1. Introducción
En el número 58 de Tópicos. Revista de Filosofía fue publicado el artículo “Los dilemas políticos de las transformaciones de México: una aproximación filosófica”, de la profesora Virginia Aspe Armella. Es un relevante ejercicio de pensamiento en clave hermenéutica sobre el tiempo político mexicano desde el siglo XIX a la actualidad, que, como es notorio, está marcada por la presencia de una sola idea: la cuarta transformación política de México. En el artículo se ofrecen sendas respuestas para las siguientes preguntas: a) ¿qué denota la noción “transformación política de México”?, b) ¿cuáles son los argumentos filosóficos detrás de las tres transformaciones políticas que ha experimentado México a partir del siglo XIX?, c) ¿cuáles son los argumentos políticos con los que se anuncia la cuarta transformación política de México?
En las siguientes páginas proponemos una serie de reflexiones que buscan entrar en diálogo con algunas de las más interesantes tesis sostenidas en el referido artículo respecto del fenómeno de la transformación política lato sensu y de las transformaciones políticas que ha experimentado México preguntándonos, específicamente, si la llegada al poder del lopezobradorismo puede integrarse realmente en ese campo semántico con el que se describe la historia política de nuestro país.
2. Transformación política (una serie de aclaraciones)
“Toda transformación implica producir en otro un cambio esencial, un cambio en el que la realidad sobre la cual se actúa deja de ser lo que era para devenir en algo nuevo” (Aspe Armella, 2020, p. 377). Con fundamento en esta afirmación se sostiene que desde 1810 se han sucedido tres transformaciones de México (en cuanto realidad política y cultural). Es decir, nuestro país ha dejado de ser lo que era en tres ocasiones para ser, en esas tres ocasiones, un nuevo México: México independiente, México liberal y el que emerge después del proceso histórico conocido como Revolución mexicana.
Con Leo Strauss (2014, pp. 87-89), comencemos por reconocer que las transformaciones políticas son un tema complejo que en la mayoría de las ocasiones se da por comprendido al considerarlas, desde una perspectiva más amplia, como variables del proceso social. En esta lógica, el acento de la narrativa sobre las transformaciones se ha puesto en sus causas y efectos, así como en su desarrollo, pero se aprecia menormente su conceptualización adecuada. Atendiendo a esto, nos proponemos cuestionar la identificación de las transformaciones políticas a partir de su propia autoafirmación, y en cambio sugerimos tener en cuenta su relación inescindible con el constitucionalismo para formular una tesis que defiende el carácter continuo y dinámico de las transformaciones políticas.
Desde la Antigüedad, los órdenes políticos han aspirado a la estabilidad (cfr. Fioravanti, 2007, pp. 16-31). Cuando las diversas fuerzas sociales eran incapaces de canalizar sus diferencias dentro del marco establecido, se evidenciaba la necesidad de crear uno nuevo. Así, para los griegos, la στάσις (stasis) representaba la radicalidad del conflicto social y político que no era posible resolver a través de las estructuras políticas existentes, lo cual propiciaba un cambio profundo dentro de la polis. Lo que no deja lugar a dudas es que la stasis griega comportaba un componente radical suficientemente significativo para evidenciar la inutilidad del orden político existente, y la necesidad de uno nuevo. En esto encontramos las primeras manifestaciones de las transformaciones políticas, que evolucionaron a través de las mutatio rerum de los romanos o la ἀνακύκλωσις del historiador Polibio según el extraordinario ensayo de Hannah Arendt, On Revolution (2006). Aun cuando la propia Arendt distingue los rasgos característicos de cada una de estas mutaciones, el rasgo común entre todas ellas -stasis, mutatio rerum o anaciclosis- consiste en la insuficiencia de una forma de gobierno para dar paso a otra capaz de canalizar de manera efectiva las diferencias inherentes al proceso social. El propósito central de las transformaciones de los antiguos apuntaba a la realización de la εὐνομία (eunomia) de los griegos o la res publica romana, entendidas como el orden óptimo de la colectividad en la que sus componentes regio, aristocrático y democrático mantuvieran un equilibrio alejado del extremismo de la imposición de los intereses de una facción sobre las otras (cfr. Fioravanti, 2007, p. 22). A partir de estos conceptos, cada orden político diseñó su propio ideal de constitución. Así, los griegos establecieron la πολιτεία (politeia) como la forma ideal de unión política, y este es el primer antecedente del concepto de “constitución”. Los romanos -siguiendo las tesis de Platón y Aristóteles sobre las formas de gobierno- configuraron la politia como la forma constitucional capaz de promover el equilibrio entre los extremos que configuran a una comunidad política determinada. Es la primera constitución mixta de la que se tiene registro y su configuración balanceada fue determinante para articular la organización política y constitucional del orden medieval al extrapolar la vivencia de las virtudes individuales a la dimensión colectiva para, así, reivindicar la relevancia del fomento de la virtud de la moderación como punto medio entre las pretensiones -en la mayoría de las ocasiones, antagónicas- de todos los agentes sociales.
Así, la noción de “transformación política” se mantuvo prácticamente fiel a sus orígenes griego y romano, hasta que surgieron las revoluciones seculares que marcaron el destino de la Modernidad (cfr. Brinton, 1952, pp. 277-285). Como relata Arendt (2006, pp. 11-48), las revoluciones francesa y estadounidense tuvieron como propósito fundamental el rechazo central de elementos del ancien régime o del statu quo, según sea el caso, para inaugurar un nuevo orden político. Así como la experiencia francesa sirve para ilustrar el carácter efímero de revoluciones que se proponen simplemente sustituir a un agente hegemónico por otro, el caso estadounidense es reivindicado por Arendt (2006, pp. 132-206) como el paradigma de una revolución exitosa al no únicamente haber emancipado a una comunidad política del yugo de una potencia, sino, de forma más trascendente, al haber fundado un novus ordo saeclorum, un nuevo orden político para la posteridad basado en las nociones de “libertad” -constitutio libertatis- y “autogobierno”.
Todas estas experiencias demuestran que las transformaciones políticas, desde la Antigüedad hasta el inicio de la Modernidad, han obedecido a cambios radicales del arreglo social que comportaron un rechazo masivo a elementos centrales del orden establecido para dar paso a uno nuevo que fuera más representativo de las expectativas y demandas de la comunidad política.
A partir del siglo XIX, las transformaciones políticas adquirieron mayor intensidad, no solo en su frecuencia, sino en su propia complejidad (Huntington, 2006).1 Así como el equilibrio y la moderación ideales se presentaban cada vez más inasequibles en virtud de la creciente desigualdad social que produjo la industrialización, es igualmente cierto que el constitucionalismo,2 como expresión iusfilosófica de las transformaciones políticas, fue adquiriendo mayor protagonismo hasta asumir un rol central en la configuración de los órdenes políticos contemporáneos (cfr. Elster, 1991; Comanducci, 2011).
Gracias a la experiencia estadounidense entre 1776 y 1787, desde entonces no se puede concebir una auténtica transformación política sin su correlativo predicado constitucional. Así, la constitución se convirtió en la expresión por excelencia del nuevo orden político que resulta de una transformación política determinada. Esto supone, entre otras cuestiones, que los postulados filosóficos y políticos de una transformación o de una revolución se expresan en una nueva constitución para sentar las bases de un nuevo lenguaje de legitimación política, lo que marca un hito respecto del sistema que se sustituyó o desmanteló. En adición, la creciente complejidad de las transformaciones políticas contemporáneas hace notoria la insuficiencia o limitación para capturar su esencia a partir de su definición semántica general. El concepto y funcionamiento de las transformaciones políticas y su expresión constitucional tienen tal grado de complejidad que precisan de una aproximación más elaborada.
Estas premisas, así como la sofisticación de las transformaciones políticas contemporáneas, permiten apreciar la necesidad de formular, desde la perspectiva de la filosofía política y la teoría constitucional, una categorización de estas (Strauss, 1999, p. 582).3 Para hacerlo, es preciso establecer un parámetro de clasificación basado precisamente en el elemento objetivo de la prescripción constitucional, el cual tiene tres manifestaciones predominantes: 1) una nueva constitución, 2) un desmembramiento constitucional, o 3) una reforma o enmienda constitucional. Cada una de estas expresiones comporta una diferencia de grado distintiva en torno a su proceso de creación y a los efectos que produce dentro de un orden político. Según la teoría de Richard Albert (2019, p. 78) sobre el cambio constitucional, la enmienda y el desmembramiento constitucionales son los medios más frecuentes para producir transformaciones normativas de alta legislación en un orden político. La enmienda o reforma constitucional es el nivel más básico de mutación y consiste en cambios al texto constitucional que observan el procedimiento formal de enmienda o adición a la constitución pero que no alteran de forma significativa el orden jurídico y político vigente. En un segundo nivel están los desmembramientos constitucionales,4 que, a diferencia de las enmiendas, alteran de forma radical una parte sustantiva del texto constitucional y su operación, afectando incluso de forma trascendente la cultura constitucional de la comunidad política, pero sin romper la continuidad de la constitución vigente. En un tercer y último nivel está la posibilidad residual dentro de todo sistema político para promulgar una nueva constitución que exprese un rompimiento categórico con el pasado y la inauguración de un nuevo orden político.
A partir de la correlación necesaria entre las transformaciones políticas y sus respectivas modalidades de cambio constitucional, proponemos la distinción entre transformaciones políticas históricas (TPh) y transformaciones políticas continuas (TPc). Cada una de ellas implica una alternación del orden constitucional y político, pero su nivel de radicalidad y trascendencia variará en función de que su predicado constitucional consista en una enmienda, un desmembramiento o una nueva constitución. De esta forma, el mecanismo de cambio constitucional definirá el tipo y alcance de transformación política que experimenta una comunidad política.
Con lo anterior se pueden identificar elementos evolutivos o involutivos dentro de un sistema político. En el caso de las TPh, no era nada infrecuente en el siglo pasado que se mutara de un régimen democrático a uno autoritario al alterarse el orden constitucional y político. Por su parte, las TPc también experimentan de forma constante avances y regresiones en el marco de los fundamentos de las democracias liberales. En este sentido, sí que es cierta la prevención que la profesora Aspe hace de las transformaciones políticas al advertir que “[no] implican un progreso lineal ascendente” (2020, p. 380), sino que, frente a la creciente complejidad del desarrollo político, económico y social, los sistemas políticos deben continuamente equiparse de prácticas e instituciones efectivas para canalizar adecuadamente ese desarrollo (cfr. Huntington, 2006, p. 324). De esto se desprende que las transformaciones políticas pueden presentarse con carácter evolutivo o regresivo y el parámetro para calificarlo es precisamente la constitución y los principios, valores, prácticas e instituciones que ella misma establece.
3. 2018: ¿cuarta transformación política mexicana?
En el marco de lo previamente expuesto, las transformaciones políticas y el cambio constitucional en México han producido cuatro momentos constitucionales y el consecuente establecimiento de un nuevo orden político (cfr. Olaiz, 2015). En este sentido, podemos hablar de transformaciones políticas históricas (TPh) en 1824, 1836, 1857 y 1917, y la evidencia del nuevo alineamiento institucional que significó cada una de estas transformaciones aparece en su respectiva constitución (cfr. Fowler, 2010).5
Ahora bien, la existencia de las TPh no significa que dentro del orden jurídico-político que cada una de ellas inauguró no se hayan presentado una serie de transformaciones políticas continuas (TPc) cuya finalidad era la adecuación de la propia constitución a las expectativas y demandas de la comunidad política en distintos momentos sin la necesidad de romper la continuidad de la constitución.6 Este es el caso del actual ciclo constitucional en México.
La realidad es que nos encontramos dentro de la continuidad de la Constitución de 1917 y no ante una nueva transformación política. Se reconoce, en todo caso, que el actual ciclo constitucional ha incluido múltiples TPc que en varios casos han establecido regímenes políticos diversos y, en ocasiones, antagónicos. De esta manera, México ha fluctuado desde el militarismo obregonista, el nacionalismo cardenista, el nacionalismo revolucionario y el desarrollo estabilizador hasta el populismo echeverrista, el neoliberalismo salinista y, en la actualidad, el renovado populismo obradorista. Cada uno de estos regímenes ha tenido una filosofía política propia que en algunos casos se ha expresado a nivel constitucional a través de reformas al texto y, de forma menos frecuente, a través de auténticos desmembramientos constitucionales. El punto clave de cada uno de estos regímenes es que su implementación no ha supuesto un rompimiento de la continuidad constitucional propio de las TPh.
Con lo anterior en mente pueden asumirse tres actitudes frente al fenómeno de las transformaciones políticas. La primera se denomina episódica y consiste en la aproximación convencional de considerarlas como eventos históricos de gran radicalidad y de ocurrencia infrecuente. Una segunda actitud se caracteriza por adoptar una postura completamente opuesta a la primera al reconocer el carácter continuo de las transformaciones políticas y distinguir diferencias de grado y profundidad expresadas en lenguaje constitucional a manera de enmiendas o desmembramientos constitucionales. Esta actitud la llamaremos continua. Y, finalmente, una tercera postura consiste en el reconocimiento de una confluencia o coexistencia de ambas especies de transformaciones políticas, la cual denominaremos sintética.
Al abordar el supuesto de la autodenominada “cuarta transformación”, nos encontramos frente a un caso curioso: si se adoptara la aproximación episódica, encontraremos que este proceso de cambio no comporta los elementos suficientes para considerarlo históricamente transformativo en cuanto se ha desarrollado en el marco del mismo orden constitucional que prevalece desde 1917, mientras que los otros procesos de transformación con los que se empeña en equipararse dieron origen no solamente a un nuevo orden político, sino también constitucional. Si se asumiera la actitud continua, este proceso de cambio resultaría asimilable a los que le han antecedido desde 1917, en los cuales se han configurado ajustes relevantes en las prácticas e instituciones del sistema político pero sin alterar la continuidad constitucional de 1917. En suma, cualquiera que sea la actitud que se adopte para calificar objetivamente a esta nueva etapa del ciclo del cambio político en México, no se identifica ningún rasgo excepcional que le permita ser considerada con la grandilocuencia histórica que le atribuyen sus apologistas: representa uno más de los periodos de ajuste (TPc) que se han experimentado de 1921 a la fecha.7
Más aún, y corriendo el riesgo de pronunciarnos respecto de un proceso aún en marcha, el gobierno encabezado por Andrés Manuel López Obrador al frente del Poder Ejecutivo Federal reproduce las prácticas corporativistas y de clientelismo político8 con las que desde 1928 se pretende dotar de estabilidad política a México. Ayer como ahora tales prácticas buscan la estabilidad mediante un gobierno que perdure durante varios ciclos electorales, y ante el cual se estrellen todos los intentos de reacción. Parafraseando a Arnaldo Córdova (1972, p. 40), el hecho es que sobre la realidad de los controles corporativos y clientelares que el Estado mantiene con el actual gobierno de Morena y sus aliados políticos, se ha impuesto la ficción de un gobierno y de un Estado que proceden de un partido que es genuinamente popular.
Lo anterior no impide reconocer, como lo hace la profesora Aspe, que el lopezobradorismo persigue un cambio relevante hacia la realización del proyecto de justicia social originalmente integrado en la Constitución de 1917, pero posteriormente frustrado por los gobiernos neoliberales. Sin embargo, como veremos a continuación, tampoco es fácil identificar la filosofía política a la que se adscribe. Para Virgina Aspe, la filiación anarquista de Enrique Dussel ha sido determinante en el ideario político de López Obrador y de su movimiento (cfr. Aspe Armella, 2020, p. 405).9 Desde nuestra perspectiva, esta lectura merece una aproximación diferente. Analicémoslo por partes.
Para empezar, es complicado deducir un ideario político con sustrato filosófico en el lopezobradorismo al observar sus políticas equívocas, su ausencia de profundidad conceptual, la falta de consolidación como organización política en virtud de su bajo grado de institucionalización, el pragmatismo que informa sus decisiones y, sobre todo, el arraigo del retribucionismo como sello identitario de su gobierno. Todo ello, en lugar de presentar un marco epistémico y práctico del que se pueda extraer una cosmovisión distintiva y coherente, más bien ofrecen un bricolaje que desdibuja la identidad de este movimiento hecho gobierno que se ha forjado más en el manejo de la retórica populista y en el fomento de la división social (cfr. Mudde y Rovira, 2017, p. 135).
Equiparar al lopezobradorismo con el anarquismo histórico o contemporáneo es tan impreciso como el viejo intento de identificar al zapatismo con el anarquismo (cfr. Knight, 2010, pp. 430-433).10 Como bien advierte Aspe, el anarquismo tiene como rasgo de identidad su anti-institucionalidad (Aspe, 2020, p. 404), pero en este rubro también es difícil considerar al obradorismo como anti-institucional en virtud de su notoria inclinación a la concentración de poder en la Presidencia en detrimento de las facultades y atribuciones de las otras ramas del gobierno y de los órganos constitucionales autónomos.
El propio Dussel (2006, p. 55) articula su filosofía política en torno a la necesidad de instituciones para canalizar las reivindicaciones sociales a partir de las transformaciones continuas de las propias instituciones. El anarquista por definición rechaza las instituciones como mecanismos de realización del proceso social (cfr. Dussel, 2006, pp. 55-57). De esto se desprende que el propio Dussel se reivindica dentro de los postulados de la política realista y crítica, que reconoce la necesidad de las instituciones como medios para la realización de las expectativas comunitarias dentro de la esfera material de lo social, lo civil y lo político. Y solamente en caso de que dichas instituciones no permitan o maximicen la realización de esas expectativas se justifica su cambio o transformación para que la justificación de su existencia nunca socave la satisfacción social que produzcan.11
Con esta ilustración, Dussel lleva al extremo el argumento del que el lopezobradorismo ha hecho su leitmotiv: el desmantelamiento del Estado liberal por su raíz opresora. Pero el mismo Dussel reconoce explícitamente que la alternativa no apunta a la eliminación o desmantelamiento de las instituciones -postura característica de la filosofía anarquista que la profesora Aspe atribuye, vía Dussel, al obradorismo-, sino que el camino factible para la satisfacción de las reivindicaciones sociales desatendidas por el modelo liberal opresor es, precisamente, la transformación de dichas instituciones. Así, podemos advertir que, para Dussel, la clave para entender el funcionamiento de las esferas material y formal de la política consiste en reconocer el carácter continuo de las transformaciones cara a recalibrar o refinar las instituciones civiles, políticas y sociales para que estas sirvan a las reivindicaciones colectivas. Incluso previene sobre la reluctancia a transformar o suprimir una institución (entendiéndose esto último como la eliminación de una institución opresora y disfuncional para reemplazarla por otra que no lo sea), denominándola fetichismo institucional (Dussel, 2006, p. 57).
Más aún, algunos tratadistas de la filosofía política de Dussel han señalado tajantemente la distancia de esta con el anarquismo (González San Martín, 2019, pp. 14-15). La confianza en el potencial de la acción política para articular un poder transformador de las instituciones claramente plantea una distancia inequívoca entre el pensamiento de Dussel y las tesis anarquistas (cfr. Retamozo, 2007, p. 111).
Así, resulta inexacto y problemático clasificar a la filosofía política de la liberación de Enrique Dussel como anarquista; en consecuencia, también lo es clasificar así a su influencia sobre el lopezobradorismo. En realidad, ninguna lo es. La interpretación plausible en torno a la influencia del pensamiento de Dussel en el proyecto político de López Obrador descansa en el impulso transformador de desmontar instituciones políticas liberales que se entienden opresivas o dominantes para sustituirlas por otras que respondan, de forma antagónica, a las reivindicaciones sociales largamente aplazadas. La dialéctica propia de esta perspectiva filosófico-política particular ubica a dicho impulso transformador dentro del ámbito continuo de las transformaciones políticas (TPc) que se ha descrito en este trabajo.
El proyecto lopezobradorista no apuesta por el desmantelamiento definitivo de las instituciones políticas, como postula el anarquismo, sino que se propone la sustitución de las instituciones democráticas liberales por otras de carácter más social o colectivo, que están claramente determinadas por la esfera material de la política (el campo de la acción política en sentido estricto) y no por la esfera formal (el campo de la dimensión normativa y del derecho), que claramente desdeña. Pero, al final, al concebir como vía de transformación el reemplazo de viejas instituciones opresoras por aquellas que su movimiento reconoce y valora, el lopezobradorismo se aleja del imposible anarquista y se acerca más al ideal populista-colectivista.12 Para lograr sus objetivos, ha optado por recurrir a viejas prácticas e instituciones políticas cuya ineficacia se había evidenciado durante los años previos a la liberalización política y económica que ha caracterizado el proceso constitutivo de México desde los años ochenta.
Finalmente, coincidimos con Virginia Aspe en la vinculación que postula entre el lopezobradorismo y la filosofía de la liberación, si bien, como hemos dicho, no respecto de un proyecto político anarquista como su término ad quem (cfr. Aspe, 2020, p. 401), sino a propósito de la fuerza legitimante antifetichista que reclama para sí. Efectivamente, según Dussel (cfr. 2011, pp. 154-164), el antifetichismo representa una forma peculiar de justificación para la acción y, por tanto, de legitimidad. No se equipara a la legitimidad de origen, que resulta del triunfo en un proceso democrático, sino que se trata de una manifestación de autoridad situada en el plano de la dialéctica filosófica: el antifetichismo es un punto de apoyo exterior a todo sistema opresor vigente, que se traslada al ámbito de la praxis como única posibilidad de liberación. La actitud antifetichista es necesaria a fin de criticar la religión de un sistema sociopolítico-económico divinizado. Es un acto de radical honestidad y valentía política, pues el costo es muy elevado para quien se atreve a juzgar y, eventualmente, a subvertir algo que se tiene por dogma (cfr. López Obrador, 2017, p. 286). Pero no hay otra vía para superar la opresión funcional y lograr, al fin, la auténtica libertad del pueblo, del “otro político”.13 ¿Apoteosis o delirio? La historia lo dirá.