Introducción. Estudio de las dimensiones más profundas de la conciencia
La figura de Emmanuel Levinas ocupa un lugar central en la escuela fenomenológica francesa del siglo XX. Su pensamiento, sin embargo, debe ser caracterizado como un quehacer que, a pesar de ser deudor de la filosofía husserliana, no sigue al pie de la letra todo su desarrollo. Existen, incluso, diversos momentos en los que la crítica levinasiana se dirige a exponer las limitaciones que -desde su punto de vista- presenta el análisis intencional al dar cuenta de aquellas experiencias irreductibles a un esquema noético-noemático; considérese como ejemplo el tipo de ética sui generis que caracteriza a la obra levinasiana. Con ello en mente, cabe preguntar si el pensamiento levinasiano puede ser considerado como una investigación de corte fenomenológico al no desarrollarse a través de un análisis intencional y la explicitación de las síntesis que le son correlativas; planteado de otra manera: si la filosofía levinasiana no explicita estructuras intencionales, ¿qué la caracteriza como fenomenológica?
Para responder a esta interrogante debemos ampliar la comprensión del quehacer fenomenológico a partir de lo siguiente: ¿cuál es el objetivo del análisis intencional? Este no es otro que comprender los mecanismos y procesos a partir de los cuales la conciencia constituye unidades de sentido; se trata de comprender cómo la vida consciente llega a vivir un “mundo” significativo como consecuencia de su rendimiento. Si se considera lo anterior, puede comprenderse que la fenomenología es un estudio de la vida consciente que se vale del análisis intencional para tal fin. En ese sentido, cabe preguntar -y es aquí donde entra la caracterización fenomenológica de Levinas- hasta dónde llega el análisis intencional en la aclaración del funcionamiento de la conciencia. El estudio de la intencionalidad, ciertamente, permite explicitar diversas dinámicas sintéticas operadas por la vida consciente; tales dinámicas constituyen unidades de sentido de diversos tipos y variados grados de complejidad. A partir de ello, uno puede preguntar si todos los procesos y dinámicas que ocurren en el desarrollo de la conciencia se dejan comprender en función de la correlación noesis-noema. La respuesta que surge a esta cuestión, desde un marco de pensamiento levinasiano, es negativa; dicho de otra manera, las síntesis constituyentes de sentido -a través de correlaciones noético-noemáticas- analizadas en el estudio de la intencionalidad no agotan los procesos y dinámicas que tienen lugar en el devenir de la vida consciente. Es a la luz de tal idea que debe comprenderse el señalamiento levinasiano hacia la intencionalidad husserliana. No se trata de desacreditar los innegables logros teóricos que la fenomenología del moravo nos ha legado. Se trata, más bien, de ofrecer un esquema de la vida consciente que no solo concede el justo lugar a las síntesis intencionales dentro del discurrir de la conciencia, sino que, además, reconoce que dentro de su mismo desarrollo sobrevienen movimientos y dinámicas cuya naturaleza no se deja describir a cabalidad como consecuencia de un presunto rendimiento intencional. El caso paradigmático que viene a la mente es el de la ética; sin embargo, dentro de la propia fenomenología de Levinas existen otros momentos que pueden ser comprendidos como una excedencia de sentido que rompe con las estructuras intencionales y la actividad sintética correlativa. Lo anterior permite ofrecer una caracterización del quehacer fenomenológico levinasiano: se trata, pues, de un estudio de la conciencia -o una apología de la subjetividad, como Levinas mismo lo expresa (cfr. Levinas, 2016, p. 19)- dirigida al análisis de sus capas más recónditas, en donde el lituano coloca no solo su ética sui generis, sino también los ámbitos de la sensibilidad y del il y a. Tal caracterización surge no solo de la lectura atenta de su obra, sino de una afirmación, entre otras, del mismo Levinas. En 1975 -al celebrarse el aniversario de la Universidad de Leyde- Levinas, respondiendo a Theodoro de Boer -quien le cuestionaba sobre su método, que remonta el análisis intencional hasta su origen- afirma:
Pienso que, a pesar de todo, lo que hago es fenomenología, aunque no haya reducción conforme a las reglas exigidas por Husserl, aunque no sea respetada toda la metodología husserliana. El rasgo dominante […] es que, al remontar de lo pensado hacia la plenitud del pensamiento mismo, descubrimos dimensiones de sentido siempre nuevas, sin que en ello haya ninguna implicación deductiva, dialéctica o de otro tipo. Es este análisis el que me parece la novedad husserliana, y el que, al margen de la metodología propia de Husserl, sigue siendo una adquisición duradera para todos; me refiero al hecho de que si, al partir de un tema, llego hasta las “maneras” en que a él se accede, esta manera en que se accede a él resulta ser esencial para el sentido de ese mismo tema: nos revela todo un pasaje de horizontes que han sido olvidados y con los cuales lo que se muestra ya no tiene el sentido que tenía cuando uno lo consideraba directamente vuelto hacia él. La fenomenología no consiste en erigir los fenómenos en cosas en sí; consiste en remitir las cosas en sí al horizonte de su aparecer, de su fenomenalidad, en hacer aparecer el aparecer mismo por detrás de la quididad que aparece, aunque este aparecer no incruste sus modalidades en el sentido que entrega a la mirada. Esto es lo que queda, incluso si la intencionalidad ya no es considerada teorética, aun cuando ya no sea considerada acto. A partir de la tematización de lo humano, se abren dimensiones nuevas, esenciales para el sentido pensado. Todos los que así piensan y buscan esas dimensiones para hallar ese sentido practican la fenomenología (Levinas, 2001, pp. 124-125; cursivas mías).
Lo anterior permite comprender el sentido de la fenomenología levinasiana1 y caracterizar la dirección de sus desarrollos y análisis: se trata de explicitar las dimensiones de sentido más hondas de la vida subjetiva, sobre todo aquellas que -desde el punto de vista de Levinas- no se dejan tematizar en función de un estudio de la intencionalidad. Lo anterior no significa que la fenomenología levinasiana no conceda el lugar justo a las síntesis noético-noemáticas que, de hecho, permiten comprender y plantear el funcionamiento de variados procesos que ocurren en la conciencia. Más que señalar una deficiencia teórica o conceptual, Levinas indica que dentro de la constitución de la vida consciente -es decir, dentro del proceso de subjetivación- existen y ocurren dinámicas cuya naturaleza no puede ser comprendida o descrita estudiando, solamente, las síntesis intencionales de la conciencia. Su fenomenología, pues, se consagra al estudio de las capas más profundas en las cuales tiene origen no solo el sentido del “mundo”, sino también el advenimiento de la subjetividad. De tal manera, es posible proponer un esquema de la vida consciente que no se agote en el estudio de la intencionalidad y que, por el contrario, remita al horizonte que la sostiene.2 La exposición de tal esquema coincide con una interpretación del proceso de subjetivación que puede ser encontrado en la obra levinasiana; es decir, se trata de comprender las dinámicas que llevan a la subjetividad a constituirse tal cual es.
I. El hay y el inicio de la subjetivación
De la existencia al existente es parte de la producción temprana de Emmanuel Levinas. Fue publicado en 1947; parte de los análisis ahí desarrollados fueron escritos mientras Levinas se encontraba en el campo de prisioneros de la región de Hannover, en el Stalag XI-B.3 La influencia heideggeriana de la obra es notable, al punto de que el segundo maestro de Friburgo parece la figura a interpelar. Este hecho no debe distraer de la postura propia de Levinas ni de su originalidad, que acaso utiliza la figura y pensamiento de su segundo mentor alemán como pretexto para exponer su propia investigación (cfr. Levinas, 2000, p. 19). El libro resulta importante para el rastreo del proceso de subjetivación porque en él pueden encontrarse los planteamientos de juventud relativos al problema orbitando, en este caso, en torno a la correlación existencia-existente. La exposición es compleja, densa, quizás no tanto a causa de la pluma de Levinas sino por lo complicado de los temas expuestos: explicar lo real siempre ha sido una tarea exigente; explicar la génesis del sujeto no lo es menos.
Para exponer el problema cabe considerar, brevemente, el papel del “mundo” en el planteamiento fenomenológico. Su sentido remite, de manera natural, al horizonte en el que ocurre la vida singular de cada cual; decir que toda actividad o acontecer de la vida se lleva a cabo en el escenario del “mundo” es un hecho asequible a cualquiera y comprobable en la cotidianidad. Sin embargo, desde el punto de vista filosófico -y fenomenológico- el horizonte del “mundo” no es solo el telón de fondo del acontecer, sino que su sentido será siempre analizado y estudiado en función de su relación con la conciencia. Dicho de otra manera, existe una correlación intencional y estructural entre conciencia y “mundo” (cfr. Levinas, 2006, pp. 57-58; 2004, pp. 65-80). Esto significa que, a partir de su rendimiento intencional, la conciencia constituye el horizonte del “mundo”,4 dotándole de sentido;5 el análisis fenomenológico explicitará, precisamente, las estructuras intencionales que, imbricadas unas con otras, efectúan tal constitución. De tal manera, cuando se dice que la intencionalidad remite al hecho de que la conciencia siempre tiene un objeto como correlato, puede interpretarse también -considerando la imbricación compleja de síntesis pertinentes- en el sentido de que el “mundo” es el correlato de la conciencia.
Téngase lo anterior presente para introducir la siguiente cuestión: el análisis intencional -al explicitar los rendimientos que la conciencia ha efectuado para constituir un “mundo”- parece partir del hecho de que ya hay un “mundo” dado y constituido que debe ser estudiado, comprendido o analizado. Tal asunción resulta totalmente pertinente; sin embargo, no agota las posibilidades del quehacer filosófico. Por el contrario: abre la posibilidad de preguntar por el origen y la génesis de tal “mundo” y de su correlativa subjetividad. Es en tal marco que se introduce el estudio del proceso de subjetivación. Ahora bien, como ya se indicó, la fenomenología levinasiana se encuentra dirigida al estudio de las dimensiones más profundas de la vida consciente, en relación con lo cual cabe preguntar: ¿cómo realizar tal tipo de análisis? Para responder, debe tenerse en mente la apropiación que Levinas hace de la reducción fenomenológica6 aprendida de Husserl. Como es sabido, la epojé fenomenológica indica el momento en que la vida consciente toma distancia frente al “mundo” de la experiencia vivida en actitud natural; una vez que se ha adquirido tal distancia, se abre la posibilidad de “tomar” los contenidos de conciencia (vivencias) y estudiarlos como unidades de sentido (análisis intencional). Ahora bien, en relación con lo anterior, la fenomenología levinasiana parece operar una tensión radical hasta el punto de que las unidades de sentido que revela el análisis intencional dejan de ser el objeto de estudio propio de su fenomenología. En esa dirección, la fenomenología levinasiana parece plantear, más bien, lo siguiente: ¿qué procesos y dinámicas acontecen en la vida consciente aun “antes” de que se haya efectuado la constitución de cualquier unidad de sentido?; ¿qué ocurre “antes” de la constitución intencional del “mundo”? La fenomenología levinasiana ofrece respuestas a tales cuestiones y, al hacerlo, proporciona también un complejo esquema del proceso de subjetivación. Cabe notar que, a pesar de no retomar el método fenomenológico al pie de la letra, Levinas no deja de ser consciente de la pertinencia de este para sus intereses teóricos y filosóficos (cfr. Levinas, 2005, pp. 67-75). En ese sentido, su fenomenología se realiza -a pesar de no afirmarlo explícitamente- bajo la distancia teórica que la epojé fenomenológica provee:7
La reducción fenomenológica de Husserl, la famosa epoché, vuelve a encontrar así para nosotros su significación. Ella reside en la separación que señala entre el destino del hombre en el mundo, donde hay siempre objetos dados como seres y acciones que llevar a cabo, -y la posibilidad de suspender esa “tesis de la actitud natural”, de empezar una reflexión filosófica propiamente dicha y donde el sentido de la “actitud natural” como tal -es decir, del mundo- puede volver a encontrarse. No es en el mundo donde podemos decir el mundo (Levinas, 2000, pp. 53-54).
Se trata, pues, de indicar que para comprender el sentido del “mundo” es necesario estudiar las dinámicas que han permitido su constitución desde la distancia teórica pertinente. Asumiendo lo anterior -entrando ya al análisis del proceso de subjetivación- es posible plantear lo siguiente: aceptando el hecho de que mundo y conciencia se encuentran constituidos (ya dados) como tales, cabe suponer que la pregunta por el origen de la conciencia -de la subjetividad- debe remitir, necesariamente, a un punto en el que tal constitución no se haya efectuado; es decir, una investigación fenomenológica sobre el proceso de subjetivación -que, en su primer momento, se consagra a la pregunta por la génesis de la subjetividad- dirige su atención a un momento en el que la correlación intencional conciencia-mundo aún no guía el análisis fenomenológico; con ello en mente, cabe preguntar: ¿qué puede haber antes de tal correlación? Es como respuesta a tal cuestión que Levinas postula la noción del hay (il y a):
El hay, en su rehusarse a tomar una forma personal, es el “ser en general”. No tomamos esa noción a partir de un “ente” cualquiera -cosas exteriores o mundo interior-. El hay trasciende, en efecto, tanto la interioridad como la exterioridad, e incluso, no hace posible esa distinción. La corriente anónima del ser invade, sumerge todo sujeto, persona o cosa. La distinción sujeto-objeto, a través de la cual abordamos los existentes, no es el punto de partida de una meditación que aborde el ser en general (Levinas, 2000, pp. 77).
La metodología levinasiana pretende extender el alcance de la epojé fenomenológica hasta más allá del horizonte del “mundo” preguntando, incluso, qué hay “antes” de este. No se trata ya de objetivar el flujo vivencial de la conciencia para estudiar la constitución de las unidades de sentido que en él tienen cabida; antes bien, se trata de comprender las condiciones que posibilitan el advenimiento de tal flujo y de las configuraciones sintéticas que este propicia. En esa dirección, la fenomenología levinasiana presenta su cara existencialista al poner sobre la mesa la problemática del “ser en general” y su correlación con la aparición de la subjetividad. En tal marco, Levinas ofrece la exposición del mero hecho de que hay existencia comprendiéndolo de un modo impersonal y planteándolo como ajeno a la constitución de un sujeto que la experimente. Es decir, si para el análisis intencional la experiencia de un objeto remite, necesariamente, al sujeto que la vive (noema de una noesis), el hecho del “hay” (il y a) se realiza como pura existencia sin sujeto alguno; más aún, se realiza sin siquiera la remisión a un ente cualquiera que se preste a determinación lingüística o de ningún tipo. El “hay” impersonal es la ambigüedad absoluta, la indeterminación primigenia de la que habrá de surgir el orden y el “mundo”; se trata, pues, de un momento ajeno a toda síntesis:
Hay, forma impersonal, como “llueve” o “hace calor”. Anonimato esencial. El espíritu no se encuentra frente a un exterior aprehendido. Lo exterior -si nos atenemos a ese término- permanece sin correlación alguna con un interior. No está dado. No es ya mundo. Lo que se llama el yo está, a su vez, sumergido bajo la noche, invadido, despersonalizado, ahogado por ella. La desaparición de todo y la desaparición del yo remiten a lo que no puede desaparecer, al hecho mismo del ser en que se participa se quiera o no, sin haber tomado la iniciativa, anónimamente. El ser permanece como un campo de fuerza, como un pasado ambiente que no pertenece a nadie, pero permanece como universal, retornando al seno mismo de la negación que lo aparta, y en todos los grados de esa negación (Levinas, 2000, p. 78).
Recordemos que se trata de una investigación de orden fenomenológico, por lo que el acusar la invalidez del “mundo” en la cita anterior debe comprenderse como el correlato de la conciencia que es constituido como unidad de sentido. Más aún, la puesta en cuestión de tal “mundo” extiende su alcance hasta la propia subjetividad, de tal suerte que sobre los dos polos de la correlación intencional se opera un desvanecimiento de toda actividad sintética y constitutiva para explicitar el factum puro e irrefutable de la existencia: Levinas lo llama il y a. Al habilitar el análisis de tal instancia, el estudio fenomenológico de la vida consciente -en la postura levinasiana- pone sobre la mesa una dimensión de profundidad en la que no solo no se encuentra ninguna objetividad constituida, sino que ni siquiera ha ocurrido el advenimiento de la subjetividad aun en sus formas más primigenias. Es decir, en el acontecimiento indeterminado del hay no ha devenido aún sujeto alguno que experimente y se consagre como dueño de sus vivencias. En el suceso impersonal de la existencia -del hay- no hay un “mundo” y, correlativamente, tampoco se ha constituido un ego en ninguna de sus formas; la vida consciente no ha llegado aún a configurarse como flujo temporal idéntico.
A la luz de lo anterior cabe preguntar lo siguiente: ¿cómo o en qué momento surge un flujo temporal (una conciencia) dentro de la indeterminación del hay? A tal respecto, el análisis levinasiano indica como respuesta un punto en el cual -en el horizonte indeterminado del hay- se opera una iteración primera y originaria; es decir, se trata de un desgajamiento de la existencia con relación a sí misma que tiene como resultado el advenimiento de un existente. Cabe aquí indicar que este existente no se identifica inmediatamente con el flujo temporal que terminará por constituir, en su momento, a un ego dueño de sus propias vivencias; es, más bien, la condición de posibilidad de estos. Se trata, sobre todo, de indicar que el movimiento por el cual el ser -en su modalidad de una existencia indeterminada o hay- se desfasa con relación a sí mismo y tiene como resultado un existente que asume, precisamente, la existencia que lo abraza inexorablemente. Es este el primer acontecimiento ontológico que cabe explicitar en el advenimiento de una subjetividad: el instante en el cual en la existencia anónima, por obra de una iteración originaria, nace un existente comprometiéndose con la existencia que pierde su anonimato.
Ahora bien, cabe diferenciar esta primera iteración de una conciencia ya comprendida como un flujo temporal unitario por la siguiente razón: al desarrollar el análisis concerniente al instante,8 Levinas indica principalmente el surgimiento de una singularidad existente, es decir, de una posición ontológica que funge como condición de posibilidad de la génesis de sentido, si bien esto último ocurrirá en la dimensión ontológica pertinente. La descripción levinasiana del instante señala, sola y únicamente, una iteración originaria, un repliegue primario del ser sobre sí mismo que tiene como consecuencia el nacimiento de una singularidad que acaso aún no cabe identificar como conciencia a causa de que no se trata propiamente de un flujo temporal. Dicho de otra manera, el instante, en cuanto tal, no se trasciende ni en una dirección retencional ni en una dirección protencional; su función ontológica radica, principalmente, en establecer una posición:
Con respecto al acontecimiento de la posición, no hay ninguna preexistencia del sujeto. El acto de la posición no se despliega en alguna dimensión de la que sacaría su origen, surge en el mismo punto donde actúa. […] El acto se trasciende. El acto de la posición no se trasciende. Ese esfuerzo que no se trasciende constituye el presente o el “yo”. A la noción de existencia […] oponemos la noción de un ser cuyo advenimiento mismo es un repliegue en sí, que, en cierto sentido, contra el extatismo del pensamiento contemporáneo, es una sustancia (Levinas, 2000, p. 111).
Aunque no lo hace explícitamente, al señalar que el instante de posición no se trasciende, Levinas parece distinguirlo de la estructura del “presente viviente”, siendo que este último posee un lugar distinto en el proceso de subjetivación ya correlativo de procesos sintéticos. Puede decirse, entonces, que el instante funge como condición de posibilidad de las síntesis que darán origen a una conciencia como flujo temporal unitario e idéntico. De tal manera, el instante en el cual el existente asume la existencia provee de la posición originaria a una singularidad que -en la dimensión pertinente- se constituirá como conciencia y -en su momento- como ego empírico y trascendental. A la luz del espíritu de la fenomenología levinasiana, es decir, en la búsqueda de las dimensiones más profundas de la vida consciente, puede postularse como primer momento del proceso de subjetivación el instante, comprendido como una iteración originaria en función de la cual una singularidad asume su existencia. Recalco que la relevancia de este momento no es menor, puesto que señala una posible respuesta a la pregunta por el origen de la vida consciente. En ese sentido, mi hipótesis relativa a su advenimiento -basada en mi lectura de Levinas- se enuncia como sigue: el surgimiento de la vida consciente se realiza a partir de una iteración de la vida sobre sí misma; es tal iteración originaria la que da pauta a la constitución de un flujo temporal unitario -es decir, a una conciencia comprendida ya en un marco fenomenológico-.9
El acontecimiento ontológico por el cual la existencia es asumida y, al mismo tiempo, se origina la conciencia es llamado por Levinas hipóstasis. Tal término resume las dinámicas propias del proceso de subjetivación descritas hasta ahora: desde la indicación omnipresente del hay indeterminado hasta el surgimiento en él de una iteración originaria, es decir, de un existente. En ese sentido, la hipóstasis y sus correspondientes procesos dan cuenta de una primera etapa del proceso de subjetivación que se colige de la fenomenología levinasiana. Así:
Buscábamos la aparición misma del sustantivo. Y para indicar esa aparición hemos recuperado el término hipóstasis que, en la historia de la filosofía, designaba el acontecimiento mediante el cual el acto expresado por un verbo se convertía en un ser designado por un sustantivo. La hipóstasis, la aparición del sustantivo, no es sólo la aparición de una categoría gramatical nueva; significa la suspensión del hay anónimo, la aparición de un dominio privado, de un nombre. Sobre el fondo del hay surge un ente. […] Por la hipóstasis el ser anónimo pierde su carácter de hay. El ente -lo que es- es sujeto del verbo ser y, por eso, ejerce un dominio sobre la fatalidad del ser, convertido en su atributo. Existe alguien que asume el ser, en adelante, su ser (Levinas, 2000, p.113).
Para cerrar este apartado e introducir el siguiente, cabe apuntar que las dinámicas hasta ahora descritas parecen moverse en un plano de exposición demasiado abstracto: ¿dónde ocurren tales movimientos de la conciencia, de apropiación del ser, etcétera? En relación con ello, considérese que en la hipóstasis no solo surge el dominio privado de la vida que se repliega sobre sí asumiendo su existencia, sino que, correlativamente, surge una posición,10 es decir, un lugar desde el cual se operarán los ordenamientos sintéticos correspondientes a la génesis de sentido. Tal posición remite al papel y función ontológica de la corporalidad.11
II. Corporalidad y sensibilidad
El surgimiento de una posición corresponde, dentro del proceso de subjetivación, al momento en que emerge una vida idéntica; funge, pues, como principio de identificación. Es importante, sin embargo, situar este momento del proceso en el nivel ontológico adecuado y distinguirlo de lo que será una conciencia en cuanto que flujo temporal idéntico, que es ya un estadio “posterior” dentro del mismo desarrollo. De tal manera, la posición descrita no debe comprenderse aún en función de dinámicas intencionales; en ese sentido, Levinas acusa la existencia de un tipo de conciencia no intencional que funge, incluso, como condición de posibilidad de lo que, en su momento, serán las dinámicas propias del rendimiento intencional. Se trata de una instancia de carácter prerreflexivo, prelingüístico y preconceptual que acompaña de manera implícita a todo lo que propiamente puede llamarse acto.12 Ahora bien, en relación con lo que se expuso en el apartado previo relativo al surgimiento de la hipóstasis, es menester la siguiente precisión: las dinámicas arriba descritas sobre un tipo de iteración que da origen a la conciencia no remiten a una dimensión fundada en las operaciones sintéticas de esta; remiten, más bien, a la pregunta por el origen de tales síntesis y, en concreto, preguntan por un tipo de movimiento originario (iteración) del cual nacerá la conciencia -en cuanto flujo temporal que realizará síntesis de varios tipos-; se trata de la hipóstasis. En ese sentido, la hipóstasis puede comprenderse como la “primer síntesis” de carácter pasivo y fundamental que dará lugar a otras formas sintéticas. Este apartado asume que tal iteración originaria ya ha tenido lugar; de tal manera, la exposición siguiente remite a una dimensión en la que opera este elemento sintético de carácter pasivo.13 Así, la mala conciencia (o conciencia no intencional) levinasiana refiere a un principio de identidad originario que opera en un nivel ontológico pasivo,14 pero aún distinto de las síntesis constituyentes de unidades de sentido -en cuanto objetividades ya constituidas- susceptibles de explicitación a través de la reflexión; se trata, solamente, de la “certeza” implícita de la propia vida que toda actividad intencional supone, un “sentir-se” prerreflexivo y prelingüístico que no se deja conceptualizar15 a condición de haber tomado la distancia teórica pertinente, que, paradójicamente, no lo entrega tal cual es:
Pero una conciencia dirigida al mundo y a los objetos, estructurada como intencionalidad, es también -indirectamente y como por añadidura- conciencia de sí misma: conciencia del yo activo que se representa mundo y objetos, así como conciencia de sus propios actos de representación, conciencia de la actividad mental. Una conciencia, no obstante, indirecta, inmediata pero sin perspectiva intencional, implícita y de mero acompañamiento. Esta no-intencionalidad ha de distinguirse de la percepción interior en la que sería susceptible de convertirse (Levinas, 1993, p. 155).
El señalamiento de una mala conciencia o conciencia no intencional indica una relación originaria y prereflexiva de la vida consciente consigo misma (cfr. Levinas, 1998, pp. 80-91); esta operará durante todo su desarrollo y en la ejecución de todos sus procesos. Aunque Levinas no lo indica explícitamente, en mi interpretación sostengo que esta función de acompañamiento y fundamento se encuentra anclada en la dimensión sensible de la conciencia y sus dinámicas; más aún, en esta misma dimensión de sensibilidad puede rastrearse y concretarse el origen de la iteración originaria descrito en el apartado anterior. En ese sentido, la corporalidad adquiere un papel preponderante en el proceso de subjetivación levinasiano, permitiendo concretar las descripciones realizadas arriba en función de los conceptos de hay y de hipóstasis. En tal marco, Levinas puede ser colocado dentro del grupo de fenomenólogos que reconocen el rol ontológico que la sensibilidad y la corporalidad cumplen en la constitución de lo real y, en el marco de este artículo, en el proceso de subjetivación. Así pues, cabe continuar el análisis introduciendo la siguiente cuestión: ¿cuál es el papel que cumple la corporalidad en el advenimiento de la subjetividad? A partir de la lectura de la fenomenología levinasiana, puede afirmarse que los procesos y dinámicas en función de los cuales la subjetividad se constituye a sí misma como vida individual se llevan a cabo gracias a las funciones sensibles ancladas en la corporalidad. Dicho de otra manera, la iteración originaria descrita anteriormente, y que culmina en la posición señalada por la hipóstasis, se concreta en virtud de los movimientos llevados a cabo en la dimensión perteneciente a la sensibilidad. Levinas utiliza los términos disfrute, disfrutar16 y derivados para describir las particularidades y complejidades de la vida sensible. Cabe señalar que la estructura principal que realiza esta dimensión es descrita como “vivir de…”; con relación a ello, Levinas parece establecer una suerte de contraste de cara a la estructura intencional con que la conciencia es descrita en el discurso husserliano, a saber, “conciencia de…”. Tal contraste, entre otros, permite comprender en qué sentido la fenomenología levinasiana se presenta como un ejercicio que señala las limitaciones del análisis intencional. En ese sentido, cabe indicar que, si bien en la dimensión propiamente intencional de la conciencia se llevan a cabo síntesis constituyentes de unidades de sentido, la dimensión sensible que Levinas analiza, y que aquí se acentúa, remite a una dimensión distinta en la que tales síntesis no se han llevado a cabo o no son la pauta que guía la experiencia. Se trata, pues, de una dimensión más profunda de la vida en la que la conciencia encuentra su génesis. Para ver con mayor detalle esta situación, considérese el papel del cuerpo en cuanto localización de la conciencia; se trata de explicitar que este realiza una relación originaria con la exterioridad y la trascendencia que, sin negar la dimensión ontológica de la intencionalidad, no depende de sus rendimientos. Dicho de otra manera: antes de constituir el sentido del “mundo”, se asume y se afirma la exterioridad de lo real viviéndola a través del “vivir de…” de la sensibilidad:
La intencionalidad del disfrute puede describirse por oposición a la intencionalidad de la representación. Consiste en atenerse a la exterioridad que el método trascendental […] suspende. Atenerse a la exterioridad no equivale sencillamente a afirmar el mundo, sino a plantarse o ponerse corporalmente en él. El cuerpo es la elevación, pero es también todo el peso de la posición. El cuerpo desnudo e indigente es lo que identifica el centro del mundo que él percibe […]. El cuerpo indigente y desnudo no es una cosa entre cosas y que yo “constituyo”, o que veo yo en Dios en relación con un pensamiento; ni es el instrumento de un pensamiento gestual del que la teoría sencillamente señalaría un límite. El cuerpo […] es el girar mismo -irreducible a un pensamiento- de la representación a vida […]. Su indigencia, sus necesidades, afirman “la exterioridad” como no constituida, como antes de toda afirmación (Levinas, 2016, p. 137).
Para considerar con mayor precisión la relación que la corporalidad establece con la exterioridad, considérese que en el apartado previo se expuso la noción de hay en cuanto horizonte de lo indeterminado. En el espíritu de concretar lo recién citado, cabe añadir ahora que la indeterminación del hay se realiza en el ámbito de la sensibilidad: se trata de un horizonte caótico de sensaciones que abrazan prácticamente todos los contenidos de la vida. En ese sentido, “vivir de…”17 -es decir, la relación de la vida con la exterioridad en este nivel ontológico- remite al baño de afecciones sensibles al que todo cuerpo se encuentra sometido de manera perpetua. Lo sensible que se entrega como indeterminación es categorizado por Levinas como el elemento:18 “La sensibilidad pone en relación con una pura cualidad sin soporte: con el elemento. La sensibilidad es disfrute. El ser sensible, el cuerpo, concreta esta manera de ser, que consiste en encontrar una condición en lo que, por otra parte, puede aparecer como objeto de pensamiento, como algo sencillamente constituido” (Levinas, 2016, p. 148; cursivas mías). La noción de disfrute19 indica, pues, el contenido de la sensibilidad antes de prestarse a una intención objetivadora y constituyente;20 de tal manera, su dignidad ontológica no depende de las síntesis intencionales que ocupan un lugar distinto en la economía de la vida consciente. Así pues, disfrutar21 remite a una dimensión originaria en la que el encontrase sumergido en un mar de sensibilidad es la pauta. En esta dimensión, lo sensible no debe ser comprendido como cualidad de una sustancia,22 sino simplemente como un devenir de afecciones sensibles que colman la vida. De tal manera, el sentido del disfrute debe comprenderse en función de una vida que desde siempre se encuentra plena de sensaciones; el gozo o felicidad de tal instancia proviene de tal plenitud. Es importante recalcar que el elemento sensible que se realiza en esta dimensión no es la cualidad de una cosa ya constituida; la sensibilidad acusada aquí no es un atributo perteneciente a una unidad de sentido realizada; es sensibilidad indeterminada, sin una sustancia a la cual adherirse, sensibilidad que no depende de ninguna constitución.23
Ahora bien, ¿qué lugar ocupa el disfrute de lo elemental en el proceso de subjetivación? Arriba, al realizar la exposición de la hipóstasis, se explicitó la existencia de una iteración originaria que daba lugar a una vida singular en cuanto asumía la existencia. En el marco de este apartado, habiendo señalado que la vida se encuentra sumergida en el horizonte de lo elemental, es importante indicar que el cuerpo es, precisamente, el lugar en el que se cumple tal iteración. Dicho de otra manera, la relación primera y originaria de la vida consigo misma se realiza a través de la sensibilidad corporal: “El cuerpo, la posición, el hecho de tenerse y mantenerse -esbozos de la relación primera conmigo mismo, de mi coincidencia conmigo- no se parecen en nada a la representación idealista. Yo soy yo mismo; yo estoy aquí, en casa: habitación, inmanencia en el mundo. Mi sensibilidad está aquí. En mi posición no hay el sentimiento de la localización sino la localización de mi sensibilidad” (Levinas, 2016, p. 150; cursivas mías). En ese sentido, salta a la vista el papel ontológico de la corporalidad en el advenimiento de la conciencia. No se trata tan solo de indicar la localización espacial de una vida; por el contrario, se trata de indicar, sobre todo, que las funciones sensibles efectuadas por la corporalidad24 condicionan la configuración de su conciencia correlativa como flujo temporal idéntico y unitario. De tal manera, el cuerpo funge como principio de individuación no meramente por la posibilidad de ser reconocido como un objeto físico entre objetos, sino porque a partir de él -y la afectividad sensible que lo realiza- la conciencia se constituye como vida idéntica. Este momento resulta capital en el proceso de subjetivación, ya que en función de esta relación -solo sensible, no representativa- de la vida consigo misma será posible, en su momento, la constitución de unidades de sentido propiamente correlativas de un nivel ontológico en el que ya opera el rendimiento intencional y sus síntesis correspondientes. Así, es posible concretar la iteración originaria descrita en De la existencia al existente remitiéndola a las funciones sensibles realizadas por la corporalidad. En esa dirección, el sentido de la iteración originaria se comprende como un contenido sensible cuyo sentido aún no depende de un ejercicio de constitución; el significado de tal sensibilidad es el de una afección ambigua que, sin embargo, ejerce su influencia sobre la vida motivándola para configurarse a sí misma como unidad idéntica. Dicho de otra manera, esta iteración originaria desencadena un movimiento de repliegue en el cual los contenidos sensibles, al remitir a la vida que los “sufre” (que los vive), le dan a esta una forma unitaria configurándola como punto polo, es decir, como vida individual. Cabe añadir que, en mi interpretación, este repliegue de lo sensible no es aún la conciencia como flujo temporal;25 se trata, primero, del origen de esta a partir de la corporalidad; es decir, se trata del surgimiento del tiempo de la conciencia. Se trata de mostrar que los procesos de temporalización efectuados por la conciencia son posibles porque esta tuvo su origen a partir de un horizonte de afección sensible (en cuanto elemental) que es asumido (iteración originaria); tal asunción tiene como resultado un existente que asume su existencia o, dicho de otra manera, una conciencia habilitada para realizar dinámicas de temporalización.
La situación en la que una vida ha sido configurada como unitaria e individual a partir del disfrute es descrita por Levinas con los términos separación, casa, morada, habitación o economía. La metáfora permite acentuar el papel de repliegue que se cumple en tales instancias; de tal manera, el sentido de un “lugar” en el que la vida se resguarda y protege como condición de toda actividad se ve destacado. Así pues, la morada remite a aquel punto del proceso de subjetivación en el que la conciencia se ha configurado como unitaria. Este estadio, ya comprendido en función de su relación con la sensibilidad, es correlativo de la hipóstasis en cuanto resultado de la asunción de la existencia. Ahora bien, siendo que sobre la base de una vida configurada unitariamente se llevarán a cabo las síntesis intencionales de la Sinngebung, Levinas introduce el término egoísmo como un derivado del proceso anterior:
El “en alguna parte” y la casa explicitan el egoísmo, manera de ser original en la que se produce la separación. El egoísmo es un acontecimiento ontológico, un desgarro efectivo, y no un sueño que transcurre en la superficie del ser y que podría uno pasar por alto, como se pasa por alto una sombra. El desgarro de una totalidad no puede producirse más que por el estremecimiento del egoísmo, ni ilusorio, ni subordinado en ningún sentido a la totalidad que desgarra. El egoísmo es vida: vivir de… o disfrute. El disfrute, entregado a los elementos que lo contentan pero lo extravían en el “ninguna parte” y lo amenazan, se retira de ellos a una morada. Toda esta cantidad de movimientos opuestos (el salto a los elementos, que entreabre la interioridad; la estancia -feliz y necesitada- sobre la tierra; el tiempo y la conciencia que desatornillan el ser y aseguran el dominio del mundo) se reúnen en el ser corporal del hombre: desnudez e indigencia expuestas a la exterioridad anónima de lo caliente y lo frío, pero recogimiento en la interioridad del “en casa”, y, a partir de ello, trabajo y posesión. La posesión puesta en obra reduce a Mismo lo que, en principio, se ofrece como otro. La existencia económica (como la existencia animal), pese a la infinita extensión de necesidades que hace posible, permanece, mora, en Mismo. Su movimiento es centrípeto (Levinas, 2016, p. 195).
La inclusión del egoísmo como momento del proceso de subjetivación ya remite a las dinámicas trascendentales que un ego ejecuta en la constitución de sentido. Una vez que la vida se ha replegado en sí teniendo como resultado una morada -es decir, una vez que ha surgido la conciencia-, la vida unitaria en cuestión continúa manteniendo una relación con lo elemental, es decir, continúa sumergida en el horizonte de ambigüedad sensible; sin embargo, esta relación adquiere una nueva posibilidad. El horizonte de lo elemental sensible que se relaciona con la morada posee una nueva característica, Levinas lo llama el formato mítico del elemento (cfr. Levinas, 2016, pp. 154-156). Arriba se indicó que lo elemental sensible se vive como la relación con una cualidad sin sustancia, es decir, como un “contenido” sensible pero que no es comprendido en función de su pertenencia a una objetividad. Ahora bien, el surgimiento de una morada -de la conciencia- abre un nuevo tipo de relación con lo elemental; en ese sentido, la sensibilidad que se vivía como ambigüedad y como un tipo de inseguridad se presta a las dinámicas que superarán, precisamente, tal condición. La ambigüedad e inseguridad bajo las cuales se experimenta lo sensible en lo elemental se prestan, gracias a la morada y habitación, a los rendimientos constitutivos de la conciencia. Dicho de otra manera, habiéndose efectuado la iteración originaria que da origen a la conciencia, la materialidad de lo sensible se prestará a la configuración de unidades de sentido:
El disfrute extático e inmediato al que -absorbido de algún modo por la sima incierta del elemento- el yo ha podido entregarse, se aplaza, se da un plazo en la casa. Pero esta suspensión no anula la relación del yo con los elementos. La morada permanece, a su modo, abierta sobre el elemento del que separa. A distancia, de por sí ambigua, a la vez lejanía y cercanía, la ventana suprime esta ambigüedad para hacer posible una mirada que domine, una mirada de quien escapa a las miradas: la mirada que contempla. Los elementos quedan a disposición del yo: puede tomarlos, puede dejarlos. Ahora el trabajo arrancará las cosas a los elementos y descubrirá, así, el mundo. Este asir original, esta empresa dominadora del trabajo, que suscita las cosas y transforma la naturaleza en mundo, supone, igual que la contemplación de la mirada el recogerse del yo en su morada. El movimiento por el que un ser construye su casa, se abre la interioridad y se la asegura, se constituye un movimiento por el que el ser separado se recoge. El nacimiento latente del mundo se produce partiendo de la morada (Levinas, 2016, pp. 172-173).
Se trata, en este apartado, de indicar que para la constitución de unidades de sentido es necesario que la conciencia se haya configurado como vida unitaria. De tal manera, los rendimientos intencionales de tal vida terminarán por constituir el horizonte del “mundo” en cuanto que correlato de sentido de la conciencia. La descripción levinasiana refiere esta primera donación de sentido con los términos posesión y trabajo. Bajo su uso se reconoce que, una vez establecida la institución de la conciencia -en su modalidad de morada- a partir de ella es posible ejercer la actividad requerida sobre lo elemental para que surjan las objetividades correspondientes, es decir, para que se constituyan unidades significativas. El lenguaje levinasiano juega con las ideas de dominio y posesión sobre lo sensible al describir estas dinámicas, lo que posteriormente permite comprender la relación con la alteridad, precisamente como aquello que escapa a todo dominio, a toda síntesis constitutiva.
Como puede verse, el papel ontológico que la sensibilidad cumple en la fenomenología levinasiana resulta capital para el proceso de subjetivación. No obstante, lo que se ofrece aquí es un esquema general que invita a mayor profundización. En esa dirección, y antes de cerrar este apartado, cabe anotar lo siguiente: una lectura apresurada podría caer en la afirmación de que la dimensión sensible es un ámbito cuyo sentido depende de los rendimientos intencionales de la conciencia, como si la sensibilidad no fuera más que la materia prima de esta. Tal afirmación es equivocada y depende de la separación radical entre espontaneidad y sensibilidad (o facultad sintética y caos sensible). La fenomenología levinasiana, al presentarse como una apología de la subjetividad y conceder un papel tan preponderante a la sensibilidad en el proceso de subjetivación, pretende, sobre todo, mostrar el rol ontológico que lo sensible cumple en el advenimiento de la conciencia. Es decir, el sentido primero y originario, así como la dignidad ontológica de la experiencia sensible no pueden provenir de los rendimientos sintéticos de la espontaneidad o de la intencionalidad puesto que la conciencia tiene su génesis, precisamente, en la independencia de tal afectividad sensible. Con ello en mente, debe considerarse que la sensibilidad posee un “sentido”26 más profundo que aquel que depende de una correlación noético-noemática; tal “sentido” se identifica con una función ontológica primordial en la génesis de la conciencia. Una lectura atenta del fenomenólogo lituano permite comprender lo anterior, que, por su parte, invita a ulteriores análisis.
III. Ética y subjetivación
Los desarrollos previos dan cuenta del proceso de subjetivación remitiendo, sobre todo, a un primer estadio en el que la conciencia surge o se configura a sí misma como vida unitaria en función de su relación con la afectividad de lo sensible. Dado que Levinas es conocido, principalmente, por su postura ética, cabe bien preguntar cuál es el lugar de ésta dentro del devenir del proceso de subjetivación. Para tal fin es menester una breve exposición sobre las particularidades de la ética levinasiana que permita comprender mejor su lugar dentro del desarrollo de la conciencia. Lo primero que hay que señalar es que la ética levinasiana no remite a una instancia de corte normativo; no se trata de un canon de reglas que dicte o regule el comportamiento de los individuos. La ética de Levinas se realiza desde un análisis fenomenológico, por lo que remite a un estudio de la conciencia y, en ese sentido, a una dimensión ontológica. Para comprender mejor tal dimensión sirve distinguir la ética levinasiana de una ética entendida en un sentido natural, cuya realización depende de las influencias que un contexto particular puede ejercer al momento de llevarse a cabo el encuentro intersubjetivo. Lo anterior permite señalar la primera característica perteneciente al carácter sui generis de la relación con el rostro en función de los siguientes cuestionamientos: ¿es posible que el vínculo social se realice de manera independiente del contexto que le da significado?, ¿acaso la vida consciente -en la complejidad de sus procesos- es capaz de realizar algún tipo de movimiento que le permita vincularse con la alteridad sin depender de su horizonte contextual (cultural) para ello? Al tener en mente los análisis levinasianos de lo ético, debe considerarse la posibilidad de una respuesta positiva a tales cuestionamientos. Para ilustrarlo, Levinas retoma y critica la filosofía heideggeriana en cuanto a la comprensión del término fenómeno. Recuérdese que parte de los análisis del filósofo alemán poseen un matiz filológico, de tal suerte que en el parágrafo siete de Ser y tiempo puede leerse:
La expresión griega φαινομένον, a la que remonta el término “fenómeno”, deriva del verbo φαίνεισθαι, que significa mostrarse; φαινομένον quiere por ende decir: lo que se muestra, lo patente; φαίνεισθαι por su parte es una forma media de φαινω, poner o sacar a la luz del día o a la luz en general. φαινω pertenece a la raíz φα, como φῶς, la luz, es decir, aquello en que algo puede hacerse patente, visible en sí mismo (Heidegger, 1971, p. 39).
La metáfora de la luz y su visión correlativa (inteligibilidad) retomada por Levinas se encontrará en varios momentos de su obra y dibuja un esquema en el que todo aquello que se muestra (en la luz de lo inteligible) se presta a determinación, ya sea en un contexto heideggeriano -a partir del horizonte del ser- o husserliano -a partir del rendimiento intencional de la conciencia-. Se trata de una red de relaciones intencionales y sintéticas en la cual toda singularidad -incluido el alter- adquiere su sentido en virtud de su pertenencia al sistema, a la esencia o a la totalidad (cfr. Levinas, 2003, pp. 206-210). La relación intersubjetiva, en una de sus modalidades, también se prestaría a tales procesos en cuanto momento del sistema. La posición levinasiana apuesta, precisamente, por un tipo de relación ética sui generis que escape a los influjos de todo horizonte; tal es el espíritu con el que la obra Totalidad e infinito adquiere su título; se trata de explicitar un tipo de relación con la alteridad que escape a las determinaciones de todo sistema o totalidad encontrando, así, el sentido de la infinitud:
La visión se abre sobre una perspectiva, sobre un horizonte, y describe una distancia franqueable, invita a la mano a moverse y a tocar, y asegura este movimiento y este tacto. […] Las formas de los objetos están llamadas a la mano y a la presa. Por la mano, al fin, el objeto está com-prendido, tocado, cogido, llevado y remitido a otros objetos: reviste significación: reviste significación respecto a otros objetos. […] La visión presta una significación gracias a la relación que ella hace posible. No abre nada que, más allá de Mismo, sea absolutamente otro, es decir, en sí. La luz condiciona las relaciones entre datos: hace posible la relación entre objetos que se hallan uno al lado de otros; pero no remite a abordarlos de cara. En este sentido muy general del término la intuición no se opone al pensamiento de las relaciones. La intuición, como es visión, es ya relación: entrevé el espacio a través del cual las cosas se trasladan unas hacia otras. […] Ver es, pues, ver en el horizonte. La visión que capta en el horizonte, no encuentra un ser partiendo del más allá de todo ser (Levinas, 2016, p. 212).
La relación ética -o relación con el rostro- no se realiza al interior de un horizonte, lo que lleva a indicar una de sus primeras peculiaridades: la relación con el Otro supone un movimiento de la conciencia en la que esta rompe con el influjo del mundo dado. Por tal razón, el alter no puede ser abordado en función de una red de relaciones significativas o a partir de ningún contexto. Si así fuera, el sentido de la ética dependería del influjo de lo que Levinas llama totalidad o esencia (cfr. Levinas, 2003, pp. 46-47) y, en ese sentido, el Otro sería constituido y experienciado por mor del rendimiento intencional de la conciencia y sus síntesis.27 Es importante acentuar que la experiencia del rostro del Otro, en la ética levinasiana, no se constituye como unidad de sentido.28
Lo anterior lleva, necesariamente, a reconocer otra de las características con que la ética levinasiana suele ser asociada: la asimetría que le es inherente. Cabe contrastar este rasgo con la reciprocidad que una relación intersubjetiva cumple al interior de un sistema o totalidad al realizarse influenciada por el horizonte significativo que le da sentido.29 De cara a esto, la relación con el rostro posee una forma en la que el Otro proviene de una dimensión cuya característica es, principalmente, la excedencia de sentido; de tal manera, el alter, en la ética levinasiana, no se presta nunca a ser configurado sintéticamente, lo que permite comprender la idea de infinito en clave levinasiana (cfr. Levinas, 2003, pp. 156-158 y 221-223).
Correlativa a tal asimetría, otra característica de la relación con la trascendencia en su modalidad de rostro es la unidireccionalidad. Se requiere una vida individual que desde su singularidad única (morada, habitación) pueda entrar en relación con el rostro del Otro. Tal movimiento posee una sola dirección, aquella que va de la vida consciente propia a la trascendencia del alter sin jamás depender de ninguna forma de reciprocidad, lo que supondría ya la pertenencia a un horizonte de significación. Es importante recordar y acentuar que, para el proceso de subjetivación aquí estudiado, la experiencia con la alteridad supone, como una de sus condiciones de posibilidad, el hecho de que haya una vida consciente que ya se ha constituido como unitaria. Es decir, solo un ser separado que se ha replegado hacia sí en la morada -una conciencia configurada como tal- puede consagrarse a la experiencia de infinito concretada -en la fenomenología levinasiana- en el rostro del Otro: “Egoísmo, disfrute y sensibilidad, y toda la dimensión de la interioridad -articulaciones de la separación- son necesarios a la idea de Infinito -o a la relación con el Otro que se establece a partir del ser separado y finito” (Levinas, 2016, p. 163). En ese sentido, si se comprende el proceso de subjetivación como una sucesión de estadios, el primero de estos consiste en lo descrito en los apartados previos, a saber, la configuración de una conciencia en función de la afectividad sensible. Habiéndose concretado tal estadio, se abre la posibilidad de que la vida consciente unitaria se abra a una nueva forma de afectividad. En este caso se trata de la afección originaria que proviene del Otro, es decir, se trata de una experiencia ética. Esta última se apoya, pues, en los momentos previos en el desarrollo de la subjetividad.
Ahora bien, es sabido que, además de las características señaladas arriba (asimetría, unidireccionalidad, excedencia de sentido, ruptura de horizonte) con que Levinas describe el encuentro ético, se encuentra también la facultad de motivar la Sinngebung (donación de sentido). Dicho de otra manera, la vida consciente que se ha configurado como separada y unitaria, al verse afectada por la alteridad del Otro, inicia los procesos y dinámicas pertinentes cuyo resultado es la constitución de unidades de sentido. La vinculación de estas unidades significativas, en la complejidad de su imbricación, termina por constituir el horizonte del mundo:30 “Y la epifanía que se produce como rostro no se constituye como los demás seres, precisamente porque ‘revela’ lo infinito. La significación es lo infinito, o sea, el Otro. Lo inteligible no es un concepto sino una inteligencia. La significación precede a la Sinngebung […] e indica el límite del idealismo, en vez de justificarlo” (Levinas, 2016, p. 231; cursivas mías). Esto ha sido esbozado al final del apartado previo al indicar que la morada instaura la posesión y el trabajo; estos dos ámbitos se encuentran relacionados con la actividad sintética e intencional de la conciencia, pues dependen de los rendimientos de esta en un nivel ontológico en el que ya existe una red de significados que le dan su sentido al útil. Así, el “mundo” se constituye como correlato significativo de la conciencia en virtud de la relación que esta establece con la alteridad: “Un mundo con sentido es un mundo en el que hay el Otro, gracias al cual el mundo de mi disfrute llega a ser tema que tiene una significación. Las cosas adquieren una significación racional, y no sólo de simple uso, porque Otro está asociado a mis relaciones con ellas” (Levinas, 2016, p. 233). Dentro del marco de este artículo es importante señalar lo anterior, pues el desarrollo del proceso de subjetivación lleva, precisamente, a la constitución del horizonte del mundo como una de sus etapas. Dicho de otra manera, el desarrollo de la vida consciente la lleva, necesariamente, a efectuar las dinámicas sintéticas que terminan por dar significado al mundo de su experiencia; tales dinámicas son disparadas por la afección originaria del Otro, es decir, por la experiencia ética.
Conclusiones
En 1982 se publica Ética como filosofía primera. Se trata de una obra que ya comprende el periodo de madurez de Levinas, por lo que cabe asumir que su postura, en cuanto a la preponderancia de lo ético, ya se ha cimentado a causa de las décadas de estudio. La referencia a Aristóteles es notable desde el título y más notable aún la intención de afirmar que la ética es incluso más primordial que la ontología (cfr. Levinas, 1998); pero ¿qué significa que la ética sea la filosofía primera? Primeramente -ya perfilando la conclusión de este trabajo-, debe tenerse presente que la ética levinasiana, a pesar de ser tan leída y estudiada, no suele ser comprendida como parte de un desarrollo más complejo y basto como es el proceso de subjetivación (cfr. Levinas, 2016, p. 19). Es necesario considerar la relación que establecen las instancias aquí desarrolladas -il y a y gozo- para tener una visión más completa de la fenomenología levinasiana. Como se ha indicado a lo largo de este trabajo, estas permiten que la subjetividad se constituya como vida unitaria y separada en función de su relación con la trascendencia del orden de lo sensible; tal momento es condición de posibilidad de que se produzca la relación ética con el carácter sui generis desarrollada en el apartado previo. Ahora bien, habiendo ya indicado que, en mi lectura y conclusión, la ética levinasiana incluye tales momentos como co-implicados, cabe regresar a la pregunta: ¿por qué la ética es la filosofía primera y qué tiene que ver con la subjetivación? La respuesta estriba en que la relación ética sui generis estudiada por Levinas da cuenta de un tipo de vínculo originario y fundamental que realiza el ser de la subjetividad misma. Dicho de otra manera, no es que la subjetividad se comprenda como una singularidad y uno de sus atributos sea la relación con la trascendencia; antes bien, la subjetividad se realiza y es ella misma apertura a la trascendencia del infinito. Tal es el descubrimiento de Levinas al estudiar las dimensiones más profundas de la conciencia, y la explicitación de los procesos involucrados permite intuir a cabalidad el sentido de la ética como filosofía primera.
Para comprender de mejor manera lo anterior debe considerarse a la subjetividad -una vez que se ha constituido como vida unitaria y ha entrado en relación con el Otro- en cuanto depositaria de responsabilidad. El sentido de la responsabilidad levinasiana remite al vínculo originario que la conciencia posee, inexorablemente, con la alteridad; se trata de indicar que la vida consciente (el alter o el Otro) que encara a la conciencia ejerce un tipo de afección imposible de desatender. Su influencia se encuentra siempre presente al punto de que sobre ella se constituye, como se ha señalado, el horizonte del mundo. El sentido del Otro -y la responsabilidad a la que interpela- no puede comprenderse en los términos del mundo constituido, ya que se trata, más bien, de una excedencia de “sentido” originaria. Con lo anterior en mente, y a manera de conclusión, es posible ilustrar el perfil ético del proceso de subjetivación que se desprende de la fenomenología levinasiana de la siguiente manera: la vida que se ha separado de lo elemental -de la afectividad sensible-, al configurarse como vida consciente unitaria, se constituye, correlativamente, como la locación en la que se lleva a cabo la experiencia de infinitud propia de la ética. El hecho de que la conciencia se constituya como la posibilidad de tal apertura se convierte en principio de identidad e individuación. Ser sujeto es, principalmente, ejercer la posibilidad de abrirse a la experiencia de una excedencia de sentido originaria que Levinas llama ética. Ser sujeto es, pues, ser responsable de la alteridad. Cabe acentuar que el sentido de la responsabilidad levinasiana no es el propio de un lenguaje coloquial; se trata, pues, de una responsabilidad que debe comprenderse en un marco fenomenológico y, por lo tanto, remitir a las estructuras y procesos efectuados en y por la vida consciente:
En el para-otro del amor, la subjetividad no es ya -o no es aún- ni el yo del yo pienso fichteano, ni el yo trascendental. Pero es posible que estos últimos deban a la responsabilidad intransferible e irrenunciable su excepcionalidad ontológica, la unicidad que equivale a su carácter de “no intercambiables” o a su “elección” de ese carácter. La ética sería anterior a la tematización de conocer emanada de tal estatuto, como si la ética fuese “la individuación” del Yo [Je], la consagración de su extrañeza a todo ser (Levinas, 1993, p. 226).
Ahora bien, indicar el principio de individuación de la conciencia en una instancia distinta del ego trascendental y aún anterior al ego empírico resulta relevante porque indica que -desde el punto de vista de la fenomenología levinasiana- la identidad del individuo no depende del horizonte del mundo o del influjo que los contextos culturales pudieran ejercer, sino que proviene de una dimensión más profunda de la conciencia en la que esta se configura como sujeto para, precisamente, asumir la existencia como apertura a la trascendencia de lo infinito. En relación con ello, el proceso de subjetivación levinasiano tiene como objetivo describir los modos y dinámicas en los que la realización de tal apertura llega a constituirse. Asumir la afección que la alteridad ejerce sobre la propia vida plenifica el sentido de la responsabilidad en clave levinasiana, pero, para que tal asunción sea posible, la propia vida debió antes constituirse como unitaria y separada. O a decir del mismo Levinas:
Es como si, en la multiplicidad humana, el otro hombre se tornase, de forma brusca y paradójica -contra la lógica del género- aquello que me concierne por excelencia; como si, siendo uno entre otros, me convirtiese -precisamente yo- en aquel que, señalado, ha escuchado el imperativo a título de destinatario exclusivo, como si tal imperativo se dirigiese solamente a mí, a mí sobre todo; como si yo, elegido y único en ese sentido, tuviese que responder de la muerte y, en consecuencia, de la vida de otro. […] Ambigüedad extraordinaria del Yo: es al mismo tiempo el punto mismo en el que el ser y el esfuerzo con vistas a ser se crispan en un sí mismo, ipseidad vuelta hacía sí misma, primordial y autárquica, y el punto en el que se hace posible una extraña abolición o suspensión de esta urgencia de existir, así como una abnegación en la preocupación por los “asuntos” de los demás: tales asuntos “tienen que ver conmigo” y me están confiados, como si el otro fuese ante todo un rostro (Levinas, 1993, pp. 224-225).
El desarrollo del proceso de subjetivación estudiado lleva a acentuar la preponderancia de la postura ética de Levinas. Puede afirmarse que la descripción del proceso de subjetivación se dirige al reconocimiento de la ética como sentido último de tal proceso. Es decir: en un primer momento se da una iteración originaria que culmina en el advenimiento de la conciencia como vida separada; posteriormente, en virtud de la morada -o conciencia unitaria- se dispara la constitución del “mundo” a causa de la afección de la alteridad (Otro); habiéndose ya constituido el horizonte del “mundo”, la subjetividad se comprende como la locación en la que se realiza la apertura al infinito; esta última, como es sabido, rompe con el horizonte de lo dado, de la Totalidad y, al mismo tiempo, da su sentido último a la subjetividad. De tal manera, la subjetividad se comprende como un proceso, que en un primer momento surge de su relación con la trascendencia sensible; posteriormente -habiéndose constituido el “mundo”- la subjetividad adquiere su sentido de la relación con la trascendencia del infinito, es decir, de su relación con la alteridad que la catapulta más allá del horizonte del “mundo” y de las síntesis que lo sostienen. Ser sujeto es realizarse a través de tal proceso.