Reymond Williams, padre de los estudios culturales británicos, regresó a Cambridge en 1945, después de servir cuatro años y medio en el ejército. A pesar de su breve estancia en el frente durante la segunda guerra mundial, a él y a otros miembros de su generación, les “resultó que estábamos demasiado preocupados por el nuevo y extraño mundo que nos rodeaba” (Williams, 2000, p. 15). De sus cavilaciones acerca de su novedoso entorno saldría en 1958 Palabras clave. Un vocabulario de la cultura y la sociedad, un texto que no es un diccionario ni un glosario sino “una investigación sobre un vocabulario”, reeditado y traducido múltiples veces.
Descendiente directo de esta prolífica línea de pensamiento es Edición latinoamerica, obra de Sebastián Rivera Marín, que abre una nueva colección editada por el Consejo Latinoamericano en Ciencias Sociales (CLACSO) y del campus Cuajimalpa de la Universidad Autónoma Metripolitana. Este breve texto reflexiona sobre diez temas que el autor considera relevantes “y que pudieran servir en la construcción de una imagen panorámica general” de lo editorial.
Raymond Williams nos hizo saber que la significación de las palabras escogidas “está en la selección” (p. 18). Rivera Mir nos dice que los conceptos seleccionados son “los diez temas que en su momento parecieron los más relevantes” y “como un primer acercamiento al lenguaje específico de este ámbito disciplinar” (p. 11); una selección de asuntos que, nos propone su autor, están en el centro de la discusión de un espacio en profunda transformación.
Si bien se nos propone un orden de lectura personal, abierto, la obra está estructurada partiendo de los aspectos generales, como el referido al ecosistema editorial y a las políticas del sector hasta cuestiones específicas, como lectores y bibliotecas, pasando por los usos, el papel del género en la industria editorial o la relevancia de los editores independientes. Y la arquitectura para la exposición de los conceptos, en su mayoría, inicia con una definición, a veces con una provocación, para pasar a una revisión del concepto ligado a un pasado reciente (en muchos casos, a las dicturadas sudamericanas de los años 1970) para, posteriomente, revisar ejemplos regionales que ilustran la temática abordada y su diversidad.
Rivera Mir comprende el campo editorial como un ecosistema (pp. 17-22), al que le dedica su primera entrada. Lo entiende conformado por los actores que participan de la edición, sus prácticas y la estructura del mercado editorial, envuelto en una profunda transformación, que el autor ve como constante, y que considera que no debe reducirse a los cambios estrictamente digitales; de hecho, lo digital es una de las mayores ausencias de este trabajo.
Para él, el ecosistema incluye a todos aquellos actores relevantes para que las ideas de un texto sean compartidas y puedan “movilizarse hacia los actores” (p. 19). Una preocupación que aparece aquí, y que se verá a lo largo del texto, tiene que ver con la institucionalidad, al Estado editor y su impacto en las dinámicas del sector, aunque poco se habla de la diversidad del sector, lo que se pierde al hablar del libro como una unidad, y no como campos, mundos o ámbitos marcadamente diversificados.
Otro tema que recorre la obra tiene que ver con los marcos regulatorios y su impacto en las distintas prácticas, donde Rivera Mir incluye facilidades de importación de papel o entrada de libros extranjeros, compra de libros de texto por parte del Estado o instalación de bibliotecas públicas. Y también, la edición alternativa, independiente y la militante.
Lo que llama la construcción del ecosistema del libro (que, por cierto, no incluye a las revistas), se da simultáneamente en espacios locales, pero también nacionales y continentales. Dejando de lado el caso brasileño, que se evoca poco, destaca que las grandes ciudades editoras de América Latina mantienen diálogos estrechos, incluso más que con ciudades de sus propios países.
El concepto de ecosistema adquiere más sentido al vincularlo con la bibliodiversidad. Y aporta una afirmación, que debería matizarse y que parece corresponder a otro momento de la transformación del campo editorial: “la defensa del ecosistema del libro representa un desafío para la humanidad en su conjunto y hoy en día se encuentra bajo múltiples amenazas, marcadas por la monopolización, la homogenización y los regímenes autoritarios” (p. 22).
El segundo concepto que revisa es políticas, estrechamente vinculado al anterior. Inicia el apartado con una afirmación radical muy repetida en el ámbito editorial, “Las políticas sobre el libro son inexistentes” (p. 25), para que durante el resto de la sección (pp. 25-30) se demuestre que ha sido “uno de los temas cruciales a lo largo de prácticamente todo el siglo xx respecto a las normativas estatales…”. Normas que representan los intereses de una parte del sector (y no del “libro”), algo complejo de alcanzar, aunque parece haberse intentado en algunos sitios, como destaca el caso argentino, por ejemplo.
El otro tema al que pasa revista es el precio único del libro, diseñado, entre otras cosas, para proteger a las pequeñas librerías (propuesta de Cerlalc). Relevante resulta que en América Latina “las editoriales nacionales venden el 25% de sus ejemplares a través de librerías”. Más adelante destaca el cierre del 40% de las pequeñas librerías en México, lo que claramente requiere una revisión detalla de tal política editorial regional.
En usos, otros de los conceptos, aborda el papel de los impresos en diversas estretegias. Como en varios momentos del texto, hay una constante regreso a las dictaduras sudamericanas como momentos relevantes de los temas analizados. Y también a las grandes políticas nacionales educativas, como la de Vasconcelos por ejemplo, y la relación del libro con el progresismo del siglo XIX, donde destaca una triple articulación: educación, trabajo manual y necesidades de difusión. También revisa una interesante idea, la teoría de la no-lectura (de Martín Bergel), vinculada a la militancia de izquierda, donde los textos, cumplían múltiples finalidades, y no siempre la de ser leídos. Desafortunadamente, aquí opone a la lectura, y la no-lectura de los militantes de esa izquierda indefinida la simplificada versión de “las derechas, menos dadas a confiar en los libros salvo en la Biblia” (p. 36).
Pasa de esos temas de carácter más general a los específicos, como el de género. A pesar de que uno de los objetivos de esta obra es, como se dijo, acercar a los lectores “al lenguaje específico de este ámbito disciplinar”, el uso de género, un concepto que en lo editorial refiere a las temáticas y sectores que aborda el libro (ficción, religiosos, educativo, técnico-médico-científico, entre otros), no es el asunto que le preocupa a nuestro autor. Su atención trata de visibilizar la fuerte presencia femenina del sector (según el autor, entre 65 y 70% de quienes trabajan ahí) y su reducida presencia directiva. Pasa revista a algunos ejemplos puntuales, principalmente en Argentina y México, de ferias, editoriales y librerías feministas, así como a la bibliodiversidad como parte de los diálogos políticos y culturales (p. 42), todo como parte del esfuerzo por dejar que las mujeres estén en un segundo plano y favorecer el avance de una política editorial con perspectiva de género. Y plantea incluso una propuesta radical al respecto, donde no se trata de sumar un nuevo actor sino “reescribir por completo nuestra forma de concebir el trabajo editorial” (p. 46).
En la revisión de memorias, Rivera Mir sigue lo que para Chartier es una de las obsesiones de Occidente, la lucha contra al olvido. Nuevamente, buena parte gira en torno a la destrucción editorial de las dictaduras (se restringe, desafortunadamente, a las del Cono Sur y olvida las centroamericanas), a la ruptura de los vínculos que los impresos construyen entre generaciones (p. 52). Y reflexiona críticamente sobre los planes de resguardo, las digitalizaciones de los acervos (el único momento de la obra donde se revisa superficialmente el papel de la digitalización) y la necesaria participación de todos los actores en su construcción (p. 56).
Todo lo anterior no podría lograrse sin la existencia de editoriales, el siguiente concepto repasado. Abre con datos interesantes, como, por ejemplo, el 90% de los mercados nacionales de América Latina lo conforman empresas medianas y pequeñas que publican el 30 y 10% del total, respectivamente. Los grandes monstruos ocupan el 60% del mercado a pesar de representar el 10% de todas las empresas editoriales. Y regresa a otra de las obsesiones sobre el libro, la concentración, un problema que considera cada vez mayor. Reconoce que parte del problema es el neoliberalismo, pero que otro tiene que ver con decisiones del xx, en particular los años 1930-1940: sustitución de importaciones, y participación del Estado, mayor alfabetización, urbanización, universidades, especialización del editor, guerra civil española, flujos de libros con España y fortalecimiento de la producción local.
Dice que la independencia, otro concepto incluido, “es un valor buscado por múltiples actores, en algunos casos de manera obsesiva” (p.67). Sostiene que hoy definir a los independientes “pasa por la estructura de la empresa, los procesos organizativos, las relaciones con los autores y, especialmente, por cómo construyen sus catálogos” (p. 68). También revisa las librerías independientes, 800 en Argentina, así como las que conforman el caso mexicano. A pesar del esfuerzo por encontrar una modalidad latinoamericana, poco se destaca de las diferencias en estos modelos. Tampoco habla de las modalidades particulares de financiamiento de cada nación, tan diversas y con evidentes impactos en la producción alternativa y su bibliodiversidad. Aunque considera que el Creative Commons o Copyleft son “conceptos inseparables para quienes hoy se declaran independientes” (p. 71), simplifica la situación al no mencionar su uso por grandes grupos, como Plos, y no solo los alternativos.
Cierra con redes y lectores, dos conceptos, destaca, centrales de la edición. Aunque no retoma a Bruno Latour, considera que “el ecosistema del libro podría considerarse una red de actores, prácticas e instituciones” (p. 83). Revisa lo que llama las relaciones transatlánticas de esta industria y la interacción entre los principales polos editoriales (España, Argentina y México, sin mencionar a Colombia), así como el papel de las traducciones y del exilio en la difusión de autores, obras y tendencias.
Es, por otro lado, muy interesante lo que destaca sobre las respuestas que dan los lectores de cada país sobre por qué leen, cuándo, así como las diferencias entre las lecturas de hombres y mujeres, algo que Radway, en Reading the Romance (1984) revisó de forma pionera, pero que ha tenido poco interés para los estudios sociales en Latinoamérica. También pasa revista al papel de las bibliotecas, y el de los espacios familiares para la lectura (donde llama la atención el caso peruano, p. 93). Y el papel de varias experiencias donde la lectura se concibe como una manera de luchar contra la exclusión, y que se espera, contribuya “a que la lectura se transforme en una práctica cotidiana” (p. 69).
Llama la atención, y es razón para felicitar a los editores, que una colección de este tipo inicie con una obra sobre la edición, un asunto claramente marginal en el panorama de estudios académicos en América Latina. Y, más aún, haber puesto el material gratis en formato digital para facilitar su lectura en estos tiempos de pandemia (https:// www.clacso.org/publicaciones).
Todos, seguramente, tenemos nuestras propias palabras clave para describir al sector editorial; las escogidas por Sebastián Rivera Mir cumplen con aportar, como se propuso, a una panorámica general de un sector en profunda mutación.