La tendencia al declive de la democracia es global
En 2019, Adam Przeworski, quien durante más de 30 años ha estudiado la democracia para explicar los fenómenos que la desafían y que incluso amenazan su viabilidad, escribió Crises of Democracy para argumentar que los factores que la afectan no son sólo políticos e institucionales, sino también económicos, sociales y culturales. Es muy amplia la literatura sobre el deterioro, la erosión o el franco retroceso de la democracia, y mientras algunos afirman que, a pesar de que la tendencia global es el desgaste de ésta, la resiliencia es su característica, porque existen mecanismos de vigilancia y contención del poder, tanto institucionales como ciudadanos, que ayudan a preservarla (Laebens y Lührmann, 2021). En cambio, otros autores sostienen que la democracia está en proceso de regresión autoritaria, porque sus pilares de sustentación son socavados por los propios gobernantes que llegaron al poder democráticamente, mediante elecciones competidas, (Levitsky y Ziblatt, 2018, Bauer y Becker, 2020, Applebaum, 2021); es decir, el daño proviene de dentro de la propia democracia y no por golpes militares, como sucedía en el pasado. A medida que las democracias parecen estancarse, ha ocurrido un fenómeno que se ha extendido por diversas latitudes: el ascenso del populismo, que busca ahorcar el pluralismo y capturar al Estado, limitando la independencia de los órganos que ejercen control y contrapesos sobre el Ejecutivo, como el Poder Judicial y los organismos autónomos que, en nuestro país, surgieron justamente para enfrentar el hiperpresidencialismo.
Los estudios sobre el estado actual de la democracia en el mundo dan cuenta de esta tendencia a la erosión, ya que dos terceras partes de la población mundial viven en democracias en retroceso o en regímenes híbridos, o de plano autoritarios. El Índice Global de Democracia 2022 (idea Internacional, 2022) asigna una puntuación global reprobatoria de 5.29/10, muy semejante a la de 2021 (5.28/10) y muestra que los regímenes híbridos que combinan instituciones democráticas y autoritarias se han incrementado en los últimos años; México ha caído en esa categoría (The Economist Intelligence Unit, 2022). El Reporte de la democracia 2023 del Instituto V-Dem muestra que 72% de la población mundial vive en autocracias, lo cual significa un retroceso, comparado con el nivel de 1986, evaporando 35 años de avances democráticos. Los rubros donde el deterioro democrático se manifiesta con mayor contundencia son la censura a los medios de comunicación, la represión a las organizaciones de la sociedad civil y el freno a la libertad académica, es decir, en áreas que tienen que ver tanto con el ejercicio de libertades y derechos como con las relaciones entre la sociedad y el poder, en especial entre quienes tienen una función social crítica sobre el desempeño de las autoridades (V-Dem Institute, 2023). En suma, tal parece que el mundo está perdiendo la fe en la democracia. El balance general en América Latina es que el deterioro ha sido gradual, pero continuo, y hay países en donde “el autoritarismo está de vuelta, violentando derechos y libertades”. Nuestro país se “ha vuelto tierra fértil para autoritarismos y populismos” (Latinobarómetro, 2023: 28).
El declive de la democracia no se manifiesta solamente en deficiencias en las instituciones y los mecanismos que hacen posible que existan frenos y contrapesos para contener al poder y evitar que prosperen sus abusos y arbitrariedades, sino en la caída de la valoración positiva de los ciudadanos respecto de la democracia.
Después de la gran oleada de la democracia de finales del siglo, que se extendió hasta la primera década del siglo XXI y que derivó en el establecimiento de reglas e instituciones para fomentar la participación libre y justa en los procesos de elección de los gobernantes y la apertura de espacios para una mayor incidencia de la sociedad en la vida pública, en los últimos 10 años ha crecido el desapego ciudadano frente a los principios democráticos, así como la insatisfacción social respecto de los gobiernos surgidos de elecciones democráticas. Hay un fastidio ciudadano hacia las élites políticas y los partidos tradicionales que han sido ineficaces para resolver los graves problemas económicos y políticos. Éstos van desde el bajo crecimiento económico y la profundización de la desigualdad social, hasta la inseguridad y la violencia crecientes, la corrupción irrefrenable y el deterioro medioambiental. Las élites no han sabido aquilatar el impacto negativo que estos problemas tienen sobre nuestra incipiente democracia.
La erosión de la confianza de los ciudadanos en las autoridades e instituciones democráticas ha hecho que amplios sectores de la población se agrupen alrededor de políticos extremistas y antisistema que prometen corregir todo de golpe, mediante políticas que restringen libertades y derechos ciudadanos, supuestamente en aras de beneficiar a los más desfavorecidos. Los datos de Latinobarómetro muestran que sólo 48% de la población en la región respalda la democracia hoy, mientras que en 2010 lo hacía 63%. En México, la situación es más grave, porque dicha apreciación es apenas de 35%. Hay un aumento de la indiferencia ciudadana frente al tipo de régimen que los gobierna (a 28% de los latinoamericanos no les importa si el régimen es democrático o autoritario y la proporción actual es del doble de lo que se registraba en 1997). El 17% de los ciudadanos considera que en ciertas circunstancias podría respaldar a un gobierno autoritario; en nuestro país, esa proporción asciende a 33%. Es decir, un tercio de la población está dispuesta a sacrificar libertades individuales y derechos políticos y civiles a cambio de soluciones a los problemas, sobre todo económicos y de inseguridad.
La decepción por el mal funcionamiento de los gobiernos democráticos en la región va en aumento, ya que pasó de 16% en 2010 a 27% en la siguiente década (Latinobarómetro, 2023). En suma, la valoración de los latinoamericanos hacia la democracia ha perdido impulso. Hay que recordar que las democracias nacen y mueren, y si no hay ciudadanos capaces de defenderlas, difícilmente podrán sobrevivir (Keane, 2018).
Así como el proceso de democratización en México, en los últimos 20 años del siglo XX, fue largo, pacífico y gradual, el desgaste de nuestra incipiente institucionalidad democrática se ha ido gestando a lo largo de los últimos años; sin embargo, las pulsiones autoritarias se han acentuado durante el gobierno del presidente Andrés Manuel López Obrador (AMLO).
Es cierto que nuestra transición a la democracia se focalizó en reformas político-electorales cuyo objetivo era construir instituciones capaces de garantizar la integridad del voto ciudadano, para que la elección de gobernantes y representantes fuera producto exclusivamente de la decisión de los ciudadanos. La prueba de que logramos consumar nuestra transición fue que nuestro país contó con elecciones libres, justas y competidas que permitieron la alternancia en el poder en todos los niveles de gobierno, desde 1997. Sin embargo, estaba claro, y así lo mostraban las tendencias mundiales, que la democracia no se reducía a la participación en las urnas para elegir a gobernantes y representantes, sino que requería ir más allá para dotar a los ciudadanos de mayores espacios de acción e intervención en los asuntos públicos.
Nuestro proceso de democratización incluyó también un conjunto de cambios constitucionales y legales que estuvieron encaminados a impulsar el desarrollo de espacios ciudadanos “posrepresentativos” de escrutinio del poder, lo que estaba en consonancia con los cambios que estaban ocurriendo en las democracias más asentadas del mundo. El propio John Keane (2018: 678) afirma que la democracia fue cambiando para incorporar mecanismos de vigilancia y control ciudadanos sobre la gestión gubernamental que caracterizaron a lo que denominó la democracia “monitorizada”. En ese mismo sentido, Pierre Rosanvallon (2006) habló de mecanismos de “contrademocracia” para referirse a aquellos que reclamaban extender la participación extraparlamentaria de los ciudadanos para convertirlos en vigilantes y hasta en jueces del poder público, como fórmulas adicionales a lo electoral para incidir en los asuntos públicos, en una era marcada por la desconfianza.
En nuestro país, parte de esos cambios que se sucedieron implicó la creación de organismos constitucionales autónomos, lo que ocurrió desde los años noventa hasta los primeros tres lustros del siglo XXI. Estos organismos modificaron la tradicional división de poderes para fortalecer el principio democrático de los contrapesos, promover el ejercicio de los derechos políticos y humanos (IFE/INE, CNDH, IFAI/INAI), pero también para reforzar y profesionalizar funciones estatales de carácter técnico especializado como las del Banco Central, el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), la Comisión Federal de Competencia Económica (Cofece) o el Instituto Federal de Telecomunicaciones (IFT), desprendiéndolas de los cálculos e intereses políticos del gobierno en turno.
La elección democrática de los gobernantes y los nuevos andamiajes institucionales, inspirados en principios orientados a contar con un mejor control vertical y horizontal de las funciones del gobierno (O’Donnell, 1998), así como el despliegue de la pluralidad política que acompañó a la democratización, no fueron suficientes para combatir eficazmente los grandes problemas estructurales del país. Todo esto, sumado a los malos manejos de las autoridades y la falta de visión de Estado de buena parte de los actores políticos, ha alimentado el desencanto ciudadano con la democracia.
El propósito de este artículo es pasar revista a las principales dimensiones del retroceso democrático que ha experimentado nuestro país durante el gobierno del presidente AMLO, que arribó al poder con el mayor respaldo electoral (53%) alcanzado por los gobiernos democráticos desde el año 2000 y que, a diferencia de sus antecesores, logró instaurar un gobierno de mayoría. Ello ha implicado que no necesite negociar con partidos de oposición para aprobar alguna iniciativa de ley o de políticas relevantes como la presupuestal (Murayama, 2019).1 Esta circunstancia le ha permitido concentrar el poder en sus manos y desplegar programas y políticas públicas encaminadas a dinamitar, o cuando menos a colonizar a las instituciones que tienen funciones de contención del poder y que no se alinean a los designios presidenciales.
Por increíble que parezca en un país donde la ley ha sido tradicionalmente una herramienta en manos de los poderosos, el gran muro de contención frente a las pulsiones autoritarias del gobierno de AMLO ha sido la Constitución, gracias a que establece contrapesos legales e institucionales para evitar una franca regresión autoritaria. No es casual que importantes reformas legales que ha impulsado su gobierno, como la de la industria eléctrica, la de la Guardia Nacional o la del Instituto Nacional Electoral (INE), hayan sido impugnadas y frenadas mediante acciones de inconstitucionalidad o controversias constitucionales por parte de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN).
Las dimensiones del retroceso democrático
En México, son varias las dimensiones en las que se expresa la crisis de nuestra incipiente democracia, pero es posible agruparlas en un decálogo que considera tanto elementos estructurales que militan en contra de la confianza ciudadana en la democracia, como políticas impulsadas por el gobierno que lesionan derechos y libertades ciudadanas, o que violentan la ley y dañan instituciones de contención del poder. Los principales factores estructurales que gravitan negativamente alrededor de la confianza y la vigencia de mecanismos democráticos son: 1) los índices de pobreza y de concentración del ingreso (desigualdad) que se acentuaron con la pandemia y que, si bien en algunos casos han registrado cierta mejoría, se mantienen como una de las grandes deudas de nuestra democracia, y 2) las condiciones de inseguridad y violencia criminal que se han ido extendiendo por diversas zonas del país, desafiando la capacidad del Estado para ofrecer protección y seguridad a la población, que es, sin duda, su principal función.
Por otra parte, la conducción del gobierno actual ha dañado los cimientos de nuestra institucionalidad democrática en al menos los siguientes rubros: 3) la tendencia a la concentración del poder en manos del presidente de la República; 4) el desprecio por la legalidad, que llega a extremos de abierta violación a las normas y hasta de desacato a sentencias del Poder Judicial por parte del gobierno y su partido; 5) el desmantelamiento del aparato burocrático estatal, que va de la mano de 6) la militarización tanto de la seguridad pública como de la administración de áreas del Estado que han estado regularmente en manos de civiles; 7) la embestida en contra de órganos de control y contrapesos; 8) la campaña en contra del pensamiento crítico y los fundamentos básicos de la investigación científica, y 9) el constreñimiento de los espacios de acción cívica. Todas estas acciones se enmarcan en 10) una política de comunicación social centrada en un discurso unanimista, que encarna el presidente de la República y que desconoce la legitimidad de cualquier otra corriente de pensamiento diferente a la suya, fomentando una polarización irreductible de la sociedad que elimina cualquier espacio de interlocución plural que es característico de una convivencia democrática.
Las dimensiones estructurales del deterioro de la democracia
Es difícil hacer una relación de las dimensiones estructurales que enmarcan tanto la desafección social frente al régimen democrático como el creciente deterioro de las instituciones que sirven de contrapesos al poder presidencial.
Sin duda, la pobreza y la desigualdad han sido históricamente problemas estructurales de nuestro modelo de desarrollo, y aunque cada nuevo gobierno propone políticas públicas para combatir dichos rezagos sociales, los datos muestran el escaso impacto que han tenido, porque cuando se presentan mejoras en las cifras, éstas suelen ser temporales, es decir, no logran atacar las causas que los generan. Entre 2018 y 2020, los datos mostraron un incremento en la pobreza de 3 800 000 personas; la pandemia, sin duda, influyó en dicho aumento. Sin embargo, los datos del Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval) respecto de 2022 mostraron una baja significativa en los niveles de pobreza de 36.3%, lo que, en números absolutos, significó que dejaran esa categoría 8.9 millones de personas. De acuerdo con los expertos, esta mejora tiene que ver con los incrementos en el salario mínimo, que ha sido una política constante y benéfica del gobierno de AMLO, pero también con el aumento de las remesas, que no es atribuible a decisiones o programas gubernamentales. Es decir, hay que tomar las cifras con cautela ya que, al observar el número de personas que padecen más de tres carencias sociales, éstas pasaron de 29.2 millones a 32.1 millones entre 2020 y 2022; el área en que éstas se han acentuado es la relativa a los servicios de salud que, en ese lapso, hicieron que la población sin acceso a servicios médicos subiera de 35.7 millones a 50.4 millones (Coneval, 2023). Además, en cinco estados se superó la proporción de personas en nivel de pobreza en relación con 2020: Chiapas, Guerrero, Oaxaca, Veracruz y Puebla, los estados más pobres; es decir, se registró una reducción en los niveles de pobreza, pero esto no ha significado que se ataque el problema en las zonas más marginadas (México, ¿Cómo Vamos?, 2023).
Quizás el problema más grave que enmarca el contexto en el que ocurre el declive democrático en nuestro país es el de la inseguridad y la violencia que azotan a un número importante de entidades federativas. Los datos del Secretariado Ejecutivo del Sistema Nacional de Seguridad Pública (SESNSP) muestran que al menos hay dos cárteles con presencia nacional (CJNG, Jalisco Nueva Generación, y CDS, de Sinaloa); el mapa criminal del país da cuenta de que hay una fragmentación de las principales organizaciones criminales que ha provocado que, mientras que en 2006 existían seis cárteles y bandas especializadas, en 2023, además de las dos principales, se registran 420 células criminales y sólo hay dos entidades donde hay la percepción de que no se han deteriorado las condiciones de seguridad; Chihuahua y Ciudad de México (Lantia Intelligence, 2019; Guerrero, 2023;).
En lo que respecta al registro de homicidios dolosos, entre 2021 y 2022 las cifras nacionales muestran una disminución de 7%; sin embargo, los datos del SESNSP señalan que, durante los primeros cuatro meses de 2023, la cifra reportada fue de 9 912 asesinatos, es decir, 26 más que en el mismo periodo de 2022. Empero, el balance hecho por el INEGI para el primer semestre de 2023 mostró que éstos bajaron 7.5% (Animal Político, 2023); es decir, las cifras oscilan de mes en mes.
La extensión de la violencia criminal en el país incluye muchos otros fenómenos, como extorsiones, secuestros, acoso y violaciones de mujeres, así como desaparecidos; respecto de los dos últimos temas, hay que añadir que la política desarrollada por el gobierno de AMLO se ha caracterizado por menospreciar o ignorar los datos, o de plano buscar modificarlos a la baja, como en el caso de los desaparecidos, para no cargar con el peso de “las personas no localizadas que superan las 110 000”, según la propia entidad gubernamental encargada, es decir, la Comisión Nacional de Búsqueda (Quintana, 2023).
El fracaso de las estrategias de los gobiernos para frenar los ataques del crimen organizado ha llevado a la población a enfrentar directamente a los grupos delictivos, tal como sucedió en diciembre de 2023, en el municipio de Texcaltitlán, Estado de México, donde el enfrentamiento entre agricultores y miembros de la Familia Michoacana dejó 14 muertos2 (El Economista, 2023).
La percepción de la población sobre la violencia y la inseguridad desde hace años alcanza niveles muy elevados. Los datos del INEGI en el primer trimestre de 2023 revelan que ésta se ha mantenido en altos porcentajes (74.6%), aunque relativamente estables, ya que en 2021 era de 75.6% y en 2020 de 78.6%. De acuerdo con el estudio “¿Qué le preocupa al mundo?”, de la empresa francesa Ipsos, la mayor preocupación de los mexicanos es la violencia y el crimen3 (El Financiero, 2023).
A pesar de que la principal función del Estado es proporcionar seguridad a la población, el respaldo popular del gobierno de AMLO no se ha visto afectado por estos datos. No obstante, sí es un asunto que desalienta la adhesión ciudadana a la democracia.
El deterioro de la democracia desde el timón de mando gubernamental
Si algo implicó nuestro largo, pero pacífico, proceso de democratización, fue construir reglas e instituciones para abrir los cauces de la participación de los ciudadanos para fomentar su influencia en la conducción gubernamental, así como para lograr la contención del poder.
Una de las dimensiones más claras del retroceso de nuestra incipiente democracia ha sido la concentración del poder en manos del titular del Poder Ejecutivo, que fue justamente una característica de nuestro régimen autoritario de partido hegemónico (hiperpresidencialismo) que estuvo en la mira central de la transición a la democracia. Fue por ello que nuestro largo proceso democratizador (1977-1997) puso en el centro la exigencia de generar normas e instituciones orientadas a acotar las amplias facultades presidenciales y a establecer controles y contrapesos, en un afán de impulsar el ejercicio de los derechos de las personas y los ciudadanos y de colocar diques a la concentración del poder y a una eventual regresión autoritaria. Hoy, el gobierno de AMLO, surgido de elecciones libres y competidas, utiliza sus mayorías legislativas para concentrar el poder en detrimento de las barreras institucionales que sirven para limitar el ejercicio abusivo del poder.
La aceptación social de la vuelta al control personal del poder en manos presidenciales se explica no solamente por la autopercepción exaltada que tiene AMLO de su liderazgo social y moral frente a políticos de gobiernos anteriores, sino por el respaldo popular que ha tenido desde su triunfo en 2018 y que se ha mantenido, en promedio, entre 57% y 60% de aprobación ciudadana (Mitofsky, 2023). Tal concentración del poder se expresa tanto en la definición vertical y permanente de la agenda de gobierno, como en el monopolio de la comunicación política y la capacidad del presidente para disciplinar a los legisladores de su partido y sus aliados para que las iniciativas de ley y las decisiones sobre nombramientos se acaten, sin modificación alguna, aun sin cumplir los requisitos mínimos de la técnica parlamentaria; por ejemplo, ser discutidos en comisiones. Un ejemplo de ello fue el llamado “viernes negro” del Senado cuando, en una sede alterna, se aprobaron un alud de reformas, sin siquiera contar con el quórum necesario para hacerlo4 (El Universal, 2023).
Estas pulsiones autoritarias se enmarcan en la existencia de un partido político como Morena, que ha renunciado a cualquier proceso de institucionalización con el fin de asegurar la adhesión abierta de los diferentes actores políticos de la alianza gubernamental a las líneas de acción y programas prioritarios presidenciales. Todo ello, abonado por la debilidad y fragmentación del flanco opositor, que tiene serias dificultades para deslindarse del desprestigio de los partidos políticos tradicionales.
La división de poderes ha estado asediada no sólo por esa “dictadura de la mayoría” que se ha cristalizado, sino por la pretensión presidencial de subordinar al Poder Judicial al Ejecutivo, primero buscando extender el mandato del ministro presidente, Arturo Zaldívar, en contra de la disposición constitucional (artículo 97), y más tarde, buscando su reemplazo con candidatas no sólo abiertamente alineadas a su gobierno, sino legalmente imposibilitadas para ocupar el cargo.5 Al final, el nombramiento de la vacante en la Corte recayó en el presidente López Obrador, con lo cual se confirmó que la “subordinación del Poder Judicial se consigue básicamente por la politización de los nombramientos” (Escalante, 2023).
El desprecio, cuando no el claro rechazo a la legalidad, ha caracterizado al gobierno de AMLO, quien en diversas ocasiones se ha negado a respetar los mandatos legales y constitucionales. Esto va desde ignorar las medidas cautelares que le han impuesto el INE y el Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) por intervenir en las campañas electorales, hasta promover iniciativas de ley que abiertamente contravienen a la Constitución (incorporación de la Guardia Nacional a la Secretaría de la Defensa Nacional, las remuneraciones de los servidores públicos, la austeridad republicana, la militarización de puertos y aduanas, la ampliación de las causales de prisión preventiva, la extinción de fideicomisos del gobierno federal y del Poder Judicial, la reforma en materia electoral o el sistema de carrera magisterial). Todas éstas han sido impugnadas vía acciones de inconstitucionalidad o controversias constitucionales, porque vulneran disposiciones del máximo ordenamiento jurídico o porque implican la invasión de facultades de algún organismo autónomo o poder estatal por parte del gobierno federal. Hasta 2023 se habían interpuesto cerca de 60 acciones de inconstitucionalidad y controversias constitucionales, aunque apenas la mitad de los casos han sido resueltos por la SCJN6 (Casar y Aguilar Camín, 2023).
Otro ejemplo de abierta vulneración de las normas fue el decreto presidencial del 22 de noviembre de 2021 para que diversos proyectos gubernamentales (de telecomunicaciones, aduanas, medio ambiente, turismo, salud, etcétera) se declararan de interés público y de seguridad nacional para asignarles presupuestos extraordinarios y acelerar su desarrollo, sin necesidad de apegarse a las normas de contratación ni a las de transparencia (Diario Oficial de la Federación, 2021).7
El presidente López Obrador ha reiterado que lo importante no es respetar la ley, sino hacer justicia, para que ésta no se encuentre al servicio de unos pocos, ni del dinero, que en su opinión, es lo que ha caracterizado a las normas emitidas en gobiernos anteriores. Cuando la SCJN declaró inconstitucional la prisión preventiva para quienes cometan delitos fiscales, AMLO señaló que la resolución de la Corte seguía la línea de proteger la corrupción y a las minorías. Agregó: “Es muy común que los abogados digan que ʽla ley es la leyʼ, pero yo tengo una visión distinta. Yo sostengo que por encima de la ley debe de estar la justicia… Si hay que optar entre la ley y la justicia, no lo piensen mucho, decidan a favor de la justicia” (Presidencia de la República, 2021).
Pensar que es posible hacer justicia al margen de la legalidad es un sinsentido, porque abre la puerta a la discrecionalidad de quien está encargado de impartir justicia, es decir, promueve la interpretación sesgada e interesada de dicho ejercicio. La justicia sólo puede procurarse dentro de un marco de legalidad, que ofrece certidumbre sobre qué criterios y parámetros son aplicables a todos por igual. Por eso, la legalidad es el gran igualador.
El desprecio por la ley ha llegado a extremos de que no sólo el gobierno, sino el Congreso mismo, desacate abiertamente sentencias de la SCJN y del Poder Judicial en su conjunto, lo cual es una violación al Estado de derecho y a los principios rectores de la división de poderes. El freno a los nombramientos de titulares de organismos autónomos (INAI, IFT) y a los de más de 100 cargos electorales vacantes y, más recientemente, de dos de los integrantes del Pleno del TEPJF, da cuenta de la manera como la representación política del país, que es la máxima cristalización del andamiaje democrático, se ha convertido no sólo en cómplice, sino en súbdito del gobierno para orquestar la vulneración de la legalidad. El hecho de que se requieran dos terceras partes del Senado para realizar los nombramientos y que Morena no las alcance obliga a la negociación entre las fuerzas políticas, lo que es parte de la mecánica democrática en un contexto de pluralidad; sin embargo, el presidente considera que negociar es claudicar frente al adversario y ceder terreno a los contrarios.
Lo que coronó estas conductas ilegales del gobierno y la mayoría en el Congreso federal fue el arranque anticipado (julio de 2023) de las precampañas presidenciales de la coalición encabezada por Morena, utilizando una figura simulada de procedimientos internos de organización para seleccionar al coordinador(a) nacional de los Comités de Defensa de la 4T. Para la opinión pública y la opinión publicada, estaba claro que se trataba de una violación al artículo 226, inciso 2, a), de la Ley General de Instituciones y Procedimientos Electorales, que establece que la selección interna de las candidaturas a la Presidencia inicia la tercera semana de noviembre; sin embargo, tanto el INE como el TEPJF aprobaron dichos procedimientos, que fueron replicados por el Frente Amplio opositor para no quedar en desventaja frente al proceso interno de Morena8 (El País, 2023c). Las autoridades electorales se vieron rebasadas por la violación de la normatividad por parte de los actores políticos, ya que haber aplicado la ley habría significado cancelar el registro como precandidatos (artículo 226, inciso c), párrafo 3), LGIPE, 2014).
El atropello a la legalidad ha corrido paralelo a un desmantelamiento del aparato burocrático del Estado, que es fundamental para una administración pública profesional y eficaz para la realización de políticas que cumplan las disposiciones legales. Esto se ha hecho a través de dos grandes estrategias: 1) extinguir, fusionar o reducir órganos descentralizados y desconcentrados, fideicomisos e incluso organismos constitucionales autónomos, y 2) transferir sus funciones a las secretarías de Estado, que dependen directamente del presidente, para capturar sus funciones. Estos objetivos se concretan en leyes que han buscado achicar la acción institucional del Estado; por ejemplo, la Ley de Austeridad Republicana, la Ley Federal de Remuneraciones de los Servidores Públicos, la Ley Orgánica de la Administración Pública Federal, cuyos objetivos han sido reducir plazas, ingresos y prestaciones, sobre todo de los cuadros medios y altos del servicio público. Tal como lo ha demostrado el estudio de Mexicanos contra la Corrupción y la Impunidad (MCCI), esta estrategia, más que implicar una reducción de plazas de dichos niveles de la burocracia, se trata de una transferencia hacia la nómina de la Secretaría del Bienestar, pero en niveles inferiores, para armar al ejército civil de 20 000 “servidores de la nación” que desarrollan desde actividades censales de beneficiarios de políticas sociales hasta distribución de recursos. El efecto de esto ha sido la desprofesionalización del servicio público; por ello, los mandos medios en 2018 abarcaban 15%, mientras que, en 2021 ya sólo cubrían 8% (Casar y López Ayllón, 2023).
Este proceso ha incluido también la desaparición de instituciones autónomas como el Instituto Nacional de Evaluación Educativa (INEE), que canceló la evaluación del magisterio, lo cual perdió importancia dentro de la reforma educativa de AMLO, sin que se hubiera realizado estudio alguno para medir su impacto sobre la calidad educativa. Por otra parte, el Seguro Popular, que ofrecía servicios de salud a los más desfavorecidos que carecían de cobertura institucional, fue reemplazado por el Instituto de Salud para el Bienestar (Insabi), que, por la falta de planeación, derivó en un rotundo fracaso, reconocido por el propio gobierno, y que gracias a una decisión vertical y centralizada fue sustituido por el IMSS Bienestar, nuevamente sin que mediaran diagnósticos ni estudios de factibilidad previos. Más recientemente, y después de cuatro años de parálisis institucional, la cancelación de Notimex como agencia especializada de noticias gubernamentales. Se trata de una tendencia a la personalización de la gestión gubernamental, en detrimento de la capacidad institucional que está regulada para combatir la discrecionalidad.
Parte de esta tendencia abarcó también acciones para que el gobierno federal tuviera mayores márgenes de maniobra en las entidades federativas. La creación de los “superdelegados”, que implicó la reforma de la Ley Orgánica de la Administración Pública, es en realidad la creación de oficinas de enlace entre las entidades y el gobierno federal (Coordinación General de Programas para el Desarrollo). Esto busca asegurar que se sigan las directrices presidenciales y que se promuevan los programas sociales, con el consiguiente manejo de recursos públicos.9
AMLO desprecia la función pública como una actividad técnico-política que requiere conocimiento y experiencia. Para el presidente, la cualidad más importante de los funcionarios públicos no es la competencia sino la honestidad, que significa adhesión ciega; no es la capacidad para tomar decisiones informadas y especializadas en las distintas áreas, sino la lealtad al poder presidencial.
La desconfianza de AMLO en la administración pública explica en cierta forma la tendencia a la militarización de la seguridad pública y de una variedad de funciones de gobierno que han estado tradicionalmente en manos de civiles. Es cierto que los militares empezaron a desarrollar tareas de policías desde el gobierno de Felipe Calderón, pero la actual administración ha roto el récord sin cumplir con los límites de excepcionalidad que marca la Constitución.10 En 2018, los elementos castrenses en dichas tareas sumaban 55 000; en 2021 eran 80 000 y para 2023 habían crecido exponencialmente, para alcanzar la cifra de 261 644.0911 (López Portillo, 2023). Además, el Congreso federal aprobó que siguieran desempeñándose como policías hasta 202812 (Senado de la República, 2022).
Las tareas civiles que se han asignado a las fuerzas armadas ascienden a 246 e incluyen la construcción de Bancos del Bienestar, la administración de puertos y aduanas, la distribución de programas sociales, la construcción y el manejo de aeropuertos y negocios aledaños, el control de la migración, el reparto de libros de texto y la participación en órganos de dirección de salud y de ciencia y tecnología, entre otras.13 Además, se falta a la normatividad, porque no todas estas funciones cuentan con información presupuestal, pero “lo que sí sabemos es que siempre hay un fortalecimiento presupuestal de las fuerzas armadas que va aparejado con la entrega de funciones civiles” (Pérez Correa, 2022).
Esta tendencia a militarizar funciones civiles se reflejó en la determinación del presidente López Obrador de colocar a la Guardia Nacional bajo el mando militar, lo cual contradice la norma constitucional. Aprobada en el Congreso e impugnada ante la SCJN, ésta resolvió que era inconstitucional, por lo que AMLO manifestó que en febrero de 2024 enviaría una nueva iniciativa de reforma constitucional, junto con la del Poder Judicial y la electoral (Sin Embargo, 2023).
La usurpación militar del Estado civil (Romero, 2024) implica riesgos para la democracia y el Estado de derecho porque: 1) más presencia militar no ha disminuido la violencia, 2) debilita los contrapesos civiles y 3) se incrementan las violaciones a derechos humanos (Aguirre, 2021). Tal como ha insistido Ernesto López Portillo, la presencia militar en las tareas de seguridad es “un paradigma fallido que se prolonga en el tiempo” (El Economista, 2021) Sin embargo, hay una paradoja, ya que las fuerzas armadas son la institución que más aceptación tiene entre la población (INEGI, 2020) y así ha sido desde hace un buen número de años. Quizás por ello no se ha conformado un rechazo social generalizado al incremento de recursos y facultades de las fuerzas armadas.
La tendencia autocrática que vivimos se confirma en la embestida presidencial en contra de los organismos de control y contrapesos. Durante los 25 años de vida democrática en el país, una demanda insistente de la sociedad civil fue la creación de instituciones de control y contrapeso al poder del Ejecutivo. Dichas instituciones se abocaron tanto a la promoción y defensa de los derechos humanos y ciudadanos (CNDH, INE, INAI), como a impulsar el desarrollo de capacidades técnicas en áreas estratégicas del Estado, como las telecomunicaciones, la información estadística, el control de la inflación, la competencia económica (INEGI, IFT, Banxico, Cofece), con el fin de separarlas de la estructura del gobierno federal y deslindarlas de los intereses y cálculos políticos. Fue una apuesta a la modernización del Estado y a la promoción de los derechos.
El hecho de que estas instituciones de control sean incómodas para el poder explica que los gobiernos intenten esquivarlas o, de plano, anularlas. Desde que asumió el poder en 2018, AMLO ha desplegado varias acciones encaminadas a desprestigiarlas y disminuirlas: 1) controlar el proceso de nombramiento de sus titulares para asegurar que sus decisiones sean favorables al gobierno; 2) impulsar reformas constitucionales o legales para reincorporarlas a la estructura gubernamental y eliminar su independencia; 3) reducir su presupuesto para mermar sus funciones; 4) presionar a integrantes de los órganos colegiados para provocar diferencias y hasta rupturas internas que los desprestigien, junto con 5) campañas mediáticas de descrédito.
El nombramiento de la titular de la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) fue un ejemplo dramático, porque si bien se cumplieron las fases de la convocatoria pública, al final, la mayoría morenista en el Senado impuso a su candidata, Rosario Piedra Ibarra, alterando los resultados de la votación de los legisladores. Esta ilegalidad no tuvo consecuencia alguna, ya que el nombramiento prosperó sin consecuencias y ha servido para anular a la CNDH, haciéndola irrelevante al estar subordinada a los dictados del gobierno. Anulada por la vía del control de su titular, a finales de 2023 renunciaron en bloque los seis integrantes de su Consejo Consultivo, en protesta porque la señora Piedra Ibarra ignora sus recomendaciones, obstaculiza su trabajo y es incapaz de servir de contrapeso al Ejecutivo14 (Camhaji, 2023).
Cuando el gobierno no ha conseguido imponer sus fichas en los nombramientos de las instituciones, por no contar con la mayoría calificada requerida, ha optado por impedir cualquier negociación con la oposición, recurriendo al sorteo -como en el caso de cuatro consejeros del INE-, o de plano bloqueando los nombramientos para anular a los organismos, como al Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales (INAI), o para alterar la correlación interna de sus órganos de dirección, como en el caso de la Sala Superior del TEPJF, para asegurar que la mayoría sea favorable a la posición del gobierno.15
Es difícil pensar que sea una coincidencia y no una estrategia armada desde el poder que, hacia finales de 2023, ya en pleno proceso electoral, surgieran divisiones internas respecto de la forma en que se están conduciendo las dos instituciones electorales más importantes del país, el INE y el TEPJF16 (El País, 2023c). Estas divisiones internas generan incertidumbre y desconfianza en la organización de las elecciones, lo cual, en un escenario de competencia cerrada, abre las puertas al conflicto político. Con ello, se dañan instituciones democráticas que fueron producto de importantes acuerdos entre las distintas fuerzas políticas y que han probado su utilidad para organizar elecciones confiables y eficaces durante 25 años.
Otra fórmula recurrente del presidente de la República para mermar a las instituciones que han mostrado su independencia frente al gobierno ha sido impulsar reformas para despojar de su autonomía constitucional a las instancias de contrapeso; sin embargo, como no ha logrado la votación de dos terceras partes que se requiere17 (Aristegui Noticias, 2023), ha optado por activar la reducción de su presupuesto para mermar su capacidad institucional, como en el caso del INE, el INAI y, más recientemente, el Poder Judicial.18
Estas estrategias para desprestigiar a los organismos que no se someten a los dictados presidenciales han estado insertas en un discurso de reprobación constante sobre sus funciones y los elevados presupuestos, que incluyen siempre las remuneraciones de sus directivos. Este es un tema muy sensible para la población, por los escándalos de corrupción y los abusos reconocidos de funcionarios públicos, sobre todo de gobiernos anteriores. A pesar de la narrativa insistente de AMLO de que se ha frenado la corrupción, ha crecido la percepción de que ésta se combate mal o muy mal19 (INEGI, 2023), aunque ello no ha mermado la aprobación de la que goza el presidente (Mexicanos contra la Corrupción y la Impunidad/Reforma, 2023).
Otra acción adicional ha sido lanzar reformas constitucionales para despojar a los organismos autónomos de su independencia. Para ello, ha convocado a los ciudadanos a que el próximo 2 de junio voten a favor de Morena y sus aliados para asegurar que obtengan la mayoría calificada en el Congreso. Aunque la Constitución prohíbe que los funcionarios públicos utilicen recursos públicos para influir en la equidad en la competencia entre los partidos políticos (artículo 134, 6 párrafo), López Obrador ha utilizado el espacio de las conferencias matutinas que se organizan con recursos de la Presidencia, violando dicha disposición y la ley electoral, al desatender las medidas de apremio que han dictado las autoridades electorales.20 El hecho de que no haya consecuencias por los atropellos a los ordenamientos legales por parte del presidente provoca la ineficacia normativa, que deja enormes márgenes de maniobra discrecional para los gobernantes, atizando las arbitrariedades del poder.
Los embates de AMLO se han dirigido también en contra del pensamiento abierto, plural y crítico en todas sus formas, que expresan y reivindican tanto periodistas como académicos, activistas y defensores de derechos humanos. En el contexto de una polarización intransigente que ha dividido al país en dos flancos a partir de su posición frente a la 4T, todos aquellos que no respaldan a AMLO quedan arrumbados en el rincón de los conservadores, los neoliberales o francamente los corruptos y hasta traidores a la patria, sin que haya puentes de interlocución para la convivencia plural de corrientes de opinión.
Desacreditar cualquier actividad científica o técnica que rechace dogmas o postulados político-ideológicos ha sido la política educativa y científica del gobierno de López Obrador. Con el afán de orientar tanto a la producción científica del país como a la propia educación pública, el gobierno ha emprendido varias acciones que van desde la modificación de los libros de texto gratuitos, sin cumplir con todos los requisitos de deliberación y consulta a los maestros, pasando por el cambio de regulación de la actividad científica para dejar fuera la participación de la comunidad académica y la captura de instituciones como el Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE), o, en un extremo, la persecución penal de integrantes de organizaciones institucionales de consulta científica21 (El País, 2023a).
El ambiente de hostilidad hacia los organismos autónomos, impulsado desde el inicio del gobierno de López Obrador, se manifestó en el intento de eliminar la autonomía universitaria mediante el decreto del 12 de diciembre de 2018, que eliminó la fracción VII del artículo 3º constitucional. El escándalo que generó esta pretensión de despojo de la autonomía llevó a que AMLO dejara intacto dicho apartado, aludiendo a un “error de dedo”.22
Con el mismo propósito de desfondar los espacios de actuación crítica y documentada, el gobierno de AMLO ha constreñido el andamiaje organizativo de la sociedad civil, que había venido floreciendo durante los últimos 30 años como parte de la demanda social de espacios para un mayor despliegue del músculo ciudadano. Todo esto con el fin de contar con una voz crítica y documentada, pero también para impulsar la colaboración con las instituciones públicas a través de propuestas documentadas y analizadas.
Mediante mayores controles fiscales o auditorías extraordinarias y medidas restrictivas para limitar la capacidad de las organizaciones de la sociedad civil para obtener donaciones nacionales e internacionales y financiar sus tareas, el gobierno ha frenado el impulso organizativo de los ciudadanos. Para el régimen, se trata de figuras de mediación entre las demandas y necesidades de la población y el gobierno, lo cual va en contra de la fórmula populista de relación directa entre el pueblo y el gobernante que defiende el presidente. Las labores de dichas organizaciones han consistido, por ejemplo, en vigilar que las contrataciones públicas se realicen conforme a la normatividad y que los programas sociales atiendan efectivamente a la población objetivo y no se utilicen con fines clientelares o electorales; promover mecanismos de monitoreo y registro del daño medioambiental; analizar los alcances de los programas de combate en contra del crimen organizado; dar seguimiento a la adecuada fiscalización y transparencia del uso de los recursos gubernamentales, entre muchas otras.
Uno de los terrenos en que el rechazo gubernamental a organizaciones sociales ha sido particularmente grave es el del movimiento feminista que ha ganado globalmente un gran impulso en los últimos años; México no ha sido la excepción. Las movilizaciones de las mujeres a favor de una vida digna y, sobre todo, sin violencia, han ganado atención y legitimidad ciudadana; sin embargo, el gobierno de AMLO ha ignorado sus demandas, en buena medida porque las considera de corte neoliberal y porque han estado respaldadas por liderazgos sociales críticos a su gobierno.
La bandera del feminismo va más allá de una protesta en contra del gobierno, porque se trata de una demanda en contra del Estado patriarcal, reproductor de las brechas de género y ajeno a las causas y los reclamos feministas. Es una movilización que toca los cimientos mismos de nuestra estructura de poder y no puede ser atendida solamente con la ampliación de espacios de representación para las mujeres ni, como ha presumido el gobierno actual, con el nombramiento de mujeres en distintos cargos públicos.
Las dimensiones de la regresión autoritaria que vive nuestro país han estado arropadas por una comunicación política personalizada en la figura presidencial que, a través de las conferencias matutinas, fija la agenda pública, es decir, pone en el centro los temas que devienen socialmente relevantes y que recogen los medios de comunicación y las redes sociales, haciendo que otros asuntos públicos pierdan peso en el debate. También es un ejercicio propagandístico que ofrece la imagen de un primer mandatario cercano a la gente y atento a los diversos problemas, aunque cada vez se controle más a quienes participan en las “mañaneras”. Sin embargo, AMLO ha utilizado sistemáticamente estas conferencias para desprestigiar no sólo a instituciones que tienen el cometido de ser contrapesos del poder, sino para atacar abiertamente a integrantes del periodismo independiente, de organizaciones de la sociedad civil o de la academia que tienen presencia pública y una posición crítica frente al gobierno.
A pesar de que el presidente presenta las conferencias matutinas como acciones de transparencia y de interlocución con los ciudadanos, existen análisis que han verificado los datos que ahí se difunden, los cuales han demostrado que en 15.4% son falsos, engañosos o cuando menos ambiguos23 (SPIN, 2022), al ser contrastados con las fuentes abiertas de información. A pesar de que en la página web de la oficina de Presidencia se registran las grabaciones de todas las conferencias matutinas, en opinión del gobierno, ello no quiere decir que tenga la obligación de poseer el soporte documental respectivo (Causa en Común, 2021). Esto contradice24 la regla básica de transparencia que señala que la información que generan las instituciones públicas en ejercicio de sus facultades debe contar con un respaldo documental, porque dicha información no es de quien la elabora en una oficina gubernamental, sino de la población en general (LGTAIP, 2015).
El uso de las “mañaneras” para atacar y desprestigiar a periodistas, comentaristas, analistas políticos o académicos que difieren de las posiciones del gobierno se ha convertido en una práctica que viola los derechos y las libertades constitucionales de los agredidos, con lo que gana terreno la impunidad. Con el argumento de que el presidente tiene derecho a manifestar su opinión como cualquier persona, como si pudiera despojarse de su investidura, ofende abiertamente a sus críticos. Aunque algunos de los agredidos han ganado amparos judiciales por el atropello a sus derechos, las sentencias no se cumplen porque, aun retirando de Internet los discursos ofensivos emitidos, la práctica no se frena y la persecución a las voces críticas continúa25 (La Jornada, 2022; El Economista, 2019). Este ejemplo de vulneración arbitraria de reglas y resoluciones por parte del presidente López Obrador se ha ido normalizando al punto que el Senado de la República ha incumplido sistemáticamente con resoluciones de jueces que le han ordenado hacer los nombramientos pendientes, sin consecuencia alguna26 (Animal Político, 2023).
Este discurso denostador ha ahondado la polarización política, en beneficio de quien monopoliza la comunicación, pero lo más grave quizás es que ha perdido relevancia el Estado de derecho, porque el hecho de que el presidente pase por encima de los derechos humanos de las personas y ya no resulte alarmante, ni indignante, muestra el deterioro que ha tenido nuestra vida pública. Hay que agregar que esta política de comunicación se replica en los medios públicos de comunicación, que se han convertido, sin pudor alguno, en declarados propagandistas del gobierno, incumpliendo no sólo con su función social de informar sin sesgos, sino alimentando el ambiente de desinformación que nubla nuestra conversación pública.
Consideraciones finales
A comienzos de 2023, Adam Przeworski dictó una conferencia en el INE sobre el declive y la erosión de la democracia que están experimentando distintos países. Aunque, en su opinión, el fenómeno no corre en la misma dirección ni a la misma velocidad, pues en algunos casos empieza con el ataque a tribunales (Polonia), mientras en otros el blanco predilecto son los medios de comunicación (Hungría) y en otros la burocracia política (Estados Unidos), todos ocurren en medio de procesos electorales competidos y libres, cuya legitimidad de origen aprovechan quienes gobiernan para incrementar su poder en detrimento de los esquemas de pesos y contrapesos y de la pluralidad. Przeworski sostuvo que lo más peligroso es que el gobierno controle a la Corte, por su función de control constitucional, pero reconoció que la mayoría de la población es indiferente ante la democracia, porque está dispuesta a apoyar al gobierno si éste impulsa sus políticas favoritas, aun cuando viole o amenace a la democracia, pues “sólo un 6% se asume como demócrata incondicional”.
Aunque la erosión de nuestro régimen democrático no comenzó en la administración de López Obrador, durante su gobierno el deterioro se ha agudizado por el afán presidencial de concentrar el poder en sus manos, para hacer lo que le interesa sin freno alguno. Así, AMLO pasa por encima de la Constitución y las normas; impulsa distintas vías legales e ilegales para desmantelar las instituciones que tienen el cometido de contener el poder; persigue desde la más alta magistratura y utilizando recursos públicos a quienes, desde la sociedad civil, el periodismo o la academia no se alinean a sus planteamientos. Su amplia legitimidad de origen y su enorme capacidad de comunicación política le han permitido mantener polarizada a la población entre “el pueblo bueno” que lo apoya y aquellos que no comulgan con su manera de gobernar, y que son acusados de respaldar a las oligarquías y de ser conservadores y corruptos. El discurso polarizador del presidente ha atrapado a la oposición, que ha caído en el juego de desplegar una narrativa básicamente reactiva, con poca sustancia, lo cual ha contribuido a generar un clima de desconfianza en torno a entidades tanto públicas como sociales, que son claves para el funcionamiento de la democracia.
A pocos meses de que concluya la gestión de AMLO, resulta pertinente preguntarse si existen suficientes reservas institucionales y organizativas para frenar la regresión de nuestra democracia, en el entendido de que defenderla vale la pena porque sigue siendo el único régimen que permite la convivencia plural y la conducción pacífica del conflicto.
Las instituciones que durante los últimos lustros del siglo XX y los primeros del XXI se crearon y fortalecieron, gracias a una fuerte exigencia social de limitar el poder presidencial, han estado en la mira del gobierno de López Obrador. Echando mano de distintas acciones para debilitarlas -reformas constitucionales y legales para reducir sus facultades; reducciones presupuestales para mermar sus funciones; manipulación de los nombramientos de sus titulares para controlarlas o inhibirlas y una campaña mediática, dirigida desde las “mañaneras”, para atacarlas-, en muy poco tiempo se les ha desprestigiado, dañando la confianza ciudadana en su labor. Ha sido una tarea de amedrentamiento constante que no debe minimizarse por el hecho de que AMLO carezca de las mayorías calificadas en el Congreso para llevar a cabo las reformas constitucionales para desaparecer las instituciones que le resultan incómodas.
El propósito de la estrategia lopezobradorista para minar a los organismos públicos (SCJN, INE, TEPJF, INAI) y privados (medios de comunicación, organizaciones de la sociedad civil, academia) que no concuerdan con su posición ha sido anular o inhibir los contrapesos para concentrar el poder y poder desarrollar los proyectos y programas de su preferencia, sin reservas, pero también para dejar claro el mensaje a su sucesora en caso de que gane la Presidencia. Hasta la fecha, la Corte ha logrado frenar los excesos del poder presidencial y seguir cumpliendo su función de hacer valer la Constitución. En medio del ruido polarizador, de los acosos a periodistas críticos desde el poder y de la indiferencia ciudadana frente a la democracia, existen espacios para la expresión libre, al menos en algunos medios de comunicación privados y en núcleos de la sociedad civil organizada.
La reconstrucción institucional de nuestra frágil democracia requiere una reflexión amplia y bien articulada sobre cómo fortalecer institucionalmente nuestro maltrecho Estado democrático de derecho y cómo recomponer la relación entre las élites y la sociedad, para que ésta no quede marginada de las decisiones políticas. Lo que parece indiscutible es que no se puede pensar en dicha reconstrucción con los elevados niveles de pobreza y desigualdad, ni con la extensión creciente de la violencia y la inseguridad que hoy padece nuestro país.