Hernandia. Triumphos de la fe y gloria de las armas españolas. Poema heroyco. Conquista de México, cabeza del Imperio Septentrional de la Nueva-España. Proezas de Hernán-Cortés, cathólicos blasones militares, y grandezas del Nuevo Mundo es el título de una casi olvidada épica cortesiana publicada en Madrid en 1755 y firmada por el no mejor conocido poeta Francisco Ruiz de León (1683-ca. 1773), “hijo de la Nueva España” —según reza la portada del mismo poema—, concretamente, hijo de Puebla de los Ángeles ((Cruz 1958: s/p), aunque su autoría se ha cuestionado recientemente al mencionar la pluma de un igualmente oscuro poeta español del XVIII: el jesuita Juan de Buedo y Girón (Alatorre 2007: 597). La Hernandia —así, con el acento tónico en la segunda sílaba sin formar hiato en las vocales finales—1 narra los sucesos de la Conquista basándose en la Historia de la conquista de México (1684), de Antonio de Solís; se divide, a imitación de la Eneida, en 12 cantos de más de cien octavas reales cada uno, sumando en total 1,477 octavas que cuentan a su vez 11,816 endecasílabos; su estilo suele calificarse de barroco, imitando, entre otros, al afamado Luis de Góngora; y, en buena parte gracias a su estilo, en la historia y crítica de la literatura española ha tenido una suerte poco afortunada.
José Joaquín Benegasi y Luján (1707-1770) bien auguraba la suerte de una barroca épica cortesiana de pluma indiana a mediados del Siglo de las Luces cuando en un soneto “En aplauso de esta obra” escribía: “¡Oh ingenio ameno, célebre y profundo! / ¿En siglo tan fatal con versos vives? / Pero en el otro mundo los escribes, / que para versos ya no está este mundo” (Ruiz de León 1755: xv).2 En efecto, además de lo que Benegasi y Luján3 y otros autores escribieron en los preliminares de la princeps, la Hernandia sólo mereció una recepción crítica más de parte de un contemporáneo: José Mariano Beristáin y Souza (1756-1817), quien en su socorrida Biblioteca hispanoamericana septentrional la despachaba así:
Estoy lejos de igualar este poema épico a los que a imitación de La Ilíada de Homero y de la Eneida de Virgilio, han compuesto los mejores poetas de las más cultas naciones europeas. Y si en la Jerusalén del Tasso, en el Paraíso de Milton, en las Luisíadas de Camões, en la Araucana de Ercilla, y en la Henriada del libertino, pero buen poeta Voltaire, se han hallado grandes defectos, ¿cómo podría gloriarse la Hernandia de un poeta americano de haber llenado todas las leyes de la epopeya y todo el gusto de los literatos? El que reinaba entre nosotros por el año 50, del siglo XVIII, no era ciertamente el mejor; y a esto y no al ingenio y erudición del autor deben atribuirse los pecados que haya cometido contra el arte, su estilo y pensamiento metafísicos (: Beristáin y Souza 1883: 75-76).
En líneas generales, este juicio de Beristáin y Souza será el que predomine en la opinión decimonónica y aun del siglo XX sobre la Hernandia. Si bien autores como Marcelino Menéndez Pelayo, Joaquín García Icazbalceta y Francisco Pimentel se acercarán al texto con intenciones de estudiarlo por sí mismo, acabarán concluyendo juicios poco favorables, remarcando siempre, bajo el antibarroquismo común en el XIX, su prosaísmo gongorino, de tal modo que para ellos la Hernandia “ciertamente vale poco” (Menéndez Pelayo 1948: 80), pues adolece de un “estilo embrollado y gongorino” (García Icazbalceta 1896: 302) y no pasa de ser un “ensayo defectuoso de un poema épico” (Pimentel 1885: 274). Ya avanzado el siglo XX, autores como Clementina Díaz y de Ovando, Aída Cometta Mazoni, Maurizio Fabbri y Margarita Peña representan un primer momento de un verdadero y renovado esfuerzo por estudiar con una visión más contemporánea este poema. Sin embargo, tales esfuerzos son por lo general breves y cuando amplían su extensión, como en el caso de Margarita Peña, se ve en la Hernandia “la fachada ornamentada ultrabarroca y postbarroca de un edificio cuyos interiores se desmoronan a ojos vistas” (Peña 1992: 124), ya que es “el canto del cisne en octavas reales del régimen colonial” (121) que aparece “a escasos cincuenta y cinco años antes de que México dejara su condición de país conquistado para volverse independiente” (121), al que, además, Peña reprocha su anacrónico “sentimiento monárquico adulador e hiperbólico, en un momento en el que el fervor nacionalista se encontraba en las plumas de los jesuitas expulsos” (Peña 2006: 275), juicios por demás inapropiados y anacrónicos ellos mismos al considerar el virreinato novohispano como ya el México independiente que todavía tardará más de medio siglo en nacer después de publicada la Hernandia. En el presente siglo, pocos pero sustanciales estudios —entre los que destacan los de Minerva Alganza Roldán y Martha Lilia Tenorio— comienzan a perfilar una nueva directriz para estudiar esta épica dieciochesca, particularmente en lo que atañe a su estilo, que tanto se ha acusado de gongorino.
Es siguiendo tal directriz que el presente artículo pretende analizar tres rasgos del estilo de la Hernandia que, consideramos, no han sido suficientemente estudiados o advertidos y albergan la posibilidad de apuntar hacia un carácter, si no novohispano (o mexicano), sí claramente americano que podrían arrojar alguna luz a la cuestión de la autoría. Dichos tres aspectos sucintamente los llamaremos gongorismo, poliglotismo e imitación de poetas novohispanos. Con “gongorismo” nos referimos a la lección gongorina de las pequeñas cosas, la cual resulta —explica Martha Lilia Tenorio— de la contemplación de las sutilezas de la naturaleza que en la poesía de Góngora supone una “inextricable mezcla de realidad e idealidad, de amor a lo humilde, expresado en conceptos complejos, lo que constituye una intencionalidad a la vez ética y estética única en su tiempo” (Tenorio 2011: 147). El gongorismo así entendido es estudiado por Tenorio en la Hernandia, pero el asunto no está agotado, especialmente si se repara en la imitación gongorina no sólo en los pasajes de descripciones bucólicas, sino bélicas, más pertinentes en una epopeya. Con “poliglotismo” nos referimos laxamente a dos fenómenos constantes en el uso del lenguaje en la Hernandia: la acuñación y uso de neologismos a partir no sólo del latín y del griego, sino también del francés y del náhuatl; y la tendencia a explicar la etimología de algunos sustantivos propios y comunes tomados de esta última lengua. Por último, con “imitación de poetas novohispanos” aludimos a la imitación compuesta o imitatio auctoris que, junto a la de Góngora, Virgilio y otros poetas clásicos, el autor de la Hernandia parece realizar de poetas novohispanos como Arias de Villalobos, Bernardo de Balbuena o Matías de Bocanegra. La emulación poética es más patente y extensa para el caso de sor Juana Inés de la Cruz, quien, además, merecerá seis octavas de un excurso en su alabanza (Ruiz de León 2019: VI, 42-47).
La recepción crítica del estilo de la Hernandia
A pesar de Benegasi y Luján y los demás textos preliminares de la edición princeps, es Beristáin y Souza, con la cita referida, quien inicia la más duradera y —por así decirlo— honesta crítica sobre la Hernandia, y la primera también que alude al “estilo y pensamiento metafísicos” del autor (Beristáin y Souza 1883: 76); no obstante, estos defectos no los atribuye directamente a Ruiz de León, sino al “gusto de los literatos” (76) que imperaba en la década de los cincuenta del siglo XVIII. Hacia el final del texto, Beristaín matiza su crítica diciendo que “ni creo que sea tan malo el poema de Ruiz de León” (77), pues menciona que en su tiempo mereció algunos elogios y serviría luego de inspiración para Las naves de Cortés destruidas (1785) de Nicolás Fernández de Moratín. Tal indulgencia no aparecerá en los críticos posteriores.
Marcelino Menéndez Pelayo, Joaquín García Icazbalceta y Francisco Pimentel encabezan la crítica decimonónica de la Hernandia que todavía influiría en el siglo XX. El primero opina que en esta epopeya “hay de vez en cuando sentencias, si no profundas, ingeniosas, y en todo el poema cierta lozanía de imaginación, que da derecho para contar a su autor entre los poetas malogrados” (Menéndez Pelayo 1948: 80), por lo que “ciertamente vale poco” (80), si bien la considera una épica superior a El peregrino indiano (1599) de Antonio de Saavedra Guzmán (80). Respecto al estilo, apunta que “hay número y valentía en la versificación” (80), pues las octavas reales están bien construidas dado que en ese tiempo “todavía el arte de hacerlas no se había olvidado” (80). Asimismo, Menéndez Pelayo comenta que Ruiz de León “se limita a poner en endecasílabos, de estilo afectado y pomposo, La Conquista de México, de Solís, resultando mucho menos poeta en versos que el historiador en prosa, sin que por otra parte se trasluzca que hubiera pisado siquiera la tierra que describe: tales son de arbitrarias y confusas sus descripciones” (80-81).
García Icazbalceta también había comparado la Hernandia con El peregrino indiano; para él, “al desmayado prosaísmo de Saavedra sustituye el estilo embrollado y gongorino que estaba entonces en su apogeo” (García Icazbalceta 1896: 302), por lo cual, a pesar de que hay partes ininteligibles que ni el mismo autor podría explicar, también advierte que “en medio de esa insufrible hojarasca, y á pesar de algunos versos duros ó mal medidos, muestra Ruiz de León verdaderas dotes de poeta. Su versificación es infinitamente superior á la de Saavedra: la estructura del poema mucho más sobria, como que sólo narra los acontecimientos principales” (302-303).
El bibliógrafo mexicano concluye su crítica haciendo eco de Beristáin: “Ruiz de León, en mejor época, habría sido un poeta notable: el mal gusto de su tiempo estragó sus buenas disposiciones” (303).
Por su parte, Pimentel hace una revisión más extensa del poema; se propone detenerse en cada canto y analizarlo, aunque este intento falla puesto que en más de una ocasión el análisis es sustituido por la síntesis del canto que el propio poema provee, a lo que Pimentel añade la recomendación de algún pasaje. Cuando realmente analiza el texto no es raro que cualquier “acierto” del poeta lo explique por el lenguaje “generalmente castizo, el estilo casi siempre elevado y la versificación comúnmente sonora” (Pimentel 1885: 251-252); los errores pueden concentrarse en un solo “defecto dominante”: el “gongorismo con algunas caídas prosaicas” (262); por gongorismo en este caso se entiende “un estilo campanudo, de figuras forzadas, de retruécanos y de conceptos metafísicos” (264). A pesar de las muchas observaciones particulares que Pimentel hace de la Hernandia,4 termina por calificarla al modo que haría Beristáin: “En una palabra, el poema La Hernandia no pasa de ser ensayo defectuoso de un poema épico, y aunque superior al Peregrino Indiano de Guzmán, es inferior al Nuevo Mundo de Terrazas” (274-275).5 Cabe señalar que el mayor acierto de esta crítica decimonónica es quizá también su mayor fallo, pues hay una intención tácita de estudiar un ciclo épico cortesiano conformado por las epopeyas de Terrazas, Saavedra Guzmán y Ruiz de León, obras que se identifican dentro de un mismo género, la épica culta española, pero sin ponderar las particularidades de la poesía de cada siglo, además de excluir obras del ciclo épico cortesiano tales como De Cortés valeroso y Mexicana (1582-1584) o su reelaboración, Mexicana (1594), de Gabriel Lobo Lasso de la Vega, entre otras.6
Los textos críticos que en el siglo XX tratan a la Hernandia en su mayoría son breves y reiteran las opiniones de la crítica del XIX;7 sólo retomaré los que aportan nuevas ideas sobre el estilo o la identidad americana del poema. El primero de ellos se debe a Aída Cometta Mazoni, quien, tras repasar la crítica de Menéndez Pelayo, ofrece una opinión totalmente opuesta a la del santanderino. Para ella “hay color local en la pintura del ambiente y del hombre mexicano. Se advierte que el autor copia la realidad misma que está viviendo” (Cometta Mazoni 1939: 109-110) y, en consecuencia, estima el canto V, que trata de las costumbres e historia del pueblo mexica, como el más interesante. A continuación destaca el retrato de ciertas características de los indios americanos y su cultura, como el reparo que hace el poeta en el color de la piel de las mujeres indígenas (VII, 42-48) y, sobre todo, su uso de “palabras mexicanas” y “nombres propios indígenas” (111), lo que para Cometta Mazoni otorga cierto tinte regional a la obra; además hace notar que “su léxico se halla notablemente modificado por la presencia de vocablos nuevos y es probable que conociera alguna lengua indígena, porque su influencia es muy notoria” (111). Su juicio la lleva a concluir que “la obra de Ruiz de León nos revela una nacionalidad naciente” (111); sin embargo, esta lectura de la Hernandia, quizá demasiado optimista, no parece haber tenido influencia posterior más que en un artículo de Clementina Díaz y de Ovando.
Al analizar el papel de Tlaxcala en la épica y el teatro virreinales, Díaz y de Ovando posa la vista sobre la Hernandia, específicamente en los discursos de Maxixcatzin y Xicoténcatl el Mozo (III, 17-38); dada la visión crítica y la valiente determinación de Xicoténcatl, que llega a alcanzar “grandeza de héroe griego” (Díaz y de Ovando 1951: 69), se retoma la opinión de que la Hernandia revela ya un incipiente sentimiento nacionalista:
No creo que en las Crónicas de la Conquista, ni en la Historia de México haya un discurso más vibrante, arenga más exaltada al tradicional valor de los tlaxcaltecas que estas octavas de Ruiz de León, que revelan una profunda comprensión de la postura valientísima [sic] de Xicoténcatl; y es que el indio que todos llevamos dentro desde siempre, aunque no se tenga sangre de él, ese indio que está presente en el fondo de nuestra conciencia, hace sentir al poeta criollo, como en carne propia, la terrible iracundia del noble tlaxcalteca y se proyecta en su obra como muestra de un mestizaje espiritual, ya claro en el XVIII (71).
Más avanzado el siglo XX, Margarita Peña ofrece una revisión no sólo más crítica sino más extensa de la Hernandia. Peña argumenta que la Hernandia es un poema oficial que, como la poesía de certamen, tiende a ser una “apoteosis del sentimiento monárquico en las postrimerías del régimen colonial” (Peña 1992: 124) que ostenta una fachada ultrabarroca cargada de mitología, astrología e historia. A pesar de esto, cree que hay momentos en la Hernandia que podrían llamarse controversiales, ya que, por un lado, el autor adopta una postura crítica de la codicia y la crueldad de los conquistadores, como cuando en el canto III hace tal denuncia en boca de Xicoténcatl; por otro lado, advierte que no es infrecuente el uso de la primera persona del plural a fin de hermanarse con las huestes de Cortés y de compartir una sola identidad hispánica. Llegada a este punto, Peña se pregunta “hasta dónde es sincera la adhesión de Ruiz de León a la causa del conquistador, hasta dónde es mera reverencia al sistema, uno de cuyos representantes, el duque de Alba, […] va a hacer posible la publicación de la obra” (126). La valoración de Peña en última instancia no es del todo favorable, pues cree que nos encontramos ante una crónica rimada de una gesta que originalmente se escribió en prosa, cuya “hispanofilia trasnochada” (127) contrasta con un nacionalismo incipiente que se manifiesta sobre todo en un “lirismo decantado” (129) que describe vehementemente el paisaje y las costumbres de la tierra americana. Mas a pesar de su carácter proclive a la Corona, la Hernandia “constituye el último gran poema barroco escrito en plena ilustración novohispana” (129).
El último de los textos del XX dedicados a la Hernandia, notable por su tratamiento crítico, se debe a Maurizio Fabbri, para quien la Hernandia “concluye la experiencia [épica] anterior y anuncia el resurgir de la épica que se producirá en España en la segunda mitad del siglo” (1981: 368). En primer lugar, Fabbri destaca positivamente varias características del estilo del poema, que juzga barroco pero aceptable, no exagerado en símbolos, extravagancias o cultismos, sino hábil en el uso del símil, la metáfora y la alegoría, “con bellas imágenes obtenidas preferentemente del mundo animal y vegetal, que confirma su habilidad de versificador” (370); así como sus influencias clásicas, italianas y españolas, a propósito de las cuales señala un par no mencionadas antes: Benito Jerónimo Feijoo y Calderón de la Barca (371-372). En segundo lugar, Fabbri identifica en la Hernandia varias de las características de la preceptiva épica luzaniana, pero lo significativo es que no encuentre dos: la proliferación de la máquina maravillosa cristiana y la predilección por la fábula basada mayormente en historia (373). Esto, así como la imitación de la Historia de Solís, representa un cambio evidente en la sensibilidad poética de la época. El vate se siente atraído por la prosa poética de Solís, afiligranada y cultista, y por su voluntad de exaltar la gloria y las virtudes heroicas y civiles que encarnan Cortés y la corona española (374). Fabbri, al igual que Cometta Mazoni, advierte que Ruiz de León se interesa por la realidad física y humana de América, manifiesta en la curiosidad filológica por aclarar los significados de tantas voces indígenas, no sólo topónimos, sino también sustantivos; además de la atención al paisaje americano, que se retrata generosa y extensamente (376). El poeta (y el historiador) de la Hernandia concibe a Cortés no sólo como un audaz aventurero, sino como el instrumento dócil y prudente de la historia que actúa por voluntad divina a fin de propagar la fe y el progreso, volviéndolo un modelo para una sociedad en decadencia que progresivamente pierde su hegemonía:
La exigencia de una figura consoladora, o mejor dicho carismática, que permitiera la exaltación de las glorias de la patria, de la fe, del valor militar y civil y que permitiera al mismo tiempo consolidar el mito, periclitante y desvaído, de una hipotética misión civilizadora confiada al pueblo español, lo demuestra el hecho de que después de la aparición de la Hernandia, numerosos poetas se inspiraron en Cortés, cantando sus hazañas en sonetos, odas, cantos y poemas épicos8 (Fabbri 376-377).
A fin de no dilatar estos antecedentes, de los estudios más recientes mencionaré únicamente los de Minerva Alganza Roldán y Martha Lilia Tenorio, si bien otros dos trabajos tocan puntos relativos al estilo y la identidad americana de la Hernandia, aunque desde perspectivas que no retomaremos en este artículo.9 Respecto a la primera, su texto se propone identificar las fuentes grecolatinas que nutren los versos de la Hernandia, mas su aporte es mayor, ya que realiza un estudio exhaustivo de la vida y obra de Francisco Ruiz de León y saca a la luz nuevos datos; aborda, aunque rápidamente, el problema de la autoría, y hace algunos juicios de valor positivos para el poema. En su conclusión, no obstante, concuerda con Peña, en cuanto a que la Hernandia es una postrimera fachada “ultrabarroca” del virreinato novohispano (Alganza Roldán 2011: 537). Sobre el influjo clásico, Alganza lo ve presente en dos niveles: 1) en el uso de la lengua, a través de un vocabulario culto y una dicción solemne, que va de acuerdo a lo que exige el decorum del tema y del género épico; 2) el uso de símiles, metáforas y comparaciones de lo americano con la tradición histórica y mitológica grecolatina, el cual se vuelve “paradigmático” y tiene mayor presencia en la obra (535). Pero advierte que hay que ser cuidadosos al identificar las fuentes concretas de esta influencia, pues su tratamiento es un “proceso creativo en el cual los modelos clásicos se acrisolan en una intrincada trama de referencias intertextuales” (537), sobre todo con autores áureos. Así pues, la Hernandia posee un “contexto a priori exótico y anacrónico de la Conquista de México” (535) que no obstante —o más bien justo por eso— le merece la inscripción dentro de las obras del Siglo de Oro (536).
Por su parte, Martha Lilia Tenorio estudia directamente la influencia de Góngora en la Hernandia. La autora considera que el léxico, la sintaxis y las imágenes del poema no “son producto de la lección gongorina, pero sí hay varios pasajes en que el autor ostenta con gala sus modos gongorinos (conceptos, fórmulas, algo de vocabulario, comparaciones). Hay que destacar que, curiosamente, son estos pasajes los más afortunados: resaltan como oasis en medio de su prosaísmo y llaneza 'rimados', por momentos aún más plúmbeos que los gongorinos arrebatos del siglo anterior” (Tenorio 2011: 141).
Asimismo, resalta la que considera la mayor virtud de la lección novohispana de Góngora: la contemplación de las sutilezas de la naturaleza, y si bien la Hernandia da cabida a estos pasajes, su larga extensión impide que tal virtud luzca.10
Tres rasgos estilísticos poco explorados
1. Gongorismo
Al contrario de Tenorio, consideramos que en la Hernandia los pasajes que describen los detalles de la naturaleza no se restringen a las “pequeñas cosas” (147) de la flora y la fauna, sino que se extienden a variados aspectos tanto naturales como culturales de la tierra americana: labores, vestidos, arquitectura, fisonomía, dioses e incluso la lengua. Así, el poeta no sólo se detiene a contemplar la cochinilla tlaxcalteca que produce tinta (III, 69)11 o la imponencia del monte Cuatlapanga (VI, 13-17), sino que reparará en los tejidos con pelo de conejo de los mexicas (V, 67-70), el calzado, el penacho y la ropa que ostenta Moctezuma (VII, 52), la arquitectura de Iztapalapa (VI, 69-70), el color moreno de las doncellas mexicas (VII, 42-46) o la fiereza peregrina de dioses como Huitzilopochtli (V, 23-25) o Tezcatlipoca (VI, 42-46); a toda esta atención por el detalle propia de la lección gongorina se suma la práctica de imitar compuestamente los versos del cordobés. Valga de ejemplo la aparición fantasmagórica y polifémica del dios Tezcatlipoca:
Ni de Tinacria promontorio altivo
ni de Quito, peruano Mongibelo
—gargantas por adonde Lete esquivo
con avenidas de humo empaña al cielo—,
compiten al membrudo jayán vivo,
monte animado, pues de cielo y suelo
no solo iguales las distancias toca,
todo lo ahúma el aliento de su boca (VI, 32)12.
La lección gongorina también alcanza a la lengua náhuatl, pero en construcciones de conceptos más complejos que pueden escapar a primera vista:
Asombros a la tierra estaba dando
la opulencia del alto Moctezuma,
pues fue lo menos para su decoro
domar cerros de plata, montes de oro (V, 64, 5-8).
Siguiendo la lección gongorina de plata como ‘agua’ (Góngora, Polifemo, XV, 120: “en carro de cristal campos de plata”), los “cerros de plata” de este verso serían cerros de agua. En lengua náhuatl, altépetl era el nombre que se les daba a los pueblos mesoamericanos y dicha voz significaba literalmente ‘cerro de agua’ (Gran Diccionario Náhuatl [en adelante GDN] 2012). Así pues, en esta octava lo que Moctezuma doma no son sólo las riquezas indianas (“montes de oro”), sino las ciudades y sus pueblos (“cerros de plata”). Considerando, como se verá más adelante, el conocimiento de la lengua náhuatl que demuestra tener el poeta de la Hernandia, no creemos que la formación de este sintagma sea una mera coincidencia, sino un concepto bien armado a partir del conocimiento del náhuatl y la lección gongorina. Es así que el gongorismo de la Hernandia abarca detalles tan particulares como el lenguaje de uno de los pueblos americanos.
Mas el magisterio de Góngora no para ahí. El género épico de la Hernandia permite no sólo incluir descripciones paisajísticas y de costumbres, sino bélicas, en las cuales debe, de hecho, destacar, como lo hace bellamente en esta octava:
Tendiendo su madeja, alta colina
peinarse deja de escuadrón dentado
que, al compás con que el parche lo examina,
más pulido le asienta su trenzado;
aquí los batidores la bocina
oyen del Tlaxcalteca, cuyo alado
ejército, vistoso y opulento,
con plumas rojas enmaraña al viento (III, 41).
Se desarrolla aquí una metáfora que bien podríamos calificar de lírica, aunque lo que describe es una acción marcial: el recorrido que practica el escuadrón tlaxcalteca, liderado por Xicoténcatl (“el Tlaxcalteca”), a través de una colina en dirección hacia el ejército enemigo, es equiparado por el poeta al trenzado de una cabellera, seguramente femenina. Nótese que el escuadrón es un “escuadrón dentado”, imagen quizá sugerida al poeta por la forma en que se disponen con breves espacios las cuchillas de obsidiana de un arma indiana: la macuahuitl ‘macana’ (GDN 2012; Salas 1950: 79), forma que además sugiere la del peine que se usaría para hacer el trenzado de la colina, con lo que se resalta la anfibología del verbo “peinar” del verso 2 como ‘desenredar y componer el cabello’ y como ‘rastrear minuciosamente un territorio en busca de alguien o de algo’ (Diccionario de la lengua española [en adelante DRAE] 2014). Esta descripción no sólo involucra un paisaje, sino que muestra el magisterio gongorino bien acoplado a la épica. Un ejemplo probablemente más claro es el siguiente:
Cierra el cuerno13 derecho Pictle, armado
de una concha14 a quien precio el oro aumenta;
cierra el suyo Capuli,15 que, empuñado,
un fresno vibra que a Hércules afrenta… (III, 47, 1-4).
En el segundo y cuarto versos se puede apreciar cómo el poeta, a pesar de lo vertiginoso del combate, se detiene en la descripción de las armas defensivas y ofensivas, respectivamente, de los guerreros indianos y cómo estas descripciones se dan con léxico propio de una descripción lírica (“concha”, “oro”, “fresno”), por no mencionar la hiperbólica referencia mitológica propia del estilo culterano.16 Lo mismo sucede con otras descripciones de armas, como los escaupiles indianos que usan los españoles (II, 30) o los emblemas, al estilo caballeresco, que los guerreros mexicas portan en un episodio ficticio donde se celebra con juegos la llegada de los europeos (VII, 73, 77, 78). Por su parte, la descripción en sí de los combates tampoco está exenta de la lección gongorina, combinándose a menudo con el símil homérico propio de la épica:
Cual a violento, negro torbellino
que a polvo y agua la montaña azota
embistiendo a truncar robusto pino
del gigante collado real garzota,
rareciéndolo obscuro remolino
lo eleva a soplos a región remota
sin dejar más señal que en lo sediento
mucho ruido, poco agua y todo viento;
no su fuga a los nuestros satisface
para el recelo que al descanso asoma.
Con más reclutas en la noche rehace
su fuerza y otra vez las armas toma;
en nuevo mar de plumas el sol nace,
cuarenta mil penachos este doma
en oro y joyas del Peruano afrenta
y con ellos al campo se presenta (III, 44-45).
Nótense las imágenes atentas al detalle, particularmente la del “robusto pino” que sobresale de la montaña y es llamado por el poeta una “garzota”, que utiliza en una acepción metafórica de ‘promontorio’ o ‘saliente’ basado en una imagen que había usado antes (I, 53) y que retoma del Polifemo, XXVII, 209-212: “Caluroso, al arroyo da las manos, / y con ellas las ondas a su frente, / entre dos mirtos que, de espuma canos, / dos verdes garzas son de la corriente”; por no mencionar la referencia a los indios peruanos, que comentaremos más adelante. La imitación de Góngora en un símil bélico es más evidente aquí:
No esfera de metal furiosa avienta
bombarda que en su vientre astucia loca
depositó cuando prendida intenta
volar de la montaña dura roca;
no volcán oprimido atroz revienta
monte que fue mordaza de su boca,
como México pudo en un momento
vomitar gentes hasta ahogar al viento (XII, 95).
Otros tópicos propios de la épica, como el de las horas mitológicas, no dejan de estar salpicados de gongorismo, combinado, además, con el despliegue de erudición clásica y astrológica que posee el poeta: “Gozaba el año su estación florida / o ya estival, según la considera / cronógrafo patricio a la medida / que en su eclíptica Febo reverbera” (XII, 108, 1-4). Asimismo, giros deudores de Góngora se esparcen libremente por toda la Hernandia (Tenorio 2011: 146): “Necedad será creer lo que no dura, / si fausto, honor, soberanía, grandeza / conviertes, a un impulso de tu azada, / en tierra, en lodo, en polvo, en humo, en nada” (X, 48). No entraremos en detalle en ellos por ahora, en parte porque ya han sido tratados por Alganza (2011: 523-526) y Tenorio (2011: 146-147). A pesar de no poder estudiar cada caso por la extensión que se requeriría,17 consideramos que la lección gongorina de describir los detalles está más presente en la Hernandia de lo que se suponía si atendemos a los ejemplos expuestos, sólo que la lección alcanza aun las descripciones bélicas y tópicos propios de la épica.
2. Poliglotismo
No sorprende que el léxico de la Hernandia abunde en cultismos y neologismos, pues desde la poética clásica se permitía acuñar nuevas voces, como hace Horacio en los versos 46-62 de su Epistula ad Pisones, si bien en época de Ruiz de León se prescribía que “hablando, en cuanto al uso de los términos nuevos o antiguos, no me parece que se pueda dar mejor regla de la que enseña Cicerón, que es evitar los extremos: como la elección del vino, ni tan nuevo que sea mosto, ni tan añejo que sea intolerable” (Luzán 2008: 378). Lo que sí llama la atención es que los neologismos no sólo se tomen del latín, del griego y, en consonancia con su época, del francés, sino también del náhuatl; a lo que se le añade la frecuencia con que se explican las etimologías de topónimos, antropónimos y sustantivos comunes nahuas. Veamos los casos de cada lengua.
En la mayoría de los casos, los cultismos de la Hernandia son de uso común en la literatura áurea y ya los recopila el Diccionario de Autoridades (cándido, viso, simulacro, impeler, mensurar, etc.) o siguen la lección gongorina de emplear las palabras en su acepción etimológica (aconsejarse como ‘cuidarse’ en I, 106, 6), por lo que sería ocioso referir todos aquí. Sólo mencionaremos los cultismos que parecen tomarse directamente del latín y/o del griego y las palabras que pueden tomarse como hápax en español:18parhelio ‘fenómeno solar’ (“Segundo soneto”, 3), importe ‘traslado’ (II, 26, 3), corhualas ‘flautistas’ (III, 71, 5), naulines ‘harpas fenicias’ (III, 71, 5), bimembres ‘de dobles miembros’ (IV, 14, 1), biyugo ‘biga’ (IV, 15, 4), asenso ‘aceptación’ (IV, 50, 8), histriada ‘actor’ (V, 13, 2), saba ‘mirra’ (V, 41, 7), pegma ‘andamio’ (VII, 17, 1), cursor ‘corredor’ (VII, 31, 3; 84, 6), berilo ‘piedra preciosa verde’ (VII, 44, 6), crisopacio ‘piedra preciosa amarilla’ (VII, 44, 7), lanista ‘entrenador de gladiadores’ (VII, 95, 2), mirmilonio ‘gladiador que pelea con casco y red’ (VII, 95, 3), melárquica ‘melancólica’ (IX, 94, 8), epulón ‘hombre que come mucho’ (XI, 11, 1). Ahondaremos ahora sólo en cuatro de los ejemplos. El par de corhualas y naulines aparece en el mismo verso cuando se mencionan los instrumentos musicales con los que Tlaxcala recibe a los españoles: “las sambucas, corhualas y naulines / con dulces ecos el ambiente hiriendo / hacen en harmoniosa concordancia / a la sinceridad más asonancia” (III, 71, 5-8). Lo que cabe destacar es que ambos términos son helenismos del latín (Lewis y Short 1962) y, al igual que otras de las voces, no se registran en diccionario español alguno de la época o moderno —hasta donde hemos podido investigar—, incluido el mismo CORDE, por lo que bien podrían ser dos hápax. Esto sugiere un conocimiento directo del latín y quizá del griego, lo cual no es raro, pues se sabe que Ruiz de León fue preceptor de latín en Puebla (Alganza 2011: 492) y, aunque no se conoce casi nada de Juan de Buedo y Girón, se sabe que fue jesuita (Alatorre 2007: 597). El siguiente par de ejemplos refuerza esta idea: bimembres y biyugo son palabras tomadas directamente de la Eneida. El primero aparece en la Hernandia cuando varias criaturas infernales huyen de Luzbel, irritado por la llegada del cristianismo a América: “Huyeron los bimembres al amago / para escaparse del rigor horrendo” (IV, 14, 1-2); “los bimembres” remite a Hileo y Folo, dos centauros hijos de las nubes de dobles miembros, los cuales fueron derrotados por Hércules, hecho que se recuerda así en Eneida, VIII, 294-295: “Tu nubigenas, invicte, bimembres, Hylaeumque Pholumque manu […] mactas”.19 También en la huida infernal aparece biyugo: “suspendiose el castigo en Salmoneo, / que en fuego gira su biyugo ardiente” (IV, 15, 3-4). Salmoneo fue un rey de Tesalia que se declaró Zeus y recorría las calles arrastrando calderos de bronce detrás de su carro tirado por caballos para simular el trueno de Zeus hasta que éste le lanzó un rayo (Graves 2001: 242-243); aparece en Eneida, X, 587: “Admonuit bijugos”20 y X, 595: “Arripuit bujugos”.21
Por su parte, en la Hernandia los neologismos tomados del francés son menos: arribo (I, 42, 5; II, prólogo), goleta (II, 18, 8), fusiles (I, 76, 2; II, 30, 2; X, 88, 4), metralla (III, 43, 3), comboya (VI, 88, 6), aproches (XI, 127, 1). Un caso especial, aunque difícil de comprobar, se halla en esta mitad de octava, donde el sujeto es Moctezuma: “con estraña constancia vuelve a hallarse / para el daño que el hado le menciona, / y en arbitrios más acres serio piensa / a la que hace de sí, del cielo ofensa” (IV, 94, 5-8). En el verso 7, por la separación de las palabras y el plural de “arbitrios”, no hay duda de que la lección correcta es “arbitrios más acres”, es decir, ‘pensamientos más vehementes, ásperos’. No obstante, dado el contexto del canto IV, que es una analépsis tras la emboscada —que derivó en matanza— de Cholula, la cual se descubre al final del canto III que fue ordenada por Moctezuma, así como por la presencia de los galicismos referidos, no puede ignorarse que el sintagma “más acres” podría generar una anfibología con “masacres”, si bien tal galicismo no se registra en español sino hasta el siglo XX (CORDE).22 Resulta igualmente temprano el uso de goleta, pues el registro de esta voz en su propia lengua es de 1752 (Corominas y Pascual 1984), siendo la Hernandia de 1755. Los galicismos en esta épica de sensibilidad más acorde a la del siglo anterior son apenas un atisbo de su época, mas podrían ser un rasgo del estilo de la épica española del XVIII, pues es de notar, además, la semántica bélica de la mayoría de ellos.
Más copioso y particular en la Hernandia es el uso del náhuatl. Por un lado, no es infrecuente que se explique la etimología de los muchos topónimos y antropónimos que nombran el mundo nahua: “Chicomóztotl (que a mejor idioma / traducido equivale a siete cuevas)” (V, 44, 1-2); “Ixtlixóchitl (el pimpollo / de los hilos que peina y en la muerte eriza)” (V, 48, 5-6), “Axayácatl (equivale o suena / al que anda en aguas o al que trae cubierto / el rostro siempre)” (V, 57, 1-3). Estas explicaciones se multiplican en el canto V, donde se relatan las costumbres e historia del pueblo mexica y se registran las etimologías de los siguientes nombres propios nahuas: Aztlán (V, 46, 1), Tenuch (V, 47, 1), Tlatecátzin (V, 48, 1), Techotlálan (V, 48, 3), Maxtla (V, 50, 1), Ixcóhuatl (V, 50, 5), Acamapich (V, 52, 1), Huitzilíhuitl (V, 53, 1-2), Moctezuma (V, 56, 2-4), Ahuítzol (V, 58, 1-4); en otros cantos aparecen etimologías adicionales: Cuatlapanga (VI, 16, 7-8, aunque implícitamente), Nepantla (VI, 45, 1-2), Otomcapulco (X, 145, 1-2), Tlatelolco (XII, prólogo) y Azcapotzalco (XII, 18, 2-4).23 Por otro lado, se usan sustantivos comunes nahuas con y sin explicación: “En sus mitotes (danzas apacibles)” (V, 98, 1), “Teotl24 llama al español, y aunque se engaña” (VI, 87, 5); usando también sustantivos comunes para nombrar a personajes indianos ficticios, como guerreros: “Occelotl y Tlalistic,25 del combate / padrinos, a la valla se presentan” (VII, 56, 1-2), o doncellas: “Por cuanto —¡qué dolor!—, Sitlatl26 esquiva, / estrella para mí la más ingrata” (VII, 60, 1-2). Además de éstos, otros sustantivos comunes nahuas usados en el poema son:27Capuli ‘cerezo’ (III, 47, 3), tlahuipochis ‘brujas’ (VI, 28, 2), tamene ‘indios de carga’ (VI, 63, 2), teponaztle ‘atabal’ (VI, 80, 4), Chiltecpi ‘chile pequeño rojo’ (VII, 11, 3), Cuauhtenehua ‘el nombrado águila’ (VII, 11, 5), cueitl ‘enagua’ (VII, 48, 1), Niahuaxóchitl ‘flor de un maizal’ (VII, 48, 2), cactle ‘zapato’ (VII, 52, 1), acates ‘cañas’ (VII, 52, 2), tlaquen ‘vestidura’ (VII, 52, 5), Acaltetepo ‘lagarto’ (VII, 73, 2), Cuauhtli ‘águila’ (VII, 75, 1), Olinteht ‘movimiento’ (VIII, 83, 2), Miscuac ‘serpiente de nube’ (X, 6, 2), Chimal ‘escudo’ (X, 9, 2), Mestli ‘luna’ (X, 23, 7), Chichime ‘perro’ (X, 65, 7), Huamúchitl ‘árbol corpulento, espinoso’ (X, 113, 1), Tecólotl ‘tecolote’ (X, 116, 1), Tzintámatl ‘nalga’ (X, 117, 3), Tzopílotl ‘zopilote’ (X, 118, 7), Tochstli ‘conejo’ (X, 121, 6), Cuauhtzápotl ‘variedad de zapote’ (XII, 31, 2) Tetl ‘piedra’ (XII, 42, 3), Telpochs ‘joven’ (XII, 50, 1) y Cletl ‘hielo’ (XII, 103, 2). A éstos pueden sumarse otros sustantivos de origen americano que se emplean con frecuencia, pues los más ya estaban integrados al español en el siglo XVIII: antara (II, 44, 1), cacique (I, 124, 2), cúes (X, prólogo), huracán (XI, 20, 1), magueyes (V, 97, 6) y piragua (II, 14, 4).
Un caso especial que consideramos demuestra el conocimiento avanzado que el poeta de la Hernandia tenía del náhuatl se halla en esta octava:
A vista suya, vuelve la apacible
armonía de torcidos caracoles,
festejando a su usanza la plausible
entrada de los fuertes españoles;
los efectos confirman de falible
la sospecha que dieron los huantzoles;
adormécense al fin en la bonanza
hasta ver dónde llega la confianza (III, 81).
El verso 6 contiene en posición de rima una palabra que no logramos rastrear en ningún diccionario ni fuente en general: “huantzoles”. No obstante, se encontró una expresión que podría explicar el vocablo: uel tzontetl ‘idiota, tonto, estúpido’ (Portugal Carbó 2015); el significado particular de tzontetl como ‘rebelde, obstinado’ (GDN) encaja con el contexto de la narración, pues en su camino a Cholula Cortés sospecha que
no venían los de aquel gobierno a visitarle, y comunicó su reparo a los embajadores mexicanos, extrañando mucho la desatención de los caciques a cuyo cargo estaba su alojamiento, pues no podían ignorar que le habían visitado con menos obligación todas las poblaciones del contorno. Procuraron ellos disculpar a los de Cholula, sin dejar de confesar su inadvertencia, y al parecer solicitaron la enmienda con algún aviso en diligencia, porque tardaron poco en venir de parte de la ciudad cuatro indios mal ataviados, gente de poca suposición para embajadores, según el uso de aquellas naciones: desacato que acriminaron los de Tlaxcala como nuevo indicio de su mala intención; y Hernán Cortés no los quiso admitir, antes mandó que se volviesen luego, diciendo en presencia de los mexicanos: “que sabían poco de urbanidad los caciques de Cholula, pues querían enmendar un descuido con una descortesía” (Solís 1997: 142).
Los “huantzoles” de III, 81, 6, por tanto, serían esos cuatro indios mal ataviados.28 No hemos hallado un vocablo similar ni en la Historia de Solís ni en la de Bernal u otras, tampoco en épicas cortesianas previas como El peregrino indiano, De Cortés valeroso y Mexicana o el Canto intitulado Mercurio, lo cual hace pensar que el poeta de la Hernandia tenía un conocimiento del náhuatl de primera mano.
3. Imitación de poetas novohispanos
La imitatio auctoris o imitación compuesta comprendía la necesidad de imitar con la poesía a los maestros y no sólo a la naturaleza, una idea de origen grecolatino rastreada hasta “la imagen aristofanesca de la abeja que, libando en múltiples flores, elabora su propia miel” (Lázaro Carreter 1979: 94), y que durante el Renacimiento sería discutida pero nunca desechada, llegando, por el contrario, a incluir la imitación no sólo de los autores clásicos, sino también, bajo la autoridad de Dante y Petrarca, de los modernos en lengua romance (97). Junto con Góngora y Virgilio, como se ha visto, el poeta de la Hernandia liba de otras flores como Garcilaso (I, 2, 8), Ercilla (I, 23, 1) y Camões (I, 7, 1); sin embargo, también parece hacerlo de algunos poetas novohispanos del siglo XVII. La idea es arriesgada, ya que, por una lado, la mayoría de los poetas que mencionaremos no tenían ni de lejos la misma celebridad de los clásicos españoles como para ser imitados, y, por otro lado, la imitación es escasa y bien puede no provenir de los poetas novohispanos sino de algún uso común de las imágenes y la retórica; empero, queremos señalarla. Caso aparte es el de la imitación de sor Juana, pues es frecuente y se sustenta en la admiración a la Décima Musa mencionada en el propio texto. Además de ella, tres son los poetas novohispanos que creemos pudieron enriquecer los versos de la Hernandia: Arias de Villalobos (1568-?), Bernardo de Balbuena (ca. 1562-1627) y Matías de Bocanegra (1612-1668).
En dos versos de la Hernandia: “Cortés cortés al régulo visita” (II, 13, 2) y “Cortés cortés delante de él hincado” (VII, 129, 8) hallamos un posible dejo del Canto intitulado Mercurio (1623) de Arias de Villalobos: “Mas al traje cortés de corte y gala, / cortesmente a Cortés llevó a su sala” (72, 7-8, citado de Méndez Plancarte 1995). Si bien simplemente podría ser una coincidencia retórica, es interesante la consonancia en el recurso barroco de ambos poetas. Además del tema y estilo compartidos con la Hernandia, en el poema de Villalbos “pululan aztequismos y alusiones que su autor anota” (Méndez Plancarte 1995: 16). Un estudio más detenido de ambas obras podría tal vez revelar otros puntos de contacto e influencias.
Al leer la Grandeza Mexicana (1604) de Bernardo de Balbuena y luego el canto V de la Hernandia, se puede advertir una afinidad en la vehemencia con que se describe la antigua ciudad de México, afinidad que empieza a notarse en la similitud entre los dos primeros versos de las estrofas argumentales de cada poema: “De la famosa México el asiento, / origen y grandeza de edificios” (Balbuena 1992, estr. argumental, vv. 1-2); “La situación de México admirable, / su grandeza, edificios, el sangriento” (Ruiz de León 2019, estr. argumental, 1-2). No hemos encontrado, sin embargo, más imitación compuesta de la obra de Balbuena en la Hernandia que ésta.29
Más posible puede ser la imitación de un pasaje de la Canción a la vista de un desengaño de Matías de Bocanegra:30
[…] cuando vio que volando,
los aires fatigando,
un Neblí se presenta,
—Pirata que de robos se sustenta,
emplumada saeta,
errante exhalación, veloz cometa—.
De garras bien armado,
el alfange del pico acicalado,
pone a su curso espuelas
desplegando del cuerpo las dos velas (vv. 191-200).
en esta octava:
Como suele veloz pirata errante,
calzando velas de ligera pluma,
escalar el cénit tras la volante
garza y bajarse con violencia suma,
tal en las ondas tanta naufragante
popa, con alas de salobre espuma,
mide, impelida sin timón ni entenas,
del cielo signos, de la mar arenas (I, 101).
Compartimos la opinión de Tenorio de que en esta octava el autor de la Hernandia “elabora una comparación origi nal: como el ave de rapiña vuela hacia lo más alto para luego descender velozmente sobre la garza, así las destrozadas naves (sinécdoque por Cortés y sus hombres) lanzan su mirada al cie lo, inquiriendo lo que les depara, y hacia la costa, anhelando tierra firme” (Tenorio 2011: 143); a lo anterior creemos necesario añadir la posible influencia del citado pasaje de Bocanegra, pues aunque el símil del ave rapaz puede rastrearse hasta el Orlando furioso II, 50, con su eco hispánico más inmediato en La Araucana X, 55, el uso de la voz “pirata” para referirse al ave rapaz, como lo hace el novohispano, no es usual. Asimismo, cuando el símil del ave rapaz vuelve a aparecer en XII, 131, otra palabra, “neblí”, vuelve a recordar el citado pasaje de Bocanegra:
No así se abate desde pardo cielo
neblí a la garza, que se juzga nieve,
y afilando las uñas en un vuelo
hace a la presa que la garra pruebe… (XII, 131, 1-4).
Tomando en cuenta la fama que gozó la Canción de Bocanegra en el XVIII novohispano a partir de las imitaciones del poema que iniciaron con la Canción famosa a un desengaño (1724) del guanajuatense Juan de Arriola (Colombí-Monguió 1982: 215), no extrañaría que un contemporáneo la imitara —asumiendo que la autoría de la Hernandia corresponde al poblano Ruiz de León.
La imitación de sor Juana es más clara y se puede decir sin equivocarse que el poeta de la Hernandia la admiraba, pues así lo demuestra en VI, 42-4731 cuando, al pasar las huestes españolas por Nepantla, se detiene extensamente a alabar el lugar que fue “del Fénix oloroso nido” (VI, 42, 8), la “patria de Juana Inés” (VI, 43, 8), a quien sus “dulces liras —¡qué suaves!— el concento / sonoro aplauden de esta heroína rara” (VI, 46, 5-6). Así, algunos versos de la Hernandia se perfilan deudores de la Décima Musa, especialmente de su Primero sueño (1692): dice sor Juana de “pulmón, que imán del viento es atractivo” (v. 213) frente a “cuya voz es imán dulce del viento” (I, 17, 2); “El mar, no ya alterado, / ni aun la instable mecía / cerúlea cuna donde el sol dormía” (vv. 86-88) frente a “la negra esfera por la espuma vaga, / y la que instable le meció en la cuna / es mar undoso, si antes fue laguna” (IV, 42, 6-8); “Y aquella del calor más competente / centrífica oficina” (vv. 234-235) frente a “Siempre fue el corazón propria oficina / de la verdad y del amor fue centro” (VIII, 72, 1-2); “Piramidal, funesta, de la tierra / nacida sombra, al cielo encaminaba” (vv. 1-2) frente a “Sombra piramidal su tez impía” (X, 89, 1). Pero el pasaje más claramente sorjuaniano son tres octavas del canto IV que narran primero la noche y después el sueño de Alcohua, un “de Tláloc papa absoluto” (IV, 36, 4) a quien, a fin de poner a los mexicanos en contra de los españoles, Luzbel se le aparecerá en sueños:
Hora era ya que, huyendo la alegría
al trastornarse de Faetón el coche,
seguían las luces por el rastro el día,
que iba pendiente del brillante broche,
y desprendiendo Proserpina fría
el capuz con que ateza obscura noche,
a los del firmamento ojos errantes
los hizo con el opio palpitantes.
De la pereza derramó beleño
y en lobreguez los orbes vio rendidos;
aun de sí la razón no quedó dueño,
¿qué hacer pudieron los demás sentidos?
Con laxitudes agradables sueño
dejó afanes y músculos perdidos;
¡admirable poder que él solo sabe
a punzantes cuidados echar llave!
Pagaba así por señas de lo humano
a Morfeo la pensión de su tributo,
dispensando desvelos, el anciano
Alcohua, de Tláloc papa absoluto;
entra mudo Luzbel y al sueño vano
miente ilusiones, que remeda astuto;
y en las especies de la estimativa
su apariencia despliega y perspectiva (IV, 34-36).
Lo que en última instancia demostraría la imitación de sor Juana es el verso 7 de la octava 36, donde se lee la voz “estimativa”, que aparece en el Primero sueño: “los simulacros que la estimativa / dio a la imaginativa” (vv. 258-259), en un uso particular de la jerónima; como anota Alatorre, “para ella, el primero de los sentidos interiores es la estimativa, una como central que recibe mensajes de todos los sentidos exteriores; es el sentido común, el no especializado […]” (Cruz 2012: 501). De igual forma, en el citado pasaje pueden rastrearse ciertas voces que, si bien son comunes en la poesía gongorina, su elección aquí no es casual por hallarse también en sor Juana: Ruiz de León dice “de la pereza derramó beleño” (IV, 35, 1) frente al sorjuaniano “cobarde embiste y vence perezoso” (v. 175) y “desde donde a los miembros derramaban / dulce entorpecimiento” (vv. 848-849); “pagaba así por señas de lo humano / a Morfeo la pensión de su tributo” (IV, 36, 1-2) frente a “el de su potestad pagando impuesto, / universal tributo” (vv. 109-110) a “Morfeo / [que] el sayal mide igual con el brocado” (vv. 190-191). El recuerdo del Primero sueño, juzgamos, es evidente y regresará todavía unas octavas adelante cuando Alcohua contemple la visión demoniaca de la Tenochtitlan destruida: “Pasmado Alcohua del horrible espanto, / muerto al sentido, vivo al sentimiento” (IV, 40, 1-2) frente a “muerto a la vida y a la muerte vivo” (v. 203). A pesar del cambio en el gusto literario y de que su obra tuviera su última edición en 1725, se ha demostrado que sor Juana pervivió en el canon hispánico en general y, particularmente, en el novohispano del XVIII (: 496). El pasaje del canto VI, 42-47, ya había sido advertido y usado como ejemplo de tal admiración y alabanza dieciochesca de la Décima Musa (497); los pasajes añadidos que imitan el Primero sueño muestran que esa admiración alcanzó incluso la imitación compuesta, reservada para los autores consagrados. Se ha dicho también que esta alabanza sorjuaniana en los poetas novohispanos dieciochescos responde a un sentimiento patriota (492); esto mismo explicaría la imitación, aunque tímida, que en la Hernandia se hace de los otros tres poetas novohispanos aquí vistos.
Hacia una identidad americana de la Hernandia
La crítica ha remarcado el interés con el que el poeta de la Hernandia describe las cosas del mundo americano e incluso, no habiendo conocido el cuestionamiento de la autoría de Ruiz de León, llegó a hablar de “una nacionalidad [mexicana] naciente” (Cometta Mazoni 1939: 111). El cuestionamiento de la autoría se sustenta en una noticia del Catálogo razonado de obras anónimas u seudónimas de autores de la Compañía de Jesús pertenecientes a la antigua Asistencia española (1906) de Eugenio de Uriarte, quien:
pese a “la constancia y seguridad absoluta con que los críticos y literatos, así españoles como extranjeros, convienen en atribuir este Poema a Ruiz de León”, acepta el testimonio del P. Ramón Diosdado Caballero (mss., núm. 462, Bibliothecae Scriptorum Societatis Jesu Supplementa, 1814-1816): que Buedo tomó el nombre de Ruiz de León para evitar la censura de sus superiores por su afición a las “musas prophanas” y que él “oyó siempre en España que Juan [de Buedo y Girón] fue el autor de este Poema”, rumor confirmado en una carta de enero de 1804 por Julián Buedo, sobrino de Juan y condiscípulo suyo (Alganza 2011: 501-502).
Se ha dicho, empero, que esta prueba documental no es suficiente para acreditar la autoría de Buedo y Girón y se ha señalado la necesidad de realizar un estudio filológico-comparativo para zanjar la cuestión (502) que el presente estudio no pretende. En cambio, sí creemos que los tres rasgos estilísticos aquí estudiados pueden contribuir a confirmar el carácter americano de la Hernandia, pues sugieren una conexión directa con las cosas del Nuevo Mundo: su historia, costumbres, lengua, literatura.
La lección gongorina de las pequeñas cosas se ha visto que abunda más de lo que se pensaba y se presenta no sólo al describir la naturaleza, sino también las costumbres de los pueblos americanos, particularmente de los nahuas, llegando incluso a aunar el gongorismo con la lengua náhuatl (V, 64, 5-8). Otras imágenes complejas y detallistas demuestran también conocimiento del mundo nahua (III, 41), pues de otra manera no se podría haber creado la imagen de peinar una colina con un “escuadrón dentado” a partir de la forma de una macuahuitl. Por otra parte, es de notarse la presencia de lo inca aunque sea en comparaciones con los naturales mesoamericanos, como ocurre en dos pasajes gongorinos revisados: “ni de Quito, peruano Mongibelo” (VI, 32, 2) y “cuarenta mil penachos este doma / en oro y joyas del Peruano afrenta” (III, 45, 6-7). Las comparaciones aluden a un contexto americano compartido y se antojan la expresión de un orgullo no sólo por lo americano sino, en palabras de la época, por lo americano septentrional o, en palabras actuales, lo novohispano.32 La lección gongorina de las pequeñas cosas conviene así a expresar un conocimiento y amor por lo natural y lo humano propio de América.33
Del poliglotismo aquí estudiado34 evidentemente es el náhuatl el que atestigua el carácter americano del léxico de la Hernandia. El autor del poema sabía náhuatl, y la mención de sus lugares de residencia apoyaría aún más la certeza sobre este saber, así como la autoría de Francisco Ruiz de León, pues se sabe que vivió tanto en las urbes de Puebla y México como en pueblos pequeños como Tehuacán de las Granadas y Popotla, donde llegó a trabajar de labrador (Alganza 2011: 491-492), lugares sin duda donde tendría la oportunidad de entrar en contacto vivo con esta lengua mesoamericana. Aunque no sería imposible que un jesuita español hubiera podido en la Península consultar alguna de las gramáticas nahuas que se imprimieron desde el siglo XVI en Europa y América, creemos que difícilmente hubiera podido llegar a un conocimiento tan preciso como el señalado.35
Por último, aunque ambigua y escasa, la imitación de poetas novohispanos muestra un interés por lo que se escribía e imprimía en la propia tierra (las obras referidas de Villalobos, Balbuena y Bocanegra se imprimieron en México). La imitación de sor Juana queda aparte, pues es patente y, aunque podría decirse que este caso demuestra el interés por la poesía novohispana, se debería matizar con el hecho de que sor Juana era bien conocida en el mundo hispánico en general durante el XVIII. No obstante, al hacer notar la imitación del Primero sueño y el excurso en alabanza de su autora se desea sugerir un sentimiento especial, tal vez en efecto patriota, que hizo escribir al poeta de la Hernandia al final de dicha alabanza:
Gózate, pues, América dichosa,
de haber sido joyel de este diamante,
pues más que tus tesoros poderosa
estas venas te dejan más brillante.
¡Oh amor, oh patria! ¡Cómo, bulliciosa,
la sangre con afecto dominante
para cumplir con ambos sin sosiego
da calor a la voz, al pulso, fuego! (VI, 47)
Aunque en bruto por su aún escaso estudio y falta de edición moderna —en la que actualmente trabajamos—, la Hernandia se perfila también como un diamante americano que, no a pesar sino precisamente debido a su acusado estilo barroco, nos puede dar imágenes, usos del lenguaje y referencias literarias sorprendentes que justificarían el decir, como quería uno de sus poemas laudatorios, que la “Hernandia es también del Siglo de Oro” (Ruiz de León 1755: xxi).