Cara a un mundo que privilegia el individualismo, la propuesta filosófica de Levinas, tal y como lo sugiere el título de la presente obra, tiene la virtud de traducir al griego la novedad del hebreo, en cuyas bases se encuentra una lógica de la alteridad que acoge la fragilidad humana y le devuelve su dignidad. El ser humano, en efecto, es un ser vulnerable, un ser necesitado cuyo rostro se vuelve un imperativo de amor: es a través del rostro que, según Levinas, me descubro como un ‘ser para otro’. Teniendo esto en mente, el presente texto busca releer a Levinas no desde una visión dicotómica de su pensamiento, i.e., escindiendo lo filosófico de lo religioso, sino desde una visión holística en la que se articulen filosofía y religión. Con esto en mente, Jorge Medina busca “explorar qué dijo el propio Levinas sobre el Talmud, y reconstruir a partir de sus cinco libros destinados a lecturas talmúdicas, una metodología de acceso filosófico a los textos talmúdicos” (p. 30).
Se trata, en este sentido, de un texto que explora las lecturas talmúdicas de Levinas, privilegiando la forma de acceso sobre el contenido, lo cual hace sentido si consideramos que el Talmud no es un mero compendio de comentadores de la Torá, sino “una forma de descubrir las significaciones profundas del texto” (p. 32). El Talmud se pregunta por el significado de las Escrituras no como si el texto fuese estático o inerte, sino como una fuente viva que nos dice algo para el presente, cosa que sólo es posible comprender en comunidad: comunidad de espíritus, de maestros, de discípulos que dialogan, aprenden y se interrogan entre sí. Así, aunque el Talmud permanece fijo al plasmarse por escrito, sus enseñanzas cobran vida en la comunidad.
Al ser un diálogo vivo con las Escrituras, el Talmud no contiene proposiciones definitivas ni posturas dogmáticas, sino un pensamiento dinámico entre maestros, con nombres propios, que buscan debatir, argumentar y refutar. Con esto en mente, Levinas se aproxima al Talmud para interrogarlo y extraer, así, su sentido ético, en cuanto que, en palabras de Medina, “lo que comenzó siendo búsqueda de sentido, sería luz y norma para la vida” (p. 42). Esto implica reconocer al texto como ‘maestro’, saberse discípulo e introducirse en una dinámica intersubjetiva con los grandes maestros del Talmud. Quien no interactúa con el texto lo deja mudo, sin vida, sin esencia; por el contrario, cuando lo abordamos nos sumergimos en una dinámica ascendente de significación que termina por desbordarnos.
Éste, sin embargo, no es un mero ejercicio especulativo, ya que al interpretar el texto también interpretamos nuestras vidas. Así, aquello que nos parecía infinitopor la multiplicidad de sentidos que encierra, se vuelve a su vez próximo, haciendo patente su alteridad. El texto es, en efecto, alteridad alterada, en cuanto que somos nosotros quienes renovamos al texto; y alterante, en la medida en que el texto nos incita a transitar de la mera ‘preocupación-por-sí’ a la ‘preocupación-por-los-otros’. Lo cual sólo es posible si al interpretar el Talmud, como menciona Medina, se toman en cuenta las consideraciones metodológicas de Levinas, entre las cuales destacan la traducción directa de las fuentes, la aproximación a los principios del derash y las reglas exegéticas de las middot, la búsqueda de unidad y coherencia interna del texto, el poner atención a lo concreto, contextualizar las referencias y buscar más allá de las situaciones en busca de cierta universalidad.
Traducir la novedad del Talmud al griego, en este sentido, significa traducir la novedad del hebreo a lenguaje de la razón, no para “hacerle hablar el lenguaje de los filósofos” (p. 57), sino para hacerla accesible a todos los seres humanos. Ya que el Talmud nos revela el verdadero espíritu de las Escrituras: la justicia social y la responsabilidad. “Levinas”, sostiene Medina, “se da cuenta de que el Mesías sufre, pero que la salvación no obra, sin más, en virtud del sufrimiento. Nada, ni siquiera la salvación humana, ocurre sin la libertad humana. El hoy del Mesías -eterno hoy que se actualiza cada día- nos solicita” (p. 61). Para el filósofo francés, en efecto, la era mesiánica no consiste en la mera ausencia de guerras, sino en la paz con el prójimo, de modo que el momento del mesías se realiza en el encuentro con el otro. Esto mismo se hace evidente en el análisis levinasiano de Yom Kippur o Día del Perdón, donde la alteridad del prójimo es corroborada y engrandecida por Dios: las faltas cometidas contra el prójimo no pueden ser absueltas si antes no se ha conseguido el perdón del ofendido.
Así, dado que el perdón no puede prescindir del prójimo, el culpable debe aplacar al ofendido solicitando enérgicamente su perdón, lo cual, en opinión de Levinas, revela una función del lenguaje: la de responder ante el otro por mis acciones. Este responder, sin embargo, nos lleva a reflexionar sobre la esencia de la tentación, para lo cual se pregunta por la ‘tentación de la tentación’, esto es, “la tentación de tener y estar rodeado de tentaciones sin sucumbir a ellas, de estar atado al mástil del barco, como Ulises, para escuchar el canto de las sirenas sin por ello pagar el funesto precio de tal goce” (p. 68). Se trata, pues, de una tentación que es atractiva por su ambigüedad: la ambigüedad de querer saberlo todo antes de emprender, condicionando la acción al cálculo. Hacer esto es, en opinión del Levinas, condicionar nuestra respuesta a las necesidades del otro al cálculo, condicionando su alteridad misma. Es por esto que Levinas busca superar esta tentación de la tentación a través del sí incondicionado de la responsabilidad, un sí que es previo al conocimiento sin por eso caer en ingenuidad. Es una responsabilidad incondicionada que precede a la libertad, una alianza previa a la elección que da sentido a todo, es la epifanía del otro que me invoca y me prescribe la ley inscrita en su rostro.
Sólo quien asume esta responsabilidad incondicionada, acorde con las lecturas talmúdicas de Levinas, es digno de entrar a la tierra prometida y de ser partícipe de la justicia. Esta última, ubicada en el centro de la humanidad, se funda en la caridad, de modo que las obligaciones al servicio de la justicia y el bien común no se fundan en los intereses y derechos individuales. “Para Levinas”, en opinión de Medina, “la gran tentación de la «justicia» no es la «injusticia», la cual nos viene por la ansia de posesión o de dominación, sino que es lo «privado», esa suerte de mundo personal que no le incumbe a nadie, pero desde donde se fragua toda potencial injusticia” (p. 79). Lo que separa al justo del individualista, sin embargo, no es un muro impenetrable, sino un cerco de rosas que, al mismo tiempo que preserva nuestra identidad personal, nos hace partícipes de la identidad de un pueblo. La defensa de los derechos, en este sentido, requiere de un humanismo del otro hombre, esto es, de un humanismo que sea capaz de ver por las necesidades materiales del otro, que es infinitamente otro.
Puesto que el otro es infinitamente otro, mi obligación y deuda para con él es igualmente infinita, deuda que, no obstante, se limita por un contrato que le garantiza al trabajador, cuando menos, una vida digna, ya que “la dignidad humana no se regatea” (p. 82). Bajo estas condiciones, Levinas comprende el trabajo no como una carga, sino como posibilidad de ser íntegramente humano, al ser éste la única esperanza frente a un mundo en el que la miseria parece ser la condición natural. Así, dado que el trabajo es intrínseco a la misión y esencia de lo humano, el auténtico revolucionario es aquel que se asume a sí mismo como absolutamente responsable, donde la responsabilidad no es una condición de la cual pueda librarse. Esto implica salir de sí para asumir un estado permanente de vigilia y atención ante las necesidades del otro, cuidando que esta revolución no se vuelva una mera etiqueta carente de razón. La auténtica revolución, en este sentido, está en rechazar la tentación de salir del orden social para insertarse por completo en la autocontemplación, para servir desinteresadamente al otro: “la verdadera y más profunda revolución consiste en la suprema elevación espiritual que supone el hecho de saciar a los hambrientos” (p. 88).
Para lograr esta revolución es necesario, en consecuencia, desacralizar lo sagrado para descubrir la santidad del Otro, abandonar el simulacro de la hechicería para salir a su encuentro. El ser humano, sin embargo, es un ser de apertura total al que le es imposible ocultarse, es apertura y proximidad que le hacen infinitamente responsables por el otro. Esta condición de rehén presupone, así, que “la vida que se vive como una fuerza ciega y egoísta, que urge a ser dominada por el mandamiento, se convierte así en vida al servicio del otro, vida plena, justicia” (p. 98). Se trata de una condición que, en este sentido, arropa, inviste y somete nuestra naturaleza para darle una nueva vida, una esencia renovada que nos despierta a la libertad y a lo genuinamente humano. Así, frente al ideal moderno de la autonomía, Levinas opone una libertad heterónoma en la que el más allá se asume en la responsabilidad hiperbólica con el más acá. Todos somos, en opinión del filósofo francés, responsables de todo ante todos. Responsabilidad a la que sólo se le hace justicia cuando somos sensibles al dolor y al mal ajeno, incluso cuando no seamos su causa directa.
La existencia del mal, acorde a la propuesta levinasiana, pone en entredicho la santidad y la expiación cuando estas son para-sí y no para-otro: no existe justicia privada por la que el justo sea ajeno a la suerte de los demás. Razón por la cual no podemos hablar de responsabilidad sin hablar también de solidaridad, misericordia y justicia, elementos que hacen de la ley el refugio ideal para buscar el bien común, ya que, en palabras de Medina, “en ella la vida es plenamente vida, y vida que posibilita la vida del otro en la justicia y la rectitud” (p. 111). Por eso la ley es enseñanza que, al estar destinada a todos, presupone la búsqueda de la verdad en comunidad, presupuesto que hace de las ciudades-refugio un testimonio de aquella aspiración humana a la conciliación. Dada esta aspiración, las lecturas talmúdicas de Levinas nos invitan a trascender el mero despliegue de las fuerzas que se presenta en la política, para elevarnos a aquella lógica de la alteridad característica de la Ley, sin por eso olvidar el valor propedéutico de la primera.
Esto implica repensar la sociedad más allá de lo impersonal, donde los encuentros se reducen a algo provisorio, para asentir a la Ley y erigir una sociedad acorde a sus preceptos. Medina, en este sentido, señala que la fidelidad a la Ley radica no en seguir aquellos preceptos asequibles a la sola razón, sino prioritariamente en la heteronomía propia de aquellos preceptos que trascienden el logos y sus estructuras de comprensión. La Ley, desde esta heteronomía, supone la relación entre lo personal y lo comunitario, en cuanto que ésta presupone una dinámica intersubjetiva: el cumplimiento personal de la Ley nos remite de nueva cuenta a nuestra condición de rehén. Para Levinas, por tanto, la obediencia a la Ley se funda en la alteridad, pero en la alteridad del absolutamente Otro, es decir, en el temor a Dios, “temor que es obediencia, pero obediencia en la libertad, porque no es una obediencia ante las leyes indefectibles del ser, sino ante leyes dadas a quien puede, permanentemente, no cumplirlas” (p. 124). Es aquí donde Medina, al estudiar algunas consideraciones talmúdicas sobre el sueño, inserta tres elementos fundamentales para la ética levinasiana: la vigilia, la alteridad y la profecía.
Además de estos tres elementos, la lectura talmúdica de Levinas sobre la incorporación del Libro de Esther a la Biblia ayuda a comprender su lógica de la alteridad, la cual privilegia el riesgo-de-sí y el cuidado-por-el-otro, donde la muerte del otro antecede en preocupación a la mía. Decir en griego la novedad del hebreo, en consecuencia, no es meramente traducir algo de una lengua a otra, sino entrar en otra cultura y decir lo que ahí se ha encontrado, esto es, sumar a la sabiduría semítica la claridad e ingenio del griego, “porque cuando el griego ha hablado sin sabiduría, su lenguaje universal ha justificado el totalitarismo y el pensamiento salvaje” (p. 137). Para evitar que esto último caiga en mera idolatría, Levinas sostiene que la Torá es una llamada permanente a asumir una vida Talmúdica, donde se combate la idolatría a través de la incesante exégesis y el estudio. Para el filósofo francés, sin embargo, la idolatría no consiste nada más en negar el origen celeste de la Torá o en ser uno de sus detractores, sino que también alude a la falta de respeto a la dignidad de la persona del prójimo.
La Torá, en opinión de Levinas, es palabra viva que responde al otro y por el otro; es logos que fecunda a quien lo recibe: “la sabiduría sinaítica se opone a una vida que se vive sin más, a un egoísmo indolente y temerario. Vivir en una vida de apetito y ambición) es morir, y morir (en la moderación y la humillación) es vivir. El amor (jésed), la verdadera vida, está hecho de sacrificio, de una intención permanente de morir por otro” (pp. 152-153). Las lecturas Talmúdicas de Levinas, así, nos permiten articular toda una lógica de la alteridad, la cual se puede apreciar con mayor nitidez en la última lectura Talmúdica que comenta Medina, donde se encuentra una síntesis de su filosofía primera y se invita al lector a ahondar en el humanismo del otro hombre levinasiano. Con esto en mente, Medina no sólo nos presenta una aproximación sistemática de todas las lecturas Talmúdicas de Levinas, empresa que en castellano no se ha realizado antes y que, por tanto, hacen único a este texto, sino que también nos ayuda a enriquecer, complementar y profundizar su propuesta filosófica.