En 2019, Valeria Luiselli publicó Lost Children Archive, su tercera novela —luego de Los ingrávidos (2011) y La historia de mis dientes (2013)—, la cual tradujo al español, con ayuda de Daniel Saldaña París, bajo el título de Desierto sonoro. Amén de las similitudes que pueden hallarse entre estas tres obras (el constante diálogo con distintas tradiciones literarias o la reflexión permanente sobre los alcances y límites del lenguaje), la brecha que se abre entre ellas también es notoria: destaca —por mencionar sólo los aspectos más evidentes—, por un lado, la lengua en la que fueron escritas (la más reciente, como revela su título, fue redactada en inglés y publicada en Estados Unidos antes que en México); por otro, la progresiva incorporación de otros recursos semióticos (fotografías, dibujos, mapas) que complementan y expanden las posibilidades discursivas de la palabra.1
Son, precisamente, estos elementos distintivos los que, a decir de Ignacio Sánchez Prado, han contribuido a la construcción de un nuevo marco de legibilidad para la literatura mexicana reciente, la cual “comienza a ser leída tanto en diálogo con la cultura norteamericana, como con las formas de la literatura mundial que no tienen articulación automática al discurso estadounidense de la etnicidad” (2021: 104). De acuerdo con el crítico, Luiselli encabeza un grupo de escritores cuya obra se desmarca de los marbetes habituales y lugares comunes atribuidos a la literatura mexicana (ya por los temas elegidos, ya por su escasa difusión o lenta traducción), a la vez que adquiere mayor visibilidad en el mercado anglosajón.2
De lo anterior se colige que el apelativo de “efecto Luiselli” dista de ser azaroso. Condensa, primero, una serie de rasgos que se quieren característicos o recurrentes de la autora: una narrativa signada por la creciente experimentación formal al mismo tiempo que orientada, desde su gestación, hacia públicos diferentes; después, define la tendencia imperante en el proceso de producción, distribución y consumo de la literatura mexicana reciente allende las fronteras. Las características del “efecto Luiselli” ofrecen, además, una explicación viable sobre la desigual recepción de los libros de la narradora en México y en Estados Unidos (hostil y entusiasta, respectivamente). Como señala Jorge Téllez a propósito de La historia de mis dientes y su versión en inglés, The Story of My Teeth, “son libros diferentes. No sólo porque la traducción es un proceso de reescritura, sino porque Valeria Luiselli lleva esta obviedad a un nivel explícito: en la edición en inglés cambian los nombres de los personajes, un par de acontecimientos y se agrega un capítulo” (2016).
Este preámbulo sobre la doble inserción de la narrativa de Luiselli —y también acerca de sus “efectos” en el ámbito editorial norteamericano— es medular para establecer una serie de hipótesis sobre Desierto sonoro. Sitúo esta novela dentro de los confines de la literatura mexicana no sólo por la nacionalidad de su autora, sino (y sobre todo) porque se trata de un libro distinto a Lost Children Archive. Su peculiaridad no sólo es idiomática; antes bien, planteo que Desierto sonoro establece algunos nexos con una robusta tradición narrativa3 en América Latina: aquella interesada en la representación de la alteridad sociocultural.4
Comprendo que la interpretación aquí propuesta parece ir a contrapelo de los parámetros desde los cuales se suele analizar la obra de la narradora; es decir, desde su expresa recuperación, apropiación y actualización de textos de índole variopinta, con predominio de las referencias en lengua inglesa. Sánchez Prado explicita que la narrativa de Luiselli mantiene “diálogos abiertos con la metaficción estadounidense” (98) y la propia autora se encarga, en el último apartado de Desierto sonoro, no sólo de evidenciar la procedencia de los textos aludidos o citados a lo largo de la novela; establece el origen, el proceso y el resultado de la interlocución con otros materiales discursivos: “las referencias a las fuentes —textuales, musicales, visuales o audiovisuales— no fueron pensadas como marginalia, o como ornamentos que decoran la historia, sino que funcionan como marcadores interlineales que apuntan a la conversación polifónica que el libro mantiene con otras obras” (Luiselli 2019: 453).
El fragmento citado ofrece pistas —provechosas todas— sobre cómo (es decir, desde dónde) la novela debe o puede ser leída: en relación directa con los textos de Ezra Pound, T. S. Eliot o Joseph Conrad, entre otros. No obstante, estimo pertinente ensayar un acercamiento desde un nuevo horizonte hermenéutico, toda vez que Desierto sonoro gira en torno al problema del Otro,5 ya se trate de los niños migrantes que cruzan la frontera sur de Estados Unidos6 en busca de una vida mejor, en pleno siglo XXI; ya de las tribus chiricahuas que, a finales del siglo XIX, fueron sometidas y expulsadas de su territorio.
Lo que postulo, en consecuencia, no es analizar Desierto sonoro como un ejercicio escritural en el que el sujeto de enunciación y su enunciado tienen la misma filiación sociocultural; antes bien, dedico las siguientes líneas a examinar esta novela al trasluz de su heterogeneidad narrativa. De acuerdo con Antonio Cornejo Polar, “aunque las literaturas heterogéneas son excepcionalmente complejas, el concepto que definen es simple: se trata de literaturas en las que uno o más de sus elementos constitutivos corresponden a un sistema sociocultural que no es el que preside la composición de los otros elementos puestos en acción en un proceso concreto de producción literaria” (2005: 52). ¿Cuál es el elemento disonante en el libro de Luiselli y qué consecuencias tiene esta doble filiación? El referente no pertenece al mismo espacio social que el resto de las instancias implicadas en el proceso literario (el autor, el texto, el sistema de distribución y el lector). De ahí que, haciendo eco de los planteamientos de Cornejo Polar, sea dable concluir que Desierto sonoro no es una obra producida por un sector de la población que “se habla a sí mismo”, sino una en la que colisionan rasgos de (al menos) dos universos socioculturales disímiles. En palabras del teórico y crítico peruano:
Interesa […] reflexionar sobre las literaturas que se proyectan hacia un referente cuya identidad sociocultural difiere ostensiblemente del sistema que produce la obra literaria; en otras palabras, interesa examinar los hechos que se generan cuando la producción, el texto y su consumo pertenecen a un universo y su referente a otro distinto y hasta opuesto. Histórica y estructuralmente, esta forma de heterogeneidad se manifiesta con gran nitidez en las crónicas del Nuevo Mundo. Con ellas se funda en Latinoamérica un tipo de literatura que tiene vigencia hasta nuestros días (2013: 38).
El “tipo de literatura” mencionado por Cornejo Polar surgió con el descubrimiento de América7 y sus reverberaciones se extienden hasta nuestros días, incluso en textos cuya temática o tecnificación narrativa —como ocurre con Desierto sonoro— parece no guardar relación alguna con el indigenismo o el realismo mágico, por ejemplo.
Si bien Luiselli rehúye la aspiración de darle voz al Otro o apre(he)nderlo en su totalidad mediante la escritura (como otrora intentaron sus antecesores ya mencionados: los indigenistas o los representantes del realismo mágico), lo cierto es que la tirantez entre sistemas socioculturales atraviesa, de parte a parte, la novela. A la revisión de esas tensiones están dedicadas las siguientes páginas.
Dos formas de documentar la alteridad
Los adultos que, “cada uno aportando un hijo a la ecuación” (Luiselli 2019: 16), emprenden un viaje en automóvil desde Nueva York hasta la frontera sur, divergen en distintos aspectos, fundamentales para entender la manera en que interpretan la realidad que les rodea. Ella es mexicana; él, estadounidense. Este detalle, en apariencia insignificante, cobra mayor relevancia en la medida en que avanza la narración.
Por un lado, mientras recorren el sur de Estados Unidos, ella admite su extrañeza frente al entorno: “Conforme más nos internamos en este país, más tengo la impresión de contemplar ruinas y vestigios” (70). Llama la atención, desde luego, la ajenidad respecto a esa cultura a la que ella no pertenece y con la que no se identifica. La alusión a “ruinas y vestigios” no sólo trasluce una valoración negativa sobre los lugares visitados, sino el desapego propio del turista que los mira con frialdad y los considera “ruinas”: restos de una cultura muerta.8 Quiero decir que la narradora acentúa, permanentemente, tanto su ajenidad frente a la sociedad estadounidense como el desconcierto (que oscila entre el miedo y el rechazo) que le producen la mayoría de los habitantes de las regiones por las que transitan.9 La familia protagonista se aleja de esta alteridad norteamericana (tan avasalladora y viva) y su viaje es, en suma, un escape de los referentes imperantes: ya se trate de Nueva York o de los ciudadanos estadounidenses (frente a quienes, insisto, la narradora y los demás personajes se sienten distintos).
Por otra parte, a esta mirada desencantada de la protagonista se suma su formación profesional, a todas luces diferente a la de su esposo:
Lo que mi esposo nunca entendió sobre la forma en que yo entendía mi trabajo —el trabajo que hacía antes de conocernos y al que probablemente volvería ahora, con la historia de los niños perdidos— es que contar historias de forma pragmática, comprometerse con la verdad y abordar un tema de manera directa no era, como pensaba él, un simple apego a las convenciones del periodismo radiofónico. Yo me había formado como profesional en un escenario sonoro y un clima político muy diferentes. La manera en que aprendí a grabar audio tenía que ver sobre todo con no cagarla, con averiguar los hechos de la historia lo mejor posible sin que te mataran por acercarte demasiado a las fuentes, y sin que mataran a las fuentes por acercarse demasiado a ti (126).
De la larga cita, me interesa destacar la relación directa que la narradora establece entre su contexto de formación y el ejercicio de su profesión. Está claro que “el escenario sonoro y el clima político” a los que ella alude son sustancialmente opuestos a los de su marido. No obstante, más allá de las filiaciones nacionales —que están lejos de ser identidades fijas o estereotipadas—, sobresale la creciente disparidad entre los proyectos de cada uno. Las razones por las que emprenden el road trip hasta la frontera están ligadas a los proyectos laborales que desean emprender:
La radio y algunos periódicos comenzaban poco a poco a publicar noticias sobre la ola de niños indocumentados que llegaban al país, pero nadie parecía estar cubriendo la situación desde la perspectiva de los niños. Decidí sondear a la directora del Centro de Historia Oral de la universidad de Columbia. Le presenté un borrador de cómo narrar la historia desde un punto de vista distinto. Después de un breve estira y afloja […] accedió a ayudarme con la financiación de un documental sobre la crisis de los menores indocumentados […]. Al principio no me di cuenta, pero mi esposo también había comenzado a trabajar en un nuevo proyecto. Primero era sólo un montón de libros sobre la historia de los apaches […]. Más tarde empezó a cubrir las paredes en torno a su escritorio con mapas del territorio apache e imágenes de jefes y guerreros. Ahí empecé a presentir que aquel viejo interés suyo se estaba convirtiendo en una investigación más en forma (31-32).
El proceso es, como puede apreciarse, distinto en cada caso: ella parte de la inmediatez; él de la investigación documental. Esta diferencia es refrendada más tarde por la narradora: “Decíamos que yo era una documentalista y él un documentólogo, lo cual significa que yo era más parecida a una alquimista y él a un bibliotecólogo […]. Escuchábamos y entendíamos los sonidos del mundo de maneras distintas y, tal vez, irreconciliables” (126-127). En su proceder profesional —y, por tanto, en su manera de concebir el sonido— hay desacuerdos que, a la postre, los llevarán a la disolución familiar.
A esta disparidad se suma otra más: la que atañe al lazo que, tanto en el documentólogo como en la documentalista, establecen con el Otro.10 Al marido lo cautiva la historia de los chiricahuas, la tribu apache que resistió los embates del ejército estadounidense y fue la última en rendirse. Esta fascinación explica que él recolecte mapas, fotografías, libros y demás documentos para darle soporte a su investigación acústica, a la que denomina un “inventario de ecos”. A decir de la narradora, el plan de su esposo consiste en “grabar los sonidos que ahora, en el presente, se escuchan en ciertos lugares por los que una vez caminaron, hablaron y cantaron Gerónimo y los otros apaches que pelearon junto a él. De algún modo, está intentando capturar su presencia pasada en el mundo, y hacerla audible a pesar de su ausencia actual” (180). Para aprehender a los chiricahuas (o los vestigios auditivos que de ellos quedan), el documentólogo se obstina en seguir sus huellas sonoras en los parajes que recorre. Es revelador que la búsqueda se restrinja a las zonas habitadas por los antiguos apaches y no por sus descendientes. Para decirlo en grueso, al investigador le importan los chiricahuas en tanto símbolo de libertad y resistencia; es decir, aquellos que han sido convertidos en mito y que, por tanto, están más allá del tiempo histórico (tanto así que es posible recuperar los “ecos” de su paso por el mundo). Inmovilizados en una imagen ideal, los chiricahuas distan de ser —en cualquier sentido— materia viva y se asemejan más, como señala páginas más adelante el hijo del documentólogo, a “una colección […], un museo de sonidos que la gente podría seguir escuchando gracias a personas como papá” (252, las cursivas son mías).
La documentalista, en contraparte, comienza su indagación sobre la difícil situación por la que pasan los niños migrantes a partir de lo que escucha en la radio y la prensa. Su investigación está anclada, como dije antes, en la inmediatez y a la actualidad. Y más: su sorpresa e inconformidad frente a las omisiones de los medios masivos la instan a intervenir y proponer la creación de un documental que presente una perspectiva hasta entonces obliterada. En suma, la mujer pone su esmero en la alteridad presente y problemática.11 Así lo demuestra la interpretación que hace de las anécdotas contadas por su marido: “Pero cuanto más escucho lo que cuenta sobre el pasado de este país, más me parece que podría estar hablando sobre su presente” (171). Las historias de los apaches la instan a reparar en la iniquidad imperante.
Las repercusiones de este desigual posicionamiento frente al Otro marcan, en buena medida, el rumbo —literal y metafórico— de la novela: primero, entre sendos proyectos y su materialización. Nótese que la relación con el entorno y, en consecuencia, con los sonidos que cada uno decide registrar es desemejante: “Yo me concentraré en entrevistar a personas, en capturar fragmentos de conversaciones entre desconocidos, grabar el sonido de las noticias en la radio o las voces en los restaurantes […]. Él irá grabando cosas como el sonido del viento que sopla en las llanuras o los motores de los coches en los estacionamientos de los moteles; o tal vez los centavos que caen en las cajas registradoras de gasolineras remotas y el rumor de las televisiones en los diners de carretera” (26).
La distinta experiencia frente al contacto con el entorno y con el otro se manifiesta también en el creciente silencio que se cierne sobre la pareja;12 y por último, en la interacción con sus hijos durante la travesía.
Desplazamientos
Las dos facetas del ejercicio documental (la del documentólogo y la de la documentalista) se apoyan, pese a sus diferencias, en la creación de un catálogo de sonidos o archivo. La misma Luiselli reconoce, al referirse a las fuentes incorporadas a Desierto sonoro, que “el archivo que sostiene la novela es un elemento inherente y al mismo tiempo visible de la narrativa central” (453). Además de pensar el archivo como un catálogo de sonidos que la pareja graba o como un conjunto de fuentes o documentos que brindan sentido al libro (de acuerdo con lo sugerido por la autora), merece la pena atender la veta de interpretación abierta por Michel Foucault cuando esclarece que “el archivo es en primer lugar la ley de lo que puede ser dicho, el sistema que rige la aparición de los enunciados como acontecimientos singulares” (1984: 219). Desde la óptica que propone este trabajo, el archivo es relevante en la medida en que supone una perspectiva sociocultural (con su respectivo acervo conceptual y simbólico) que los protagonistas llevan a cuestas a lo largo de su viaje. Es difícil pasar por alto que, entre la multiplicidad de historias, perspectivas narrativas y referencias que se yuxtaponen en Desierto sonoro, una de las constantes es el desplazamiento. Así lo explicita la narradora en las primeras páginas, aludiendo a los distintos niveles en los que ese término cobra importancia:
Supongo que todas las historias comienzan y terminan con un desplazamiento; que todas las historias son en el fondo una historia de traslado: nuestra mudanza hace cuatro años; las mudanzas previas de mi marido y también las varias mías; las mudanzas, exilios y migraciones de cientos de personas y familias que habíamos entrevistado para el proyecto del paisaje sonoro; la diáspora de niños refugiados cuya historia iba a intentar documentar; y los despojos y desplazamientos forzados de los apaches chiricahuas, cuyos fantasmas mi esposo comenzaría a perseguir en breve. Todo el mundo se va, necesita irse, o puede irse, o tiene que irse. Y al día siguiente, después de desayunar, lavamos los platos que quedaban y nos fuimos (47).
Más allá del traslado físico de los personajes, el desplazamiento compromete una serie de aspectos medulares para el relato.13 Destaco aquí, primero, el que concierne a las cajas que la familia protagonista carga en la cajuela del auto y cuyo contenido es revelado a lo largo del libro.14 Los cuadernos, libros, recortes, trozos de papel, partituras, mapas, reportes, transcripciones de sonidos y fotografías comparten, por un lado, un soporte material (el papel) que garantiza su preservación y transmisión;15 por otro, una misma procedencia apoyada en la grafía (o complementada por ella) y en una serie de saberes legitimados (en tanto que pertenecen a la “alta cultura”). Si, como detalla Luiselli en las “Notas sobre las fuentes”, las referencias forman parte del andamiaje compositivo de la novela, también es cierto que la filiación sociocultural imperante —en la que desfilan textos de Homero, Eliot, Rilke, Pound y Woolf, entre otros— contrasta con aquélla a la que pertenecen los chiricahuas y los niños migrantes que son objeto de la reflexión de los protagonistas. Quiero decir que el archivo es, antes que un conjunto de cajas, una manera de interpretar la realidad circundante. A manera de muestra, añado aquí un ejemplo. Durante su expedición, los adultos se dan un tiempo para jugar con sus hijos, quienes viajan en el asiento trasero. La narradora expresa:
Ahora jugamos. El juego se trata de los nombres, de conocer exactamente las cosas que hay en el desierto. Mi esposo les ha dado a los niños un catálogo de especies vegetales y ellos tienen que memorizar el nombre de algunas cosas […]. Cuando nos detenemos para comprar cafés y leche, en un restaurante a orilla de la carretera, su padre los pone a prueba. Señala la foto de una de las especies, cubriendo el nombre bajo la imagen, y los niños tienen que decir el nombre correcto, por turnos (194).
Hay que prestar atención al proceso mediante el cual los niños se familiarizan con la geografía del sur: a través de un catálogo. El fragmento, de apariencia trivial, encierra un comportamiento que se repetirá a lo largo de la novela: supeditar la experiencia inmediata o la realidad material a la información brindada previamente por el archivo que la familia arrastra de Nueva York a Arizona. Más tarde, cuando los niños escapen de sus padres y se dirijan solos a Echo Canyon, pondrán en marcha los saberes aprendidos mediante el “juego” del archivo e identificarán algunas de las especies vegetales que previamente conocieron gracias al libro.
Con el bagaje libresco16 que les otorga una perspectiva particular sobre los poblados que visitan, los protagonistas llevan a cabo un desplazamiento inverso al de los “niños perdidos”. La “tribu” conformada por los documentalistas y sus hijos17 viaja de norte a sur (con todo el sedimento histórico y simbólico que cada región entraña) para concretar una oportunidad de trabajo. Sobra decir que las diferencias —económicas, sociales, políticas, étnicas, lingüísticas, jurídicas, laborales— entre esta “tribu” y quienes cruzan ilegalmente la frontera son sustantivas. La narradora es consciente de la disparidad de condiciones18 y, por ello, constantemente rebusca el modo idóneo de pensar al Otro.
En tal pesquisa es capital que la narradora someta a prueba las versiones que circulan en los medios masivos sobre la situación de los indocumentados. Analiza con detenimiento tanto el léxico utilizado por los noticiarios radiofónicos como la finalidad de los reportajes emitidos sobre la crisis migratoria.19 La escasa o nula fiabilidad que ella concede a los medios se opone a su encomio de las fuentes escritas (los libros, mapas y documentos que llevan en la cajuela) a las que recurrentemente acude. Esta valoración dispar no entraña una oposición entre lo textual y lo sonoro, sino una crítica a las estrategias mediante las que los medios de comunicación pretenden representar y “darle voz” al Otro. Tras escuchar el testimonio de un sobreviviente, la documentalista indica:
El niño dice que su hermanito se cayó del tren poco antes de alcanzar la frontera. Cuando comienza a explicar a detalle lo sucedido, apago la radio. Siento una náusea pesada y sorda: una reacción a la historia del niño y a su voz, pero también a la manera en que la cobertura periodística explota la tristeza y la desesperación para construir su representación: tragedia. Nuestros hijos reaccionan con violencia a la historia; quieren oír más, pero a la vez no quieren oír más (95-96).
La reflexión sobre los mecanismos (éticos y discursivos) utilizados con frecuencia para representar la alteridad hará que la protagonista tome una decisión sobre cómo organizar su proyecto. En vez de recoger los testimonios de los niños migrantes (tal como hace la transmisión radiofónica), la documentalista considera más conveniente y honesto trabajar a contrapelo:
Aunque un archivo valioso de los niños perdidos debería estar compuesto, en lo fundamental, por una serie de testimonios o historias orales que registren sus propias voces contando sus experiencias, no me parece correcto convertir a esos niños, sus vidas, en material de consumo mediático. ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Para que otros puedan escucharlos y sentir lástima? ¿Rabia? ¿Y después hacer qué? Nadie decide no ir a trabajar y comenzar una huelga de hambre tras escuchar la radio en la mañana. Todo el mundo sigue con su vida, sin importar la gravedad de las noticias que escuchan, a menos que la gravedad se refiera al clima (123).
La cita evidencia un cuestionamiento de las convenciones en las que descansa buena parte del discurso que asume la responsabilidad (si no es que el derecho) de representar al Otro y “darle voz”. Las dudas sobre la legitimidad de brindarle plena expresión a los inmigrantes invaden a la narradora y la hacen desistir de su pretensión inicial.20 Sus interrogantes apuntan, primero, al desmantelamiento de su idoneidad para hablar por (es decir, en lugar de) quienes no están en condiciones de ofrecer su versión; después, a los alcances éticos de esa tentativa. Al respecto, aclara: “¿Y por qué se me ocurre siquiera que puedo o que debo hacer arte a partir del sufrimiento ajeno? […] Preocupaciones constantes: la apropiación cultural, orinar fuera de la bacinica, quién soy yo para contar esta historia, microgestión de las políticas identitarias, parcialidad extrema, ¿estoy demasiado enojada? ¿He sido colonizada intelectualmente por categorías occidentales, blancas y anglosajonas?” (102-103).
Tras formularse estas y otras preguntas, la documentalista decide actuar de modo contrapuesto al de los medios masivos, obstinados en azuzar el morbo en beneficio de sus propios intereses. La resolución artística frente a los problemas —éticos y compositivos— derivados de la representación de la alteridad animan a la protagonista a buscar nuevos cauces expresivos: “La historia que tengo que contar no es la de los niños perdidos que sí llegan, aquellos que finalmente alcanzan sus destinos y pueden contar su propia historia. La historia que necesito documentar no es la de los niños en las cortes migratorias […]. Todavía no estoy segura de cómo voy a hacerlo, pero la historia que tengo que contar es la de los niños que no llegan, aquellos cuyas voces han dejado de oírse porque están, tal vez irremediablemente, perdidas” (186).
Como puede apreciarse, la propuesta de la documentalista se asemeja un poco al “inventario de ecos” que desarrolla su marido, ya que sustituye los testimonios de los niños sobrevivientes por los que no pueden comunicar su experiencia.21 Esta figuración sui géneris, basada en el rechazo de la condición vicaria del intelectual, no está exenta de tiranteces ni mucho menos anula la desarmonía sociocultural: moviliza, una vez más, una serie de elementos encaminados a “proyectar” a los ausentes.
Uno de estos desplazamientos ocurre dentro del vehículo en el que viajan los protagonistas. La parte delantera la ocupan los adultos; la trasera los niños. Los padres deciden la ruta, las paradas y, en buena medida, lo que se escucha en el auto (ya se trate de diálogos, música o audiolibros).22 Los padres no conversan entre sí, pero comparten información con sus hijos. Platican sobre distintos temas y, las más de las veces, sobre los Otros a los que dedican sendos proyectos de trabajo. La documentalista, luego de escuchar las noticias sobre la crisis migratoria en el sur, propone a su esposo dirigirse hacia donde, sospecha, se halla la base militar desde la cual deportarán a los niños cuya petición de asilo fue denegada. Como más tarde confesará su hijo: “Siempre que salía una noticia sobre los niños perdidos nos pedía que nos calláramos, y siempre se ponía toda rara después de escucharla. Se ponía rara y empezaba a hablarnos de ese librito rojo que estaba leyendo sobre otros niños perdidos, y sobre su cruzada y cómo atravesaban desiertos a pie o viajaban en trenes a través de mundos vacíos, y todo eso nos daba curiosidad, pero no alcanzábamos a entender mucho” (259).23 Las canciones, los audiolibros y, fundamentalmente, las intervenciones de los adultos tienen en común una misma perspectiva sociocultural sobre un tópico también compartido.24
Si las noticias sintonizadas en la radio inquietan a los niños y suscitan la desconfianza de la narradora, las historias que relata el padre sobre los chiricahuas, en cambio, tienen un efecto tranquilizador e incluso regocijante.25 La calma que rodea a estos episodios no es gratuita: como mencioné antes, los apaches pertenecen (al menos desde la versión ofrecida por el documentólogo) a un pasado clausurado. Así, el vínculo de los personajes con las narraciones acerca de Gerónimo, el Jefe Cochise o los Guerreros Águila cobra un cariz lúdico, al punto que cada integrante de la familia/tribu adquiere un nombre apache: Papá Cochise, Flecha Suertuda (la madre), Pluma Ligera (el niño) y Memphis (la niña).
Con el transcurso de los días y de los kilómetros recorridos, las historias contadas “para entretener a los niños y llenar las horas” (62) adquieren nuevos matices. Lo enunciado en la parte delantera del automóvil se desplaza hacia la trasera y se resignifica. La narradora revela que sus hijos “a veces retoman el hilo de una de las historias de apaches de su padre, o de las historias sobre los niños atrapados en la frontera, y actúan sus posibles desenlaces […]. Pero combinan esas historias, las confunden. Se inventan finales posibles y ucronías” (97). Los pequeños entretejen y reúnen lo que, para sus padres, resulta inexorablemente separado: el pasado y el presente, lo mítico y lo irresuelto. Cuando se percata de los juegos mediante los que sus hijos recrean las historias de los migrantes y las de los apaches, la documentalista reconoce la relevancia de este pasatiempo aparentemente inocuo: “Al escucharlos ahora, de pronto comprendo que son ellos quienes cuentan la historia de los niños perdidos. La han venido contando desde el principio, una y otra vez, en el asiento trasero del coche, durante las últimas tres semanas. Pero yo no los había escuchado con la atención suficiente” (225).
La revelación (interpretar los juegos de sus hijos como el “eco” deformado de los niños perdidos) supone un desplazamiento del agente encargado de “darle voz” al Otro. La documentalista delega en alguien más la facultad de representar la alteridad. Esta transferencia no es, por cierto, sólo nominal: luego de que la familia arriba a las inmediaciones del lugar desde donde los niños migrantes serán repatriados, el punto de vista narrativo se altera. La siguiente parte de la novela es relatada por el hijo. 26
La elección no es, en modo alguno, baladí: el niño es heredero y depositario de los saberes encomiados por la documentalista, como ella misma sospecha: “Me pregunto si no le habré contagiado mi manía documental: almacenar, coleccionar, archivar, inventariar, enlistar, catalogar” (151). Por otra parte (complementaria a la anterior), el chico funge, a lo largo de Desierto sonoro, como intermediario entre el mundo adulto y el infantil: “Yo entendía tu pregunta perfectamente, así que se la expliqué. Yo era siempre el traductor entre tú y ellos, o entre ellos y nosotros” (283), confiesa a su hermana. El doble traslado (interpretar lo dicho por la menor y asumir el deber de contar la historia de los niños perdidos) es medular para aquilatar la operatividad de este cambio de perspectiva narrativa.
Pluma Ligera, como se hace llamar el infante, narra para dejar constancia de su aventura: “Ésta es nuestra historia y la de los niños perdidos, desde el principio hasta el final, y yo voy a contártela, Memphis” (237). No es casual que el pequeño entrevere lo que les ocurre a él y a su hermana con el relato sobre los niños perdidos. Estimulados por lo que escucharon decir a sus padres en el auto, Pluma Ligera y Memphis huyen de sus padres para dirigirse a Echo Canyon.
Este viaje infantil es, en sí mismo, un eco de otros. Por un lado, reproduce la búsqueda que sus padres llevan a cabo. En su escape, el niño se asegura de llevar en una mochila las herramientas para interpretar el mundo conocido e incluso aquél ajeno al que se enfrentará (navaja suiza, binoculares, linterna, brújula, comida) y, sobre todo, el material de trabajo de los adultos: la cámara fotográfica, un libro (las Elegías para los niños perdidos, es decir, un texto sobre migración) y la grabadora de su mamá. Por otro lado, hay un innegable paralelismo inverso entre el viaje de los niños y el periplo de migrantes desde Centroamérica hasta la frontera sur de Estados Unidos. Mientras aquéllos abandonan voluntariamente (y como si se tratara de un juego) sus comodidades para ir tras la imagen del Otro, éstos, en contraparte, se ven impelidos a hacerlo debido a las penosas condiciones que viven en sus países de origen.
Los hermanos cruzan terrenos, suben a trenes de carga y caminan un largo trecho para llegar a su objetivo. Documentan su trayecto con la cámara fotográfica y, ante las adversidades que supone el viaje, el narrador (quien en algún momento extravía a su hermana), fiel a la perspectiva sociocultural de sus padres, se refugia en el poder de la letra: “Así que, aunque tenía un impulso muy fuerte de ir a buscarte, me quedé allí, quieto […]. Saqué el libro de los niños perdidos, lo sacudí dentro de la mochila para asegurarme de que no hubiera fotos entre sus páginas y, sosteniendo mi linterna, intenté leer un poco” (341).27
Las Elegías de los niños perdidos que el niño lee durante su aventura son fundamentales, pues al tiempo que le ayudan a crear una imagen de los migrantes (una imagen respaldada por la legitimidad de la letra impresa), subrayan la disparidad de condiciones entre él y los Otros: “Este tren [en el que viajan hacia Echo Canyon] era distinto al de los niños perdidos, porque no tenía gente” (347).
La inserción de fragmentos de las Elegías a lo largo de la novela establece un contrapunto narrativo importante (los episodios son relatados por una voz heterodiegética y omnisciente) frente a las intervenciones de la documentalista y su hijo; es decir, ofrece una perspectiva ajena al mundo narrado y, por tanto, parece dotada de imparcialidad. De igual forma, este libro28 presenta referencias sobre el desplazamiento forzado que nutren la imaginación de Pluma Ligera y Memphis.
Cuando, exhaustos y sin provisiones, los hermanos avanzan por las inmediaciones de Echo Canyon, el narrador alienta a su hermana a continuar el recorrido contándole historias sobre los niños perdidos: “y mientras seguíamos caminando traté de imaginar qué más cosas contarte sobre los niños perdidos, para que pudieras escucharlos como yo los escuchaba en mi cabeza y también imaginarlos, así que dije sí, te voy a contar más sobre ellos, están viniendo hacia nosotros y los vamos a encontrar allá” (387, las cursivas son mías). Es relevante que el niño admita que el Otro al que persiguen reside principalmente (si no es que tan solo) en su mente: ha sido creado por él y su hermanita con trozos de las distintas historias que les relataron o leyeron: los apaches decimonónicos y los Guerreros Águila, los migrantes centroamericanos de la contemporaneidad, los niños perdidos que protagonizan las Elegías.
Páginas más adelante, cuando Memphis y Pluma Ligera creen llegar a un paraje circundado por águilas, donde hay un vagón de tren abandonado y unos niños que viajan hacia el norte, el ansiado “encuentro” con el Otro habrá de consumarse.29 Es también aquí donde la clara distinción entre las voces que se encargan de presidir la narración se rompe y las historias (el relato de Pluma Ligera y el contenido de las Elegías para los niños perdidos) se imbrican:
Una piedra salió de pronto volando hacia nosotros desde el otro lado del vagón, como un eco de piedra, una piedra que la mayor de las niñas acababa de lanzar desde el otro lado de la pared oxidada de la góndola y a través de sus puertas abiertas, una piedra real que el niño y su hermana hubieran confundido con un eco, confundidos como estaban con respecto a la relación de causa y efecto que normalmente gobernaba el mundo, de no ser porque la piedra que les lanzaron golpea al niño en el hombro, tan real, concreta y dolorosa que su sistema nervioso se despabila, alerta, y su voz profiere un indignado ay, me dolió, quién anda ahí, pregunté, quién anda ahí, dice, y al escuchar el sonido de esa voz los cuatro niños se miran mutuamente con alivio (399).
Más que un simple desplazamiento de niveles diegéticos o una ingeniosa maniobra narrativa, esta mixtura tiene alcances más profundos, relacionados con los inconvenientes que supone representar a quien es social y culturalmente distinto. Dicho de otro modo, cuando el Otro (evocado e imaginado a lo largo de la novela) es finalmente “hallado” por los protagonistas, la estabilidad narrativa se fisura. Esta “movilidad” de los niños migrantes puede emparentarse con su viaje hacia el norte, pero también con su condición de referente vivo que, al menos provisionalmente, abandona el lugar fijo que le había sido designado (los confines del libro: las Elegías) para ocupar el mismo espacio/nivel narrativo de los protagonistas. Así, la oscilación constante entre la perspectiva homodiegética y la heterodiegética debe entenderse como un asedio (desde dentro y desde fuera del mundo narrado) a la figura escurridiza del Otro.30 Sobra decir que, como pronosticó capítulos atrás la documentalista, este relato sobre los niños perdidos no incluye sus testimonios,31 sino la versión ofrecida por su hijo (Pluma Ligera) y por la voz narrativa de las Elegías.
El vaivén del punto de vista da cuenta del contacto entre los hijos de los documentalistas y los niños migrantes:
Y yo todavía no podía creer que fueran reales, aunque los cuatro niños estaban allí de pie frente a nosotros, dos niñas con trenzas largas, la mayor con un bonito sombrero negro, y luego dos niños, uno de ellos con un sombrero rosa, ninguno parecía real hasta que tú abriste la boca, Memphis, dijiste Gerónimoooo desde sólo un paso atrás de mí, y entonces vimos esas cuatro caras decirnos también Gerónimoooo, Gerónimoooo dicen los dos niños a los otros cuatro desde el otro lado de la góndola abandonada, un niño y una niña, y a los cuatro les lleva unos segundos entender que son reales, ellos y nosotros, nosotros y ellos, pero cuando finalmente lo entienden, los cuatro, los dos, los seis en total se ocupan de recolectar agua del chubasco en botellas vacías que tienen en sus mochilas y les dan largos y agradecidos tragos y comparten, y cuando al fin se sienten saciados, entran lentamente en la góndola abandonada (399-400).
De las tantas líneas interpretativas que abre este pasaje, despunta la que concierne a la repetición sonora que les es devuelta a Pluma Ligera y Memphis cuando intentan ponerse en contacto con los otros niños. Esa primera aproximación o contacto con la alteridad es tan sólo un “eco”: la palabra propia devuelta como se emitió, inalterada.32 Sumado a ello, la yuxtaposición de perspectivas narrativas tiende, progresivamente, a unir lo separado: los dos grupos se convierten, finalmente, en seis niños que recolectan agua y cooperan entre sí.
Antes que cuestionar la verosimilitud del encuentro entre los menores indocumentados y los hijos de los documentalistas,33 considero fundamental prestar atención a cómo la novela misma imagina y representa este improbable cruce. En otras palabras, la resolución artística de Desierto sonoro plantea la reunión de lo separado, la convivencia (fugaz o alucinada, pero no por ello insignificante) entre integrantes de sectores sociales y culturales diametralmente opuestos. De acuerdo con lo enunciado por Pluma Ligera y por la voz heterodiegética de las Elegías, los seis niños interactúan con confianza mutua: comparten el agua, los alimentos, relatos y, cuando llega el momento de separarse, intercambian pertenencias. Memphis entrega a los niños migrantes el mapa, la linterna, la brújula, los binoculares, la navaja y un libro (en suma, artefactos y símbolos de la cultura robados a sus padres) a cambio de un par de sombreros, un arco y una flecha de plástico. Los sombreros servirán apenas para que Pluma Ligera y Memphis se protejan del sol; en cambio, las herramientas que ellos brindaron a los niños perdidos tienen el propósito de garantizar su sobrevivencia y, más tarde, su inserción en un país ajeno. No parece infundado argumentar que, al trocar los instrumentos que permitieron su viaje, los hijos de los documentalistas legan a los indocumentados algo más que unos cuantos objetos: les transfieren (como hicieron sus padres con ellos) un marco de interpretación de la realidad, basado en el uso de la letra y la tecnología.
El “descubrimiento”34 del Otro en Desierto sonoro debe asociarse, por un lado, a la figuración de una reunión amistosa, colaborativa y beneficiosa entre dos sectores radicalmente distintos; por otro, a la subyacente tensión entre niveles diegéticos y perspectivas narrativas que pretenden acortar la brecha que separa a unos personajes de otros. Que este encuentro ocurra en el desierto (una zona que remite a las antiguas tribus chiricahuas; es decir, al pasado), en un vagón abandonado (estático, que no va a ninguna parte), a una distancia prudente de cualquier ciudad (ya se trate de las que recorre la familia de documentalistas o de la frontera con México) y sin la presencia de adultos, no parece ser insustancial.
De manera inversa a lo que ocurre en El señor de las moscas (el audiolibro que los documentalistas eligieron para escuchar durante su recorrido), los niños que coinciden en el desierto no pertenecen a un mismo grupo (es decir, no llegaron juntos, ni son compañeros de viaje) y, pese a sus múltiples diferencias (étnicas, idiomáticas, culturales), consiguen entenderse en paz, como si las barreras que median entre ellos no existieran. La invención de esta interacción venturosa contrasta con lo expresado anteriormente (ya por la documentalista, ya por el documentólogo, ya por la voz narrativa de las Elegías) sobre la violencia y las vicisitudes que enfrentaron otrora las tribus chiricahuas y aún sufren quienes intentan cruzar hacia Estados Unidos y establecerse allí.
La posibilidad de este contacto pacífico y feliz descansa en las cualidades que, a lo largo de la novela, se enuncian como propias de los niños, en tanto que ellos poseen una perspectiva singular e insustituible (por no decir idealizada, en la medida en que la imaginación es su cualidad primordial) sobre el mundo que los rodea. Así lo manifiesta la documentalista varios capítulos atrás, cuando mira a sus hijos inventar historias en el asiento trasero del auto: “Las imaginaciones de los niños interrumpen la normalidad del mundo, rasgan el velo, permiten ver como no-normal lo que hemos normalizado a fuerza de costumbre o resignación” (224). En el mismo sentido se orientan sus conjeturas sobre El señor de las moscas: una historia “sobre el modo en que la imaginación de los niños desestabiliza nuestro sentido adulto de la realidad y nos obliga a cuestionarnos los fundamentos mismos de esa realidad” (202).
La idealización del punto de vista infantil (y de su hipotética imaginación liberadora, capaz de poner en crisis las bases en las que descansan el sentido común y las convenciones sociales) deriva en la representación de un episodio que congrega lo separado; que realiza (o al menos plantea la posibilidad de realización) (con la intermediación de distintas instancias narrativas y puntos de vista) lo que ni la documentalista ni la realidad extratextual pueden: crear un espacio de concordia en el que no existen los adultos ni las leyes que los rigen y separan.
Esta peculiar solución artística a los problemas (discursivos y socioculturales) que supone la relación con el Otro, bien puede entenderse como un intento de dar sentido a una armonía que, desde las convenciones y costumbres del mundo adulto, parece insostenible. Y más: la renuncia de la documentalista a “dar voz” a los migrantes implica desplazar tal responsabilidad a sus hijos (portadores de un “extrañamiento” inaccesible a los mayores). No obstante, esta suplantación (mediante la cual los niños acceden, imaginariamente o no, al mundo del Otro) tiene algunos pliegues.
La documentalista advierte que tanto ella como su esposo mantienen una relación con sus hijos atenta a la singularidad de éstos: “decidimos, aunque en realidad nunca lo hablamos, que teníamos que tratar a nuestros hijos no como destinatarios imperfectos de un saber más elevado, que nosotros, los adultos, debíamos transmitirles en dosis pequeñas y edulcoradas, sino como nuestros iguales desde el punto de vista intelectual” (116-117). Así, su apertura hacia el mundo infantil (con la consecuente admiración e idealización de sus facultades) no está exenta, como he intentado mostrar, de la transmisión de una serie de saberes (apoyados en la grafía y en un conjunto de saberes legitimados) que son precisamente los que posibilitan la comunicación entre los pequeños y sus padres, al punto de que aquéllos apenas pueden diferenciarse de éstos. Quizá lo dicho por la documentalista con respecto a los personajes infantiles de El señor de las moscas se corresponde con lo que sucede también en Desierto sonoro: “Porque los niños en realidad no son niños. Son adultos imaginados como niños. Tal vez sea más bien una metáfora” (203).
Esta metáfora gracias a la cual la perspectiva adulta se parapeta o disimula tras una pretendida mirada infantil no invalida la heterogeneidad narrativa; por lo contrario, la transfiere y duplica (he aquí un desplazamiento más), pues el encargado de imaginar al Otro ha sido también imaginado. Quiero decir que el punto de vista (narrativo, pero sobre todo valorativo) infantil es ficcionalizado, toda vez que la manera en que los menores interpretan el mundo que los rodea no difiere un ápice de la que detentan sus padres.
Concluido el cruce entre los “niños metafóricos” y los niños perdidos, la estabilidad narrativa se instala en las últimas páginas de Desierto sonoro. Pluma Ligera y Memphis son rescatados por sus padres y puestos a salvo. Cuando los niños se reintegran a su sistema sociocultural, el vaivén diegético y focal desaparece. Desde la perspectiva narrativa del niño se relata lo sucedido en las postrimerías de su aventura: graba un mensaje a su hermana en el que, a manera de conclusión, afirma su lugar en el mundo a partir del doble legado obtenido de sus padres: “pensé lo siguiente, aunque todo suena un poco confuso: tal vez, con mi cámara, puedo ser documentólogo, y con esta grabadora […] puedo ser documentalista y documentar todo lo que no puedo documentar con mis fotos. Pensé en escribir estas cosas en un cuaderno para que un día las leyeras pero todavía eres mala lectora […]. Así que, en vez de eso, decidí grabarte todo” (421).
Tras imaginar al Otro, Pluma Ligera vuelve a sí mismo renovado, con más certidumbre sobre el valor y el posicionamiento de su mirada. No sólo concilia los atributos de sus padres, sino que asume y registra un nuevo objetivo: reencontrarse con su hermana, en vista de que sus padres (y ellos mismos, en consecuencia) habrán de separarse. Este gesto final puede leerse como el deseo de evitar la desaparición de su propia “tribu” (a la vez familiar y sociocultural): “tú y yo vamos a volver a encontrarnos” (423).
El derrotero hermenéutico de este trabajo, atento a los desplazamientos que caracterizan Desierto sonoro, no pretende, en modo alguno, circunscribir a un solo cauce las profusas líneas de análisis que la novela convoca. Antes bien, aspira, acaso, a mostrar que lo que se pone en movimiento no son únicamente los distintos personajes (la familia de documentalistas, los niños perdidos o los chiricahuas), sino un conjunto de saberes y, más aún, estrategias narrativas encauzadas a construir y ratificar una mirada (la infantil) que imagine un encuentro armónico, desproblematizado, con el Otro. La discordancia entre esta relación ideal y las que se establecen entre los diferentes sectores socioculturales en la realidad extratextual no debe ser interpretada como el fracaso de la mímesis. Por lo contrario, en sus distintos niveles compositivos (incluidos los que atañen a los planos diegéticos y las perspectivas narrativas), Desierto sonoro eleva al plano de la figuración artística las tensiones e imposibilidades de un verdadero diálogo con la alteridad. Pareciera como si, ante la imposibilidad de entendimiento entre integrantes de culturas distintas, como si ante el racismo, la xenofobia, la discriminación hacia los migrantes y demás fenómenos que la narradora denuncia a lo largo de la novela, el encuentro entre distintos sectores socioculturales en Desierto sonoro sólo fuera imaginable a través de la imaginación (me refiero, por un lado, al despliegue inventivo de los niños; por otro, a la resolución de las tensiones planteada por la novela misma en su desenlace).
La solución estética ofrecida por Valeria Luiselli abreva de una tradición de largo aliento (aquella iniciada, como señalé antes, por Cristóbal Colón y refrendada por el indigenismo y el realismo maravilloso) que ambiciona dar cuenta (no sin tensiones) de la heterogeneidad constitutiva de nuestras sociedades. Sin embargo, si Desierto sonoro se allega a esta vertiente narrativa no es sólo para reproducirla sin variantes: la recrea, actualiza y extiende con sus continuos desplazamientos. Frente a su incapacidad para retener la palabra y la perspectiva ajenas,35 la novela presenta (es decir, inventa) una mirada que acorte la distancia; un gozne que concilie los extremos. Subyace a este gesto el anhelo de cruzar las fronteras, de impugnarlas y romperlas. El propósito y el resultado son tan encomiables como vigentes.