La historia de la literatura está plagada de falsas expectativas. Las tuvimos cuando esperábamos la gran novela de la generación de Fuguet y demás habitantes del país de McOndo, también con la generación del crack. Cuando se anunciaba la novela 2666, como la gran novela de Roberto Bolaño, pasó lo mismo. Todos fueron fuegos fatuos editoriales. Para el jubileo nacional del 2010 sucedió algo similar, esperábamos que apareciera la gran novela histórica, o una pieza teatral que marcara el inicio de una nueva dramaturgia, pero no la hubo. El que se hayan escogido obras cuyas temáticas estuvieran al margen de los temas del festejo no significó gran cosa. Hubo continuidad de la medianía editorial del año anterior e incluso del posterior. En el caso del libro que comentamos, los temas de la violencia generada por el narcotráfico, es decir, la narcopolítica y la guerra contra el narco acapararon la atención de críticos y novelistas. En este volumen fueron convocados Juan Carlos Ramírez Pimienta, quien escribió sobre Crímenes en el crepúsculo, de Francisco Prieto; Gabriel Osuna analizó Las mujeres del alba, de Carlos Montemayor; Diana Sofía Sánchez Hernández hizo un acercamiento al código de la novela negra en La prueba del ácido, de Élmer Mendoza. Por su parte, Nora Guzmán, desde la perspectiva de la ecocrítica, estudió La mujer que buceó dentro del corazón del mundo, de Sabina Berman. Se publicó, de manera póstuma, el trabajo de Jesús Eduardo García sobre la novela de Enrique Serna, La sangre erguida. José Eduardo Serrato escribió sobre Hotel D.F., de Guillermo Fadanelli; Raquel Mosqueda sobre Tijuana: crimen y olvido; Ivonne Sánchez Becerril sobre Fiesta en la madriguera, Miguel G. Rodríguez Lozano sobre Tras las huellas de mi olvido, Pilar Morales sobre Perra brava y Cinthia Gutiérrez Ruiz elaboró la bibliografía de novelas mexicanas del 2010.
Mucho me temo que obras como Crímenes en el crepúsculo, de Francisco Prieto, Hotel D.F., de Guillermo Fadanelli; La sangre erguida, de Enrique Serna; La mujer que buceó dentro del corazón del mundo, de Sabina Berman; Tras las huellas de mi olvido, de Bibiana Camacho; o Las mujeres del alba de Carlos Montemayor quedarán en el olvido a pesar de los esfuerzos de los ensayistas por descubrir sus méritos, pues no son las mejores obras de sus autores. Sin embargo, aunque pocas sean las novelas que se salvan de las llamas de la hoguera crítica, tal vez las que sobrevivan pasarán a la historia de la literatura mexicana como obras de culto. Así sucedió con Fiesta en la madriguera, de Juan Pablo Villalobos; Tijuana: crimen y olvido, de Luis Humberto Crosthwaite; La prueba del ácido de Élmer Mendoza y Perra Brava, de Orfa Alarcón.
Quiero hacer especial énfasis en los ensayos que me parecen más interesantes por las obras que analizan y por sus enfoques teóricos. El primero es el de Diana Sofía Sánchez Hernández que trata sobre la novela La prueba del ácido de Élmer Mendoza. Sofía Sánchez comenta la fusión de la narconovela con la novela negra, asunto del que ha sido pionero el autor de Un asesino solitario. Si bien no lo podemos encasillar como autor de narconovelas, Mendoza ha destacado en la temática del thriller o novela negra; incluso su personaje protagónico, el antihéroe del norte, Édgar “El Zurdo” Mendieta se ha vuelto tan popular como el detective Héctor Belascoaran Shayne, de Taibo II. Sofía Sánchez toca un tema que se deriva del mercado editorial de estos géneros: ¿estas novelas tienen calidad literaria? ¿o se basan en modas y en el mero espectáculo de la violencia? Sabemos que mientras más violencia explícita contenga una novela más lectores tendrá. Ahora bien, podemos encontrar obras con grandes méritos literarios que son consideradas como narconovelas; por ejemplo, Los trabajos del reino, de Yuri Herrera que basa su efecto narrativo en la incorporación del mundo medieval al ambiente cortesano de los cárteles y convertir al narcocorridista en juglar de dicha corte. Es necesario considerar también el trabajo de Juan Pablo Villalobos en Fiesta en la madriguera que explora la mentalidad de los niños del narco con un lenguaje que ya en sí es una afortunada innovación literaria. Así que en cuanto a narconovelas, no podemos decir que sea un género de obras limitadas, lo que tenemos en muchos casos son malos escritores que publican sin el menor pudor. Bernardo Fernández es un ejemplo de un escritor que no le preocupa mejorar la estética de sus novelas; recordemos la crítica minuciosa que hizo Geney Beltrán de Hielo negro, hace ya varios años. Regresando a Élmer Mendoza, encontramos que La prueba del ácido es la prueba de que la novela policiaca con tema del narcotráfico puede funcionar como novela “culta” y satisfacer las exigencias de los consumidores de la ciudad letrada. Sofía Sánchez estudia la voz narrativa del El Zurdo Mendieta y la representación de la sociedad en crisis en La prueba del ácido. Sobre el primer tema, se notan los andamios de la “talacha” escolar como de trabajo de fin de semestre, que es uno de los vicios que los jóvenes académicos deberían preocuparse en corregir. Sin embargo, podemos concluir que uno de los aportes encomiables de la novelística de Mendoza es el de la parodia. Lo notamos en la onomástica de sus creaciones: Gandi Olmedo, Leo MacGiver, Peter Connoly, Miguel de Cervantes, quien es cliente del congal “Alexa” y el nombre artístico de una de las víctimas de los malandros de papel: Mayra Cabral de Melo. Humor, parodia e ironía le dan a La prueba del ácido el toque particular. Desafortunadamente, lo más sustancioso del análisis queda sólo en promesa pues la autora aplaza: “el estudio de la influencia de la cultura popular, como el Libro vaquero, el bolero y Corín Tellado, en la configuración de las estrategias narrativas utilizadas por Élmer Mendoza” (72).
Juan Pablo Villalobos es un novelista que ha adquirido prestigio en los últimos tiempos; siete años tardó su novela inicial Fiesta en la madriguera para que se volviera prácticamente de culto en los medios editoriales, incluso ha sido traducida a varios idiomas. Ivonne Sánchez Becerril escribe sobre esta obra interesada en comentar la “representación del mundo del hijo de un capo”, pues el punto de vista de la novela es la violencia vista a través de la imaginación de un niño que crece en el ambiente del narcotráfico. Como bien señala y analiza Sánchez Becerril, los nombres de los personajes son un enigma que el lector tiene que resolver. Notamos también que Villalobos quiso ser irónico en la cuestión del nacionalismo de los nombres, en una época en que el grueso de la población ágrafa nombra a sus vástagos Kevin, Irving, Justin o Bryan; en lugar de nombres extranjeros, el novelista elige el exotismo de la lengua náhuatl para sus personajes como Yolcaut, Tochtli, Mazatzin. Ivonne Sánchez analiza la simbología cultural de los nombres de los habitantes de la “madriguera”:
Cada apelativo enfatiza los rasgos y el rol de cada personaje, de tal forma que ofrece una visión bestializada de los hombres implicados en el tráfico de drogas, o bien nos propone una problematización de la visión de este mundo a partir de una novela en clave de fábula, a partir de la antropomorfización de aquellos que son vistos frecuentemente en sus representaciones como animales (154).
Sánchez Becerril hace un breve apartado para aclarar su punto de vista sobre el fenómeno de la narcoliteratura, mismo que transcribo porque pone en claro que pesa sobre el género un prejuicio de estatus cultural que nos impide ser objetivos en el enfoque y propuestas de esta narrativa:
Más que anclar el rechazo a la literatura que tematiza el mundo del tráfico de drogas a las estrategias comerciales de las editoriales transnacionales o a su éxito de ventas, es preciso dilucidar los efectos que este auge genera. Diana Palaversich evidencia, por ejemplo, que las editoriales publicaron y difundieron fuera del norte del país un tipo de literatura regional convirtiéndola en una modalidad literaria “desterritorializada”; es quizá esta “desterritorialización” lo que está en el origen de su valor mercadotécnico, su proliferación, su normalización y la exotización de “nuestra barbarie” [según Enrique Serna]. Si bien, como afirma Ramón G. Olvera, “El mercado terminó condicionando, no sólo como una relación contractual, la construcción discursiva de lo literario y, como es lógico, los contenidos” […], es necesario, como señala Palaversich, sobrepasar las “mojigatas fantasías” de la crítica que pretende la existencia de una estética fuera del consumo (150).
Becerril plantea que en la narconovela además de que existe una relación problemática entre técnicas narrativas y la representación de la violencia hay otras de su género, como Fiesta en la madriguera, que se internan en complejas cuestiones del lenguaje del absurdo, lo que enriquece la estética del policial.
Por su parte, Raquel Mosqueda analiza el sentido del recuerdo y el olvido en la novela de Luis Humberto Crosthwaite, Tijuana crimen y olvido. Es una novela sobre la desaparición forzada de personas cuyo paradero es un misterio en la frontera norte. Este asunto, que inició en la frontera, se ha extendido a todo el país y se ha convertido en un crimen frecuente tanto de los cárteles como de la policía y el ejército. Ante la incertidumbre de amigos y familiares, no queda más que guardar en la memoria el recuerdo de las víctimas. Olvidarlos es una manera de rendirse ante la violencia de los tiempos que corren. Recordarlos es una forma de resistencia civil, nos advierte Crosthwaite.
Si hay una tendencia que subrayar en esta primera década del siglo XXI es que la violencia convertida en espectáculo deja buenas regalías, por lo menos para las casas editoriales y los productores de teleseries. Nunca como antes, la novela policiaca había tenido tanta aceptación entre universitarios. Habrá que reconocer que la calidad es irregular, pero que hay obras muy buenas que merecen ser estudiadas a pesar de ser publicadas como productos efímeros de la cultura popular. Somos testigos del nacimiento de un género literario producto de la fusión de las fórmulas de las novelas policiacas y de los episodios de la narcocultura. John G. Cawelti señala en Mystery, Violence, and Popular Culture que el género negro, en general, funciona a partir de una “fórmula” que podemos definir como un sistema de convenciones que estructuran los productos culturales. Por ejemplo, el western y las historias de espías tienen un repertorio de personajes, tramas y escenarios ideados para llenar un espacio lúdico que demanda el consumidor. La función social de la literatura popular, como es el caso de muchas novelas que tocan el tema del narcotráfico, es similar al de las novelas de folletín del siglo XIX. En el caso de las novelas mexicanas populares la parodia, la ironía y el humor de la narconovela cumplen con la “fórmula” narrativa de inventar un país en donde hay un cuerpo de policías que resuelve los crímenes cometidos por los cárteles de la droga, por lo menos en el caso del Zurdo Mendieta y de la detective Mijangos, de la saga de Bernardo Fernández. El éxito de Yuri Herrera, Juan Pablo Villalobos y Élmer Mendoza nos demuestra que el exotismo de la novela mexicana está más vigente que nunca en los mercados culturales.