Introducción
El Maestro Ignorante se ha convertido paulatinamente en uno de los referentes obligados de varias y diversas reflexiones contemporáneas relacionadas con la educación. En esta obra, tal y como su autor (Jacques Rancière1) afirma, se efectúa una suerte de rescate de una “extravagante teoría”, que surgió de una experiencia azarosa a la cual fue expuesto el pedagogo francés Joseph Jacotot (1770-1840) en el año de 1818.
Jacotot, exiliado en los Países Bajos tras la Restauración borbónica,2 ocupó un puesto de profesor de francés para estudiantes que ignoraban la lengua francesa, ignorando él mismo el holandés. Esa mutua ignorancia de las lenguas que les impedía comunicarse en los términos maestro-estudiante, hizo que el exiliado intentara enseñar francés a partir de la edición bilingüe del Telémaco; así pues, su labor de enseñanza se limitó a solicitar a sus estudiantes que “aprendieran el texto en francés ayudándose de la traducción” (Rancière, 2003: 18). Su sorpresa fue monumental cuando al pedir como ejercicio que sus estudiantes escribieran en francés lo que pensaban de aquello que habían leído, descubrió que ellos habían aprendido sin necesidad de la explicación que se suponía debían haber recibido para obtener tales resultados. Esta experiencia le hizo ver que “las personas sin educación podrían aprender por ellas solas, sin un maestro explicándoles cosas y que los maestros, por su parte, podían enseñar lo que ellos mismos ignoraban” (Rancière, 2010a: 1).
Sin embargo, a pesar de que esta experiencia es central en el libro, su narración ocupa solamente el primer capítulo, y aquello que se encuentra en los siguientes cuatro apartados es una mezcla de las palabras y experiencias de Jacotot, movilizadas en su Enseignement universel, Langue maternelle (1823) y Droit et philosophie panécastiques (1837) -escritos posteriores a aquella experiencia con los estudiantes holandeses-, junto con aquellas que, al parecer, son las de Rancière. Decimos al parecer, ya que los lectores de esas páginas nos vemos avocados a la dificultad en el reconocimiento de la autoría de las voces, que emerge en virtud de que Rancière, sin previo aviso ni una demarcación o guía, mezcla la narración de diversas experiencias junto con las reflexiones de Jacotot y aquellas que, al parecer, son las suyas propias. Al respecto Rancière advierte en una entrevista:
Si se piensa en la escritura de El Maestro Ignorante con esta mezcla sistemática de las voces, aquello que puede ser la fuerza de mi texto, es precisamente que es casi imposible separar el relato de los comentarios, separar lo que se presenta como el relato de una cosa real de aquella de la reflexión sobre esa realidad o de una ficción que yo podría haber inventado por completo. Lo que constituye para mí la escena, es esta intrincación de los niveles de significación y este cruce entre los niveles del discurso3 (Rancière, 2012: 122).
Cruce de niveles que lleva a que, en algunas ocasiones, nos encontremos con cuestiones que aparentemente son contradictorias de un apartado a otro, dejándonos en una perplejidad respecto de las ideas mismas que se defienden.
Estas varias dificultades que Rancière introduce en la lectura del libro, similares a aquellas que se despliegan con aquella de La noche de los proletarios4 (2010) que ya he analizado en otro lugar (véase Patiño, 2017), se pueden sintetizar en una gran incertidumbre: ¿cuál es el tipo de teoría o de tesis filosófica que se defiende? En El Maestro Ignorante no encontramos un solo apartado a partir del cual podamos inferir con claridad el objetivo de Rancière, más que aquel que él mismo reconoce en el prólogo de hacer sonar nuevamente esa extravagante teoría.
Sin embargo, y apelando a las ya citadas palabras de Rancière, sumado a lo que él ha afirmado en otros lugares (2011, 2012), este tipo de recursos estilísticos, en donde se juega con las fronteras de la autoría de las palabras, pero también con los significados de las mismas, lo que logran es faire bouger las demarcaciones de la tradicional escritura disciplinar, que tiende a asumirse como aquella que da cuenta de un discurso de la verdad sobre el tema que trate, produciendo así un despliegue de la potencia interpretativa. Así, este uso de una escritura poética que “identifica el poder común del pensamiento con el poder de la igualdad” (Rancière, 2011: 36), no sólo produce incertidumbres, sino principalmente abre el espacio para desplegar varias interpretaciones. Y eso es justamente lo que ha sucedido de una peculiar manera dentro del ámbito pedagógico con El Maestro Ignorante.
Dentro de la gran variedad de interpretaciones pedagógicas podríamos anudar varias de ellas en dos grandes grupos: la de aquellos que la han considerado grosso modo como una pieza antimagisterio y la de aquellos que la leen como la propuesta de un nuevo paradigma educativo.
Dentro del grupo de aquellos que leen esta obra como una pieza antimagisterio se suele afirmar que Rancière, en últimas, defiende que cualquiera puede ser maestro5 y en esa medida, no habría necesidad de una figura que ostente tal título. Esta noción suele ser defendida en diferentes escenarios, que en nuestro continente se da en la virtualidad en la forma de blogs sobre educación (ver Paradiso, 2011), e incluso en páginas de instituciones tales como la Comisión Nacional de Bibliotecas Populares en Argentina (ver enlace en la bibliografía). También es aquella que se percibe en autores como Skiliar quien afirma con pesimismo que es un libro que introduce
la desolación de aquello que ha sido pensado como lo habitual pedagógico -y por eso mismo, algo de lo que parecemos incapaces de remover- y la convicción de que las extravagancias educativas son mucho más promisorias que la metástasis de las reformas ordenadamente insípidas de los ministerios. (Skiliar, 2003: 72).
Por su parte, dentro del grupo de quienes leen este libro como la propuesta de un nuevo paradigma, hay quienes afirman que impele a un cambio respecto de las relaciones educativas que emancipan, en el que particularmente se impulsa al maestro a cambiar su proceder. Esta es la posición defendida por Galloway (2010) quien sostiene la existencia de una similitud de las propuestas de Freire y Rancière, en la medida en que los dos “describen la opresión y la emancipación como una labor educativa” (Galloway, 2010: 163), siendo esa última un re-establecer al ser humano como sujeto de praxis, superando aquel paradigma de ver la educación como transmisión de conocimiento. También es la de Bejarano (2007) quien afirma que “el rol del maestro, como maestro ignorante está mediado más por el componente artístico, por el crear pero no sólo en términos de estrategias pedagógicas o de contenidos sino en la de no dominar la voluntad del alumno” (Bejarano, 2007: 285). Y es también la posición de Biesta (2017) quien sostiene que aquello sobre lo que versa El Maestro Ignorante no tiene que ver con la supresión del rol del maestro (y en esa medida no es una obra antimagisterio), sino que es una propuesta respecto de un maestro emancipador, muy diferente al de Freire porque su objetivo no es cambiar la falsa conciencia por verdadera conciencia, y cuya labor emancipadora consiste en estar “involucrado en el acto de enseñar” (Biesta, 2017: 69), partiendo del supuesto de la igualdad.
No obstante, estos dos grupos de interpretaciones, a nuestro modo de ver y en el contexto de las apuestas rancierianas que se movilizan en otros textos tales como El Desacuerdo, La lección de Althusser, entre otros, creemos que lo dicho por Rancière en El Maestro Ignorante excede el ámbito pedagógico.
En efecto, a pesar de que es un libro que comienza narrando la historia de un pedagogo francés y de su método -que sería más bien un anti método- y cuya publicación se dio en el escenario francés en un momento en el que se discutían reformas educativas,6 es un libro que no sólo invoca cuestiones referentes a la educación, sino que aborda un tema político que no ha sido exclusivo del discurso pedagógico, pero que ha ocupado un lugar preponderante en él, a saber: la emancipación. Ya el mismo Rancière nos lo advierte en el título: es un recorrido por cinco lecciones sobre la emancipación intelectual,7 derivadas de la experiencia de Jacotot.
Ahora bien, no es nuestro ánimo intentar hacer un discurso de la verdad respecto de esta obra; tampoco lo es desarticular minuciosamente algunas de las lecturas hechas por quienes la han trabajado en nuestro continente. Nuestro interés reposa más bien en mostrar que Rancière, haciendo sonar nuevamente la extravagante teoría del pedagogo francés Joseph Jacotot, más que anclarse en el escenario educativo -para hacer proscripciones o prescripciones respecto de este-, lo que efectúa es una suerte de invitación para repensar el asunto de la emancipación -cuya caducidad parece ser la constante en nuestro tiempo-, ya no como el reconocimiento de estar bajo una determinada forma de opresión y la consecuente liberación, sino como el despliegue de posibilidades insospechadas a partir del anudamiento entre la necesidad y la voluntad, que sobrepasa las nociones de un determinismo materialista.
A fin de poder pensar esto mejor, en lo que sigue haremos un recorrido en tres partes. En una primera, exploraremos brevemente algunas nociones clave que Rancière y algunos estudiosos de su obra como Binham y Biesta (2010), nos permiten pensar en torno a la emergencia del vínculo entre emancipación y educación y los efectos de este vínculo. En una segunda parte, exploraremos diversas desestabilizaciones efectuadas por Rancière en torno a algunas teorías dominantes sobre emancipación intelectual, mismas que emergen desde cierto marxismo y que han permeado gran cantidad de discursos pedagógicos sobre la emancipación. En una tercera y última parte, pondremos de manifiesto dos elementos medulares que se juegan en la emancipación y que son enunciados en el libro en cuestión. Finalizaremos con unas breves reflexiones y dejaremos algunas preguntas abiertas.
1. Sobre el vínculo entre educación y emancipación
Si bien tradicionalmente se ha pensado que la emancipación y la educación son dos asuntos inevitablemente conectados, este vínculo tuvo una emergencia, y ha mutado conforme lo ha hecho la educación -que desde el siglo XVIII generalmente se concibe vinculada a una institución, normas, saberes, etc.-, y las diversas teorías políticas y éticas alrededor de la emancipación -caso del marxismo. En lo que sigue, trataremos de evidenciar dos momentos que creemos son preponderantes cuando se piensa el mencionado vínculo: la ilustración y la era post-revolucionaria en Francia. Momentos que dejaron su impronta en lo que generalmente se concibe hoy como emancipación y que son criticados por Rancière en obras tales como El Maestro Ignorante y La lección de Althusser (esto se abordará con más precisión en la siguiente sección).
Los ecos de la ilustración
Tal y como lo señalan Bingham y Biesta (2010), el concepto de emancipación surgió en la ley romana haciendo referencia a la liberación de un hijo o una esposa respecto de la autoridad del pater familias. En ese contexto, el concepto significaba renunciar a la autoridad que se tenía sobre otro, y en esa medida, hacía referencia a la acción que una persona -la que tenía la autoridad- ejercía sobre otra; acción que se entiende en términos de ‘liberación’. Así, la persona emancipada se vuelve independiente y libre solamente en virtud de un acto que otra persona efectúa sobre ella: la liberación.
Esta idea de emancipación, señalan Binham y Biesta (2010), tuvo un cambio decisivo en su trayectoria al entrelazarse con la idea de ilustración, ya que esta se consideró como un cierto proceso de emancipación. En efecto, la ilustración no sólo fue considerada como un movimiento que trajo la adquisición de nuevos conocimientos a través de la razón, sino que, tal y como fue señalado por Condorcet citado por Clifford (1963), la ilustración “sería la emancipación de la humanidad del ‘error y la ignorancia’, las verdaderas causas de sus infortunios”. Así, la emancipación pasó a ser considerada como un estado de cosas al que se llega a través de un ejercicio eminentemente racional, un ejercicio que parte de la adquisición de un conocimiento que saca de la ignorancia. Sin embargo, es de notar que la afirmación de la adquisición de dicho conocimiento reposa bajo el supuesto de la existencia de un conocimiento verdadero y por lo tanto, emanciparse tendría que ver con adquirir progresivamente un específico conocimiento y la actitud propicia para éste, liberándose poco a poco del error.
Este concepto de ilustración se dotó de un significado especial a partir de los postulados kantianos en los que se concibe a la ilustración como un proceso a través del cual un ser humano racional se convierte en un ser autónomo; noción que involucra principalmente dos componentes (Schneewind, 1998): el primero, la autolegislación, que es la no necesidad de autoridad externa para constituir o informar sobre los requerimientos o las leyes que se impondrá la persona para legislarse -basta con su capacidad racional-; y el segundo, es el autogobierno efectivo sin motivación externa, es decir, seguir las normas por “voluntad propia”. Desde esta perspectiva, una persona ilustrada se comprende como aquella que utiliza su propio entendimiento o razón, es decir, piensa sin necesidad de tutor o guía para ello, y en ese sentido es libre:“[u]na persona es autónoma cuando está psicológicamente libre de la influencia controladora de sus conocidos, compañeros, y de la sociedad” (Strike, 1972: 274).
En otras palabras, la ilustración hace referencia no solamente a la capacidad efectiva de actuar sin instrucción o motivación externa (visión negativa de la libertad), sino que, suponiendo la capacidad racional de las personas, ellas pueden darse a sí mismas las leyes que han de imponerse para obrar (visión positiva de la libertad). De esta forma, en esta concepción de ilustración es preponderante que las personas puedan reflexionar sobre las normas que se imponen a ellas mismas en diferentes ámbitos de la vida. Así, la ilustración es caracterizada por Kant principalmente por el uso de la razón o la racionalidad: “la característica que define al albitrium liberum es su racionalidad” (Allison, 1992: 477).
A partir de suponer la capacidad racional de las personas, se pone de manifiesto otro componente importante en esta concepción de ilustración/autonomía -y que subyace también al sistema de derecho kantiano-, a saber, la igualdad. En efecto, según lo señala Wood explicando el planteamiento kantiano, “[c]uando la razón se desarrolla […] se reconoce […] [que el] valor fundamental es la dignidad de la naturaleza racional en cada ser racional, y por lo tanto, la igualdad absoluta de todos los seres racionales” (Wood, 2005: 134, traducción propia). En ese sentido el servilismo, tutelaje, magnanimidad y/o sociedades basadas en un paternalismo no sólo se convierten en opositores de la ilustración/autonomía porque el “estar a entera disposición de otro es negar o renunciar la propia habilidad de dirigirse a sí mismo” (Schneewind, 1998: 490, traducción propia), sino porque se niega el reconocimiento de la igualdad de los otros seres racionales. Igualdad en la medida en que es dada por la razón.
De esta forma, aquello que la ilustración legó en la concepción de la emancipación lo podemos resumir en lo siguiente: la emancipación pasó a convertirse o concebirse como un asunto eminentemente racional, a partir del supuesto de una igualdad natural entre los seres humanos en virtud de poseer dicha capacidad, pero que además supone determinado funcionamiento de ésta porque no es el uso de razón sin más lo que hace de a alguien un ser ilustrado, sino un uso específico que permite la liberación.
Los ecos de la Revolución Francesa
Esta mixtura entre emancipación e ilustración como liberación que implicaba el uso del propio entendimiento o razón tuvo otro gran impacto en la idea de emancipación, toda vez que el movimiento ilustrado hizo que se leyera la historia humana en términos de un movimiento lineal que va desde el salvajismo al conocimiento y el consecuente perfeccionamiento de las civilizaciones, de la misma manera como se piensa a un infante que pasa de la ignorancia al saber (Rancière, 2013). Dicha forma de ver la ilustración y por tanto a la emancipación, hicieron que el movimiento emancipador se comprendiera bajo la óptica del progreso que, al estar relacionado con el conocimiento -es decir, con el uso de la propia razón y con una auto-liberación que funciona en una sentido progresivo-lineal-, tuvo derivaciones tanto políticas como ideológicas de gran magnitud que enunciaremos en el segundo apartado de este texto. Derivaciones que, en el caso de Francia, tuvieron su máxima elaboración en el periodo posterior a la Revolución Francesa (Rancière, 2010a) y que modificaron el paisaje de la emancipación y la educación.
En la coyuntura histórica después de la Revolución Francesa, según Rancière (2003, 2010a), se puso en marcha una lógica de pensamiento que proclamaba un proceso progresivo de liberación que, en cierto sentido, moldeaba, sujetaba y encuadraba a la Revolución en términos de un desarrollo que habría de realizar cierto orden dirigido a cierto fin. Esta lógica se puso en marcha a través de dos instancias: por un lado, poniéndole fin a los desórdenes de la Revolución, pasando de una era de crítica y destrucción de las trascendencias monárquicas y divinas a una era “orgánica” basada en la razón (véase Rancière, 2010a) -una era en la que se ponía en armonía la sociedad de acuerdo a criterios de una racionalidad que, a partir de un orden desigual, hacía visible la igualdad-; y por otro, implementando un nuevo orden social y gubernamental, conciliando el progreso con el orden. Dicha conciliación, dice Rancière,
encuentra su modelo, de forma natural, en una institución que simboliza su unión: la institución pedagógica, el lugar -material y simbólico- donde el ejercicio de la autoridad y la sumisión de los sujetos no tiene otro fin que la progresión de estos sujetos hasta el límite de sus capacidades (Rancière, 2003: 10).
Así, el proyecto de la era orgánica puso en marcha un plan que no sólo incluía la organización estatal de la instrucción pública, sino también la organización de iniciativas que por un lado buscaban desarrollar habilidades o conocimientos útiles que les permitiera a las personas mejorar sus circunstancias presentes; y por el otro, enriquecer la vida cotidiana permitiendo la participación en placeres artísticos mientras se iba desarrollando el sentido de comunidad (Rancière, 2010a).
En este sentido, esta nueva lógica de la progresión vinculada con la educación puso en marcha un modelo educativo gubernamental que instituía a la enseñanza como la encargada de reducir la desigualdad social -tanto como fuera posible-, a partir de reducir la distancia entre los ignorantes y el saber (Rancière, 2003). Se trataba de un modelo que funcionaba bajo la siguiente consigna de instrucción:
El gobierno de la ciudad por personas instruidas y la formación de las élites, pero también el desarrollo de formas de instrucción destinadas a dar a los hombres del pueblo los conocimientos necesarios y suficientes para que puedan colmar a su ritmo la distancia que les impedía integrarse pacíficamente en el orden de las sociedades fundadas sobre las luces de la ciencia el buen gobierno (Rancière, 2010a: 10, 11).
Este modelo llevó a pensar la pedagogización de la sociedad (Rancière, 2003, 2010a), que no es otra cosa sino la “infantilización general de los individuos […] en donde la sociedad de los inferiores superiores será igual, habrá reducido sus desigualdades, cuando se haya transformado enteramente en la sociedad de los explicadores explicados” (Rancière, 2003: 177). En otras palabras, el modelo presentó a la sociedad como una gran escuela en donde hay unos salvajes que deben ser civilizados y donde hay unos estudiantes problema que deben ser puestos en orden (véase Rancière, 2010a: 13). De esta forma, la sociedad de la era orgánica fijó la idea de progreso, insertando un nuevo orden jerárquico en el cual, la posición superior no sólo es ocupada por la autoridad del Estado y el poder económico, sino que es también ocupada por aquellos que mejor se adaptan al progreso, aquellos capaces de sintetizar los conceptos demasiado complejos para las mentes ordinarias (Rancière, 2010a).
Ahora bien, este modelo educativo que vincula la idea de progreso con una comprensión universalista del conocimiento parece haber permeado algunas de las apuestas teóricas emancipadoras más preponderantes del siglo XX en Francia, entre esas, la del marxismo cientificista de Althusser.
2. La desigualdad como punto de partida en algunos discursos emancipadores
En La Respuesta a John Lewis publicada en 1970 el reconocido marxista Louis Althusser hace una serie de afirmaciones que nos permiten comprender mejor los presupuestos que según Rancière, subyacen a su concepción de emancipación. En dicha obra, Althusser critica la tesis de Lewis según la cual “el hombre es quien hace la historia” toda vez que según Althusser, esa tesis es el resultado de la ideología burguesa que, entre otas cosas, contraría la tesis marxista de que la historia no tiene sujeto y llevaría a concluir erróneamente que la historia es más fácil de conocer que la naturaleza porque está hecha por el hombre. Sin embargo, según Althusser, esto es un equívoco ya que
la historia es tan difícil de conocer como la naturaleza… quizás más difícil aun de conocer. ¿Por qué? Porque “las masas” no tienen con la historia la misma relación práctica directa que tienen con la naturaleza (en el trabajo de la producción), porque siempre son separadas de la historia por la ilusión de conocerla puesto que cada clase explotadora dominante les ofrece “su” explicación de la historia: bajo la forma de una ideología que es dominante, que sirve a sus intereses de clase, cimenta su unidad y mantiene a las masas bajo su explotación (Rancière citando a Althusser, 1975: 31).
Así, para el reconocido marxista la tesis de John Lewis era insostenible toda vez que las masas, al estar en relación práctica directa con la naturaleza (en el trabajo de producción), son incapaces de pensar dicha producción y en esa medida, desconocen la complejidad de la historia. Por esto, desde el marxismo althusseriano, si los proletarios “quieren hacer ellos mismos la filosofía de la emancipación obrera, reproducen el pensamiento establecido que es el mismo que está hecho para enceguecerlos y para impedirles el camino de su liberación” (Rancière, 1975: 40).
Según Rancière, este tipo de razonamiento presupone una lógica de la causa y el efecto; es decir, asume que los hechos son el resultado de una cadena causal que se da en otro nivel (Rancière, 2012). Según esta lógica, hay un mundo de causas y un mundo de efectos, y el conocimiento de estos mundos está mediado por el supuesto de que cuanto más cerca se esté del mundo de los efectos, es decir, cuanto más cerca del trabajo y la producción -que no es otra cosa que vivir en la opresión-, más alejado se está del mundo de las causas. Por esto, desde esta lógica, la lejanía de los efectos otorgaría una cierta objetividad en el conocimiento de la explotación, lo cual permitiría tener acceso a las causas de la opresión, confiriendo así la posibilidad de comprender y explicar la realidad solamente a aquellos que están más alejados de los efectos. Estas personas que tienen acceso privilegiado a ese mundo de las causas son, desde la perspectiva althusseriana, los filósofos, toda vez que al estar alejados de esa práctica directa del trabajo de producción, pueden tener la conciencia adecuada respecto de la situación de dominación y opresión en la que se encontrarían atrapados aquellos dedicados a la esfera de las necesidades y anclados en la naturaleza.
Esta lógica de la causación, según Rancière, se pone en funcionamiento a partir de un supuesto, a saber, el de una diferencia topográfica (Rancière, 2010a). Desde la perspectiva althusseriana, la condición de ignorancia en la que se encuentran las masas se debe a la misma situación en la cual están ubicadas pues, al estar insertas en la dominación o el mundo de los efectos, no pueden descubrir por sí mismas su situación o el mundo de las causas y por tanto seguirán reproduciendo los efectos. En otras palabras y siguiendo las afirmaciones del mismo Althusser: las masas, al estar en contacto directo con la naturaleza, estarían separadas de la historia por la ilusión de conocerla; por esto, ellas siempre estarían encalladas en la superficie del conocimiento histórico sin poder llegar a las profundidades de éste, donde se alberga el secreto de la explotación. En consecuencia, el dominado, explotado o marginal, situado en esa posición, estaría impedido para desestabilizarla por sí mismo por causa de la ausencia del conocimiento necesario para esto y en ese sentido, se ubicaría en un ámbito topográfico específico de incapacidad. Caso contrario ocurre con el filósofo, quien tendría la capacidad tanto de moverse de un lugar a otro en virtud de poseer el conocimiento de la historia, como de poder sumergirse en las oscuridades que ocultan el secreto de la explotación.
De esta manera, la lógica de la causación que supone una fijación topográfica alberga en sí misma también una necesidad, a saber, la de las masas por el filósofo: las masas no saben lo que hacen, por lo cual tienen necesidad de ser asistidas por aquellos que tienen el conocimiento (Rancière, 1975: 109). En efecto, tal y como lo formula Althusser, las masas, para poder comprender la situación de opresión en la cual se encuentran sumergidas, necesitan la explicación de aquellos que no están en relación directa con la producción, en otras palabras, necesitan que el filósofo con su palabra haya roto el mutismo de la ignorancia y haya establecido el comienzo del aprendizaje. Así pues, desde la perspectiva althusseriana, sólo los filósofos estarían en condiciones de mostrar la situación de opresión y en esa medida, serían los únicos capaces de disipar las ilusiones que tienen las masas sobre la historia.8
Ahora bien, esta aparente necesidad de la explicación de la opresión, confirmará Rancière (2003) haciendo eco a la denuncia hecha por Joseph Jacotot, emerge al suponer que originariamente hay una desigualdad de las inteligencias a partir de la cual el mundo estaría partido en dos: entre los que saben y los que no saben, “espíritus sabios y espíritus ignorantes, espíritus maduros e inmaduros, capaces e incapaces, inteligentes y estúpidos” (Rancière, 2003: 23). Las masas serían aquella parte del mundo que no sabe, aquella que posee una inteligencia que sólo le permite registrar “al azar las percepciones; [inteligencia que sólo] retiene, interpreta y repite empíricamente, en el estrecho círculo de las costumbres y de las necesidades” (Rancière, 2003: 24). Los filósofos por su parte serían aquella parte del mundo que sabe y que estaría en posesión de otro tipo de inteligencia, aquella que “conoce a través de la razón, procede por método, de lo simple a lo complejo” (Rancière, 2003: 24). De esta manera, dice Rancière, esta división no haría más sino instaurar “la separación entre el animal que busca a ciegas y el joven educado, entre el sentido común y la ciencia” (Rancière, 2003: 24); y con esto, la división de los cuerpos en dos categorías: “aquellos de quienes hay un logos -una palabra conmemorativa, la cuenta en que se los tiene- y aquellos de quienes no hay un logos[;] quienes hablan verdaderamente y aquellos cuya voz, para expresar placer y pena, sólo imita la voz articulada” (Rancière, 1996: 37).
Esta perspectiva althusseriana parece estar afectada por lo que Rancière llama la pasión por la desigualdad, que no es un amor por algún tipo de bien sino “la necesidad de pensar bajo el signo de la desigualad” (Rancière, 2003: 112). En efecto, según Rancière, la desigualdad no es la consecuencia de algo sino que ella misma es una “pasión primitiva” (Rancière, 2003: 112). De esa pasión Rancière señala que “es el vértigo de la igualdad, la pereza ante la tarea infinita que ésta exige, el miedo ante lo que un ser razonable se debe a sí mismo”, es una cierta sinrazón “que hace al individuo renunciar a sí mismo, […] y engendra la agregación como hecho así como reino de la ficción colectiva” (Rancière, 2003: 112), es decir, engendra una cierta obligación entre los hombres de protegerse unos y otros dentro de un orden convencional, fundado en la sinrazón del deseo de superioridad.
Sin embargo, a la luz de lo dicho es importante anotar que las anteriores referencias de ninguna manera sugieren que en Rancière opere un cierto naturalismo -e incluso cercanía al pensamiento hobbesiano-al postular la desigualdad como una cierta pasión primitiva y a la sociedad ordenada como consecuencia de ella. Rancière señala que esa pasión por la desigualdad es una ficción que tiene como consecuencia crear otra ficción que es la sociedad; en otras palaras, tanto la pasión por la desigualdad como “esa masa aplastante o esa ficción ridícula a la cual todo ciudadano debe someter su voluntad -la sociedad-” (Rancière, 2003: 113), son una creación, pero que a diferencia de las ficciones que van de la mano con la lógica igualitaria, no son conscientes de su carácter de ficción. Por lo tanto, de ninguna forma habría que pensar que hay un ser natural al cual se le atribuya invariablemente el tener naturalmente o estar llevado por unas ciertas pasiones, así como tampoco habría que pensar la sociedad como una consecuencia natural de esas pasiones.
3. Una emancipación otra: El Maestro Ignorante
Como mencionamos anteriormente, en El Maestro Ignorante se hace sonar de nuevo una teoría extravagante: la proclama de que las personas sin educación podrían aprender por ellas mismas -esto es, sin la necesidad de un maestro- y que los maestros podían enseñar lo que ellos mismos ignoraban. Proclama que, por los términos en la cual es expuesta, podría producir una cierta incomodidad para el público que está familiarizado con el discurso pedagógico (como en el caso de Skiliar).
Efectivamente, ya en las primeras páginas de la obra, Rancière, entre otras cosas, hace una distinción entre dos formas de ser maestro: el atontador y el emancipador. Del atontador dice que, contrario a lo que se cree, no es aquel viejo, anquilosado en el peso de los años, que trata de llenar a sus alumnos de “conocimientos indigestos”; aunque tampoco es aquel ser maléfico que trata de desplegar sus poderes para engañar con una doble verdad a fin de mantener el status quo. El atontador más bien es aquel que
es tanto más eficaz cuanto es más sabio, más educado y más de buena fe. Cuanto más sabio es, más evidente le parece la distancia entre su saber y la ignorancia de los ignorantes. Cuanto más educado está, más evidente le parece la diferencia que existe entre tantear a ciegas y buscar con método, y más se preocupará en sustituir con el espíritu a la letra (Rancière, 2003: 24, 25).
Respecto del emancipador dice que es un maestro que enseña sin comunicar nada de lo que sabe porque, en últimas, no tiene una ciencia que enseñarle a sus estudiantes; de ahí el título de la obra. Es un maestro que se convierte en tal por un gesto: la orden dada a sus estudiantes con la cual efectúa sobre ellos una suerte de encierro del cual sólo pueden salir por ellos mismos; gesto con el cual se efectúa también la retirada de la inteligencia del maestro, para dejar las inteligencias de los estudiantes relacionándose libremente con la inteligencia de lo que Rancière llama la cosa en común entre el maestro y los alumnos, que en el caso de Jacotot es el libro del Telémaco. Y es justamente este gesto con el cual se efectúa un doble quiebre en ese juego del aprendizaje: por un lado, con él se introduce una disociación de las funciones del maestro -que ya no sería enseñar una ciencia o un saber específico-, y por otro, con él se separan las dos facultades implicadas en el mencionado juego: la inteligencia y la voluntad. De esta manera, dice Rancière, en el juego del aprendizaje desplegado por Jacotot, quien es el maestro ignorante, las inteligencias de los estudiantes obedecen ya no a la inteligencia del maestro sino que se relacionan directamente con la inteligencia del libro, aunque la voluntad de ellos sí obedezca a la voluntad del maestro.
Ahora bien, estas palabras de Rancière respecto de las dos formas de ser maestro, y que sin duda son muy llamativas por lo que plantean respecto de la ruptura de los roles con los que habitualmente se ha identificado el ejercicio docente, no dejan de ser sorprendentes y muchas veces negativamente. Algunos lectores se pueden preguntar cómo es posible afirmar de manera tan radical que, en últimas, la enseñanza, así sea la más revolucionaria, produzca un cierto atontamiento; más aún, cómo es posible afirmarlo cuando, de hecho, hay alguien (el maestro) que en efecto, sabe más que otro (el estudiante) y la enseñanza de eso muchas veces provee de diversas herramientas a los estudiantes más que atontarlos. En últimas, la incomodidad radica en que Rancière, con esa afirmación, cual juez todo poderoso, parece sentenciar que toda la enseñanza es una forma de atontar.
Sin embargo, debemos anotar que Rancière, después de esas afirmaciones, nos dice algo que permite pensar que lo que se juega en ellas excede el lugar de la escuela, a pesar de darse a partir de un análisis de un ejercicio escolar. No se trata entonces de que él o Jacotot funjan como verdugos respecto de la enseñanza en general, sino más bien se trata de pensar en lo que se puede desplegar en situaciones tales como la vivida por Jacotot, que azarosamente fue en una escuela.
En efecto, Rancière afirma que no se puede comparar el método del maestro atontador, el sabio, con aquel del emancipador, el ignorante, toda vez que
La confrontación de los métodos supone un acuerdo mínimo sobre los fines del acto pedagógico: transmitir los conocimientos del maestro al alumno. Ahora bien, Jacotot no había transmitido nada. No había utilizado ningún método. El método era puramente el del alumno. Y aprender más o menos rápido el francés es, en sí mismo, algo de poca trascendencia. La comparación no se establecía ya entre métodos sino entre dos usos de la inteligencia y entre dos concepciones del orden intelectual. (Rancière, 2003: 31).
Y más adelante afirma: “Las cosas estaban claras: este no era un método para instruir al pueblo, era una buena nueva que debía anunciarse a los pobres: ellos podían todo lo que puede un hombre” (Rancière, 2003: 36). Así pues, las afirmaciones en torno al maestro atontador y al emancipador, parece que no se dirigen con el fin de evaluar, ponderar o criticar, un paradigma pedagógico, en función del aprendizaje de una materia, de una lengua, de un saber; se trata más bien de ver que en una relación -que en se caso estuvo inserta en un esquema educativo-, en virtud de la dislocación de la disposición de algunos de sus términos, se pudo desplegar un ejercicio: aquel de la emancipación.
En esa medida como ya habíamos mencionado en líneas anteriores, lo que se moviliza en El Maestro Ignorante es una invitación para pensar la emancipación en términos de ciertas condiciones pero que quizás por ser tan amplias parecería más hablarnos de situaciones donde pareciera jugarse lo imposible. Estos términos serán analizados a continuación.
Necesidad y voluntad
Uno de los elementos que podemos percibir en este ejercicio emancipatorio jacotiano, tiene que ver con la relación entre la voluntad y la necesidad; así pues, pareciera ser que la emancipación tiene que ver con una anudación del querer con una urgencia o una necesidad, entendiéndose por esta como una situación de arrojamiento que conmina a hacer algo. Si bien en la narración rancieriana hay un énfasis respecto del sometimiento de la voluntad del estudiante a aquella del maestro, la emancipación del mismo Jacotot nos permite pensar que no se trata de un voluntarismo camuflado, movilizándose en lo que se comprende como emancipación, sino más bien en un desplazamiento de aquello que concebimos como voluntad.
Las experiencias de emancipación de Joseph Jacotot se dieron por las situaciones concretas a las cuales él fue arrojado: la guerra, el estar exiliado, el tener que dictar una clase de francés a alumnos que desconocían la lengua común. Esas situaciones hicieron surgir la necesidad en Jacotot que lo llevaron a tensar el deseo y movilizar de esta forma su voluntad; movilizaciones que lo llevaron a descubrir que “[e]l ignorante aprenderá sólo lo que el maestro ignora si el maestro cree que puede y si le obliga a actualizar su capacidad: círculo de la potencia” (Rancière, 2003: 33).
Este arrojamiento nos permite sospechar que con las palabras de Rancière se opera una cierta desestabilización de aquello que se piensa como el sujeto libre que determina su querer -y como ejemplo de este el sujeto autónomo-, toda vez que se considera la situación de arrojamiento como condicionante de la voluntad, del querer. Efectivamente, no podría hablarse de un sujeto de libre albedrío que por su propia voluntad pueda determinar lo que quiere, sino que el arrojamiento condiciona lo que se quiere. Es por esto que pareciera difícil pensar que en la forma en la que Rancière plantea la emancipación, hay un especial énfasis en la voluntad por encima de la necesidad, ya que al hacer este énfasis pareciera remitir a la idea de un sujeto que no se encuentra condicionado por las situaciones y cuya voluntad puede ser libre.
Con todo, ese condicionamiento del querer no debe interpretarse como un cierto determinismo. La necesidad que surge del arrojamiento no es una necesidad determinante, sino un cierto condicionamiento que puede abrir posibilidades de movilización. De esta forma, también se fractura la frontera entre libre albedrío y necesidad, toda vez que aún en ciertas situaciones de necesidad se pueden abrir posibilidades de otra libertad. Esto es justamente lo que según Rancière lo separa de Arendt, pues según la lectura que hace de ella, habría ciertas situaciones en donde la primacía de la necesidad de supervivencia conmina a los sujetos sin posibilidad de poder salir de ella. No obstante, pareciera ser que Rancière, al reconocer que hay ciertos ordenes policiales más amables9 con la emancipación, no desconoce que las condiciones de pauperización social limitan la creación de nuevas situaciones emancipadoras. En ese sentido se puede decir que cualquiera puede emanciparse pero parecería ser que no en cualquier circunstancia.
Y es justamente por eso que aquel ejercicio del maestro, de encerrar al alumno en lo que Rancière llama el círculo de la potencia, podría considerarse también como una suerte de situación de necesidad y de arrojamiento del estudiante puesta desde el maestro, que no sólo obedece a la voluntad soberana de este último sino a la situación en la que se encuentran.
Igualdad y humanismo
Esa buena nueva anunciada por Jacotot, según Rancière, pone de manifiesto que la emancipación intelectual tiene que ver con la igualdad:
Lo que puede por esencia un emancipado es ser emancipador: dar, no la llave del saber, sino la conciencia de lo que puede una inteligencia cuando se considera igual a cualquier otra y considera cualquier otra como igual a la suya (Rancière, 2003: 63).
Este es otro punto que puede suscitar fuertes críticas desde la comunidad pedagógica, toda vez que desde muchas elaboraciones teóricas contemporáneas (pedagógicas y científicas) se afirma la existencia de las diferentes inteligencias y de ahí la no necesidad de que todos los seres humanos actúen y aprendan de la misma forma. Sin embargo, hay buenas razones para que pensemos que esa igualdad a la que hace referencia Rancière no es una biológica, natural ni decretada por la ley: no sería una “igualdad decretada por la ley o por la fuerza, ni una igualdad recibida pasivamente” (Rancière, 2003: 103); y en ese sentido no refiere a la misma igualdad a la que hacen referencia las mencionadas elaboraciones.
Dicha igualdad, se trataría más bien de una una igualdad otra, por lo cual el problema no consiste “en probar que todas las inteligencias son iguales [sino en] ver lo que se puede hacer bajo esta suposición” (Rancière, 2003: 70). Se trataría más bien “una igualdad en acto, comprobada a cada paso por estos caminantes que […] encuentran las frases apropiadas para hacerse comprender por los otros” (Rancière, 2003: 103). Una igualdad que es más bien un principio vacío que ha de ser verificado constantemente y no como algo dado y cuya verificación la hace emerger.
En efecto, no se trata de probar que la inteligencia de Jacotot sea la misma que la de sus alumnos ni visceversa; el asunto de la igualdad de las inteligencias que se juega acá, consiste en ver qué pasa cuando uno supone que tiene una inteligencia igual que otra; detenerse y atender en lo que acontece cuando se actúa bajo el signo de la igualdad, esto es, bajo el supuesto de que la inteligencia de uno funciona igual que la de otro:
La igualdad no es un dato que la política aplica, una esencia que encarna la ley ni una meta que se propone alcanzar. No es más que una presuposición que debe discernirse en las prácticas que la ponen en acción (Rancière, 1996: 49).
Utilizando los términos que Rancière ha movilizado en otras obras: lo que se juega en la emancipación con el asunto de la igualdad es más bien un asunto de actuar bajo el supuesto de que el mundo no está partido en dos, esto es, que no hay unos que poseen un logos y otros phonésino que, en o por el arrojamiento de la situación, se actúa suponiendo que todos somos poseedores de una igual capacidad y que lo que uno diga va a ser entendido por ese otro que suponemos posee logos también. En esa medida se trata de, a patir de la suposición de que el mundo no está dividido, actuar en consonancia. Y es justamente por eso que no se trata de un concepto con un contenido específico o con alguna definición determinada a priori, sino que se trata de un concepto cuyo contenido se actualiza cada vez que la igualdad es verificada.
Sin embargo, ese actuar bajo el supuesto de la igualdad permite no solamente que la igualdad se dote de algún contenido (aunque sea en ese acto particular) sino que también permite que se redistribuya lo audible, pensable y posible -esto es, un reparto de lo sensible. En efecto, al efectuar la verificación de igualdad, se desplazan fronteras respecto de lo decible, audible y pensable y en ese sentido, la emancipación tiene otros efectos que son la reconfiguración de lo que se considera que entra en lo audible, pensable, decible; en otras palabras, se efectúa una redistribución de los espacios de experiencia y de la sensibilidad.
Es decir, aquello que estaría en juego en la emancipaión, en la verificación de la igualdad, sería justamente el poner en cuestión las fronteras entre palabra y ruido; cuestionar el criterio que hizo que esa palabra fuera ruido -que no es lo mismo que plantear que el ruido luego se incluya como palabra-; cuestionar el criterio por el cual se dijo que los alumnos sin maestro que los instruya en el saber eminten solo ruidos y no lenguaje articulado y que para que ellos puedan llegar a poseer algún conocimiento tienen que ser eneseñados. Sin embargo, en este punto es importante señalar que aquello que en Rancière se entiende por palabra, no remite a una determinada capacidad o como una acción definida, sino como un operador de desidentificación y en tanto tal, un concepto vacío.
En efecto, a través de El Maestro Ignorante se reconoce que hay muchas posibilidades de hacer sentido que no tiene que ver con el lenguaje articulado sino con el movimiento de los cuerpos, contrario a como sucede en el método explicador en donde se supone que hay un sentido que todos deben acoger. Más aún, sentido puede ser algo enigmático que se resiste al desciframiento, como sucede en la experiencia poética del régimen estético del arte, en donde a partir de imágenes se produce un golpe que es enigma. En esa medida, en esos golpes-enigma se teje un cierto sentido, un cierto reparto que posibilita nuevas percepciones y experiencias, nuevos campos de experiencia que puede no ser una experiencia de sentido para quien produce otra. Por eso, el hecho de enfatizar en que hay cosas que no son susceptibles de enunciación o que hay algo que excede el sentido -como podría enfatizarse desde una perspectiva deconstructivista-, en cierta forma lleva a insistir en que hay una cierta experiencia acontecimental que solo algunos podrían tener, creando con esto criterios de exclusión. El punto en Rancière pareciera ser entonces un intento por eliminar cualquier exclusión o diferenciación aún en las actividades que creemos no son intelectuales o sujetas de ser entendidas como logos.
En efecto, según señala Rancière, el artista que hizo la palabra Calipso:
[s]e asemeja al que hizo el papel sobre el cual se la escribe, al que emplea las plumas para escribir, al que las corta con una navaja, al que hizo la navaja con hierro, al que proporcionó hierro a sus semejantes, al que hizo la tinta, al que imprimió la palabra Calipso, al que hizo la máquina para imprimir, al que explica los efectos de esta máquina al que generalizó estas explicaciones, al que hizo la tinta para imprimir, etc., etc., etc. (Rancière, 2003: 48).
Con esto se advierte que hay una cierta igualdad de todas las prácticas, de todos los saberes, de los gestos de los cuerpos, de tal suerte que no hay jerarquía entre las actividades como signo de mayor inteligencia, inclusive en aquellas consideradas como las más intelectuales, pues en todas hay un despliegue de una igual capacidad. Esto hace pensar que no habría una diferencia entre capacidades en donde hay una jerarquía entre capacidades que va de la mano con una jerarquía entre formas de vida y por tanto una jerarquía entre hombres; piénsese en Aristóteles como ejemplo de estas ideas jerarquizantes.
Ahora, además de este alejamiento del humanismo aristotélico, pareciera también haber otro aspecto que también lo lleva lejos de Aristóteles: en esta forma de pensar la emancipación opera un uso muy amplio de lo que es la lengua. Efectivamente, una actividad manual es una forma de escritura: “Las aldeanas pobres de Grenoble trabajan haciendo guantes[…] adivinarán el sentido de todas las frases, de todas las palabras de ese guante. […] Tan solo se trata de aprender un lenguaje que se habla con las tijeras, una aguja y el hilo.” (Rancière, 2003: 61). De esta forma se podrá afirmar que hay una cierta igualdad entre una obra literaria y un zapato, ya que ambos son producto de la inteligencia humana.
A modo de conclusión: Breves consideraciones sobre la relación Rancière/Freire
Autores como Galloway (2012) han pensado la apuesta rancieriana sobre emancipación similar a aquella que hizo Paulo Freire hacia 1968 en su Pedagogía del Oprimido. Galloway, además de afirmar que estas dos figuras se asemejan en la medida en que ponen de manifiesto la existencia de una forma de educación no neutra que inserta a las personas dentro de una sociedad opresora. Afirma que esas dos propuestas teóricas apuestan por una educación en la cual, por un lado, se creen posibilidades para que los sujetos, por ellos mismo, se opongan a o se liberen de una sociedad tal y como está; y por otro, creen relaciones entre estudiantes y profesores que lleven a confiar en la capacidad del otro. A pesar de lecturas como la de Galloway, tal y como ya mostramos, la disonancia de Jacotot recogida por Rancière desestabiliza aspectosfundamentales que, creemos, impiden hacer un paralelo entre estas dos figuras.
La experiencia de Jacotot y la propuesta de Freire difieren en gran medida debido a que para este último, como para muchos teóricos de la educación liberadora o crítica, el asunto del conocimiento o la emancipación se resuelve en un nivel metodológico; es decir, Freire, con su apuesta metodológica pretende tener efectos transformadores en el mundo, cosa que él observa no se puede lograr desde una metodología en la que se vierten contenidos y se hacen a los estudiantes repetir como loros -educación bancaria. Sin embargo, según Rancière, la lógica explicativa también se da en lo que comúnmente se conoce como el proceso de pasar de una educación tradicional -en la que se repite como loros-, a una educación cuyo lema sea “llevar a comprender” al estudiante en donde el alumno puede decir “He comprendido, […] no soy un loro” (Rancière, 2003: 42). Esto sucede porque no es el procedimiento, el método, el que embrutece o que impide la emancipación, sino que es el principio de la desigualdad de la cual se parte. Es por eso que Jacotot considera que su experiencia emancipadora o lo que él llamó laenseñanza universal “no era un método para instruir al pueblo; era una buena nueva que debía anunciarse a los pobres: ellos podrían todo lo que puede un hombre” (Rancière, 2003: 36). Así, la actividad de Jacotot como maestro ignorante puede llamarse el método-antimétodo y en esa medida no es comparable con la propuesta freiriana porque parten de supuestos y de categorías muy diferentes. Por eso, dice Rancière, la emancipación incluso se puede lograr a través de la repetición, se puede dar con un simple “Calipso, Calipso, Calipso”.
Con todo, sabemos que estas cortas líneas respecto de la diferencia entre Rancière y Freire no son suficientes y que se requeriría un ejercicio más amplio para esto; ejercicio que excede el objetivo del presente trabajo pero esperamos poder articularlos en futuros escritos.