Hago un pozo para buscar una palabra enterrada. […] La búsqueda de lo enterrado supone adoptar los vacíos que fracasan. Roberto Juarroz, Poesía vertical 1958/1982
La literatura como sospecha: breve introducción
Hay un lugar común que exhibe a un Franz Kafka atinadamente cruel: en una carta a su amigo Oscar Pollak, explica que el buen libro ha de sacudir como un violento golpe al lector y su visión convencional de las cosas.1 Que sea “un pico que rompa el mar congelado que llevamos dentro” (Steiner 2006: 85).
Según esa máxima ―tan adecuada para definir nuestra narrativa contemporánea―, la auténtica literatura desagrada e irrita; incomoda y crispa los nervios. Actualmente, la prosa latinoamericana nos obliga, sin pretendida conmiseración y sin darnos la mano, a atravesar terrenos movedizos que en la investigación previa a la escritura se anduvieron; en el proceso de lectura recorremos el mismo camino que las y los escritores, empantanándonos en angustias y tensiones que se hacen nuestras.
Entonces, el lector y la lectora latinoamericanos no habitamos un palco panorámico. Estamos en el fango, engullidos también por dolor y ansiedad. Y, sin embargo, siempre se nos presenta la ocasión para el aprendizaje, para el placer que provoca una buena imagen, una frase intensa, una escena enérgica, una representación delicada y cuidada. Hoy, acaso más que nunca, la escritura latinoamericana se encuentra balanceada a la perfección entre narrar los horrores cotidianos de nuestras latitudes y el uso de una prosa deleitosa, compleja, amena, aunque se estén contando los males más indecibles, que no son, no deben ser, rehuidos.
Desde ese cuidado y precisión de la prosa, una de las materias que logran ese difícil equilibrio entre la puesta en escena kafkiana de nuestras tinieblas y el goce estético en las letras latinoamericanas es, sin duda, la reflexión sobre el lenguaje literario. O, más concretamente, la sospecha de éste: una materia atávica que hoy, en la impotencia de acercarnos en verdad al otro por medio del habla, cobra alta relevancia: “Jedes Wort ist eine Frage” [toda palabra es una pregunta], advirtió desde 1910 Rainer Maria Rilke (Cuesta 2018: 147).
Como una constante, hoy y aquí podemos observar en nuestra prosa una opresiva sospecha de que algo no funciona en nuestros intercambios lingüísticos y de que vivimos en la crisis y la separación entre lo que sentimos o pensamos y lo que escribimos. Para decirlo con economía, el lenguaje no alcanza; no es ese instrumento epistemológico por excelencia que en lo habitual nos permite la comunicación en sentido amplio. Ahí se cifran dos de las potencias del arte escrito que tienen lugar en el Barroco, se intensifican en la Modernidad y hoy son temas literarios relevantes: el recelo contra las palabras y la indagación poética. ¿Qué es escribir cuando el lenguaje no expresa con fidelidad el sentido, el sentimiento o el ímpetu?
Narrar la ansiedad actual y los terrores político-sociales implica llevar la escritura a su límite, donde casi siempre sobrevienen la crisis, el marasmo y la descomposición discursivos.2 Sin embargo, ahí sigue la necesidad, el deseo y el arresto escritural que rasga el velo de la palabra monolítica y, por supuesto, las dificultades que imponga el trabajo con los archivos; ese rasgo tan característico de la narrativa contemporánea (aunque no es para nada exclusivo de ésta).3
Por lo tanto, me interesa aquí observar cómo ciertos pasajes muy concretos de Declaración de las canciones oscuras (Sexto Piso, 2019) trabajan con base en técnicas narrativas por demás sofisticadas para provocar la transmisión de la sospecha y duda del lenguaje que acusó san Juan de la Cruz y que Luis Felipe Fabre (Ciudad de México, 1974) estudia en su novela. ¿Cómo se manifiesta esa formidable duda en las páginas de ese libro? ¿Bajo qué claves se pone en jaque al lenguaje en esta divertida novela y, en consecuencia, también a los lectores? En pocas palabras, ¿por qué lee Fabre al san Juan dubitativo, al que sospecha de las palabras y cómo acusa de recibido el problemático mensaje que plasmó el místico en sus liras?
Sí: la literatura puede ser “un pico de hielo” que resquebraje nuestras convenciones. Pero ese pico también rompe al propio lenguaje y por lo tanto pone en crisis nuestras convicciones más básicas y esenciales. Así, la sospecha y el reconocimiento de que las palabras —escritas y habladas— no son totalmente fieles a la experiencia, a la idea, al sentimiento, es parte del proceso tanto de escritura cuanto de lectura para acceder a la verdadera desautomatización: la del lenguaje, pues éste “no aparece ya como un camino hacia la verdad demostrable, sino como una espiral o una galería de espejos que hace volver al intelecto a su punto de partida” (Steiner 2006: 37). Este estudio de la novela de Fabre pretende dar cuenta de tal vuelta al “punto de partida”.
Una declaración imposible
¿Por qué volver al san Juan de la Cruz que desconfía de la Palabra hoy, en esta apocalíptica primera veintena del siglo XXI? ¿Qué nos dice la figura del escritor dubitativo? ¿Cómo trabaja Fabre con esa materia? En el Diccionario de autoridades, la definición de la palabra ‘declarar’ versa así: “Manifestar, explicar lo que está oculto, o ignorado. Viene del Latino Declarare, que significa esto mismo”. Hasta ahí, nada hay en ese trabajo lexicográfico que provoque la curiosidad. Sin embargo, entre los ejemplos de uso, hay uno tomado de la Vida de Fray Bartolomé de los Mártires, recuperada por José Luis Muñoz Bernal, que puede dialogar con el ejercicio exegético-narrativo de Fabre en su novela (¡aunque una y otra obra estén separadas por 374 años!): “MUÑ. Vid. de Fr. Barth. de los Mart. lib. 2. cap. 7. Porque de ordinario se declaran con más facilidad los conceptos del alma, escribiendo, que hablando” (Real Academia de la Lengua Española).
Para Muñoz, el alma es un tópico que se plasma mejor en la escritura. Juan de Yepes Álvarez disentiría: él sufrió la imposibilidad escritural en carne propia. El ejercicio narrativo de Fabre se puede leer, asimismo, contrario a la perspectiva de Muñoz, pues las diversas campañas exegéticas emprendidas en voz de los personajes, especialmente en la del protagonista Ferrán, permiten reconocer que los “conceptos del alma [no] se declaran con más facilidad” en la escritura… pero sí se presienten mejor y con mayor intensidad.
La explicación y la interpretación dominan buena parte de la novela. Sin embargo, aunque en su título el libro pretende ser una declaración de la Noche oscura del alma, antes bien da cuenta de la imposibilidad de traducción al lenguaje de las experiencias místico-insólitas de los personajes principales. Es una no-declaración.
En una entrevista, Fabre señala que “este intento de novela es como pensar la crítica y la poesía desde otro género” (Maristáin 2019: 6). Si la poesía, según el escritor, “es muy caprichosa”, la modalidad novelística es “más de acompañamiento, de sentarte, más como narrador y disfrutar” (Fabre 2021: min. 1).4 En ese sentido y siguiendo las ideas de Ramón Andrés sobre las escrituras místicas, el texto de Fabre no pretende “acceder a la razón, sino a la intuición” (2010: 22). Así, como empresa intelectual, la novela analizada no se detiene en esa imposibilidad, pues también permite ver una valoración literaria del rol de Juan de la Cruz como poeta y, en específico, como pensador sobre el lenguaje; en la tradición hispanoamericana, sería como el más exultante derrotado por la experiencia mística y por la pretensión de ponerla en palabras.
También, a lo largo de la historia, se aprecian operaciones intelectuales con el archivo y la interpretación de ciertos datos en diálogo con algunos biógrafos del místico: con base en Derrida, Cristina Rivera Garza sugiere que “lo que la vida disgrega, centrifuga; el archivo, congrega. Centrípeto” (2019b: 117). Puede entonces proponerse que el texto ganador del Premio Iberoamericano de Novela Elena Poniatowska 2019 va en dirección contraria al movimiento “centrípeto” del archivo; no sólo mira hacia el mito, sino que pone en jaque al archivo-autoridad para presentarse como una crítica a la institucionalización de las y los escritores, a la Historia, a la literatura, a los afectos por ciertos personajes ya legendarios para nosotros en el siglo XXI: “quizás la dimensión paranoica del arte de archivo es la otra cara de su ambición utópica, su deseo de convertir tardanza en devenir, de recuperar visiones fallidas en el arte, la literatura, la filosofía y la vida cotidiana en escenarios posibles de tipos de relaciones sociales alternativos, de transformar el no lugar del archivo en el no lugar de una utopía”, explicó Hal Foster (2016: 123).5
Desde las ventajas y limitaciones de los informes consultados y a partir de una exégesis propia, Fabre construyó un artefacto literario que pregunta tanto por las inquietudes del Reformador religioso cuanto por las suyas: la elocuencia del vacío, el rol de figuras como la de Juan de la Cruz en la memoria y la práctica literaria, el espacio que ocupa el límite. Tales intereses se aprecian con nitidez en su extraordinario libro de ensayos Leyendo agujeros (CONACULTA, 2005), en su plaquette Sor Juana y otros monstruos (Ugly Duckling Presse, 2015) y, más recientemente, en la revisión del último Salvador Novo titulada Escribir con caca (Sexto Piso, 2017): Novo es “un poeta que, provisto de un escepticismo radical frente a la poesía, desecha toda retórica poéticamente prestigiosa […] para quedarse, al final, más que con el poema, con el cesto de basura a donde lo arrojó. ¿La basura como única posibilidad o como imposibilidad final?” (34). Como puede verse, el escepticismo frente a ciertas estéticas, la renuncia y la imposibilidad son temas muy recurrentes en la obra de Fabre.
En Declaración de las canciones oscuras, la dificultad de acceder a los hechos vitales sobre san Juan desde la objetividad, antes que detener el estudio del evento por demás llamativo de lo que ocurrió con el cuerpo del carmelita descalzo, da pie a que el ejercicio ficcional satisfaga los varios huecos de la historia literaria que le concierne.6 Asimismo, la forma mutante de la novela le permite al autor moverse con libertad y rigor entre los materiales del archivo y, al tiempo, satisfacer los espacios de indeterminación que éstos contienen. Fabre se pregunta por las implicaciones logísticas, artísticas y místicas de que el cuerpo de san Juan haya sido transportado, mutilado, adorado, disputado —e incluso temido— entre las comunidades de Úbeda y de Segovia. Y en ese cuestionamiento, por un lado, propone claves de comprensión muy originales para la obra del místico y, por otro, presenta hechos ficcionales en extremo jocosos e imágenes poéticas que suponen densos y llamativos retos de lectura.7
Ricardo Piglia, en uno de sus cursos sobre las novelas de Juan Carlos Onetti, explicó que en ellas “se trata de localizar lo todavía no narrado a manera de literatura potencial. Comprender es volver a narrar” (Piglia 2019: 17; el énfasis es mío). Puede postularse lo mismo para la novela de Fabre: la comprensión de los versos nocturnos del santo español supone el trasfondo narrativo y “potencial” de la novela. Así, el desafío estético asumido en Declaración implica no sólo una glosa de la obra de Juan de Yepes, sino también llevar sus explicaciones y estimaciones a la narrativa y descender a los abismos que tal empresa implica. “La aventura entonces se convierte en lo que san Juan de la Cruz tanto exploró: la noche oscura del alma, esa sensación de ser abandonado por Dios para emerger más virtuoso —algo similar sucede con la evolución de los personajes—” (Bernal 2019: 5).
De forma que el juego serio por parte del autor mexicano fue valorar al Juan de Yepes escritor, el ser humano y el cuerpo (si es posible dividirlos), bajo el quid de la investigación,8 pero también con base en el efecto estético de su obra: el archivo no sólo es documento, sino lenguaje y estilo. Así, la historia aquí analizada daría cuenta de un secreto que sólo el género complejo y emancipador de la novela devela con eficacia y con, diríase desde Piglia, “potencialidad” y “comprensión”. Bajo esa hipótesis, cabe examinar las técnicas narrativas. En ese sentido, L. F. Fabre no nos deja olvidar que el pacto de lectura que exige su Declaración es el de la actualidad que fiscaliza la antigüedad, pues se permite discutir datos biográficos ofrecidos por diversos estudiosos de la vida de Juan de la Cruz. Un pasado que está presente y un presente que reconoce su pasado.9
Caso representativo: el incrédulo y dubitativo Ferrán observa a los frailes de Úbeda —Miguel y Mateo— adorar al cadáver pútrido del santo: “A Ferrán el olor que emanaba el cuerpo le parecía más bien infecto e intentaba cotejarlo con las perfumadas palabras del portero [carmelita de Úbeda] por el gozo de desdecirlas” (Fabre 2019: 28), sin embargo, líneas antes estos religiosos han alabado los que ellos consideran “milagros” en los restos descompuestos: “—Mirad —dijo fray Miguel, señalando las llagas de las piernas y pies de donde aún manaba sangre y agua a modo de materia. —Oled, aspirad vuestras mercedes esta celestial fragancia —dijo fray Mateo de súbito embriagado. —Es el olor a santidad —comentó fray Miguel como si hubiesen ensayado con antelación los parlamentos” (27).
Al hallar en la mayoría de las hagiografías que éstos “mueren en olor a santidad”, casi siempre después de periodos extensos de encierro, nula limpieza (personal y de su habitación) y autoflagelación, entre secreciones: ¿La santidad no sería más bien un olor nauseabundo? ¿La fe y la admiración son tan potentes que pueden engañar al olfato y a la náusea? Jocosamente y muy desde su tiempo, Fabre deja abiertas ambas lecturas: Ferrán, en las líneas citadas, pone en jaque ese éxtasis olfativo de los frailes, mientras que éstos, con histrionismo, se maravillan con el perfume despedido por el cuerpo del santo. Acto seguido y en este mismo clima suspicazmente dubitativo, el narrador pondrá a su vez en crisis lo que se lee en las biografías de san Juan cuando el alguacil inspecciona el cadáver exhumado, en concreto, la mano derecha de éste:
Apunta fray Alonso de la Madre de Dios: “Y notaron los que así desenterraron el santo cuerpo que tenía los tres dedos con que tomaba la pluma de color de un alabastro transparente y más hermosos”. Apunta fray Jerónimo de San José: “Y aunque todo el cuerpo estaba incorrupto y entero, pero esencialmente los tres dedos de la manera derecha con que solía escribir, estaban tan hermosos y tan blancos, como si fueran de un mármol transparente…”. Tres dedos de mármol como los de la mano de una estatua. Tres dedos transparentes como alabastro de lo que escribieron. Tres versos de carne. Y sacando su cuchillo el alguacil cortó uno de un golpe. Y fue como si más que el dedo hubiese sajado la lengua de los presentes pues todos callaron al punto en un silencio de verso transparente. Y manó sangre del dedo cual si fuese carne viva. Y brotaron otra vez las lenguas en las bocas. —¡Milagro! ¡Prodigio! ¡Maravilla! —exclamaron a coro fray Mateo y fray Miguel cada vez más coordinados (Fabre 2019: 28-29).10
Las líneas citadas provocan dos preguntas: ¿Qué operación intelectual se halla detrás de la novela? ¿Cómo lee Fabre la producción sanjuanística? Para intentar una respuesta, hay que reconocer que evidentemente el ejercicio escritural de Fabre y el tratado “Declaración”11 en que san Juan prosifica su Noche oscura del alma —un texto explicativo que, alrededor del año 1600, Juan de Yepes escribió para las mujeres que lo tenían asignado como guía espiritual y donde pretendió exponer “el modo y manera que tiene el alma en el camino de la unión del amor con Dios” (de la Cruz 2017: 538)— son por demás diferentes. Fabre levanta su novela sobre las liras de la Noche para manifestar el sentido (los sentidos) que halla en ese poema, mientras que el místico, en su tratado aleccionador, intentó determinar cómo han de entenderse los versos que constituyen sus poemas, sí, mas en función de la purga espiritual y la salvación de las almas.12
El carmelita fracasa o renuncia en su tentativa exegética. Su tratado, antes que hacer exégesis, se basa en la Noche para hacer descripciones de conducta y espiritualidad en pro de la expiación, primero, y luego para el acceso a la paz deificada y un estado espiritual “de perfección”. ¡Juan de la Cruz calla de manera intempestiva después de explicar (muy fallida y muy someramente) sólo dos estrofas de su propio poema! Sobre ese silencio, sobre esa pausa perenne de sentido, Fabre erige su novela. Acerca del texto explicativo de san Juan, Eulogio Pacho, editor y religioso, dice:
Con este título abreviado [“Declaración de las canciones”], no original de san Juan de la Cruz, se conoce el escrito designado por él como “Declaración de las canciones del modo que tiene el alma en el camino espiritual para llegar a la perfecta unión de amor con Dios” […]. Son desconocidas las fechas exactas de composición. Por convergencia de datos históricos se sitúa entre la primera redacción del Cántico [espiritual], la parte final de la Subida [al Monte Carmelo] y la primera Llama [de amor], es decir corriendo el año 1585 en Granada. […] Se interrumpe de manera brusca, como la Subida, al comenzar la declaración de la tercera estrofa. Tampoco en este caso se justifica la interrupción por falta de tiempo; con posterioridad compuso otros escritos y revisó algunos anteriores. Al parecer, el hecho se explica por convergencia de varios motivos: en primer lugar, por no haber declarado cumplidamente la naturaleza de la noche oscura pasiva [primeras dos estrofas de la Noche]; en segundo término, por la especial dificultad que experimenta siempre el Santo al abordar el tema de la unión con Dios, de que asegura tratan las cinco estrofas no comentadas (en Cruz 2010: 532).
Pacho puede tener razón en la primera conjetura, pues, como Fabre demuestra en su novela, es cierto que las materias de las estrofas centrales de la Noche son de una “especial dificultad que experimenta siempre el Santo al abordar el tema de la unión con Dios”. Ese silencio de san Juan alienta la escritura, mas no ocurre así con los tratados. A todas luces es éste un caso fascinante de imposibilidad y de renuncia exegético-literarias que tiene sus bases en la crisis discursiva que, sin motivaciones claras, detuvo el desarrollo del tratado “Declaración”.
¿Cómo trabaja Fabre con esa desconcertante consigna de imposibilidad que ni el propio San Juan pudo zanjar? Con base en los datos biográficos, pero sometiéndolos a la prueba del lirismo y de la ficción. Fabre lleva a cabo una operación contraria a la convencional entre archivo y ficción: si bien la novela, históricamente, se ha basado en el primero para adquirir verosimilitud y credibilidad objetivas —pienso en hitos contemporáneos como Huesos en el desierto, en Autobiografía del algodón o en Desierto sonoro—,13 aquí la inversión es la norma: la novela se afirma como un instrumento de duda y crítica de los textos biográficos sobre el carmelita descalzo: “Cientos de páginas declarando nada, páginas y páginas de ese subido saber no sabiendo, de comunicar sin decir y decir no diciendo. Como si hubiese desatado a las palabras para que se ayuntasen según su particular albedrío y concierto y así luego comunicase la lengua su secreto que al final no es otro sino ninguno…” (2019: 139). Es la nada y la renuncia lo que se recupera, lo que sobreviene.
Recordemos el pasaje citado sobre los dedos del fraile. En efecto, los archivos describen el prodigio de la mano conservada,14 mas Ferrán niega lo sublime de los hechos consignados en los documentos y da un corte desengañado y acaso más apegado al saber empírico: los cadáveres huelen mal, incluso si son del más santo de los escritores.
Adelante, Fabre interviene el archivo y hace uso de un registro más lírico que descriptivo en un sentido habitual y, por medio de la anáfora y de la sinécdoque, edifica un juego lírico que nos aleja de lo insólito y nos lleva a un nuevo punto de vista: no importa si ocurrió o no el milagro de los “dedos vivos”, pues la belleza de la imagen y la importancia de la escritura de san Juan son los focos de la atención: tres dedos, tres versos anafóricos, tres personificaciones del dios que siguió Juan de la Cruz con tanta intensidad. El registro lírico nos obliga a modificar el pacto lector y, en favor de la lectura, ya no debemos juzgar la veracidad de los registros, sino apreciar e interpretar esa cuidada prosa lírica de Fabre. La fuerza poética de esas líneas no puede obviarse, pues las frases, efecto de la construcción anafórica, van cayendo como yunques. La anáfora y la sinécdoque van formulando el perfil de un escritor imposible.15
No sin cierto sigilo artificioso, en ese pasaje el Ferrán, asqueado, desaparece y ya no fiscaliza; deja los reflectores a la figura de escritor de san Juan de la Cruz, a esos dedos talentosos que escribieran algunos de los versos más importantes de la tradición hispanoamericana. Por su parte, el mármol es ahora referente de la blancura y solidez de la mano con que solía escribir el occiso, misma que se figura una estatua no sólo por esta apariencia resistente, sino también por la indiscutible importancia para la posteridad literaria de su dueño. Asimismo, los dedos parecían tan níveos que se transparentan como un alabastro contenedor de la poesía.
En la imagen “tres versos de carne”, el narrador condensa todo lo anterior (el contenido simbólico de la anáfora y de la sinécdoque) y Fabre muestra su oficio poético: escritura y cuerpo se vinculan, pues eso fue en síntesis san Juan: un cuerpo sacudido por ciertas experiencias deificadas que pretendió, fallida y elocuentemente, poner en palabras. ¿No es la prosa mística el intento de unión de lo que el cuerpo experimenta con la escritura?
Si los datos biográficos, en su pretendida objetividad, se afirman cerrados, acabados, acaso monolíticos y si, además, la “Declaración” sanjuanística no alcanza a explicar los versos de la Noche, la recuperación, la fiscalización y el posterior filtro lírico que se hallan en las líneas citadas de la novela permiten, efectivamente, la (re)apertura de los hechos contados por los biógrafos. Fabre desempolva los archivos, mas, bajo las claves anafóricas y de la sinécdoque, los sacude. Lo que resulta: la figura del san Juan escritor, aquél que se enfrentó a lo indecible. Un intelectual que, en sus poemas y prosas, se enfrentó a lo inefable. “En dónde si no en sus versos, se halla el cuerpo de fray Juan de la Cruz” (Fabre 2019: 103), propone el escritor mexicano.
No en vano José Ángel Valente, uno de los lectores más apasionados por la obra sanjuanina, expresó: “Falta la palabra. La visión absoluta de lo divino es incomunicable, el pensamiento es irreductible a las técnicas del poder, a la demagogia de la comunicación. Y, sin embargo, somos la palabra, logos, hálito, pneuma, ruah: el viento y el espíritu, el don que viene de lo alto” (2004: 138). Cierto, nos “falta la palabra”, pero la novela como género no pertenece al orden, la forma ni la explicación monolítica; es, más bien, un instrumento de indagación, de meditación y de crítica que pone en jaque a los archivos, a la palabra y al lenguaje. Valga el adversativo de Valente: “sin embargo, somos la palabra”.
La siguiente cita refuerza asimismo esta propuesta de lectura sobre la potencia del cambio de registro de narrativo a lírico: “La palabra nos lleva a penetrar, por lenta impregnación y cerco indefinido, en lo que está cerrado” (Valente 2004: 139). La palabra narrativo-lírica de Fabre abre los hechos biografiados desde una perspectiva más “viva” y pone en crisis los discursos hagiográficos y explicativos en favor de una estimación artística.
“La poesía, siempre más abierta y más cercana a la vida psíquica que la inspira que ningún tratado teológico [ni archivo o ejercicio exegético alguno] razonado, es, por la misma riqueza de su plurivalencia, la mejor guía para indicarnos las más altas verdades del alma de cualquier poeta”, expresó Luce López-Baralt sobre la obra de De la Cruz (1998: 31). Según el análisis descrito, quedaría más o menos claro que Fabre usa la poesía como “guía” y llega así a “las más altas verdades” del Reformador: su preocupación por expresar sus vivencias místicas y la desconfianza de sus propias palabras.
Luego, en la cita de la novela, volvemos a la prosa narrativa para describir la mutilación de la mano escritora y el alguacil “corta” nuestras reflexiones. Mana sangre de un cuerpo ya descompuesto y, en la diégesis, el público enajenado tendrá la respuesta esperada: se maravilla. Los frailes conservan su perspectiva religiosa, claro, mientras que Ferrán desconfía y el narrador omnisciente y selectivo, voz más autorizada de la novela, despliega ese juego lírico no sólo sobre la escena, sino acerca del rol que hoy tiene san Juan.
Acerca de las tensiones archivo-novela, revisemos otro pasaje en Declaración: “Que aunque entre los biógrafos no haya concordancia si las canciones de la “Noche” las compuso [san Juan] también en prisión o luego de su fuga, ni luego ni antes sino que la misma noche de su fuga son aquellas noches: fugas de sentido, fugas del decir, fugas del yo” (Fabre 2019: 64; el énfasis es mío). Con una técnica anafórica, en la novela la fuga se afirma como fenómeno no sólo al interior del canto de la Noche, sino también en la intentona de explicar tal poema por parte de su autor.
Quizá por eso Fabre vuelve al recurso de la aliteración para así subrayar la oscuridad y el vértigo de no comprender la Noche (el texto) y la ‘noche’ (el concepto sanjuanino):
Oscurísima. La noche de la prisión, la noche del alma, la noche del poema, la noche de la tinta, la noche de la declaración del poema, la noche de la fuga. ¡Qué negro papel! ¡Qué palimpsesto de noches! Y cantando van Ferrán, Diego y el alguacil […] atravesando la noche de la página. Iluminada (64-65).16
Bajo el carácter simbólico de la noche como espacio de ceguera (“oscurísima”), de descontrol y de desconcierto, y con base en la repetición, Fabre desarrolla un concepto (en su acepción retórica) que comunica la imposibilidad y la incertidumbre: no sólo se hallan a oscuras los tres protagonistas, sino también su espíritu y el de san Juan cuando estuvo preso. Asimismo, el poema también se sitúa en su propia negra noche (según la “Declaración”, en la experiencia mística habría dos encuentros nocturnos: la noche de la purga contemplativa y la del encuentro con Dios, pero lo cierto es que el poema, en su contenido estrictamente textual, no hace referencia a la divinidad). Se apunta también al color negro con “la noche de la tinta”. Hay también una referencia a la oscuridad como tal, porque la comunicación escrita está perdida: recordemos que la “Declaración” como proyecto de explicación por parte de su autor no fue exitosa.
Esas líneas citadas constituyen una fuga como composición, una pieza artística que se sustenta en la revisión rigurosa de un tema desde varias perspectivas (el color negro de la noche) para luego dar su contrapunto (el color blanco de la luz), de ahí que el pasaje citado abra con “oscurísima” y cierre con “iluminada”. Impresiona el trabajo minucioso que el autor de la novela ha llevado a cabo en esos párrafos. A su vez, debemos observar que el capítulo termina con el adjetivo ‘iluminada’. ¿Qué nos quiere decir esto? Probablemente se usa de nuevo la anfibología: lo iluminado se refiere a lo blanco, color que califica la página casi completamente nívea (Fabre 2019: 65). De esta forma, la noche de la página se refiere a una oscuridad figurada, la de no poder (d)escribir más. Ese folio iluminado, en blanco por la imposibilidad discursiva, denota la oscuridad del sentido, lo inefable. Se logra así el contrapunto exigido por la fuga y lo níveo del papel es un síntoma de la oscuridad escritural de Yepes Álvarez. Igualmente, por supuesto, del propio Fabre. Éste es un ejercicio sutil y sumamente sofisticado que denota la imposibilidad y el vértigo escritural y exegético.
En otro momento narrativo, la fuga vuelve. El cuerpo de fray Juan se ha perdido y viene el siguiente episodio: “En la noche oscura se fugará [san Juan] llevándose consigo sus negros papeles, sus páginas emborronadas en tinieblas, su nocturno cuaderno iluminado de versos […] y luego hacia la noche salta, hacia lo indecible salta, hacia la inmensidad” (2019: 87).
La fuga, como concepto, como recurso retórico y como composición literaria, le sirve a Fabre para expresar la imposibilidad y el aturdimiento que Valente, en “Sobre la operación de las palabras sustanciales”, denomina como “inicial o antepalabra”, misma que “no significa aún porque no es de su naturaleza significar sino el manifestarse. Tal es el lugar de lo poético. Pues la palabra poética es la que desinstrumentaliza al lenguaje para hacerlo lugar de la manifestación […]. La palabra de la locura y la palabra de la poesía coinciden en ese extremo” (1982b: 53-55). ¿No permite la palabra ‘fuga’, en su variedad de acepciones, pensar en la manifestación de lo indecible, en la desinstrumentalización, en la locura y en el rapto lírico?
Los pasajes citados de la novela son portentosos al acusar recibo del mensaje de Juan de la Cruz. Fabre llevó a cabo un estudio que se traduce en reverberación estética.17 Entonces, puede decirse que el silencio guardado por el archivo y por el tratado sanjuanino se rompe por medio del trabajo literario. Sinécdoque, anáfora, aliteración y fuga son figuras retóricas que acusan la vuelta, el reflejo y la recuperación. Convendría retomar aquí las palabras que Fabre escribió sobre el bello y terrible poema de Néstor Perlongher “Cadáveres” en Leyendo agujeros (2005) y postularlas para el Juan de Yepes que le interesa rescatar: san Juan “interroga a la poesía horadándola, y después de los agujeros donde el texto calla, cuestiona lo que no es texto” (Fabre 2005: 33), lo que excede al texto, podría agregarse.
Es así evidente que a Fabre no le interesa la restitución de sentido alguno, sino la restauración de la nada, una impresión actualizada de la nada. Pretende recuperar la figura del san Juan de la Cruz artista, aquél que forzó al lenguaje por medio de la poesía, y reescribirlo como experiencia estética del aquí y del ahora. “Volver atrás y volver adelante al mismo tiempo: actualizar: producir presente” (Rivera Garza 2019a: 65). El escritor mexicano, con sus propios medios y sus propios resultados, en su presente que le permite recuperar el pasado, llevó a cabo una tarea similar —especular, diríase— a la del propio san Juan cuando pone en crisis al lenguaje: “la imagen de una ausencia” (Fabre 2005: 20), valga la paradoja. Se podría proponer, por lo tanto, que en esta novela declarar “es volver a narrar”, como se expuso desde Piglia; pero narrar entendido en un sentido amplio y actual: reescribiendo obras y, en particular, lecturas de éstas;18 jugando también con las formas y sobre todo con el tiempo pasado desde el presente y viceversa: jugando con el presente desde el pasado, poniendo en crisis las falsas certezas genéricas y, sobre todo, resaltando la sospecha del lenguaje: quienes aman con compromiso a la Palabra pueden ver sus magníficas deficiencias.19
Sin lengua
Todos los personajes principales se enfrentan a la imposibilidad discursiva al intentar comunicar las experiencias que a lo largo de la aventura van teniendo. 20 A veces en sentido figurado y otras en sentido literal, las lenguas se pierden y extirpan. Incluso hay un enredo —muy de la comedia del Siglo de Oro— en que al cuerpo de Juan de la Cruz le cortan este órgano, pero se sugiere que Ferrán más bien le ha cortado el falo; al final, sabemos que sí ha sido la lengua (132 y s.).
En ocasiones, las lenguas son amputadas y en otras es más bien el lenguaje lo que vuelve la espalda a los personajes.21 Esta curiosa constante conforma a Declaración de las canciones oscuras como un sistema coherente y cerrado, donde cada elemento que representa o simboliza lo inefable, como la lengua cercenada, se comunica con la figura del santo escritor en su fase de no-escritor. La elocuencia del no-decir se hace consigna.
Especialmente, como vimos en el segmento anterior, Ferrán hace las veces de exégeta no sólo de los versos del santo mutilado, sino de los acontecimientos insólitos que van presentándose a lo largo de la aventura. Su abuelo fue quemado en la hoguera por ser judío, lo que configura al personaje con la desconfianza y el rencor del paranoico y la angustia del perseguido que oculta su pasado. Asimismo, recita estrofas propias y ajenas y seduce tanto a mujeres como a Diego, característica ésta que le permite a Fabre dialogar con las interpretaciones eróticas que, con justas razones textuales, se han hecho de la Noche oscura del alma. Este personaje cuestiona la ceguera sensual de Diego sobre los versos del carmelita y propone una divertida y acertada “declaración” de las liras sanjuaninas:
—[…] ¡Pero que da lo mismo lo que digan sus versos! No hagas caso de las palabras. Lo que importa no es lo que dice sino lo que gime. Cata cómo al santo los versos se le requiebran en amorosos quejidos. Atiende: ¡Oh noche no sé qué! ¡Oh no sé qué y quién sabe qué! ¡Oh noche que no sé quiénes ni quién es quién en quién sin quién o quién es quién! —¡Oh! —se le escapó la exclamación a Diego. —Sí, todo el poema de fray Juan de la Cruz no es más que una santísima follada: comienza con las ansias amorosas, oh, qué ansias, qué celos, qué fiebres, seguida de algunos tocamientos, hasta que ya luego le dan morcilla al fraile: oh-oh-oh. ¡Que ya acabo, que ya acaba, que ya acabé! Rematan las lánguidas estrofas finales con sus bostezos y arrumacos y cariños post coitum. Una follada muy aristotélica con su planteamiento, su clímax y su resolución aunque disolución me parecería un término más adecuado para aquellas coplillas… —Así que no crees que los versos le hayan sido dictados por Dios como dicen los hermanos… —¡Hombre, pues no lo sé! ¿Pero dime cómo podría un fraile conocer todo aquello tan a detalle? Quizá más que como pruebas de santidad podrían tenerse como pruebas de relajamiento de los votos e incluso por sospechas de sodomía… (58-59).22
En este pasaje no sólo hay humor, sino también una innegable carga erótica.23 Luce López-Baralt explicó que “La ‘Noche oscura’ —es fuerza admitirlo— es uno de los poemas más encendidamente sensuales de la lírica del Siglo de Oro” e incluso propone “rebautizar” a De la Cruz como “el poeta de las caricias”. Según la estudiosa, el Reformador aprendió sobre sexo y erotismo no en la práctica, como se sugiere en voz de Ferrán, sino “en los versículos tan encendidos como desculpabilizados del libro de toda su vida: el Cantar de los cantares”, “uno de los poemas más ardientes de la lírica universal” (López-Baralt 1998: 147). Esta lectura es la que puede hacerse desde la evidencia textual de la Noche, pues en realidad, hay que insistir, nunca se hace alusión al plano deificado (como sí ocurre, por ejemplo, en el Canto espiritual). Quizá, incluso, la “Declaración” sanjuanina tuvo la misión de “apaciguar” las lecturas eróticas que a todas luces permite el texto. Lo cierto es que Ferrán, por su configuración como personaje por demás adepto al goce carnal, le funciona a Fabre para recobrar esa interpretación erótico-burlesca de las liras de san Juan, muy a contrapelo de la institucionalizada por la Iglesia (y muy actual).
Este personaje es asimismo narrador: se encarga de contar con habilidad literaria las pequeñas historias que las novelas pastoril y peregrina exigen. Como buen artista de la palabra, engaña a varios personajes a lo largo de la travesía gracias a su elocuencia. Hacia el final de la novela, será también raptado por la adoración al santo poeta y lleva esto al extremo: como se dijo, corta la lengua del poeta para compartirla como un afrodisíaco con Diego, de quien aceptará, a la postre, estar enamorado.
Como en la Tragicomedia de Calisto y Melibea (1499), texto que el propio Fabre tomó como hipotexto,24 todos los personajes principales caen: se equivocan, sufren descalabros intelectuales y físicos, modifican su actuar y su forma de relacionarse con el complejo mundo diegético, con los acontecimientos y con los retos de sentido que habitar dicho mundo implica.
En este tenor, sin lugar a duda, la caída figurada más llamativa para los fines de este estudio sería la que sufre Diego en su peripecia erótica con Filomela. Ella es una pastora que recuerda al mito griego, porque es “joven, hermosa y muda”, viste “una burda piel de ciervo sobre sus blancas ropas de lana”. “Oscura y confusa era su historia”, ya que el señor de los bosques donde la encuentran Ferrán, Diego y el alguacil “había mandado a sus guardias cortarle la lengua” (77-78). Fabio, el líder de los pastores, solicita a la apenada y silenciosa (más bien silenciada) joven que cante:
Pálida, temblorosa, avergonzada, monstruo expuesto, cosa muy de ver, presa en aquella jaula de gentes que feroces exigían su imposible canto, la muda muda hallóse doblemente. Se llevó la mano a la boca para cubrirla con modestia pero a una feroz seña de Fabio obediente separó los dedos como labios y los labios separó luego y luego retiró la mano. No alcanzó a emitir sonido alguno mas abrió más y aún más su boca sin lengua Filomela y tampoco sonido alguno emanó de aquel abismo. Antes bien era como si todo sonido aspirara pues en abriendo la boca cesaron músicas y ruidos y voces, como si fuese su lengua ausente el inexistente corazón de un remolino de silencio que en sus ciclos acallara todo en derredor. Tal era el dulce, doloroso, aterrador canto que Filomela cantaba y no cantaba (78).
Ésta es una de las escenas más poderosas de toda la novela. En una extraordinaria alegoría, la imposibilidad se reafirma como la temática dominante. Fabre aprovecha la materia mitológica y bucólica para retratar el esfuerzo inútil del canto que no llega. La hermana de Procne vuelve a nuestro siglo desde un pasado literario y tradicional (ese recurso de volver a los mitos pertenece a la estética pastoril), pero para no-cantar. Filomela silencia todo en su ameno entorno, como en una imagen hecha por Sandro Botticelli, y el silencio alcanza una digna representación metafórica gracias a simbolizaciones que se van profundizando de manera solipsista: en una espiral de símbolos que Fabre, como el poeta oficioso que es, construye con eficacia, porque las imágenes se suceden una a la otra en un discurso que fluye con pocos signos de puntuación y más bien con conjunciones puestas donde pueden ser más ígneas.
El remolino al que alude el autor visualiza lo que ocurre en la sintaxis. Después cae la última frase de la cita ―como una sentencia― con la fuerza de la antítesis y de la contradicción entre los calificativos, pero sobre todo de la paradoja: “Tal era el dulce, doloroso, aterrador canto que Filomela cantaba y no cantaba”. En la mística, destaca Marcela Labraña, “las únicas formas posibles de expresión son la paradoja, el oxímoron y la negación” (2017: 20). Aquí encontramos esos tres recursos, pero llevados a un clima de incertidumbre semántica, pues lo “doloroso” y lo “aterrador” se han impuesto para contravenir la “dulzura” de la escena barroca.
Con sutileza y en un interesante crescendo sombrío, esa dulzura y festividad primigenias del pasaje quedan atrás. El terror y el dolor se van apoderando del contenido bucólico y así la bella escena festiva se va cargando tanto de pesadumbre como de ansiedad. De forma que el silencio y la imposibilidad del canto se afirman, ahora, en su potencia estremecedora:
Y aunque ningún sonido emitía, comenzó a desafinar el silencio Filomela con los dolorosos espasmos de sus vanos afanes. Hasta que eructó espeluznante una amorfa materia sonora. Más que una voz, el fantasma de una voz que penara desde antiguo la desaparición de la palabra que la significaba. Por momentos, un gemido desgarrador, desarticulado, espectral; en otros, un eco cacofónico, un hipo arrítmico y espantable, la errada copia de un vocablo primitivo, el estruendoso fracaso de una pretendida sílaba, el llanto del simio. El público aplaudió por ver si así callaba, mas persistía Filomela en su canción (79).
El Kafka al que referí en las primeras páginas de este texto habría sido complacido con esta escena de la novela en la que un sufrimiento por demás atávico se manifiesta con fuerza. Efectivamente, se cierne la fatalidad que sobreviene con la imposibilidad discursiva y el libro se convierte en ese momento en síntoma del mal del mundo: se hacen presentes lo escatológico, la violencia que cercena los cuerpos y el silencio, que en nuestra historia humana casi siempre se impone con dolor y horada cualquier intento de felicidad. El desconsuelo de Filomela se instala y la amenidad pastoril no es ya más una clave de lectura.
A la postre, Diego se acercará a la pastora que, ahora cual sirena, ha llamado al joven con su no-canto; pero lo ominoso resemantiza el encuentro bucólico de los amantes, pues la joven muerde y casi extirpa la lengua del viajero. Con esa acción, el silencio mismo se sugiere aterrador: “Los gritos de Diego enmudecieron en aquella boca sorda. Un dolor indecible nunca fue mejor dicho o, mejor dicho, no dicho” (80). Así, transido, enmudecido por la violencia y el suplicio físico, Diego alcanza a escuchar los versos sanjuaninos en medio de su estupor: “Le pareció escuchar una voz o el fantasma de una voz que sin palabras cantaba o tarareaba o musitaba: ‘¡Oh noche que juntaste / Amado con amada…!’” (80).
¿Por qué regresan aquí, “sin palabras”, los versos de la Noche? Es innegable el humor que se halla detrás del “dolor indecible [que] nunca fue mejor dicho o, mejor dicho, no dicho” y de esa resemantización de los versos de Yepes Álvarez: en síntesis, aunque se esté ante una escena horrorosa, la tragicómica “caída” de Diego al buscar que los celos se apoderen de su Ferrán es estrepitosa e hilarante. Casi carnavalesca en un sentido bajtiniano.
Pero no hay que obviar que los versos vuelven porque la imposibilidad discursiva no siempre es elocuente ni cómoda; es también dolorosa, incómoda, horrible, pero a la vez chusca e hilarante: no tomarse en serio ciertos asuntos nos hace verlos mejor, explorarlos con más mesura. Quizá por esa mesura viene el posterior planto en voz del personaje femenino Ana de Jesús:25 “Cientos de páginas y páginas declarando nada, páginas y páginas de ese subido saber no sabiendo, de comunicar sin decir y de decir no diciendo. Como si hubiese desatado a las palabras para que se ayuntasen según su particular albedrío y concierto y así luego comunicase la lengua su secreto que al final no es otro sino ninguno” (Fabre 2019: 139).
A partir de esta cita, si entendemos Declaración de las canciones oscuras como un estudio de la imposibilidad discursiva, es inevitable observar que la impotencia discursiva tiene, por supuesto, un lado oscuro y apesadumbrado, pero asimismo uno risueño. La fluidez, contundencia y velocidad con que el locus amoenus de la escena del no-canto de la pastora se trastorna y se trastoca es evidencia de esa profundidad que alcanza el trabajo de Fabre con respecto a las liras de De la Cruz: Filomela sería el síntoma ya no de lo callado, sino de lo acallado: la nada a la que luego refiere Ana de Jesús es evidencia de ello.
San Juan aquí y ahora: breves conclusiones
“Conociendo mi horror, será razón que llore y no cante”, escribió Raúl Zurita en Son importantes las estrellas (2017). Bajo el estado de marasmo que provoca la crisis y la guerra, es ley guardar silencio y dar rienda suelta al llanto. Ese silencio fraternal y sufriente está detrás del san Juan de Fabre. Al inicio, pregunté: ¿cómo se manifiesta la sospecha del lenguaje en las páginas de Declaración?
Creo haber dejado más o menos claro que la apuesta es por figuras retóricas y técnicas discursivas por demás elocuentes y sofisticadas: el símil, la analogía, la anfibología, el concepto, la fuga, la anáfora, la metáfora, la alegoría, el solipsismo, un uso complejo de la puntuación y la sinécdoque constituyen las herramientas con las cuales Fabre representa una imposibilidad persuasiva y significante. Bella paradoja.
Asimismo, me propuse hallar bajo qué claves se pone en jaque al lenguaje en esta novela y, en consecuencia, también a los lectores; por qué lee Fabre al san Juan que desconfía de las palabras y cómo acusa recibo del mensaje en las liras del místico. Con base en el close reading manifiesto en los segmentos anteriores, intentaré responder: aunque la novela de Fabre se sitúa en un contexto lejano al nuestro y pretenda ser una máquina del tiempo que olvide las consternaciones contemporáneas de nuestro “país herido” en pro de otra época y otras latitudes,26 no se puede desatender que en el acto de “mirar a otro lado” y construir un artefacto literario sumamente sofisticado en cuanto a técnicas literarias hay un gesto intelectual también. Peligramos: vivimos tiempos de violencia y en ocasiones se quiere mirar al otro lado; concentrarnos en el arte (¿en el artificio?) para que la realidad no nos sobrepase.
Jean-Luc Nancy escribió en A la escucha (2002) que alguien que se entrega a la escucha, formado por ella o en ella, deberá atender con todo su ser (2007: 15 y s.); estar alerta tanto a los sonidos cuanto a las afonías. Contemplar y dejarse ser el objeto experimentado. Bajo esa premisa, ejercicios como la novela analizada —de “escucha” figurativa a los silencios literarios y de los archivos anímicos que suponen las liras sanjuaninas— llaman la atención sobre cómo (no) nos comunicamos, pues urge sospechar de la Palabra: “El silencio es una alternativa. Cuando en la polis las palabras están llenas de salvajismo y de mentira, nada más resonante que el poema no escrito” (Steiner 2006: 72). El silencio, en la literatura y en esta polis quebrada, definitivamente “es una alternativa” que ya adoptan, siempre a la fuerza, mas con fuerza y destreza discursivas quienes sufren o soportan los dolores de vivir hoy y aquí. Lo demuestra Juan de la Cruz: “las voces de los místicos aún tienen algo que decir en este mundo saturado de lenguaje e imágenes” (Labraña 2017: 20), pero dolorosamente lo demuestran también, y con más congoja, Javier Sicilia y Gerardo Arana… ¿“Será razón llorar y no cantar”, como propuso Zurita?
La sospecha del lenguaje, los textos que acusan tal sospecha y los artificios con que ésta es representada literariamente son un puente complejo entre los vivos, los inermes y los y las que ya no están (corrección: entre los vivos, los inermes y los y las que se llevaron los adeptos a la violencia, a la corrupción y a la mendacidad). El hecho de que Fabre mire hacia el cuerpo desmembrado de san Juan de la Cruz no puede ser una sinécdoque gratuita y no se debe dejar de ver las coincidencias horrendas entre el cuerpo del santo y los de muchos de nuestros difuntos y difuntas. Ojalá la sinécdoque no fuera el recurso más aberrantemente cotidiano en las noticias y en nuestras vidas; ojalá el destino del cuerpo de Juan de Yepes no tuviera replicaciones tan atroces en nuestros territorios.
El silencio artificioso y complejo que retrata Fabre es también síntoma de nuestro estado de estupefacción al mirar nuestro violento malestar, mismo que por desgracia se ha hecho habitual. Es en este sitio de máxima presión en que vivimos, con el lenguaje siempre a punto de su estruendo y de su crisis, que novelas como Declaración nos recuerdan que debemos cuidar nuestras palabras. Así, se hace necesario también reconocer que, si los discursos cometen crímenes, también son instrumentos de construcción, de comunidad, de fraternidad, de empatía.
Luis Felipe Fabre demuestra que la impotencia discursiva del poeta místico es un sitio quimérico de nuestro idioma y, sin embargo, es imperioso volver a él para, como quería Kafka y como queremos acaso todos, “romper el mar congelado que llevamos dentro”. El impedimento escritural se afirma así una defensa de lo humano, pues mirar de frente a nuestro frío interior es un primer paso para presentar resistencia a la mentira, a la violencia, al terror. Es innegable, de esta forma, que los misterios más elocuentes y más provechosos se esconden detrás de las palabras más cotidianas.