Introducción
Desde hace un par de décadas, las migraciones internacionales han alcanzado una relevancia sin comparación respecto a las ocurridas en otras épocas, con un interés creciente en la opinión pública y ocupando un lugar prioritario en las agendas gubernamentales y de organismos internacionales (Arango, 2003a). Si bien los movimientos migratorios son un asunto que está lejos de ser novedoso, algunas de las características de los actuales los diferencian claramente de los ocurridos en otras épocas. Stephen Castles & Mark Miller (2004) identificaron cinco tendencias en las migraciones internacionales contemporáneas que aún siguen siendo vigentes y que son de particular interés para contextualizar este artículo. Según los autores, una parte importante de la complejidad de la migración radica en su carácter mundial, en el incremento de su volumen en muchas regiones del mundo, en la diversidad de los perfiles de los migrantes, en su paulatina feminización y en una creciente politización del fenómeno migratorio.
El hecho de que prácticamente todos los países estén involucrados en los movimientos internacionales de personas, ya sea como lugares de origen, tránsito o destino; que las rutas migratorias sean cada vez más diversas; y que se observa un aumento del número de migrantes a nivel mundial,1 complejizan la gestión de los flujos migratorios contemporáneos. Se suma a ello la diversificación de los tipos de migración, donde en un mismo flujo es posible encontrar migrantes económicos, solicitantes de refugio, mujeres, menores, familias enteras, entre muchos otros tipos, lo cual dificulta la focalización de las políticas de admisión, control e integración. Como resultado de estas tendencias, tanto en el ámbito de la política doméstica como en el de las relaciones internacionales, la migración se ha convertido en un fenómeno cada vez más politizado.
A las tendencias planteadas por Castles & Miller conviene sumar la perspectiva de Koser (2001) y Crisp (2003) sobre el creciente endurecimiento de las políticas de protección internacional de los solicitantes de refugio. Los autores argumentan que su concesión y la ayuda humanitaria internacional están teniendo tintes cada vez más restrictivos a nivel mundial. Los autores apuntan a un nuevo paradigma en la concesión del refugio, donde sus instituciones, instrumentos jurídicos y prácticas están sometidos a una constante presión.
Sin embargo, este nuevo paradigma no solo atañe a los procesos de asilo y refugio, sino que envuelve a los movimientos migratorios en general, los cuales se encuentran inmersos en un contexto de creciente tensión económica, política y social. Sobre todo, esto obedece a una contradicción intrínseca del mundo actual: mientras que los procesos de globalización económica promueven la libre circulación de información, bienes y capitales, el movimiento de personas no obedece a la misma lógica (Arango, 2003b). Paradójicamente, según Saskia Sassen (2006), la globalización ha promovido una escalada de redes internacionales de trabajo y, a la vez, ha tenido efectos devastadores en las economías de los países pobres, impactos que estimulan las migraciones internacionales. Y aunque la retórica generalmente siga ubicándose en un plano nacional, las acciones de la globalización tienen impactos significativos en todos los países y pueden contribuir al inicio o consolidación de flujos migratorios, ya que estos no son eventos independientes de las otras acciones de los Estados. En el mismo sentido, Malgesini (2001) considera que las migraciones internacionales son un resultado más de la dependencia de los países periféricos, lo cual ha fomentado fuertes vínculos materiales y culturales con los países más ricos, es decir, “los movimientos migratorios no suceden aisladamente, sino que son parte de un sistema interrelacionado”.
En este sentido, el control de la migración es difícilmente un asunto que puede conducirse de manera unilateral, hecho que impacta la soberanía de los Estados. La globalización económica ha forzado la gestión multilateral de la migración internacional, lo cual se ve reforzado por las crecientes dificultades para controlar las fronteras. Así, las circunstancias migratorias actuales cuestionan el papel soberano de los estados en la regulación migratoria (Sassen, 2006).
Al respecto, las políticas de control migratorio han cobrado cada vez mayor importancia política en las relaciones al interior de los países y entre estos (Castles & Miller, 2004). El intento por regular la migración de manera exclusiva en las fronteras propias y de manera unilateral es cada vez más infructuoso. Ante esta situación, una de las respuestas de los países de destino es externalizar las estrategias de control migratorio y desterritorializar sus fronteras físicas, es decir, buscan reducir la llegada de inmigrantes a través de acciones extraterritoriales, tanto en los países de origen como en los de tránsito. Por un lado, la externalización busca reducir la migración a través de estrategias de cooperación al desarrollo y, por el otro, apuntala el control de los flujos migratorios en los países de origen y destino, busca llegar a acuerdos de tercer país seguro para refugiados, e intenta consolidar convenios de readmisión. Es decir, bajo esta lógica, los países de destino estarían buscando cada vez más contener el flujo migratorio antes de que llegue a sus fronteras (Frelick et al., 2018).
Este artículo postula la hipótesis de que la arquitectura de la externalización de las políticas migratorias en América del Norte y Centroamérica, a pesar de que se está tornando en una de las principales estrategias del control migratorio, es muy limitada para regular los flujos migratorios en la región, debido a que tiene un efecto nimio en las condiciones socioeconómicas que favorecen las migraciones en los lugares de origen, a la demanda de trabajadores extranjeros en los países de destino y a que los flujos migratorios tienden a autosostenerse a lo largo del tiempo. Asimismo, la externalización de las políticas de control migratorio -la cual tiene entre sus principales componentes la securitización de las rutas migratorias, las devoluciones a lugares poco seguros y sin las condiciones de acogida mínimas- incrementa sustancialmente los riesgos para los migrantes y puede conllevar violaciones a sus derechos humanos en prácticamente todas las facetas del trayecto migratorio.
En las siguientes páginas se describe, en primer lugar, el método de investigación utilizado a lo largo de este trabajo, para dar paso a la revisión de la literatura sobre la externalización de las políticas migratorias, lo cual permite situar esta investigación y sustentarla teórica y conceptualmente. Enseguida, se presenta la manera en que históricamente se ha constituido el andamiaje de la externalización de las políticas migratorias de Estados Unidos en México y Centroamérica. Finalmente, el trabajo concluye con un apartado a modo de conclusión.
Método
Para comprobar la hipótesis de investigación, este artículo está basado en el método histórico-lógico, es decir, estudia la manera en que se ha construido la externalización de las políticas migratorias en la historia reciente. Mediante un análisis documental, se da cuenta de la continuidad y cambios en las principales estrategias de control migratorio en distintas etapas económicas, políticas y sociales. A partir de la interpretación de su desarrollo histórico, este trabajo analiza la lógica subyacente en el progreso de la externalización de las políticas migratorias en la región.
Revisión de la literatura
La externalización del control migratorio es entendida como una serie de acciones que se formulan en los países de destino para limitar la llegada de migrantes a su territorio, pero que se ejecutan tanto en los países de origen como en los de tránsito. “La noción de ‘externalización’ se refiere a una variedad de prácticas políticas que reciben conceptualizaciones diferentes, relacionadas las unas con las otras, pero que se refieren todas a la extensión de la gobernación y de las políticas más allá de las fronteras” (Zapata-Barrero & Zaragoza-Cristiani, 2008). Estas acciones extraterritoriales, si bien son presentadas como un imperativo de seguridad, como un esfuerzo humanitario y como un conjunto de políticas para mejorar las condiciones de vida en los países de origen, suelen ser principalmente una estrategia de contención y control de la migración (Frelick et al., 2018). Lo anterior no es un proceso nuevo; por ejemplo, en la Unión Europea la práctica de la externalización de las políticas migratorias comenzó desde principios de este siglo, adquiriendo importancia paulatinamente. Incluso, actualmente las medidas más relevantes de la gestión de la migración se implementan fuera del territorio de la Unión (Oliveira & Strange, 2019). El caso europeo es muy relevante dentro de la literatura académica sobre la temática, dado que fue pionero en el establecimiento de un modelo de elasticidad de sus fronteras territoriales a los países de origen y tránsito, el cual posteriormente fue puesto en práctica por diversos gobiernos y agencias supranacionales (Varela, 2015).
Naranjo (2014) apunta a que la politización del fenómeno migratorio lleva consigo la transformación de las fronteras territoriales de los Estados como mecanismos de control. Lo anterior se materializa a través de la externalización de las políticas migratorias y el consecuente proceso de desterritorialización de las fronteras físicas, es decir, se da una especie de elasticidad que funciona más allá de los límites geográficos, donde se implementan políticas de gestión de flujos migratorios fuera de ellas. En el mismo sentido, Casas et al. (2010) consideran a la externalización como un proceso de paulatino estiramiento fronterizo que implica una especie de subcontratación del control de las fronteras, lo cual conlleva a reconfigurar el ejercicio de la soberanía y en repensar los límites fronterizos no solo como una línea divisoria entre dos Estados, sino como una red que involucra a los países de origen, tránsito y destino. De acuerdo con Poncela (2018), las acciones de externalización suponen un proceso de dilución de los límites nacionales, donde los Estados desarrollados llevan la soberanía más allá de sus límites fronterizos a lo largo de toda la ruta migratoria.
La desterritorialización de las fronteras y la externalización de las políticas migratorias se pueden instrumentar a través de acciones directas e indirectas, ya sean unilaterales, bilaterales o multilaterales, donde pueden participar incluso actores privados (Frelick et al., 2018). Aquí es importante destacar que algunas decisiones de los países receptores pueden ser tomadas de manera unilateral, lo cual parece contradictorio, pero deriva de relaciones de poder inequitativas entre los actores involucrados, donde los países de origen y tránsito suelen tener una posición más débil en los procesos de negociación.
Formas de externalización
Las estrategias de externalización suelen ser divididas en dos tipos, aunque estrechamente interrelacionados: la cooperación al desarrollo y la contención directa de los flujos migratorios. Por un lado, la cooperación al desarrollo parte de la idea que la ayuda internacional eventualmente reducirá los flujos migratorios, al ofrecer a la potencial población migrante las condiciones socioeconómicas mínimas que la haga desistir de emprender proyectos migratorios. En otras palabras, los países receptores intentan disminuir las causas estructurales que promueven la migración internacional. Como lo mencionan Zapata-Barrero & Zaragoza-Cristiani (2008), la política de externalización involucra acuerdos de cooperación en el control migratorio directo, pero también de cooperación al desarrollo. Sin embargo, en la literatura académica se cuestionan los esfuerzos enfocados a la cooperación al desarrollo como alternativa para disminuir los flujos migratorios, los cuales emergen generalmente de lo coyuntural; sin considerar las necesidades y retos en el mediano y largo plazos (Nájera & Rodríguez, 2020), o solo “cumplen, sobre todo, una función de legitimación y de relaciones públicas” (Arango, 2005).
Además, es necesario destacar que la cooperación al desarrollo considera el aporte de las remesas, siempre y cuando se utilicen en inversiones productivas en los países de origen y potencie las bondades del retorno del capital humano. Es decir, como apuntan Lacomba & Cloquell (2017), hay una visión predominante de los países de destino que parte de una relación unidireccional, en la cual un mayor desarrollo en los países de origen contribuye a la reducción de los flujos migratorios; por ejemplo, “ha evidenciado el interés de la Unión Europea por vincular el codesarrollo con la gestión y el control de los flujos migratorios, más que en la promoción del desarrollo de los países de origen”.
En este punto es necesario distinguir que el concepto de codesarrollo, surgido en Francia en los años noventa, es la combinación de las políticas de migración y cooperación al desarrollo, donde los emigrantes son agentes para el desarrollo de su país de origen (Möhl, 2010). A través de este concepto se buscaba vincular la política de inmigración y la cooperación mediante el involucramiento de los inmigrantes en los procesos de desarrollo de sus países de origen; sin embargo, en la actualidad, el concepto en Europa ha perdido su atractivo inicial y ha sido sustituido por la expresión migración y desarrollo (Lacomba & Cloquell, 2017).
Ya sea que se haga referencia al concepto de cooperación al desarrollo o al de codesarrollo, una de las principales críticas es que los acuerdos internacionales tienen el objetivo de inhibir los flujos migratorios, pero también buscan suscitar el retorno de migrantes (Malgesini, 2001). Además, hay implícito un condicionamiento de la ayuda al desarrollo, donde no solo es un incentivo, sino que se transforma en una manera de penalizar a aquellos países que no colaboran con la gestión de los flujos migratorios; ya sea suspendiendo la ayuda y los convenios migratorios o incluso incorporando tensiones en los acuerdos comerciales (Garcés, 2016; Naranjo, 2014).
Portes (2011) considera que los países receptores implementan políticas para regular los flujos migratorios de acuerdo con intereses nacionales, pero no toman en cuenta las consecuencias que sus acciones tienen en los países de origen; por tanto, sería necesario cooperar en la creación de la infraestructura y de generar oportunidades de inversión para desincentivar la migración de los familiares de los migrantes y promover el retorno. Lo planteado por el autor, si bien es un horizonte deseable, está aún lejos de ser una práctica recurrente en las relaciones bilaterales. Arango (2005) apuntala esta idea al señalar que en general la cuantía de los fondos dedicados a la cooperación al desarrollo es muy limitada para ser una alternativa a la emigración.
Por otro lado, y en consecuencia, la otra arista de la externalización de las políticas migratorias es aquella que busca incidir directamente en la contención de los flujos migratorios en los países de origen y tránsito. La lista de las acciones extraterritoriales concretas desarrolladas por los países receptores es amplia: el establecimiento de barreras físicas, exigencias para la detención de migrantes en países de origen y tránsito, esquemas de readmisión, presiones para condicionar la ayuda al desarrollo, contención de impuestos adicionales de exportación, promoción de esquemas de tercer país seguro y establecimiento de centros para demandantes de asilo, entre otras (Frelick et al., 2018). Así, las políticas migratorias están centradas cada vez más en los acuerdos con terceros países, en los incentivos económicos para que los países de origen y tránsito retengan a los migrantes y en la deslocalización de los centros de recepción de solicitudes de refugio (Oliveira & Strange, 2019).
La externalización del control conduce, como ya se mencionó, a la desterritorialización de la gestión de las fronteras (Naranjo, 2014). Sobre todo, lo anterior está relacionado con la injerencia en el despliegue de fuerzas policiales y militares para controlar la inmigración y en las deportaciones masivas, todo ello lejos de las fronteras de los países de destino. Dicho de otro modo, los países receptores buscan que el control migratorio ocurra lo más distante a su territorio. La parte más crítica y cuestionable de la externalización es que, como lo plantea Garcés (2016) para el caso europeo, es un “pagamos pero que lo hagan otros”, es decir, que otros países ejecuten el control migratorio lejos de los países de destino. La autora afirma que los países receptores que promueven estas políticas de externalización deben responsabilizarse de muchas de las acciones que se ejecutan en su nombre.
A ello se suma los cuestionamientos en torno a la externalización de la protección internacional, aquellos mecanismos que reducen el acceso a los regímenes internacionales de asilo y refugio en los países de destino y que buscan que estos se lleven a cabo en terceros países. En lo que respecta a los acuerdos de terceros países seguros, estos son parte de los mecanismos adoptados para controlar la inmigración, el cual consiste en hacer recaer en otros Estados la tarea de tramitar las solicitudes de asilo, donde supuestamente se garantiza la seguridad de la vida y la integridad física, se respeta el principio de no devolución y existe la posibilidad de solicitar el estatuto de refugiado. A ello es necesario sumar los acuerdos de readmisión de los inmigrantes irregulares que transitaron por un tercer país antes de llegar a su destino (Soler, 2020).
Sin embargo, al analizar el caso de la Unión Europea, Morgades (2017) considera que las estrategias relacionadas con la externalización de la protección internacional suelen encontrarse en tensión con los tratados internacionales y con la protección de los derechos humanos, lo cual muchas veces conlleva la obstaculización del reconocimiento de la condición de refugiado y originan devoluciones a países no seguros. Incluso, la deslocalización del control puede privar a los potenciales solicitantes de refugio del derecho de salir de su propio país.
La extraterritorialización del refugio tiene entre sus propósitos la creación de campos o centros de procesamiento de las solicitudes en terceros países, así como el establecimiento de acuerdos de “tercer país seguro” o de “primer país de asilo” con los Estados de tránsito, los cuales se realizan generalmente a cambio de alguna ventaja comercial o económica y se dan en un contexto de dependencia económica y política (París & Díaz, 2019). Al respecto, Fratzke (2019), analizando la experiencia europea y extrapolándola al caso de Estados Unidos, considera que los acuerdos de tercer país seguro han demostrado dificultades en su cumplimiento por una combinación de razones prácticas y legales, como el hecho de que la aplicación y ejecución del acuerdo en la práctica pueden ser difíciles; que no han demostrado tener un efecto disuasorio; que no promueven que los sistemas de asilo se tornen más eficientes; e incluso que tienen efectos indeseados como la estimulación de las redes de tráfico de personas, ya que se convierten en un incentivo para evitar la detección y la solicitud de asilo en el primer país al que llegan.
Externalización de las políticas migratorias en Estados Unidos, México y Centroamérica
Antecedentes
En la región privó durante mucho tiempo una política de laxitud en la gestión de la migración internacional, donde los flujos de personas tenían pocas restricciones. En el caso de la frontera de México con Estados Unidos, el tránsito era escasamente regulado, con fronteras prácticamente abiertas. Si bien había cuotas migratorias para cubrir los mercados laborales, las cuales se basaban en la discriminación racial,2 es interesante apuntar que no había límites numéricos para la población mexicana. Sobre todo, en las décadas de los cuarenta y cincuenta se le abrieron las puertas para cubrir la demanda de mano de obra, incluido el trabajo estacional que funcionaba bajo el amparo del Programa Bracero, un emblemático proyecto que estuvo vigente entre 1942 y 1964 (Massey, 2018), el cual fue superado por la dinámica del mercado, por lo que se sumaron muchos migrantes irregulares que intentaron ser contenidos con la Operación Wetback de 1954 (Massey, 2016).
Sin embargo, hasta 1965, año en que se promulgó en Estados Unidos la Ley de Inmigración y Nacionalidad (INA, por sus siglas en inglés), por primera vez se limitaron efectivamente los flujos migratorios, al establecerse cupos máximos en los visados (Durand, 2016; Massey, 2018; Massey et al., 2009). Además, se eliminaron las disposiciones raciales y se creó un nuevo sistema de asignación de visas de manera imparcial, lo cual tuvo entre sus consecuencias la reducción drástica del acceso a los mexicanos a Estados Unidos por vías legales, incluyendo la eliminación del Programa Bracero (Massey, 2018). Sin embargo, las migraciones suelen ser un proceso social autosostenido; es decir, son inerciales, lo cual genera que la migración continúe aun cuando los factores que las hayan iniciado se transformen (Castles & Miller, 2004), y el caso de la migración México-Estados Unidos no fue la excepción. Según Massey (2018), el movimiento de los migrantes mexicanos no se detuvo, simplemente continuó debido a su alta demanda en los mercados laborales, pero ahora sin autorización y, peor aún, criminalizado; lo que llevó a que el número de detenciones de migrantes mexicanos en la frontera aumentara constantemente.
Resultado de ello, y dadas las dificultades para controlar el tránsito de personas a través de la frontera, en 1986 se aprueba en Estados Unidos la Ley de Reforma y Control de Inmigración (IRCA, por sus siglas en inglés), la cual incrementó el control fronterizo. Aun con estos intentos de control migratorio, en aquel momento todavía es posible hablar de una frontera porosa y escasamente protegida. Sin embargo, en la frontera sur de Estados Unidos, bajo la administración del presidente Bill Clinton, el control se recrudeció a partir de 1993 con las operaciones Bloqueo, en El Paso, y Guardián, en San Diego, coyuntura donde la frontera empieza a ser vigilada de manera cada vez más sofisticada (Durand, 2016; Massey et al., 2009).
Sin duda, un parteaguas en las políticas de control fronterizo se da partir del 11 de septiembre de 2001 con los atentados terroristas en Estados Unidos, dado que se prioriza la política de seguridad nacional, lo cual deriva en la Ley Patriota, donde la frontera se torna amurallada, militarizada y prácticamente infranqueable, a la vez que aumentan drásticamente las deportaciones de mexicanos y centroamericanos (Durand, 2016). La respuesta del gobierno del presidente George W. Bush a los ataques terroristas resultó en estrictos controles fronterizos y en un discurso político centrado en la protección de la seguridad nacional. Los flujos migratorios se consideraron bajo la lente de las prioridades internas de la aplicación de la ley, el orden y la lucha antiterrorista (Alba & Leite, 2004).
En el caso de la frontera de México con Guatemala, históricamente las políticas migratorias habían sido prácticamente inexistentes. La frontera sur era un lugar de intensa movilidad poblacional donde las autoridades migratorias durante mucho tiempo jugaron solo un papel secundario. Las relaciones comerciales y el sector agrícola, principalmente, propiciaban de manera natural la movilidad de la población, en un contexto de escasa o nula regulación (Castillo, 2003). A estos flujos en la región hay que agregar los migrantes en tránsito provenientes de Guatemala, Honduras y El Salvador, que comenzaron a ingresar a la frontera sur de México de manera indocumentada con la finalidad de llegar a Estados Unidos (Castillo & Toussaint, 2015), un flujo que comienza a mediados de la década de los ochenta y que se intensifica una década después (Castillo, 2005).
Tránsito hacia la externalización de la política migratoria estadounidense
El escaso control de la frontera sur de México también dio un giro importante como resultado de las políticas estadounidenses más restrictivas a partir del 2001. El nuevo régimen de las políticas de migración en el norte tuvo un claro correlato en el endurecimiento del control migratorio en la frontera sur de México, principalmente con aquella migración que intentaba llegar a los Estados Unidos. “Se percibió a partir de ese momento una peligrosa influencia de las agendas de seguridad nacional, seguridad fronteriza y de lucha contra el terrorismo sobre la agenda migratoria” (Castillo & Toussaint, 2015). De este modo, podría afirmarse que comienza el tránsito hacia la externalización de la política migratoria estadounidense, es decir, se buscó reducir la llegada de inmigrantes a través de acciones extraterritoriales en México y Centroamérica.
Una de las primeras estrategias en el control migratorio lejos de las fronteras de los Estados Unidos fue el llamado Plan Sur, puesto en marcha en 2001 por el gobierno mexicano del presidente Vicente Fox Quesada a través del Instituto Nacional de Migración de México (INM). El Plan buscaba regular los flujos migratorios provenientes de Centroamérica en la franja comprendida entre el istmo de Tehuantepec y Guatemala, a través de un esquema de securitización del control fronterizo. Si bien la influencia de los Estados Unidos en el incremento de estos mecanismos de control en la frontera sur de México es difícil de probar, según Castillo & Toussaint (2015), es muy factible que fueran parte de algunos compromisos del gobierno mexicano para regular la migración de tránsito hacia Estados Unidos. Lo anterior resulta prácticamente axiomático, ya que la labor de contención que realizan los países considerados de tránsito de migrantes está relacionada con las políticas inmigratorias del Estado de destino final, por lo cual, estos últimos buscarán incidir en las políticas migratorias de los países de tránsito (Torre-Cantalapiedra & Yee-Quintero, 2018).
Como afirma Casillas (2002), el Plan Sur formó parte de una serie de procesos gubernamentales nacionales e internacionales que buscaban la “actuación concertada de los gobiernos de países de tránsito y destino de la migración internacional, para impedir la afluencia de los migrantes no queridos”. Asimismo, el autor afirma que fue un plan vinculado a una agenda internacional que cuestionó la noción tradicional de la soberanía del Estado-nación, al considerar el sur de México como la primera barrera de contención a la migración que va a Estados Unidos. El Plan fue, de acuerdo con Torre-Cantalapiedra & Yee-Quintero (2018), el punto de partida a la estrategia general de control de la migración en tránsito y su orientación hacia un paradigma basado en la seguridad nacional, lo cual llevó consigo el aumento de las estaciones migratorias y las detenciones. Por ejemplo, las deportaciones de México a nacionales provenientes de Centroamérica aumentaron de cerca de 104 mil en 1995, a más de 151 mil en 2001 (Emmerich, 2003).
En 2003, el Plan Sur es sustituido por el proyecto Fortalecimiento de las Delegaciones Regionales de la Frontera sur, “del que surge el Grupo Beta, que se encargaría de ‘brindar apoyo a los migrantes’ y en realidad, según afirman defensores de migrantes y diferentes trabajos periodísticos, es una especie de fuerza especial para gestionar de manera más eficiente las deportaciones de centroamericanos” (Varela, 2015).
A la par, en 2001 como iniciativa del gobierno mexicano surge el Plan Puebla Panamá (PPP), también en el sexenio del presidente Vicente Fox, el cual tuvo como propósito explícito mejorar el desarrollo e infraestructura en México y Centroamérica, pero que en el fondo tuvo una dimensión geoestratégica que implicaba nociones de seguridad y de reducción de los flujos migratorios en la región (Castillo, 2005). Hay autores que consideran que el Plan formó parte de la integración económica regional promovido por Estados Unidos y tuvo entre sus objetivos regular los flujos migratorios centroamericanos en el sureste de México, canalizándolos como mano de obra para las industrias maquiladoras, los proyectos de infraestructura y al sector servicios. Además, tenía implícito el establecimiento de mayores controles sobre la migración centroamericana a cambio de una mayor apertura a los trabajadores mexicanos en Estados Unidos (Sandoval, 2002).
En 2002, en el contexto de la Cumbre de la ONU sobre el Financiamiento para el Desarrollo, los gobiernos de México y Estados Unidos suscribieron la alianza para la frontera México-Estados Unidos. Si bien los acuerdos se alcanzan en un marco de cooperación al desarrollo, Emmerich (2003) considera que uno de los objetivos de esta cooperación bilateral fue utilizar el territorio mexicano como área de frontera, donde las líneas fronterizas estadounidenses son consideradas solo como el último límite dentro de un perímetro externo de seguridad. En los puntos relativos al tránsito seguro de personas se acordó que los migrantes no autorizados y ciudadanos de terceros países enfrentarían mayores controles y revisiones en la frontera entre México y Estados Unidos, lo cual, sugiere el autor, llevaba el compromiso implícito de reforzar el control migratorio en la frontera sur de México.
Otro momento clave en la construcción de la externalización de las políticas migratorias en la región se da con la firma de la Alianza para la Seguridad y la Prosperidad de América del Norte (ASPAN). En 2005, Estados Unidos, Canadá y México acuerdan implementar un modelo común de respuesta ante emergencias, garantizar la protección de la infraestructura de la región y asegurar la eficiencia en el tráfico de bienes y personas (Chanona, 2015). Lo anterior buscaba en el marco del Tratado de Libre Comercio la creación de un perímetro de seguridad en la región, lo cual implicaba que el gobierno de Estados Unidos descentralizaría y asignaría a México y Canadá gran parte del control de los flujos migratorios. En el caso de México, se ejercía presión para que reforzara sus medidas de control y vigilancia en la frontera sur (Castillo, 2005).
Consolidación de la externalización
En la literatura académica se considera que, a partir de 2007, bajo los gobiernos de George W. Bush en Estados Unidos y de Felipe Calderón en México, con el Programa de Cooperación Regional contra el Crimen Organizado -también llamado Iniciativa Mérida-, los procesos de externalización de la política migratoria estadounidense dan un salto cuantitativo y cualitativo; construyéndose paulatinamente la llamada “frontera vertical”, a través de la expansión y la intensificación de las operaciones de control migratorio (Domenech & Dias, 2020). Mediante la iniciativa, el gobierno de Estados Unidos ha transferido a México y a los países del llamado Triángulo Norte (Guatemala, El Salvador y Honduras) fondos millonarios y asistencia técnica para la lucha contra el tráfico de drogas y de personas, a través del fortalecimiento de los controles terrestres, marítimos y aéreos (Chanona, 2015; París & Díaz, 2019). Este plan es un hito en las relaciones bilaterales debido a la narrativa y al alto nivel de cooperación que se logró entre Estados Unidos y México, aunque también lo es por el nivel de controversia que suscitó, dada la escasez de información de sus objetivos, alcances y recursos (Chanona, 2015). Entre los puntos más controversiales está que la iniciativa consolidó la relación entre migración internacional y seguridad nacional, lo que ha conducido a un proceso de criminalización de los migrantes en tránsito (Hernández et al., 2019).
Más adelante, la política migratoria del presidente Barak Obama continuó en el mismo tenor. En el plano doméstico, si bien la retórica estuvo encaminada a alcanzar un acuerdo migratorio con México, el cual nunca se llevó a buen puerto, en la práctica prorrogó la tónica de las políticas de las administraciones de Bill Clinton y de George W. Bush. Al respecto, es necesario considerar que los cambios sustantivos no son de fácil gestión; en el caso que nos ocupa, se debió principalmente a que muchos grupos de interés en Estados Unidos presionaron para mantener la estrategia migratoria, incluso hay autores que consideran que su administración ha sido una de las más férreas para los migrantes, dado el aumento de la securitización en la frontera y de los controles internos (Velázquez, 2021; Villafuerte, 2017). Con respecto a la externalización de la política migratoria, la Iniciativa Mérida continuó en la administración del presidente Obama, donde el tema migratorio tenía cada vez más presencia; de hecho, mediante esta iniciativa se apoyó una política antinmigrante con la implementación de un sistema de mediciones biométricas para el registro de personas que cruzaban la frontera sur de México (Villafuerte, 2017).
En este sentido, se ha argumentado que el marco jurídico mexicano comenzó a estar en sintonía con las nuevas estrategias migratorias en la región. Como menciona Treviño (2016), para algunos grupos de activistas la Ley de Migración de 2011 en México representa, de cierto modo, un avance en la descriminalización de la migración -en una época marcada por la masacre de 72 migrantes en San Fernando, Tamaulipas, en agosto del 2010-; no obstante, para otros es un retroceso que forma parte de los procesos de securitización de la frontera sur y, por ende, con la estrategia de externalización de las políticas migratorias en Estados Unidos. Inclusive, sería parte de una política directamente impuesta por el gobierno de este último país. Cabe matizar, como apunta el autor, que esto último es difícilmente demostrable y que, además, la relación entre seguridad y migración no es algo nuevo, sino que solo consolida las visiones de legislaciones previas.
En julio de 2014, bajo la administración del presidente mexicano Enrique Peña Nieto, y en compañía del presidente guatemalteco Otto Pérez Molina, se presentó el Programa Integral Frontera Sur, el cual buscó incrementar la vigilancia para contener la inmigración centroamericana. El Plan surge en un contexto de preocupación del gobierno de Estados Unidos por el incremento de menores no acompañados de América Central que alcanzaban la frontera con Estados Unidos (Castro, 2019; Mena & Cruz, 2021b; Pastor, 2016; Rejón & Benítez, 2020). El Plan tuvo como consecuencia el incremento de la securitización y militarización de las políticas migratorias mexicanas para contener a la migración de tránsito que se dirige hacia Estados Unidos, lo cual ha conllevado a lo que Hernández y colaboradores (2019) llaman un “proceso de refronterización”, marcado por el ensanchamiento y la multiplicación de las fronteras a lo largo del territorio mexicano. Según Pastor (2016), los detractores del Plan Frontera Sur consideran que México se tornó un embudo del flujo migratorio, lo cual supone que la política migratoria mexicana continuaba ligada a la política de Estados Unidos. Como complementan Mena & Cruz (2021a), esta labor de embudo migratorio implicó entre 2014 y 2019 más de 100 mil aprehensiones de centroamericanos por año en México.
En 2016, como parte de los esfuerzos para reducir los flujos migratorios de centroamericanos que entraban a territorio mexicano con el objetivo de llegar a los Estados Unidos, los gobiernos de México, Guatemala, Honduras y El Salvador diseñaron el Programa Laboral Migratorio Temporal, el cual fue avalado por la Organización de los Estados Americanos (OEA). Como estrategia de cooperación al desarrollo, el programa buscaba “propiciar un flujo legal, ordenado, seguro y transparente de trabajadores migrantes (…). El programa prevé que mil trabajadores temporales por cada uno de los tres países centroamericanos laboren en México por un período no mayor a seis meses por año, en los sectores agrícola y de servicios” (Secretaría del Trabajo y Previsión Social [STPS], 2016). Sin embargo, como analizan Rejón & Benítez (2020), no se alcanzaron los efectos deseados, así se evidenció con la crisis migratoria regional en los años siguientes.
Aún más, la estrategia de la externalización comenzó a extenderse al plano de la protección internacional. En 2016, el gobierno estadounidense comenzó a obligar a los solicitantes de refugio a apuntarse en listas de espera administradas por el gobierno de México, por lo que antes de cruzar la frontera tenían que esperar semanas o meses para iniciar una solicitud formal de asilo (París & Díaz, 2019). El colofón de estas presiones a la protección internacional llegó en diciembre de 2018, ya bajo la administración de Donald Trump, con los llamados Protocolos de Protección al Migrante (MPP, por sus siglas en inglés). También conocido como el programa “Quédate en México”, se trata de una política del gobierno de Estados Unidos, en acuerdo con México, que tiene como objetivo devolver a los migrantes irregulares de otros países para esperar la resolución a su solicitud de admisión, lo cual para algunos autores convirtió a México en un tercer país seguro de facto (Castro, 2019; Morales-Cardiel & Vargas, 2021).
Un momento crucial en la consolidación de las estrategias de externalización de las políticas migratorias se da en el contexto de las llamadas “caravanas migrantes”. En 2018 y 2019, grupos numerosos de migrantes centroamericanos intentaban llegar a los Estados Unidos por vía terrestre, basados en una estrategia migratoria grupal3 organizada en redes sociales, la cual fue adoptada para tener mayor visibilidad y seguridad, así como para reducir los costos del viaje (Gandini, 2020). Como respuesta, en octubre de 2018, Enrique Peña Nieto implementó el plan “Estás en tu casa”, que ofreció trabajo mediante el Programa de Empleo Temporal (PET) a quienes aceptaran permanecer en Chiapas y Oaxaca, además de la obtención de la Clave Única de Registro de Población (CURP) Temporal para Extranjeros, lo cual dotó a los migrantes de una prueba de identidad legal (Secretaría de Gobernación [Segob], 2018). Esto, para Schaffhauser & Inocente (2021), hizo de estas entidades federativas una “zona franca de externalización propia de México, pues los territorios de Chiapas y Oaxaca se convirtieron en la nueva frontera de México-Guatemala. Sus nuevos confines”.
Posteriormente, la respuesta del gobierno de Andrés Manuel López Obrador, electo recientemente en México, fue de aliento hacia los migrantes que entraran en México: prometió visas, permisos de trabajo, así como la creación de empleos formales (Monroy, 2018). De hecho, algunos autores plantearon en aquel momento que el gobierno de México se veía más cercano a un enfoque humanitario que a uno puramente policial y criminalizador” (Castro, 2021). Sin embargo, a la primera caravana de octubre de 2018 le siguieron otras, quizá como parte de un efecto llamada.
A mediados de 2019, y dado el aumento en el número de inmigrantes indocumentados provenientes de Centroamérica que alcanzaban la frontera de Estados Unidos, en una acción sin precedentes el presidente Donald Trump amenazó con castigar a México si no intentaba detener los flujos, en concreto, aumentando los impuestos a las importaciones. “El presidente Trump dijo que impondría un arancel del cinco por ciento a todos los productos importados de México, un impuesto que ‘aumentaría gradualmente’ hasta que se detuviera el flujo de inmigrantes indocumentados a través de la frontera” (Karni et al., 2019). Luego de una áspera y desequilibrada negociación con el gobierno de Estados Unidos, México se comprometió a fortalecer sus capacidades operativas para frenar el flujo de migrantes: en concreto, se comprometió a enviar 6000 elementos de la Guardia Nacional a la frontera sur de México y, con ello, evitar la imposición de dichos aranceles. Además, se anunció el bloqueo de cuentas bancarias de quienes presuntamente participaban en el tráfico de migrantes y en la organización ilegal de las caravanas; asimismo, fueron detenidos algunos de sus organizadores (Rampton et al., 2019), todo ello con la finalidad de reducir las tensiones con Estados Unidos.
De esta manera, la política migratoria en el sur del país dio un giro muy importante. Gandini (2020) considera que a partir de las caravanas de migrantes la política migratoria en México dio un viraje en tres sentidos: (1) se intensificaron los Protocolos de Protección a Migrantes, (2) aumentó la militarización del control migratorio y (3) la responsabilidad de gestionar la migración en la frontera sur pasó de ser un asunto interno dependiente de la Secretaría de Gobernación a uno internacional dependiente de la Secretaría de Relaciones Exteriores. Es decir, con la creación de la Comisión Intersecretarial de Atención Integral en Materia Migratoria, las decisiones sobre el flujo de personas toman un carácter multilateral, ya que se considera
que la política migratoria es responsabilidad compartida con los gobiernos de los diversos países y entre las instituciones nacionales y extranjeras involucradas en el tema migratorio; [y] que, bajo el principio de la cooperación internacional para el desarrollo, es prioridad para el Estado mexicano el fortalecimiento de la relación con los diversos países (Diario Oficial de la Federación [DOF], 2019).
Los esfuerzos del gobierno de Estados Unidos también se centraron directamente en Centroamérica. En 2019, el Departamento de Seguridad Nacional de Estados Unidos (DHS, por sus siglas en inglés) firmó -de manera individual- distintos acuerdos y convenios con Guatemala, Honduras y El Salvador en materia de externalización de la política migratoria. Se firmaron Acuerdos de Cooperación de Asilo (ACA), convenios de seguridad fronteriza e intercambio de información biométrica, así como acuerdos para programas de trabajadores temporales en actividades agrícolas y no agrícolas; todo ello con la finalidad, de acuerdo con el DHS, de
expandir las capacidades de asilo y mejorar la defensa, seguridad y prosperidad en la región (…) como una oportunidad histórica para trabajar con nuestros socios de la región para identificar y confrontar muchos de los problemas que permiten el tráfico ilegal de personas, y también para darles protección a las poblaciones vulnerables lo más cerca posible a sus países (U.S. Embassy Guatemala, 2019).
Tan retóricos como controversiales, estos instrumentos de política migratoria fueron ampliamente cuestionados. En específico, los ACA, firmados entre julio y septiembre de ese año, generaron mucha controversia debido a que implicaron que los países centroamericanos se tornaran terceros países seguros de facto. En el caso de Guatemala, donde causó mayor polémica, el acuerdo impedía que los migrantes de Honduras y El Salvador pudieran tener acceso a la protección internacional en Estados Unidos si habían pasado antes por Guatemala y no solicitaron refugio, lo cual implicaba su devolución a este último país. En principio, la Corte de Constitucionalidad en Guatemala impidió el acuerdo, pero las presiones de Estados Unidos fueron intensas: amenazaron con eliminar los programas económicos de asistencia, aumentar aranceles o aplicar impuestos a las remesas (Laborde, 2019), por lo que al final fue implementado. Hacia el exterior, el acuerdo también generó muchas críticas, ya que partía del supuesto de que Guatemala tenía la suficiente infraestructura para manejar las solicitudes de refugio y que había las condiciones de ofrecer seguridad a los migrantes, lo cual está muy lejos de cumplirse (Parthenay, 2020; Semple, 2019). Con todo esto, los acuerdos perduraron hasta 2021.
En suma, 2019 estuvo marcado por la migración internacional en la región, con una atención mediática sin precedentes, que pusieron de manifiesto las presiones abiertas de los Estados Unidos para que México y Centroamérica alinearan la política migratoria a sus intereses; 2019 fue un año en que la externalización de la gestión migratoria dio un paso adelante. Efectivamente, esta estrategia injerencista logró sus objetivos, al menos momentáneamente: el número de personas que alcanzaron la frontera con Estados Unidos disminuyó de manera drástica, por ejemplo, los migrantes irregulares capturados por las autoridades estadounidenses en la frontera con México pasó de alrededor de 133 mil personas en mayo a poco más de 40 mil en septiembre (U.S. Customs and Border Protection, 2019).
A principio de 2020, la Organización Mundial de la Salud (OMS) reconoció al nuevo coronavirus como una pandemia, y con ello, la salud pública a nivel mundial se ha visto seriamente comprometida, con efectos en prácticamente todos los ámbitos de la vida económica y social. Al respecto, las migraciones internacionales no fueron la excepción. Por una parte, surgieron de manera natural restricciones a la movilidad, pero también se reforzó un discurso político antimigratorio en muchas regiones del mundo. En el caso de Estados Unidos, el gobierno intentó sistemáticamente culpar a los inmigrantes en el fracaso de la gestión de la pandemia y los consideró como un riesgo para la salud pública, por lo que el virus se tomó como una justificación para restringir aún más la inmigración (Vega, 2021), y de esta manera, la pandemia acentuó el enfoque de securitización migratoria y de una especie de “muro inmunológico” para limitar la movilidad internacional (Mena & Cruz, 2021a). Apelando a los poderes otorgados a las autoridades sanitarias estadounidenses desde 1944 para bloquear la entrada de ciudadanos extranjeros que plantean un problema de salud pública, se emitió una orden para que quienes entraran sin autorización por la frontera sur fueran devueltos a México o a sus países de origen. Así, las solicitudes de asilo se desplomaron, y quienes alcanzaron la frontera con Estados Unidos fueron expulsados sin la oportunidad de buscar refugio (Pierce & Bolter, 2020).
También 2020 estuvo marcado por el proceso para elegir presidente en Estados Unidos, por lo que el discurso antimigratorio del presidente Donald Trump se hizo más ríspido, como uno de sus principales activos electorales. Al final, el candidato demócrata Joe Biden ganó las elecciones presidenciales y comenzó su mandato en enero de 2021, y con ello se abrió la posibilidad de revertir algunos puntos de la agenda de inmigración en Estados Unidos, acorde a su postura más moderada ante la inmigración. Desde el principio firmó una serie de decretos que buscaron alterar las decisiones adoptadas por la administración anterior. Sin embargo, como mencionan Pierce & Bolter (2020), puede ser que la gestión de Trump tenga efectos duraderos en el sistema de inmigración de Estados Unidos.
Al inicio de su administración, el presidente Biden anunció la suspensión del muro fronterizo con México, la formación de grupos de trabajo para reunificar a los menores separados de sus familias y un proyecto de ley para otorgar la ciudadanía a millones de inmigrantes indocumentados (BBC News Mundo, 2021). Respecto a la externalización de la política migratoria estadunidense también comenzaron a tomarse algunas medidas contrarias a la agenda migratoria anterior. Una de las más importantes fue la suspensión definitiva de los Acuerdos de Cooperación de Asilo con El Salvador, Honduras y Guatemala. Si bien solo el acuerdo con Guatemala había entrado en vigor -el cual había sido interrumpido temporalmente durante la pandemia por Covid-19-, en el lapso que estuvo vigente alrededor de 700 migrantes hondureños y salvadoreños fueron deportados desde Estados Unidos a Guatemala (Guimón, 2021).
En el mismo sentido, en junio de 2021, el secretario de Seguridad Nacional en Estados Unidos dio fin a los Protocolos de Protección a Migrantes, según lo ordenado por el presidente Joe Biden a través de una orden ejecutiva (DHS, 2021). De esta manera se da por terminada una medida que obligó tan solo en 2019 a cerca de 70 mil solicitantes de asilo a esperar en México mientras se llevaban a cabo sus audiencias en los tribunales de inmigración estadounidenses. Si bien al inicio de su mandato, y con el programa temporalmente suspendido, Joe Biden dejó abierta la posibilidad de mantenerlos y solo planteó su revisión, al final su gobierno consideró que no era posible mantenerlos ni modificarlos, por lo que optó por su finalización (Monge, 2021). Con todo, aún no existe claridad del rumbo que tomará la nueva estrategia de refugio y la manera de gestionar los asuntos que quedan pendientes, derivado del tiempo en el que funcionaron los protocolos. Incluso, a raíz de los litigios con los estados liderados por el Partido Republicano, se anunció que, hacia diciembre de 2021, los protocolos se pondrían en marcha nuevamente para dar cumplimiento a la orden judicial que así lo solicita (Bowden, 2021). Con ello, como destacan Mena & Cruz (2021a), el régimen de refugio seguirá siendo desgastado por la progresiva externalización de la frontera estadounidense.
En Estados Unidos, el Partido Republicano y algunos miembros del Demócrata han señalado la carencia de una estrategia clara en materia de migración, por lo que la vicepresidenta Kamala Harris señaló en un viaje por México y Centroamérica que “el gobierno se centraría en afirmar el control de sus fronteras, incluso si eso significa, por ahora, rechazar a aquellos que huyen de la persecución y la pobreza y a los que la vicepresidenta ha prometido ayudar a largo plazo” (Kanno-Youngs, 2021a).
En cuanto al futuro de la Iniciativa Mérida, el panorama también es incierto. A principios de julio de 2021, los gobiernos de México y Estados Unidos entablaron conversaciones para reorientar la iniciativa, debido a los escasos resultados que ha tenido en los más de 13 años que ha estado vigente. Si bien es un acuerdo fundamentalmente en materia de combate al narcotráfico y al crimen organizado, ha implicado una mayor securitización en la gestión de los flujos migratorios en México (Agencia EFE, 2021). Sin embargo, aún no quedan claras las condiciones que tendrán en los próximos años. De hecho, el canciller Marcelo Ebrard ha dado por cerrada la participación de México en la iniciativa (Manetto, 2021).
En lo que respecta a la cooperación al desarrollo, el nuevo gobierno de Estados Unidos se comprometió al inicio de su gestión, al menos de palabra, a destinar 4000 millones de dólares para impulsar el desarrollo de Honduras, El Salvador y Guatemala, con el objetivo de frenar así la migración forzada (Velázquez, 2021). Posteriormente, la vicepresidenta Kamala Harris afirmó que Estados Unidos ayudaría a abordar las causas fundamentales que impulsan a los migrantes centroamericanos a tratar de llegar a Estados Unidos. En México, firmó el llamado “Memorándum de entendimiento en materia de cooperación internacional para el desarrollo”, que busca impulsar el desarrollo económico de manera sustentable en el sur de México y en el norte de Centroamérica (Presidencia de la República, 2021). En Guatemala, a la par que solicitaba a los migrantes indocumentados guatemaltecos que eviten migrar a Estados Unidos, se comprometió a invertir en la región con el fin de desalentar los flujos migratorios, así como a enviar oficiales de seguridad nacional a las fronteras norte y sur de Guatemala para entrenar a funcionarios locales (Kanno-Youngs, 2021b).
Es muy pronto para evaluar los efectos de las medidas tomadas recientemente. Por lo pronto, de acuerdo con las autoridades fronterizas de Estados Unidos, el panorama sigue siendo muy complejo. En 2021, el número de encuentros fronterizos terrestres en la frontera suroeste de Estados Unidos aumentaron de enero a agosto de cerca de 28 mil a 94 mil migrantes provenientes de El Salvador, Guatemala y Honduras, un incremento de alrededor de 70% (U.S. Customs and Border Protection, 2021).
Conclusiones
A lo largo de este artículo se mostró un panorama de la tendencia creciente hacia la externalización de las políticas migratorias de Estados Unidos en México y Centroamérica. Desde 2001, se han observado esfuerzos cada vez más intensos y elaborados para intentar controlar la inmigración lo más lejos posible de la frontera sur de Estados Unidos, los cuales comprometen la soberanía de los países de la región al incidir directamente en las agendas de seguridad y control fronterizos. Si bien estos procesos distan de ser novedosos, se han intensificado en los hechos, se han politizado y han alcanzado un alto grado de atención en los medios de comunicación.
El Plan Sur, el Plan Puebla Panamá, la Alianza para la frontera México-Estados Unidos, la Alianza para la Seguridad y la Prosperidad de América del Norte, el Programa Integral Frontera Sur y la Iniciativa Mérida han sentado las bases de un complejo andamiaje para controlar los flujos migratorios antes de que lleguen a Estados Unidos, que si bien han estado enmarcados en proyectos para mejorar la seguridad o el desarrollo de la región, llevan implícitos mecanismos que buscan controlar la migración desde la frontera sur de México, donde se vincula la política migratoria de la región directamente con la política migratoria de Estados Unidos.
La externalización del control migratorio, es decir, las acciones que se formulan en los países de destino para controlar la migración, pero que se ejecutan tanto en los países de origen como en los de tránsito, no es un asunto exclusivo de esta región, es más bien una tendencia que se está extendiendo a nivel mundial. En la externalización la idea es muy clara: el control de la migración y sus consecuencias deben implementarse lo más distante posible de los países de destino, un modelo originado en Europa y posteriormente implementado por los gobiernos de muchos países, pero también impulsado por agencias supranacionales, lo que algunos han llamado “el gobierno global de las migraciones” (Varela, 2015). En el caso del control fronterizo latinoamericano y caribeño, se han puesto en marcha mecanismos para gestionar la migración análogos a los países del “norte global” (Domenech & Dias, 2020).
Estos acuerdos generalmente se dan en un contexto de relaciones bilaterales o multilaterales disparejas, donde a través de incentivos o sanciones económicas, según sea el caso, se impone una agenda migratoria injerencista. En los últimos años, con la presidencia de Donald Trump se pudo observar una escalada de estas políticas, impregnadas por formas muy frontales y distantes del mínimo tacto diplomático. En 2019, en el contexto de las Caravanas Migrantes, se da un paso adelante en la desterritorialización del control migratorio por parte de Estados Unidos, cuyas consecuencias pueden perdurar en el largo plazo; pero a la vez, como argumentan Schaffhauser & Inocente (2021), las caravanas pusieron sobre la mesa el derecho a la libre circulación y el derecho de arraigo de los extranjeros.
Si bien con la administración del presidente Biden se están haciendo intentos por cambiar el sentido en la política migratoria, derivado de sus promesas de campaña, no será una tarea fácil. Las presiones de los grupos de interés, las implicaciones a largo plazo de muchas de las acciones anteriores y el hecho de que el volumen de los flujos migratorios en la región se muestra dinámico y creciente dejan muchas dudas del rumbo que pueda tener la política migratoria en Estados Unidos y sus acciones extraterritoriales.
Asimismo, la externalización ha tenido consecuencias en la protección internacional de las personas que buscan refugio. Si bien los Protocolos de Protección al Migrante establecidos hace unos cuantos años con México, y los Acuerdos de Cooperación de Asilo concertados con Guatemala, Honduras y el Salvador han sido suspendidos recientemente -aunque en el caso de los primeros todo indica su restablecimiento-, no está claro cómo se van a gestionar sus efectos a largo plazo, los cuales tornaron de facto a los países de origen y tránsito en terceros países seguros. Por su parte, como mencionan Mena & Cruz (2021a), México ha mostrado una posición ambigua anclada en la asimetría de poder con Estados Unidos, intentando mantener su retórica en cuanto a los derechos humanos y a los acuerdos de protección internacional a los migrantes, pero a la vez cooperando con Estados Unidos en su régimen de externalización fronteriza.
Si bien es cierto las acciones de externalización han tenido la vertiente de la cooperación al desarrollo, también lo es el hecho de que es muy limitada en su capacidad para resolver los problemas estructurales de seguridad, marginación y pobreza que aquejan a la región. Son muy pocos recursos para el tamaño del problema que pretenden resolver, y muchas veces surgen solo en momentos críticos como una función de legitimación de otras acciones directas de la política migratoria. Como sugieren Nájera & Rodríguez (2020), atender los flujos migratorios desde los lugares de origen no solo requiere la conjugación de intereses económicos, políticos y sociales, sino de contar con la capacidad presupuestaria para su implementación, de manera tal que el mejoramiento de las condiciones de vida haga efectivo el arraigo de la población.
En suma, la arquitectura de la externalización de las políticas migratorias ha demostrado ser muy limitada para regular los flujos migratorios en la región. Si bien las acciones directas reducen la migración en momentos puntuales, su efecto difícilmente muestra ser sostenido, mientras que la cooperación al desarrollo tiene un resultado muy marginal. Por el contrario, mina la soberanía de los países de origen y tránsito, además de que conduce a los migrantes a utilizar rutas peligrosas, estimula las redes de tráfico y compromete los derechos de los migrantes a la protección internacional al negarles un proceso de refugio o devolverlos a lugares poco seguros y que no tienen las capacidades logísticas mínimas de acogida ni la infraestructura para gestionar sus sistemas de refugio. Como expone Castro (2019), estas nuevas formas de securitización, criminalización y control de la migración, también conllevan nuevas formas de exclusión y del surgimiento de la hostilidad, racismo y xenofobia hacia los migrantes en los países de tránsito.
Son las “consecuencias humanas” de la securitización-externalización de las políticas migratorias (Varela, 2015). Sin embargo, como argumenta Cornelius (2001), las consecuencias del control fronterizo no deben tratarse como "consecuencias no intencionales", ya que muchas veces son parte integral de la estrategia de disuasión, es decir, parten del supuesto de que aumentar el costo, el riesgo físico y la probabilidad de aprehensión eventualmente desanimará al migrante y hará que retorne al lugar de origen.
Sin embargo, esto no ha evitado que muchas personas continúen sus proyectos migratorios. Las políticas de migratoria han transformado las dinámicas y estrategias migratorias de las personas “atrapadas en la movilidad”, término acuñado por Sabine Hess, quienes seguirán buscando estrategias para continuar sus proyectos migratorios en Estados Unidos, pero también optando por quedarse en México (Mena & Cruz, 2021b), lo cual paulatinamente continuará haciendo de este país un lugar para buscar la residencia permanente, es decir, un país de inmigración.
Arango (2003b) nos recuerda que, si bien la inmigración es vista actualmente como un problema que hay que gestionar, mitigar, contener e incluso combatir, no siempre ha sido así. En el pasado tendía a prevalecer su valoración positiva, por lo que la migración era vista como una fuente de oportunidades económicas y culturales, una idea que es imperativo retomar ante el reto que supone esta nueva realidad migratoria para el gobierno y la sociedad mexicanos.