I. Introducción
No siempre se reconoce la importancia del lenguaje para la filosofía política de Thomas Hobbes. Esto resulta tanto más curioso, cuanto que él mismo la destaca en más de una ocasión. Este campo es un nodo crucial que conecta sus teorías del conocimiento, de la ciencia, de la verdad y de la política. Así, por mencionar un ejemplo bien conocido, la imposibilidad de establecer el sentido de los términos morales es una de las características fundamentales del estado de naturaleza que conduce al enfrentamiento entre los hombres y la eventual necesidad de fundar la sociedad civil.
Pero este reconocimiento sólo resuelve a medias la cuestión. En un análisis más detallado, la concepción del lenguaje y de la ciencia (que es uno de sus frutos) del pensador inglés, aparece bastante más problemática de lo que se podría suponer a primera vista -y de lo que él mismo está dispuesto a admitir. En ella se cruzan las posiciones filosóficas fundamentales del autor (como el materialismo o el nominalismo) con otras exigencias específicas que atraviesan su proyecto intelectual (como la necesidad de fundar el poder soberano absoluto y resolver el conflicto entre los hombres, o la pretensión de desarrollar un nuevo modelo científico).
En el curso de este trabajo analizaremos algunos de los puntos de mayor desacuerdo entre los intérpretes de la obra de Hobbes. Apoyándonos en los aportes de numerosos estudiosos, ofreceremos un planteo relativamente esquemático de las preguntas irresueltas que emergen y un número de potenciales respuestas a cada una de ellas. Dista de nuestra intención proponer una solución última y concluyente, que clausure la discusión. No obstante, un conocimiento más preciso de las rispideces presentes en la propuesta filosófica del pensador de Malmesbury puede contribuir a evitar confusiones y contradicciones en las diversas lecturas que se puedan hacer de aquélla.
En la siguiente sección se presenta de manera muy resumida la antropología y psicología fundamental del hombre hobbesiano, atendiendo especialmente a las incompatibilidades que puedan existir entre esas características naturales y la emergencia y funciones del lenguaje. En la tercera, tomamos en consideración la definición de ciencia de Hobbes, estrechamente asociada al lenguaje, y su clasificación en distintas ramas, las cuales no siempre son armonizables entre sí ni con la concepción general antedicha. Por último, la cuarta sección abreva en las discusiones antecedentes y las reconduce al problema político fundamental de quién establece la verdad. Se ofrecen tres grandes respuestas alternativas -no siempre mutuamente excluyentes- y los argumentos a favor y en contra de cada una de ellas, antes de pasar a las conclusiones finales.
II. Materialismo, nominalismo y lenguaje
Comencemos, entonces, con una presentación sumaria de la concepción del lenguaje de Hobbes. Evitaremos extendernos sobre aspectos, por lo demás, sobradamente conocidos de su propuesta metafísica y antropológica.
En los primeros capítulos del Leviatán1 se parte de la descripción de la sensación en el hombre. Basándose en su materialismo mecanicista, afirma que la sensación se produce cuando los cuerpos externos actúan sobre los órganos humanos y estos -en última instancia el corazón y el cerebro- generan una reacción o esfuerzo (endeavour) correspondiente hacia afuera, dando lugar, por un lado, a las pasiones, y por otro, a la acción de la imaginación, facultad natural que nos permite generar imágenes mentales o fantasmas (phantasms) de las cosas sentidas o experimentadas (Hobbes, 1839c: 1-6). Fantasma el cual, volveremos sobre este punto más adelante, existe fundamentalmente en el sujeto cognoscente y no es, por sí mismo, una propiedad real del objeto exterior conocido. Cabe agregar que la reacción motiva del organismo no es idéntica en todos los individuos; en consecuencia, las sensaciones y concepciones de los hombres respecto del mismo objeto diferirán en la medida que varíen las cualidades corporales y mentales del cognoscente (Hobbes, 1839c: 28; Lloyd, 2013: 114).
La verdadera excepcionalidad humana, aquello que nos distingue de los animales, tiene lugar cuando a ese “discurso mental”, esa sucesión de sensaciones e imágenes, puramente sensible y particular, se le añade la capacidad lingüística. Para el autor inglés, es éste el paso crucial que aumenta exponencialmente las capacidades y posibilidades del hombre. Sin embargo, esta facultad no es natural, sino adquirida. Recordemos cómo se da este proceso de invención del lenguaje.2
En primer lugar, según Hobbes, los seres humanos pueden complementar su imaginación y memoria (que no son, en rigor, sino una y la misma cosa), con el establecimiento de marcas (marks), que cumplen exclusivamente la función de traer a la mente la imagen o sensación pasada a la que habían sido asociados. Aunque ciertos objetos externos pueden ser arbitrariamente designados como marcas de una concepción, Hobbes está evidentemente más interesado en el caso en que para esta tarea los hombres se sirven de “nombres”.3 Una segunda función de estos términos, incluso más relevante, es la de servir como “signos” (signs), que, al ordenarse en una oración o proposición, permiten hacer presente a otros una imagen o concepción que el hablante tuviera en su mente (Hobbes, 1839a: 16). Los beneficios de dar este paso son incalculables, ya que sin lenguaje o habla (speech) los hombres jamás podrían haber salido de su estado natural y haberse reunido en sociedades civiles (Hobbes, 1839c: 18).
Llegados a este punto, ya emergen algunas dificultades de interpretación. Si nos concentramos exclusivamente en el aspecto lingüístico, las primeras preguntas que cabe formular son: ¿cómo funciona internamente el lenguaje? y ¿qué relación tiene con la realidad exterior? La respuesta parece evidente, ya que es el propio autor quien desarrolla en profundidad su teoría en la primera parte del De corpore, sosteniendo la tesis nominalista de que los nombres no significan, por sí mismos, las realidades exteriores, sino solamente las concepciones de aquel que los emplea (Hobbes, 1839 a: 17). La posición tradicional ha sido seguirlo en su autoidentificación como nominalista y convencionalista (Tönnies, 1988: 227-230; Lukac de Stier, 1999: 82-84).4 Pero, no obstante su declaración expresa, no todos los estudiosos de este aspecto del pensamiento del filósofo de Malmesbury están dispuestos a admitirla sin más. Duncan (2011; 2016a) analiza diversas teorías de la significación en la obra hobbesiana: mientras que en los pasajes en que específicamente Hobbes trata su teoría del lenguaje suele repetir su afirmación de que las palabras remiten a concepciones y no a cosas reales, en aquellos otros donde analiza el significado puntual de algún término tiende a hablar de él como si refiriera a un objeto real. Finn (2006: 131-134) y Dungey (2008) reconocen esa misma tensión.
En un estudio profundo de los aspectos lingüísticos de la teoría hobbesiana, Abizadeh repasa esta discusión y las diferentes interpretaciones propuestas. En su propia lectura, efectivamente, a pesar de las ambigüedades en el uso, Hobbes carece de una función de referencia o denotación, es decir, una relación semántica entre nombre y objeto (Abizadeh, 2015: 7-8). En la posición contraria, Zarka (1997: 79-83) encuentra que existe tanto una función de significación como otra de referencia, pero ambas son completamente arbitrarias.
En el fondo, lo que hace esta cuestión relevante para nuestro estudio son sus consecuencias en el campo de la verdad y la comprensión. Si seguimos la interpretación favorecida por el mismo Hobbes, toda la facultad racional del hombre se reduce a la capacidad del “cálculo, es decir la adición y substracción, de las consecuencias de los nombres generales acordados para marcar y significar nuestros pensamientos” (Hobbes, 1839c: 30);5 y simultáneamente, la verdad se convierte en una propiedad del lenguaje y no de los objetos reales, como el mismo filósofo observa (Hobbes, 1839c: 23). Por lo tanto, la verdad de una afirmación consistirá en “el correcto ordenamiento de los nombres en nuestras afirmaciones” (Hobbes, 1839c: 23). En este sentido, una proposición es verdadera cuando se estructura bajo el modelo “A es B” y B es en efecto un nombre que contiene A en su significado (y ambos nombres pertenecen a la misma clase, ya que sería absurdo copular nombres de cosas con nombres de nombres, como observa en repetidas ocasiones).
Ahora bien, una dificultad evidente emerge de este relato. Si (1) los nombres no significan más que concepciones, sin poseer una referencia directa en las cosas externas, y (2) las propias concepciones son variables entre individuos y en el tiempo para el mismo individuo, se sigue que es imposible que los nombres mantengan un significado constante o que puedan operar adecuadamente la función de significación frente a otro orador que difícilmente podría llegar a hacer presente en su mente la misma concepción que el emisor o hablante tiene en la suya y pretende comunicar. El de los significados inconstantes es, en cierto sentido, el gran problema que los hombres deben enfrentar en el estado de naturaleza y, desde cierto punto de vista, la razón de la necesidad de salir del mismo (Hobbes, 1839c: 28. Nótese que el problema es incluso previo o más inclusivo que el del significado de los términos morales, porque desde este punto de vista, serían todos los nombres los que estarían sujetos a esta indeterminación fundamental.6
La salida de Hobbes parece ser el convencionalismo. Es el acuerdo en el uso de los términos el que le da constancia y posibilita la comunicación y comprensión mutua. Una vez que se fije convencionalmente el sentido de los nombres, será posible razonar adecuadamente y evaluar la verdad o falsedad de las proposiciones (Hobbes, 1839a: 56; 1839d: 210-211). Esto da lugar a toda otra serie de objeciones en torno al problema de la verdad y el conocimiento, sobre las que volveremos en la siguiente sección. Sin embargo, antes debemos abordar una cuestión más pragmática, pero no por ello menos relevante.
Admitamos con Hobbes que el lenguaje se hace posible por acuerdo en el significado de los nombres, y, por otra parte, que el lenguaje es imprescindible, en cuanto es gracias a él que los hombres pueden realizar el pacto que haga nacer al soberano y a la sociedad civil, arrancándolos del estado de guerra en que se encontraban. Podemos interrogarnos acerca del orden en dicha secuencia: ¿el lenguaje debe ser posible para que tenga lugar el contrato? Si es así, debería haber un acuerdo lingüístico previo a la enunciación del pacto, que no deja de ser un acto de habla. En ese caso, ¿no se vuelve superfluo el propio acto de contratar, siendo que el acuerdo ya es posible en el estado natural (y esto era precisamente lo que el contrato venía a resolver)? Evidentemente, no se trata aquí de una discusión cronológica. Como muchos han observado, todo el planteo contractual vale menos como una descripción histórica que como un ejercicio mental para la dilucidación de las obligaciones sociales y políticas y las consecuencias de su violación.7 Al contrario, lo que nos importa centralmente es el argumento lógico: si el pacto social sólo puede sostenerse mediante el ejercicio de un poder político, ¿cómo es posible que un tipo de acuerdo lingüístico sea precondición del mismo pacto?
Que el lenguaje no puede ser privado en la teoría hobbesiana es algo generalmente aceptado. El carácter de marcas sí puede ser impuesto individualmente, por cuanto su función se agota en la propia persona que recuerda la concepción asociada, pero el carácter de signo sólo puede entrar en efecto en cuanto haya un otro que sea capaz de reconocer el valor significativo del nombre y en cuya mente se (re) produzca la concepción así significada como consecuencia. De ello se sigue que, debiendo existir el lenguaje para dar lugar al acto contractual, sería necesario imaginar la existencia de comunidades lingüísticas no naturales, pero sí precontractuales. Bell (1969), Zarka (1997), Palacios (2001), Patellis (2001), Gabriel (2009), Ramírez (2011) reconocen -todos- la existencia de lenguaje en el estado de naturaleza. Entre ellos, quienes enfrentan más directamente esta aparente paradoja son Zarka y Palacios.
Para el estudioso francés, el lenguaje funciona, en el estado natural, bajo lo que da en llamar “régimen de inflación”. Esto significa que cada individuo actúa como centro de producción e interpretación de signos, que es lo que produce competencia, desconfianza y búsqueda de gloria -las famosas causas del estado de guerra hobbesiano. La salida a ese régimen inflacionario vendría dada por la institución del soberano, quien se transforma en el centro de producción predominante y el único de interpretación, univocando significados e instaurando un “régimen de autorregulación” lingüística (Zarka, 1997: 124-130). Palacios, considerando explícitamente la objeción aquí planteada, responde que una comunidad lingüística es distinguible de una comunidad política, y también lo son el grado de racionalidad y de acuerdo necesario para posibilitar cada una. Por lo tanto, no se cae en una argumentación circular al afirmar que primero existió la comunidad lingüística a partir de una pragmática mínima que, de todos modos, no hacía superflua ni irrelevante la unión política, la cual le otorgaría una estabilidad y seguridad de la que no disponía anteriormente (Palacios, 2001: 53-59).8
La lectura de ambos intérpretes es plausible y, tal vez, sea la única respuesta razonable a la paradoja de la circularidad entre prioridad del lenguaje y necesidad del pacto. Con todo, no llega a resolver satisfactoriamente el interrogante planteado. Admitiendo la traducción semiológica del estado de naturaleza que Zarka propone, donde en última instancia el mismo problema de indeterminación semántica se convierte en la raíz o la explicación de la mecánica de las pasiones que Hobbes postula como conducentes a la guerra,9 su exposición y la de Palacios abordan el problema práctico-sociológico de cómo sería posible el acuerdo en situación de desconfianza, pero no la dimensión psicológico-epistemológica respecto de la comunicación de concepciones esencialmente mutables y subjetivas.
III. Filosofía natural y civil
El lenguaje es central a la teoría hobbesiana más allá de su carácter evidente de conditio sine qua non del contrato social. En el plano epistemológico, la invención del lenguaje es lo que permite a los hombres universalizar el pensamiento, lo cual sólo es posible a través de la imposición de nombres universales sobre una pluralidad de casos individuales semejantes (Hobbes, 1839 d: 21). A la postre, esta capacidad está en la base del desarrollo de la ciencia o filosofía (ambos términos son intercambiables en la terminología del pensador de Malmesbury).10
La definición que Hobbes ofrece De Corpore es la siguiente:
Filosofía es un conocimiento tal de los efectos o apariencias, como adquirimos por correcto raciocinio a partir del conocimiento que tenemos primero de las causas o generación: y de vuelta, de tales causas o generaciones como pueden ser a partir de conocer primero sus efectos (Hobbes, 1839a: 3).
En Leviatán había dado una definición sustancialmente idéntica (Hobbes, 1839c: 35). Dicho conocimiento científico sólo puede adquirirse, como dijimos, razonando a partir de nombres, lo cual queda patente en la propia estructura del texto: los subsiguientes capítulos del De Corpore están dedicados a los nombres, las proposiciones y los silogismos, respectivamente. En el Leviatán, la conexión de la ciencia con el lenguaje es todavía más clara:
[la razón se alcanza] obteniendo un método bueno y ordenado para proceder de los elementos, que son nombres, a aserciones hechas por conexión de uno de ellos con otro, hasta que llegamos al conocimiento de todas las consecuencias de los nombres pertinentes al tema en cuestión; y esto es a lo que los hombres llaman ciencia (Hobbes, 1839c: 35).11
Como es frecuentemente señalado, Hobbes adopta el método resolutivo-compositivo, que, teniendo una larga historia, con raíces en los filósofos griegos, había sido adoptado en sus días por Galileo (Lloyd, 2013: 77-78). Si nos apegamos a la conexión entre ciencia y lenguaje delineada más arriba, el método se convierte en uno de operaciones puramente lingüísticas: la resolución o análisis y la composición o síntesis lo serán de un nombre en sus componentes, y las relaciones de generación descubiertas también lo serán entre nombres. Esto se explica a la luz de la fascinación del pensador inglés por la geometría, la cual operaba precisamente de esa manera: partiendo de definiciones arbitrariamente impuestas, deducía sus conclusiones y construía así un edificio teórico sólido y monolítico. En consecuencia, la actividad científica no presenta una relación estricta con la realidad material (Lukac de Stier, 1991: 67-69).
A pesar de que Hobbes introdujo variaciones en su clasificación de las ciencias (Sorell, 2006: 45-51; Lloyd, 2013: 91), mantuvo constante la distinción entre la filosofía natural y la civil. El criterio de distinción declarado es el tipo de cuerpos del que cada rama de la ciencia se ocupa: naturales en un caso, artificiales o políticos -commonwealths- en el otro (Hobbes, 1839a: 11-12). La definición del método pretendía ser válida para todo razonamiento científico (y el conocimiento así adquirido), pero la brecha entre estas dos ramas de la filosofía reproduce otra, la de sus objetos de estudio, que condicionan viabilidad de aquella primera opción metodológica general. En palabras del autor:
La Geometría es por lo tanto demostrable, ya que las líneas y las figuras a partir de las cuales razonamos son dibujadas y descritas por nosotros mismos; y la filosofía civil es demostrable, porque nosotros mismos hacemos el Estado (commonwealth). Pero como de los cuerpos naturales no conocemos la construcción, sino que la buscamos a partir de los efectos, no existe demostración de cuáles son las causas que buscamos, sino solamente de cuáles podrían ser (Hobbes, 1839e: 184).
Así queda en evidencia que el método propuesto sólo puede ofrecer una certeza científica absoluta (demostrable) cuando parte de definiciones que nosotros mismos hemos construido arbitraria y artificialmente. En cambio, parece que las ciencias naturales quedarán relegadas a un grado de conocimiento hipotético experimental que, en cuanto parte de la experiencia para probabilísticamente optar entre explicaciones alternativas, no es nunca plenamente demostrativo ni su certeza es absoluta (Lloyd, 2013: 36-9). Otros intérpretes han observado esta incongruencia (Sorell, 2006: 57-58; Dungey, 2008: 193-195). Jesseph (2006: 101-103) atribuye a esta concepción de las ciencias naturales su enfrentamiento con la corriente experimentalista mayoritaria entre los científicos naturales ingleses y la poca influencia posterior del pensamiento científico natural hobbesiano.
Sin embargo, ¿no son todas las asignaciones de nombres arbitrarias, significando siempre nuestras concepciones subjetivas y nunca la realidad objetiva externa? ¿Y no son, en consecuencia, todas las definiciones -que no son otra cosa que el ordenamiento de nombres mutuamente inclusivos en una proposición, vinculados por el verbo “ser”- arbitrarias y, en cierto sentido, artificiales? Dicho de otra manera: si la fijación de nombres como signos es arbitraria, si todo conocimiento racional es lingüístico y la ciencia requiere simplemente deducir silogísticamente las consecuencias de cada proposición posterior a partir de una primera definición, ¿qué diferencia hay entre la definición que demos de un cuerpo natural y de uno artificial? Danford formula el problema en términos precisos al preguntarse: “¿…cómo (según qué estándar) puede ser evaluada la corrección de la definición?” (Danford, 1980: 114). En su lectura, es el acuerdo en el uso el que hace que una definición sea “correcta”. Y esta es, en algunos pasajes, efectivamente la respuesta de Hobbes (Dungey, 2008: 206-209; Boyle, 1987: 413). Pero esto, aun si funcionara para el campo de la filosofía civil, no resuelve la dificultad apuntada respecto de la natural (y, como veremos a continuación, tampoco parece ser completamente cierto respecto del ámbito político).
Strong lo expresa de un modo similar:
[La ciencia] depende de que los seres humanos acuerden la definición correcta de las palabras. (…) Hay un sentido definido en que el acuerdo humano es una parte necesaria y central del establecimiento de la verdad. En este sentido diríamos que es un convencionalista, pero también está diciendo que los seres humanos acuerdan las definiciones correctas. En este sentido acepta una noción independiente de verdad y es un esencialista (Strong, 1993: 145, cursiva en el original).
En definitiva, parecería que la propia noción de ciencia implica para el filósofo inglés que la generación y los efectos del objeto de estudio estén adecuadamente descriptos. Dichas relaciones causales deben ser verdaderas, en un sentido de correspondencia con la realidad exterior. Esto introduce un principio de objetividad ajeno al nominalismo radical que el autor propugna declaradamente. En un revelador pasaje del De Corpore sostiene:
Por el conocimiento, por lo tanto, de los universales, y de sus causas (…) tenemos en primer lugar sus definiciones, (que no son otra cosa que la explicación de nuestras concepciones simples). Por ejemplo, el que tiene una verdadera concepción de lugar, no puede ser ignorante de esta definición, lugar es el espacio que es poseído o llenado adecuadamente por algún cuerpo… (Hobbes, 1839 a: 70, cursiva en el original).
Esta definición, así como otras que ofrece en el mismo parágrafo, es correcta porque explica adecuadamente la “verdadera concepción” de la que deriva (Lloyd, 2013: 87-88). Existen algunas alternativas que permiten explicar esta aparente contradicción. En primer lugar, podría hacerse notar que, en rigor, en el pasaje citado la definición sigue siéndolo de una concepción, con lo que queda salvada la posición nominalista: la expresión lingüística será correcta o verdadera cuando se dé una correspondencia adecuada con la concepción, que no deja de ser captación subjetiva mediada por los sentidos y la imaginación de cada individuo. Pero inmediatamente resulta evidente que esta interpretación no hace demasiado por salvar el obstáculo. Si permanecemos en el espacio del complejo subjetivo concepción-nombre, sigue sin quedar claro lo que distingue a la ciencia natural de la civil, puesto que ninguno de los dos casos franquea la distancia con el mundo natural objetivo y por ende ambas podrían perfectamente utilizar el mismo método.
Una segunda posibilidad es simplemente admitir que la incongruencia existe e intentar identificar sus causas. Finn (2006: 137-147) avanza la tesis de que son los objetivos políticos de Hobbes los que lo conducen a adoptar la posición convencionalista, pero que él mismo consideraba a su propia teoría como verdadera en un sentido de correspondencia objetiva con la realidad, esto es, creía que su descripción de la realidad física y de la naturaleza humana eran objetivamente más adecuadas al fenómeno que narraciones rivales.
Por su parte, Patellis (2001: 458-460), sin llegar a negar el carácter convencionalista de Hobbes, sostiene que es la experiencia la que debe permitir al hombre conocer los accidentes involucrados en un fenómeno dado, a partir de lo cual la razón podrá elaborar e identificar los factores causales más probables. Se podría objetar que aquí, nuevamente, la razón es menos constitutiva de la verdad que descubridora de ella a través de un proceso que es, sí, lingüístico, pero que no logra validarse a sí mismo, sino como referencia a un mundo objetivo externo que actuaría como parámetro de la verdad. Y no es esto lo que el filósofo de Malmesbury defiende en otros pasajes y que constituye la interpretación tradicional.
Finalmente, Duncan (2011; 2016a) considera que lo que Hobbes en numerosas ocasiones califica de “absurdos” (absurdities) o “habla sin sentido” (senseless speech) suele serlo simplemente porque contradice los presupuestos metafísicos del propio autor, pero no necesariamente serían incoherentes o incomprensibles si se partiese de definiciones diferentes. El ejemplo paradigmático de esta operación retórica es el caso de la “sustancia incorpórea”. Ésta es, para Hobbes, una contradicción, ya que dentro de su marco teórico sustancia es sinónimo de cuerpo (porque, a priori, todo lo existente es cuerpo o movimiento de cuerpos). Pero esta primera definición que está dada de manera axiomática, simplemente debe ser admitida, junto a otros nombres elementales, para constituir la filosofía primera desde la cual deducir el resto del corpus teórico. Dado que la definición que los escolásticos ofrecían de sustancia ciertamente no era idéntica a la de cuerpo, ellos no estaban incurriendo en el absurdo que Hobbes denuncia. Entonces, en esta lectura, el carácter verdadero de una definición simplemente implicaría congruencia con los principios metafísicos arbitrariamente seleccionados por el filósofo inglés. Lo mismo observaba ya Whelan, quien reconocía que, si bien la ciencia es deducción lógico-semántica, sus primeros principios son autoevidentes e indemostrables (Whelan, 1981: 69).
Como puede verse, ninguna de las lecturas expuestas realmente aporta una solución que permita compatibilizar la posición nominalista y convencionalista originaria con el método científico propuesto o, más específicamente, con el presupuesto implícito de que los cuerpos naturales deben ser (re)conocidos de un modo peculiar.
Antes de concluir este apartado, debemos considerar una pregunta adicional que se desprende de la escisión entre filosofía natural y civil. Esta es: ¿cómo se vinculan una y otra? ¿Existe una dependencia? ¿Es el conocimiento científico y correcto de los principios naturales imprescindible para fundamentar la teoría política hobbesiana?
La interpretación clásica, desde Tönnies (1988: 189) hasta nuestros días (Whelan, 1981: 68-70; Lukac de Stier, 1999: 11-12) es seguir la declaración del propio programa filosófico de Hobbes, quien lo dividió en tres partes: el estudio de los cuerpos y sus propiedades generales, el del hombre y sus especiales facultades y afectos, y el del gobierno civil y los deberes de los súbditos (Hobbes, 1839b: xix-xx). En esta línea, cada uno de estos campos de estudio sentaría las bases para la elaboración de los posteriores, de un modo no muy distinto al que el autor creyó reconocer en la operatoria silogístico-deductiva de la geometría y que pretendió entronizar como el método científico por excelencia. Desde este punto de vista, si no se reconoce la evidencia de los primeros principios y las definiciones básicas, el sistema en su conjunto tambalea.
Contra esta posición debe observarse que el mismo Hobbes alteró el orden de publicación de estas obras, y él mismo admite en distintas oportunidades que se puede comprender la validez de su teoría política incluso sin haber adquirido todavía los conocimientos pertenecientes a las secciones anteriores del corpus. Así, en el mismo prefacio al lector del De Cive donde expusiera la organización prevista para su proyecto intelectual, afirma de esa tercera parte, la cual salía a la luz primero, que “[vio] que, asentada sobre sus propios principios suficientemente conocidos por experiencia, no necesitaría de las secciones anteriores” (Hobbes, 1839b: XX). Tiempo después, en el Leviatán, famosamente propone su propia traducción del clásico nosce teipsum, como “léete a ti mismo” y afirma que un hombre es capaz, considerando sus propias acciones y pasiones, de conocer las de todos los demás, debido a su similitud. Notablemente, concluye la introducción a dicha obra con la siguiente frase:
Aquel que vaya a gobernar una nación entera debe leer en sí mismo, no a este o aquel hombre particular; sino a la humanidad: lo cual aunque sea difícil de hacer, más difícil que aprender cualquier lenguaje o ciencia; aun así cuando haya expuesto mi propia lectura ordenada y perspicuamente, el esfuerzo dejado a otro será solamente considerar si no halla lo mismo en sí mismo. Porque este tipo de doctrina no admite otra demostración (Hobbes, 1839c: xii).
Lo que la cita del De Cive se plantea como posibilidad de un acceso alternativo a los principios basado en la experiencia, se convierte, en Leviatán, en el único modo de demostración para la teoría política. En función de ello, una línea de interpretación alternativa sostiene que la filosofía civil posee algún grado de independencia respecto de la natural (el cual varía según el lector). Entre los estudiosos que se inscriben en esta corriente, Zarka (2006: 73-79) considera que la formulación de la filosofía primera hobbesiana está diseñada para adecuarse a su filosofía natural, pero a la hora de aplicarla al ámbito civil son necesarias una serie de operaciones lingüísticas que, en última instancia, alteran en tal medida el sentido originario que la distancia sólo queda salvada -en opinión de este autor- por el recurso a una teología de la omnipotencia que permita conciliar ambas series de significados.
Sorell (2006: 54-56) opina que, al menos en la intención de Hobbes, la verdad de las proposiciones de la ciencia civil deriva de los principios de la filosofía natural; pero al abrir la posibilidad de comprender los postulados teóricos civiles por sí mismos, aquella unidad y dependencia queda fuertemente cuestionada. La misma postura adopta Gerth (2006: 160-164), añadiendo que el pensador inglés ni siquiera respeta su método de partir de definiciones correctas y conocidas para deducir sus consecuencias, por ejemplo, en el caso de la enumeración de las pasiones fundamentales que afectan al hombre.
Cerca de estas posiciones están quienes, sin abordar frontalmente el problema de la unidad metodológica y dependencia recíproca de las ciencias, enfatizan el papel de la imaginación de los hombres naturales, lo que apartaría a Hobbes de su asumido mecanicismo para acercarlo a un cierto tipo de constructivismo cultural (Astorga, 2008: 154-157; Frost, 2001: 34-35); o bien quienes destacan la gran diversidad de caracteres humanos posibles a partir de la descripción hobbesiana de las pasiones y los distintos modos en que cada uno de ellos pueden ser llevados al pacto social, no siempre como resultado mecánico del juego de las pasiones naturales (Hilb y Sirczuk, 2007; Slomp, 2000).
Como se puede apreciar, hay fuertes argumentos en el sentido de que el proyecto teórico de Hobbes no cumple, en su realización concreta, las pretensiones que el autor albergaba: la idea de una refundación del conjunto de la ciencia, bajo un método único y donde cada una de sus partes estuviera concatenada con las anteriores por la vinculación lógico-causal de sus principios y conclusiones. Ahora bien, si esto efectivamente es así, y el problema político fundamental sigue siendo lograr una paz duradera entre los hombres en condiciones de indeterminación semántica -especial, aunque no únicamente, en el ámbito moral-, queda abierta la incógnita respecto de quién y mediante qué procedimiento podrá fijar el significado de los términos, de modo que la comunicación y, en última instancia, la convivencia sean posibles.
IV. ¿Quién dice qué es verdad?
En las secciones anteriores repasamos algunas de las dificultades de interpretación (o, dicho de un modo más contundente, incongruencias lógicas) que la teoría del lenguaje y de la ciencia de Hobbes presentan. Con estas consideraciones en mente, podemos abordar ahora una cuestión vinculada, que es a la vez epistemológica y política: si resulta necesario fijar el sentido de los términos y, consecuentemente, la verdad de las definiciones y proposiciones, ¿quién y cómo logra esta operación fundacional de la sociedad política?
A continuación, analizaremos tres respuestas alternativas a esta pregunta, a través de una serie de estudiosos del pensamiento hobbesiano -y sus objetores. Las tres líneas interpretativas12 son las siguientes:
(a) es el soberano quien fija el sentido de los términos y la verdad de las doctrinas; (b) la verdad se fija por acuerdo en el uso de los términos y la derivación de sus consecuencias; (c) la verdad tiene algún grado de objetividad que no depende completamente de la arbitrariedad del soberano o la convención de los hombres.
a) El soberano determina la verdad
Tal vez la más famosa caracterización es la que atribuye al soberano nacido del contrato un poder absoluto tal que, entre otras cosas, llega a establecer el sentido correcto de los nombres y elimina así la conflictiva ambigüedad e indeterminación semántica que los mismos tenían en el estado de naturaleza. Respecto de las categorías morales fundamentales se nos dice en el Leviatán:
Porque estas palabras de bueno, malo, y despreciable, son siempre usadas en relación a la persona que las usa: no habiendo nada simple y absolutamente tal; ni alguna regla común del bien y el mal, a ser tomada de la naturaleza de los objetos mismos; sino de la persona del hombre, donde no hay Estado; o, en un Estado, de la persona que lo representa; o de un árbitro o juez, a quien los hombres en desacuerdo establezcan por consentimiento, y hagan de su sentencia la regla en cuestión (Hobbes, 1839c: 41, el resaltado es mío).
La posición más radical en esta línea puede ser ilustrada por la interpretación de Whelan (1981: 60-61), quien reconoce que el soberano tiene, entre otras funciones esenciales para el mantenimiento de la paz, la de la definición autoritativa de los términos políticamente sensibles o disputados, la cual se puede extender incluso a cualquier palabra, incluso aquellas pertenecientes al ámbito de la discusión científica -como es el caso de “hombre”. Sin embargo, hasta este autor finalmente concluye que la tarea de regular todo lenguaje público es impracticable: siempre persistirán lenguajes sociales secundarios y fragmentarios -tal vez acotados a comunidades infraestatales más o menos localizadas-, sin mencionar el problema de la ineliminabilidad de la consciencia individual -sobre el cual volveremos en breve- (Whelan, 1981: 73-74).
Una segunda posibilidad dentro de la corriente que asigna al soberano la función de determinar el significado de los términos y, consecuentemente, la verdad de las proposiciones, es la que adopta Quentin Skinner. Para él, al menos desde el De Cive se le asigna al soberano la función de fijar los significados y clausurar la discusión, pero éste lo hace de un modo racional y no completamente caprichoso: elige los significados más propensos a conducir a la supervivencia, por lo que coinciden con (su interpretación de) las leyes naturales (Skinner, 1996: 318-323). En el Leviatán se mantendría esta misma solución,13 con la única alteración fundamental de que (tácitamente) se admite la necesidad de la retórica para lograr elocuencia y persuasión en la exposición de lo racional-científico (Skinner, 1996: 334-346).14
Ya expusimos más arriba la tesis de Zarka, según la cual lo que hace el soberano es convertirse en el único centro de producción de significados y en el principal centro de interpretación (Zarka, 1997: 124-130). A esta noción objeta Palacios que el académico francés confunde las nociones de comprensión e interpretación. Para él, dentro del régimen de la sociedad civil, los súbditos efectivamente deben adoptar la interpretación del Leviatán como si fuera unívoca y verdadera, y obedecerla, puesto que a ello se han obligado. Pero esto no implica que en su fuero interno dejen de realizar una operación de comprensión, que no puede ser más que individual, y lleguen a la conclusión de que la interpretación oficial es, de hecho, falsa (Palacios, 2001: 97-100). Ambos autores atribuyen a la autoridad política la capacidad de imponer el uso efectivo de los términos en esa sociedad, pero para Palacios el lenguaje es previo y depende únicamente de la voluntad de comunicarse, lo cual lo aproxima a las posiciones que veremos más adelante.15
Por su parte, Madanes plantea que el soberano efectivamente tiene la facultad de actuar como árbitro en la determinación del significado de los términos, pero con la única finalidad pragmática de clausurar la discusión semántica y posibilitar así la convivencia y cooperación civil. En otras palabras, la decisión del soberano tiene un valor político pero no epistémico: no nos dice nada respecto del valor de verdad del sentido o definición finalmente adoptadas (Madanes, 1989: 67-75). Persuasivamente argumenta que el mismo Hobbes explícitamente reconoce que, en su teoría, el poder del soberano alcanza únicamente la publicación de las doctrinas y las acciones externas de los súbditos, pero no sus creencias internas. En cuanto al campo de ejercicio de esta potestad, dirá este autor, es cierto que incluso las teorías científicas pueden ser censuradas por la autoridad política, pero esto sólo en virtud de su potencialidad para afectar negativamente la paz y seguridad. De todos modos, Hobbes considera que una teoría que es verdadera no debería ser contraria a la paz y viceversa (apelando a la falacia informal que en el mundo anglosajón se suele llamar “no true scotsman”), pero esta evaluación es en todo caso secundaria. En definitiva, para Madanes, cuanto más sólido y estable sea el poder del Leviatán, mayor espacio podrá dar a la libertad de expresión sin poner en riesgo al propio Estado (Madanes, 1989: 58-61).16 Como se puede apreciar, la lectura propuesta por este autor explica el alcance del poder político sobre la enunciación de la verdad (o de la doctrinas y teorías discutidas) sin ofrecer una solución al problema del criterio de verdad en sí mismo.
Otros académicos sostienen posiciones cercanas a la recién descripta. Rosler (2009) destaca la autonomía de la política en el pensamiento hobbesiano, cuyas reglas y prescripciones son independientes de las verdades morales, religiosas o psicológicas. Daniel Skinner también cree que el Leviatán de Hobbes garantiza la estabilidad en el uso de los términos mediante la violencia, que le permite reprimir las consecuencias de la movilidad semántica, pero al mismo tiempo reconoce la ineliminabilidad de dicha indeterminación lingüística última (Skinner, 2011: 575-576). Del mismo modo, Branda niega que el Estado exija asentimiento, más allá de la pura obediencia; es decir, ni siquiera él reclama poseer una regla objetiva sobre la verdad (Branda, 2008: 71).
Como se puede apreciar, las interpretaciones citadas (y otras concebibles a partir de la lectura de la obra hobbesiana) podrían imaginarse como describiendo una curva o un espectro: mientras que todos estos autores le atribuyen al soberano la capacidad de fijar los significados públicos de los términos, las opiniones varían desde aquellas que confieren a esta decisión un valor epistémico de verdad hasta las que la limitan a una pragmática política, y desde quienes extienden este alcance a la fijación del significado de todo término disputado, incluso científico, hasta quienes limitan este alcance al discurso público y a los principales términos morales y jurídico-políticos imprescindibles para evitar el conflicto social. Ahora bien, sea que se reconozca la incapacidad fáctica de la autoridad política para penetrar en los lenguajes privados y la consciencia individual, sea que se entienda que la decisión política nunca tuvo pretensiones sobre ese campo, la pregunta por el criterio de verdad permanece abierta.
b) El acuerdo determina la verdad
Así pasamos a la segunda de las líneas interpretativas esquematizadas más arriba: aquella que se apega al convencionalismo declarado de Hobbes y considera que, en última instancia, la única fuente de verdad o de “corrección” para el significado de los términos y las definiciones será el acuerdo en el uso lingüístico. Ciertamente, tampoco esta posición carece de sustento en los textos del filósofo de Malmesbury (Hobbes, 1839d: 210-211).
En este sentido, Silver afirma que “[l]as palabras no poseen significado alguno excepto por convención mutua o social, a la que los individuos suscriben a fin de comunicarse unos con los otros”. La consecuencia es que “el criterio de comprensión mutua distingue el discurso verdadero del falso” (Silver, 1988: 358).
Duncan (2016b: 17) menciona esta estrategia, entre otras, para identificar el significado verdadero. Recuerda que, según Hobbes, el error de los autores sediciosos derivó en parte de “no usar las palabras del modo generalmente acordado”. Sin embargo, inmediatamente admite las limitaciones de este método, el cual no clausura la posibilidad del desacuerdo sobre los casos particulares.
Remer (1992: 12-14) destaca la influencia que la tradición retórica clásica (recuperada por el renacentismo) ejerció sobre el pensamiento hobbesiano y recuerda que los cultores de dicha disciplina solían enarbolar un cierto escepticismo que daba lugar a la tolerancia. A fin de cuentas, el consenso mayoritario era un buen indicador de la verdad -aunque de modo probabilístico, no apodíctico ni, en un sentido mucho más moderno, epistémicamente constitutivo. Pero el mismo autor reconoce que Hobbes se aparta en buena medida de esta postura al postular su definición de ciencia como conocimiento unívoco y convencional, no experiencial (Remer, 1992: 20-21), lo que termina derivando, en el ámbito político, en la necesidad del Leviatán.
Como ya se vio en la discusión respecto del origen del lenguaje, la paradoja aquí deriva del problema de la prioridad: en el estado de naturaleza los hombres no poseen un criterio único de significación y cada uno de ellos está completamente libre en su imposición arbitraria de significados y valoraciones; pero al mismo tiempo, necesitan del acuerdo para poder superar el estado conflictivo de desconfianza y opacidad mutua en que esa indeterminación semántica fundamental los sume. Entonces, considerado el momento contractual ahora no en su dimensión jurídico-institucional, sino lógico-lingüística, ¿cómo es posible el acuerdo en el uso de los términos cuando no tienen términos acordados sobre los que basar ese mismo pacto? Es evidente la circularidad del razonamiento. Una alternativa un tanto distinta, siempre dentro de esta línea de derivar la verdad del acuerdo en el uso, es imaginar al propio contrato como un principio de legitimidad autofundante, que por su mismo acto se constituye y legitima a sí mismo. Similares interpretaciones se han ofrecido contemporáneamente del contrato social rousseauniano, pero en nuestra opinión estas lecturas, independientemente de su valor filosófico intrínseco, son proyecciones contemporáneas retrospectivas de un tipo de razonamiento que los contractualistas clásicos de los siglos XVII y XVIII sencillamente no disponían de las herramientas conceptuales para esbozar.
Dungey (2008: 206-209) recupera las insinuaciones de Hobbes en el sentido de que el hábito y la costumbre, así como su repetición a lo largo de las generaciones podría haber paulatinamente construido ese uso común, aun si no fuera una situación identificable en un punto temporal de asentimiento general al significado propuesto.
Una visión algo distinta, pero que también atribuye un papel central al acuerdo, antes que a la imposición por el Leviatán, es la de aquellos que reconocen la necesidad de adoptar un uso lingüístico y, más generalmente, simbólico común para lograr la paz, independientemente de la convicción interna al respecto. Aquí se pueden incluir trabajos como el de Frost, para quien la propuesta política hobbesiana no sería necesariamente la de que todo el mundo asintiera a su programa científico, sino que simplemente lo admitiera por conveniencia. Dicho de otra manera, la adopción del materialismo metafísico que Hobbes propone no requiere la convicción de su verdad, sino que los hombres deberían adherir pragmáticamente porque permite hacerlos recíprocamente legibles y desarrollar una ética conducente a la paz (Frost, 2001: 32-33). En esta lectura, las reglas éticas y políticas dictadas por Hobbes tienen éxito en la medida que él logre demostrar que construyen un campo semiótico en el cual cada uno puede interpretar a los otros y significar él mismo sus intenciones pacíficas (Frost, 2001: 40-41). Otros estudiosos también han señalado esta potencialidad de la insinceridad para avanzar la causa de la paz (Kang, 2003). A riesgo de sobresimplificar los argumentos ofrecidos, podría decirse que estas propuestas son a la categoría que funda la fijación de sentido en el acuerdo lo que la tesis de Madanes era a la categoría principalmente preocupada por la función de estabilización semántica del Leviatán. En ambos casos se enfatiza la dimensión pragmático-política de la operación recuperada, pero queda irresuelto el problema del fundamento de la verdad.
c) Hay un cierto fundamento objetivo de la verdad
Esta probablemente sea la tesis más difícil de defender en el ámbito de los estudios hobbesianos, debido a que el mismo pensador inglés impulsa numerosas críticas a esta noción de verdad, la cual asocia a concepciones falsas en el campo de la metafísica, la epistemología, la lingüística, la ética y la política. Simultáneamente, como se indicó en las secciones anteriores, hay alguna evidencia de que Hobbes no abandona completamente toda pretensión de comprensión de la realidad. Esto vale especialmente para su proyecto científico natural, pero no resulta imposible trasladarlo a su filosofía civil (sin volver sobre las dificultades ya anotadas más arriba en torno a las relaciones entre ambas ramas del conocimiento).
La (por lo demás osada) conclusión de Finn, a quien ya mencionáramos antes, es que sus compromisos políticos son los que llevan a Hobbes a adoptar ciertas posiciones en el campo de la filosofía natural y la metafísica -cuando la interpretación más generalizada es que la influencia corre en sentido inverso. Para este autor, la adopción del convencionalismo, el nominalismo y su particular definición de la razón humana derivan de la solución absolutista al problema del orden social, pero generan notables inconsistencias en el proyecto filosófico hobbesiano, donde emergen evidencias de otros presupuestos subyacentes (Finn, 2006: 179-180). Entre estas otras posibilidades está ciertamente la de una concepción de la verdad como correspondencia. En esta lectura Hobbes defiende su propia propuesta científica por su carácter de verdadera, es decir, de descripción causal suficiente de la realidad y correspondiente con ella; cree que su propia descripción del hombre, por ejemplo, es objetivamente correcta o verdadera y de allí debería derivar su fuerza persuasiva (Finn, 2006: 137-144).17
Tuck afirma que, en el pensamiento hobbesiano, lo que permite superar el desacuerdo lingüístico y moral original son ciertos principios autoevidentes, como el de la autoconservación. Estrictamente, ese carácter de autoevidencia significa en este contexto que dichas proposiciones han sido reconocidas por todos los hombres y ni uno solo las ha negado -como surge del famoso diálogo con el Foole en el Leviatán-, en una posición muy similar a la de Remer, descrita en la sección anterior (Tuck, 2006: 186-188). Aun así, la autoevidencia parece estar cumpliendo una función heurística antes que epistémicamente constitutiva y, por ende, sigue refiriendo a verdades objetivas que se descubren en su aceptación indiscutida.
A fin de evitar redundancias, nos remitimos a la discusión de la sección anterior en torno al proyecto científico del filósofo inglés y las dificultades que la ciencia natural presenta para una concepción puramente subjetivista y convencionalista del conocimiento y de la verdad.
Se puede objetar que estos ejemplos ciertamente no alcanzan a constituir una interpretación alternativa completa, por cuanto ninguno de los autores mencionados llega al extremo de convertir estas emergencias aisladas en una lectura realista (en el sentido metafísico y epistemológico) de la propuesta de Hobbes. Con todo, suponen evidencia suficiente de que las otras dos líneas que esquemáticamente hemos definido al inicio de esta sección requieren alguna morigeración, aunque no se deba a otra cosa que a las inconsistencias internas de la obra. Por sí mismos, tanto la decisión autoritativa del Leviatán como el acuerdo entre los hombres a un nivel pre- o subestatal encuentran límites a su facultad de fijación semántica en los marcos objetivos mínimos de los cuales el conjunto del pensamiento hobbesiano no puede escapar (como los principios de inercia y de causación mecánica, o el principio de autoconservación en el campo de la naturaleza humana).
Antes de concluir esta sección, debemos considerar una alternativa que, sin ser exactamente un límite objetivo (qua natural externo), conduce al mismo resultado de un condicionamiento de las verdades imponibles, sea por el soberano como por el acuerdo. Nos referimos a las propias reglas lógico-gramaticales, semánticas y sintácticas, que determinan de qué modo se debe construir una definición o cómo se deduce a partir de ellas -por ejemplo, a partir de un razonamiento silogístico. En la propuesta de Hobbes este tipo de principios lógicos no parecen estar sujetos a discusión. Incluso si atribuimos a cualquier voluntad humana -digamos, por ejemplo, al Leviatán- la capacidad de fijar el significado verdadero de un término moral, de esto no se sigue que se pueda extraer cualquier consecuencia. Por el contrario, dado un set determinado de significados y definiciones oficialmente aceptadas, habrá un conjunto finito de conclusiones deducibles de ellos. Desde luego, esto no implica que él no pueda modificar las definiciones acorde a las conclusiones que desee obtener (más allá de la factibilidad práctica de reformas constantes), pero una vez que fija una serie de significados precisos, su capacidad para controlar qué verdades resultan válidas en esas condiciones se ve restringida por las reglas lingüísticas aludidas.18
V. Conclusión
A lo largo del presente trabajo, hemos presentado un panorama de la teoría de Thomas Hobbes en lo concerniente al lenguaje, la ciencia y la verdad, indicando las tensiones y contradicciones en que muchas veces incurre el filósofo. No pretendemos dar una respuesta final o concluyente a ninguno de estos nodos problemáticos sino, por el contrario, exponer las múltiples interpretaciones a las que cada uno de ellos ha dado lugar entre los estudiosos del pensamiento hobbesiano.
De este modo, comenzamos por recuperar la teoría del lenguaje como una imposición arbitraria de signos para comunicar nuestras concepciones a los otros. Esto nos condujo a reconocer la dificultad de que los nombres cumplieran esa función mínima cuando, sin tener por referencia una realidad extramental, debían lograr reproducir esa misma concepción en la mente de otro que probablemente fuera incapaz de percibir el mundo de la misma manera o de mantener dicho significado en el tiempo. Asimismo, notamos el problema de la prioridad lógica entre lenguaje y comunidad: parecería que el propio lenguaje requiere un cierto grado de acuerdo en el uso de los términos, pero si este acuerdo fuera posible y estable, la comunidad ya estaría constituida y el contrato social se volvería superfluo.
En la siguiente sección repasamos el proyecto filosófico-científico hobbesiano, observando las dificultades de su concepción de la ciencia, construida sobre el modelo de la geometría como una disciplina que da sus propias primeras definiciones y procede deductivamente a partir de ellas. Este modelo podría servir en algún caso -especialmente el de la filosofía civil- en que los objetos estudiados fueran producto de nuestra propia acción, pero no se compadece con la concepción moderna de las ciencias naturales como descriptiva de un mundo objetivo y fijo cuyas regularidades descubrimos mediante la experimentación, que ya alboreaba en la época de Hobbes. Vinculada a esta discusión está la consecuente respecto de la armonía y prioridad entre las ramas natural y civil de la ciencia en el gran cuadro del saber que el autor propone.
Finalmente, nos volcamos sobre el problema de la verdad -problema con connotaciones directamente políticas- y formulamos esquemáticamente tres respuestas posibles: que el verdadero significado de nombres y definiciones esté fijado por el soberano, por el acuerdo entre los hombres o que esté condicionado por parámetros naturales-objetivos.
En última instancia consideramos que la propia obra hobbesiana es la que abre la puerta a esta serie de desafíos lógicos e interpretativos. No se trata de lecturas equivocadas de un texto transparente, sino que es el propio Hobbes quien -como sucede frecuentemente con filósofos tan prolíficos, abarcativos y sistemáticos- introduce principios, perspectivas y posiciones que no siempre resultan compatibles. Lo más probable es que sea imposible reconstruir una lectura de su corpus teórico exenta de contradicciones sin caer en la práctica, no poco común, de forzar puntos de vista y recursos intelectuales ajenos al pensador en cuestión para “alisar” esas rispideces.
Con todo, creemos que resulta fructífero identificar estos puntos de tensión y sus potenciales respuestas, lo cual nos permitirá reconocer los límites de lo que se puede hacer decir al texto hobbesiano y las propuestas que el pensador de Malmesbury nos sigue ofreciendo.