Una aproximación al tema de estudio
El punto de partida del pensamiento de Mises representa un intento analítico por superar los límites conceptuales de las dos fuentes principales de conocimiento moderno: el empirismo y el historicismo (cfr. Mises, 2012, 1986). A través de lo que se denomina “axioma de la acción” deduce, deproposiciones evidentespor símismas, un conjuntode “leyes praxeológicas” que se encuentran “plena, clara y necesariamente presentes en la mente humana” (2012, p. 29). Mises traslada la lógica de los juicios sintéticos (a priori) kantianos al ámbito de las ciencias sociales. Asumiendo una interpretación antropológica según la cual el hombre es un animal actuante homo agens, el método praxeológico conseguiría reconciliar la experiencia cotidiana sin verse engullido por un discurso irrealista sobre lo universal ni por el reduccionismo de la experimentación científica: “the experience of complex phenomena, which can never falsify any theorem in the way a laboratory experiment can do with regard to the statements of the natural sciences” (Mises 1986, p. 42).
Hasta qué punto la praxeología en Mises está facultada para alcanzar su objetivo es algo que depende en última instancia de la naturaleza del objeto en cuestión. Siendo la economía baluarte de las “ciencias de la acción humana” y estando dispuesta a algo más que a enunciados hipotéticos-inductivos y deductivos de magnitudes históricas (cfr. Mises, 1986), el éxito de su análisis depende de que aquellos axiomas que conducen a la acción se correspondan con la acción misma. El objeto de este trabajo busca arrojar luz sobre la capacidad del método praxeológico para predecir la dinámica que explica el proceso de cambio económico. Aunque tradicionalmente el debate ha girado alrededor de la ciencia económica, el concepto de “desarrollo (humano)” favorece elementos que determinan el contenido predictivo de nuestro objeto de estudio. Y es que “economía” y “desarrollo” son categorías complementarias pero no idénticas: la primera podrá “reducirse” transitoriamente - en su perspectiva ortodoxa de elección racional e individualismo metodológico- a juicios sintéticos a priori (cfr. Hoppe, 1987; Mises, 1986), mientras que la segunda no.
Aunque los conceptos de “desarrollo (humano)” y “economía” son utilizados indistintamente por el pensamiento ortodoxo, para nuestros propósitos toda precisión es poca. En la definición de Joan Robinson y Amartya Sen encontramos diferencias insalvables entre ambas disciplinas. Si entendemos por “economía” la disciplina facultada para optimizar los distintos usos alternativos de recursos escasos y por “desarrollo (humano)” aquellos estados que incrementan “las oportunidades reales para vivir una vida digna” (Sen, 2009, p. 134), nos toparemosconunadistanciainsuperable. Enladefinicióndeloeconómico la acción está contenida en el concepto de “justicia” paretiano (cfr. Sen, 2002); es decir, en atención a la impredecibilidad de los acontecimientos humanos -sostendrá Mises-, éstos pasan, desplazados de la esfera praxeológica, al reino de lo subjetivo. Sin embargo, cosa diversa ocurre cuando nos enfrentamos con el concepto de “desarrollo (humano)”. Ahí el fundamento reposa en lo que ignora la praxeología. En la teoría del desarrollo (humano) no son sólo los medios sino también los propios fines, así como la relación que se establece entre ambos, el cometido de su empresa: “el desarrollo o es una vida en libertad o no es auténticamente desarrollo” (Sen, 2002, p. 79). Mientras que en lo económico discutimos sobre una ciencia de la acción, en el desarrollo lo hacemos sobre la ciencia de las actuaciones. La consecuencia para el pensamiento praxeológico es evidente, pues resultaría problemático acceder a enunciados sobre la acción autoevidentes -juicios sintéticos a priori- cuando lo que se predica del desarrollo no es la acción (a priori) sino las actuaciones (a posteriori).Aunque elloparezcaunproblemasemántico, susimplicaciones son más profundas. Es altamente cuestionable que el concepto de “desarrollo” pueda compartir una serie de certezas apodícticas provistas por la cadena de razonamientos praxeológicos cuando aquello que lo llena de contenido está en función de un juicio moral determinado -el desarrollo como necesidad, libertad, equidad, etcétera (cfr. Nussbaum, 2012; Sen, 2009)-. Un examen que, por otra parte, es lo opuesto a lo autoevidente en Mises, pues coloca sobre sí la certeza de que su realidad nunca llega a agotarse en las leyes axiomáticas (piénsese en el teorema de la utilidad marginal, el individualismo metodológico, etcétera) y sí en el modo de enfrentarse a tales acontecimientos -la libertad para poder actuar realmente, por ejemplo (cfr. Sen, 2002)-.
La hipótesis que se pretende corroborar a lo largo de estas páginas tiene que ver con la supuesta incapacidad del método praxeológico para comprender, a partir del carácter explicativo de sus axiomas, el fundamento último del desarrollo. Para superar con éxito tal empresa es necesario realizar un examen previo sobre el mecanismo praxeológico. Una justificación que, por un lado, atiende directamente al proceso de deducción de los axiomas, según el cual, al tomar como verdadera una serie A, se acierta que todas las proposiciones que se deducen de ella tienen que ser verdaderas. Por otro lado nos encontramos con las características particulares de esos mismos axiomas. Este segundo aspecto es en el que se centrará la atención de este escrito, pues del primero sólo podemos inferir un registro lógico que en nada satisface la hipótesis general del trabajo.
Aunque los axiomas aparentan ser juicios autoevidentes, eso sólo es cierto desde un plano superficial. Cuando profundizamos en el asunto emerge una potente sustancia ideológica. Para identificarla, estudiaremos la estructura de tales axiomas tensionando su hipotético carácter praxeológico. Deduciremos cómo el método praxeológico es el resultado de un individualismo metodológico que somete la realidad económica a un reduccionismo incompatible con las posiciones epistémicas más próximas a los principios de diversidad que fundamentan el desarrollo (humano). El objetivo de todo ello es, en última instancia, reprobar analíticamente la capacidad del método praxeológico en Mises no ya en razón de su influencia para la ciencia económica sino según aquello que es específico para el desarrollo humano. De tales implicaciones se proporcionarán unos lineamientos de base hegeliana que provean, a partir del carácter dialéctico y de la noción de “Espíritu” (Geist), una alternativa analítica frente a este problema.
Límites de lo praxeológico en los estudios del desarrollo humano
En los estudios del desarrollo (humano) la experiencia es siempre deudora de enunciados generales, pues, en contraposición a otras ciencias, su destino no se agota en la instauración de teorías apodícticas sobre qué cosa se entiende por desarrollo (teoría de), sino que se expande hasta aquello que lo hace realmente posible (cooperación para). En otras palabras, una teoría no será propiamente de desarrollo si frente a un enunciado normativo -“el desarrollo es esto o lo otro”- no devela el modo en que la acción habrá de conducirse a tal fin. Además, debido a las características normativas de esta disciplina la instauración ex ante de una serie de enunciados universales que se autocumplen - praxeológicos- es altamente cuestionable (cfr. Jiménez-Castillo, 2017).
Aquello que determina lo que se entiende por “desarrollo” suspende el principio autoevidente de los axiomas, pero no en referencia a aquel contenido que Mises condensa en lo evidente de la acción humana -“The starting point of praxeology is the self-evident truth, the cognition of action, that is, the cognition of the fact that there is such a thing as consciously aiming at ends” (Mises, 2012, p. 5)-, sino a aquél que condensa en el conocimiento que de sus enunciados llegamos a inferir. De las categorías praxeológicas -teorema 3: los medios empleados para la satisfacción de las necesidades son escasos- no podemos extraer nada relevante a propósito de las causas de la acción humana. De ellas no se deduce ningún mecanismo que unifique las reacciones que conducen a la acción ni tan siquiera el propósito (normativo) que las llega a justificar. Estas implicaciones, que son, a fin de cuentas, las que dotan de sentido a toda acción humana, quedan desatendidas (cfr. Mises, 2012). Son éstas, y no otras, las carencias más determinantes que registra la praxeología de Mises. La acción humana no se consume bajo leyes praxeológicas como si de ellas se pudiera extraer un principio unificado de la acción encaminado a fines. De ese razonamiento sólo puede sobresalir un agente moral abstracto (homo economicus) en el cual uno supone la facultad para elegir con plena autonomía; sin embargo, el verdadero agente moral está enraizado en el mundo y no atrapado entre las trazas del sujeto que lo piensa. De la confusión para distinguir entre el protagonista de la acción y las causas de ésta se adivina una corriente metodológica (individualista) que desautoriza la lógica praxeológica y que logra identificar aquellos elementos que la hacen una verdadera teoría de la actuación.
Ahora bien, ¿cuáles son aquellas barreras en Mises que le impedirían deducir la dinámica del desarrollo (humano)? En esta primera parte del trabajo distinguiremos tanto algunos de los límites normativos como los límites epistemológicos del pensamiento praxeológico. En relación con el primer tipo de límites nos encontramos con tres serias dificultades.
La primera de ellas atiende al carácter instrumentalista de las leyes praxeológicas. Al enfatizar Mises que la praxeología es una ciencia de medios y no de fines se niega de facto cualquier facultad para identificar el sentido normativo de tales axiomas; es decir, se rechaza a priori toda teoría de justicia social. Empero, esto no implica que el juicio sobre el valor de las acciones esté ausente en la ciencia praxeológica. Un fuerte utilitarismo de acción corroe el contenido mismo de los axiomas (cfr. Sen, 2002). Por otro lado, al concentrarnos en los medios se olvida de facto que buena parte de su contenido procede de los fines, pues dos medios semejantes no lo son si los fines de uno y otro difieren: “el valor intrínseco de toda actividad no es un motivo adecuado para ignorar su relevancia instrumental” (Sen, 1999, p. 92). Por último, pero no menos importante, la razón instrumental, unida al principio liberal miseniano, pone en contradicción la concepción normativa de lo praxeológico, ya que en la tradición de combinar ambos principios -libertad y utilidad- se entorpece la expresión de sus diferencias y contradicciones una vez que se niega la facultad para hacer de la libertad un fin en sí mismo (cfr. Sen, 2002).
La segunda de ellas hace mención de la imposibilidad para realizar comparaciones interpersonales de bienestar. Si la praxeología es una ciencia de medios y no de fines, toda equivalencia entre agentes queda restringida al cálculo instrumental. Si los fines son resultados insensibles a la influencia de la praxeología, no puede existir, por tanto, ningún medio que facilite la realización de esas comparaciones y con ello la obtención de información que revele el grado en que una o muchas acciones se vean beneficiadas o perjudicadas. Si ésta desaparece, todo criterio de imparcialidad queda en suspenso.
El tercero de los límites tiene que ver con el abandono de todo juicio acerca del bienestar personal. Una teoría de desarrollo (humano) no puede garantizarse si no es posible extraer información sobre la satisfacción real de los agentes. En el método praxeológico el bienestar queda restringido a lo siguiente:
Manejamos el término felicidad en sentido meramente formal. Para la praxeología, el decir que “el único objetivo del hombre es alcanzar la felicidad” resulta pura tautología, porque, desde aquel plano, ningún juicio podemos formular acerca de lo que, concretamente, haya de hacer al hombre más feliz (Mises, 1986, p. 37)
Si se entiende el desarrollo como felicidad se dificulta cualquier ejercicio destinado a la comparabilidad. Resulta implausible establecer una teoría del desarrollo si su fin está condicionado por el supuesto psicológico del “libre albedrío” (cfr. Mises, 1986; Rothbard, 1976). Incluso aceptando el subjetivismo de la felicidad aparecen dificultades de índole moral conducidas por el reto de valorar qué acciones son moralmente deseables y cuáles son efectivamente operativas, ya que si los fines son extraños al examen de los medios, en nada corregiría lo praxeológico, por ejemplo, la posibilidad de que la felicidad de un agente genere externalidades que cercioren o favorezcan la felicidad de un tercero.
Atendiendo a las debilidades de índole epistemológica advertimos que los axiomas de la acción vienen condicionados por un fuerte individualismo ideológico que, en última instancia, tensiona la legitimidad de su ejercicio predictivo. Autores como Rothbard son concluyentes a este respecto cuando afirman: “only an individual can adopt values or makes choices; only an individual can act” (1976, p. 73). Empero, agotar el contenido de la acción en el pensamiento de su protagonista implica una serie de incongruencias cuyo alcance apunta a los determinantes últimos de la acción; fenómenos que no son, como sostiene Mises (cfr. 1986, p. 78), entes “colectivos que puedan ser fácilmente descritos y analizados desde el individuo” o incluso simples “conceptos metafísicos” (cfr. Rothbard, 1976), sino fundamento para su funcionamiento. En este sentido, Mises no tiene más remedio que restringir la realidad, y con ello el sentido de justicia social, a un principio social de la individualidad débil, incapaz de inferir fenómenos que trascienden la propia esfera del individuo y que, sin embargo,condiciona fuertemente sus actuaciones:
He who addresses fellow men, who wants to inform and convince them, who asks questions and answers other people’s questions, can proceed in this way only because he can appeal to something common to all men-namely, the logical structure of human reason (Mises, 1986, p. 35).
Esta estrategia, cuyo fin no es otro que garantizar la veracidad del individualismo metodológico, pretende, sin reconocerlo, confundir conceptos. Para ello, lo praxeológico aspira a igualar el individualismo metodológico con el individualismo ético como si de elementos equiparables se tratase. En Mises es factible el primero desde un principio normativo que acepte la pluralidad del segundo. A fin de cuentas, aduce el filósofo austriaco que la estructura lógica desde la que se deducen las leyes praxeológicas es resultado de una razón universal y, por tanto, plural. Sin embargo, algo errado se desprende de esta deducción que en Mises pasa desapercibida. El pluralismo ético al que alude el autor se refiere a la identidad colectiva de los valores individuales y no a los fundamentos que sostienen esa identidad (que da por hecha): “el individualismo es incapaz de explicar el surgimiento, la decadencia o la existencia de los sistemas sociales de cualquier tipo” (Mises, 1986, p. 85). En particular, no favorece ninguna de las nociones centrales de las ciencias sociales (cfr. Bunge, 1996). A pesar de que el principio individualista en el sistema praxeológico está facultado para advertir situaciones de agravio social (como, por ejemplo, por qué un deshabilitado requiere de una mayor dotación de recursos para adquirir las mismas oportunidades que los demás), no está facultado para explicar, en cambio, de qué manera la sociedad se lo dificulta (en términos de privación de oportunidades, por ejemplo). En otras palabras, no está en condiciones de abrazar aquellos fenómenos que afectan la conducta real del individuo y que exceden su capacidad para identificarlo.
Si aquellos fenómenos por los que las acciones son afectadas quedan restringidos al campo de la acción individual, no podrán ser valorados a la hora de favorecer aquellas reacciones (normativas) que determinan tales actuaciones. Esto impedirá juzgar el alcance moral de su conducta y, por ende, el nivel de desarrollo humano experimentado. Hacer x sin importar que otras alternativas existan impide identificar si la resolución de la acción viene motivada por la libertad que garantiza un régimen político democrático o por la censura de otro autoritario.
¿Son las leyes (praxeológicas) de la acción enunciados universalmente válidos para explicar la naturaleza del desarrollo (humano)?
El fundamento último de las categorías de la acción humana (praxeología) descansa en la necesidad de generar conocimiento estable y duradero a partir de ciertas impresiones grabadas en la mente humana y reveladas intuitivamente como verdades autoevidentes. Este interés responde a la necesidad de generar un conjunto de leyes que sean tan universales como para salvar el reduccionismo de la experimentación científica (cfr. Mises, 2012) y tan racionales como para sortear el subjetivismo de las corrientes historicistas (cfr. Hoppe, 1987). Más allá del éxito con el que Hoppe celebra la superación en Mises del idealismo kantiano -“Kant dio pistas para la solución del problema […], sin embargo, fue Mises quien trae esta idea al primer plano” (cfr. 1987, p. 19)- la, verdadera cuestión atañe a la validez universal de los juicios autoevidentes. O digamos, formulándolo hipotéticamente, ¿sería posible deducir leyes generales sobre la naturaleza del desarrollo (humano) contenidas en las categorías de la acción a partir de juicios autoevidentes? Mises responde afirmativamente cuando sostiene como indefectible verdad autocontenida el principio de acción humana:
The starting point of praxeology is the self-evident truth, the cognition of action, that is, the cognition of the fact that there is such a thing as consciously aiming at ends. [...] The truth of this cognition is as self-evident and as indispensable for the human mind as is the distinction between A and non-A (Mises, 2002, pp. 5-6).
Sin embargo, esa self-evident truth a la que hace referencia no puede presentarse por sí misma ni como fundamento de enunciados ni como deducción de los mismos, pues lo autoevidente sólo ocurre desde una conciencia pensante, una conciencia que nace inscrita bajo unas coordenadas históricas específicas y que el mismo Mises se encarga de recordar pero no de aplicar: “la naturaleza humana tal y como se encuentra en esta era de cambios cósmicos no existió desde el comienzo ni permanecerá para siempre” (2012, p. 25). Por un lado, Mises afirma la inmutabilidad de la estructura lógica y praxeológica de la mente humana; sin embargo, nada en ella puede llevarnos a desentrañar las coordenadas que rigen la actuación. Esto disuelve todo conocimiento cierto a las bases performativas de un discurso que se presenta “aplicable a todas las constelaciones praxeológicamente idénticas del pasado y futuro” (Mises, 2012, p. 108) y que, sin embargo, oculta un sustrato epistemológico determinante; esa conciencia que piensa lo “autoevidente” lo hace desde un racionalismo economicista rational choice conformado sobre los conceptos de “preferencia temporal” y de “utilidad marginal”, que son la base nuclear de las leyes de la acción (cfr. Zanotti, 2004).
La primera de las consecuencias que se derivan al desenmascarar tal componente ideológico radica en la precaria universalidad de los axiomas praxeológicos. Con ello se anula la posibilidad de hallar enunciados que sea definitivos, enunciados que el hombre no pueda concebir de una manera diferente. De este primado se alimentan otras dos consecuencias para el método miseniano: por un lado, la supuesta inestabilidad analítica de los axiomas; por el otro, la supuesta naturaleza económica de lo praxeológico.
Con referencia al primero de éstos, cuando Mises aduce que la acción humana es siempre racional no está considerando un tipo de racionalidad completa, sino restringida e incompatible con la facultad para desentrañar los motivos últimos de la misma acción racional. Por un lado, simplifica toda acción a un acto de elección racional: “la acción por tanto, siempre y a la vez es preferir y renunciar” (Mises, 2012, p. 37). Pero no toda acción implica necesariamente un deliberado esfuerzo de mejora. Mises olvida que los motivos de la acción no siempre están orientados a la elección entre preferencias y que sus causas en buena medida son resultado de hábitos y conductas irreconocibles para los protagonistas (cfr. Sen, 1999).
Otra de las limitaciones del método praxeológico tiene que ver con el irrealismo del supuesto de la acción. Ni toda acción termina en elección ni toda elección se resuelve desde el principio de elección racional (rational choice) Del irrealismo de este supuesto se extiende una doble crítica a Mises. Una, en primer lugar, en términos de razón de los axiomas, pues no toda acción racional es una razón maximizadora según la cual de aquélla se extrae un conocimiento preciso de las relaciones entre acontecimientos ajustados a la maximización de su uso:
We must simply establish the fact that in order to act, man must know the causal relationship between events, processes or states of affairs. An only so far as he knows this relationship, can his action attain the ends sought (Mises, 1986, p. 26)
Los avances en el campo de la economía del comportamiento apuntan hacia formas de actuación que permiten cuestionar el principio de racionalidad económica en Mises. Aducen, como resultado de una extensa bibliografía, que la acción se apoya en procesos de noracionalidad (clásica) ya sea porque lo racional de la conducta está ausente en los supuestos racionales de la acción (cfr. Zak y Stanton, 2007) o porque el aprendizaje de los mismos se restringe a un saber sensible (Smith, 1999). La segunda de las objeciones a la elección racional apunta al principio de razón autointeresada, el cual abre el camino a la deducción de los axiomas, un aspecto que la praxeología no define pero del que se aprovecha. Que el principio de autointerés pueda conducirse hacia prácticas altruistas ajenas a la maximización de ganancias -el quinto teorema de la praxeología sostiene que el acto de valoración es subjetivo- altera la coherencia de los principios de actuación. Tal como expone Gil Calvo en Problemas de la teoría social contemporánea, el principio de autodeterminación presenta notables impedimentos para deducir, de aquellos principios, fundamentos de la acción de tipo praxeológicos, ya sea por motivos empíricos -la intencionalidad como predicado de la acción-, lógicos -contradicción entre los actos y sus intenciones- o explicativos -no siempre se anteponen causas finales sobre las eficientes-.
Resta examinar, finalmente, la consistencia de la supuesta validez universal de las leyes praxeológicas en razón de la cual se pretende “reducir a la idea a priori de regularidad en la sucesión de todos los fenómenos observables del mundo exterior” (Mises, 1996, p. 49). Reconducir la acción humana en un lenguaje apriorístico -“todo lo que podemos decir sobre la causalidad es que es a priori no solo en el pensamiento humano sino también en la acción humana” (Mises, 2012,p. 49)- restringe la acción a un conglomerado de especulaciones. Aunque acción y actuación comparten una misma raíz semántica, de las leyes de la acción no se puede inferir ninguna actuación, pues el resultado es siempre superior a lo pensado. También se muestra infructuoso para librarse del matiz psicológico que impregna a los axiomas. Aunque Mises intente negarlo al argüir que “nuestra ciencia se ocupa de la acción humana y no de los fenómenos psicológicos capaces de ocasionar determinadas actuaciones” (1996, p. 36), todo queda en una declaración de intenciones. Según Mises, los axiomas no son de contenido psicológico, pues se precipitan a la elección en términos lógicos. No obstante, esa supuesta lógica queda invalidada, ya que la elección es, en definitiva, la cristalización de una serie de reacciones conducidas por las expectativas de las leyes y las oportunidades que proporciona la experiencia.
Al examinar la naturaleza de lo praxeológico a la luz de la elección racional, nos encontramos con la imposibilidad de los juicios autoevidentes cuya existencia Mises defiende. Por ejemplo, de la obra de Bowles y Gintis (2007) extraemos que la figura del homo economicus no se expresa en forma de ente trascendental, sino como el resultado de una coevolución genética y cultural ligado a fuertes coordenadas antropológicas. De los juicios autoevidentes no se puede sostener el primado de universalidad que Mises afirma de los enunciados praxeológicos, pues lo autoevidente de la acción es siempre superado por un marco psicológico sobre las preferencias personales que, a su vez, condicionan el futuro de las actuaciones con base en aquello que llegamos a preferir realmente. Estas preferencias no se encuentran fijadas de antemano sino que evolucionan con base en las circunstancias desde las que se desenvuelven las necesidades y los medios para satisfacerlas.
La teoría de la elección racional que sirve de base a las tesis praxeológicas es inconsistente con las prácticas del desarrollo (humano). El principio de razón autointeresada restringe la tarea de la comparación interpersonal a una ponderación de corte paretiano (principio de ordenación mediante la suma), lo cual desatiende al carácter normativo ligado al nivel de satisfacción realmente alcanzado. Ello es perjudicial en razón de un profundo desconocimiento sobre lo realmente elegido que impide juzgar el grado de libertad (recordemos la idea del desarrollo como libertad) con la que la acción se lleva a cabo realmente. La ausencia de criterios distributivos, sumada al reduccionismo de sus axiomas, nos lleva a plantear marcos epistémicos alternativos que no rechacen la aspiración universalista de la praxeología y que favorezcan, en cambio, la superación irrealista de sus supuestos.
Ideas para una visión hegeliana del desarrollo
El intento de la praxeología por superar el pobrismo del positivismo neoclásico y el idealismo de los juicios a priori llevó a Mises a establecer un tercero en discordia (categorías de la acción humana) que, al precio de alcanzar una supuesta universalidad en sus enunciados, renuncia al contacto con la experiencia. Sin el atributo de “universalidad” de los enunciados, la facultad para proveer conocimiento cierto y seguro se desvanece, pues lo que está llamado a ser autoevidente por sí mismo acaba siendo deudor del espíritu de su época (cfr. Scarano, 2004). Más que una reconciliación entre la lógica y la experiencia, lo que encontramos en Mises es una negociación entre ambas al entender que lo sensible y lo infinito se mantienen fijos e independientes uno del otro. Empero, la fuerza de tales juicios adquiere la forma de una impresión formada por percepciones inmediatas y no tanto por “ideas” ciertas y regulares. En este sentido, lo que hace realizables a las categorías de la acción humana no pertenece a las leyes de la acción, sino que es anterior y, en buena medida, independiente.
Por el lado de la experiencia nos encontramos con el enfoque de las capacidades humanas, desde el cual se favorece con una fuerza especial la diversidad de los modos de vida y no un universal que las unifique bajo un patrón común (cfr. Sen, 2009, 2002). Sin embargo, la filosofía de las capacidades también fracasa en el intento de reconciliar ambas posiciones, esto es, en edificar una teoría general del desarrollo desde la experiencia. Si bien la variable focal en Sen apunta a las oportunidades reales, es decir, a las actuaciones que los individuos pueden o no disfrutar realmente, su perspectiva cosmopolita desatiende a los criterios básicos y universales de justicia que dificultan la interpretación de lo que puede o no ser definido como desarrollo. Consciente de tales críticas (cfr. Nussbaum, 2002), rebajará sus pretensiones y asumirá que su andamiaje categorial es más producto de un enfoque (esto es, de un marco conceptual moral) que de una teoría general (cfr. Sen, 2009).
La filosofía hegeliana se vuelve oportuna a la hora de reconciliar lo universal de lo praxeológico con lo particular del enfoque de las capacidades; alcanza una comprensión tanto plural como imparcial de lo que se comprende y expresa por desarrollo (humano): “que no solo sea como substancia, sino como sujeto” (Hegel, 2017a, p. 132). Interpolando los juicios praxeológicos al carácter objetivo y universal de la substancia hegeliana y teniendo por sujeto el cosmopolitismo que arrastra el enfoque seniano (la diversidad apunta a lo particular de cada uno), la tesis hegeliana no sólo favorece una descripción ajustada del desarrollo sino también, y sobre todo, una descripción del desarrollo mismo. Mises se olvida del sujeto real -lo disuelve en uno trascendental a través de la facultad autoevidente de ciertos juicios- para poder sostener un sistema objetivo y predictivo. Sen, en cambio, acosado por el imparcialismo de Mises, se resguarda en las infinitas formas que manifiesta la libertad (como capacidad), sepultado así por el peso del relativismo gnoseológico. Ninguno de ellos logra determinar una teoría completa del desarrollo que se refiera a la realidad dada de forma objetiva y también a las circunstancias accidentales que afectan a sus protagonistas. Desde la perspectiva dialéctica en Hegel es posible describir un desarrollo como teoría y como praxis. La negatividad forma la base de ese movimiento dialéctico que enfrenta al actor (yo) con la substancia económica (lo otro, la naturaleza), y a partir de esa negación se reconstruye la unidad entre ambos:
Luego, la Substancia viviente es el Ser que es en verdad Sujeto, o lo que es igual, que no es por cierto objetivamente real sino en la medida en que la substancia es el movimiento del acto de postularse a sí mismo [Sichsebstsetzens] o la mediación [Vermittlung]consigo mismo del acto-de-devenir-otro-que-sí [Sichanderswerdens]. En tanto que sujeto, la substancia es la negatividad simple-o-indivisa [einfache] pura, y por eso mismo el desdoblamiento [Entzweiung] opositor [entgegensetzende], que es igualmente [wieder] la negación de esa distinción-o-diferenciación [Verschiedenheit] indistinta [gleichgültigen] y de su opuesto [Gegensatzes] […]” (Hegel, 1999, pp. 15-16).
Hegel se sirve del concepto de “Espíritu” (Geist) y en la negación de lo inmediato consigue estimular el movimiento (dialéctico) entre el agente y el mundo objetivo de la sustancia social; el espíritu moral encarna el resultado del encuentro entre el agente y el mundo económicocivil de producción social. Esta negación del sujeto no se contrapone a la naturaleza material del sistema social de producción, sino que lo conserva al tiempo que lo supera:
El espíritu solo tiene su realidad efectiva si se escinde en sí mismo, se da un límite y finitud en sus necesidades naturales [Bedürfnisse] y en la conexión de esa necesidad exterior [Notwendigkeit], y penetrando en ella se forma, las supera y conquista su existencia objetiva (Hegel, 2017a, p. 117).
Hay algo en la acción que sobrepasa el entendimiento del protagonista y que apunta a la estructura moral desde la que se entreteje la acción consecuente: “los hombres satisfacen su interés pero al hacerlo producen algo más, algo que está en lo que hacen, pero que no estaba en su conciencia ni en su intención” (Hegel, 1999, p. 118). Se trata de una especie de “mano invisible” no tan invisible que, al negar, supera el sentido tradicional de la función de la realidad y de la existencia humana.
Está presente en Hegel la idea de que “el conocer siempre viene a producir nuevos objetos en el saber”, lo que termina por “producir nuevas figuras en la conciencia” (Hegel, 1999, p. 126); es decir que los juicios a priori en Mises son, aunque éste lo niegue, deudores de la experiencia que se va acumulando y que en su hacerse expande la intuición (apriorística). De la tensión entre la experiencia y la razón se va conformando desde el movimiento dialéctico una reconciliación (moral) por la cual lo uno se va haciendo en lo otro y viceversa. Es decir, lo dialéctico en Hegel triunfa frente a lo autoevidente en Mises y lo diverso en Sen, pues lo que en éstos ocurre como negación Hegel lo unifica bajo la idea de “Espíritu” (Geist). En palabras de Chapman:
En otras palabras, la percepción y la experiencia no son los resultados o productos finales de un proceso sintético a priori, sino que son ellas mismas una aprehensión sintética o comprensiva cuya unidad estructurada se prescribe solamente por la naturaleza de lo real, es decir, por los objetos afectado en su unidad y no por la propia conciencia cuya naturaleza (cognitiva) es aprehender lo real, tal y como es. (Chapman, 1953, p. 22).
Lo dialéctico termina siendo superior a lo autoevidente porque la experiencia nunca es simple resultado (factum); es, más bien, una rica sustancia que enlaza la acción determinada con el modo en el que ésta se adapta a la experiencia.
Valdría la pena poner un ejemplo. Imaginemos la decisión de efectuar una inversión en nuevos equipos sanitarios. Surge aquí la relación entre su adquisición y otras circunstancias ajenas a la compra. Si bien la razón inmediata es la de acceder a nuevas prestaciones tecnológicas, la acción de compra no se encuentra exenta de ser favorecedora de a) un fortalecimiento del acceso a estar sanos en la forma de una prestación sanitaria universal y gratuita, b) una estimulación del mercado privado sanitario, c) el sostenimiento de una red no gubernamental de agencias sanitarias caritativas, etcétera. En función de que la inversión beneficie una u otra de las opciones el nivel de desarrollo humano será diferente, pues no se accede al mismo estado de libertades como capacidades según se ajuste uno a un derecho (a), al interés personal (b) o a la benevolencia comunitaria (c).
Del razonamiento hegeliano deducimos que la acción humana no se sostiene desde la interpretación de juicios autoevidentes, como afirma Mises, sino desde el modo en que los acontecimientos son esencialmente resultado (que sólo al final es lo que en verdad es) y desde el que se ve cómo estos se perfeccionan a través de su devenir. El modo en que se arreglan las acciones no sucumbe ante un ente abstracto y contrario al mundo de la experiencia, sino que surge de lo que se extrae del propio hecho (factum): “nada es sabido que no esté en la experiencia” (Hegel, 2017, p. 468). Es decir, lo suyo es un acontecimiento reconocido por el grado de virtud moral con el que es atendido por sus protagonistas y que, tras un previo ejercicio de negación (de la realidad inmediataexistente) y de posterior mediación (dialéctica), se conduce hacia el reconocimiento de lo universal-social con lo particular-acontecimiento. Volviendo al ejemplo anterior, la facultad de estar sano, producto de un mejoramiento de la inversión sanitaria, se encuentra asociada al sentido último de no verse impedida y de las capacidades de encontrarse en buen estado. Pues no alcanza el mismo nivel de desarrollo (humano) una comunidad en la que la provisión sanitaria es garantizada en forma de derecho universal que aquélla en la que se hace desde la institucionalización del sentimiento de solidaridad. En el primero de los casos se conserva una mayor dignidad personal (y una mayor sostenibilidad en la provisión) al reconocer a cada individuo desde la suma agregada de todos; lo universal es afirmado como parte de lo particular. En el segundo caso la benevolencia se restringe al ámbito de la subjetividad (lo universal es rechazado), lo que restringe el bienestar (sanitario) a un estado contingente y precario. Desde la perspectiva hegeliana podemos diferenciar ambos casos, los cuales, si bien en términos empíricos se manifiestan igualmente (en ambas situaciones el individuo es favorecido por la una atención sanidad), concentran fases antagónicas en el camino hacia el desarrollo.
Ahora bien, ¿cómo se puede ordenar la experiencia con base en un saber que se descubre posterior a esa misma experiencia que trata de indagar? Para dar respuesta a este galimatías, Hegel se dota de un concepto de “libertad” amplio, afincado en la experiencia y facultado para establecer fines capaces de trascender el significado inmediato de la acción: “la libertad del sujeto, es decir, que este tenga su conciencia moral, que se proponga fines universales y los haga valer, que el sujeto tenga un valor infinito y llegue a la conciencia de este extremo” (1999, p. 68). Lo que las actuaciones van marcando en el registro de la experiencia es una superación de su hecho inmediato a partir de un refinamiento de lo que en cada momento la sociedad considera válido (conciencia moral) y que coincide con la comprensión que el protagonista va asumiendo de la realidad en esa “mediación negadora que garantiza su totalidad insuperable e inmodificable y, en consecuencia, su verdad absoluta” (Kojève, 2013, p. 18), de ese saberse en lo otro que “al promover mi fin promuevo lo universal, que promueve a su vez mi fin” (Hegel, 2017b, p. 243).
¿Pero por qué involucrar a Hegel en los estudios de desarrollo (humano)? El filósofo alemán hace uso de un concepto de “libertad” tanto amplio como variable; éste es focal en su sistema. En un momento determinado apela al concepto de “libertad” (Geist) en tanto que despliegue necesario que cumple el espíritu humano en ese saberse a sí mismo: “la historia es el esfuerzo del espíritu por alcanzar su libertad” (Hegel, 2004, p. 102). Este ejercicio se revela como la superación de la versión más perfeccionada del concepto de “libertad” (desarrollo como libertad) en Amartya Sen, entendida como “la expansión de las oportunidades reales para vivir una vida digna” (Sen, 2002, p. 74). En ambos pensadores el respeto por la libertad descansa en la facultad para establecer fines que reviertan en la libertad misma (Sichselbstgleichheit). Sin embargo, en Hegel ésta va mucho más allá: va siendo (devenir) el resultado de ese movimiento negativo y reconciliador entre el interés personal y el colectivo, de manera que a mayor libertad, menor es la discordancia entre lo que el agente desea y lo que debe desear. La libertad en Hegel sirve de proyección hacia ese estado perfeccionado de justicia social en el que el interés personal sólo se entiende como impulsor del interés social colectivo y viceversa (cfr. Kojéve, 2013).
El concepto de “desarrollo” en Amartya Sen es sólo el comienzo (estática) de lo que en Hegel apunta hacia el despliegue último de la libertad (dinámica). Esto permite a Hegel indagar aquellos aspectos de la libertad que en Amartya Sen quedan desatendidos. Por ejemplo, el concepto de “libertad” en Sen está sometido a un fuerte individualismo ético que le impide discernir aspectos sociales que afectan a la libertad real (neorepublicana) (cfr. Jiménez-Castillo, 2016) y que en Hegel, gracias a su concepto amplio de “libertad”, nunca pasarán desapercibidos. Mientras que el autor alemán razona el bienestar (como libertad) desde una antropología filosófica general, el economista indio lo hace desde la estricta frontera de una teoría normativa de justicia social. En Hegel, el otro (universal) es con el uno (particular); en Sen sólo es desde el uno. Pero no sólo es desde una postura teleológica que Hegel anticipa y mejora el concepto de “desarrollo” como libertad (capacidad). Su influencia destaca en el refinamiento moral que experimentan las distintas teorías del desarrollo y en cómo esto sucede desde el tránsito de una interpretación de justicia como equidad (cfr. Rawls, 1971) hacia otra de justicia como necesidad (cfr. Streeten, 1991) y finalmente hacia una última como capacidad (cfr. Nussbaum, 2012; Sen, 2009, 2002). En palabras de Jiménez-Castillo: “a cada teoría se le exige ser tan imparcial como para poder establecer normativamente qué es y qué no es desarrollo y plural como para reconocer las distintas sensibilidades de los actores que participan en ella” (2017, p. 6). Se trata de un sistema cuyo destino se resuelve en la lucha que cada teoría sostiene frente a la anterior y que con ello logra satisfacer una progresiva reconciliación entre lo justo (diversidad) y lo necesario (imparcial);
Las teorías contemporáneas negaban lo imparcial de la justicia […] consumido en lo agotado de la mercancía satisfecha. De esta limitación florecía la teoría de justicia rawlsaniana dotando de imparcialidad lo que en el enfoque anterior se disolvía en la preferencia. Esta necesidad por apaliar la falta de imparcialidad será castigada con un extremo fetichismo en el enfoque de necesidad […]. Fetichismo que será solventado desde el concepto de capacidades individuales, y más allá de este desde la descripción adecuada del sistema hegeliano (Jiménez-Castillo, 2017, p. 11).
Entender el desarrollo desde el sistema hegeliano posee una serie de fortalezas (cfr. Hegel, 1999), ciertas ventajas que lo sitúan epistemológica y normativamente en buenas condiciones para identificar los fundamentos últimos del mecanismo del desarrollo: a) a nivel epistemológico, por ejemplo, la visión hegeliana consigue trascender el reduccionismo de los juicios autoevidentes, así como el irrealismo de los supuestos praxeológicos en Mises. Al acceder a la experiencia a partir de la categoría dialéctica de “Espíritu” (Geist), la acción humana es absorbida y reactualizada como guía hacia su fin (la libertad absoluta sería la reconciliación definitiva de lo particular con lo universal) y, por ende, se intelectualizada durante cada instante de ese refinamiento que le provee la fuerza de lo negativo (negar lo inmediato de “yo” y abrirse al “otro”). Las leyes consagradas a tal empresa son transitorias y del todo emancipadas frente a la inercia especulativa que ejerce la influencia praxeológica. Otro matiz sobre este mismo asunto tiene que ver con la mejor posición de la que goza la perspectiva hegeliana para explicar el contenido real que gobierna las leyes de la acción. Al tomar como variable focal un concepto amplio de “libertad” es posible comprender las influencias ejercidas para el buen funcionamiento de las disposiciones individuales y la capacidad de ejercer la libertad sin dañar la de los otros.
Por otra parte, b) a nivel normativo la visión hegeliana corrige algunos de los defectos que castigan al aparato praxeológico. Fundamentalmente se trata de aquéllos referidos a la teoría de la elección racional. En primer lugar, desde la concepción hegeliana se facilita la transposición a un concepto de “bienestar personal” amplio que permita, por un lado, corregir el fetichismo de la acción instrumental por el cual todo juicio moral quedaba sometido a las categorías de la acción y no a sus resultados; por el otro, trasciende el consecuencialismo praxeológico en tanto que el Espíritu sólo se resuelve en su completa realidad, “libertad plena”, al asumir al sujeto como parte integrante de la naturaleza. En segundo lugar, el sistema hegeliano favorece las comparaciones intertemporales de bienestar, lo que facilita el conocimiento sobre el nivel de bienestar real que gozan unos frente a otros y que en Sen pasa del todo desapercibido: “Amartya Sen no se ha pronunciado inequívocamente sobre el umbral de capacidades que una sociedad debe disponer para llegar a ser una sociedad justa” (Colmenarejo, 2016,p. 126). Desde Hegel podemos deducir cómo la teoría de desarrollo en Rawls se encuentra restringida a una concepción estrecha de lo justo en la que la simétrica distribución de bienes primarios es superada por un enfoque sensible a aquello que los sujetos pueden hacer con esos bienes más allá de satisfacer sus necesidades básicas. Esta posición del desarrollo en la que los límites de una teoría se reconocen con las fortalezas de las otras es estimulada desde la visión panorámica que ofrece la dialéctica hegeliana.
Dada la naturaleza de su sistema, se podría objetar la dificultad en Hegel para emprender comparaciones intertemporales de bienestar, una informaciónqueenúltimainstanciaresultabásicaparavalorarelbienestar real de los individuos. A fin de cuentas, las acciones individuales no son conmensurables en Hegel al estar mediatizadas desde el encuentro dialéctico entre lo individual y lo general. Sin embargo, la potencia de la objeción resulta ser superficial si atendemos a las consecuencias que se derivan de la crítica al enfoque utilitarista (fetichismo de la mercancía, justicia paretiana, etcétera) (cfr. Sen, 1999). La imposibilidad de realizar tales comparaciones no sería un defecto sino más bien un atributo ya que, desde una interpretación hegeliana del desarrollo, la realidad del agente particular sólo llega a asimilarse desde su independencia y a la vez sumisión al bienestar de los otros: “el yo que no es un yo sino en el otro” (Hegel, 1999, p. 45). De ahí que las comparaciones interpersonales queden incorporadas y a la vez superadas, pues su sustento ya no recae en el interés personal atomizado (yo-yo) del enfoque utilitarista, sino en la capacidad de hacer de su exclusivo bienestar algo extensivo respecto del de los demás (yo-lo-otro) y, por tanto, comparable desde el grado de desarrollo experimentado por toda la sociedad.
Otra de las ventajas del método hegeliano tiene que ver con el empeño en superar dos aspectos muy específicos de la reacción seniana a la praxeología en Mises. Pues, en primer lugar, enriquece el concepto de “libertad” que en Amartya Sen sólo revela un comportamiento positivo en términos de oportunidad (cfr. Jiménez-Castillo, 2016, p. 3). Con ello no sólo se expande éticamente el concepto de “desarrollo” al introducir aquella dimensión de la libertad ausente en Sen (libertad de procesos), sino que, al reconocerlo, facilita la verdadera expresión empírica de la libertad (real) y con ello el conjunto de acciones destinadas a favorecerla. Al liberar el concepto seniano de “libertad” del individualismo ético que fuertemente lo constriñe (cfr. Jiménez-Castillo, 2016, p. 4), se muestra favorecido en la incorporación de aquellos estados no individuales que determinan las oportunidades reales que llevan a vivir una vida digna; es decir, dota de realismo operativo al enfoque seniano de la capacidad (cfr. Jiménez-Castillo, 2016; Dinerstein y Deneulin, 2012; Cejudo, 2007). Por último, y a través de ese concepto amplio de “desarrollo como libertad (real)”, consigue reconducir el problema seniano de la comparabilidad interpersonal al facilitar una solución que favorece las reclamaciones esencialistas a las que recurrentemente le exhorta Nussbaum (lista de capacidades básicas).
Observaciones finales
El reto principal de la praxeología para los estudios del desarrollo (humano) se relaciona con las consecuencias que subyacen a la resolución de un problema gnoseológico fundamental. Si bien no es un interés epistemológico el fundamento último de la “ciencia de la acción humana”, su resolución ha condicionado su capacidad para promover conocimiento estable y duradero. Al intentar resolver la posición entre empiristas e idealistas a través de una tercera vía de tradición kantiana, terminó vaciando de contenido a los axiomas autoevidentes, sobre todo porque aquello a lo que apela el desarrollo tiene que ver no sólo con las categorías abstractas de la acción, sino también con las de la consecuente actuación concreta.
Tal y como analizamos en la primera parte del trabajo, el método praxeológico no se encuentra en condiciones epistemológicas ni normativas para desentrañar el fundamento primero del desarrollo (humano). Al tratar un concepto contrario a su naturaleza, la contradicción inherente tergiversa el conocimiento resultante. Lo mismo ocurre, pero desde el otro extremo, con el enfoque de las capacidades. Si bien éste apela a la realidad concreta (diversa) de los individuos frente al universalismo (autoevidente) de Mises, se olvida de conectar ambas entidades, y con ello no sólo desfavorece el resultado moral de la libertad (relativismo normativo), sino que condiciona en gran medida su operatividad.
El método praxeológico se consagra a un individualismo metodológico que le dificulta resolver eficientemente los problemas asociados con el bienestar personal, la comparabilidad interpersonal o las consecuencias normativas de la acción racional. Hemos mostrado cómo el sistema hegeliano consigue superar con éxito tales límites al volcarse en un estudio total de los elementos que conforman el proceso dinámico del desarrollo. Su visión dialéctica es advertida desde un método que fija las actuaciones en una teoría de la acción general y ésta, a su vez, en los efectos de la experiencia; en este sentido, la ética individual sólo puede ser reconocida en Hegel desde lo social (eticidad), mientras que lo social se consolida desde la fuerza que comparten cada uno de los miembros que la componen.