Como es bien sabido, hacia el final del prólogo de La condición humana Arendt nombra la tarea del pensamiento como “meditación” (Besinnung) (cfr. Arendt, 2002b, p. 13). Esta tarea, dice ella, consiste en algo sencillo: “nada más que pensar en lo que hacemos” (Arendt, 1993, p. 18). Meditar es la tarea que se impone el pensamiento para hacerse cargo de la experiencia. La meditación, como forma de reflexión filosófica, no toma a la experiencia como objeto de aplicación de unas categorías dadas, ni tampoco como objeto de estudio científico, por ejemplo, a través de modelos experimentales o estadísticos, sino que la toma como algo que desafía nuestro modo de comprensión del mundo y que nos impele a conducirnos en él de un modo nuevo. La meditación es un ejercicio de reflexión teórica que tiene su origen en la experiencia y que está orientada o, mejor dicho, reorientada a la propia experiencia. Esta reorientación se pone primordialmente en marcha cuando el horizonte de sentido de nuestro mundo desaparece y sobreviene la experiencia de una crisis. En la meditación, la actitud con la que confiadamente estábamos en el mundo queda, por decirlo así, en suspenso y redirigida al lugar de nuestro retiro, no para mantenernos ahí, al solaz del trabajo del mundo, sino para preparar decididamente nuestra vuelta a él.
Heidegger, en la estela de la tradición fenomenológica, habla, por ello, de la meditación como una capacidad del pensamiento para abrir un espacio en el que se mide nuestra capacidad para hacer o dejar de hacer algo: “En la meditación nos dirigimos a un lugar desde el que, por primera vez, se abre el espacio que mide nuestro hacer y dejar de hacer” (Heidegger, 1994, p. 59). Esa apertura del espacio es ya el ejercicio en el que se considera lo que se puede y no se puede hacer. Dicho de otro modo, la meditación surge como una pugna entre la ausencia del sentido de las cosas de nuestro mundo tal y como hasta ahora habían sido dadas y la necesidad de encontrar un modo distinto de afrontarlas. En la meditación, dicho ahora ya al modo arendtiano, se mide nuestra capacidad de acción ante la experiencia de una crisis. Por esto puede decirse también que la meditación nombra en la tradición fenomenológica el ejercicio que hace posible la propia reflexión (cfr. Heidegger, 1994, p. 59).
Ahora bien, este ejercicio de meditación solo es posible si se evitan dos escollos: el creer que el pensamiento está supeditado a acometer su tarea en el estrecho círculo de las verdades científicas y el creer que puede discurrir en el amplio y poco riguroso camino de los tópicos envejecidos que se repiten como verdades triviales y vacías. La ausencia de un ejercicio de reflexión que evite escorarse en uno de estos dos escollos, dice Arendt, es una de las características que definen nuestro tiempo (cfr. Arendt, 1993, p. 18). Ahora bien, para ella, esta ausencia vino dada fundamentalmente por la crisis con la que los totalitarismos habían oscurecido el horizonte de sentido del mundo. Si Arendt reclama el camino de la meditación es porque la amenaza ya siempre presente del totalitarismo había puesto de manifiesto la mayor de las crisis del pensamiento: el hecho de que las categorías heredadas de la tradición filosófica se habían vuelto inapropiadas para hacerse cargo de esta experiencia, es decir, el hecho de que para el ejercicio de dilucidación de ese sinsentido ya no resultaban fructíferas las categorías tradicionales. La crisis de sentido de la experiencia totalitaria ya no podía ser aclarada ni comprendida por el pensamiento, esto es, negada, elevada e integrada, para decirlo al modo hegeliano, por el concepto. Pero en la introducción a La condición humana esta exigencia del ejercicio de meditación filosófica, aun conservando el trasfondo del ejercicio de comprensión de Los orígenes del totalitarismo, viene dada por el modo en que la ciencia moderna había determinado nuestra experiencia en el mundo. La ciencia no es solo un modo más de saber, ni solo un método para conocer, sino la actividad que se ha erigido como la determinante para pensar y configurar nuestro mundo. Esta actividad ya no es, por ello, meramente teórica, aunque tampoco meramente técnica, sino tecno-lógica. Ciencia y técnica están ensambladas de tal modo, formando lo que Heidegger llamó Gestell, que no puede aislarse el hacer de una sin el hacer de la otra. El pre-dominio de la ciencia y de la técnica es lo que exige hoy la práctica de la meditación filosófica.1 Arendt, en la senda de la tradición fenomenológica, hablará en el prólogo de La condición humana de esta cuestión como la de la crisis de las ciencias desde el horizonte de sentido que se abre desde la filosofía práctica, esto es, del sentido que se abre en la ética y en la política.
Efectivamente, en este texto, que dentro de la estructura arquitectónica de la obra puede considerarse como el que más debe al momento histórico de su redacción durante la Guerra Fría y que justifica los análisis descriptivos desarrollados en los capítulos centrales del libro, esta crisis de sentido viene descrita desde los desafíos que presenta el desarrollo del pensamiento científico/técnico en el mundo contemporáneo. Es en este contexto histórico que, para Arendt, la reflexión tiene que volver a poner su mirada en la esfera política como esfera originaria de la experiencia humana para sopesar ahí lo que ya ha sido hecho, lo que ha dejado de hacerse y lo que nuestro futuro demanda hacer. Y es, justamente, en el contexto de los temores del pensamiento científico/técnico entreverado con el de sus promesas que el pensamiento político de Arendt se abre a la cuestión de una de las mayores crisis que, ya a la altura de su tiempo, se vislumbraba en el mundo por venir: la crisis ecológica.2 Comencemos esta meditación haciéndonos cargo, en primer lugar, de esta crisis en ese mundo por venir que Arendt denominó “mundo moderno”, en el cual el desarrollo de la ciencia y de la técnica cristalizó en el poder de destrucción de la energía nuclear. Continuémosla, en segundo lugar, entrando en este problema cuya raíz está en el desplazamiento que ha sufrido el sentido común para conocer la realidad, tomar decisiones y actuar sobre ella, para, en tercer lugar, delinear la respuesta a esta situación que, para Arendt, pasaría, evidentemente, por recuperar, en la senda de la fenomenología, la validez propia de la esfera política, el mundo común y el modo como este se nos manifiesta. En cuarto lugar, nuestra meditación profundizará en la cuestión de cómo esta recuperación requiere hacerse cargo de nuestro arraigo sensible a la Tierra como algo que nosotros compartimos con el resto de los seres vivos.
1. La condición humana transformada
Pues bien, la crisis que se vislumbra como el gran reto del mundo moderno se nos ha hecho presente, en primer lugar, en la capacidad del saber científico/técnico para transformar la condición humana. Esta transformación supone, en su carácter más radical, el quebrantamiento de la condición humana más fundamental: el enraizamiento de los hombres a la Tierra, esto es, a su naturaleza terrena. Dice Arendt en un conocidísimo texto:“La Tierra es la misma quintaesencia de la condición humana, y la naturaleza terrena, según lo que sabemos, quizás sea la única en el universo en proporcionar a los seres humanos un hábitat en el que moverse y respirar sin esfuerzo ni artificio” (Arendt, 1993, p. 14; traducción modificada). Como si de un experimento mental se tratase, el conocimiento de la condición humana puede verse mejor a trasluz de su ruptura con la vida humana como una vida no ligada a condiciones terrenales. Tal posibilidad parecía hacerse factible a partir del lanzamiento del Sputnik I, pues ahí se mostró que un artefacto humano podía permanecer, como un cuerpo celeste más, en el cielo. Sin serlo, dice Arendt, “habitó y se movió en la proximidad de los cuerpos celestes como si, a modo de prueba, lo hubieran admitido en su sublime compañía” (Arendt, 1993, p. 13). El Sputnik I, lanzado el 4 de octubre de 1957, vino a mostrar la posibilidad técnica de que el hombre, quizás en un futuro no muy lejano, pudiera desligarse de su condición terrena. La tecnología haría verdad, de este modo, lo que hasta ese momento fue dominio de la literatura de ficción. Así parece que culminaría, a través del poder pergeñado por la ciencia, la emancipación del hombre de la Tierra como madre de todas las criaturas dentro del proyecto de secularización de la Edad Moderna que comenzó con la emancipación de Dios (cfr. Arendt, 1993, p. 14). Hoy, a la altura de nuestro tiempo, podemos decir que esta emancipación, que bien puede comprenderse como parte de la epopeya humana por descubrir y conquistar nuevos territorios, resulta cada vez más lejana en el tiempo. La hostilidad que representa el espacio exterior para ser habitado y las dificultades que entraña desarrollar con normalidad las funciones vitales más allá de la biosfera ponen de manifiesto, justamente, la relevancia que para nuestra vida tiene el arraigo sensible a la Tierra. Pero, en el fragor de la Guerra Fría, el desarrollo de la ciencia, auspiciado por la carrera aeroespacial, señalaba lo que en este contexto parecía ser verdaderamente decisivo: no tanto el deseo de romper con las condiciones terrenas de la condición humana cuanto de romper el vínculo de la existencia humana con la naturaleza en general. Este deseo es el que estaba también en el origen, dice Arendt, de la pretensión de crear vida artificialmente o, en su defecto, de prolongarla más allá de los cien años (cfr. Arendt, 1993, p. 15). Estas pretensiones, que han alimentado las desmesuradas promesas del saber científico y tecnológico y que bien pudieran extenderse hasta la utopía de nuestros días del biomejoramiento de la especie humana dentro del amplio proyecto del transhumanismo, no se han visto satisfechas hasta ahora.3 Arendt tendrá siempre muy presente que el conocimiento científico debe estar alerta para no dejarse embaucar por tales pretensiones. Por ello, como sostendrá posteriormente en La vida del espíritu, el propio conocimiento científico debiera comprenderse como una prolongación refinada del sentido común que hace posible, descartando los errores, el progreso del saber (cfr. Arendt, 2002a, p. 79).
Pero, desde el análisis de la condición humana de su arraigo sensible a la Tierra, esa transformación ha tenido lugar con lo que podríamos llamar “la tecnificación de la experiencia del mundo natural”, es decir, la mediación, el sometimiento y el control, cada vez mayor, de la experiencia humana a las condiciones de la técnica. La transformación de nuestra condición humana radica fundamentalmente en el hecho de que la técnica se ha convertido en el medio a través del cual se constituye en su mayor parte nuestra experiencia. Esta tecnificación de la experiencia, en la que están englobados también para nosotros los procesos de comunicación, y que fue obra en su origen de la sustitución del modelo de producción artesanal por el modelo industrial, tiene en su base la energía eléctrica, la cual ha ido ampliando progresivamente la automatización y especialización de todo proceso de producción.4 La experiencia ha ido quedando dispuesta en esta transformación del mundo, que comenzó con la Revolución Industrial, como un plexo de relaciones que cada vez está más alejado del propio mundo natural. Nuestra experiencia se origina, se mantiene y tiene su término en un mundo dominado de tal modo por dispositivos técnicos que por ellos, como se subraya en Esquirol (2011, p. 107), aun permaneciendo en la Tierra, pensamos y obramos “como si no estuviéramos en ella”.
Ahora bien, el valor del pensamiento de Arendt, en este punto, no está solo en señalar ese proceso de construcción del mundo en la Edad Moderna como obra del artificio humano, ni en apuntar a la creciente colonización de los ámbitos de experiencia por obra de la tecnología, sino en mostrar que detrás de ese proceso de racionalización emerge la figura del homo laborans, figura que, en la época del industrialismo y del productivismo, toma la forma concreta del consumismo.5 Y es aquí donde la mayoría de los intérpretes de Arendt han encontrado la afinidad de su pensamiento con el propio pensamiento ecológico. Efectivamente, Arendt ya habría puesto de manifiesto cómo la producción y el consumo en su retroalimentación han determinado las relaciones fundamentales de la sociedad con los objetos del mundo en términos de consumismo. Así, por ejemplo, en Whiteside (1994) se ha señalado, por una parte, que en el pensamiento de Arendt es posible encontrar motivos para profundizar en las críticas a la sociedad de consumo que se esgrimen dentro de la ecología política, y que, aunque ella rechace por principio que la política tenga su ámbito de acción en la esfera privada del hogar y el pensamiento ecologista, fundamenta muchas de sus demandas, precisamente, en esta consideración de la Tierra; por otra parte, se ha señalado que el valor fundamental de su planteamiento está en que su análisis fenomenológico evita tanto una interpretación subjetivista como una objetivista de la ideología del consumismo, es decir, evita que el análisis del consumismo tenga que bascular entre la perspectiva de la conciencia subjetiva de los consumidores o la perspectiva de las condiciones objetivas o materiales del consumo. El análisis de Arendt haría posible, de este modo, comprender el fenómeno del consumismo desde un punto de vista que superaría los problemas en los que este se ve envuelto cuando sigue de cerca los análisis de Marx sobre de la situación de los trabajadores en el sistema del capitalismo.
Por su parte, más recientemente, en Bowring (2011, pp. 115-116) se ha destacado cómo el propio consumismo no solo ha hecho que se comprenda la desmundanización del mundo a través del modelo de la labor, sino también cómo ha transformado la propia experiencia de la labor. Efectivamente, a partir del pensamiento de Arendt podemos comprender cómo la desfiguración de la naturaleza, a raíz del pensamiento ecológico actual, se ha hecho más evidente en la medida en que el movimiento productivo de la labor se ha emancipado del entorno natural al que siempre estuvo ligada a las necesidades del cuerpo, a las de la propia fertilidad de la Tierra y a las requeridas por la propia estacionalidad del tiempo. Todo el movimiento de industrialización de los procesos productivos, incluidos los procesos de la agricultura, ha roto este entorno de la condición humana bajo la necesidad de unas demandas de consumo de productos que son mayoritariamente superfluos para la vida. Ciertamente, para Arendt, como para Marx, el crecimiento de la sociedad de consumo está estrechamente vinculado con los procesos de acumulación característicos del capitalismo; sin embargo, sería Arendt, mejor que Marx, quien habría mostrado, en su crítica protoecológica al productivismo capitalista, una mayor sensibilidad para defender la conservación tanto del entorno natural como del mundo que sobre este hemos construido (cfr. Bowring, 2011, p. 117).
2. La vida amenazada
Pero a estos argumentos, esgrimidos en el trasfondo de la lectura crítica de la Modernidad, antecede el motivo fundamental con el que inicia su estudio: la nueva configuración del mundo moderno a raíz de la posibilidad de destrucción de toda vida sobre la Tierra a causa de la energía nuclear. Así, en La condición humana nos dice lo siguiente: “No obstante la Edad Moderna no es lo mismo que el Mundo Moderno. Científicamente, la Edad Moderna que comenzó en el siglo XVIII terminó al comienzo del siglo XX; políticamente el Mundo Moderno, en el que hoy vivimos, nació con las primeras explosiones atómicas” (Arendt, 1993, p. 18; énfasis mío). Efectivamente, aunque el alcance destructivo de las armas nucleares no estaba aún presente en Los orígenes del totalitarismo,6 Arendt sí prestó ocasionalmente una atención destacada al poder destructivo de esa nueva tecnología incidiendo en cómo el uso militar de la energía nuclear ponía de manifiesto el poder del dominio científico-técnico del mundo para aniquilar toda vida orgánica sobre la Tierra. De este modo, Arendt afirma lo siguiente:“Los primeros instrumentos de la tecnología nuclear, los diversos tipos de bombas atómicas, si se soltaran en cantidad suficiente, incluso no muy grande, podrían destruir toda la vida orgánica de la Tierra, prueba suficiente de la enorme escala que podría traer tal cambio” (Arendt, 1993, p. 168). La energía nuclear ha roto sobremanera la medida humana de la técnica, porque esta energía ya no se encuentra en la escala de la fuerza con la que se forma el mundo con el trabajo, sino con la que se crean y se destruyen las estrellas del universo. Por ello, podríamos decir que la explosión de la bomba atómica fue el acontecimiento en el que cristalizó el poder de la tecnología, de manera análoga a como en el totalitarismo cristalizaron los elementos que estaban en su origen. Que la explosión de la bomba atómica haya de tomarse como el comienzo del mundo moderno significa que en ella hemos vislumbrado algo nuevo que antes no había sido visto: el final de toda vida sobre la Tierra, aunque de hecho este final no llegue a producirse (cfr. Schell, 2010, p. 250). Que llegue o no es algo que solo está ya en manos de nuestra racionalidad práctica, esto es, de nuestro compromiso moral hacia la vida en la Tierra, de nuestras decisiones políticas y de nuestras regulaciones jurídicas. Sería, por tanto, este desafío, que pone en el horizonte de nuestra experiencia la posibilidad de la destrucción de toda vida sobre la Tierra, el que hace necesario fundamentalmente un nuevo modo de concebir el alcance y fundamento de la política. En La condición humana, Arendt trató el problema de la época moderna, pero como un proyecto que nunca terminó de fraguarse, quedó pendiente el análisis de ese mundo moderno que nació con las explosiones de la bomba atómica. Así, en Schell (2010, p. 248) se sostiene que el libro de Arendt no fue expresamente dirigido, a pesar de lo declarado en el prólogo, hacia ese mundo nuevo que nació bajo la amenaza de la bomba atómica, sino hacia la época moderna, aunque en sus propios trabajos ciertamente puede encontrarse una suerte de fundación intelectual para pensar los desafíos de ese mundo venidero.
Es, principalmente, en los fragmentos de lo que iba a ser una introducción a la política, recopilados por Ursula Ludz y publicados en 1993 con el título Was ist Politik?, donde la cuestión de la bomba atómica tiene el lugar más destacado en los textos de Arendt. El uso de la bomba atómica cambió definitivamente la concepción de la guerra tradicional, sobrepasando los límites en los que esta siempre se había desarrollado. El poder de la energía nuclear, utilizado con fines militares, puso de manifiesto que, en la guerra, la cuestión de mayor relevancia ya no era ganar o perder territorios, mercados, poder, etc.; tampoco la aniquilación de pueblos enteros, ni siquiera la de la especia humana, sino la posibilidad de la destrucción de toda vida sobre la Tierra. Arendt utiliza el adjetivo “total” para describir esta guerra, vinculando directamente su comprensión a la de los totalitarismos: “Sabido es que esta hoy denominada guerra total tiene su origen en los totalitarismos, con los que está indefectiblemente unida; la de la aniquilación es la única guerra adecuada al sistema totalitario” (Arendt, 1997, p. 104). El lanzamiento de la bomba atómica puso de manifiesto que la posibilidad técnica de aniquilación de las ideologías totalitarias, más allá de la pretensión de la eliminación de toda oposición política, abarcaba también a toda la vida orgánica. El horizonte de destrucción que abría la energía nuclear significaba, políticamente, la ruptura con el modelo de la polis, pero también la ruptura con el modelo de los Estados nacionales modernos y la necesidad, ante el riesgo de la aniquilación, de abrir la pre-ocupación de la política a la cuestión de la supervivencia de la vida sobre la Tierra. Ni las antiguas murallas de las antiguas ciudades ni la construcción de las fronteras de los Estados podrían ponernos a salvo del poder de aniquilación de la bomba atómica. Pero, además, el uso de las armas nucleares cambió el sentido de la relación entre la guerra y la política: el sacrificio en la guerra por parte de los soldados, que defendían los intereses de un Estado, ya no podía ser visto simplemente como un acto noble, ni el sacrificio de su vida podía tener un rendimiento en términos políticos para ese Estado, por ejemplo, en lo que respecta a la libertad, porque nada de esos antiguos valores podía permanecer, dice Arendt, una vez que la propia guerra tenía a su alcance el sacrificio de la humanidad como tal (cfr. Arendt, 2005, p. 507). Un sacrificio de este tipo vuelve absurda cualquier otra consideración sobre la guerra con fines políticos El poder de la técnica ponía así de manifiesto que para ese mundo moderno era necesaria otra política cuyo alcance fuera global.
Pero, ¿cuáles eran las características de este mundo moderno que nació al albor de la energía nuclear? Pues bien, Arendt, en el texto de 1954 titulado “Europa y la bomba atómica”, apunta a algunos de los rasgos que definieron este mundo: con el lanzamiento por parte de los americanos de la bomba cambió la percepción que los propios europeos tenían de los americanos, de tal modo que el uso de la tecnología ya no se vio como algo que necesariamente tenía que formar parte de la civilización occidental. Para los europeos, la representación del poder de la tecnología ya no estuvo simbolizada en el aparato de televisión, sino, dice gráficamente Arendt, en “la nube con forma de hongo sobre Hiroshima” (Arendt, 2005, p. 504). En segundo lugar, se puso de manifiesto que la libertad no podía estar ya garantizada por la tecnología militar, pues las consecuencias de la posesión de la bomba atómica no podían ser totalmente controladas. Dicho de otra manera, la libertad no podía ya justificarse, en definitiva, mediante el terror de la destrucción. La bomba atómica se convirtió, en este sentido, “en el símbolo de una conspiración entre el hombre y las fuerzas elementales de la naturaleza” (Arendt, 2005, p. 504). Es decir, el lanzamiento de la bomba atómica cambió el alcance y el sentido de la propia concepción de la técnica: esta ya no podía estar vinculada solamente a una tarea civilizatoria de racionalización y mecanización del trabajo, ni podía ser la condición para el desarrollo del capitalismo y del productivismo, sino que tenía que ser puesta también en relación, primero, con la imprevisibilidad de las consecuencias de la propia acción humana potenciada sobremanera por el desarrollo de la tecnología, y, en segundo lugar, con una nueva imagen de la propia naturaleza, pues el dominio de sus fuerzas elementales por parte del hombre había hecho evidente que esa naturaleza, que estaba ligada al surgimiento y desarrollo de la vida, también podía estar al servicio de su destrucción y de su muerte.
3. El sentido común en crisis
Ahora bien, esta amenaza del horizonte de destrucción que Arendt esboza en sus textos viene acompañada en su pensamiento de un acercamiento a la dificultad principal que encuentra la política para hacerse cargo de esta responsabilidad para el pensamiento que demanda ese mundo moderno. Esta dificultad señala, dentro también de la tradición fenomenológica, la crisis de sentido de las ciencias. La cuestión fundamental es que en la ciencia moderna se ha desplazado el concepto de “realidad”, de tal modo que, a partir de este desplazamiento, el hombre común ya no tiene prerrogativa para conocer, hablar y decidir sobre ella.7 Los principios comunes sobre los que se asienta el conocimiento, que son aquellos que se ponen en ejercicio en el espacio público, han sido desplazados de su lugar tradicional, y con ellos, la propia esfera de la política. Pero, ¿cuáles son estos principios?
En un texto de 1963, recogido posteriormente como el último ensayo de Entre el pasado y el futuro, Arendt, al filo de la pregunta del lugar que ocupaba el hombre en los nuevos dominios del espacio conquistados por la ciencia, expone, entre otros, los dos principios fundamentales del acervo de nuestro común conocimiento que han sido desplazados por la ciencia: la percepción sensible y el lenguaje natural. En primer lugar, la observación científica ya no viene regida exclusivamente por el conocimiento sensible y, argumenta Arendt, tampoco por el sentido común, que es el que hace posible la coordinación de los demás sentidos procurando, a su vez, el sentido de la realidad de nuestro conocimiento natural. Pero, en segundo lugar, los resultados de esta observación ya tampoco pueden expresarse en el lenguaje corriente que tan ligado está, como veremos, al conocimiento sensible y al sentido común: “También [el científico] se vio obligado a renunciar a la lengua corriente, que aun en sus precisiones conceptuales más elaboradas sigue indisolublemente ligado al mundo sensorial y a nuestro sentido común” (Arendt, 2003, p. 404).
De este modo, los conocimientos que procuran las ciencias, especialmente los que provienen de las ciencias naturales, cuyo objeto de estudio es lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño, han sido situados tanto fuera de la observación directa del científico como de la que depende de aquellos instrumentos que, de alguna manera, prolongan y perfeccionan esta observación. La observación ya no es válida para dar cuenta o razón de los datos que, una vez registrados y analizados, son relevantes para el conocimiento científico, datos que, a su vez, solo pueden ser dados a conocer lejos del lenguaje común a todos, en un lenguaje matemático, altamente desarrollado, que no puede ser trasladado, en su exactitud, al lenguaje natural, ya que su validez descansa precisamente en su capacidad de abstracción de los elementos sensibles que acompañan inherentemente al lenguaje natural. La presencia de esta sensibilidad, que no puede ser completamente abstraída, es defendida por Arendt en la tesis del carácter metafórico propio de las lenguas naturales.8
Ahora bien, para Arendt, estos principios propios del acervo común del conocimiento que han sido desplazados se asientan en este otro que podría ser denominado “el principio fenomenológico fundamental”. Según este principio, lo que llamamos “realidad” ya no se nos muestra estrictamente mediante fenómenos, porque este mundo ya no se nos aparece: ya es un mundo que el común de los hombres realmente no puede ver. Por ejemplo, como hemos dicho, los fenómenos que investigan las ciencias naturales se hacen presentes solamente como efectos en los instrumentos de medición, pero no son dados a la mirada de un sujeto o a su prolongación mediante instrumentos técnicos. Así, Arendt dice lo siguiente: “No son fenómenos [phenomena], apariencias [appearances], en términos estrictos, porque no nos encontramos con ellos en ninguna parte, ni en nuestro mundo cotidiano ni en el laboratorio; sabemos de su presencia solamente porque afectan en cierta forma a nuestros instrumentos de medición” (Arendt 2003, p. 405; cfr. Arendt, 2006, p. 261.Traducción modificada). La consecuencia es clara: el mundo real, descrito por la ciencia, ya no es el mundo de nuestra experiencia cotidiana. Nuestra vida se desarrolla en un mundo que en realidad desconocemos. Las facultades humanas o sus prolongaciones ya no son suficientes para conocer en sentido estricto la naturaleza, cuyo conocimiento ha quedado en manos de expertos. La realidad, como nos enseña ahora la teoría cuántica de campos y la mecánica cuántica elemental, está en un nivel más profundo que el que puede ver el sentido común.9 Por su parte, de manera similar para las ciencias sociales e incluso humanas, tampoco el conocimiento se vuelve accesible como conocimiento común porque estas exhiben un saber idealizado como resultado de un proceso de abstracción que viene determinado mayormente por resultados estadísticos y criterios de control que son puestos en el espacio público mediante las tecnologías de la información. El lego tiene la certeza de que el lugar en el que tendría peso su opinión para tomar decisiones ha sido ocupado por el saber de los expertos. La dificultad para acceder a ese saber, en el entramado político, jurídico y social de nuestro mundo, hace que el parecer del que no es especialista apenas tenga un lugar en los espacios donde se toman las decisiones. Al lego, que basa su conocimiento en la percepción sensible, en el sentido común y en la capacidad reflexiva que se asienta en esta percepción, le está permitido expresar su opinión, pero esta parece poco relevante de cara a una realidad que, oculta para él, queda en manos de los que verdaderamente saben. Nuestra imagen del mundo se elabora lejos de lo que comúnmente puede experienciarse, conocerse y comunicarse. Así de tajante se muestra Arendt en la separación de estas dos concepciones del mundo:
El núcleo del asunto es, por supuesto, que la ciencia moderna -sean cuales sean sus orígenes y objetivos generales- ha cambiado y reconstruido el mundo en que vivimos de un modo tan radical que podría decirse que el lego y el humanista, aunque confíen en su sentido común y aunque se comuniquen en el lenguaje cotidiano, no están en contacto con la realidad (Arendt, 2003, p. 407).
La cuestión no es baladí, y, como estamos exponiendo, no puede decirse que pueden mantenerse ambos mundos de experiencia tranquilamente separados, de tal modo que el concepto de “realidad” pergeñado por la ciencia pueda convivir con el concepto común de mundo, porque, en este dualismo, las pretensiones de verdad del conocimiento científico terminan por hacer irrelevantes o anular las pretensiones de validez del lego sobre su propia concepción de la realidad. Todo lo que el lego puede decir queda enmarcado en un conocimiento precientífico en el que su experiencia del mundo es considerada como conocimiento poco riguroso. Al modo de la antigua metafísica platónica, la búsqueda de la realidad ha llevado a los científicos, sobre todo a partir de la revolución científica del mundo contemporáneo, capitaneada por Max Planck, Niels Bohr, Heisenberg y Einstein, dice Arendt, a “perder la confianza en las apariencias, en los fenómenos tal como se revelan a sí mismos en conformidad con los sentidos y la razón del hombre” (Arendt, 2003, p. 414; cfr. Arendt, 2006, p. 267. Traducción modificada). En definitiva, la ciencia parte del supuesto metodológico de que tiene que ser abandonada la visión antropocéntrica heredada por el pensamiento teológico y filosófico. “La ciencia moderna se precia de haber sido capaz de liberarse por entero de todas esas preocupaciones antropocéntricas, o sea, verdaderamente humanistas” (Arendt, 2003, p. 404).
Ahora bien, esta crisis humanista de la ciencia, que cierra el paso a una consideración antropocéntrica para el conocimiento, no puede ir en menoscabo de que sean los propios seres humanos quienes tengan que hacerse cargo de las consecuencias del desarrollo de la ciencia y de la tecnología y, en el horizonte del mundo moderno, de la amenaza de la destrucción de la vida sobre la Tierra. En el pensamiento de Arendt, el lugar común para hacer frente a estas cuestiones es la esfera de la política como esfera de experiencia de la pluralidad humana. Es aquí donde la crisis de las ciencias ha de encontrar su punto de apoyo para elevar la validez del conocimiento común como validez previa y requerida de aquella que ha sido dictada por mano de los expertos.
4. El sentido común recuperado
Pues bien, en este contexto, ya de raigambre fenomenológica, retorna Arendt a la cuestión del lugar del hombre en la Tierra en relación con la ciencia y la técnica para replantear a partir de ella la recuperación de la cuestión del sentido. Pero, ¿desde qué principios o bases puede recuperarse un sentido para el quehacer humano en general y para la esfera pública en particular? Pues bien, en primer lugar, en el texto de 1963 apunta Arendt a que la restauración del sentido pasa por reconocer que hay conocimientos que son efectivamente precientíficos y que no pueden ser elucidados mediante la ciencia sin que estos pierdan el contenido que los hace relevantes como tales conocimientos. Arendt nombra aquí la vida, el hombre e incluso la propia ciencia como nociones precientíficas por definición, las cuales siempre están presupuestas en el quehacer de la ciencia y requeridas por este quehacer (cfr. Arendt, 2006, p. 262). La cuestión, dice Arendt, en el contexto de la carrera política por la conquista del espacio es que el desarrollo de la ciencia aeroespacial no ha hecho que el ámbito de la experiencia precientífica carezca de sentido (cfr. Arendt, 2003, p. 407). Más bien, al contrario, parece que los logros científicos presuponen pero también exigen y necesitan de nuestras experiencias precientíficas, pues las preguntas en torno al sentido de esos logros ya son preguntas que exceden el ámbito de la investigación científica. Si el científico hace este tipo de preguntas y reflexiona acerca de ellas, entonces, como diríamos fenomenológicamente, pone entre paréntesis su propia actitud como científico adoptando el punto de vista del sentido común del hombre de la calle. En La vida del espíritu, partiendo de la distinción kantiana entre pensar (denken) y conocer (erkennen), Arendt comprenderá que es el pensamiento lo que hace posible determinar lo que merece la pena ser conocido y ser puesto a disposición de la metodología científica (cfr. Arendt, 2002a, p. 78). En este sentido, también la actitud científica viene promovida por el ejercicio del pensamiento.
Arendt vuelve, en esta dirección, en segundo lugar, al argumento propio también de la fenomenología husserliana que defiende que el hombre de ciencia pertenece tanto como el no científico al mundo de la vida. Es más: desde aquí, la actividad científica es vista como una de las actividades posibles que dimanan de la intensa y compleja actividad que conforma ese mundo precientífico, de tal modo que la propia disposición para el quehacer de la ciencia no sería posible sino con un cambio de la actitud que se tiene naturalmente hacia el mundo. El hombre corriente puede ejercer, entre otras actividades, como hombre de ciencia, es decir, como hombre que está al servicio de una actividad que genera conocimientos científicos. Ahora bien, en cuanto es una actividad intencionalmente dirigida, cuando esa actividad cesa, incluso dentro del propio trabajo, el científico se dirige de nuevo respectivamente al mundo como un hombre más que vuelve a tener plenamente confianza en el conocimiento de la percepción sensible, en el lenguaje natural y en el sentido común. Las cuitas con las que tiene que proceder en su trabajo como científico son abandonadas.
Pero, en tercer lugar, el argumento más fuerte al que apunta Arendt es que es desde este mundo precientífico, que es el mundo común, el mundo de la pluralidad humana, al que los científicos también pertenecen, desde el que hay que hacer frente a las cuestiones y a los desafíos de la ciencia. La verdad de este conocimiento, dice Arendt, tiene que ver más con la validez de los acuerdos que con la de los juicios científicos (cfr. Arendt, 2003, p. 406). Así se nombra en este pasaje al proyecto arendtiano de una fenomenología de la esfera pública en cuanto esfera de validez del conocimiento político. La tesis central de Arendt es que la esfera pública es la esfera originaria a partir de la cual dimana el sentido de toda otra esfera de acción. Dicho de manera más cercana al lenguaje de la fenomenología, la esfera de la política señala la experiencia originaria como la que se da en el ser-uno-con-otros en el concierto de la comunicación, concierto que es posible fundamentalmente a través del lenguaje, que es, a su vez, el modo a través del cual aparece, en el horizonte de la experiencia humana, el sentido de las acciones humanas. Para Arendt, en definitiva, es en el carácter intersubjetivo de la comunicación, orientado por la validez propia de los acuerdos en el espacio público y no por la de la validez de las proposiciones de las teorías científicas ni por la de los acuerdos entre expertos, desde donde cabe recuperar una medida para lo humano que contrarreste la desmesura de ese saber científico/técnico cuyo dominio alcanza a todas las esferas de la experiencia humana. Ahora bien, para ello, siguiendo nuestra propia lectura, es necesario restaurar el sentido de lo que se hace manifiesto en el lenguaje, es decir, el concepto de “fenómeno” como lo que nos muestra el mundo en su aparecer. Solo de este modo es posible recuperar el espacio humano que está contenido en la esfera originaria de la experiencia política. La validez de los acuerdos está asentada así para Arendt en una experiencia originaria.
Y es la referencia a esta experiencia, por otra parte, lo que diferencia fundamentalmente su modelo de la esfera pública, comprendida en términos de comunicación, del modelo, por ejemplo, habermasiano. En la teoría de la acción comunicativa de Habermas se sostiene que todo otro lenguaje especializado, especialmente el utilizado por la ciencia y la técnica, ha de remitir a la concepción pragmática del lenguaje natural como último metalenguaje solo desde el cual aquel otro cobra sentido y solo desde el cual es posible orientar la acción comunicativa hacia el entendimiento.10 Sin embargo, lo que a raíz del planteamiento de Arendt estaría ausente del modelo de acción comunicativa de Habermas sería un planteamiento más radical en torno al modo en que el mundo de la vida se nos da en su aparecer.11 La restauración del mundo como espacio público, en el que es posible llegar a acuerdos, requiere así de una ontología fenomenológica. Esta ontología define el ámbito de experiencia como el pre-dominio que antecede al dominio de la experiencia de la esfera científico/técnica. Y sería este ámbito de experiencia el que daría verdaderamente el lugar del hombre en el universo, aunque su lugar físico quedara relativizado con nuevos descubrimientos astronómicos, físicos o biológicos. Es la constitución y la preservación del espacio humano y político para el común vivir el que da el verdadero lugar a la acción de los hombres. Si este ámbito se destruyese, para lo cual bastaría con dejar fuera de validez el sentido y el lenguaje comunes, se destruirá con él el valor mismo de los hombres sobre la Tierra. Para Arendt, este valor se expresa metafóricamente con la estatura del hombre en relación con el lugar en el que vive, pero también donde en un futuro podría vivir:
La conquista del espacio y la ciencia que lo hizo posible se han acercado peligrosamente a este punto [el reemplazo del lenguaje y el habla cotidiana por un formalismo de signos matemáticos]. Si alguna vez han de llegar a él de verdad, la estatura del hombre no habría bajado respecto a todas las normas que conocemos: estaría destruida (Arendt, 2003, p. 426).
Efectivamente, el lenguaje natural y las posibilidades humanas que en él se despliegan -mostrar la realidad, hacer posible la comunicación, el constituir las relaciones intersubjetivas, el llegar a acuerdos, etc.- dan la medida de lo humano. Si esto fuera sustituido completamente por el lenguaje formal de la ciencia, de la técnica o de las máquinas, o si de él fuera despojado como un sinsentido todo lo que no puede ser representable y, por tanto, dispuesto para la computación, o si quedara arrinconado como un lenguaje particular carente de valor, entonces, según Arendt, poco relevante sería cuán grande o pequeño es el hombre en relación con otros valores físicos u otras magnitudes, porque lo que da la medida a toda otra experiencia estaría ya destruido. Por ello, siguiendo con la metáfora arendtiana, la verdadera estatura del hombre viene dada por su capacidad discursiva y su capacidad de acción, y, por tanto, más que estar determinado su lugar por su posición en el universo, lo está por su dis-posición para manifestarse en el espacio público poniendo en ejercicio la facultad del juicio para entenderse. El lenguaje natural sobre el que recae la construcción del espacio público es de este modo el principal bastión de libertad frente a todos los procesos de formalización y mecanización de la experiencia, incluidos aquí, evidentemente, los procesos del tratamiento del conocimiento como mera información por parte de la inteligencia artificial. El espacio público se oscurece cuando la manifestación de todo lo que hace posible el lenguaje natural es orillada a un rincón de lo que públicamente es relevante y tomado en cuenta para las decisiones.
Ahora bien, esta ontología fenomenológica, desde la perspectiva de La vida del espíritu y concretamente desde el primer capítulo de la primera parte, dedicado, justamente, a la cuestión fenomenológica de la aparición (Erscheinung), ha de tener efectivamente la particularidad de poner la mirada, justamente, en aquellos elementos del lenguaje que se resisten a ser representados como conocimientos susceptibles de ser formalizados. Esta resistencia se nos hace presente como aquello que arraiga la condición humana a la Tierra. Para Arendt este arraigo queda cifrado en el contenido sensible del lenguaje que se nos muestra, como ya hemos apuntado, en la concepción metafórica de la propia lengua. La tesis de Arendt es que nuestro lenguaje natural está arraigado en la percepción sensible desde donde se originan y toman en última instancia su contenido las imágenes que se pergeñan en las metáforas. El análisis del lenguaje natural ya nos señala, por ello, al enraizamiento de nuestra sensibilidad en la Tierra.
Y es así como su pensamiento queda abierto a la perspectiva ecológica en cuanto que esta raigambre de lo humano en la sensibilidad no es, en modo alguno, algo exclusivo de nuestra condición humana; antes bien, y bien vistas las cosas, es algo que los hombres compartimos con todos aquellos seres vivos a los que nuestro propio destino, en el horizonte de la amenaza de toda destrucción de la vida sobre la Tierra, está unido. Solo sobre este aparecer primero sensible puede luego ser reducido, en el sentido fenomenológico, el aparecer propio de los hombres en el espacio público a través del lenguaje común y de la razón, reducción que, por otra parte, no puede ser totalmente completada, y es por ello que esos restos de sensibilidad permanecen en el lenguaje como aquellas imágenes que no pueden ser reducidas a mera información sin perder el sentido que aportan al lenguaje natural. Es más, podría decirse que para Arendt ese carácter figurado del lenguaje, propio de la metáfora, aparece sobremanera en aquellas experiencias que rompen los límites de nuestras experiencias más cotidianas, tal y como sucedió en los totalitarismos. Las metáforas, en este sentido, nos permiten pensar acerca de aquellas experiencias que se retraen a ser acomodadas a las categorías del pensamiento racional. La tesis del origen metafórico del lenguaje viene en última instancia a poner de manifiesto los límites mismos del lenguaje cuando este es sometido a la formalización para hablar de las experiencias radicales de la vida. Profundicemos, para finalizar, en este carácter sensible que está irreductiblemente presente a través de la lengua en nuestra condición humana.
5. La condición humana arraigada
En el comienzo del capítulo I de La vida del espíritu, Arendt sostiene una tesis fenomenológica acerca del mundo como fenómeno (Erscheinung):12
El mundo en el que nacen los hombres abarca muchas cosas, naturales y artificiales, vivas y muertas, efímeras y eternas; todas tienen en común que aparecen [appear, erscheinen] lo que significa ser vistas, oídas, probadas y olidas, ser percibidas por criaturas sensitivas dotadas de órganos sensoriales adecuados (Arendt, 2002a, p. 43).
Para Arendt, todo lo que es del mundo tiene en común que aparece o, mejor dicho, lo que es común de todo lo que hay es que aparece. Aparecen tanto las cosas artificiales como los seres naturales. Pero, destacadamente, aparece lo que hace posible todo aparecer: las criaturas vivas, esto es, los seres dotados de sensibilidad. El aparecer requiere de criaturas sensibles ante las cuales aparecer. Lo que aparece es lo que es, en primer lugar, percibido; en segundo, reconocido; y, por último, aquello ante lo que se puede reaccionar (cfr. Arendt, 2002, p. 43). Es correlativo al mundo, como un lugar de aparición, la presencia de seres vivos. Pero, en este texto, que introduce la cuestión del pensar en la vida del espíritu, el aparecer, en una primera instancia, es propio no solo de los seres humanos, sino de todo ser sensible, de todo ser que vive. Allí donde algo es percibido, reconocido, y es algo ante lo que puede reaccionarse, hay lugar para el aparecer, y de tal modo que, para todos los seres vivos, a pesar de sus diferencias, el ser no se distingue de su aparecer: Así, dice Arendt lo siguiente: “Sin embargo, todas las criaturas dotadas de sentidos tienen en común la apariencia considerada como tal: primero, un mundo que se les aparece […]” (Arendt, 2002a, pp. 44-45; énfasis mío). En conclusión, “percibir”, “reconocer” y “reaccionar” son los verbos en los que se ejecuta primariamente la actividad propia del aparecer, y de tal manera que la capacidad de percibir requiere también la capacidad de reconocer lo que se percibe, y estas dos, a su vez, están siempre presupuestas en la capacidad de reacción de unos seres sensibles con respecto a otros.
Arendt parte para su análisis del pensar del hecho inicial de que los seres humanos están arraigados a la Tierra en su sensibilidad. Pero es este arraigo el que comparten primariamente con los demás seres vivos. La especie humana, como las demás, tiene su arraigo en la Tierra y comparte con las otras el hecho de que el mundo se muestra básicamente a la percepción en sus aspectos sensibles. La percepción sensible está en el origen de todo otro modo de conocer, de tal modo que, sin ella, no podría hablarse del mundo como un plexo de relaciones entre seres artificiales y seres vivos. Las cosas externas del mundo aparecen prima facie a la percepción sensible. El mundo constituido como el espacio público de aparición presupone siempre de suyo el mundo constituido como el aparecer en la sensibilidad de unos hombres respecto de otros, pero también, en el entrado del mundo, de unas especies con otras. Naturalmente, la sensibilidad que arraiga a la Tierra a los seres vivos constituye un factum que hace posible el hecho fundamental del aparecer como un mostrarse el mundo en la variedad y riqueza de sus aspectos.13 Sin este arraigo a la Tierra, que representa nuestra condición humana natural, no sería posible nuestra apertura radical al mundo, pues este, antes que una construcción teórica, siempre se nos muestra, como dice Arendt en el texto citado, a los seres dotados de órganos sensoriales adecuados.
Pero, los seres vivos, desde esta caracterización fenomenológica, no solo son aquellos ante los que aparece el mundo, sino también aquellos que, al hacer acto de aparición, requieren de la presencia de otros seres vivos. El aparecer es siempre un aparecer de-uno-ante otros, de-unos-junto-a-otros. Arendt alude a la metáfora del teatro para dar cuenta de este acto de aparición. Lo que resulta más interesante es que ella aplica esta metáfora no solo al acto de aparición en la esfera pública a través de la palabra y de la acción, sino también, en esta descripción básica del aparecer sensible, al común de los seres vivos: “Los seres vivos hacen su aparición como actores en un escenario preparado para ellos. El escenario es el mismo para todos los que están vivos, pero parece distinto para cada especie diferente incluso para cada individuo” (Arendt, 2002a, p. 45). El mundo, en cuanto entorno natural, es el lugar de aparición para los seres vivos en general, aunque evidentemente la comprensión del espacio de la aparición como si de un escenario se tratase solo pueda decirse propiamente de los hombres y aunque para los hombres el mundo natural ya siempre esté mediado, como diría Hegel, por el espíritu. Ahora bien, que Arendt haga aquí estas referencias a un suelo común para todos los seres vivos implica que, incluso para la actividad del espíritu del pensamiento, no puede soslayarse la raíz sensible que los hombres comparten con el resto de los seres vivos.
Por último, el rasgo característico de los seres sensibles no es solo que ellos son aquellos ante los que comparecen las cosas del mundo, sino que ellos mismos han de ser contados entre los seres que llevan en sí el carácter de aparecer en la Tierra. Los seres sensibles son seres que aparecen porque también son seres que desaparecen, entran en el mundo a través del nacimiento y desaparecen cuando mueren. De nada que no esté dotado de esa estructura sensible puede decirse que nace o que muere, aunque, ciertamente, el conocimiento de este aparecer del aparecer y de este aparecer del desaparecer ya no es algo que pueda hacerse mediante los órganos sensoriales, ni algo que pueda encontrar su razón de ser en una percepción sensible. Alude, por tanto, a ese otro tipo de conocimiento que se eleva sobre lo sensible y que necesariamente ha de trascenderlo para dar razón de él, es decir, para dar razón tanto del aparecer como del desaparecer. Este tipo de conocimiento tradicionalmente ha sido denominado, frente al conocimiento de lo sensible, conocimiento de lo inteligible.
Para Arendt, las facultades que hacen posible esta trascendencia del conocimiento de la percepción sensible son el pensamiento, la voluntad y el juicio. Ellas son, por tanto, los medios con los que contamos los humanos para tratar y habérnoslas en ese mundo que se nos da originariamente en sus aspectos sensibles. Pero, de nuevo, a diferencia del modo en que la metafísica ha explicado el origen de estas facultades, para Arendt, ese origen radica en el surgimiento de la aparición del hombre sobre la Tierra: “Las facultades humanas, a diferencia de las condiciones y circunstancias de la vida humana, son coetáneas de la aparición del hombre sobre la Tierra” (Arendt, 2002a, p. 241). La actividad del pensar, del querer y del juzgar han de verse, por tanto, en su origen, como actividades propias de nuestro estar en el mundo como seres naturales, aunque, ciertamente, la descripción fenomenológica de estas actividades no ha de quedar reducida a esto, pues lo conocido, lo realizado y lo juzgado por ellas -su contenido noemático, como diríamos en terminología husserliana- no está sometido a las condiciones naturales de la vida del hombre. Es decir, que nuestras facultades tengan un origen natural no ha de implicar per se el compromiso ontológico con el naturalismo, aunque esto, en el otro extremo, tampoco puede significar que quepa una racionalización completa del aparecer sensible del mundo. Como ha dicho Laura Boadella, la primacía de la apariencia viene en última instancia a significar que lo sensible, lo emocional, lo pasional no pueden objetivarse definitivamente (cfr. Boadella, 2018, p. 195). De este modo, la tesis de Arendt sobre el aparecer tiene su lugar fuera del arco de la tradición metafísica, devolviendo así a las capacidades naturales el poder tratar con ese mundo que se nos aparece. Arendt dirá, por ello, en este sentido, que llegamos al mundo bien equipados “para tratar con cualquier cosa que nos aparezca y para participar en el juego del mundo” (Arendt, 2002a, p. 46).
Conclusión
En el prólogo a La condición humana, Arendt quiso que leyéramos su propuesta de análisis de las esferas de la experiencia humana de la vita activa y la lectura crítica que a partir de ellas hace de la Modernidad desde el peligro que suponía la ruptura de los hombres con la experiencia sensible que nos arraiga a la Tierra en el logro del artificio. De este modo, Arendt asevera lo siguiente: “El artificio humano separa la existencia humana de toda circunstancia animal, pero la propia vida queda al margen de este mundo artificial y, a través de ella, el hombre se emparenta con los restantes organismos vivos” (Arendt, 1993, pp. 14-15). La ciencia y la técnica contemporáneas no pueden ser comprendidas si se deja al margen su pretensión de romper esta vinculación al menos de una triple manera: en el deseo de emancipación de la vida en la Tierra con la conquista del espacio, en el de intentar crear o, en su caso, manipular la vida artificialmente, y en el de operacionalizar todo ámbito de experiencia humana hasta llegar a incluir en nuestro tiempo, más allá de lo que Arendt manifestó, el tratamiento de la experiencia de nuestro pensamiento como simple procesamiento de la información.
La pretensión de vivir fuera de la Tierra hoy se ve como un sueño lejano aunque no cejemos en el intento de querer conocer ese espacio exterior y de querer saber si en algún lugar se reúnen las condiciones para vivir.14 Del mismo modo, la ingeniería genética, aunque se cuenta entre los grandes avances de la ciencia contemporánea,15 aún está lejos del alcanzar el desiderátum de la edición genética para los seres humanos, desiderátum del que Arendt ya habló como el que corresponde a la capacidad de la ciencia para fabricar al hombre futuro, lo cual ella vaticinaba, a la altura de su tiempo, que se haría efectivo no más tarde de un siglo.
Ahora bien, lo que sin duda parece haber seguido imparablemente su marcha es el poder de la técnica para transformar la condición humana. Hoy puede certificarse que la técnica, recogiendo la expresión de Jonas, es la vocación de la humanidad en la medida en que todos los ámbitos de experiencia humana han pasado a ser mediatizados y controlados por la propia técnica, la cual ya no solo facilita, ayuda y rentabiliza el esfuerzo humano en el tiempo del trabajo, sino también nuestro tiempo de ocio y el conjunto de nuestras relaciones sociales. En su mediatización, la técnica ha alterado profundamente los aspectos fundamentales en los que se constituye nuestro mundo: la vivencia de las relaciones de unos con otros, la de la temporalidad, la de la especialidad, etc. Lo que aquí he llamado “tecnificación de la experiencia” ha transformado el mundo, como se dice en Duque (2000, p. 5), en una fábrica de elaboración de informaciones a través de la codificación y transmisión de toda experiencia.
No obstante, más allá incluso de esto, hoy, para nosotros, pervive el peligro de una amenaza global de destrucción de la vida sobre la Tierra, pero ya no se nos figura tanto en el poder de aniquilación de las armas de destrucción masiva, como las bombas nucleares, cuanto en la posibilidad de destrucción ecológica de la biosfera. La crisis medioambiental es un desafío que no cabe pensar solamente como un acontecimiento natural, un evento, por ejemplo, de carácter geológico, ecológico o termodinámico, sino como un hecho ontológico que ha de llevarnos a repensar el ser como vida.16 Arendt, que pudo ver a la altura de su tiempo de qué modo las sociedades occidentales se fraguaban paulatinamente bajo las demandas infinitas de consumo,17 no pudo, sin embargo, ver que esas demandas supondrían a largo plazo el quiebre irreversible de la sustentabilidad del oikós de la Tierra.
Ahora bien, este desafío, que es global y que no puede ser desligado de los señalados anteriormente, nos obliga a retornar a la filosofía práctica desde la perspectiva ecológica. El pensamiento de Arendt, como aquí hemos puesto de manifiesto, propone volver al mundo precientífico de la vida para restañar desde ahí el sentido humano perdido en la crisis de la ciencia y de la técnica modernas y contemporáneas. Recuperar este sentido pasa por volver a darle a la ciencia su papel en el conocimiento humano sin falsas promesas, papel que, para Arendt, está en que la propia ciencia no se aleje del ámbito de experiencia del sentido común y de tal modo que, aunque tenga que utilizar instrumentos para hacer aparecer los fenómenos como lo que permanece oculto, retorne siempre al mundo del sentido humano del común de los hombres (cfr. Arendt, 2002a, p. 81). Solo así puede recobrarse el sentido allí donde este se constituye: en la esfera originaria de la experiencia del espacio público, cuyos radicales, como bien se sabe, son la acción y el discurso: la acción discursiva o comunicativa. Ahora bien, el aspecto del pensamiento de Arendt que aquí hemos subrayado, en la perspectiva de una ecopolítica que definiría un nuevo ámbito originario para la política ante la amenaza global de la destrucción de la vida en la Tierra, es que la acción y el discurso no pueden pensarse sino en su arraigo sensible. Y este arraigo sería tan originario que incluso la más abstracta de nuestras acciones, la acción comunicativa, llevaría en sí esa marca de sensibilidad que se hace presente en el carácter irreductible de la presencia de imágenes en nuestras lenguas, principalmente a través de la metáfora, y que denotaría, pese a todos los intentos de informatización de los lenguajes para hacerlos operativos, que las lenguas permanecen vivas en su contacto con la experiencia sensible en el mundo. Tiene que ser así si el espacio público, como espacio común para la manifestación de la pluralidad, ha de ser también el espacio en el que se muestran los fenómenos como manifestaciones de ese mundo al que estamos arraigados. Nuestro destino, como pluralidad viviente, está ligado inexorablemente al destino de la Tierra como el nombre que damos a la naturaleza en su carácter dinámico y vivo, eso que los griegos ya nombraron physis.
Pero aquí queda abierta la cuestión acerca de qué modo particular, en las actividades del espíritu, en el pensamiento, en la voluntad y el juicio, está presente también este arraigo. No podemos profundizar ya en este estudio; sin embargo, desde aquí podemos vislumbrar, más allá también de que Arendt haya sido considerada como una precursora de la filosofía medioambiental en el contexto social y político de la Guerra Fría, los nuevos horizontes que para una filosofía política pueden encontrarse en su pensamiento. Valdivielso, que ha visto, como dijimos, en Arendt a uno de estos precursores de la filosofía medioambiental, dice lo siguiente:
Probablemente falte revisar la historia de la filosofía política desde esta idea de huida de la condición humana, de la inevitable raigambre biológica del animal humano, del mismo modo en que otras tradiciones como el feminismo, nos obligan ya releer los clásicos con otros ojos (Valdivieso, 2008, p. 320).
Si nuestra lectura no es desacertada, Arendt, siendo una precursora del pensamiento medioambiental, inició el camino por el que ha de transitarse hacia esa revisión de la filosofía política. El camino de esta revisión pasa por regresar de la huida y transformación de la condición humana a través de la técnica a su origen natural a través del cuidado de la sensibilidad, que es irreducible aun en las actividades del espíritu.
La exigencia planetaria en la que debe plantearse la cuestión de la ética, la política y el derecho tiene que devolver nuestra mirada a la débil raíz de nuestra condición humana en la sensibilidad como el hecho fundamental que compartimos con el resto de los seres vivos a los que nuestro destino está unido. Que veamos la necesidad de hacer de esta exigencia la tarea fundamental de la razón práctica en nuestro tiempo depende en gran medida de si logramos reorientar nuestro modo de estar en el mundo hacia una genuina acción política en el que la palabra quede al servicio del cuidado de la vida. Que esto sea a su vez posible va a depender de meditaciones como esta, donde la reflexión se hace cargo de esta crisis que, en nuestro desarraigo de la Tierra, hoy recorta el horizonte de la vida en su sentido quizás más elemental pero también más fundamental en la medida en que, desde el final de la Segunda Guerra Mundial, la emergencia de este mundo global parece correr paralelamente a su propia destrucción.