INTRODUCCIÓN
Desde la época prehispánica se ha dado cuenta de la innumerable serie de desastres asociados a amenazas de origen natural y socionatural que han ocurrido en México (García Acosta, 1996; 1997). Bien conocidas son las narraciones referidas al análisis de los sismos (García y Suárez, 1996) y diversos eventos hidrometeorológicos (García, Pérez y Molina del Villar, 2003; Escobar, 2004) en las que se consideran no sólo las amenazas, sino también algunas causas de fondo y factores condicionantes del riesgo de desastre, así como de los desastres, que han tenido influencia en la configuración de estos.
En dicho tenor, para el caso de las inundaciones de la Ciudad de México en el siglo XVII, Boyer (1975) identifica algunos factores subyacentes e inductores del riesgo asociados al proceso de Conquista, durante el cual se rompió el equilibrio con la “generosa tierra” por la desecación de los lagos de la gran Tenochtitlán, y hace referencia a las observaciones del ingeniero Enrico Martínez en relación con el papel de la deforestación, el pastoreo y la expansión de cultivos en los procesos erosivos y, por ende, en el incremento de la susceptibilidad a inundaciones. Aunado a esto hace también un análisis de las relaciones sociales entre indígenas y españoles y sus tratos comerciales, la dinámica de los asentamientos humanos y la infraestructura hidráulica, al igual que el papel de las diversas instituciones en la transformación sociocultural y ambiental del territorio.
A partir del análisis de las culturas prehispánicas se torna evidente la riqueza fisiográfica y cultural del territorio como insumo fundamental para la creación de encuentros y desencuentros con dioses asociados a fenómenos naturales, la génesis de cosmovisiones que, de alguna forma, aún hoy día permean en nuestra sociedad y las relaciones sistémicas de poder y explotación que han trastornado la comunión entre sociedad y naturaleza.
Así, mediante la historia de relaciones entre las comunidades y el medio a partir de las opciones y la toma de decisiones acerca de la distribución y la utilización de recursos -en función de los modelos y estructuras culturales, sociales, económicas e institucionales y sus relaciones materiales-, surge la construcción del riesgo de desastre, esto es, como resultado de procesos que se desarrollan a lo largo del tiempo, arraigados en la historia y la cultura de la sociedad, en su percepción y en la manera en que generan respuestas ante el impacto de las amenazas existentes (Oliver-Smith et al., 2016; 2017).
No obstante, con mucha frecuencia los desastres se han entendido y tratado como sinónimos de la ocurrencia de fenómenos naturales, es decir, sólo como consecuencias del impacto de la naturaleza en las sociedades. Es así como usualmente los desastres se visualizan como incontrolables u originados por fenómenos extremos o extraordinarios, por lo que el tipo de soluciones ofrecidas para solventar dichos impactos ha estado particularmente inmerso en medidas de tipo ingenieril, en las que la tecnología es el elemento cardinal para contrarrestar las amenazas (Hewitt, 1983), sin considerar las diferentes dimensiones de la vulnerabilidad y la exposición (Alcántara-Ayala y Oliver-Smith, 2019). Por ende, la prevalencia de visiones centradas en la respuesta a la emergencia, en lugar de un enfoque de manejo integral del riesgo de desastre con fines de reducción del riesgo y prevención, es todavía común en diversas partes del mundo y México no es la excepción.
Exactamente 32 años después del desastre desencadenado por el sismo interplaca del 19 de septiembre de 1985, de magnitud 8.1, generado a 15 km de profundidad, y a una distancia aproximada de 370 km de la Ciudad de México, un sismo intraplaca de magnitud 7.1, cuyo epicentro fue ubicado 120 km al sur de la metrópoli, a una profundidad de 57 km (SSN, s.f.), sacudió la estructura institucional de la protección civil en México (Figura 1). Las consecuencias de desastres como los detonados por estos sismos se impregnan en la memoria a corto plazo de la población, pero el análisis de su causalidad y los consecuentes procesos de intervención y gestión necesarios para atender dichas causas pasa inadvertido o se posterga repetidamente, tanto desde la perspectiva social como desde la institucional. De ello y de las consecuencias socioeconómicas y ambientales de una serie de desastres ocurridos en las últimas décadas se desprende la urgencia de implementar una política pública de GIRD, fundamentada en la evidencia científica, con la contribución de las ciencias sociales y naturales, así como del desarrollo tecnológico, en la que la participación de la sociedad sea imprescindible.
Es así como continúa como tarea pendiente la incuestionable necesidad de realizar un diagnóstico de las causas de fondo, los factores inductores del riesgo de desastre y la respuesta gubernamental, federal y estatal ante los sismos de septiembre de 2017 y otros desastres, con la finalidad de identificar debilidades y fortalezas y dirigir esfuerzos transversales hacia patrones coherentes de transformación.
El objetivo de este artículo es hacer una revisión del impacto de los desastres desencadenados por amenazas naturales y socionaturales en México, y reflexionar acerca de la necesidad de evolucionar, de una visión de emergencia y respuesta arraigada en el Sinaproc, hacia una perspectiva de política pública en materia de GIRD.
CONTEXTO METODOLÓGICO
Este trabajo se basa fundamentalmente en el análisis de los registros de datos de los desastres ocurridos en México entre 1900 y 2018, contenidos en la base de datos EM-DAT y compilados por el Centro de Investigación en Epidemiología de los Desastres (CRED) en la Escuela de Salud Pública de la Université Catholique de Louvain, Bélgica.
Cabe mencionar, sin embargo, que si bien en la clasificación que integra esta base se hace referencia a desastres naturales y tecnológicos, dicha concepción se considera errónea en el sentido de que los desastres son socialmente construidos (Hewitt y Burton, 1971; Burton, Kates y White, 1978; Maskrey, 1993; Blaikie et al., 1994; Cannon, 1994; Oliver-Smith et al., 2016; Alcántara-Ayala, 2019), pero pueden ser desencadenados por amenazas de origen natural (p. ej., actividad volcánica, sismos), socionatural (p. ej., inundaciones, procesos de remoción en masa) y antropogénico (p. ej., explosiones, incendios). Una amenaza es definida como “un proceso, fenómeno o actividad humana que puede ocasionar muertes, lesiones u otros efectos en la salud, daños a los bienes, disrupciones sociales y económicas o daños ambientales” (UNISDR, 2017). Consecuentemente, es importante destacar que no debe confundirse el tipo de amenaza que desencadena el desastre con el desastre per se.
El interés de este trabajo se centra en los desastres detonados por amenazas naturales y socionaturales. Las primeras están asociadas a procesos y fenómenos naturales, mientras que las segundas resultan de la combinación de factores naturales y antropogénicos, como la degradación ambiental y el cambio climático (UNISDR, 2017).
De manera complementaria a los registros de desastres de alta magnitud y baja frecuencia incluidos en EM-DAT, se incorporaron los datos disponibles en DesInventar, con la finalidad de documentar con mayor precisión desastres particulares ocurridos a lo largo de la historia en el territorio nacional. A ello, se añadió la revisión de artículos y capítulos de libros científicos.
Un total de 231 registros derivados de la base de datos EM-DAT, así como 1 159 eventos ocurridos en México incluidos en DesInventar, fueron empleados para la generación de gráficas y mapas en Excel y ArcView, respectivamente.
Desastres en México
Eventos de alta magnitud y baja frecuencia
La complejidad y riqueza del territorio mexicano, desde las perspectivas natural y social, le imprimen un sello especial que involucra retos en el corto, mediano y largo plazo. Al ser el riesgo de desastre definido como “la posible pérdida de vidas, lesiones o activos destruidos o dañados que pueden ocurrir en un sistema, sociedad o comunidad en un período de tiempo específico, determinada probabilísticamente como una función de riesgo, exposición, vulnerabilidad y capacidad” (UNISDR, 2017), las transformaciones socioculturales y ambientales históricas y contemporáneas del espacio son ingredientes centrales en el entendimiento de la configuración de dicho riesgo.
De acuerdo con la base de datos EM-DAT, durante el periodo 1900-2018 se registraron en México 231 desastres (Figura 2), de los cuales, las tormentas desencadenaron 105 eventos, es decir, 45.5% del total, mientras que 69 inundaciones representaron 29.8%. En un porcentaje menor se registraron 35 desastres detonados por sismos (15%); 12, por procesos de remoción en masa (5.1%), y 10, por actividad volcánica (4.3%) (Figura 3). Los años 1999, 2010 y 2011 presentaron el mayor número de registros, todos ellos con nueve. En 1999 hubo cuatro desastres desencadenados por inundaciones, tres por sismicidad, uno por tormenta y uno por actividad volcánica. En 2010 cuatro de los desastres estuvieron asociados a tormentas, mientras que dos a inundaciones y procesos de remoción en masa y uno a sismos. Para 2011 el número de desastres desencadenados por tormentas fue cinco, mientras que tres fueron por inundaciones y uno debido a sismicidad (Figura 3) (EM-DAT, s.f.).
El número de víctimas fatales en México durante el periodo de análisis ascendió a 22 473 (Figura 4), de las cuales, 11 153, el equivalente a 49.26% del total, fueron asociadas con desastres desencadenados por sismos. De manera adicional, 5 522 (24.57%) y 4 346 (19.33%) personas perdieron la vida en desastres asociados a tormentas e inundaciones, respectivamente. En mucha menor proporción, durante eventos vinculados con actividad volcánica y procesos de remoción en masa se registraron 1 120 (4.98%) y 332 (1.47%) víctimas fatales, respectivamente (EM-DAT, s.f.).
Las consecuencias de los desastres en términos del número de personas afectadas en México durante 1900-2018 fue de 17 779 630 (Figura 5), de las cuales, 8 615 276 (48.45% del total) resultaron perjudicadas durante eventos desencadenados por tormentas, mientras que 4 884 448 habitantes (27.47%) fueron afectados por inundaciones. Desastres vinculados a sismicidad perjudicaron a una población de 4 117 678 (23.15%), en tanto que las afectaciones derivadas de actividad volcánica y procesos de remoción en masa fueron menores y sumaron 161 908 (0.91%) y 320 personas (0.001%), respectivamente (EM-DAT, s.f.).
Si bien es cierto que el grado de incertidumbre de las cifras relacionadas con las consecuencias de los desastres, particularmente de alta magnitud y baja frecuencia, es muy elevado, dichos registros permiten identificar episodios que pueden considerarse como parteaguas en la definición (efectiva o ineficaz) de directrices o políticas que puedan tener incidencia en el manejo del riesgo de desastres.
De acuerdo con EM-DAT, para el periodo de análisis establecido, durante el sismo del 19 de septiembre de 1985 se registró el mayor número de víctimas fatales, seguido de una inundación en 1959 y el impacto de actividad volcánica del volcán Paricutín en 1949. La mayor cantidad de personas afectadas, la cual fue en el orden de 2.5 millones de habitantes, tuvo lugar durante la sequía de 2011. El sismo del 19 de septiembre de 1985 involucró afectaciones para más de 2.1 millones de personas, mientras que el huracán Stan desencadenó el desastre de octubre de 2005, en el que una población de aproximadamente 2 millones sufrió las severas consecuencias. En términos de los daños económicos registrados para el mismo periodo, las mayores pérdidas se originaron a consecuencia del desastre desencadenado por el sismo del 19 de septiembre de 2017, las cuales fueron de 6 000 millones de dólares. De manera adicional, desastres asociados a la ocurrencia de los huracanes Wilma y Manuel e Ingrid, respectivamente, generaron pérdidas en el orden de 5 000 y 4.2 000 millones de dólares (Tabla 1).
Tipo | Fecha | Víctimas fatales | Tipo | Fecha | Personas afectadas | Tipo | Fecha | Daño total (millones de dólares) |
Sismo | 19/09/1985 | 9 500 | Sequía | Septiembre de 2011 | 2 500 000 | Sismo | 19/09/2017 | 6 000 000 |
Inundación | 1959 | 2 000 | Sismo | 19/09/1985 | 2 130 204 | Tormenta | 19/10/2005 | 5 000 000 |
Actividad volcánica | 1949 | 1 000 | Tormenta | 01/10/2005 | 1 954 571 | Tormenta | 13/09/2013 | 4 200 000 |
Tormenta | 27/10/1959 | 960 | Inundación | 28/10/2007 | 1 600 000 | Sismo | 19/09/1985 | 4 104 000 |
Inundación | 12/09/1999 | 636 | Sismo | 08/09/2017 | 1 200 250 | Tormenta | 15/09/2010 | 3 900 000 |
Tormenta | 01/10/1976 | 600 | Tormenta | 19/10/2005 | 1 000 000 | Inundación | 28/10/2007 | 3 000 000 |
Sismo | 28/08/1973 | 500 | Inundación | 20/09/2010 | 1 000 000 | Tormenta | 01/10/2005 | 2 500 000 |
Tormenta | 28/09/1955 | 500 | Tormenta | 07/10/1997 | 800 200 | Tormenta | 10/09/2014 | 2 500 000 |
Tormenta | 12/11/1961 | 436 | Inundación | 12/09/1999 | 616 060 | Sismo | 08/09/2017 | 2 300 000 |
Temperatura extrema |
30/04/1990 | 380 | Tormenta | 20/09/2002 | 500 030 | Tormenta | 30/06/2010 | 2 000 000 |
Fuente: EM-DAT (s.f.).
Eventos de baja magnitud y alta frecuencia
De manera complementaria a los datos derivados de EM-DAT, se extrajeron de DesInventar los registros de los desastres ocurridos en México de 1970 a 2013. De un total de 1 159 eventos registrados, 361 de ellos (31.14%) ocurrieron en 2010; mientras que 141 (12.16%), en 2011, y 69 (5.95%), en 1993. Veracruz, Oaxaca y Chiapas fueron las entidades en donde se concentraron más los desastres, con 371, 125 y 86 eventos, respectivamente. En relación con las amenazas asociadas a dichos desastres, 567 fueron desencadenados por inundaciones (48.92%); 408, por lluvias (35.20%); 91, por sismos (7.85%); 50, por tormentas (4.31%); 23, por actividad volcánica (1.98%); 19, por procesos de remoción en masa (1.63%), y uno, por tornado (0.08%) (Figura 6).
El número de víctimas fatales registrado a consecuencia de tales desastres ascendió a 17 540. De estos, el mayor número se registró en la Ciudad de México, con 10 059, seguido de Chiapas, Veracruz, Puebla, Baja California Sur y Guerrero, con 2 481, 1 179, 1 102, 413 y 356 casos, respectivamente (Figura 7).
Prácticamente dos de cada tres pérdidas de vida estuvieron asociadas a desastres desencadenados por sismicidad; estas sumaron 11 490 víctimas fatales (65.50%). De manera adicional, 2 000 fallecieron durante eventos vinculados con actividad volcánica (11.40%); 1 821, por lluvia (10.38); 1 594, por inundaciones (9.08%); 418, por procesos de remoción en masa (2.38%); 214, por tormentas (1.22%), y tres, por tornados (0.01%).
El número total de personas afectadas a consecuencia de los desastres durante el mismo periodo fue de 22 937 490, de los que 7 335 240 se concentraron en Veracruz; 4 761 405, en Puebla; 2 215 000, en Yucatán; 1 849 775, en Sinaloa; 1 075 417, en Quintana Roo, y 1 008 151, en Chiapas (Figura 8).
Eventos hidrometeorológicos fueron los principales desencadenantes de los desastres durante los cuales una mayor cantidad de personas fue afectada. Estos contribuyeron a 89.37% del total; 14 629 830, por lluvia (63.78%); 5 686 416, por inundaciones (24.79%), y 184 571, por tormentas (0.80%); de manera adicional, 1 789 122 procesos de remoción en masa (7.79%), 493 830 sismos (2.15%), 146 000 tornados (0.63%) y 7 721 eventos de actividad volcánica (0.03%).
Sin la intención de hacer un análisis exhaustivo, ya que no es el objetivo planteado, es preciso señalar que para el periodo de 1970 a 2013, el número de desastres registrado en la base EM-DAT para México es de tan sólo 179. Dadas las características de EM-DAT, no es posible identificar las entidades que concentraron el mayor número de desastres. Las tormentas fueron las amenazas que desencadenaron la mayor cantidad de desastres, con 80 eventos, es decir, 44.69% del total, seguidas de las inundaciones y los sismos, con 56 (31.28%) y 25 (13.96%) eventos, respectivamente. Los procesos de remoción en masa estuvieron asociados con 10 desastres (5.58%) y la actividad volcánica con ocho (4.46%).
El número de víctimas fatales ascendió a 15 651, de estas, 10 261 estuvieron asociadas a desastres desencadenados por sismicidad, es decir, prácticamente dos de cada tres pérdidas de vida (65.56%). Asimismo, durante desastres asociados a tormentas e inundaciones fallecieron 2 924 y 2 132 personas respectivamente, el equivalente a 18.68% y 13.62%. Durante desastres ocasionados por procesos de remoción en masa se registraron 214 víctimas fatales (1.36%), mientras que en los asociados a actividad volcánica fue de 120 (0.76%).
El número de personas afectadas fue de 15 671 625. De estas, 8 066 771, el equivalente a 51.47%, tuvo lugar durante desastres desencadenados por tormentas; 4 819 183 (30.75%), por inundaciones; 2 626 443 (16.75%), asociados con sismicidad; 158 908 (1.01%), por actividad volcánica, y 320, debido a procesos de remoción en masa (0.002%) (Tabla 2).
Desastres en México (1970-2013) | ||||
Base de datos |
EM-DAT | Tipo de amenaza desencadenante |
DesInventar | Tipo de amenaza desencadenante |
Desastres | 179 | 80, tormenta (44.69%) 56, inundación (31.28%) 25, sismos (13.96%) 10, procesos de remoción en masa (5.58%) 8, actividad volcánica (4.46%) |
1 159 | 567, inundaciones (48.92%) 408, lluvias (35.20%) 91, sismos (7.85%) 50, tormentas (4.31%) 23, actividad volcánica (1.98) 19, procesos de remoción en masa (1.63%) 1, tornado (0.08%) |
Víctimas fatales |
15 651 | 10 261, sismos (65.56%) 2 924, tormenta (18.68%) 2 132, inundación (13.62%) 214, procesos de remoción en masa (1.36%) 120, actividad volcánica (0.76%) |
17 540 | 11 490, sismicidad (65.50%) 2 000, actividad volcánica (11.40%) 1 821, lluvia (10.38%) 1 594, inundaciones (9.08%) 418, procesos de remoción en masa (2.38%) 214, tormentas (1.22%) 3, tornados (0.01%) |
Personas afectadas |
15 671 625 | 8 066 771, tormenta (51.47%) 4 819 183, inundación (30.75%) 2 626 443, sismos (16.75%) 158 908, actividad volcánica (1.01%) 320, procesos de remoción en masa (0.002%) |
22 937 490 | 14 629 830, lluvia (63.78%) 5 686 416, inundaciones (24.79%) 184 571, tormentas (0.80%) 1 789 122, procesos de remoción en masa (7.79%) 493 830, sismos (2.15%) 146 000, tornados (0.63%) 7 721, actividad volcánica (0.03%) |
Fuente: elaboración propia con datos de EM-DAT (s.f.) y DesInventar (s.f.).
La documentación de desastres a través de EM-DAT y DesInventar, es decir, de desastres de alta magnitud y baja frecuencia, así como de baja y moderada magnitud y alta frecuencia, brinda la posibilidad de identificar no solo sus efectos, sino también factores de su causalidad, vinculados al ámbito económico, social, cultural, político e institucional, con la finalidad de establecer prioridades estratégicas en materia de Gestión Integral del Riesgo de Desastres.
Las cifras de la Tabla 2 ponen en evidencia que al considerar exclusivamente eventos de alta magnitud y baja frecuencia (EM-DAT, s.f.), ocurre un sesgo o subvaloración no sólo de los números de desastres y víctimas fatales, sino también de las personas afectadas. Estas últimas cifras son de suma importancia, ya que generan mayores condiciones de vulnerabilidad en la población, por lo que su correcta identificación y documentación son trascendentes para definir las medidas y estrategias más adecuadas para la reducción de los factores de riesgo de desastre.
De la protección civil a la Gestión Integral del Riesgo de Desastres: realidades y retos
A pesar de varios antecedentes históricos que reflejaron la evidente necesidad de establecer una instancia relacionada con la protección civil en México, entre los que destacan la ocurrencia de desastres desencadenados por inundaciones, sismos, un importante evento de procesos de remoción en masa en Minatitlán, Colima, en 1959, y especialmente la erupción del volcán El Chichonal en Chiapas, en 1982, así como la explosión en San Juan Ixhuatepec, en 1984, fue sólo hasta después del sismo de septiembre de 1985 cuando de manera oficial se unieron esfuerzos para hacer frente a los desastres.
Un mes después del sismo de 1985, se estableció la Comisión Nacional de Reconstrucción, auxiliada por seis comités, con la finalidad de ayudar de manera eficaz a los damnificados, mediante la coordinación de acción pública y social para la reconstrucción, incluida la descentralización de diversos aspectos en el ámbito nacional, con miras a un equilibrio urbano y la integración regional, la promoción de estrategias de financiamiento, la organización de la movilización de la participación social y la rendición de cuentas del uso de los recursos (Diario Oficial de la Federación, 1985, 4 de octubre).
El Comité de Prevención de la Seguridad Civil se encargó de realizar estudios, análisis e investigaciones que, de acuerdo con la tecnología y las experiencias disponibles, permitirían planificar, organizar y establecer un Sistema Nacional de Protección Civil para garantizar una adecuada predicción, prevención, protección y asistencia a la población en situaciones de riesgo colectivo o desastre, incluida la participación de la sociedad civil (Diario Oficial de la Federación, 1986, 6 de mayo).
Al establecerse el Sistema Nacional de Protección Civil el 6 de mayo de 1986, se visualizó como
un conjunto orgánico y articulado de estructuras y relaciones funcionales, métodos y procedimientos que establezcan las dependencias y entidades del sector público entre sí, con las organizaciones de los diversos grupos sociales y con las autoridades de los estados y municipios a fin de efectuar acciones de común acuerdo destinados a la protección de los ciudadanos contra peligros y riesgos que se presentan en la eventualidad de un desastre (Comisión Nacional de Reconstrucción, 1986: 10).
En aquel momento el entendimiento del riesgo de desastre como una construcción social no había permeado en la academia, ni en el ámbito de la protección civil, y si bien durante los albores del Sistema Nacional de Protección Civil se hablaba de los riesgos naturales de los desastres, no se empleaba el término “desastres naturales”. Posiblemente la confluencia de estrategias mundiales como la Década Internacional de los Desastres Naturales, en la que se priorizaba el entendimiento de la dinámica de las amenazas frente a la vulnerabilidad para prevenir desastres, la ausencia de una visión científica integrada y la imperante orientación de seguridad y protección dieron pie a que los desastres se asumieran como naturales.
No obstante que el Sistema Nacional de Protección Civil desde su origen ha tenido una visión principalmente de respuesta a la emergencia, en la que los “agentes perturbadores” (amenazas) se catalogaban en función de su origen, naturaleza y grado de predictibilidad, así como por sus efectos destructivos, dos de las tres orientaciones contempladas durante su creación identificaban aspectos medulares relacionados con la GIRD: articulación de políticas y ordenación del territorio.
La articulación de políticas estaba dirigida (en papel) a la búsqueda de nuevas relaciones que garantizaran la coherencia de acciones, con la finalidad de articular y hacer consistentes y congruentes las políticas y acciones de las secretarías de Estado, gobiernos de los estados y los Poderes de la Unión para integrar un marco general de políticas en beneficio del interés colectivo. Asimismo, la ordenación del territorio era referida en términos de la necesidad de utilizar políticas de zonificación y uso del suelo rural y urbano para orientar y normar la ocupación humana, así como fundamentar el crecimiento y desarrollo de los asentamientos a partir de criterios que permitieran reducir el riesgo. Se consideraba, por ende, que la aplicación de las políticas de ordenamiento del territorio podía fortalecer las políticas globales de protección civil, así como reducir los niveles de riesgo a los que la población mexicana estaba expuesta (Comisión Nacional de Reconstrucción, 1986).
Desde finales del siglo XIX, en el marco internacional ha sido evidente la necesidad de generar estrategias de reducción del riesgo de desastres. En la década de los noventa se generó un parteaguas con el establecimiento del Decenio Internacional para la Reducción de los Desastres Naturales (DIRDN), el cual, si bien no tuvo los resultados esperados, ya que se centró fundamentalmente en el estudio de las amenazas naturales desde una perspectiva meramente técnica, dio origen a la necesidad de comprender los desastres en un contexto de desarrollo.
En Cartagena de Indias, Colombia, en marzo de 1994, como foro preparatorio para la Conferencia Mundial del DIRDN a realizarse en Yokohama, Japón, se efectuó la Conferencia Interamericana sobre Reducción de los Desastres Naturales, de la cual derivó la Declaración de Cartagena: “La reducción de la vulnerabilidad: Un propósito de las Américas para el desarrollo sostenible” (La Red, 1994); ésta influyó en la “Estrategia y plan de acción de Yokohama para un mundo más seguro: directrices para la prevención de los desastres naturales, la preparación para casos de desastre y la mitigación de sus efectos” (United Nations, 1994), al puntualizar que la prevención de desastres es una estrategia fundamental para el desarrollo sostenible (Lavell, 2004; Alcántara-Ayala et al., 2019).
La perspectiva de la Declaración de Cartagena también fue de gran trascendencia para el consecuente establecimiento del Marco de Acción de Hyogo (2005-2015) (UNISDR, 2005) y el Marco de Sendai para la reducción del riesgo de desastres (2015-2030) (UNISDR, 2015). Sin embargo, valdría la pena cuestionar el nivel de pertinencia e impacto de dichas agendas a nivel regional, así como en las esferas nacional, estatal, municipal y local, al ser consideradas como directrices de la política pública internacional y los esfuerzos globales para
la reducción sustancial del riesgo de desastres y de las pérdidas ocasionadas por los desastres, tanto en vidas, medios de subsistencia y salud como en bienes económicos, físicos, sociales, culturales y ambientales de las personas, las empresas, las comunidades y los países (UNISDR, 2015).
Por ejemplo, el número de desastres de alta magnitud y baja frecuencia registrados en México durante el DIRDN, por año, fue 5.3, mientras que en el quinquenio 2000-2004, en el que se formalizó la Estrategia Internacional para la Reducción de Desastres (UNISDR), se incrementó a 5.6, y durante la vigencia del Marco de Acción de Hyogo (2005-2014) ascendió a 6.4. Si bien se muestra una tendencia relativa en la reducción de pérdida de vidas con cifras anuales de 215.8, 67.2 y 82 para estas mismas etapas, el incremento de la vulnerabilidad se pone de manifiesto en el número de personas afectadas, el cual fue de 227 767, 168 454 y 899 489, respectivamente. Ahora bien, incluso si todas estas cifras no son comparables entre sí, es pertinente señalar que desde que se estableció el Marco de Sendai (2015 a 2018), para tan sólo cuatro años, el promedio anual de desastres es de 5.25, mientras que el de las víctimas fatales asciende a 166 y el de las personas afectadas, a 389 868 (Figura 9).
Después de casi 35 años del hito producido por el sismo de 1985, la política pública orientada a la reducción del riesgo de desastres y la consecuente prevención de desastres continúa en crisis. El impacto económico anual de los desastres en México es tácita expresión de la necesidad de identificar y atender las causas de fondo y los factores de riesgo de desastre, y de establecer estrategias orientadas a garantizar la no construcción de nuevos riesgos. Tan sólo en el periodo 2000-2018, el costo de los desastres rebasó 40 millones de dólares (Figura 10).
El impacto generado por los desastres en México ha dado cuenta, particularmente en los últimos años, de la vulnerabilidad existente, cuya complejidad refleja la ausencia de una política pública en materia de GIRD. Por ello, el objetivo primario de esta última debería estar centrado en la reducción de la vulnerabilidad y la exposición. Es pertinente señalar que, entre las diversas dimensiones de la vulnerabilidad, la institucional es indiscutiblemente de orden prioritario.
Uno de los factores esenciales de la complejidad de la vulnerabilidad institucional se centra en las particularidades de los marcos institucionales prevalecientes, derivados de una serie de factores que operan en diferentes escalas e implican una serie de relaciones macro-micro entre los órdenes de gobierno existentes.
La composición de la República Mexicana en estados libres y soberanos, en los cuales el municipio libre es la base de su división territorial, organización política y administrativa, unidos en una federación, genera una serie de retos de coordinación en materia de política pública. En consecuencia, la clasificación de las normas jurídicas en función de su orden jerárquico y su ámbito material y espacial de validez implica que algunas normas son “superiores” y otras “inferiores”, mientras que el ámbito material de validez identifica la materia que se pretende regular, y el ámbito espacial de validez se determina por el territorio donde dichas normas son aplicables (Suprema Corte de Justicia de la Nación, 2004).
En la actualidad, las aristas de la vulnerabilidad institucional se reflejan por medio de las relaciones y dinámicas espacio-temporales de estructuras socioterritoriales en un marco normativo, en diversas escalas y niveles. En México, estas interacciones multiescalares se definen mediante los procesos históricos, políticas y prácticas de los gobiernos, y su interacción con los sectores público y privado, sin reconocer las perspectivas ofrecidas por la academia y la sociedad civil, así como su rol potencial en los procesos de política pública.
Dado lo anterior, de manera adicional a las investigaciones centradas en los diferentes factores que configuran el riesgo de desastre y la ocurrencia de desastres (Alcántara-Ayala et al., 2015), la comunidad científica y tecnológica debe contribuir de manera directa a la formación y certificación de perfiles y capacitación de los servidores públicos, acordes a su función, para orientar de manera exitosa el cumplimiento de sus responsabilidades en un contexto de interconexión interregional, por medio del cual se puedan identificar e implementar mecanismos en las escalas federal, estatal y municipal que avalen una actuación informada, con conocimiento y fundamentada en la ciencia. La coordinación y transversalidad de las políticas en los diversos órdenes del gobierno no sólo requiere establecer vínculos entre las estructuras institucionales, también es necesario contar con los perfiles adecuados para ejercerlas.
Para realizar dicha tarea, coincidimos en que, tanto en las esferas internacional, regional, nacional como en la subnacional, desde la academia
debe crearse un proceso de evaluación coherente con fundamentos científicos para la reducción del riesgo de desastres a fin de proporcionar un conocimiento sólido para informar la toma de decisiones y ayudar a los gobiernos de todo el mundo a establecer políticas y objetivos, e identificar las carencias de investigación (Cutter et al., 2015).
CONCLUSIONES
Si bien el impacto de los desastres de alta magnitud y baja frecuencia en México se ha documentado con relativa consistencia por instancias internacionales en las últimas décadas, la información a nivel subnacional, estatal (o provincial) y local aún es deficiente. Por ello, es necesario que la canalización de esfuerzos para la documentación de los desastres y su sistematización permanente y adecuada esté institucionalizada y no dependa de la política de las autoridades en turno.
Luego de más de tres décadas de desastres, experiencias, desarrollos científicos y tecnológicos, así como la inserción del Sinaproc en las agendas internacionales vinculadas a la reducción y el manejo del riesgo de desastres, es inaceptable que en la política y en la práctica los desastres continúen considerándose naturales, se hable de fenómenos o agentes perturbadores, o de instrumentos financieros, como el Fondo de Desastres Naturales (Fonden) y el Fondo de Prevención de Desastres Naturales (Fopreden). Las incongruencias anidadas en el mismo marco legal dan cuenta de la crítica ausencia de una política pública de GIRD.
En concordancia con la reflexión realizada por Puente (2012) y Alcántara-Ayala et al. (2019), la política pública en materia de reducción del riesgo de desastres debe estar fundamentada en ejes normativos específicos de un Sistema de Gestión Integral del Riesgo de Desastres cimentado en los principios de eficiencia y equidad, integralidad, transversalidad, corresponsabilidad y rendición de cuentas (transparencia y fiscalización), lo cual constituye uno de los principales retos para poder transformar el actual Sistema Nacional de Protección Civil.
Esta política pública en materia de GIRD demanda la participación de distintos actores. La academia, la ciudadanía, el sector público y el privado, así como las autoridades de los diferentes órdenes de gobierno, deben constituir el eje de una transformación que permita atender las causas de fondo y los factores condicionantes del riesgo de desastre, con la finalidad de que los esfuerzos institucionales no sean meramente dirigidos a la respuesta ante emergencias o a promover acciones fragmentadas de reconstrucción que no contribuyen a reducir la vulnerabilidad.
Uno de los retos pendientes es crear o identificar la manera de incentivar la participación de las comunidades en la transformación de estructuras y procesos de política pública. Por ello, la tarea de vincular la sociedad con la comunidad científica y tecnológica por medio de la construcción de redes sociocientíficas u otras estrategias se torna fundamental para trabajar de manera conjunta con los tomadores de decisiones y así hacerse partícipes de los procesos de política pública. Procesos de coordinación, colaboración inter e intragubernamental, aprendizaje social, intercambio, construcción de confianza, integración y coproducción de conocimientos son componentes cardinales del derrotero hacia la implementación de una política pública de GIRD.
En avenencia con las nociones conceptuales de Narváez et al., 2009, la GIRD se puede definir como una política pública configurada con base en un proceso social que involucra a los tres órdenes de gobierno, así como a los diversos sectores de la sociedad, dirigido a la identificación, y aplicación de políticas y estrategias de reducción del riesgo de desastres con el propósito de prevenir nuevos riesgos de desastres, reducir los riesgos de desastres existentes, gestionar el riesgo residual, y controlar de forma permanente los factores de riesgo de desastre en la sociedad, en consonancia con, e integrada al logro de pautas de desarrollo humano, ambiental, territorial y económico sostenibles. Una GIRD exitosa debe estar fundamentada en la evidencia científica y contar con la participación permanente de las comunidades vulnerables expuestas y de la academia.
La Ley General de Protección Civil de 2012 (Diario Oficial de la Federación, 2012, 6 de junio), así como los esfuerzos que se realizan para la redacción del Proyecto de la Iniciativa de la nueva Ley General para la Gestión Integral de Riesgos de Desastres y de Protección Civil, plantean desafíos de ordenanza mayor en términos de transformaciones institucionales que exigen reformas constitucionales, administrativas, reglamentarias, fiscales, financieras y operativas. Todo ello enmarcado en una esfera de coordinación y transversalidad multiescalar que asegure la reconceptualización de la protección civil existente y su evolución en un Sistema de Gestión Integral del Riesgo de Desastres que sea sinónimo de la implementación de una política pública transversal incluyente eficiente, en la que la reducción del riesgo de desastre sea una prioridad nacional, y cuyos seis ingredientes cardinales sean asimilados y puestos en práctica: (1) generación de conocimiento sobre el riesgo de desastre; (2) prevención el riesgo futuro; (3) reducción el riesgo existente; (4) preparación de la respuesta; (5) respuesta y rehabilitación; y (6) recuperación y reconstrucción (Narváez et al., 2009).
Al ser las instituciones no estáticas, sus transformaciones de forma y función deberían estar orientadas a la identificación de mecanismos que garanticen una gestión coordinada y coherente con una política pública transversal y multiescalar que privilegie la reducción de las diferentes esferas de la vulnerabilidad, entre ellas, la vulnerabilidad institucional. Para ello, los programas y políticas inmersos en la GIRD deben estar fundamentados en un marco legislativo coherente y coordinado en el ámbito de las interacciones gubernamentales a nivel federal, estatal y municipal, ya que su ausencia ha generado mayores condiciones de vulnerabilidad y exposición y, por ende, de riesgo de desastres. En dicho tenor, el impacto actual de las jerarquías constitucionales en la eliminación o degradación de las instituciones municipales y locales debe contrarrestarse por medio de la consolidación de una estructura de gobernabilidad y gobernanza del riesgo de desastres con eficacia y eficiencia financiera e institucional (Figura 11).
Adicionalmente, el pronóstico de los futuros impactos de desastres resultantes del cambio ambiental global en términos de magnitud y naturaleza también está altamente correlacionado con la falta de gestión territorial integrada que conduce actualmente a la creciente construcción del riesgo de desastres y su consiguiente materialización. Mientras la brecha de los intereses particulares y los colectivos del uso del territorio exista, no habrá manera de reducir las condiciones de vulnerabilidad y la generación de nuevos riesgos.
La reconciliación con el territorio antes de que se alcance un umbral crítico debe integrarse en una gestión de riesgo de desastres de carácter sólido, consciente y ético, ya que en los ámbitos internacional, regional y nacional existe un consenso cada vez mayor de que uno de los principales obstáculos para lograr la reducción del riesgo de desastres es precisamente la mala gobernanza del riesgo de desastres o incluso su ausencia.
El camino para llegar a la GIRD es largo y tortuoso. La historia de los desastres en México y, por ende, sus excesivas consecuencias adversas, dan la pauta para comisionar una auténtica metamorfosis estructural en la que exista el compromiso de trascender hacia la toma de decisiones fundamentada en la evidencia científica, inmersa en un marco normativo coherente en todos los órdenes de gobierno, y no en la fantasía de confeccionar un disfraz provisorio para que la protección civil pretenda fungir como Gestión Integral del Riesgo de Desastres.