Las referencias de enfermedades contagiosas contemporáneas se remontan a erráticas alertas sanitarias registradas cada determinado tiempo. Pululan en la memoria las más recientes epidemias, como el SARS (2003), la gripe aviar (2005), la gripe A (2009), el MERS (2012), el ébola (2014) y el virus Zica (2015), por citar las más cercanas. Todas, geográfica y técnicamente controladas. En 2019, después de semanas de zozobra, la Comisión de Salud de Wuhan, provincia de Hubei, China, anunciaba la presencia de un nuevo coronavirus. Por sus alarmantes niveles de propagación, este virus, llamado sars-CoV-2, obligó a la Organización Mundial de la Salud (OMS) a anunciar el 11 de marzo de 2020 que el mundo estaba frente a una pandemia de consecuencias globales imprevistas.
Más de un centenar de naciones decidieron cerrar sus fronteras para evitar que la variante Delta del coronavirus se propagara de manera incontrolada. Sus efectos en la movilidad de las personas eran evidentes. La prensa mundial informaba que cerca de 600 000 europeos habían quedado varados en distintos países, especialmente en Asia y América Latina (El Estímulo, 2020).
El sistema migratorio de Centroamérica, México y Estados Unidos, área de interés de este estudio, acusaba un incesante aumento de miles de migrantes centroamericanos y mexicanos varados en la frontera norte con Estados Unidos (Martínez, 2020). En mayo de 2020, el gobierno de Donald Trump, basado en una disposición de salud pública, había expulsado unilateralmente a casi 10 000 personas a México, entre mexicanos y centroamericanos. En cambio, otros trabajadores migrantes en la Unión Americana asistían a cubrir en tiempo y forma la demanda de productos con base en lo que el gobierno instrumentalmente llamó actividades esenciales, sin importar los riesgos a la salud (Alarcón y Ramírez García, 2022).
El presente artículo documenta el recuento de alteraciones y daños acaecidos en segmentos de trabajadores del mencionado sistema migratorio. Desde un enfoque de biopolítica, se demuestra cómo la supremacía de las élites desplegó políticas de control hacia poblaciones trabajadoras en aras de resguardar el orden y la seguridad nacionales, sin importar los riesgos a la salud, el autocuidado y el libre tránsito.
A través de distintas categorías conceptuales aplicadas en el manejo de la pandemia, este documento aspira a ser un aporte comprensivo de cómo, desde diferentes instancias de dominio, en aras de resguardar la seguridad del Estado, se soslayaron las necesidades elementales de poblaciones de inmigrantes o trabajadores locales.
Cuatro conceptos vertebran y estructuran el análisis en cuestión, consistentes en la noción de poder (Foucault, 1992), cuyo ejercicio desde instancias ejecutantes de políticas públicas se instrumenta en los sujetos mediante una biopolítica (Foucault, 2007) con impactos diferenciados en la sociedad. En un contexto de pandemia, en el que la emergencia mundial fue concebida como amenaza global, se pensó el mundo como una sociedad en riesgo (Beck, 2002; Giddens, 1998), marco justificatorio para desplegar normas de control y vigilancia (Foucault, 2002).
En ese entramado conceptual en el que la noción de biopolítica es central, se imbrican otros conceptos como el de racismo de Estado (Foucault, 1996), racismo sistémico o racismo estructural (Salinas y Salinas, 2022).
El estudio se estructuró con base en la lógica que entraña la instrumentación de una biopolítica particular, en este caso, la que se activó en Estados Unidos, México y Centroamérica. Las decisiones impuestas, a manera de ordenanzas, se cumplieron en los usos de la mano de obra migrante, el bloqueo de fronteras, sus deportaciones y traslados, así como el cierre a la circulación y actividades económicas. Estas medidas trajeron riesgos a la salud, inmovilidad y desempleo. En esa concepción, se acopió información y se integró una matriz cuya estructura estuvo regida por la forma en la que, en sus diferentes localizaciones, las medidas anti Covid se interseccionaron en la población migrante. De esta forma, se construyeron categorías de análisis, convertidas a temáticas para acopiar información. La provisión de información se sustentó en una revisión prolija de documentos de todo orden: teóricos, académicos, boletines oficiales y hemerográficos, haciendo especial énfasis en los tópicos de cierre de fronteras, medidas gubernamentales, salud laboral, medidas antimigratorias en Estados Unidos, centroamericanos en México, y medidas contra la movilidad en Centroamérica. La temporalidad se acota a lo sucedido en el primer año de pandemia (2020), por cuyas acciones gubernamentales y sus efectos se revela la forma instrumental en que distintas autoridades nacionales gestionaron la pandemia.
La primera parte del documento explicita las premisas fundamentales de orden conceptual, que a manera de andamiaje teórico permitan comprender la narrativa en sus partes siguientes. En una segunda sección se presenta una relatoría de intervenciones globales desplegadas a inicios de la pandemia, cuyo propósito fue construir una narrativa sanitaria de intenciones supranacionales. En la tercera parte se realiza el análisis de la biopolítica asociada a salud, migración, movilidad y empleo en las tres áreas geográficas del sistema migratorio. La cuarta parte arriba a conclusiones en las que se reelaboran elementos teóricos y empíricos de las tres partes previas.
Boceto teórico
Michel Foucault y Ulrich Beck son dos de los principales autores cuyas obras se asocian a temáticas sobre el manejo de pandemias, riesgos y demás amenazas en las sociedades contemporáneas. Del libro de Foucault Seguridad, territorio, población (2006) se infiere que la peste como tal se hubiese desterrado desde el siglo XIX, pues en su exposición diacrónica sobre enfermedades de finales de ese siglo consigna sólo epidemias como la viruela y su manejo por parte de la entidad del Estado. Por su parte, Beck acota en su texto La sociedad del riesgo (2002) que la era moderna implica la proliferación de riesgos de enfermedades asociadas a la industrialización y la amenaza nuclear. Pese al desfase temporal entre los contextos de ambos autores con el del presente documento, se constituyen en referentes debido a su potencia heurística, que, junto a otras categorías de alcance medio, asiste en la comprensión los usos actuales del poder, sus formas y ámbitos de actuación, el riesgo como justificación, en general, de cómo se gestiona la biopolítica hoy y sus efectos en la salud y migración, otras movilidades y el empleo.
El poder como categoría analítica es la noción más primaria presente en todas las dimensiones y sociedades en su devenir histórico, desde sus formas más primigenias de convivencia social hasta las más complejas, como las contemporáneas. Ocurre con independencia de las formas de gobierno, regímenes, contrato social o modo de producción. Está presente desde la interacción más simple y directa entre sujetos hasta en aquellas redes muy finas de socialidad en cuya intrincada madeja se diseminan micro-poderes (Foucault, 1992), nublando su origen, sentido y dirección. ¿Pero qué significa poder? “[…] éste no es justamente una sustancia, un fluido, algo que mana de esto o aquello, sino un conjunto de mecanismos y procedimientos cuyo papel, función y tema, aun cuando no lo logren, consisten precisamente en asegurar el poder” (Foucault, 1992: 16). El poder se entroniza en la sociedad sin ser necesariamente explícito ni visible. Bourdieu señala que “el orden social descansa fundamentalmente sobre el orden que reina en los cerebros y en los habitus” (1991: 95).
Con las nociones de gubernamentalidad y biopolítica se tercia el modelo conceptual de Foucault para explicar el papel del Estado en situaciones de pandemia. La gubernamentalidad es entendida como “la manera en cómo se conduce la conducta”, basada en instituciones, técnicas y procedimientos, sin ser propiamente una estructura sino un medio de gobierno acorde a coyunturas específicas. El interés de Foucault por dejar en claro el papel interventor del gobierno, es decir, de la gubernamentalidad, se refrenda en sus conferencias centradas en la tríada seguridad, población, gobierno. La población como el foco central, de cómo conducir la vida de la gente a través de lo que se le conoce como políticas de población dirigidas a regular las esferas de la natalidad, fecundidad, morbi-mortalidad y muerte, además de la migración.
Se transluce cómo desde el poder se manifiesta la instauración de una biopolítica (gobierno de la vida), instrumentada a través de una serie de dispositivos de seguridad y disciplina que hacen de la vida cotidiana el ámbito institucionalizado de las conductas. Mientras la seguridad resguarda a la población mediante conocimientos, análisis y disposiciones, y advierte escenarios posibles para evitarlos o encauzarla por tal o cual camino (Foucault, 2006: 40-69), la disciplina reglamenta, corrige, restringe, prohíbe, “una buena disciplina es la que nos dice en todo momento lo que debemos hacer” (2006: 68). La soberanía se ejerce en los límites de un territorio, “la disciplina se ejerce sobre el cuerpo de los individuos, y la seguridad […] se ejerce sobre el conjunto de una población” (2006: 27).
A diferencia de Beck, cuya noción de “sociedad del riesgo” resulta de mayor potencial heurístico, Foucault introduce el riesgo sólo como parte de las probabilidades de experimentar una situación indeseable. En Beck, este concepto goza de ser el centro de su obra, lo desarrolla de manera ilimitada en sus múltiples derivaciones. La noción trasciende a grupos y lugares para convertirse en alarma de observancia global, rebasando las fronteras de los Estados nacionales. Con ello, asume un carácter supranacional; sobre todo, dice, las sociedades del riesgo dejan de ser sociedades de clase, tampoco son conflictos de clase. Son producto del proceso civilizatorio, es decir, de la modernidad, y en tanto global, convoca a acuerdos y pactos internacionales, así como la creación de “comunidades objetivas de amenaza” cuya base es el miedo (Beck, 2002: 54). “La sociedad del riesgo es una sociedad catastrófica. En ella, el estado de excepción amenaza con convertirse en estado de normalidad” (2002: 30). Acudimos nuevamente a Foucault (2006) para introducir el concepto de razón de Estado que, ante inminentes situaciones de desorden, desequilibrios, amenazas y potenciales riesgos al orden social, sean de origen sanitario, económico o político, interviene para instrumentar ordenanzas, reglamentos, coordinaciones, códigos, decálogos, correas de trasmisión, medios para difundir discursos de sentido, orden y respeto, con propósitos supremos de mantener el Estado mismo. “Hay una necesidad del Estado que es superior a la ley. O mejor, la ley de esta razón propia del Estado y que se denomina razón de Estado será que la salvación de este último siempre debe estar por encima de cualquier otra cosa” (Foucault, 2006: 304). Esto es, amparar la integridad del Estado y, con ello, mantener legitimidad ante los gobernados. “Digámoslo en dos palabras: la razón de Estado es lo que permite mantener el Estado en buen estado” (2006: 330). Sostener el Estado requiere fuerza y saber, no sólo para su defensa sino para desarrollar sus capacidades, sobre todo de conocimiento. Foucault recuerda que esta necesidad de conocer, de hacer inteligible la cosa pública, engendra la estadística como ciencia del Estado, etimológicamente conocimiento del Estado (2006: 320). La estadística no sólo será instrumento administrativo de cuantificación de bienes fiscales y territoriales para obtener rentas, como en la antigüedad, sino también para conocer otras características y condiciones de la población, sus regularidades: “su número de muertos, su cantidad de enfermos […] y en su agregación, tratará de grandes epidemias, expansiones endémicas, la espiral del trabajo y la riqueza […] Muestra [además] que, por sus desplazamientos [circulación, movilidad, migración],1 y sus maneras de obrar, […] tiene efectos económicos específicos” (2006: 131). Con un acervo de conocimientos diacrónicos y sincrónicos, se construye un saber de gobierno, conformando implícitamente la sabiduría en el arte de gobernar, razón instrumental para conducir procesos de dominación que se despliegan a base de ejecutar biopolíticas con sus respectivos mecanismos de seguridad, control y vigilancia.
La racionalidad política establece diferencias entre una y otra población con fines biopolíticos, fragmenta el cuerpo social en grupos jerarquizados: una población considerada propia y otra ajena, externa. Al priorizar la vida de un estamento sobre el otro y si esto se materializa en política pública, esta sólo puede ser concebida en los plexos de un racismo de Estado. Es el principio biopolítico de hacer vivir y dejar morir (Foucault, 2001).
[…] la vida de la población no es sino la vida de la población nacional -es decir, aquel conjunto humano normalizado y regulado que se identifica con la propiedad del territorio geopolítico del Estado-nación y sus competencias-, son “comprensibles” los casos en los que, en defensa de lo propio, esa misma biopolítica se levante como ofensa en contra de otra población que, naturalmente, es peligrosa para la población “sana” que dicho Estado custodia (Badillo, 2017: 9).
El racismo puede marcarse por color, etnicidad, lengua, cultura o religión (Grosfoguel, 2012).
De manera más operativa, el racismo de Estado se instrumenta como racismo sistémico (Salinas y Salinas, 2022) o racismo estructural (Holden et al., 2022) con los cuales se han abordado estudios más específicos, gracias las deliberaciones de Joe R. Feagin (2013).
Basta recordar que el gobernador de Florida, Ron DeSantis, culpó a los trabajadores de campo “abrumadoramente hispanos” por el aumento de casos de Covid-19 en el estado en 2020. El presidente Donald Trump promocionó el muro fronterizo como una barrera para las masas enfermas de México (Reedy et al., 2023), además de referirse a la enfermedad como el “virus Wuhan”, “virus chino” y “gripe kung”. Desde un enfoque biopolítico, lo anterior se refuerza con una narrativa mediática que encuadró el Covid-19 asociándolo a la inmigración provista de un sentido estigmatizante (2023).
Boceto de la peste 2020
La ciudad apestada, toda ella atravesada de jerarquía, de vigilancia, de inspección, de escritura, la ciudad inmovilizada en el funcionamiento de un poder extensivo que se ejerce de manera distinta sobre todos los cuerpos individuales es la utopía de la ciudad perfectamente gobernada (Foucault, 2002: 183).
En el manejo de la peste entre los siglos XVI y XVII resultan evocadores pasajes descritos por Foucault (2006: 25) a propósito de sus reglamentos: “El objetivo de esos reglamentos de la peste es cuadricular literalmente las regiones, las ciudades dentro de las cuales hay apestados, con normas que indican a la gente cuándo pueden salir, cómo, a qué horas, que deben hacer en sus casas, que tipo de alimentación deben comer […]”
La irrupción del coronavirus 19 en plena era global desató toda suerte de dispositivos modernos de seguridad, control y disciplina que superaron en mucho a los de las antiguas pestes del medievo. Se reafirmó la clave de los Estados nacionales, garantes de la salvaguarda social en su versión técnica de seguridad, vigilancia y control. Los gobiernos, invocando su soberanía, cerraron puertos y fronteras, definieron actividades esenciales, limitaron la movilidad y suspendieron temporalmente el funcionamiento de centros laborales, comerciales, educativos y de esparcimiento.
Al inicio, los titulares a ocho columnas decían: “Las medidas restrictivas implantadas en China son tomadas como fórmula de éxito por otros países”. ¿En qué consistía la fórmula china? En el cierre inmediato de una ciudad (Wuhan) con 11 millones de habitantes y vacunación obligatoria. Se anunciaron 16 medidas impuestas a todo el país, que iban desde el uso de la mascarilla, inasistencia a centros laborales y educativos, hasta la cancelación de planes familiares y de amistad, pasando por evitar circular y ejercitarse (Statista Survey, 2020). Semanas después se cerraba la segunda ciudad, Shangai, de 25 millones de habitantes, al tiempo que se ponía en cuarentena a todo el país, con sus 1 400 millones de habitantes. El control y la vigilancia consistían en el uso de códigos QR, número de DNI, chequeo de temperatura, registro de viajes recientes y entrega diaria de certificados de sanidad de las empresas. Asimismo, el uso tecnológico de reconocimiento facial con capacidad de medir temperatura y verificar portabilidad de mascarilla. Con datos sanitarios individuales se alertaba si alguien estaba presuntamente infectado. Se recompensaba a quien denunciara a un vecino enfermo. Por todos lados se repetía el mismo estribillo: estamos en un “momento extraordinario” (“feichang shiqi”) que requiere medidas extraordinarias (Kuo, 2020: 2). El activista Guangzhou Wang Aizhong externaba su temor: “No hay duda de que esta epidemia ha dado más razones al gobierno para vigilar a la gente, no creo que las autoridades descarten mantener este nivel de vigilancia tras el brote […] Podemos sentir un par de ojos mirándonos todo el rato, estamos completamente expuestos a la vigilancia gubernamental” (Ibid.).
El virus surgido en diciembre en Wuhan había proporcionado a las autoridades la excusa perfecta para acelerar la recopilación masiva de datos personales y rastrear a sus ciudadanos. La investigadora principal de China para Human Rights Watch, Maya Wang, temía que el objetivo fuera a trepar lentamente para quedarse ahí. Lo más probable era que usaran al virus como un catalizador para aumentar el régimen de vigilancia masiva (Kuo, 2020: 2). Empleados públicos disolvieron a un grupo de 10 personas que se había reunido en una fiesta para jugar al mahjong y las obligaron a leer en voz alta una disculpa grabada en video. “Nos equivocamos, prometemos que no habrá una próxima vez y también vigilaremos a los demás”, se les escuchaba decir, con las cabezas ligeramente inclinadas (2020: 3).
Tres meses después, China contuvo la propagación del coronavirus. Fue reconocida por Tedros Adhanom, autoridad supranacional de la OMS. De no ser así, la muerte se convertía en una acusación y falla fatal del Estado (Mendieta, 2007).
Diversos países trataron de emular el ejemplo chino aplicando medidas similares de restricción, vigilancia y control, al grado de que en una nota de la BBC se calificaba a los mejores y peores países donde pasar la pandemia. Sus parámetros de evaluación consistían en el grado de control epidémico, bloqueo a la circulación y vigilancia implementada (BBC News Mundo, 2020a).
Como en el medievo, el aparato de Estado instituyó marcadores binarios a modo de marcadores jerárquicos respecto a condiciones de salud, adscripción nacional y prioridades de Estado: sano-infectado, residente-no residente, nacional-extranjero, actividades esenciales y no esenciales. Hubo una imposición de categorías a todo el cuerpo social, que previamente había internalizado el mandato sanitario global sin cuestionar su procedencia ni la imposición de códigos, aceptando rituales protocolarios de actuación en las esferas pública y económica.
Fronteras, control e inmovilidad
La interrupción de la movilidad internacional comenzó con el cierre de oficinas de migración y de proveedores de servicios para migrantes en tránsito. De 200 países que impusieron restricciones para pasajeros entrantes, sólo 97 permitieron la recepción de sus connacionales. Personas con asistencia consular muy limitada se enfrentaron a severos asuntos logísticos y administrativos. En algunos casos se detuvieron procesos de deportación de migrantes irregulares sólo por dificultades para procesar logística y físicamente los procedimientos, o por lo difícil de mantener volúmenes grandes de detenidos (Guadagno, 2020).
Estados Unidos: una biopolítica a modo
Donald Trump asumió el papel de tutor de su nación en todos los órdenes. En marzo de 2020 delegó poder a la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza para ejercer su potestad en materia de salud pública de emergencia, en virtud del Título 42, Sección 265, del Código de Estados Unidos. La ordenanza en cuestión es una disposición reglamentaria que data de los años cuarenta y consiste en eludir los procedimientos normales de inmigración y legalizar la expulsión inmediata a migrantes indocumentados que lleguen a su frontera (CEPAL, 2020).
El 20 de marzo de 2020, Estados Unidos anunciaba el cierre de la frontera con México, inmovilizando el tránsito diario de un millón de personas y el intercambio de bienes y servicios con un valor de 1 700 millones de dólares (BBC News Mundo, 2020b). Las medidas se justificaban para evitar la propagación, basada en estadísticas que reportaban aumentos de contagios y decesos. La prensa anunciaba el miedo que se alojaba en toda la población, sin distinguir regiones, clases sociales, nacionalidades o etnias. Sin embargo, el caso de Nueva York fue ejemplo de lo que ocurría en toda la Unión Americana, donde el virus había sido dos veces más letal para la población hispanomexicana que para la población anglosajona (Lissardy, 2020), como resultado de una normalizada biopolítica aplicada como instrumento diferenciador en el acceso a servicios médicos según el origen de la persona. Un 43.0% de mexicanos residentes, al carecer de documentos para comprobar su estancia, se encontraron excluidos de servicios médicos, lo que aumentó su vulnerabilidad. Asimismo, 15.4 millones de personas quedaron excluidas de los apoyos, de los cuales 9.9 millones eran inmigrantes no autorizados (Castro Alquicira, 2021: 263).
Entre el 21 de marzo y el 9 de abril, la oficina de Aduanas y Protección Fronteriza (CBP) deportó de manera sumaria a más de 10 000 personas sin haberlas provisto de alguna medida de prevención epidemiológica. El control sanitario se omitía en tanto que el individuo (el apestado), al ser expulsado, dejaba de ser una amenaza potencial a la seguridad y la soberanía del país. En abril, la CBP llevó a cabo 14 416 expulsiones a través de sus agentes, quienes detenían a las personas, las procesaban y las devolvían a México en menos de 24 horas. Las autoridades argumentaron que era una decisión de salud pública, no de inmigración, asumida como una verdadera razón de Estado. Era un ejercicio biopolítico de imponer una medida disciplinaria que incidiera en la conducta de los migrantes y disuadirlos en su intento de cruzar a Estados Unidos.
Por la veloz deportación, el número de detenidos en Estados Unidos se redujo a unas 100 personas, mientras que antes de entrar en vigor dicha disposición ascendía a más de 3 000 por día (CEPAL, 2020) La urgencia de desprenderse de migrantes instó a hacerlo hasta en horas de madrugada, dejándolos en pequeños grupos en distintos puntos fronterizos de México, sin que alguna autoridad mexicana los recibiera.
En un ambiente de exclusión y xenofobia, se difundió la prohibición a extranjeros de entrar a territorio estadounidense, por representar un “peligro grave” de propagación de enfermedades transmisibles. Con ese primer marcador que asociaba pandemia y migración, los cruces no autorizados en la frontera sur de Estados Unidos descendieron 50% en abril de 2020. Hasta julio de 2020, previa toma de huellas dactilares, se había expulsado de Estados Unidos a más de 105 000 personas (FJEDD, 2020).
Otra expresión de discriminación diferenciada según la nacionalidad fue que el Departamento de Educación emitió una norma de emergencia que prohibía a las universidades conceder fondos de asistencia para el coronavirus a estudiantes extranjeros e indocumentados (CEPAL, 2020). El origen y la condición migratoria se convirtieron en otros marcadores más de diferenciación entre quienes convenía salvar de la pandemia y a quienes no (hacer vivir y dejar morir) (Foucault, 2001).
A manera de técnica gubernamentalizada, es decir, de selección precisa del perfil social para acceder a territorio nacional, entró en vigor otra ordenanza firmada por Trump. Se establecían medidas reglamentarias coordinadas por el secretario de Estado para evitar que extranjeros fueran elegibles para una visa de trabajo, admisión o entrada, sin que hubiesen sido registrados con información biométrica. Esto incluía toma de fotografía, señales particulares y huellas dactilares, como ejercicio de biopoder sobre los migrantes. Con ello, sus cuerpos se convertían en un documento de identificación que debía ser decodificado (Torrano, 2016). Se reiteraba que era necesario proveer información a los secretarios de Estado y a la seguridad nacional para diseñar dispositivos de seguridad orientados a reducir el riesgo de que los extranjeros buscaran admisión o entrada a Estados Unidos y pudieran introducir, transmitir o propagar el sars-CoV-2 (Executive Office of the President, 2020). En contraste con esa fobia de lo externo, por seguridad interna, se expidió una disposición consistente en garantizar la seguridad alimentaria. Fue otra cara de la misma biopolítica: asegurar actividades esenciales con trabajadores esenciales pero vulnerables (Alarcón y Ramírez García, 2022), a sabiendas de que la masa de indocumentados en Estados Unidos no cuenta con seguro médico, reúne varias comorbilidades y vive hacinada (Allen, Pacas y Martens, 2023), además de trabajar en gran medida en la agricultura, actividad, entre otras, declarada esencial.
[…] a pesar de la pandemia, estos trabajadores han continuado sembrando los campos agrícolas, recogiendo las cosechas, procesando y empacando frutas y verduras, así como distintos productos de origen animal para abastecer los mercados para que millones de estadounidenses -incluidos los que se encontraban en resguardo domiciliario- pudieran tener acceso a alimentos (Alarcón y Ramírez García, 2022: 116).
Se estimó que 70% de los trabajadores inmigrantes no autorizados fueron trabajadores esenciales de primera línea (Allen, Pacas y Martens, 2023). Además de presentar desventajas debido a su situación migratoria, los inmigrantes fueron obligados a permanecer en sus labores carentes de todo tipo de protección en plantaciones y fábricas (Castro Alquicira, 2021), lo que produjo un mayor número de casos de contagio. En las plantas procesadoras de carne, mientras el 13% de casos fueron de trabajadores blancos, el 87% lo integraban en primer lugar hispanos (56%), en segundo lugar, negros (19%), y en tercero (12%), asiáticos (Lowe, Dineen y Mohapatra, 2022). En la industria de la carne, del total de inmigrantes, estimados en 200 000, más de 100 000 eran mexicanos (Castro Alquicira, 2021). El riesgo para la salud por la participación de trabajadores agrícolas en el primer año de pandemia fue representado en los 1 410 casos por cada 100 000 habitantes en el condado de Monterey, California, una tasa de infección tres veces mayor con respecto a otros trabajadores (Alarcón y Ramírez García, 2022)
Mientras Estados Unidos sellaba su frontera, en una revelación asimétrica de poder, México la mantuvo abierta para ciudadanos estadounidenses (Contreras, 2021). “México no cerró de la misma manera sus fronteras, permitiendo que, del lado estadounidense, turistas y visitantes pudiesen trasladarse sin mayor restricción hacia las ciudades fronterizas de México” (Barajas Escamilla y Radilla Chávez, 2021: 160).
México: Covid y resiliencia
En la frontera norte de México, zona industrial de maquilas de exportación, los trabajadores padecieron despidos injustificados, así como presión para presentarse en horario normal de trabajo aun cuando tuvieran síntomas de la enfermedad (Hernández, 2020; León Vázquez, 2020; Heras y Cuéllar, 2020). Hacia mediados de mayo, de los municipios de Tijuana, Mexicali y Ensenada, 14% del total de casos de Covid-19 registrados correspondía a trabajadores de la industria maquiladora. En Ciudad Juárez, Chihuahua, el Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) dio a conocer información sobre el fallecimiento de 17 de 26 trabajadores en plantas maquiladoras (Barajas Escamilla y Radilla Chávez, 2021).
El sellamiento y el aumento de vigilancia de la frontera sur de Estados Unidos, además de la política de quédate en México, consistente en recibir personas mexicanas y centroamericanas deportadas, concentró una masa de migrantes en la frontera mexicana de más de 60 000 personas varadas en distintas ciudades fronterizas. Se subdividía en tres grupos: 1) los que llegaron con intenciones de cruzar a Estados Unidos, 2) los que fueron deportados por la patrulla fronteriza, y 3) los que estaban en espera de asilo (Uribe Salas, Arzaluz Solano y Hernández, 2021).
La acumulación de migrantes centroamericanos en la frontera norte de México hizo que los centroamericanos tuvieran presencia en 86% del total de los albergues ahí instalados, mientras que los mexicanos acudían en un menor porcentaje (64%); haitianos, sudamericanos, africanos y resto del mundo se encontraban en unos cuantos albergues más (Coubés, Velasco Ortiz y Contreras, 2021).
Ante un escenario desolador, migrantes sin alojamiento ni rumbo ocuparon dos hoteles abandonados de la zona norte de Tijuana para convertirlos en refugio para enfermos de Covid-19 (Del Monte y McKee Irwin, 2021). Miedo e incertidumbre, mezclados con xenofobia, nuevamente produjeron mayor discriminación por parte de la población local, que sospechaba que los migrantes eran trasmisores del virus (2021).
En su carácter supranacional, la Organización Internacional para las Migraciones (OIM) declaraba la necesidad de que la migración fuera segura, transparente y regular. En un reflejo de políticas de control intergubernamental, exhortó a ejercer la función panóptica de los Estados pues, apelando a la seguridad, recomendaba: “Creemos que es bueno que los países puedan saber quién entra y tener la oportunidad de inspeccionarlo” (OIM, 2020a), es decir, la migración vista como una “comunidad objetiva de amenaza” (Beck, 2002).
El Instituto Nacional de Migración (INM), bloqueando la circulación de las personas de sur a norte, tenía en sus instalaciones a 3 059 migrantes en calidad de retenidos, sujetos a deportación. En un ambiente de tensión entre migrantes y autoridades, en marzo se generó una protesta en la Estación Migratoria Siglo XXI, ubicada en Tapachula, Chiapas. Días después hubo otra en la Estación Migratoria de Tenosique, Tabasco, en la que los migrantes incendiaron las instalaciones. La carencia de condiciones de habitabilidad y de prevención del contagio en instalaciones del INM “detonaron múltiples protestas, motines e incendios en lugares de detención migratoria que pusieron en riesgo la vida y salud de las personas allí privadas de libertad” (FJEDD, 2020). En abril, una nueva protesta tuvo lugar en instalaciones del INM en la ciudad de Hermosillo, Sonora. Más de 300 personas detenidas manifestaron que arriesgaban sus vidas y salud en condiciones de hacinamiento e insalubridad. Exigían pruebas diagnósticas para descartar el virus, agilizar trámites de repatriación y solicitudes de asilo en México (2020). “Que uno nunca pueda estar ʽfuera del poderʼ no significa que uno esté atrapado totalmente”.2
Previendo que serían detenidos y estigmatizados durante su periplo migratorio, además del sellamiento impuesto en Estados Unidos, el cruce de centroamericanos a México rumbo a Estados Unidos disminuyó (tabla 1). En 2019 hubo 155 303 eventos de detención, en 2020 bajaron a 76 295, una disminución de 51.0%. A nivel de los tres países de interés, se aprecia que los salvadoreños tuvieron la mayor caída, al descender sus detenciones en 62%, mientras los guatemaltecos en 40% y los hondureños en 54%.
Continente/país de nacionalidad | 2019 | 2020 | Variación porcentual |
---|---|---|---|
América Central | 155 302 | 76 295 | -51% |
El Salvador | 21 494 | 8 179 | -62% |
Guatemala | 52 412 | 31 479 | -40% |
Honduras | 78 232 | 35 741 | -54% |
Fuente: Unidad de Política Migratoria, Registro e Identidad de Personas, Secretaría de Gobernación, con base en información registrada en las estancias y estaciones migratorias del Instituto Nacional de Migración.
Los apuros produjeron descoordinación intergubernamental para la deportación guatemalteca desde México. Sin considerar que Guatemala tenía cerrada su frontera, el INM trasladó a 480 migrantes en autobuses desde Tamaulipas y Veracruz para ser entregados a su contraparte en Talismán, Chiapas; sin embargo, ningún oficial guatemalteco aceptó recibir al cuantioso grupo, por lo que los oficiales mexicanos dispusieron dejarlos a su suerte en la línea divisoria (Henríquez, 2020). A los que intentaron ingresar de manera informal a su país, la autoridad les impidió el paso, mientras que residentes guatemaltecos en la frontera les exigían regresar a México por temor a contagiarse. Cada uno de los centroamericanos asumió riesgos de manera individual y por brechas llegaron a sus hogares.
Centroamérica: cierre de fronteras y estigma
Con la salvedad de Nicaragua, los gobiernos centroamericanos, mediante dispositivos policiaco-militares, cerraron de inmediato puertos, aeropuertos y accesos terrestres. Con excepción de Costa Rica y Nicaragua, se impusieron toques de queda y aislamiento forzado. Las ciudades fueron cerradas, supervisadas, con lo que el poder gubernamental mostró sus rasgos despóticos. En esta gran región, a través de mecanismos biopolíticos, se limitaron la libre circulación interna y la migración trasnacional.
El 6 de marzo, el presidente de Guatemala declaró, mediante Decreto 5-2020, Estado de Calamidad Pública. Ordenó el cierre de fronteras exceptuando el trasporte de carga, cuyo ingreso y salida de territorio guatemalteco estaba permitido por tierra, aire y mar. Prohibió el ingreso a personas procedentes de distintos países, incluidos sus vecinos salvadoreños, sin importar el lugar en el que se encontrasen. El cierre era casi absoluto: se limitó la circulación de vehículos de las 16:00 horas hasta las 4:00 de la mañana del día siguiente. Hubo toque de queda desde las 18:00 horas hasta las 4:00 de la mañana del día siguiente, incluyendo bloqueos a la movilidad entre departamentos (GWP Centroamérica, 2021). Desde una visión de exclusión y racismo, el gobierno de Guatemala pidió al de México que cancelara las repatriaciones, no solamente de guatemaltecos, sino las de El Salvador, Honduras y Nicaragua, para evitar que los deportados tuvieran que circular por Guatemala para llegar a su país. Este temor estaba fundado en el hecho de que 44 migrantes guatemaltecos deportados de Estados Unidos habían dado positivo a Covid-19 (Infobae, 2020), al tiempo que crecía el rechazo de las comunidades hacia los que llegaban. Las fobias sin control alcanzaban al presidente guatemalteco, quien adjudicaba el aumento de contagios en su país a una contigua comunidad mexicana, debido a la “irresponsabilidad de nuestros vecinos”. Aludía a que en Tapachula se había celebrado la feria del pueblo, a la que habían acudido guatemaltecos de poblaciones circunvecinas (Pérez, 2020).
En ese contexto de animadversión hacia los otros, de comunidades de miedo, era previsible que ante una caravana masiva de migrantes hondureños que se alistaba a cruzar Guatemala rumbo a Estados Unidos, el gobierno instrumentara un despliegue policiaco-militar para impedirle el paso, alegando que ese tránsito constituía un atentado sanitario. Prohibió a transportistas guatemaltecos dejar subir a hondureños y diseminó un discurso de xenofobia al concebirlos como vectores de la enfermedad. En diferentes puntos del territorio guatemalteco se integraron dispositivos para disolver grupos de migrantes, controlarlos, deportarlos y alentarlos al retorno. En enero de 2021 se formó otra caravana desde el mismo punto de partida. Más de 3 500 personas se organizaron a través de redes sociales y pronto se unieron más hasta llegar a alrededor de 9 000. Al día siguiente, a pesar de la presencia de fuerzas de seguridad, cruzaron la frontera con Guatemala, pero fueron bloqueados un día después (Prunier y Salazar, 2021). En medio de la pandemia, Guatemala jugó el papel que de por sí había desempeñado México en el sentido de bloquear el corredor migratorio de Centroamérica a Estados Unidos.
El 14 de marzo, el gobierno de El Salvador decretó Estado de Emergencia Nacional, Estado de Calamidad Pública y Desastres Naturales. Se instrumentó el toque de queda acompañado de la inmovilización del transporte público (GWP Centroamérica, 2021). Para restringir la movilidad interna de la población residente, se establecieron sanciones disciplinarias, incluido encarcelamiento para quienes no cumplieran con la regla. Hubo detenciones y violaciones aplicadas a personas que, al necesitar movilizarse para abastecerse de alimentos y medicinas, incumplían el confinamiento obligatorio (Amnistía Internacional, 2020). En materia de seguridad, el gobierno anunció que dejaba a discreción el uso de la fuerza letal contra maras y pandillas, y también mezclar a miembros contrarios de distintos grupos pandilleros en los centros de detención sin tomar en cuenta las disposiciones sanitarias para evitar el contagio (Tager, 2020).
El decreto de emergencia prohibía la entrada de cualquier extranjero, mientras los nacionales tenían que ser sometidos a cuarentena. El gobierno rechazó a sus compatriotas devueltos desde terceros países utilizando como justificación las políticas de cierre de fronteras (Mariscal, 2020). En marzo de 2020, en un acto de soberanía, ordenó “el cierre inmediato de la pista de aterrizaje del Aeropuerto Internacional, y anunció que los vuelos que ya se dirigían al aeropuerto debían desviarse” (BBC News Mundo, 2020c). En su política de rechazo, el gobierno bloqueó el aterrizaje de un avión procedente de México, alegando que a bordo había “12 individuos infectados con Covid-19”, lo que provocó tensión diplomática entre ambos países (Leyva Flores, Rojas y Aracena, 2022: 6). La prensa reportó que el gobierno se encargó de estigmatizar a sus retornados al llamarlos “infectados”, sin permitirles su ingreso al país, lo que provocó en la población residente mayor rechazo hacia sus connacionales (Prunier y Salazar, 2021). Las personas que ingresaran al país por puntos ciegos debían enfrentar cargos judiciales (Álvarez Velasco, 2020).
En Honduras, además del cierre de fronteras, el gobierno ordenó el 17 de marzo de 2020 importantes restricciones y sanciones a la movilidad interna. Como dispositivo de control, estableció que las “Fuerzas Armadas, la Policía Nacional, la Dirección Nacional de Investigación e Inteligencia y la Fuerza Nacional Interinstitucional”, entre otras, debían “detener a toda persona encontrada circulando fuera de las excepciones establecidas” (Decreto No. 24-2020, 2020). Amplió indefinidamente el toque de queda absoluto en cuatro regiones. A la cancelación del derecho constitucional de libre tránsito se añadió la prohibición de reuniones y cambio de domicilio (GWP Centroamérica, 2021: 28). Se reprimió a quienes no cumplían el confinamiento o provocaban disturbios y protestas en distintos sectores de la población. Según Contracorriente, medio digital, entre marzo y agosto fueron capturadas 47 060 personas por violación al toque de queda. No hubo certeza sobre los criterios por parte de la policía para detener, sin considerar si la persona salía a comprar comida para su familia o a causa de una emergencia (Mejía Raudales y Ávila, 2020).
Se suspendieron los vuelos de migrantes deportados desde México a falta de una zona de aislamiento (La Jornada, 2020). A mediados de mayo, Honduras decidió reforzar el control de su frontera con Nicaragua. Se intensificaron los dispositivos de control sanitario y migratorio en las aduanas y se ordenó el despliegue de policías y militares en puntos ciegos de la frontera, instrumentando un discurso de estigmatización y desconfianza hacia nicaragüenses que podrían cruzar irregularmente (Prunier y Salazar, 2021). Los abusos de autoridad se hicieron presentes, como el desalojo de un hotel con más de 80 personas migrantes en tránsito a México y Estados Unidos; también en albergues religiosos, centros comunitarios y casas privadas.
Efectos laborales
La pandemia dejó al descubierto el neoliberalismo. Había “vaciado, segmentado y parcialmente privatizado los sistemas de salud en muchos países […], al mismo tiempo, había creado una clase trabajadora precaria y empobrecida” (Saad-Filho, 2020). La desvalorización de la vida hacia segmentos pobres y vulnerables en varios países, Estados Unidos incluido, hizo concebir la “inmunidad de rebaño” como el medio para aplanar la curva de contagios y así evitar el cierre de las empresas capitalistas.3 Se jugó con una biopolítica de resguardar la vida y las ganancias de unos por el riesgo y la muerte de otros. Esta estrategia conduciría inevitablemente al exterminio de los ancianos, los débiles y los delicados de salud (Conn y Lewis, 2020; Frey, 2020). Fueron tratados como prescindibles y no fue sorprendente que las personas de bajos recursos y minorías étnicas estuvieran más que proporcionalmente representadas en las estadísticas de mortalidad (Kendi, 2020; Lerner, 2020; Scheiber, Schwartz y Hsu, 2020; DeVries, Lu y Dance, 2020).
Sin alcanzar la inmunidad de rebaño, se cerraron los centros de trabajo ante el veloz aumento de contagios. Se dijo que aplanar la curva de contagios no se podía lograr sin aplanar la actividad económica.
En resumidas cuentas, los súper ricos se mudaron a sus yates, los ricos huyeron a sus segundas residencias, la clase media luchó por trabajar desde casa con un séquito de niños hiperactivos, y los pobres, que en promedio ya tenían peor salud que los privilegiados, perdieron sus ingresos por completo o tuvieron que arriesgar sus vidas a diario para trabajar en una “actividad esencial” (Saad-Filho, 2020).
Con excepción de las actividades esenciales como la producción de alimentos y la rama farmacéutica, la pandemia paralizó a nivel global las actividades económicas. Se produjeron daños laborales tanto en economías como las centroamericanas como en aquellas de intensa actividad capitalista, como la de Estados Unidos.
Estados Unidos
En la sección anterior vimos cómo las actividades esenciales primaron sobre la atención a los riesgos sanitarios de los trabajadores, lo que aumentó la vulnerabilidad de estos; sin embargo, otros grandes segmentos de inmigrantes también ubicados en un escalón bajo de la escala laboral, siendo “prescindibles”, quedaron a la deriva del desempleo. Por ejemplo, por el cierre de hoteles, bares y restaurantes, quedó sin empleo toda la población inmigrante que representaba 22% del total de trabajadores. También en las actividades de preparación de alimentos, servicios de limpieza y mantenimiento de edificios, cuya participación de inmigrantes era de 38%, o el de servicios personales en hogares, con 30% de extranjeros (Castro Alquicira, 2021). En epidemias y pandemias, los trabajadores minoritarios y de bajos salarios han quedado en peor situación que los trabajadores blancos (Lowe, Dineen y Mohapatra, 2022).
Entre febrero y mayo, la tasa general de desempleo se cuadruplicó, lo que produjo los niveles más extremos jamás registrados por la Oficina de Estadísticas Laborales. En ese lapso se perdieron más de 17 millones de empleos en diversos sectores económicos (Executive Office of the President, 2020). La tasa de desempleo general, que había sido en febrero de 3.5%, subió a 14.7% en abril de 2020. Sin embargo, en la población hispana fue mayor, ya que ascendió a 18.9%, en afroamericanos a 16.7%, y en asiáticos a 14.5% (Lowe, Dineen y Mohapatra, 2022).
Trump emitió la Proclamación 10052, referida a la Suspensión de Entrada de Inmigrantes y No Inmigrantes que durante la recuperación económica representasen un riesgo para el mercado laboral de Estados Unidos. En aras de evitar perjudicar a los nacionales, el decreto enfatizó que, a la luz de la situación imperante, el ingreso de ciertos extranjeros como inmigrantes y no inmigrantes no sería sino hasta el 31 de diciembre de 2020, pues “sería perjudicial para los intereses de Estados Unidos”. Dicho ordenamiento fue incisivo en señalar la competencia que representarían los inmigrantes, vistos como amenaza de desplazamiento laboral con impactos negativos en el bienestar del trabajador nacional.
Los trabajadores estadounidenses compiten contra los extranjeros por puestos de trabajo en todos los sectores de nuestra economía, incluso contra millones de extranjeros que ingresan a los Estados Unidos para realizar trabajos temporales. Los trabajadores temporales suelen ir acompañados por sus cónyuges e hijos, muchos de los cuales también compiten contra trabajadores americanos en circunstancias ordinarias […] (Executive Office of the President, 2020: 2).
México
De acuerdo con Luis Mauricio Torres, Nataly Hernández y Pablo Clark (2020), en México hubo una caída de 11 puntos en el empleo en relación con el segundo trimestre de 2019, situación que superó a la crisis registrada entre 2008-2009. En abril, primer mes de confinamiento, se perdieron poco más de 12 millones de empleos, equivalentes a 22% de los puestos de trabajo respecto al primer trimestre de 2020. Los despidos se concentraron principalmente en los servicios para empresas, personas y hogar, industrias de la construcción y transformación (Banco de México, 2020). Los sectores que registraron mayores reducciones del empleo fueron los de la construcción y el comercio. Ambos registraron caídas de entre 30% y 40% de su población ocupada. A inicios de año, representaban casi 70% del total de trabajadores, es decir, 38 millones de personas; un mes después, perdieron 5.6 millones de puestos de trabajo (Torres, Hernández y Clark, 2020).
En términos absolutos, los sectores donde más se redujo el número de puestos fueron servicios y comercio. En conjunto, se perdieron más de 7 millones de empleos durante abril de 2020 (Torres, Hernández y Clark, 2020). Los trabajadores por cuenta propia (12.4 millones de personas), durante abril, perdieron 4.7 millones de puestos de trabajo (2020). En tanto, los trabajadores informales más vulnerables “han sido el sector más afectado por el desempleo” (2020: 13). Hacia finales de 2019 e inicios de 2020, el empleo informal representaba cerca de 56% de la fuerza laboral. En abril, tras la salida desproporcionada de trabajadores sin seguridad social, la tasa de informalidad laboral descendió a 48%. La Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo (ENOE) mostró que mientras el empleo formal se redujo en 7% en el primer trimestre de 2020 y abril del mismo año, el empleo informal se contrajo en 33%. De nuevo, la pandemia afectó más a trabajadores informales y formales de bajos ingresos, al cerrar las unidades empresariales, producto de una desigualdad social preexistente.
Centroamérica
En el índice de competitividad global de 2019, los países centroamericanos de interés de este estudio (Guatemala, Honduras y El Salvador) se ubicaban respectivamente en las posiciones 53, 52 y 52, por debajo de sus dos países vecinos, Costa Rica (62) y Panamá (61) (Deloitte, 2019: 8). En un informe sobre la región (Programa Estado de la Nación, 2021) se señalaba que en 2020 entre 20% y 30% de la población ocupada perdió su empleo. Entre 17% y 26% presentaron disminución en sus ingresos, y entre 4% y 11% padecieron una reducción de la jornada laboral. Las mujeres (28%) sufrieron en mayor medida la afectación laboral respecto a los hombres (23%). Otras fuentes señalan una situación mayormente difícil para ese mismo año. Por ejemplo, María Núñez Chacón (2020) indica que entre 50% y 80% de personas empleadas en Centroamérica vieron afectados negativamente sus ingresos salariales, y la tasa de informalidad osciló entre 43% y 70%. De acuerdo con la Organizacón Internacional del Trabajo (OIT), las restricciones a la movilidad y el paro de actividades no esenciales tuvieron un impacto histórico en el mercado laboral de la región y las precarias condiciones se agudizaron (sica, 2020). En términos de ingreso per cápita, la pandemia llevó a la economía de El Salvador a niveles de 2014, en el caso de Honduras a niveles de 2013, y a Guatemala a 2015.
En 2020, la pobreza aumentó en El Salvador de 33.7% a 40%; en Honduras, de 54.8% a 59%, y en Guatemala de 49% a 51.6% (Arce y García, 2021). En Honduras, entre 70% y 80% de las personas declararon que la pandemia les trajo consecuencias muy graves; los habitantes de El Salvador y Guatemala declararon lo mismo, entre 58% y 61%, respectivamente. (Programa Estado de la Nación, 2021).
Los efectos directos del manejo pandémico entre los actores móviles del sistema migratorio se aprecian en los resultados de un sondeo efectuado entre migrantes en junio de 2020 por la OIM (2020b): 47% pospuso su intención de emigrar, mientras 10% declaró haber desistido de emigrar ante el riesgo inminente de sufrir más de lo acostumbrado durante su tránsito, y 43% optó no hacerlo debido a otras causas ajenas a la pandemia. De los que fueron sorprendidos por la pandemia estando fuera de casa, 21% deseaba regresar a su lugar de origen, mientras 79% asumió el riesgo de mantenerse en el lugar donde se encontraba. Por otra parte, 56% de las personas que deseaban retornar lo harían sólo cuando reunieran la cantidad de dinero necesaria para emprender el viaje, mientras 34% esperaba que se flexibilizaran las restricciones de movilidad.
Después del tiempo crítico de la pandemia, hacia 2021, la migración de la región centroamericana hacia México y Estados Unidos se reactivó, iniciando un nuevo ciclo. Guatemala y Honduras mostraron notable recuperación, pues el primer país recobró su participación en 53.1% y el segundo en 76.1%, mientras El Salvador mantuvo su baja hasta 2021, con una leve recuperación de 14.2%. En la tabla 2 se agrega a Nicaragua sólo porque su comportamiento es extraordinario, pues hasta la pandemia su participación hacia América del Norte había sido históricamente de las más bajas de Centroamérica; sin embargo, en fase pospandemia se detonó su flujo hacia México y Estados Unidos.
Continente/país de nacionalidad | 2020 | 2021 | Variación porcentual |
---|---|---|---|
América Central | 76 295 | 155 888 | 104% |
El Salvador | 8 179 | 14 297 | 75% |
Guatemala | 31 479 | 53 196 | 69% |
Honduras | 35 741 | 76 185 | 113% |
Nicaragua | 842 | 12 023 | 1 328% |
Fuente: Unidad de Política Migratoria, Registro e Identidad de Personas, Secretaría de Gobernación, con base en información registrada en las estancias y estaciones migratorias del Instituto Nacional de Migración.
Hacia 2021, este sistema migratorio basado en el flujo de Centroamérica y México a Estados Unidos se había reorganizado de tal modo que su fuerza acumulada, contenida en los primeros meses de la pandemia de 2020, de nuevo se liberó. Este impulso hasta hoy continúa animando una migración estructural dictada por las trilaterales fuerzas sociales y económicas compartidas, lo que hace que esos tres grandes espacios cohabiten funcionalmente, en espera de nuevos eventos de cualquier naturaleza que, por su magnitud, otra vez la retrotraiga.
Conclusiones
La pandemia de Covid-19 permitió acuñar una narrativa global de tipo sanitario dictada por un organismo supranacional, la OMS, que ante el miedo a la universalización del contagio instituyó biopolíticas de seguridad y control. Estas fueron instrumentadas por poderes centrales y micropoderes subnacionales de diferente tipo y alcance: sanitarios, económicos, migratorios, laborales y policiacos. Desde una concepción de Estado, se justificó desplegar todo tipo de dispositivos disciplinarios para imaginar un dominio situacional, a base de establecer labores esenciales, suspender garantías individuales, imposición de descansos obligatorios, detenciones, bloqueos a la circulación interna e internacional y disolución de convivencias y socialidad.
La irrupción de la emergencia sanitaria aconteció en estructuras imperantes de desigualdad social, desde Estados Unidos hasta Centroamérica. La representación más clara y documentada sucedió en el primer país. La desigualdad estructural estuvo ejercida desde un racismo de Estado de carácter sistémico que instaló una narrativa comunicacional basada en una vulnerabilidad compartida (Lowe, Dineen y Mohapatra, 2022). Por el contrario, ante una real y desigual vulnerabilidad, el escalón más bajo de esa sociedad, en medio de la mayor exposición al riesgo, en primera línea, aportó con su trabajo los suministros necesarios no solamente para su propia reproducción vía salario, sino fundamentalmente para la del conjunto de la sociedad vía consumo.
También se expresó en ordenanzas en torno a la política de admisión de trabajadores extranjeros y la automática deportación masiva al otro lado de la frontera de quienes fueron considerados innecesarios. Con el sellamiento y la vigilancia del muro fronterizo, el gobierno de Estados Unidos formó un dique en el que se encontraron deportados recientes e inmigrantes recién llegados de distinta nacionalidad, lo que configuró un sitio de segregación y exclusión.
La biopolítica quiso instituirse bajo un aparente sentimiento de democratización del riesgo, y atenuar las diferencias de clase, género, nacionalidad y condición migratoria. Sin embargo, la exposición se experimentó de forma diferencial. Marcadores binarios desplegados desde instancias del biopoder respondieron más a la instrumentación de una política sanitaria coercitiva y excluyente como nacional-extranjero, contraria a las de los derechos humanos y políticos.
Siendo Estados Unidos el centro gravitacional para México y Centroamérica, en el marco de la contracción económica, la razón de Estado, fundada en la seguridad nacional, hizo de la administración Trump el medio para prevenir a sus poblaciones no solamente de la amenaza de contagio, sino para evitar la competencia laboral emitiendo ordenanzas y decretos para limitar el acceso al país y obtener un ingreso.
La crisis sanitaria se convirtió en crisis humanitaria para comunidades de migrantes en la frontera México-Estados Unidos, para transformarse inmediatamente en una crisis de empleo. Los mayores impactos negativos ocurrieron en todos los países que conforman el sistema migratorio. Las consecuencias las sintieron tanto migrantes no autorizados en Estados Unidos que, debido a las formas de contratación sin seguridad social, quedaron de pronto sin un salario para sobrevivir, como aquellos que, encontrándose en tránsito en México, vieron detenido precipitadamente su plan migratorio y sin destino cierto fueron ingresados en los centros del INM.
Pasado el tiempo, al ser un sistema funcional de interacción laboral, basado en grandes corredores de migración de sur a norte, la marea migratoria se volcó de nuevo al país del norte, donde encontró otra vez un destino laboral en los sedimentos más bajos de la estructura socioeconómica estadounidense.