En su libro The Invention of Autonomy, J.B. Schneewind (2005: 3-13) afirma que la antigua ‘moralidad de la obediencia’ fue superada por la ‘autonomía moral’ en la Ilustración, oponiendo así autonomía moral y obediencia, y considerando a esta última como un defecto, por su falta de racionalidad. En contraste, H.G. Gadamer (1994: 235-237) en Verdad y método, atribuye la noción contemporánea de ‘autoridad’, entendida como aquella a la que se le debe una obediencia ciega, a la deformación que sufrió ese concepto en la Ilustración. El rechazo de la autoridad por parte de los ilustrados, dice este autor, les impidió verla como lo que es, es decir, una fuente de verdad. En la época contemporánea, sin embargo, Simone Weil se refiere a la obediencia como a una de las necesidades vitales del alma. La filósofa francesa cree que la obediencia, tanto a reglas como a personas, implica el consentimiento, con el único límite de las exigencias de la conciencia (Weil, 1996: 38), por lo que no hay en ella, cuando se ejercita virtuosamente, un sometimiento ciego a un poder dogmático, como pensaban los ilustrados.
Desde esta última perspectiva, la noción de ‘obediencia’ se encuentra estrechamente unida al concepto de ‘autoridad’, en cuanto ambos términos dependen de una finalidad ínsita en la naturaleza humana y alcanzable por el hombre, desde la cual adquieren su pleno sentido. La relación autoridad-obediencia se da en un contexto de intereses compartidos, en el que cada una de las partes del binomio ejerce el papel más adecuado a su propia condición. Obedecer al que tiene autoridad sólo tiene sentido si hay un fin al que se ordena dicha relación, una obra común que tiene que ser realizada bajo la dirección de la autoridad, de tal manera que el grupo realice su bien común y permita, a la vez, a cada uno de sus miembros alcanzar su propio fin. Ahora bien, el bien común y el fin moral individual no serían tales si no fuesen alcanzados en virtud del ejercicio de la autonomía moral de la persona, ya que, según Tomás de Aquino, la obediencia es una virtud, no un defecto, y se ejercita mediante la razón y la voluntad (Suma de Teología, II-II, q.104, a.1). Tomás de Aquino es el más característico representante de una filosofía para la cual la obediencia es una forma de excelencia humana.
La obediencia no se opone a la autonomía moral, como se llegó a pensar en la Ilustración, sino que, al contrario, la potencia. La tesis que defendemos a continuación es la necesidad de que existan autoridades morales precisamente para la adquisición de la autonomía moral tanto de los que, para lograrla en el futuro, han de ser obedientes morales en el presente, como son los niños, como para aquellos que, siendo jóvenes o adultos, necesitan ser sostenidos en sus propios juicios morales para ser capaces de autogobernarse.
Ahora bien, hay que distinguir en las personas constituidas en autoridad lo que es propiamente su autoridad moral, si la poseen, y lo que es su poder de gobierno. Autoridad moral y poder de gobernar tendrían que ir siempre juntos, pero debido a la debilidad de la naturaleza humana, no es siempre así, por lo que puede haber personas con poder de gobierno y sin autoridad moral (Suma de Teología, II-II, q.102, a.2). Entonces se pueden producir abusos de poder por parte de algunos a causa del ejercicio de su oficio de gobernar, que no se deben a su autoridad moral, la cual no es poseída por ellos. En este escrito no nos vamos a referir a la necesidad de obedecer a aquellos que, teniendo poder de gobernar, no tienen, sin embargo, la suficiente autoridad moral para hacerlo, lo cual puede constituir un segundo ensayo. Nuestra tesis se refiere más bien a la necesidad de obedecer a la autoridad moral -parte importante del binomio autoridad/poder de gobierno- para alcanzar el autogobierno individual en el terreno moral, autoridad que puede ir unida a cierto poder de gobierno, ya sea en la escuela, la política, la empresa, la dirección profesional, etc., o constituir sólo una excelencia en algunas personas (Suma de Teología, II-II, q.102, a.1, ad.2).
El desarrollo de la tesis constará de dos secciones: en la primera trataremos de la necesidad de la autoridad para alcanzar la autonomía moral individual; y en la segunda consideraremos aquellas disposiciones morales necesarias para el consentimiento a los juicios de la autoridad, que son las virtudes de la humildad y la confianza.
1. Necesidad de la autoridad para alcanzar la autonomía moral
Tomás de Aquino afirma que, ‘así como en virtud del mismo orden natural establecido por Dios los seres naturales inferiores se someten necesariamente a la moción de los superiores, así también en los asuntos humanos, según el orden del derecho natural, los súbditos deben obedecer a los superiores’ (Suma de Teología, II-II, q.104, a.1). La obediencia es, en ese contexto, una virtud moral que diferencia al hombre de los seres naturales inferiores en cuanto a su sometimiento a un superior, porque se realiza por medio de la razón y la voluntad. Al practicar esta virtud, se obedece racional y libremente a la autoridad, la cual tiene su origen en el orden establecido por Dios, aunque no deriva de una institución divino-positiva, al modo de una especie de delegación jurídica, sino que tiene su raíz en el derecho natural. En efecto, el verdadero fundamento de la autoridad humana se encuentra, según Tomás, en la naturaleza social del hombre, el cual, en sus diversas asociaciones, requiere de una autoridad que, por su origen natural, es participación de la autoridad divina (Labourdette, 1957).
Existe, por tanto, una dependencia moral entre los hombres que ha sido ampliamente analizada por A. MacIntyre (2001) en Animales racionales y dependientes. El autor pone allí en evidencia la dependencia que todo sujeto moral tiene, tanto en el proceso de aprendizaje de la virtud como en su ejercicio, a través del razonamiento práctico habitual, de su relación con los demás. Según Gadamer (1994: 236), esta dependencia ha sido ignorada por la Ilustración, que atribuye un falso poder a la razón abstracta, ignorando, desde una visión idealista, las verdaderas dependencias. Sin embargo, de acuerdo con el pensamiento clásico asumido por MacIntyre, es natural que se den relaciones de autoridad y obediencia porque, para llegar a ser un razonador prácticomoral autónomo, se necesita de un aprendizaje dependiente de las relaciones sociales, las cuales tienen lugar en el interior de la familia y del hogar, de la escuela u otra actividad, de la comunidad más próxima y de la sociedad en general. En el seno de esas distintas comunidades hay personas que se constituyen en autoridad moral por su situación jerárquica y, sobre todo, por haber alcanzado cierto grado de sabiduría moral reconocida por quienes les obedecen. Es decir, que la jerarquía social no es del todo suficiente para el ejercicio de la autoridad, la cual domina, como dice Gadamer (1994: 236), cuando se la reconoce “libremente”, no porque se la obedezca ciegamente.
La autoridad es reconocida y manda cuando es el resultado de la encarnación de un ideal o télos al que se somete quien desea alcanzar el mismo. Viene al caso la consideración de J.M. Bochenski (1979: 103), según la cual “(…) para que exista una autoridad tiene antes que darse un objetivo deseado y, segundo, el sujeto debe creer que el cumplimiento de las órdenes adecuadas es una condición necesaria para el logro de ese objetivo.” Por ser un ideal encarnado, la autoridad moral es la consecuencia natural de un trabajo previo sobre el propio carácter moral por parte del que la ejerce. El libre reconocimiento de la autoridad de otro por parte de quien obedece es provechoso para este último, pero no es condición de la existencia de la autoridad moral como tal.
Para el pensamiento contemporáneo es difícil reconocer la autoridad moral en la medida en que ha heredado la idea ilustrada según la cual la razón debe estar libre de todo supuesto que no sea ella misma. Gadamer (1994: 235) critica a J. Habermas que considere el poder de la reflexión sólo como un desenmascaramiento de falsas presunciones o subterfugios. Desde el pensamiento clásico, en cambio, el reconocimiento libre de la autoridad moral sólo es posible por cierto supuesto previo, esto es, la inclinación existente en todo hombre a los fines debidos por medio de un imperativo de la razón natural (Suma de Teología, I-II, q.91, a.2). Este supuesto es una realidad, no una mera ley abstracta, ni una serie de ideas preconcebidas. La luz de la razón natural permite al hombre participar de la razón eterna como providente para sí mismo, a la vez que le permite autodeterminarse en un espacio regulado por su propia razón (Suma de Teología, I-II, q.71, a.6). Esta autodeterminación puede ser sostenida por la autoridad moral, en el ámbito que sea, el de la familia, el de la escuela, el de la comunidad política, etc. El hombre puede ser enseñado por la autoridad moral y, a la vez, no condicionado por ella, precisamente por la capacidad que tiene de auto-determinarse de acuerdo con su razón natural.
La capacidad de autodeterminación que tiene el hombre al ser enseñado se explica a partir de la concepción tomista de la enseñanza en general, y de la enseñanza moral en particular. La enseñanza moral no es, en este contexto, un mero traspaso de ciertos conocimientos a un sujeto pasivamente receptivo, sino la actualización de la razón natural del que aprende que se encuentra en potencia activa para el conocimiento de las conclusiones a partir de ciertos principios ya poseídos (Rhonheimer, 2000: 274-275). En efecto, preexisten en el intelecto ciertas semillas de conocimiento conocidas inmediatamente, de las que se siguen los conocimientos más particulares (De Veritate, q.11, a.1). Una de esas semillas es, en el ámbito práctico-moral, el principio según el cual “el bien ha de buscarse y el mal evitarse” (Suma de Teología, I-II, q.94, a.2). Alguien enseña a otro en la medida en que le presenta, por ciertos signos, el movimiento discursivo de la razón que va desde los principios a las conclusiones, lo que el que aprende puede desarrollar naturalmente por sí mismo (De Veritae, q.11, a.1). Ese movimiento discursivo de la razón natural descubre al hombre, en el ámbito moral, los fines de las distintas virtudes que debe practicar. Ahora bien, ese movimiento natural de la razón moral puede ser entorpecido por los apetitos desordenados. Por eso las personas deben adquirir las virtudes morales necesarias para que ese desenvolvimiento de la razón natural se lleve a cabo.
De ahí que la configuración de la conducta virtuosa que cada persona va adquiriendo, guiada por quienes tienen autoridad ya sea en el ámbito familiar, escolar o político, tutela el camino hacia la autonomía moral, es decir hacia el desenvolvimiento de la propia razón natural en la medida en que ésta llega a conocimientos morales más concretos. Para que esa tutela sea realmente efectiva, la persona constituida en autoridad debe ser ella misma virtuosa. En diversas ocasiones MacIntyre se detiene a considerar la necesaria cualificación moral del educador para que su labor sea certera. En Animales racionales dependientes (MacIntyre, 2001: 107), afirma que el educador debe poseer, en alguna medida, las virtudes que pretende enseñar, y según quien sea el educador, ya sean los padres, un familiar o un maestro, algunas virtudes específicas son requeridas. No sólo resulta conveniente que el que enseña a otro una virtud, la posea, sino que es, a todas luces, una cuestión de necesidad fundamentada en la importancia que el ejemplo tiene en la educación moral, por un lado, y en el papel de autoridad moral en que debe convertirse el que manda o enseña a otro.
El ejemplo activa la razón natural del otro, para que comprenda la máxima moral que se encierra en la conducta observada (Abbà, 1992: 252). En los jóvenes que tienen intenciones virtuosas, pero carecen de experiencia, la razón es dócil a ejemplos de personas virtuosas, vividos o literariamente presentados, porque ven en ellos la aplicación concreta de sus ideales (Abbà, 1992: 277). Así, la autoridad adquiere un prestigio ejemplar, que proviene de la experiencia y la sabiduría (Abbà, 1992: 280), el cual facilita la obediencia al mandato tácito o expreso, mandato que es el objeto especial de la obediencia (Suma de Teología, II-II, q.104, a.2). Si poseer una virtud es la mejor forma de conocer verdaderamente esa virtud, este conocimiento, que en el caso de las virtudes morales va unido a la práctica virtuosa, se convierte en un modo excelente de educación moral. Es exigible, por ejemplo, al que quiere enseñar a otro la virtud de la sinceridad, que sea sincero en sus actos. MacIntyre (1992: 168) cita a Tomás de Aquino para referirse a la necesidad del conocimiento por connaturalidad, propio del que sabe de la virtud por la vía del ejercicio, para enseñar moralmente a otro. Dice MacIntyre:
Por supuesto que, según Tomás de Aquino, hay una forma de conocimiento moral que no es, a su vez, teórico. La práctica de las virtudes y la experiencia de que las virtudes han dirigido la voluntad de uno, genera un conocimiento por la vía de lo que el Aquinate llama “connaturalidad” (S.T. II-II, q.45, a.2); y muchos agentes corrientes, educados en esa práctica en el seno de sus familias o de sus comunidades locales, aprenden a ser y son virtuosos sin plantear nunca de manera explícita cuestiones filosóficas (MacIntyre, 1992: 168).
El ejemplo personal o el ejemplo transmitido a través de narraciones como los cuentos infantiles, son referencias concretas de formas buenas de conducta: “(...) contar historias -dice MacIntyre (1981: 168)- es parte clave para educarnos en la virtud”. El ejemplo es siempre singular y refiere un acto particular a una determinada situación concreta. Por otra parte, si en la educación moral del que ya es capaz de entender una reflexión teórica, el ejemplo refuerza la explicación, para el niño, a quien no puede ofrecerse una consideración abstracta, el ejemplo es el método más efectivo de educación moral. Guiar a otro en el camino de la virtud, cuando se hace desde el ejercicio de la virtud, supone tener autoridad moral, requisito indispensable para ejercer la labor de educador. En How To Seem Virtuous Without Actually Being So, MacIntyre (1991) destaca la necesidad de que el carácter moral sea uno de los criterios tenidos en cuenta a la hora de elegir a un educador, en lugar de basar su elección en el conocimiento teórico que posea. La importancia de la relación entre el educando y el educador es fundamental, puesto que en el contexto de esta relación es donde el niño debe aprender cuál es su bien.
La autoridad moral, sin embargo, no vale sólo para la educación de los niños, sino también para la orientación moral de los jóvenes y adultos, en cualquier ámbito social, ya sea el de la familia, o el de cualquier trabajo u oficio, o el universitario, o el de la empresa o el político. Precisamente por la conexión determinante que existe entre el carácter moral y el razonamiento práctico, en la medida en que un joven o un adulto no ha alcanzado la virtud necesaria para juzgar rectamente y con facilidad en unas circunstancias determinadas, necesita ser orientado por la autoridad, practicando la virtud de la obediencia como reconocimiento de la verdad. Aunque a los jóvenes y adultos les sea más difícil obedecer que al niño, en la medida en que ya posean defectos en su carácter más o menos difíciles de remover, valen también para ellos las consideraciones que ya se han hecho de la obediencia a la autoridad a través de un reconocimiento libre de ella.
Nos parece que un modo de ilustrar ese punto es refiriéndonos a la distinción que hace Tomás de Aquino entre el carácter del virtuoso, el del vicioso y el del continente, los cuales requieren de la autoridad y la obediencia de distintos modos. Aunque no es posible clasificar con precisión a las personas según estos tipos morales, debido a las innumerables diferencias personales existentes entre los hombres, sin embargo, podemos hacer un análisis de las posibilidades de la práctica de la obediencia, más o menos racional y virtuosa, desde estos distintos caracteres.
El virtuoso obedece a la autoridad moral comprendiendo racionalmente lo que se le manda hacer, con libertad, y con cierta facilidad. Tiene una recta estimación del principio de lo operable, que es el fin (Comentario a la Ética a Nicómaco, n° 1431), y sus disposiciones morales se conforman con esa estimación. De ahí que en el virtuoso encontremos, a la vez, obediencia a la autoridad moral y plena autonomía moral. Es autónomo porque es dueño de sus actos mediante la razón, por la que reconoce el fin con facilidad, y por la voluntad por la que quiere realizar ese fin (Suma de Teología, I-II, q.1, a.1); y también porque integra en sus actos a las otras facultades de su persona, que pertenecen a su sensibilidad.
El vicioso, por el contrario, tiene el juicio de la razón natural pervertido, debido a sus disposiciones morales perversas, por lo que su razón se engaña continuamente respecto a los principios morales (Comentario a la Ética a Nicómaco, n° 1274). Por eso no obedece a la autoridad moral, sino sólo a sus propios principios perversos. Sin embargo, el vicioso puede obedecer a la autoridad moral “interesadamente”, por ejemplo, por temor al castigo o por el atractivo del premio. La razón del vicioso podría reconocer la racionalidad de lo que la autoridad moral le manda, pero sus disposiciones habitualmente torcidas le impiden ejercitar esa capacidad racional. No se encuentra en una desigualdad social respecto a la autoridad, sino en una desigualdad moral, debida a su libertad.
La concepción que tiene Schneewind de la obediencia como defecto, no como virtud, es semejante a la obediencia interesada del vicioso tomasiano. En efecto, la amenaza de los premios y castigos es, según este autor, el motivo principal para obedecer, en el contexto de lo que denomina la “moralidad de la obediencia” que habría predominado en la época de la Reforma y la Contrarreforma, momento en el que había que obedecer la ley divina de acuerdo con lo que mandaba la autoridad religiosa, sin mayor entendimiento de aquello a lo que se obedecía, lo cual suponía una desigualdad entre los hombres respecto a la comprensión de la ley moral. Schneewind (2005: 4-9) se refiere a las guerras de religión de esa época, considerando la imposibilidad de establecer un orden social a partir de la ley de Dios, ya que ésta era transmitida por lo clérigos, y éstos se encontraban divididos en religiones distintas y en controversia. Ante esa situación, una filosofía que apelara a la razón y no a la autoridad, pareció más apropiada a los ilustrados.
La crítica ilustrada a la obediencia,1 entendida como una actitud ciega y no racional, sitúa la “moralidad de la obediencia” en un contexto histórico altamente conflictivo, en el que hubo ciertamente abusos de poder, en los cuales puede ser que, no pocas veces, el poder no fuera acompañado de la autoridad moral requerida en los que mandaban. Ante esa situación era comprensible que los filósofos quisieran apelar a la razón para dirimir contiendas, aunque no lo era que rechazaran la posibilidad de una autoridad moral que no se debe identificar sin más con un poder dogmático abusivo. Gadamer (1994: 237) afirma que el mismo Habermas dice que a la autoridad se le puede restar lo que en ella es mero poder -lo cual, según Gadamer, no es autoridad-, para disolverla en la fuerza no violenta del conocimiento y la decisión racional.
Por otra parte, un tratamiento filosófico de la obediencia como virtud, en que la razón y la voluntad son los motivos de la conducta obediente, que de ningún modo consiste en una obediencia ciega a un poder despótico, la encontramos en Tomás de Aquino, en pleno medioevo, bastante antes de la Reforma. La crítica de Schneewind nos permite, sin embargo, descubrir connotaciones negativas de la “moralidad de la obediencia” en el concepto luterano de esta virtud, en el cual no es posible la racionalidad de la obediencia a la autoridad moral por la noción negativa que se tiene de la razón como una facultad corrompida.
En efecto, para que la obediencia sea racional se requiere, según el pensamiento del Aquinate, la aprehensión de la ley moral por la razón natural, lo que no es posible para Lutero y P. Melanchton, su seguidor inmediato y colaborador intelectual. El excesivo énfasis que Lutero pone en la corrupción de la razón humana (Lucero, 2012: 145-146), y en el intrínseco egoísmo del hombre después del pecado original (Lucero, 2012: 141ss), le lleva a afirmar que el conocimiento natural de la Ley es perjudicial para el hombre, el cual se salva sólo por la fe en Dios (Lucero, 2012: 150-151). Melanchton (1992: 70-72) hace un análisis más preciso y moderado de ese tema, diciendo que tenemos ciertas preconcepciones acerca de lo que es honorable y bajo en nuestras acciones, que no son, sin embargo, tan claras para nosotros como el conocimiento de los números, debido a cierta oscuridad que ha causado en nosotros el pecado original, por el que nuestro corazón y nuestros deseos no nos permiten distinguir entre el bien y el mal. Como sugiere Svensson (2008: 116-119), Melanchton se aparta de Tomás de Aquino, aunque no explícitamente, al negar que seamos capaces de conocer la ley moral a partir del conocimiento de los fines de nuestras inclinaciones naturales, como afirma el Aquinate en Suma de Teología, I-II, q.94, a.2. (Svensson, 2008: 117) Estas apreciaciones han llevado a una opinión común según la cual la doctrina del pecado original condujo a los reformadores protestantes a negar la posibilidad de que la razón del hombre conozca la moralidad de sus acciones (Svensson, 2008: 118). Según esta interpretación de los reformadores, el hombre puede conocer la moralidad de los actos humanos sólo por la obediencia a la fe (Berman, 2003: 78-80).
En la concepción protestante de la obediencia no se tiene, pues, en cuenta la realidad de la razón natural del hombre, tal como la concibe Tomás de Aquino, la cual, como hemos visto, permite al ser humano participar de la razón eterna y, a la vez, autodeterminarse en un espacio regulado por su propia razón. Por lo tanto, esa concepción tampoco puede tener en cuenta que la desigualdad existente entre los que son autoridad moral y los que obedecen no es una desigualdad por delegación jurídico-eclesiástica, sino que es consecuencia de las dificultades con que se encuentra el hombre al buscar alcanzar la verdad moral, y la necesidad de la ayuda mutua en esa búsqueda, lo cual es posible por su naturaleza social. Aunque la autoridad moral tiene su origen en un orden establecido por Dios, como dijimos, no deriva de una institución divino-positiva, sino que proviene de la libre autodeterminación del hombre que, por su naturaleza social, es capaz de reconocer los fines morales que comparte con sus congéneres.
Esa desigualdad moral tiende a corregirse en la medida en que se practica la obediencia, precisamente porque ésta es racional, y no ciega. El mandato o precepto, objeto de la obediencia (Suma de Teología, II-II, q.104, a.2), no se dirige sólo a las facultades de ejecución de un acto, ni sólo a la voluntad, sino que es recibido, principalmente, por la razón, que formula un juicio práctico a partir del cual la voluntad actúa libremente y dirige a las otras facultades (Labourdette,1957: 12-15). Los seres humanos tienen conciencia, en virtud de la cual son responsables de todo lo que hacen, incluso de obedecer (Suma de Teología, II-II, q.50, a.2).2 El que obedece juzga el precepto de la autoridad que manda en cuanto concierne a su propia actuación, y lo juzga a la luz de la ciencia que tiene, innata o adquirida (De Veritate, q.17, a.5, ad.4). Vimos que en todo hombre se encuentran originariamente ciertas semillas de virtud que preexisten en el intelecto, a partir de las cuales el niño juzga lo que se le manda, por lo que, en la medida en que es guiado por la autoridad moral, va desarrollando una ciencia moral adquirida.
El continente, a su vez, tiene ciencia moral adquirida, pero padece malos deseos (Comentario a la Ética a Nicómaco, n.1306), no es virtuoso, por lo que está constantemente expuesto a la corrupción de sus juicios prácticos, aunque su razón no esté entorpecida por vicios, y sea capaz de conocer la moralidad de las acciones particulares. Su razón puede ser sostenida por el mandato de la autoridad moral. En cierto modo representa el caso de una gran mayoría de personas que, según Schneewind (2005: 4), a pesar de tener la ley moral inscrita en sus corazones, necesitan ser instruidas por la autoridad acerca de la aplicación de esas leyes a los casos particulares.
Schneewind considera que plantear la necesidad de esa instrucción pone a esa mayoría en pie de desigualdad con respecto a los que sustentan la autoridad, en cuanto no serían capaces de comprender las aplicaciones de la ley moral con su propia razón. Pero no es eso lo que sucede con el continente, cuya razón es perfectamente capaz de conocer las implicaciones de la ley moral en su vida, pero se encuentra entorpecida por malas disposiciones morales que, sin embargo, no llegan a constituir hábitos viciosos. En su caso, obedecer no es ejecutar mecánicamente un mandato, sino ordenar humana y libremente la propia conducta, a pesar del esfuerzo que le comporta, bajo la directriz de la autoridad moral, que sostiene su razón, la cual tiende a oscurecerse debido a los malos deseos. El continente reconoce la verdad moral con la ayuda de la autoridad, ya que es esencial para su actividad libre el ser guiada y animada por su propia inteligencia, por su propio juicio, no por el de otro. El que obedece hace suya la directriz de la autoridad, ya que se trata de su propia conducta (Labourdette,1957: 12-13).
2. Condiciones de la aceptación de la autoridad: humildad y confianza
Admitir la necesidad de una formación moral personal, junto a la aceptación de las cualidades morales de otra persona, es la clave para el reconocimiento de la autoridad moral. Estas actitudes surgen de la humildad y la confianza, que constituyen los elementos disposicionales básicos que abren la puerta al aprendizaje moral. Al modo como de un vicio se origina otro vicio, así, por un mismo orden natural, los actos de una virtud se derivan de otra (Suma de Teología, II-II, q.161, a.6).
La obediencia a la autoridad, lejos de ser una obediencia ciega, se basa en el reconocimiento y en el conocimiento (Gadamer, 1994: 236), es decir, en admitir la propia inferioridad al tiempo que se aprecia en la otra persona el saber (práctico) que uno no posee: “No sólo debemos reverenciar a Dios en sí mismo”, dice Tomás de Aquino, “sino lo que hay de Dios en cualquier hombre (...) Por eso, mediante la humildad, debemos someternos al prójimo por Dios, cumpliendo lo que se nos dice en 1 Pe 2,13: Someteos a toda autoridad humana por Dios” (Suma de Teología, II-II, q,161, a.3, ad.1). Hemos visto que la prerrogativa de la autoridad moral es su sabiduría, que ciertamente es algo de Dios en el hombre, que existe en el sabio de modo natural. Esa sabiduría no es innata en el hombre, sino que es adquirida por su propio esfuerzo, otorgándole una excelencia y una dignidad que pueden ser naturalmente reconocidas por los demás.
Por eso existen tres momentos básicos en el reconocimiento y la aceptación de la autoridad: a) el conocimiento de uno mismo; b) el reconocimiento de la excelencia del otro; y c) la buena disposición personal a aceptar la dirección ajena.
En relación con los puntos a) y b), son muy ilustrativas las palabras de Aristóteles, en la Ética Nicomaquea, cuando cita las palabras de Hesíodo, que dicen como sigue:
Es el mejor de todos el que por sí mismo comprende todas las cosas; es noble así mismo el que obedece al que aconseja bien; pero el que ni comprende por sí mismo ni lo que escucha a otro retiene en su mente, es un hombre inútil (Ética Nicomaquea, I,4,1095b 10-13).
En este texto, Hesíodo muestra realidades diferentes: por una parte, la excelencia y la autoridad moral del que sabe cómo conducirse y como aconsejar a otro, y por otra, la del que acepta el consejo al reconocer la autoridad moral del hombre excelente, y la del necio, incapaz de darse cuenta de su propia condición y también de la ajena.
Más allá de las condiciones debidas a una ajustada valoración de uno mismo y de los demás, el reconocimiento y la aceptación de la autoridad moral se basa, como vimos, en un supuesto previo, las inclinaciones naturales del hombre hacia ciertos bienes y fines virtuosos, que constituyen valores objetivos. Por eso todas las virtudes morales, en cuanto preceptuadas, incluyen actos de obediencia en su ejercicio. La obediencia siembra en nuestra mente todas las virtudes, y una vez sembradas cuida de ellas, en cuanto que los actos virtuosos obran causal o dispositivamente en la generación o conservación de las virtudes (Suma de Teología, II-II, q.104, a.3, ad. 1).
Cuando el idealismo ilustrado ha abstraído los valores morales de las verdaderas dependencias, como dice Gadamer (1994: 236), estos valores son el producto de un razonamiento abstracto, libre de supuestos, cuya única prerrogativa consiste en su construcción racional, desapareciendo toda autoridad moral personal. Nadie puede convertirse en un modelo de excelencia para una voluntad que puede construir sus propios valores a partir de un raciocinio sin arraigo en ninguna realidad más que la pura razón ideal, la cual debe a sí misma los valores que la guían. Por el contrario, el reconocimiento de ciertos bienes y fines universales en la naturaleza humana lleva consigo, por una parte, la aceptación de la propia dependencia de valores/bienes que no se subordinan a la pura creación racional de los individuos, y, por otra parte, al reconocimiento de la dependencia de otros cuyo desarrollo moral ha sido superior al propio, y cuya ayuda es imprescindible para el propio progreso moral, que lleva consigo el desenvolvimiento de la propia autonomía personal.
Ahora bien, el racionalismo radical ilustrado ha derivado en un fuerte emotivismo en la sociedad occidental contemporánea (MacIntyre, 1981), a partir del cual se pueden observar dos fenómenos que, aunque se sigue el uno del otro, aparecen como contradictorios: por un lado, la falta de reconocimiento de que alguien pueda tener autoridad moral sobre otra persona; y, por otro lado, la posibilidad de que cualquier persona con autoridad en un ámbito especializado, no propiamente moral, como por ejemplo el laboral, se convierta, mutatis mutandis, en autoridad en otro ámbito no afín al suyo, como es el plano moral. Esta situación puede observarse cuando, en razón de su destacada trayectoria profesional, los medios de comunicación invitan a alguien a opinar sobre cuestiones morales. En estos casos se aprecia que, con cierta facilidad, hay una transferencia de la autoridad profesional a la autoridad moral, que es aceptada por muchas personas que no reconocerían esa autoridad en quienes verdaderamente la tienen.
Para el reconocimiento de la autoridad moral de otra persona es necesaria una actitud humilde que acepte la excelencia del otro y, al mismo tiempo, la posibilidad de alcanzar esa misma perfección por medio de su consejo. Por eso Tomás de Aquino, refiriéndose a la virtud de la humildad, dice: “(…) puede uno creer que hay en el prójimo alguna cosa buena que él no posee (…) y en cuanto a esto, puede someterse a él por medio de la humildad.” (Suma de Teología, II-II, q. 161, a.3). Por su parte, en La soberanía del bien, Iris Murdoch afirma que la humildad es uno de los requisitos necesarios para dar cabida a la realidad que existe más allá de los intereses egoístas del yo: “El hombre humilde, porque se ve a sí mismo como nada, puede ver las otras cosas como ellas son.” (2001: 105). Murdoch atribuye esta virtud tanto al (gran) artista, que es capaz de mostrar la realidad con sus obras de arte en lugar de recrear en ellas su visión subjetiva, como al hombre bueno, porque ambos dejan a un lado el interés propio para reconocer la realidad no subjetiva.
La humildad es una virtud que lleva a la persona a considerarse inferior porque ve sus propios defectos (Suma de Teología, II-II, q.161, a.1, ad 1), y, a su vez, la lleva a reconocer que en el otro hay una bondad que ella no posee, por lo cual le es conveniente someterse a él (Suma de Teología, II-II, q.161, a.3). Así, la humildad lleva consigo un autoconocimiento. El reconocimiento de la propia insuficiencia es, en sí mismo, una conclusión debida a la inteligencia a partir de la cual el sujeto puede abrirse o no a una actitud humilde. La voluntad, a su vez, transformada por el autoconocimiento, dirige los pasos de la inteligencia hacia el reconocimiento de la autoridad (Suma de Teología, II-II, q.161, a.6): “La voluntad es fundamental con respecto a la inteligencia, y el pensamiento que no está dirigido por una voluntad informada por la humildad propenderá siempre a extraviarse”, dice A. MacIntyre (1992: 126) comentando el pensamiento agustiniano.
Tanto Murdoch como MacIntyre se refieren al modelo de hombre moral kantiano como el más alejado de la actitud de humildad moral frente al reconocimiento de la autoridad. Para Murdoch, la noción de una voluntad creadora de valores ha tomado el protagonismo en la filosofía moral postkantiana en la que el concepto más importante es el de libertad. Las filosofías herederas de Kant han sustituido la actitud de reconocimiento y aceptación de valores/bienes objetivos, a los que tiende la voluntad por naturaleza, por valores creados por la razón práctica, independientes de toda orientación natural de la persona al bien (Murdoch, 2001: 84). Para K. Wojtyla (1997: 155-156), los valores/ bienes que la razón natural puede reconocer como fines a los que tiende natural y originariamente la voluntad, colapsan en el pensamiento kantiano, según el cual la voluntad queda transformada en una facultad enteramente pasiva, a merced ya sea de las inclinaciones sensibles egoístas, o de una razón práctica abstracta, por medio de la cual el hombre se puede liberar de disposiciones originarias siempre perversas, y establecer racional y abstractamente ciertas normas (Cfr. Kant, 1981: 41-42), como si la libertad fuera el salto repentino de una voluntad aislada dentro y fuera de un complejo lógico impersonal (Murdoch, 2001: 31).
En general, dentro de la filosofía ilustrada no cabe la virtud moral como perfeccionamiento de los apetitos del hombre porque éstos quedan fuera del ámbito de la moralidad. La virtud, sin embargo, libera a la razón natural práctica para descubrir nuevos conocimientos a partir de sus propios principios originarios, como pensaron los clásicos. Para estos últimos, uno no puede aprender como encaminarse a conclusiones morales sin haber adquirido, al menos, algunas de las virtudes que está investigando (MacIntyre, 1992: 94). Por eso la autoridad de quienes han alcanzado ya una mayor excelencia en la virtud es clave para el propio conocimiento de los fines morales. Esto es inadmisible desde el punto de vista de los enciclopedistas que aprendieron de Kant que pensar por sí mismo requiere emanciparse de la tutela de la autoridad, es decir, de la compañía de cualquier otro que pueda ser reconocido como autoridad (MacIntyre, 1992: 95). Así, Kant y los enciclopedistas niegan indirectamente la necesidad de la humildad para el desarrollo del pensamiento moral autónomo.
Por contraposición, hay que afirmar que en la práctica de la virtud de la humildad se da el reconocimiento del límite de las propias posibilidades y, a la vez, la aceptación de la superioridad moral de otro, la cual no anula mi pensamiento, sino que, al contrario, lo ayuda a actualizarse desde la posesión de unos principios o semillas originales. De este modo, la obediencia a quien posee superioridad moral no rebaja la dignidad del que obedece, sino que lo enaltece en cuanto es condición de su progreso moral. Como dice Murdoch, “la humildad no es un hábito peculiar de autoanulación, algo así como tener una voz inaudible, es el respeto desinteresado por la realidad y una de las virtudes más difíciles y centrales” (Murdoch, 2001: 98).
Sólo desde posiciones filosóficas antropológicamente insuficientes puede entenderse que no exista la autoridad moral, y que cualquier ayuda que provenga de otro sea considerada una injerencia injustificable en la moralidad personal. Dice Murdoch que “la persona corriente, a menos que esté corrompida por la filosofía, no piensa que cree valores a través de sus elecciones. Piensa que algunas cosas son realmente mejores que otras y que puede equivocarse” (Murdoch, 2001: 99). Esta actitud básica de humildad lleva consigo el convencimiento de que existen ciertos valores/bienes morales objetivos. Este convencimiento es posible porque esos bienes son fines a los que estamos inclinados por naturaleza, inclinaciones que se ven reforzadas por las virtudes morales que, a su vez, potencian el pensamiento práctico. Así, entre el que ejerce la autoridad y el que obedece existe un universo objetivo de valores/bienes, compartidos por ambos, frente al que se sitúan de forma diferente.
La actitud que acompaña a la humildad es la de la confianza, y ésta se deposita en alguien al que se le reconoce autoridad. La confianza en el que tiene autoridad exige la docilidad, una virtud que, según Tomás de Aquino, forma parte de la prudencia. El hombre falto de experiencia moral reconoce la necesidad de ser instruido por otro, sobre todo por los que han logrado un juicio equilibrado sobre los fines de las operaciones (Suma de Teología, II-II, q.49, a.3).3 Según Aristóteles, recuerda Tomás, es “conveniente prestar atención, no menor que a las verdades demostradas, al juicio y a las opiniones indemostrables de la gente experimentada, de los ancianos y los prudentes, pues la experiencia les enseña a éstos a penetrar en los principios.”(Suma de Teología, II-II, q.49, a.3).
De este modo, la docilidad reconoce en otro una cierta eminencia de saber o de virtud, una cierta competencia, la de un maestro capaz de instruir, la de un director capaz de aconsejar bien, en razón de lo cual se le otorga la propia confianza (Labourdette, 1957: 15). Esta actitud consiste en un gesto mediante el cual una persona se dispone a seguir los dictados de otra, con la esperanza de poder experimentar una transformación moral. Por eso la disposición del que confía en la autoridad de otro está regida por una finalidad -su propio progreso-, reconociendo que ese perfeccionamiento querido ha sido vivido por la persona a la que concede autoridad moral.
La confianza supone la aceptación -aun cuando exista cierta incomprensión presente- de que el camino determinado por el que tiene autoridad es el camino adecuado para alcanzar el fin que uno desea. Es una actitud que va acompañada de la esperanza de comprender en un futuro lo que ahora se presenta más o menos oscuro; para esa comprensión futura es indispensable la obediencia a la autoridad. Con relación a este punto, MacIntyre considera que, según el esquema agustiniano, cuando primero creo para poder llegar a comprender, no valoro la prueba, sino que pongo mi confianza en ciertas personas que tienen autoridad. La aparente arbitrariedad de esta aceptación inicial de la autoridad es algo que sólo puede entenderse de forma adecuada más tarde y, en esta comprensión posterior, la autoridad se reencuentra de una manera muy distinta (MacIntyre, 1992: 126-127).
La autoridad sin fundamento es vacía e ilícita. La autoridad merecida es la que se asienta en el conocer o en el ser, y es precisamente ese conocimiento o esa forma de ser el fundamento que ha de causar el reconocimiento por parte de otro.
Conclusión
La obediencia y la autoridad entran en relación por la presencia de un fin que confiere sentido a ambas disposiciones. El fundamento de la autoridad debe radicar en el saber y/o en el ser, mientras que el de la obediencia debe situarse en la esperanza de alcanzar lo que es bueno para uno mismo. La autoridad moral legítima, reconocida o no, se pone de manifiesto a través de la actuación virtuosa y es precisamente esta demostración la que puede generar actitudes de obediencia fundamentadas. El que obedece a una autoridad moral legítima confía en que el ejercicio de la autoridad se dirige al bien del que obedece y que, en último término, apunta a que alcance la autonomía moral.
Sin duda, la relación fáctica entre autoridad y obediencia no siempre se mueve dentro de los cauces de la legitimidad. Desde la falsa autoridad a la autoridad ejercida en beneficio propio, pasando por la obediencia ciega, un sinnúmero de desviaciones es posible. Sin embargo, la mala praxis no ha de impedir el reconocimiento de la necesidad de que entre los hombres se dé la relación de autoridad y obediencia. El reconocimiento de la dependencia de la autoridad de otro para el progreso moral propio fue puesto en tela de juicio por el pensamiento ilustrado, que vio como una amenaza a la autonomía personal todo reconocimiento de una autoridad que no fuese la del individuo sobre sí mismo. Con la negación de la necesidad de una autoridad moral para la autonomía futura del que obedece se pergeñó un modelo antropológico de suficiencia personal que resulta poco adecuado para explicar la dependencia y la vulnerabilidad del ser humano.