser un fenómeno dado a un fenómeno producido. Así que, en correspondencia con la pregunta de Prigogine antes formulada, podríamos decir que socialmente no puede presuponerse una naturaleza no observada o, en adición, no atada al decidir. Eso ha causado que la no decisión se haya vuelto tendencialmente imposible y que las decisiones hayan comenzado a servir para tomar conciencia de las desigualdades o diferencias que emergen de ellas y de los conflictos y esfuerzos de solución que estallan en ellas (Ibid.). Entretanto, el diagnóstico de Beck nos permite reconocer que también el conflicto es algo que se ha vuelto dependiente del decidir, mientras el decidir parece estar volviéndose independiente de algo dado, de un supuesto mundo en sí.
Por lo anterior, la llamada modernidad reflexiva no sólo se ha establecido sobre la decisión, sino que también se ha vuelto informacional. Esto resulta bastante entendible dado que, en un mundo en el que todo es objeto del decidir, la necesidad de información para la toma de decisiones es un requerimiento más o menos obvio. Lo que no resulta tan obvio es que una red informacional que se nutre de problemas globales y búsqueda de soluciones individuales de ninguna manera puede configurar una imagen homogénea del mundo, sino que, por el contrario, es la fuente de una pluralidad de imágenes. En última instancia, esto señala el fin de las imágenes fijas, predefinidas, no sólo del hombre (Beck y Beck-Gernsheim, 2003: 44), sino también del mundo.
En todo este embrollo podría resultar consecuente con la tradición sociológica afirmar que la sociedad se desempeña como la instancia cuya organización impide que el hombre utilice las fuerzas inmanentes de que dispone para hacer frente a las problemáticas que lo aquejan, lo que, por consiguiente, ha conducido a una deformación de la racionalidad humana y de su mundo de vida, así como a la destrucción de la naturaleza, tal como ha indicado Axel Honneth (2009). Sin embargo, también podría entenderse que la sociedad, al permitir un procesamiento de información en el que cualquier individuo puede participar, tiene el papel de mediar entre la extrema complejidad del mundo y la escasa capacidad del hombre para aprehender por sí mismo esa complejidad (Luhmann, 1973: 147). No obstante, del mismo modo en que tal participación del individuo de ninguna manera puede entenderse como una reincrustación, la mediación de la sociedad tampoco puede entenderse como un impedimento.
Conviene tener en cuenta, con Esposito (2011: 67), que la información, a través de la cual tienen lugar la participación individual y la mediación social antes mencionadas, no existe como algo que se encuentra disponible para rastrearse, recolectarse, retenerse o intercambiarse. La sociedad no es un almacén o depósito de informaciones frente a las cuales simplemente tendríamos que tomar parte o disponer a placer. Para que la información esté disponible, antes se le debe dar forma (in-formar), primero se le debe producir. Aunque esto implica un mundo de información en exceso, porque cada individuo y cada ámbito de la sociedad pueden realizar un procesamiento de información propio, resulta inevitablemente individualizante, desigual y sujeto a la decisión porque, finalmente, cada cual hace lo que puede con eso.
En esta situación, que a primera vista parece muy caótica, es posible entender que la desincrustación del individuo no constituye necesariamente una desventaja. Es cierto que Beck vio principalmente el lado negativo de esta cuestión, donde el ser humano se convierte en una elección entre posibilidades que la sociedad o la evolución sociocultural han filtrado previamente para él, es decir, en un homo optionis (Beck y Beck-Gernsheim, 2003: 44). Sin embargo, su planteamiento no resalta con suficiencia el hecho de que la sociedad tampoco dispone de más posibilidades que las que puede volver asibles con referencia al ser humano, es decir, aquellas que han sido filtradas previamente de los ruidos emitidos por los individuos. El redondeo de esta cuestión debería permitirnos notar que, como siempre se ha sabido, ambos restringen el ámbito de posibilidades de su contraparte, pero también se abastecen de opciones y variabilidad de manera recíproca. Es en este círculo donde el hombre puede devenir algo más que un simple homo optionis e inclusive, desde donde puede hacer frente al hecho de que nuestros sentimientos de alienación en el mundo moderno comienzan a ser causados, principalmente, por el exceso de información (Rosa, 2016: 156).
Al resaltar esta posibilidad, la antifragilidad podría entenderse, desde un punto de vista teórico, como una forma de aprehender la relación que en la segunda modernidad se establece entre el individuo y la sociedad; desde un punto de vista empírico, como una forma de vinculación que hace posible el desincrustar sin reincrustar, favoreciendo no tanto el individualismo como la individualidad. Sin embargo, esta relación establecida entre dos procesamientos de información radicalmente distintos --pensar y comunicar- implica otra relación entre la decisión y la distinción, que todavía hará falta comprender y que constituye la base de una forma de construcción del mundo que se apoya en la distinción, está sujeta al decidir y es alimentada por el ruido.
VI
El hecho de que la sociedad y los individuos pueden hacer surgir un mundo como un ámbito de distinciones con el que pueden procurarse un procesamiento de información propio y que es inseparable de su propia estructura, en la actualidad puede reconocerse en que prácticamente todos los ámbitos diferenciados en la sociedad -economía, política, derecho, ciencia, arte, religión, deporte, salud- han puesto a disposición de sus participantes distinciones, directrices y mecanismos diferenciales que les permiten obtener una forma de orientarse en su interior de manera plausible.
Aparte del lenguaje, del que Ferdinand de Saussure (1971) ya había dicho que puede aprehenderse sin muchas complicaciones como una producción y reproducción de diferencias, el caso más conocido es el mecanismo de los precios en la economía. Ambos adquieren sentido, desde esta perspectiva, cuando se entiende que cada sistema puede observarse a sí mismo y a su entorno sólo gracias a la introducción de diferencias o distinciones propias (Luhmann, 2017: 96); en este caso, precios, pero también pueden ser diferencias lingüísticas, normas, estilos de arte o tiempos de vuelta en los deportes. Sólo por su intermediación surge un mundo propio, circundante, que está inevitablemente hecho a imagen y semejanza del sistema que observa. No por casualidad, una economía monetaria que opera con base en diferencias de precio involucra la posibilidad de que la esfera total de los objetos, junto con todo el trabajo humano, pueda monetizarse (Luhmann, 2010b: 120). Esto deriva del hecho de que toda relevancia económica ahora debe expresarse a través de una suma de dinero -un precio- y se matiza porque existen otros ámbitos que realizan una construcción no económica de sus respectivos entornos, es decir, mediante otro tipo de diferencias y distinciones.
Esta forma de construcción ha terminado por bloquear la posibilidad de que en algún ámbito de la sociedad pueda surgir una imagen de mundo que sea rígida, estable y adaptada a lo que frecuentemente llamamos mundo exterior, y que, como tal, pueda servir como un marco de referencia para todos los ámbitos e individuos. Por eso, ahora estamos obligados a contar con una pluralidad de imágenes que sean susceptibles de ser corregidas. En el ámbito económico, esta necesidad de corrección explica, por una parte, por qué la economía precisa que sus diferencias, sus precios, sean variables o inestables (Luhmann, 2017: 98), y por otra, por qué se ha vuelto una creencia generalizada entre los economistas el argumento de que, para poder comportarse con competencia en la economía monetaria, basta con el conocimiento de los precios y se puede ignorar cualquier otro conocimiento sobre la forma en que los bienes se producen, se usan, etcétera (Esposito, 2011: 56). Quizá también podría explicar por qué la noción de antifragilidad pudo ser propuesta por un individuo estrechamente vinculado con ese ámbito.5 Esto es así porque, en lugar de una referencia directa al mundo o a una imagen única del mundo, los operadores económicos se encuentran vinculados a una complejidad previamente reducida por la economía, en la cual se ha transformado la complejidad indeterminada y excesiva del mundo, en la complejidad determinada y reducida de los precios, diferencias inestables propias de la economía.
Frente a situaciones como esta, con las que ya debemos contar en todos lados, Luhmann consideraba que en nuestra sociedad debería encontrarse la forma de establecer preferencias de comportamiento, a través de hallazgos selectivos de conocimiento, que nos permitan tomar decisiones reversibles sin suponer que conocemos todas las implicaciones de lo que realmente ocurre. De ese modo, estaríamos en posición de disponer de una red de información que pueda modificarse en caso de que salgan a la luz nuevos datos que influyan sobre nuestras premisas previas de decisión (Luhmann, 1993: 537). Esto involucra la urgencia de trabajar con imágenes de mundo abiertas al futuro y con el empleo de operaciones de construcción de mundo que no dispongan de certezas últimas.
En torno a esta cuestión, el mismo Luhmann ha propuesto la idea de que las distinciones que introducen los sistemas de sentido en el mundo son como premisas de decisión que tienen que fijarse de alguna manera u otra, con referencia a otras distinciones posibles y que pueden cambiarse siempre que sea posible disponer de otras que resulten igualmente plausibles. No obstante, ni siquiera con ello podrían los sistemas responder con adaptación al mundo; más bien, podríamos decir que responden con adopción de distinciones.6 Ya que nunca es posible descubrir distinciones en el mundo a las cuales adaptarse, uno encuentra mundos en las distinciones que adopta. Por esta razón, la sociedad y los individuos han tenido que volverse soberanos con respecto a la construcción de identidades y diferencias (Luhmann, 1993: 532): no pueden importarlas del exterior, ni fijarlas con referencia a un mundo en sí.
Entretanto, ya no se trataría simplemente de cómo representarse el mundo con la mayor certeza posible para actuar racionalmente en él,7 sino de cómo un sistema puede introducir diferencias propias y con su ayuda entender los estados de su entorno como información, con miras a obtener una forma de orientación que, sin ser absoluta, pueda resultar lo suficientemente confiable. Para esto, como hemos visto, los sistemas de conciencia y comunicación disponen de la posibilidad de desarrollar patrones diferenciales y de ubicar cosas o acontecimientos en éstos bajo la forma de “esto en lugar de aquello” (Luhmann, 2020: 36). Esos patrones o ámbitos de distinciones posibilitan la construcción de un entorno o mundo propio que resulta del hecho de que estos sistemas utilizan distinciones para volver asibles sus objetos, atribuirles propiedades, establecer relaciones entre ellas y entrelazarlas hasta configurar una sólida red de información que terminará por ser la portadora de sus acciones, intelecciones y decisiones.
Incluso es posible asegurar que el uso de distinciones o diferencias en la construcción de imágenes de mundo es un recurso antifrágil que, como tal, puede aprovecharse para el aumento de la opcionalidad y para la producción de premisas de decisión. Un recurso que, por cierto, ya había sido notado por Georg Simmel (2017: 149) al afirmar que, cuando se pregunta cuál es el contenido más apropiado para alcanzar el mayor efecto posible con el menor consumo de energía posible, tiene que responderse: el contenido más diferenciado posible. Sólo entonces podemos hacer ver que el decidir, que se ha vuelto independiente de un mundo en sí, ahora parece pender del distinguir. En pocas palabras, la distinción ha devenido condición de la decisión.
En tanto que esto condensa en una red de información que pretende estar abierta al futuro y a las sorpresas del entorno, el decidir que resulta de ello ya no está sujeto al desarrollo de herramientas para dar cuenta del mundo “tal y como es”. No requiere una imagen exacta del mundo externo. Tampoco requiere la eliminación del ruido, sino que ahora debe aprovecharlo para la construcción de sus principales inestabilidades semánticas y para modular el comportamiento de todos los involucrados. Es posible que esto pueda promover en la actualidad quizá no un conocimiento perfecto del mundo y de las cosas, pero sí el surgimiento de imágenes de mundo que sean susceptibles de ser corregidas, modificadas y sustituidas oportunamente.
VII
Esta imposibilidad de referirse a un mundo en sí, compartido por todos, podría describirse como la principal fuente de incertidumbre del individuo y del orden social contemporáneos, lo que ha terminado por volver riesgosa y contingente toda decisión, acción e intelección. Esta nueva situación histórica llena de incertidumbre, riesgos y contingencia ha llevado a una construcción policontextural del mundo (Luhmann, 2006: 826) en la que todos los ámbitos han tenido que aprender a utilizar diferencias y distinciones como principios de orientación válidos aun cuando no sean absolutos y no se apliquen a otros ámbitos o situaciones. Y aunque ésta pueda parecer un tanto extraña a primera vista, para la sociología de ninguna manera constituye una propuesta o una cuestión nueva.
Basta con recordar que Émile Durkheim, por ejemplo, ya había hecho pender las nociones de espacio y tiempo de diferenciaciones producidas por la experiencia humana y mantenidas por realidades colectivas. En ese sentido estaba puesta su afirmación de que no podemos concebir el tiempo si no es a condición de diferenciar en su interior momentos distintos -un antes y un después- y no podemos disponer espacialmente de las cosas más que situándolas diferencialmente: unas al lado, arriba o debajo de otras. “Lo que es tanto como decir que el espacio dejaría de ser lo que es si, lo mismo que el tiempo, no estuviera dividido y diferenciado” (Durkheim, 1982: 10). En cuestiones similares se debatían Gabriel Tarde (2006: 73), cuando abogaba por una sociología que situara a la diferencia como el alfa y el omega del universo, y Georg Simmel (2017: 150), cuando intentaba definir al hombre como un ser de diferencias e investigar la diferenciación social a la luz de esa definición. En esas reflexiones tempranas de la sociología ya se postulaba, de manera más o menos implícita, que la sociedad y los individuos pueden hacer surgir un mundo como un ámbito de diferencias o distinciones que son inseparables de su propia estructura.
Más recientemente, Peter Berger (1971: 34), al reconocer que las sociedades necesitan del establecimiento de diferenciaciones y estructuras que hagan posible regular el flujo continuo de la experiencia, postuló que el “acto regulador original” consiste en establecer una diferencia entre “esto” y “aquello”. Bourdieu y Luhmann llevaron más allá esta posibilidad al comprender la distinción como el principio directriz de la sociedad moderna. En consecuencia, nuestra sociedad podría explicarse como un orden social diferenciado, en campos o sistemas, en el que “la búsqueda de la distinción es el inicio de las prácticas culturales” (Bourdieu y Wacquant, 1995: 66) y donde los principales ámbitos societales se organizan en torno a distinciones directrices (Luhmann, 2016: 30).
Pero este tampoco es un planteamiento armonioso o libre de críticas, contradicciones y dificultades. Zigmunt Bauman (1996: 96) ha hecho notar el surgimiento de fénomenos y términos que no cuadran muy bien con la lógica del esto y aquello. Estos términos son a los que Jacques Derrida se refirió como innombrables, a los que Bauman caracterizaba por una indeterminación que lleva sobre sí misma la posibilidad de corromper el sosiego del orden con la sospecha del caos y cuyo caso paradigmático hacía reconocer en el extranjero.
Beck, en cambio, resaltaba que el principio regulador de la sociedad moderna en ocasiones adquiere una modalidad que puede ocultar que vivimos en un mundo distinto al que nuestras categorías de pensamiento -o diferenciaciones- revelan. En referencia a ello, intentó destacar que en la actualidad vivimos en el mundo del y, pero pensamos con las categorías del o esto o aquello. De ese modo, puso de manifiesto que, en la época de la segunda modernidad o modernización reflexiva, la diferenciación en sí misma ha devenido problema social (Beck, 1996: 243). Con respecto a ello, ha formulado la pregunta (a la que casi podríamos atribuir una inspiración arendtiana):8 ¿se arrastra la modernidad de hecho bajo la forma de continuas y persistentes diferenciaciones?
Aunque no es posible intentar aquí una solución al cuestionamiento de Beck, su forma de inquirir podría ayudarnos a notar la ausencia de una perspectiva enfocada a comprender cómo es que las diferencias, distinciones o diferenciaciones pueden surgir, fijarse, cambiar y evolucionar para orientar el comportamiento y la toma de decisiones de los individuos en la sociedad contemporánea, es decir, cómo pueden llegar a establecerse como directrices del acontecer social. Entonces, podemos notar que tampoco tenemos una perspectiva que pueda ayudarnos a comprender cómo podríamos deshacernos de ciertas diferencias que en su momento brindaron una orientación social, pero que han perdido el marco de referencia en el que resultaban plausibles. A este respecto, nuestra propuesta es que la noción de antifragilidad puede ayudar a explicar el surgimiento, el establecimiento y la sustitución de diferencias, como directrices del acontecer social, al poner de manifiesto que estas emergen de un proceso permanente de irritación recíproca entre la sociedad y los individuos, pues, como hemos dicho arriba, las inestabilidades de la conciencia y de la comunicación, que se constituyen como diferencias, son consecuencia del ruido y, por lo tanto, pueden modificarse mediante el ruido.
Desde hace mucho tiempo se reconoce que, para comprender los problemas de las sociedades contemporáneas, se requiere una filosofía de la diferencia, pero ¿hemos caído en la cuenta de que también necesitamos una sociología de la diferencia? Posiblemente no, al menos, no con el grado de conciencia que cabría esperar. Eso podría ser la causa de que todas estas aportaciones se hayan mantenido en un plano teórico, muy alejadas de la praxis y con muy pocas repercusiones sobre la comprensión empírica de los fenómenos y problemas que enfrentamos. La consecuencia es que no hemos sido capaces de aclarar cómo podríamos explotar o aprovechar la evolución de las diferencias para la reflexión de los problemas sociales; por ejemplo, para proponer políticas de redistribución o políticas del reconocimiento (véase Fraser y Honneth, 2006), cuyas problemáticas por resolver o reflexionar son complejas y, es evidente, tienen por base la diferencia. Esto, además, ha favorecido que nos mantengamos atados a una suerte de realismo ingenuo o a una modernización irreflexiva que, sin llegar a asimilar todo el potencial de la diferencia, nos obligan a trabajar en términos de unidad.
Una buena forma de entender eso es caer en la cuenta de que continuamos presos en la búsqueda de las soluciones más racionales posibles en el interior de un marco institucional cuya totalidad posiblemente ya podemos representarnos tal y como es, pero que ha dejado de responder a nuestras circunstancias. Esto es justamente aquello que Taleb cuestionaba a los “fragilistas” y contra lo cual erigió su propuesta de la antifragilidad: el hecho de que este tipo de proceder -la búsqueda de soluciones racionales- implica privar de variabilidad e intentar forzar al orden a unos sistemas a los que les encantan la variabilidad y el desorden. Pues, ¿acaso no es cierto que la solución, la elección o el consenso racional buscan, precisamente, excluir otras posibilidades y con ello, implícita aunque inconscientemente, privar de varialidad a un sistema? ¿No es cierto que la búsqueda de una solución racional siempre depende de que el marco al que se aplica se mantenga relativamente invariante y no se modifique con la aplicación de esa solución? Por último, ¿es posible que los problemas a los que nos enfrentamos tengan que ver con el hecho de que intentamos forzar hacia la unidad -o hacia la integración- a unos sistemas a los que les encanta la diferencia o la diferenciación?
VIII
Taleb (2013) relacionó la fragilidad con la forma en que un sistema sufre la variabilidad de su entorno más allá de un umbral establecido y la antifragilidad con la forma en que puede resultar beneficiado de esa misma variabilidad. Hemos intentado mostrar que resultaría plausible aplicar esta sentencia a la investigación sociológica; sin embargo, no en la versión probabilista que tanto interesa a Taleb,9 sino en una versión posibilista. Para eso hemos formulado algunas directrices que no hace falta repetir ahora.
Ante la ausencia de conceptos, Luhmann (2017) describió la característica que tienen los sistemas sociales de mantenerse en, y entrar en relación con, un entorno complejo como robustez, y recordó que esta no era una receta nueva, puesto que Fichte ya había fundamentado la superioridad del estrato de los grandes propietarios sobre los campesinos mediante la función organizacional y la capacidad de soportar el fracaso. También logró dar cuenta de que la investigación de esta característica comenzaba a profundizarse bajo las palabras clave de “resiliencia”, “robustez”, “error friendly” o “ultraestabilidad” (así en Luhmann, 2010c).
Sin embargo, es claro que la antifragilidad plantea la cuestión de mejor manera, ya que, además de replantear el fracaso como incapacidad de atender la complejidad de su entorno, nos invita a reflexionar sobre la posibilidad, no de un orden estable en el mundo, sino de un orden inestable en un entorno igualmente inestable. Esto toca de manera considerable el planteamiento, realista e ingenuo, de una correspondencia entre nuestros actos o intelecciones con un mundo en sí, y plantea una reorientación de la investigación sociológica hacia los mundos a los que realmente han dado lugar nuestros actos, intelecciones y decisiones. Sólo entonces podría exigirse, al estilo de Beck, una revisión continua de las decisiones y los supuestos, o distinciones, en que se fundan estos mundos.
Otros, como Daniel Innerarity (2011), han resaltado que toda forma de integración social, todo aseguramiento institucional, necesariamente implica fragilidad, porque con ello se fijan puntos de referencia más o menos estables y necesarios para cualquier tipo de coordinación social. No obstante, si estos puntos, como hemos visto, en realidad resultaran ser distinciones que pueden cambiarse o fijarse con referencia a otras distinciones posibles, sólo una sociología de la diferencia podría ayudarnos a sentar las bases para, eventualmente, dotar de antifragilidad a nuestras identidades, instituciones y construcciones sociales. Esto abonaría a lograr una forma de integración diferenciada no sólo entre individuo y sociedad, sino también entre aquellos ámbitos que ya se encuentran diferenciados en el interior de nuestra sociedad; una discusión, por cierto, que deberá quedar para otro momento.
Si nuestras instituciones, como afirmaba Serres (2014) y como podrían aceptar fácilmente muchos sociólogos, se parecen cada vez más a aquellas estrellas cuya luz nos llega pero que, de acuerdo con los cálculos de la astrofísica, murieron hace ya mucho tiempo, tal vez sea el momento de intentar revitalizarlas, o bien, configurarlas de otra manera. No con una radicalización de las formas de integración que Beck ya describía como inciertas, frágiles e incapaces de funcionar a largo plazo, sino con una perspectiva derivada de la tríada distinción, ruido y antifragilidad, la cual promete ser diametralmente opuesta a la tríada unidad, orden y fragilidad que parece primar entre nuestras instituciones y construcciones sociales.
A este respecto, hemos intentado mostrar que contamos ya con un horizonte de investigación en la sociología que podría organizarse en torno a la lógica de la distinción o de la diferencia, mientras que el principio del orden a partir de ruido también tiene el recorrido suficiente para abonar a este propósito. Aunque la antifragilidad es un concepto que parece llegar tarde a la discusión, tiene el potencial para constituirse como un vínculo nuevo entre las reflexiones que se han estado desarrollando en torno a lo que hemos dado en llamar “epistemología del ruido” y “sociología de la diferencia”. La teoría de sistemas que Niklas Luhmann legó a la sociología es una clara muestra de que eso ya era posible desde la década de los años ochenta. Sin embargo, la propuesta de Taleb puede reforzar éste y otros intentos de colaboración previa para invitarnos a reflexionar sobre la posibilidad de que el mundo en que vivimos necesite no sólo sociedades de paredes permeables -como ha propuesto Peter Sloterdijk (2004: 870)-, sino también individuos que se dejen irritar por las problemáticas e inquietudes que la sociedad les pone enfrente.
La antifragilidad trata, en primera instancia, sobre la importancia del afuera: muestra que es posible fortalecer la inmunidad con los mismos agentes que la vulneran. Dirige la atención del sistema hacia las posibilidades que sólo con una exposición constante hacia su entorno puede volver asibles. Es por ello que, en el contexto de la sociedad, podría promover el relacionar sin reincrustar o hacer posible el decidir vinculante sin suprimir la diferencia. Posteriormente, también podría ayudar a que el “yo” reconozca la importancia del “tú”.
Sin duda, estas y otras problemáticas similares remiten al gran problema de la segunda modernidad diagnosticado por Ulrich Beck, esto es, el desequilibrio institucionalizado entre el individuo desincrustado y los problemas globales de una sociedad del riesgo. Este ha venido a mostrar, de paso, que la decisión teoríca luhmanniana de concebir al ser humano como algo externo a la sociedad no era un capricho inncesario, sino algo que comenzaba a exigir el nuevo nivel de complejidad alcanzado por la individuación personal y la diferenciación social. Por lo demás, este problema ya no puede responderse con una simple teoría de conjuntos -que implicaría decidir quién contiene a quién y cómo-, sino que parece requerir un pensamiento complejo. Un pensamiento que nos invite a reflexionar cómo es que dos instancias, el individuo y la sociedad, que han adquirido un nivel de complejidad tal, pueden, a pesar de todo, entrar en relación.
La respuesta podría repartirse en distintos niveles de argumentación. Por lo anteriormente dicho, se podría sostener: a través del ruido o mediante irritación recíproca. Se podría decir: mediante diferencias inestables que configuren imágenes de mundo que sean susceptibles de modificación cuando su contraparte así lo requiera. O, también, al concebirlos como sistemas que pueden beneficiarse de la variabilidad de su entorno. Cada una de estas respuestas insinúa pasos por trabajar pero, gracias a la propuesta de Taleb, ahora también pueden aprehenderse mediante una única pregunta e intentar responderse como tal: ¿cómo es posible que los individuos y la sociedad sean antifrágiles?