Introducción1*
“Por desgracia, el fascismo está de nuevo entre nosotros”. Así inicia el libro de Marcia Tiburi (2018, p. 15). Advierte que el discurso de odio de esta doctrina y movimiento político y social permea todas las esferas de la cotidianidad y crea un clima de barbarie que se pensaba superado. El fascismo se caracteriza por ser políticamente pobre desde el punto de vista afectivo, pues se sustenta únicamente en el odio, la sumisión mediante el miedo y la repugnancia hacia el otro. También es pobre desde un punto de vista lingüístico, porque hace del diálogo con el que piensa distinto una actividad insostenible al arruinar las condiciones materiales y concretas que posibilitan prácticas de diálogo ajenas a la imposición agresiva de un punto de vista. No resulta, entonces, absurdo pensar que, ante este mal ambiente, terminamos hablando solos. Somos como islas, pregonando nuestras creencias en escenarios digitales que nos ofrecen la posibilidad de elegir nuestro auditorio de fieles seguidores, y bloquear, para no escuchar, a los que puedan poner en peligro nuestro discurso. Terminamos solamente hablándoles a nuestros pares, evitamos por todos los medios ser contrariados; pero cuando las objeciones vienen a nuestro encuentro, estallamos en la ira y finaliza allí nuestro narcisismo alimentado por los likes.
Pero dialogar con quien piensa distinto no sólo es un desafío, sino también una obligación, un deber democrático. Dialogar incluso con aquel que no está dispuesto a aceptar que su posición es insostenible por su carácter violento implica buscar el apaciguamiento e intentar eliminar la intolerancia y el prejuicio supersticioso, como lo llamaba Voltaire (1967, p. 368). Pero ¿cómo hacerlo? Advierte Tiburi:
Se trata de buscar el diálogo en el escenario de esa impotencia. De la indisponibilidad de la comprensión en medio de tanta basura lingüística y tecnológica. La impotencia para entender significa falta de apertura al otro. Esta falta de apertura que en el día a día es simple importancia para el diálogo, se trasmuta fácilmente en negación del otro, odio al otro, discursos y prácticas de humillación, violencia simbólica y física, y, en última instancia el exterminio del otro (2018, pp. 142-143).
¿Hay, desde la teoría de la argumentación, una respuesta para este escenario? Las dos propuestas que a continuación se analizan parten de la idea de que la argumentación es una actividad fundamental del ser humano que en ciertas circunstancias tiende al fracaso cuando no logra la superación del desacuerdo generado por el choque ideológico, pero el uso de ciertas estrategias o recursos argumentativos podría generar cambios en la actitud de un interlocutor (cfr. Schleichert, 2004, vii; Breton, 2005, pp. 141-147). Las dos propuestas tienen en común que se fundamentan en posiciones filosóficas que podríamos llamar “clásicas”: la filosofía estoica, en el caso de Breton, y de la Ilustración, en el de Schleichert. Por otro lado, ambos eligen presentarlas en manuales prácticos de enfoque retórico a un público no especialista.
El artículo se desarrolla en cuatro apartados: el primero presenta algunos estudios de la argumentación relacionados con el problema de la agresividad y la violencia. En el segundo se definen el rol y la importancia de los manuales prácticos de argumentación, y los dos últimos están dedicados cada uno a exponer las propuestas de Breton y Schleichert.
Argumentación y agresión
Existen muchos estudios dedicados a la relación entre comunicación, argumentación y agresividad. Rancer y Avtgis (2006), por ejemplo, exponen, a partir de investigaciones empíricas, una teoría de la comunicación argumentativa y agresiva. Ellos establecen la distinción entre una discusión constructiva, basada en el asertividad, y una destructiva, fundada en la hostilidad. Sus investigaciones empíricas están orientadas hacia la identificación de las estructuras de la comunicación agresiva y sus causas, lo que permitirá, según estos autores, hacer de la argumentación una herramienta para mejorar las posibilidades de obtener resultados más eficaces y satisfactorios en los encuentros comunicativos.
Desde una mirada intercultural sobre por qué un desacuerdo desemboca en una discusión violenta, Tannen (cfr. 1999, pp. 244-250) señala que muchas culturas, como la alemana o la francesa, disponen de recursos variados para gestionar el desacuerdo y, por ello, se inclinan a la controversia constante y valoran más el debate intelectual; por otra parte, culturas como la china y otras orientales carecen de mecanismos o rituales para expresar en público los desacuerdos y negociar sus antagonismos, lo cual se traduce en que la expresión de disenso se desarrolla de manera violenta.
A pesar de que el desacuerdo y los conflictos entre las personas sean inherentes a la condición humana, Gilbert (cfr. 2017, pp. 78-79) considera que las personas discuten de modos diferentes, pues mientras unas lo hacen de manera tranquila y atenta a los argumentos que se exponen (porque tienen una mayor tolerancia al desacuerdo), otras, por el contrario, agreden y atacan a sus interlocutores, o acostumbran evitar las discusiones, mientras que a otras les encanta discutir. El nivel de agresividad puede variar, ser alto o bajo, de igual forma que el nivel de disposición a participar o abandonar una discusión.2 Rancer y Avtgis (cfr. 2006, pp. 25-28) aseguran que las agresiones verbales suelen surgir también por otros factores, como los problemas psicológicos, el desdén o disgusto hacia las personas con las que se discute, el aprendizaje social, la herencia del temperamento y la falta de motivación o poca habilidad para crear argumentos. De hecho, la poca destreza para elaborar argumentos parece ser una razón fuerte por la cual una persona es menos tolerante frente al desacuerdo y más propensa a recurrir a las agresiones verbales, lo que casi siempre termina afectando las relaciones interpersonales (cfr. Teven, Richmond y McCroskey, 1998, pp. 209-217).
Por su parte, Crosswhite (2015) plantea una reflexión filosófica sobre la retórica y propone lo que denomina “retórica profunda” (Deep Rhetoric), entendida como una forma de trascendencia a partir de la cual los seres humanos, que no están encerrados en sí mismos de manera permanente, se convierten, gracias a la retórica, en entidades que realizan movimientos para acercarse o alejarse entre sí por medio del logos, esto es, para persuadirse unos a otros y para aclararse mutuamente todo lo que desean, pues, en efecto, según él, antes de que existiera la retórica -o sin ella-, sus deseos no sólo no eran claros, sino que ni se podían exponer claramente ante los demás. El cuarto capítulo de su libro está dedicado, de modo más concreto, a la relación entre retórica y violencia. Allí, Crosswhite analiza esa idea antigua de que la retórica es un instrumento que permite renunciar al uso de la violencia para, después, contrastarla con aquélla que la define como una manifestación de la violencia; al final, por lo tanto, serían indistinguibles (cfr. Crosswhite, 2015, pp. 314-315).
En la Encyclopedia of Communication Theory, Rancer (2009, p. 45) establece una diferenciación entre agresión física y simbólica. El primer tipo de comportamiento se caracteriza por el uso contundente, por parte del agresor, de su cuerpo (por ejemplo, al golpear o manipular toscamente objetos), mientras que, en el segundo, la agresión implica un uso contundente de la comunicación (por ejemplo, uso de ciertos gestos, tono, palabras o expresiones). La agresión simbólica puede ser constructiva -también se le llama “asertiva”- o destructiva en la medida en que tienda hacia la hostilidad y niegue cualquier intento de razonamiento. La argumentación sería una faceta de la agresión asertiva, pues predispone a las personas involucradas en un conflicto, en el que se defienden posiciones sobre temas controvertidos, a realizar ataques verbales y otro tipo de acciones, pero que son socialmente aceptadas.
La idea de que la retórica hace cesar la violencia de hombres proclives al extermino de los otros es tan antigua como la retórica misma. Desde su origen, expuesto en forma mítica por Protágoras, la retórica siempre ha servido en contextos de violencia, pues es dada por Zeus a los hombres como un instrumento para la resolución pacífica de los desacuerdos y condición necesaria para la existencia misma de la polis y la democracia misma (cfr. Protágoras, 320 d-323d; Isócrates, Antídosis, 14, 255-257, y Elio Aristides, Origen de la retórica, 205-211 y 394-403).3 Desde un punto de vista histórico, la figura de Solón, sus acciones y reformas constitucionales, que facilitaron el camino hacia la democracia, tuvieron como objetivo detener la stasis en la Atenas del siglo VI a. C. Todo ello representaría el inicio de la búsqueda de alternativas diferentes al empleo de la violencia por parte de grupos facciosos. El hecho de que el poeta y militar ateniense se erigiera como un horós -una especie de piedra o mojón-, en medio de un territorio dedicado al combate (metaíkhmion), para contener la furia de dos ejércitos enemigos, hizo posible la transformación de dichos combates en discusiones pacíficas y reguladas en el espacio público de la ekklesía. Así fue como la lucha a muerte se convirtió, posteriormente, en política (cfr. Loreaux, 2008, p. 186).
Para Perelman y Olbrecht-Tyteca (cfr. 1989, p. 106), argumentar siempre implica una renuncia al uso de la fuerza. La adhesión del interlocutor, a quien no se le asume como un objeto, se consigue por medio de la persuasión razonada, que supone el establecimiento de una comunidad de los espíritus que, mientras dura, excluye el empleo de la violencia. No obstante, es cierto que no se puede impugnar a priori la opinión de que muchas veces se recurre a la argumentación como mero fingimiento o que un orador puede imponerse al auditorio a que lo escuche. No siempre se da una verdadera persuasión ni verdadero diálogo, sincero y recíproco, para escuchar y comprender las opiniones de manera mutua. Por eso, la necesidad de que mediante la persuasión se llegue a una comunión de las mentes -como lo proponía Dupréel- es, más bien, según Perelman y Olbrecht-Tyteca, un ideal, un principio de la ética liberal que debe fundamentar todo diálogo, como lo señalaba el filósofo italiano Guido Calogero (citado en Perelman y Olbrecht- Tyteca ,1989, p. 107).
No obstante, participar de una discusión que, de forma súbita o gradual, desemboca en violencia verbal y hasta física puede ser enfrentado o superado a través de una buena estrategia retórica, la cual debe permitir la exposición de los puntos de vista. Al menos eso es lo que nos promete la tradición y algunos teóricos de la argumentación. Sin embargo, Hample (2008) tendría una opinión distinta. Al comparar lo que piensa un grupo de personas comunes y corrientes con lo que piensa un grupo de académicos alrededor de la pregunta “¿qué es exactamente lo que piensan que hacen cuando se discute?”, curiosamente tres de los doce puntos en que difieren las personas del común con los teóricos tienen que ver con la relación entre argumentación y agresividad:
7. Naïve actors associate arguing with violence, believing that arguments lead to violence and that violent episodes are arguments. Scholars insist that argument is an alternative to violence.
8.Naïve actors believe that the more explicit an argument is, the more destructive it is. Scholars teach that issues may often have to be publicly clarified before they can be resolved and that avoidance may be an unproductive course.
9.Naïve actors are convinced that arguments escalate conflicts and increase hostility. Scholars emphasize the opposite possibilities (Hample, 2008, p. 32).
Mientras que los teóricos sostienen que los argumentos son una alternativa a la violencia, las personas encuestadas creen que los argumentos conducen a ésta, e incluso que, cuando éstos son más explícitos, son aún más destructivos. Tal vez una discusión no se debe reducir a la mera exposición e intercambio dialéctico de argumentos en un intento por la refutación mutua, que puede llegar a convertirse en un “diálogo de sordos”4 o en una mutua agresión, sino que conviene, en muchos casos, desarrollarla con el apoyo de otras facultades, como la escucha, la empatía, el humor, la ironía, la imaginación o la curiosidad. Aunque no es conocido como un experto en el campo de los estudios de la argumentación, Amos Oz (2017), por ejemplo, presenta a la curiosidad y a la imaginación como antídotos parciales contra el fanatismo, luego de exponer el caso del escritor israelí Sami Michael, quien, en lugar de refutar a un taxista que proponía matar a todos los árabes, hizo que recapacitara al inducir su imaginación a que contemplara todos los detalles y efectos de un supuesto plan que materializara ese exterminio.
Por otra parte, el modelo de comunicación no violenta (CNV) de Marshall Rosenberg (2013), que propone principalmente evitar todo tipo de juicios morales sobre el interlocutor, promueve la escucha atenta, el respeto y las relaciones empáticas para la reconciliación. Cabe señalar que estrategias como la escucha activa o atenta son tenidas en cuenta por reputados teóricos de la argumentación, como Gilbert (2017, pp. 114 y 124) en su propuesta de “argumentación coalescente”, entendida ésta como hacer todo lo posible por encontrar y partir de los puntos en común que los interlocutores comparten antes de profundizar en el desacuerdo. Aquí el lema es “sé más heurístico y menos erístico”.
Estas estrategias, como incitar al interlocutor a que exponga una descripción exhaustiva de lo que cree y el uso de la escucha activa, por ejemplo, son desarrolladas por Schleichert (2004) y Breton (2005), quienes le apuestan de manera optimista a que la argumentación siga siendo un instrumento legítimo para enfrentar la violencia y el fanatismo.
Los manuales de argumentación y su utilidad para enfrentar situaciones específicas
Tanto Schleichert (2004) como Breton (2005) exponen sus propuestas en manuales dirigidos a un público general, no experto. Van Eemeren y Grootendorst (2011) ubican, con cierta suspicacia, este tipo de manuales en el dominio práctico de los estudios de la argumentación, cuyo objetivo es “desarrollar medios para instruir a las personas de manera que aprendan cómo ganar un caso por medio de la argumentación y puedan evitar ser derrotadas por la argumentación de otros” (2011, p. 43). Van Eemeren y Grootendorst dan cuenta, de modo irónico, de la coincidencia entre el propósito orientado al éxito que tienen los estudios prácticos de la argumentación desde una perspectiva retórica y la forma en que se titulan los manuales donde se exponen dichos estudios:
Probablemente se deba también al propósito de obtener éxitos de venta el hecho de que las publicaciones con instrucciones prácticas sobre la argumentación muchas veces tengan títulos destinados a atraer a los espíritus inclinados al éxito, como How to Win an Argument [Cómo ganar una discusión]. En un estilo similar, el rabino podría tal vez elegir un título como Cómo persuadir a su esposa u Once consejos para salirse con la suya. Aparte de los manuales superficiales, diseñados para instruir a los lectores en las maneras más fáciles de ganar una discusión, se publicitan también ideas acerca del arte de la persuasión, similarmente orientadas al éxito, en publicaciones más serias sobre el discurso público y en cursos de composición (Van Eemeren y Grootendorst, 2011, p. 43).
Si bien es cierto que existe un sinnúmero de textos escolares y manuales para dummies sobre cómo argumentar, persuadir o conversar mejor, no hay que perder de vista que más allá de verse como el resultado de un interés comercial de casas editoriales, se sigue allí una tradición. La retórica de los siglos V y IV era eminentemente práctica, una empeiría, como la llamaba Platón (Gorgias, 462 c-e), que se enseñaba de manera descriptiva. Los oradores aprendían a tomar partes o frases estereotipadas de discursos ya pronunciados con éxito para adaptarlas a otras situaciones similares (cfr. Platón, Menéxeno, 263 b); repetían las palabras constantemente o las alargaban en su pronunciación para poder encontrar en la mente qué decir a continuación (cfr. Ong, 2009, p. 47). Así se desarrolló el método de los lugares comunes o tópica, un conjunto de formas fijas clasificadas que ayudaban a responder casi siempre a la pregunta “¿qué decir?” o “¿qué argumentar?”.5 En otras palabras, ese uso y re-uso de palabras y frases completas aseguraba cierta eficacia persuasiva. Pronto, la retórica se convirtió, gracias a la escritura, en una compleja técnica prescriptiva, una especie de disciplina teórico-práctica en la que el orador o el ciudadano común y corriente, según López Eire (cfr. 1995, p. 882), debía proceder como en un zigzag continuo, que va de la contemplación especulativa al consejo de la utilidad inmediata, del examen teórico a la recomendación práctica.
La pregunta “¿qué decir?” o “¿qué decir en una situación específica?” implica también un elemento circunstancial relacionado con el kairós. Este concepto puede entenderse de tres maneras: 1) como la concordancia necesaria entre una acción y la ocasión (qué); 2) como el momento de escogencia y decisión (cuándo), y 3) como medida de la argumentación (cuánto). El kairós señala el momento oportuno en el que el orador debe escoger los argumentos adecuados y omitir los inadecuados (cfr. Tordesillas, 1986). Esto implica que los oradores deben responder de forma espontánea a situaciones fugaces, marcadas por sus características únicas (cfr. Tindale, 2004, p. 41). En suma, la conciencia káirika pone los límites a toda la actuación oratoria, por lo que no hay modo de que se pueda controlar o prever por completo lo circunstancial. El orador, entonces, está con frecuencia obligado a improvisar, empresa poco fácil, pero que, si se logra, como lo señalaba Alcidamante de Elea -un discípulo de Gorgias que se oponía a la composición escrita de los discursos-, permite adaptar correctamente el discurso a las circunstancias (cfr. Sobre los sofistas, §3, 51-52).
El valor que veo en una obra como la de Breton (cfr. 2005, pp.12-13) es, precisamente, el hecho de que comienza con esa pregunta por lo circunstancial, con un elemento adicional: ¿qué decir en situaciones en las que se generan obstáculos que pueden impedir la exposición del punto de vista y eventualmente implican una posible agresión?6 Breton considera que una situación difícil es aquélla en la que se generan o se pueden generar actos de agresividad verbal y física de un interlocutor en una discusión, pero también aquéllas en las que la timidez y el pánico escénico pueden vencer a un expositor e impedir la comunicación.7
Podríamos estar de acuerdo con que una situación difícil puede surgir por diversas circunstancias; por ejemplo, cuando un simple diálogo de persuasión se trasforma en una acalorada discusión erística, esto es, donde sólo se busca ganar a cualquier precio, por el uso repetido de ataques ad hominem (cfr. Walton y Krabbe, 2017, p. 109),8 o cuando se hacen presentes un conjunto de gestos que calificamos como “agresivos”, como en ciertas posturas de las manos que se mueven para golpear, amenazar o agarrar (cfr. Collet, 2008, pp. 119 y 121). Sin embargo, muchas de las situaciones en las que se hace necesario argumentar podríamos catalogarlas como “difíciles” por el hecho de que son inesperadas e implican, en algunas ocasiones, padecer serias posibilidades de agresividad y de violencia verbal y física. No obstante, siguiendo a Breton, no es posible decir que las situaciones difíciles existan en abstracto, pues puede haber personas muy valientes que salgan bien libradas de situaciones de agresividad por parte de los interlocutores, como lo señalaba Rancer (cfr. 2009, p. 46). En consecuencia, “el único criterio que convierte a una situación en difícil es que ésta sea sentida como tal por quien la vive” (Breton, 2005, p. 13).
AunqueSchleichertnoplanteasupropuestaentérminossituacionales, sí advierte que el fanatismo, como negación de la tolerancia, siempre puede manifestarse intempestivamente de manera violenta y, por lo tanto, enfrentarlo a tiempo de forma argumentativa, esto es, haciendo uso de la “razón”, es un deber en defensa de las libertades, como se hizo durante la Ilustración. Las disputas ideológicas siempre han existido y seguirán existiendo, con el peligro de que terminen de modo violento. Si no se trata a tiempo, el fanatismo es algo que se mantiene latente, hasta que estalla, provocando las más horrorosas manifestaciones de violencia; por ello:
Es posible estudiar en cualquier momento las disputas entre dos ideologías o religiones cualesquiera, y con mayor motivo en aquellas que poseen un sistema doctrinal cuidadosamente desarrollado y una recopilación canónica de textos fundamentales (libros sagrados). Cuando dos ideologías de este tipo están en contacto o compiten entre sí, cabría esperar sutiles discusiones argumentativas: La realidad es distinta. Según sea la constelación real de poder, ideologías y religiones caen unas sobre otras a sangre y fuego, o coexisten sin intentos sostenidos de convencer al adversario (Schleichert, 2004, p. 60).
Propuesta de Breton sobre cómo argumentar en situaciones difíciles
No es posible enumerar, en un manual, todas las situaciones, ni mucho menos las que podrían calificarse como “difíciles”. Breton (cfr. 2005, p. 24) se concentra sólo en cuatro circunstancias: 1) argumentar frente a personas cuyo punto de vista es radicalmente opuesto; 2) tomar la palabra frente a un auditorio que puede ser hostil o no; 3) frustrar un intento de manipulación psicológica o de acoso, y 4) resistir a la agresión física. Todas estas coyunturas son frecuentes y sería imposible no verse inmerso por lo menos en una de ellas a lo largo de nuestra vida.
Para sortear situaciones como estas, Breton propone una especie de método que consiste en la aplicación de tres aptitudes o competencias: la objetivación, la escucha activa y la afirmación argumentada del punto de vista propio. Según Breton (cfr. 2005, pp. 13-14), estas tres competencias no son parte de una fórmula milagrosa ni novedosa. Más bien constituyen prácticas que a veces se realizan inconscientemente, pero que también integran una tradición humanista conformada por principios puestos en práctica en Occidente que dieron lugar a la renuncia griega a la venganza privada, transformada en la retórica clásica, a la indiferencia pregonada por los estoicos desde la civilitas hasta el Renacimiento y al valor predominante de la palabra que defienden las democracias contemporáneas.
La objetivación es la acción más importante para sortear una situación difícil, ya que es la que más contribuye a la reducción de la violencia. Esto se debe a que consiste en una especie de distanciamiento que permite observar la situación como si se estuviera a distancia, desde el exterior, pero sin involucrarse en ella, lo que posibilitaría poder detenerse en sus detalles o reconocer, sin ningún tipo de prejuicio, el acontecimiento, a uno mismo y al agresor.9
Aunque Bretonnoofreceunaampliaexplicacióndedichanoción, para él la objetivación tiene origen en el pensamiento estoico, particularmente en el de Epicteto y Marco Aurelio, a quienes les dedica un par de páginas para destacar la forma en que se preparan para enfrentar situaciones adversas del mundo exterior sin que les afecte en absoluto. Recordemos que, para Epicteto (Enqiridión, V), lo que turba a los hombres no son los sucesos (prágmata), sino lo que le parece a uno que son esos sucesos (pragmáton dógmata).10 La búsqueda de la ataraxia o serenidad del alma, que evita cualquier conmoción en el sujeto, es posible para los estoicos si aquella facultad rectora (hegemonikón), tercer elemento de la naturaleza humana,11 procede con cautela frente a la conflictiva realidad y frente a los distintos efectos emocionales que esta realidad exterior produce en el alma.
La idea de Marco Aurelio de una “ciudadela interior”12 sirve para aclarar un poco más esta noción de “objetivación” que propone Breton como una estrategia argumentativa para enfrentar situaciones difíciles. La ciudadela interior es ese reducto inviolable de la libertad que mantiene todas las cosas exteriores en su lugar; es decir, a través del principio rector (hegemonikón) se erige una especie de barrera que devela que es posible evitar que las cosas interfieran negativamente en el discurso o en la interpretación que tengamos de ellas.
Acuérdate de que la facultad rectora se hace inexpugnable cuando, recogida de sí, se contenta con no hacer lo que no es su gusto, aunque sólo se oponga por capricho. ¿Qué será, pues, cuando, gobernada por la razón, emita prudentemente un juicio? La inteligencia libre de pasiones, es como una ciudadela; y realmente el hombre no tiene posición más segura donde retirarse para no ser en adelante capturado. Quien no la ha visto es un ignorante; quien, habiéndola visto, no se ampara en ella es un desdichado (Meditaciones, VIII, 48).
Marco Aurelio parte de una exterioridad absoluta de las cosas; sin embargo, ello no implica que no sean causa de nuestras representaciones, sino la oportunidad para crear un discurso interior propio, realmente libre (cfr. Meditaciones, IV, 10; V, 19; VI, 52; IX, 15).
Entre las máximas que debes echar mano, ante las cuales te inclinarás, figuran estos dos: la una, que las cosas mismas no llegan al alma, sino que permanecen en el exterior, inamovibles; las inquietudes provienen únicamente del modo que interiormente tienes de opinar. La otra, que todo cuanto divisas, es un abrir de ojos, va a transmutarse, cesará de existir (Meditaciones, IV, 3).
En resumen, la objetivación de la que habla Breton implica, entonces, un principio rector, un hegemonikón como el planteado por los estoicos, que evita, por medio del distanciamiento, perder el control emocional ante un interlocutor agresivo. Cabe agregar que, al igual que los estoicos, Breton no habla de contener las pasiones, sino de transformarlas en una herramienta que permita conocer mejor la situación difícil en la que se está inmerso.
Objetivar permite conocer, y conocer permite actuar mejor. Esta competencia constituirá uno de los ejes principales de nuestro método para afrontar las situaciones difíciles. Se basa en una serie de técnicas muy precisas, como, por ejemplo, construirse interiormente una descripción de los elementos clave de una situación, pero también en una actitud consistente en no emitir ningún juicio sobre el otro (Breton, 2005, p. 40).
Este “no emitir juicios sobre el otro” se relaciona con la escucha activa, segunda competencia esencial dentro del protocolo propuesto por Breton. La escucha activa tiene una doble dirección, pues implica, por un lado, hacer un esfuerzo real por comprender el punto de vista del otro, reconociéndolo con respeto; y, por otro, escucharse a sí mismo para determinar mejor qué es lo que lo que se busca en la situación, esto es, nunca perder de vista el fin que se persigue. “La escucha activa de sí mismo y del otro es, por tanto, un recurso esencial, tanto más cuanto más difícil es la situación” (Breton, 2005, p. 40). La escucha no implica adoptar irreflexivamente el punto de vista del otro, sino establecer una relación empática con el otro, acogerlo de buena gana.
Es allí donde la propuesta de Breton se encuentra con la de Rosenberg (2013), en una CNV.13 Esta comunicación promueve una escucha atenta y profunda, que favorece el respeto por el otro y la comprensión adecuada de sus sentimientos y creencias sin que intervenga prejuicio alguno. Gilbert (cfr. 2017, pp. 73-77) también tiene en cuenta esta idea de escucha activa como una de las características que definen al argumentador ideal y en su propuesta de una “argumentación coalescente”. Dado que la argumentación coalescente tiene como punto de partida el consenso, es necesario identificar los valores, las creencias y los fines comunes que se tengan con el interlocutor. Así, pues, sólo a través de una escucha atenta de lo que expone, del consenso (simpatía) y la comprensión (empatía) emocionales, es posible hallar puntos de encuentro que permitirán identificar el “corazón del desacuerdo”.
Por su parte, Vélez (2007) puede darnos otros elementos sobre la importancia de la escucha en una discusión, pues analiza las implicaciones comunicativas que abarcan la audición como instrumento para la comprensión del significado y de la presencia del otro:
Disponerse a atender y responder el requerimiento que el otro tiende con su acto de habla es una acción humana que supone la acogida, la aceptación, la apropiación de sus palabras. No disponerse a hacerlo, cosa que no debemos excluir, equivale a escuchar a regañadientes, con manifiesto desgano y aprensión o, al extremo, equivale a privar al otro de la acogida y aceptación del requerimiento mismo y, por consiguiente, a despojarlo de la posibilidad de la escucha. No sabríamos juzgar si hay menor o mayor grado de violencia en aquel que al hablar constriñe al otro a escuchar o en aquel que al escuchar incita al otro a dejar de hablar (Vélez, 2007, p. 22).
La tercera y última competencia tiene que ver con la argumentación. Ésta es definida como el intento por responder con la afirmación argumentada del punto de vista propio para cambiar la situación de manera pacífica, convenciendo al otro de que renuncie a la violencia y se adhiera a la opinión que le proponemos. Así definida, la argumentación tendría como función no sólo la de buscar una simple adhesión, sino también generar un cambio en la situación experimentada, neutralizar la posible agresión, hacer que se cambie un punto de vista y se renuncie a la violencia (cfr. Breton, 2005, pp. 41 y 52).
La argumentación constituye el recurso decisivo, la finalidad del método. Sus herramientas permiten escapar del conflicto, evitar que degenere y, sobre todo, que las soluciones halladas convengan a todos en la medida de lo posible. La objetivación es un requisito previo sin el cual nada puede suceder y la escucha activa, una disposición necesaria para que se pueda crear el vínculo. Pero la afirmación argumentada del punto de vista propio constituye la acción decisiva, la que cambiará las cosas (Breton, 2005, p. 41).
Tal como es presentada por Breton, la argumentación, como parte de la estrategia para enfrentar situaciones difíciles, tiene dos características: en primer lugar, sólo puede ser eficaz en la medida en que se apliquen previamente las competencias de la objetivación y la escucha activa; en segundo lugar, esa eficacia se traduce en que se puede comunicar tanto el punto de vista propio como pasar de una situación adversa a otra más tolerable o conveniente, evitando que se propague la violencia, pacificando la situación (cfr. Breton, 2005, p. 111), lo cual abre la posibilidad de concebir una argumentación que vaya más allá de la resolución de una diferencia de opinión, como la que proponen Van Eemeren y Grootendorst (2011) y Van Eemeren (2012).14
Ahora bien, ¿en qué situaciones se puede aplicar este protocolo y cómo hacerlo? Dentro de los ejemplos o casos que propone Breton, quiero detenerme en aquél que tiene que ver con la necesidad de enfrentar discursos cargados de alusiones racistas o de discriminación ideológica o religiosa, pues este tipo de situaciones son cada vez más frecuentes, dado el auge del populismo promovido por grupos extremistas; por otro lado, como señala Breton, “[a] menudo, los que sostienen tales ideas eligen incluir la violencia en su discurso, transformarlo en un acto violento dirigido a los demás” (Breton, 2005, p. 52).
Breton cuenta que, mientras organizaba una serie de eventos públicos que llamó “talleres cívicos de argumentación”, los cuales tenían como objetivo promover diálogos con los electores del Frente Nacional francés (en adelante, FN), recibió la llamada de una persona muy agresiva que preguntaba si él promovía esos diálogos porque estaba en contra del FN. Ante esta situación, dice Breton, él podía simplemente colgar y evitar seguir siendo objeto de las ofensas o responder también de forma violenta; pero esto haría que la persona que llamaba al teléfono insistiera en seguir con sus agresiones y terminara por bloquear la línea. Fue entonces cuando decidió aplicar su protocolo: en primer lugar, escuchó una “vocecilla interior” que le decía que detrás de aquellas agresiones había una especie de interrogante; en segundo lugar, respondió a la pregunta con una disociación: “Sí, tengo algo contra del Frente Nacional, pero no contra la gente que vota al Frente Nacional” (Breton, 2005, p. 53). Luego de esta respuesta, el hombre que llamaba inicia un discurso con alusiones fuertemente racistas e indignantes; en tercer lugar, Breton intenta no sólo tranquilizar a su interlocutor, sino también impedir que éste lograra alterarlo emocionalmente, comunicándole que tenía la impresión de que estaba muy enojado. La respuesta del hombre fue que sí estaba furioso y que la causa de su enojo se debía a los negros, pero a continuación inició un relato sobre sus dificultades, sobre su esposa, sus problemas económicos y los de su barrio, y dijo que por ello votaba a favor del Frente Nacional.
Al final de su narración, el hombre estaba un poco más calmado, y fue ahí que Breton inició su argumentación en torno a la idea de que votar por el Frente Nacional no arreglaría esos problemas. Una vez dicho esto, el hombre abrió la posibilidad de que Breton le sugiera entonces qué hacer y se dispuso a escucharlo. Lo que narra Breton como final es lo siguiente:
Reprimí el arranque de vanidad que me invadía con la rapidez de un rayo (según él, yo formaba parte de la “élite”, de los que saben y explican a los demás) para intentar explicarle que yo no tenía ninguna respuesta a sus problemas, pero que una vez más, la solución Frente Nacional me parecía peor que el problema en sí. Le sugerí que, probablemente, el voto en blanco permitiría expresar positivamente su ira. Me pareció un recurso algo pobre, pero mi interlocutor no se mostró indiferente a la propuesta e, incluso, prometió reflexionar al respecto. El hombre acabó por darme amablemente su apellido, como si me confiara algo de valor, y la entrevista concluyó de una manera más sosegada que como empezó. Le expresé mi admiración ante la valentía que tuvo al llamarme y el asunto se zanjó (Breton, 2005, p. 54).
Cesar la violencia del interlocutor y hacer que se supere la situación es, entonces, el objetivo del protocolo propuesto. Breton señala que las agresiones que se profieren en una discusión con frecuencia tienen como objetivo “buscar en el otro el combustible apropiado, pero en el que ambos se queman” (2005, p. 53). Aceptar que se expresara en un primer momento toda esa violencia, para escucharla en forma atenta y sin ningún tipo de juzgamiento moral, permitió que se identificara lo que generaba esa actitud agresiva y la posición que se asumía. En este caso, el distanciamiento u objetivación tenía como finalidad no sólo demostrarle al interlocutor que lo que éste decía no lograba afectarlo emocionalmente, sino también ayudarle a que de igual modo fuera consciente tanto de lo que estaba diciendo como de su propia furia. Una vez que el hombre fue consciente de su emoción y de a quién se enfrentaba, sus palabras llenas de racismo no lo afectaron emocionalmente, logró cambiar su emoción por otra y se dispuso a la exposición de las “verdaderas razones” por las cuales tenía una posición inicialmente radical que defendía de manera violenta.
La gran dificultad de escuchar a este tipo de personas se debe a que estamos radicalmente opuestos a sus posiciones, pero resulta determinante escucharlas atentamente y animarlas a que expongan de modo amplio las razones que sustentan sus puntos de vista, con el fin de encontrar, como señalaba Gilbert (2017, p. 100), esa “agenda oculta” que contiene sus verdaderas motivaciones. En ese sentido, la escucha siempre es sinónimo de benevolencia hacia los demás (cfr. Breton, 2005, p. 60) y una regla para la buena argumentación (cfr. Gilbert, 2017, p. 114).
Si la contraparte en disputa expresa enojo, frustración o se está poniendo de mal humor, entonces tienes que evaluar lo que pasa. La molestia de parte de tu interlocutor puede ser signo de muchas cosas, y es crucial que prestes atención y trates de averiguar la causa. Con frecuencia hay una meta o agenda oculta, y la discusión se está acercando a ella. En otras ocasiones lo que pasa es que el resultado es más importante para tu interlocutor de que lo que tú pensabas (Gilbert, 2017, p. 100).
En otro ejemplo, Breton muestra la conversación entre Oscar Schindler, protagonista de la película de Spielberg, y el oficial nazi Amon Goeth, acostumbrado a matar a judíos desde lo alto de su casa, en el campo de concentración, con su fusil de mira telescópica. Para tratar de acabar la matanza, Schindler dirige sus esfuerzos para hacer que Goeth cambie su noción de “poder”, entendido como potestad para matar a cualquiera cuando se quiera o incluso cuando se tengan buenas razones para hacerlo, por aquel en donde se tienen todos los motivos para matar y, sin embargo, no se hace. Como hacían efectivamente los emperadores o reyes cuando un ladrón se rendía a sus pies para implorar perdón. En este diálogo de la película, Schindler logra que Goeth ponga en duda su propia noción. Según Breton, éste es un buen ejemplo de aplicación de su método, en el que la argumentación se vale de la analogía y la disociación de ideas. La primera consiste en mostrar la historia de los emperadores que perdonan al ladrón que es culpable y está a su merced; la segunda, en diferenciar que una cosa es la justicia, que radica en matar a aquellos que cometen crímenes, y otra cosa es el poder, definido ahora como algo a lo que se apela cuando se tiene toda la razón para matar y, sin embargo, no se hace. Schindler elige no argumentar a favor de los judíos del campo de concentración, sino que utiliza la fuerza de Goeth, de su adversario, para obligarle a pensar que hay que distinguir entre justicia y poder, y hacer una cosa distinta de la que éste acostumbraba hacer casi todas las mañanas (cfr. Breton, 2003, pp. 56-57; 2005, pp. 135-137).
Otras situaciones menos peligrosas por lo regular, como, por ejemplo, llamarle la atención al vecino ruidoso o intentar corregir la actitud de un adolescente, hacen necesario reflexionar sobre estas situaciones particulares como si no se estuviera implicado en ellas, objetivándolas, pues permite comprender los hechos con calma, a dónde se quiere llegar en la discusión y cómo puede llevarse para que la violencia cese. Según Breton:
Cuando la violencia de un interlocutor viene a nuestro encuentro, es como un incendio en busca de combustible nuevo, y este combustible no es más que la violencia que llevamos dentro de cada uno de nosotros, en distintos grados, por supuesto. Nunca es la violencia del otro la responsable de las reacciones brutales que experimentamos, sino nuestra propia violencia, que se despierta para la ocasión. Y si dejamos que ambas violencias se encuentren, el incendio se extenderá […] (Breton, 2005, p. 58).
Otro caso es la manipulación, la cual reviste una situación difícil, pues es una práctica en contra de la ética, incluso si se hace con miras a beneficiar al auditorio (cfr. Tindale, 2017, p. 27). La manipulación es un tipo de violencia porque priva a sus víctimas de la libertad de elegir conscientemente, causándoles frustración y daños en el autoestima. Breton (cfr. 2005, p. 94, p. 94) establece la diferencia entre una manipulación de tipo afectivo, que aflige emocionalmente, y otra cognitiva, que perturba la escucha. Ambas intentan, a toda costa, impedir la exposición de nuestro punto de vista para defendernos, por lo que se hace necesario la aplicación estricta de la escucha activa y la objetivación.
En una situación en la que se debe enfrentar un intento de manipulación, la objetivación puede dar la distancia requerida para analizar qué está haciendo el manipulador y cuáles son las palabras que utiliza para embaucarnos. La objetivación puede servir, por ejemplo, para observar atentamente lo que se promueve por medio de una agresiva estrategia publicitaria. De la misma forma, ofrece la posibilidad de no dejarse arrastrar hacia la violencia que proponen los agresores. La escucha activa es también muy importante a la hora de enfrentar la manipulación, pues permite identificar, por ejemplo, en el discurso de los vendedores o de los políticos en campaña las técnicas de engaño o las contradicciones en las que incurren. Por su carácter empático, la escucha activa puede ayudar a comprender cómo se están sintiendo y qué están viviendo los demás cuando se aprestan a proferir agresiones verbales. En otras palabras, la escucha activa cumple la función, ya señalada por Byung-Chul Han (cfr. 2017, p. 114), de invitar a hablar al otro para que se libere hablando y describa así ampliamente lo que piensa.
La argumentación subversiva de Schleichert, una forma de enfrentar el fanatismo
No hay duda de que algunas de las situaciones más extremas, en cuanto a violencia y agresividad, son las que tienen que ver con el fanatismo o los fundamentalismos políticos y religiosos. El modo en que se desarrolla cualquier discusión con un fanático nos pone a dudar sobre la efectividad de la argumentación para convencerlo de algo distinto de lo que piensa o defiende. Schleichert, autor poco conocido en el campo de los estudios sobre la argumentación, parte precisamente de este problema:
¿Cómo se puede abordar una argumentación con alguien, cómo se puede argumentar contra la tesis de alguien cuando no hay acuerdo con él en los principios fundamentales? ¿Cómo podrían demostrar argumentativamente dos ideologías o religiones distintas, la una a la otra, la verdad de los propios dogmas y la falsedad de los del otro? No pueden. Argumentar presupone una base de argumentación, y la discusión trata precisamente sobre esa base (Schleichert, 2004, p. 59).
Esto quiere decir que apelar a valores y a principios que no son aceptados por la otra parte desconoce que la argumentación (o el discurso retórico) supone una base de argumentación común, y que un intento de diálogo con alguien que se identifica con una ideología o forma de pensamiento totalmente contraria se basa en ilusiones o falsas expectativas sobre las posibilidades reales de desarrollarlo por medios racionales (cfr. Schleichert, 2004, pp. 59-61).15
Una discusión de este tipo es un claro ejemplo de lo que Pearce y Littlejohn (2016) llaman “conflicto moral”. Éste se presenta cuando chocan personas profundamente comprometidas con mundos sociales incompatibles, esto es, órdenes morales inconciliables, y no comparten un procedimiento común para manejarlos. Estos conflictos morales tienen cuatro características: son intratables, pues no sólo se alimentan a sí mismos, sino que se perpetúan de forma deliberada; son interminables, llenos de interrupciones que impiden avanzar debido a las malas interpretaciones y percepciones que se tienen del otro; los discursos que se exponen son moralmente débiles, puesto que los oponentes terminan irónicamente imitándose; y, por último, los discursos empleados son retóricamente débiles, en tanto no dan cuenta de manera acertada de los órdenes morales de sus adversarios, sino que se recurre con frecuencia a descripciones ofensivas (cfr. Pearce y Littlejohn, 2016, pp. 81 y 105-116).
Los fanáticos son frecuentemente protagonistas de discusiones que reflejan conflictos morales profundos y que, en la mayoría de las veces, terminan desencadenando la violencia. Como señala Oz, “un fanático es una persona que de ningún modo cambia de opinión y de ningún modo permite que se cambie de tema” (Oz, 2017, p. 39); por otro lado, los fanáticos pueden cometer actos violentos porque, paradójicamente, son seres tan “altruistas” que en su afán de salvar el alma de los que consideran infieles o que están en el error, terminan reconociendo que están frente a un caso perdido, al cual deben eliminar.
Suele enfrentarse al fanático apelando a cosas como los derechos humanos, los valores democráticos o la libertad de conciencia o de expresión. Sin embargo, estos intentos no sólo fracasan, sino que además pueden llevar a la exacerbación de la violencia, que se traduce en el maltrato de aquéllos que el fanático clasifica como enemigos de su doctrina. Según Schleichert, cuando se intenta confrontar al fanático de esta manera, se está haciendo una “crítica externa” o “crítica fundamental”. Allí, toda discusión se resume en la expresión “lo que crees es falso” (cfr. Schleichert, 2004, p. 123). La crítica externa se convierte, entonces, en una refutación mutua de los principios que subyacen a toda ideología. Y de ahí a la violencia hay sólo un pequeño paso.
Sin embargo, existe también la posibilidad de enfrentar desacuerdos como éstos, haciendo nuevas interpretaciones, o seleccionando textos que establezcan los principios ideológicos del fanático, con el fin de iniciar discusiones que terminen por convencer de posibles errores de lectura cometidas por él.16
Esto es lo que Schleichert denomina “crítica interna”, la cual es realizada por alguien ubicado en la misma orilla ideológica y comprometidoconladoctrinaquesigueelfanático. Lacríticainternatiene ciertas ventajas frente a la externa, pues no se ataca toda la dogmática que sigue el fanático, sino que da cuenta de algunos errores de interpretación y, dada la sinceridad con la que se expone, no puede ser tomada como un ataque escéptico que atenta contra los principios fundamentales que se defienden. No obstante, tiene también desventajas: la primera es que siempre es posible discutir con acierto sobre las interpretaciones y, en segundo lugar, la identificación de inconsistencias, contradicciones y errores en la interpretación de ciertas partes de los textos que establecen los principios son tan sutiles como incomprensibles para un público más amplio (cfr. Schleichert, 2004, p. 96).
Hay veces que la crítica interna es necesaria por razones estratégicas, pero es fácil sobreestimar su eficacia. Presupone lectores formados, adoctrinados en la dogmática de la que se trate, y eventualmente deriva hacia recónditas disputas exegéticas que ni pueden dirimirse de forma objetiva ni tienen interés para un público amplio. Incluso cuando tienen éxito, la crítica interna no ofrece ninguna garantía para el futuro (Schleichert, 2004, p. 97).
A pesar de las ventajas manifestadas, la crítica interna es, para Schleichert, sólo una vía intermedia que no resuelve el problema de la violencia que puede ejercer el fanático en cualquier momento. Es una posición estratégica audaz, pero que no nos lleva hacia la superación total de la ideología que impulsa la intolerancia.
La solución que propone Schleichert es la de practicar estrategias de argumentación subversiva.17 Ésta es definida como una forma de argumentación que sirve para “traer a colación los principios inatacables, en cuanto verdaderos, de la ideología atacada” (Schleichert, 2004, p. 122). La argumentación subversiva no busca demostrar ni contraargumentar algo. Parte de la idea de que una ideología no se refuta y que se le ataca mostrando ad oculos todos los detalles que la componen. También muestra otras posibilidades de pensamiento, pero no pretende proponerlos como verdaderos, pues sus argumentos no son concluyentes en el sentido lógico.
Las bondades de la argumentación subversiva son enumeradas por Schleichert, así:
El procedimiento subversivo relaja tensiones y fijaciones psíquicas. Sugiere que las cosas quizá sean distintas o que pueden verse de forma distinta, supera la limitación de la mirada. Ayuda a contemplar con mayor agudeza las consecuencias de la ideología, enseña a considerar las ideologías desde el exterior, muestra que muchas veces es posible sustituir milagros y mitos por explicaciones sencillas y, sobre todo, llama a las inhumanidades por su nombre, en vez de cubrirlas con un velo religioso o ideológico. Pero no formula la pretensión de refutar una ideología o una religión (Schleichert, 2004, pp. 122-123).
A diferencia del crítico (externo) que niega la ideología del contrario para exaltar la propia, o del crítico (interno) que comienza su argumentación aceptando inmediatamente la ideología que criticará, el subversivo nunca se manifiesta como un adepto o seguidor de una ideología en particular, pero tampoco se muestra como un incrédulo frente a los demás. Es por ello que la argumentación subversiva no tiene la forma de la crítica del tipo “lo que crees es falso”; más bien tiene la forma “te voy a mostrar qué es lo que crees realmente” (Schleichert, 2004, p. 123).
En principio, el objetivo de una argumentación subversiva es lograr, a largo plazo, que los principios que el fanático defiende se vuelvan obsoletos o terminen siendo olvidados por su renuncia gradual a seguir defendiéndolos:
Aparentemente, con la argumentación subversiva no se da con el “meollo de la cuestión”, sino que se ponen de manifiesto cosas que admite el creyente y, sobre todo, el fanático, pero que ni uno ni otro consideran decisivas. Y además, desde el punto de vista lógico, suelen tener razón. Se le demuestra al creyente, por ejemplo, cuántas fabulaciones, mentiras y buena fe acrítica entran en juego en los relatos de los milagros. Esto puede mostrarse, y el creyente solo contradirá con tibieza. Pero al mismo tiempo, eso no modificará en nada su posición básica, a saber: que los milagros son posibles en todo momento y que de hecho se han producido con frecuencia. A pesar de ello, la alusión a los múltiples engaños con los que nos topamos aquí no es ineficaz a largo plazo. No es un argumento concluyente, sino subversivo; la fe en los milagros no queda refutada de este modo, pero un día acaba siendo obsoleta (Schleichert, 2004, p. 123).
Ahora bien, ¿cuáles serían los procedimientos o recursos propios de una argumentación subversiva? Antes de responder a la pregunta, cabe anotar, en primer lugar, que Schleichert advierte que siempre hay que tomar en serio al adversario, pues cualquier ideología, por inocua que parezca, puede convertirse en fundamentalista si sus partidarios o representantes más importantes pasan de ser simples creyentes a apelar, a través del discurso, al terror, la deshumanización y la criminalización del adversario, y a justificar el uso de la violencia por motivos nobles (cfr. Schleichert, 2004, pp. 78-93). De hecho, considera que “el fanatismo parece, igual que la crueldad, firmemente arraigado en los seres humanos y siempre encuentra una forma de expresión adecuada” (2004, p. 65). Tomar en serio al adversario es, entonces, no sólo conocer las modalidades más comunes de argumentación usadas para atizar la intolerancia contra los que tienen creencias o formas de pensamiento distintas, sino asimismo identificar a tiempo elementos de la ideología, como lemas, planes o acciones aparentemente benévolos o insignificantes, pero que terminan convirtiendo a sus adeptos en extremistas capaces de prender hogueras. En ese sentido, la propuesta de Schleichert podría asumirse no sólo como curativa o reactiva, sino también profiláctica (cfr. 2004, pp. 127-129).
En segundo lugar, Schleichert hace una distinción entre “tolerancia clásica” y lo que denomina “tolerancia subversiva”. La primera es la que todos conocemos, y consiste básicamente en aguantarse o soportar al otro, a pesar de que no se esté de acuerdo con sus creencias, las cuales nos producen escozor, resentimiento o indignación. En ese sentido, esta tolerancia es antinatural, pues obliga a contener nuestra inclinación de realizar cualquier acción que vaya dirigida a responder ante las molestias que nos ocasiona el otro y a querer contraargumentar las creencias del contradictor. Esta tolerancia mantiene la idea sobre la existencia de verdades únicas y absolutas, y la necesidad de eliminar aquellas opiniones engañosas o falsas; pero también puede generar una coexistencia pacífica de posiciones contradictorias, conduciendo así a un relativismo que equipara como válidas todas las posiciones (cfr. Schleichert, 2004, p. 155).
La segunda, la tolerancia subversiva o posclásica, apunta a la eliminación de la posesión efectiva de verdades absolutas. Si bien existe la verdad -en un sentido objetivo-, no existe una verdad que pueda extraerse como resultado de una disputa entre defensores de ideas opuestas. Más bien, el crítico subversivo asume que existen posiciones contradictorias, que se encuentran en el error o son igualmente absurdas, y dado que se carece de métodos para saber a ciencia cierta quién tiene la razón, no tiene sentido perder el tiempo en dichas disputas.
Para Schleichert, la figura más representativa de la argumentación subversiva es Voltaire,18 quien propone, en el Diccionario filosófico, una mejor definición de tolerancia: “¿Qué es la tolerancia? Es el don más preciado de la humanidad. Todos nosotros estamos llenos de debilidades y errores; perdonémonos mutuamente nuestras estupideces. Esa es la primera ley natural” (citado por Schleichert, 2004, p. 157). Esta nueva forma de comprender la tolerancia desestimula el uso de una argumentación basada en la objeción de las premisas del contrario, pero también evita caer en el desinterés o la indiferencia frente a posiciones fundamentalistas, que deben ser atacadas porque, por su naturaleza, es muy probable que pongan en peligro la paz social. Ninguna de estas estrategias pretende llegar a la exposición de unos argumentos concluyentes que permitan refutar y, por ende, vencer los principios que defiende el fanático para que modifique de manera inmediata su posición, sino que de lo que se trata, y en esto insiste Schleichert, es de llegar a que dicha ideología vaya gradualmente siendo olvidada, obsoleta, como ha ocurrido con otras en el pasado (cfr. 2004, p. 124).
El fanatismo se caracteriza por el uso de estrategias argumentativas que van en favor de la intolerancia. En primer lugar, expone la supuesta peligrosidad de los herejes, apóstatas o contradictores porque ponen en duda la capacidad constriñente de la doctrina misma, es decir, la posibilidad de que sea aceptada por sí misma como verdadera. En segundo lugar, el fanático, como poseedor de una verdad única, se atribuye el papel de sacar del error a aquellos que juzga inferiores o que no tienen la suficiente voluntad como para ver el error; para ello utiliza el terror, que estima siempre como legítimo y necesario, para reconducir las costumbres.
Un tercer elemento que caracteriza al fanático es la explotación de un relato basado en las persecuciones de las que fue víctima en el pasado; además, justifica el uso de la violencia contra otros, pues los considera merecedores de dicha suerte. En efecto, los fanáticos tienden a criminalizar y a deshumanizar a los contradictores.
El fanático nunca describe a su oponente como una persona reflexiva en busca de la verdad; siempre se trata de criminales, monstruos, dementes. El disidente recibe el marchamo de delincuente común, por lo que su persecución pierde la mala nota de lo extraordinario (Schleichert, 2004, p. 73).
Enfrentar argumentativamente al fanático no sólo es una tarea difícil, sino peligrosa. En el Diccionario, Voltaire señalaba que ni las leyes han sido capaces de impedir los ataques de ira de los fanáticos. Cuando se pone por encima al Espíritu Santo, no hay ley que valga. “¿Qué responder a quien os dice que prefiere obedecer a Dios que a los hombres, y que, por consiguiente, está seguro de merecer el cielo degollándoos?” (Voltaire, 1967, p. 186).
El fanático es constantemente entrenado por otros para que sienta odio por los que piensan distinto. Voltaire señalaba que, por lo general, son los bribones los que ponen el puñal en las manos de los fanáticos (cfr. 1967, p. 186); además, son entrenados para no pensar lo que dicen. Cuando Tiburi (cfr. 2018, p. 37) expone que el autoritarismo es citacionista quiere decir que busca que las personas, al discutir con otros, repitan las ideas fabricadas y lanzadas por la propaganda sin que piensen su contenido. Esos clichés o frases prefabricadas que se repiten hacen que quien las exponga no haga el esfuerzo por analizar y explicar su sentido a otros; son unos “tontos tópicos” que alientan a la pereza intelectual y al gregarismo (cfr. Arteta, 2012). Schleichert confía en que la argumentación subversiva, basada en mostrar ad oculos lo que el fanático acepta ideológicamente, tenga cierto grado de eficacia.
Veamos, entonces, algunos de los recursos que forman parte de esta estrategia
1. Exposición amplia y detallada de las creencias. En el caso de los relatos sobre los milagros que defiende la fe cristiana, Schleichert muestra cómo Voltaire (cfr. 1967, p. 186), en lugar de plantear objeciones sobre su veracidad, se esfuerza más bien por exponer con detalle todo lo que implica este tipo de creencias:
Todo en la historia del diluvio es milagroso […] un milagro, que las aguas subieran quince codos por encima de las montañas más altas; un milagro, que hubiera compuertas en el cielo, así como puertas y agujeros; un milagro, que todos los animales acudieran al arca desde todas las partes del mundo; un milagro, que Noé encontrara algo con lo que alimentar a sus animales durante seis meses; un milagro, que a todos en el arca les bastara con sus provisiones; un milagro, que la mayoría de los animales no muriera allí; un milagro, que encontraran algo que comer una vez que salieron del arca […] (citado por Schleichert, 2004, p. 169).
Voltaire adopta aquí un papel de creyente; no hace una crítica externa o interna, sino que acepta este pasaje de manera irónica, disimulada, mostrando una enumeración exhaustiva de los milagros, lo cual resulta embarazoso, incluso para el creyente más fiel. En realidad, lo mencionado en el pasaje se vuelve cómico, caricaturesco y mina todo intento de aceptarlos por medio de la razón o de que sean evidentes, como finalmente es la pretensión de todas las ideologías.
Verdaderamente, sería necio explicar la historia del diluvio, puesto que esta es la cosa más milagrosa de la que jamás se haya tenido noticia. Se cuenta entre esos enigmas que no se ponen en duda en virtud de la fe; pues la fe nos hace creer lo que la razón no puede creer… lo que es un milagro más. Así la historia del diluvio universal es como la torre de Babel, la burra de Bileam, la caída de Jericó por el sonido de las trompetas, la del agua que se convirtió en sangre, la del paso del Mar rojo y todos los demás milagros que dios hizo por amor a su pueblo elegido; hay ahí profundidades que no puede sondear el espíritu humano (citado por Schleichert, 2004, p. 170).
2. Dibujar el ideal. Consiste en conceder los principios del fanático con el fin de sacar a la luz los absurdos y las brutalidades de los dogmas y mostrar de manera despiadada sus consecuencias últimas. Funciona para obligar a viejos y neófitos defensores de una ideología o religión a que dejen de ocultar y acepten de forma clara su posición frente a todos los elementos que configuran su dogmática. Si bien no logra debilitar la ideología, sí hace posible que se desapasione la discusión para concentrarse en problemas reales.
Schleichert lo explica del siguiente modo: sacar a la luz un pasaje de la Sagrada Escritura, como “Quien levanta su mano contra su padre debe morir. Quien maldiga a su padre o a su madre, será condenado a muerte” (Levítico 20: 9, citado por Schleichert, 2004, p. 135); luego, leerlo en voz alta y clara, para preguntar lo siguiente: ¿de verdad queréis que los mandamientos de vuestra Sagrada Escritura se lleven a la práctica?
¿Cuántos niños habría que matar para hacer cumplir este mandamiento? La mayoría de las veces se prefiere pasar por alto partes de lo que está escrito en los textos de una religión o ideología; pero una vez son expuestos a la luz de la discusión, son defendidos alegando que han sido sacados de contexto o que no deben leerse literalmente. Sin embargo, el crítico que enfrenta al fanático debe mantenerse en su posición de que lo que exhibe no es un invento ni hay ninguna manipulación de su parte, y que se esfuerza por exponer los hechos y principios de manera franca.
3. Relativización subversiva. Esta estrategia busca poner en duda el carácter único y la posición privilegiada de la ideología en cuestión. La compara con otras ideologías que también tienen la misma pretensión y presenta al fanático la existencia de alternativas ideológicas reales que desconocía o simplemente había olvidado o no tenido en cuenta. En esa medida, su función es ampliar las perspectivas, forzando al fanático a abandonar su punto de vista geocéntrico.
Un ejemplo de relativización subversiva puede verse en el texto de la entrada de la Enciclopedia de Diderot y D’Alembert sobre el fanatismo. Allí, los ilustrados intentan mostrar que ninguna religión, incluida la cristiana, es propietaria exclusiva de la verdad. Veamos una parte de lo citado por Schleichert:
Imaginemos un gran edificio redondo, un panteón con mil altares, y en el centro un creyente de cada una de las sectas extintas o existentes a los pies de la deidad que adora a su modo, en todas las extrañas formas que la fantasía haya podido concebir… Mirad cómo salen del templo, llenos del dios que les mueve, y cómo extienden por la Tierra el horror y la ilusión. Se reparten el mundo, que pronto arde por los cuatro costados; los pueblos escuchan y los reyes tiemblan […] (Schleichert, 2004, p. 162).
4. La risa, la caricatura y el apaciguamiento del temor. Schleichert muestra cómo la risa siempre ha sido fuertemente rechazada por las ideologías y religiones. La risa siempre abre un espacio al pensar y a la crítica, pues relaja las tensiones generadas por el temor, sobre el cual el fundamentalismo se fortalecerse.
En el caso de la caricatura, se busca con ella representar, de manera acentuada, los hechos que defiende el fanático. Podría decirse que esta opción no es, sin embargo, del todo preferible, dado que la caricatura, y la risa misma, pueden motivar el uso de la violencia o las agresiones. No hay que desconocer que las bromas y caricaturas publicadas en Charlie Hebdo provocaron la ira de comunidades musulmanas en muchos países y desencadenó el atentado contra el periódico en 2015, en el cual fueron asesinadas doce personas.
No obstante, no es este tipo de caricatura la que propone Schleichert, pues la argumentación subversiva no pretende la descalificación frontal del contradictor ideológico, como se hace desde la “crítica externa”, sino mostrar la escasa importancia que significa mantener esas disputas (cfr. Schleichert, 2004, pp. 124, 163-165).
Una forma de evitar la reacción violenta del contradictor fanatizado sería mediante la aplicación del “método dulce de Epicuro”, cuyo objetivo es apaciguar el temor que sostiene su fundamentalismo activo. Según Schleichert (cfr. 2004, p. 166), este método sirve para explicar en qué consiste la benevolencia de los dioses y la inutilidad de considerarlos como justicieros o interesados en las acciones humanas, lo que lleva a mostrar que no son algo malvado que puede hacerles daño si dejan de seguirlos.
5. Trivialización y paralelismos. Quitarle la importancia a algo que el fanático valora como esencial sirve para quebrantar su confianza en aquello que cree. ¿Cómo se logra esto? Según Schleichert, dado que la trivialización no es el resultado de una operación lógica, sino que forma parte de un proceso de valoración subjetiva, el crítico podría, durante la disputa, simplemente poner en duda la importancia del asunto, pero, además, mostrar que existiría cierto consenso general en considerar que lo que se disputa no tiene caso. En otras palabras, se puede mostrar que “hay mucha gente a la que esta discusión enconada y sutil no le interesa en absoluto; ¿Por qué nos debería interesar a nosotros?” (Schleichert, 2004, p. 181).
La trivialización también puede hacerse mediante la exposición de paralelismos o comparaciones con otros casos similares, pero pertenecientes a contextos distintos. Así pues, cuando el fanático sostiene, por ejemplo, que la fe consiste precisamente en creer algo absurdo y que por ello su posición tiene más valor, el crítico puede enfrentarlo mostrando que si así argumentara, por ejemplo, un abogado para defender su causa, lo que lograría más bien sería perderla. Si bien estos dos casos difieren en tanto que el primero es de tipo espiritual, mientras que el segundo es de tipo terrenal, la sola comparación genera un efecto de incomodidad (Schleichert, 2004, p. 176).
De manera similar a la trivialización, también es subversivo defenderse de algo usando malas razones. Esta idea viene de Nietzsche, quien en La gaya ciencia (cfr. §191) afirmaba que “La forma más pérfida de perjudicar a una causa es defenderla intencionadamente con razones equivocadas” (citado por Schleichert, 2004, p. 182). Voltaire también usó este recurso para mostrarse como salvador de la religión, pero haciendo que, al mismo tiempo, su importancia cayera a un segundo plano, cambiando su fundamentación original: “La debilidad y perversidad de los seres humanos es tan grande que sin duda es mejor para nosotros cultivar todas las supersticiones posibles, siempre que no sean sanguinarias, que vivir sin religión” (citado por Schleichert, 2004, p. 182).
En su análisis sobre el fanatismo, Schleichert tomó como ejemplo las discusiones que se dieron el siglo XVII en torno a la intolerancia religiosa, con el objetivo de mostrar que cualquier ideología, como los nacionalismos, por ejemplo, carece de respeto por la humanidad y que fácilmente se extiende entre las personas si no se hace nada para detenerla a tiempo. La filosofía sería el antídoto, como lo veía Voltaire. La argumentación subversiva consiste en hacer que el otro se vea a sí mismo, que sea consciente de todo lo que implica defender principios intolerantes. Como lo anotamos al principio, Oz nos ofrece un buen ejemplo de este tipo de argumentación:
La historia de Sami Michael, que al parecer logró turbar o desconcertar por un instante al chófer que defendía la matanza de todos los árabes, demuestra hasta qué punto al fanático no le resulta cómodo imaginarse los detalles del acto que se presta fervorosamente a realizar. Él se siente cómodo con la consigna, con el titular, sin tener que reducirlo a gritos, súplicas, estertores agónicos, charcos de sangre, cerebros esparcidos por la acera (Oz, 2017, p. 47).
6. Conclusiones
A pesar de que tengamos cierta tendencia a preferir discutir con personas afines a nuestras creencias, es posible que debamos enfrentarnos intempestivamente con alguien que piensa radicalmente distinto a nosotros o a fanáticos dispuestos a hacernos entrar en su razón de manera violenta. La pregunta es: ¿estamos preparados para ello? No hay duda de que cuando se presentan estas situaciones, las consideramos difíciles, nos alteramos emocionalmente y evaluamos la posibilidad de que lo mejor sería huir, optar por el silencio o responder con violencia. No obstante, también está la posibilidad de tomar la palabra para intentar cambiar la situación y defender nuestra posición, buscando establecer una “discusión constructiva”, como la denominan Rancer y Avtgis (2006). Un breve párrafo de la Retórica de Aristóteles (1355 b 1-5), que pasa muchas veces desapercibido, señala que la retórica nos ofrece un medio de defensa diferente al uso de la fuerza corporal. Aunque valerse de la fuerza bruta es, en ciertas circunstancias, también legítimo, valerse del lógos para sortear una situación es mucho más específico del ser humano.
Tanto la propuesta de Breton como la de Schleichert pueden ser consideradas formas constructivas de discusión, que pueden ser puestas en práctica, a pesar de su aparente complejidad. La primera implica convertir en hábito un protocolo que mejora nuestra respuesta ante posiblesagresiones, graciaslapromocióndelaescucha, elreconocimiento del otro y la capacidad para tener el control de las emociones, que permite encontrar y exponer de la mejor manera los argumentos. La segunda nos invita a pensar el fanatismo y la intolerancia como un problema grave que padecen nuestras sociedades actuales y a intentar enfrentarlo a tiempo de una manera más eficaz a través de la argumentación.
Es cierto que muchos manuales tratan los temas de la argumentación de manera ligera, y de ahí la oposición de Van Eemeren y Grootendorst a este tipo de publicaciones; pero, como vimos en la primera parte, los aspectos de tipo circunstancial no pueden desatenderse cuando se estudia la argumentación. El valor de estos dos manuales radica en que si bien no proponen una teoría para la resolución de desacuerdos epistemológicamente irresolubles ni nos protegen de un ataque suicida o de un xenófobo presto a usar sus armas automáticas, sí ofrecen herramientas retóricas y modelos de conducta con las que se podría salir de una situación que puede tornarse intempestivamente agresiva. La retórica nos enseña que un buen orador es aquél que tiene la capacidad para responder espontánea y adecuadamente a este tipo de situaciones. Además, estas dos propuestas plantean una salida mediante la filosofía que, como señalaba Voltaire (1967), sirve de remedio para la enfermedad del fanatismo.