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Tópicos (México)

versión impresa ISSN 0188-6649

Tópicos (México)  no.65 México ene./abr. 2023  Epub 09-Jun-2023

https://doi.org/10.21555/top.v650.2073 

Artículos

El círculo hermenéutico de la praxis en Ricœur

The Hermeneutical Circle of Praxis in Ricœur

José Alfonso Villa Sánchez1 
http://orcid.org/0000-0002-3254-0613

1Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, México. jose.villa@umich.mx


Resumen.

La relación que Ricœur establece entre lo bueno, lo justo y la convicción permite postular un círculo hermenéutico -semejante al que Heidegger propone en su ontología fundamental, y que Gadamer complementa en Verdad y método- en la filosofía práctica, conformado por tres momentos: lo bueno, lo justo y su aplicación al contexto que lo demanda. Con su “pequeña ética”, mediada por esta reformulación, Ricœur pretende terciar en la discusión entre la ética de la argumentación de Habermas y el comunitarismo e historicismo de C. Taylor, A. MacIntyre y H.-G. Gadamer.

Palabras clave: Aristóteles; Kant; lo bueno; lo justo; aplicación

Abstract.

The relationship that Ricœur establishes between the good, the just, and conviction enables the postulation of a hermeneutical circle -similar to the one proposed by Heidegger in his fundamental ontology, complemented by Gadamer in Truth and Method- in practical philosophy, consisting of three moments: the good, the just, and their application in context. With his “small ethics”, mediated by this reformulation, Ricœur intends to intervene in the discussion between the argumentative ethics of Habermas and the communitarianism and historicism of C. Taylor, A. MacIntyre and H.-G. Gadamer.

Keywords: Aristotle; Kant; the good; the just; application

Introducción

Este estudio propone que en la “pequeña ética” de Ricœur, conformada por los estudios séptimo, octavo y noveno de Sí mismo como otro (1996, pp. 172-327), hay lo que con toda propiedad se debe llamar el “círculo hermenéutico de la praxis” -imagen y semejanza del círculo hermenéutico de la ontología fundamental de Heidegger, sutilmente complementado por Gadamer-, conformado por tres momentos: lo que es tenido por bueno, lo que es tenido por justo, y la aplicación en el contexto que lo demanda. Para lograr el propósito de mostrar la realidad de este círculo, doy cuenta primero de dos intuiciones filosóficas remotas que alimentan la hipótesis de trabajo; paso luego a colocar en su sitio la tensión entre argumentación y convicción -con la que Ricœur pretende mediar entre la ética de la argumentación y el comunitarismo-; seguidamente, expongo la estructura de ese círculo en sus grandes líneas y, finalmente, a modo de conclusión, doy cuenta de lo logrado y, sobre todo, de las tareas que quedan pendientes.

Dos intuiciones filosóficas remotas

A esta meditación sobre la acción en cuanto praxis la nutren y sustentan dos intuiciones filosóficas que, aunque no aparecen más que tenuemente aludidas, le sirven de fuerte respaldo. La primera de esas intuiciones, en orden a la fundamentación requerida por el problema que se aborda, es la conceptualización que lleva a cabo Zubiri sobre la realidad en Sobre la Esencia (1998) y en Inteligencia sentiente (1980). La segunda remonta al sentido de lo bueno y lo justo, y su anterioridad respecto a los conceptos correspondientes, en la Política (1997) de Aristóteles. Una breve indicación sobre el contenido de ambas intuiciones servirá de orientación.

¿Qué entiende Zubiri por “realidad”?, ¿y por qué esta comprensión de lo real nutre una meditación sobre la praxis? Zubiri sostiene que, desde la perspectiva del acto de intelección, inteligencia y realidad son estricta y rigurosamente congéneres (1980, p. 10), es decir, que ambas se generan en el mismo movimiento intelectivo. Pero desde la perspectiva de lo real, la realidad es algo anterior al acto de intelección. Lo que se precisa, entonces, es decir con claridad qué es inteligencia y qué es realidad. En su momento más elemental y radical, inteligir es el acto por el cual algo se hace presente en la inteligencia -se actualiza- como siendo de suyo eso que es, es decir, como siendo real (cfr. Zubiri, 1980, pp. 142-154). Radicalmente, la intelección no es un acto de concepción (como en Kant) ni tampoco un acto intencional (como en Husserl), y menos comprensión (como en Heidegger); es un acto de actualización de lo real en la inteligencia: algo se hace presente en la intelección, y ese algo no se identifica con la intelección, sino que es algo otro que ella, es decir, es real. Lo otro se hace presente como siendo de suyo lo que es, como siendo real. No que no haya conceptos, intencionalidad y comprensión, pero estos actos son segundos, están fundados en ese acto radical que es el mero hacerse presente de lo real en la intelección, la actualidad intelectiva. La estructura de la inteligencia sentiente en la noología de Zubiri (Gracia, 2019) tiene otros dos momentos de despliegue. Porque no basta saber que algo es real, que es de suyo, sino que es necesario saber lo que eso, que es real, es en realidad, asunto que le concierne al logos sentiente (Zubiri, 1982). Pero no es suficiente saber lo que algo es en realidad, sino que la inteligencia quiere conocer la realidad en profundidad, y ese es asunto, ya no del logos, sino de la razón sentiente (Zubiri, 1983). Desde el punto de vista de la intelección, pues, “realidad” no nombra un ente, ni un objeto, ni una cosa, sino aquello que es de suyo respecto a la intelección, y que Zubiri llama “formalidad de realidad” (1980, pp. 54-67). Ahora bien, desde el punto de vista, ya no de la intelección, sino desde la realidad misma, “es realidad todo y solo aquello que actúa sobre las demás cosas o sobre sí mismo en virtud, formalmente, de las notas que posee” (Zubiri, 1998). Realidad es, pues, formalidad de ser de suyo x o y, y actuar en consecuencia por dicha formalidad. Realidad no es un ente que está ahí enfrente para ser tomado o dejado, sino que realidad es ser de suyo en relación con la intelección, con la cual, de cierta manera, se genera al mismo tiempo, pero de cierta manera no, puesto que lo real no hace más que actualizarse en la intelección en cuanto siendo aquello que ya era.

Ahora bien, ¿por qué esta conceptualización de lo real como formalidad alimenta, de manera remota, una nueva lectura de la hermenéutica de la praxis? Sobre el giro lingüístico de la filosofía ha caído la sospecha de que se mantiene dentro de los lindes modernos del correlacionismo entre sujeto y objeto, o de que pretende que el lenguaje se baste a sí mismo y, por lo tanto, se autofundamenta. Sin embargo, el lenguaje no habla sobre sí mismo, sino que habla sobre algo otro que sí mismo, es decir, sobre algo que es real, sobre algo que es de suyo. Lo que es tenido por bueno y lo que es tenido por justo no está dejado a la arbitrariedad de los sujetos o agentes que así lo tienen, sino que la inteligencia quiere saber si eso que realmente es tenido por bueno y justo es en realidad bueno y justo, y marcha en profundidad para conocer la realidad de lo que es bueno y es justo en cada situación y en cada contexto.

¿Cuál es el contenido de la segunda intuición, esa que remonta a Aristóteles? Está contenida en este famoso texto de la Política:

La razón por la cual el hombre es, más que la abeja o cualquier animal gregario, un animal social es evidente: la naturaleza, como solemos decir, no hace nada en vano, y el hombre es el único animal que tiene palabra. La voz es signo del dolor y del placer, y por eso la tienen también los demás animales, pues su naturaleza llega hasta tener sensación de dolor y de placer y significársela unos a otros; pero la palabra es para manifestar lo conveniente y lo dañoso, lo justo y lo injusto, y es exclusivo del hombre, frente a los demás animales, el tener, él sólo, el sentido del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto, etc., y la comunidad de estas cosas es lo que constituye la casa y la ciudad (1997, 1253a9-20).

Todos los animales compartimos, entre otras cosas, la voz; pero es exclusivo de ese animal que somos los hombres “tener el sentido del bien y del mal, de lo justo y de lo injusto”. ¿Qué significa “tener el sentido de”? Significa al menos dos cosas. Primero: que el hombre, además de sentir el frío o el calor, siente -por decirlo así: antes de que llegue el logos- cuando unas acciones son buenas o malas, justas o injustas. Pero, seguidamente, significa también que el hombre tiene el sentido, la dirección, de lo que es bueno o malo, justo o injusto. Cuando siente lo bueno o lo justo, irremediablemente lo echa a andar en alguna determinada dirección. Y lo que hace el logos es manifestar lo sentido y su dirección: en él, el sentido llega a conceptos hasta convertirse en principios de la razón. De manera que hay una continuidad entre lo sentido y lo pensado.

Aunque al análisis de Ricœur le es ajeno el realismo de Zubiri -no así la Política de Aristóteles-, toda hermenéutica presume que trata sobre algo que es de suyo, sobre algo que es real. De ahí la necesidad de una hermenéutica de la realidad como formalidad. Ambas indicaciones, desde luego, precisan de un ingente trabajo de aclaración que, por ahora, queda pendiente.

La praxis, ese plano de la acción humana -distinto del técnico y el poético- que se caracteriza por bastarse y agotarse en sí mismo, por dejar detrás de sí no más que lo que ha sido, según lo aclarado por Aristóteles en la Ética nicomáquea (1094a1-1094b10), tiene una dimensión ética y una política: una dimensión que pertenece a las costumbres de la vida privada -dicho con una expresión que no es de Aristóteles-, de la familia, de la casa, y otra pública, que se discute en la plaza, en el espacio abierto y que, por su propia naturaleza, se empalma y se recubre parcialmente con la dimensión nomotética de la ciudad. En ambas dimensiones de la praxis -pero, en virtud de su extensión, sobre todo en la política- tiene su morada una tensión, no resuelta jamás de manera definitiva, entre lo que cada vez es tenido por bueno y lo que es tenido por justo en relación con la finalidad tanto de la familia como de la ciudad, y especialmente en el modo en que esas precomprensiones de lo bueno y lo justo deben ser aplicadas a la solución de las situaciones concretas, sobre todo las más delicadas y en las que los participantes asumen posturas diferentes, y hasta encontradas, que generan conflictos y llevan, potencial o realmente, a la violencia.

Al tomar la distancia adecuada respecto a la complejidad de la acción humana -en este caso la que se refiere a la vida práctica, tal como es estudiada por Ricœur en Sí mismo como otro (1996)-, la inteligencia puede ver con objetividad la realidad de un círculo hermenéutico propio de la praxis, conformado por tres momentos: lo bueno, lo justo y su aplicación.

El lugar de la argumentación y la convicción

La hipótesis de trabajo que sostiene esta meditación dice dos cosas. En primer lugar, que la propuesta de “una buena dialéctica entre argumentación y convicción” (Ricœur, 1996, p. 316), alcanzada por Ricœur sólo en la tercera parte -“Autonomía y conflicto” (1996, p. 316)- del noveno estudio de Sí mismo como otro, titulado “El sí y la sabiduría práctica: la convicción” (1996, pp. 258-327), debe ser la clave de lectura y de interpretación también de las dos primeras partes que conforman dicho estudio: “Institución y conflicto” (1996, pp. 271-285) y “Respeto y conflicto” (1996, pp. 286-300). Efectivamente, solo dos páginas antes de poner el punto final a este noveno estudio se hace explícita la intención, reservada hasta ahora, que anima los difíciles -y hasta oscuros- rodeos de las reflexiones inmediatamente anteriores, complicándolos innecesariamente:

Quisiera sugerir, al término de este largo periplo, una nueva formulación de la ética de la argumentación que le permitiese integrar las objeciones del contextualismo, al tiempo que este tomase en serio la exigencia de universalización para concentrarse en las condiciones para poner en contexto esta exigencia (por esta última razón he preferido el término de contextualismo a los de historicismo o comunitarismo). Lo que hay que cuestionar es el antagonismo entre argumentación y convención [de Habermas, (cfr. Ricœur, 1996, p. 315)], y sustituirlo por una buena dialéctica entre argumentación y convicción, que no tiene salida teórica, sólo la salida práctica del arbitraje del juicio moral en situación (Ricœur, 1996, p. 316).

La nueva formulación de la ética de la argumentación que se pretende, lo mismo que la nueva relación del contractualismo con el comunitarismo -en la cual se quiere mediar-, pasa por la comprensión adecuada de esa dialéctica real entre argumentación y convicción -desconocida, a su manera, por ambas posiciones-, que debe sustituir el movimiento de confrontación de la razón, ya sea con el principio de autoridad (Kant) o con las costumbres de un pueblo (Habermas). En la estela de la Ilustración, en la que se inscribe la ética de la argumentación de Habermas, la reforma del entendimiento emprendida por Kant en la Crítica de la razón pura (1997) tiene como objetivo liberar de una vez por todas a dicha razón de prejuicios afectados por la inclinación, la precipitación y el principio de autoridad, y atenerla única y exclusivamente a juicios críticos, bajo el prejuicio de que en la inclinación empírica y en la autoridad de la tradición no puede haber nada de verdad. De lo que Habermas, por su parte, quiere liberar a la razón práctica es del recurso a lo convencional, de la apelación a las costumbres como criterio moral. ¿Por qué la ética de la argumentación, ya en siglo XX, coloca bajo una sospecha tan rigorista lo convencional? Así lo explica Ricœur:

Atribuyo este rigorismo de la argumentación a la interpretación de la modernidad en términos casi exclusivos de un ruptura con un pasado supuestamente anclado en tradiciones sometidas al principio de autoridad y, por tanto, sustraídas por principio a la discusión pública. Esto explica que la convención venga a ocupar, en la ética de la argumentación, el lugar ocupado en Kant por la inclinación (1996, pp. 315-316).

Pero la Ilustración tiene varias fuentes, y desde ellas irrigó los siglos posteriores de varias maneras. Y si bien la línea dominante es esa que ve en el principio de autoridad, en las costumbres y en la tradición un ataque y un obstáculo para la razón crítica y autónoma, hay otra línea que sabe que la verdadera autoridad, como dice Gadamer, no necesita ser autoritaria (1993, p. 348, n. 22), irracional, por tanto. Y que en el ejercicio de esa autoridad, y en su reconocimiento, hay también mucho de conocimiento y de verdad. Así lo aclara Gadamer:

De hecho, el rechazo de toda autoridad no sólo se convirtió en un prejuicio consolidado por la Ilustración, sino que condujo también a una grave deformación del concepto mismo de autoridad. Sobre la base de un concepto de razón y libertad, el concepto de autoridad pudo convertirse simplemente en lo contrario de la razón y la libertad, en el concepto de la obediencia ciega. Este es el significado que nos es familiar en el ámbito lingüístico de la crítica a las modernas dictaduras. Sin embargo, la esencia de la autoridad no es esto. Es verdad que la autoridad es en primer lugar un atributo de personas. Pero la autoridad de las personas no tiene su fundamento último en un acto de sumisión y de abdicación de la razón, sino en un acto de reconocimiento y de conocimiento: se reconoce que el otro está por encima de uno en juicio y en perspectiva y que en consecuencia su juicio es preferente o tiene primacía respecto al propio. La autoridad no se otorga sino que se adquiere, y tiene que ser adquirida si se quiere apelar a ella. Reposa sobre el reconocimiento y en consecuencia sobre una acción de la razón que, haciéndose cargo de su propios límites, atribuye al otro una perspectiva más acertada. Este sentido rectamente entendido de autoridad no tiene nada que ver con una obediencia ciega de comando. En realidad no tiene nada que ver con obediencia sino con conocimiento (1993, p. 347).

Si algo ha podido demostrar la tradición hermenéutica del siglo XX -Gadamer y el propio Ricœur- sobre el horizonte radical de la ontología del ser-en-el-mundo de Heidegger (2003, §§ 12, 14) es la imposibilidad esencial de la razón de liberarse absolutamente de todos sus prejuicios, por un lado, y que estos presupuestos, por otro, son condición de posibilidad de toda comprensión (cfr. Gadamer, 1993, pp. 344-353), rehabilitando así la autoridad, la tradición, lo convencional. Por eso la pretensión de Ricœur es de gran envergadura: que la ética de la argumentación de Apel (2002) y Habermas (2002), heredera de la Ilustración y su entusiasta fe en la razón, asuma que esa argumentación es siempre la de una razón impura, contextualizada, histórica, comunitaria, y que, a su vez, el historicismo y el comunitarismo -mejor llamarlos “contextualismo” (M. Walzer, M. Sandel, C. Taylor, A. MacIntyre, H.-G. Gadamer) (cfr. Ricœur, 1996, p. 308, n. 69)- acepten que la exigencia de universalización no sólo no es un atentado contra la atención que se debe prestar al contexto en toda aplicación de la norma, sino la condición para prevenir el relativismo y la exagerada exaltación de lo particular. Efectivamente, si se renuncia a ese paso de la prueba de la universalización para las costumbres particulares, teniendo como motivo el supuesto respeto a la singularidad de una cultura, entendida en sentido más etnográfico que ilustrado -“educación en la razón y en la libertad” (Ricœur, 1996, p. 315)-, se desemboca “en una apología de la diferencia por la diferencia que, en definitiva, convierte en indiferentes todas las diferencias, en la medida en que hace inútil cualquier discusión” (Ricœur, 1996, p. 315).

Solo ubicando, ya desde el principio, esa dialéctica entre argumentación y “convicciones bien pensadas” (Ricœur, 1996, p. 254; Rawls, 2012, p. 32) en el corazón mismo de los conflictos que se suscitan al interior de toda institución política es posible ofrecer soluciones viables -no aporéticas- a la tensión entre lo que es tenido por bueno y por justo en la discusión de una determinada comunidad, evitando, en alguna medida, que la confrontación entre perspectivas distintas tome el camino del desgarro entre las partes involucradas, e incluso el de la tragedia, tal como ha quedado ilustrado de manera ejemplar en la Antígona de Sófocles (2014).

Pero la hipótesis dice también, y con más fuerza, que esa dialéctica entre argumentación y convicción tiene su sitio real en un círculo hermenéutico más amplio, conformado por los momentos de lo que es tenido por bueno, lo que es tenido por justo, y su aplicación; y que está colocada como tensión al interior de ese momento fundamental, según la expresión de Gadamer (1993, p. 478 y ss.), que es la aplicación. Si el círculo hermenéutico, en el plano de la ontología fundamental, está conformado, según lo ha mostrado Heidegger en Ser y tiempo, por la comprensión y la interpretación (2003, §§ 31-32), y complementado por la aplicación, según Gadamer en Verdad y método (1993, pp. 378-414), en el plano de la filosofía práctica se ofrece un análogo movimiento hermenéutico en el que la inteligencia -según entiende Zubiri el logos sentiente (1982)- va de lo que es tenido por bueno a lo que es tenido por justo, y procede a su aplicación; aunque no necesariamente en este orden.

A pesar de que Ricœur prefiere hablar de dialéctica y no de círculo, dada su preocupación constante por deslindarse de una ontología como la de Heidegger, las sugerencias de este para saber entrar de manera adecuada y que el círculo sea virtuoso y no vicioso, es decir, que se convierta en una argumentación productiva, que le dé beligerancia a la propuesta del método, son mejor camino que el esfuerzo por liberarse de la ontología de Hegel -como pretende Ricœur (1996, p. 276)- en el recurso siempre peligroso a los fueros de la dialéctica. ¿Acaso una dialéctica sustraída a la ontología del Espíritu absoluto puede seguir siendo llamada dialéctica? Mucho menos en unos estudios como los de Sí mismo como otro, que de principio a fin se inscriben en la estela de la fenomenología y la hermenéutica.

Que la posibilidad del vicio se deshace con la presencia de un tercero -la aplicación- le pasa desapercibido al propio Heidegger; es mérito de Gadamer demostrar, recuperando “la vieja tradición de la hermenéutica” (1993, p. 378), que la aplicación es el problema fundamental de todo círculo hermenéutico, sea en la ontología fundamental (Heidegger), en el método de las ciencias del espíritu (Gadamer) o en la filosofía práctica, según se postula aquí.

El problema hermenéutico se dividía como sigue: se distinguía una subtilitas intelligendi, la comprensión, de una subtilitas explicandi, la interpretación, y durante el pietismo se añadió como tercer componente la subtilitas applicandi, la aplicación (por ejemplo, en J. J. Rambach). Estos tres momentos debían caracterizar a la realización de la comprensión. Es significativo que los tres reciban el nombre de subtilitas, esto es, que se comprendan menos como un método disponible que como un saber hacer que requiere una particular finura de espíritu (Gadamer, 1993, p. 378).

La sutil aplicación de lo que han llegado a ser -a través de la reflexión y la confrontación de opiniones- convicciones bien pensadas sobre lo bueno y lo justo a determinado momento de la vida institucional y comunitaria tiene en su interior, realmente, esa tensión entre argumentación (ilustrada) y convicción (tradicional), tensión que acompaña de principio a fin el círculo hermenéutico de la praxis. Institución y conflicto (Ricœur, 1996, pp. 271-285), respeto y conflicto (1996, pp. 286-300), autonomía y conflicto (1996, pp. 300-320) -momentos que estructuran el noveno estudio de Sí mismo como otro- son las tres esferas de la vida práctica -ética y política- en las que el círculo hermenéutico de la praxis ejerce sus recursos de mediación entre las pretensiones de validez universal de una norma, por un lado, y el contexto histórico, social y cultural, por otro, al cual esa norma pretende servir.

El círculo hermenéutico de la praxis

Para dar fuerza a la tesis de que la tensión entre argumentación y convicciones bien pensadas -núcleo de la aplicación- en relación con la praxis debe colocarse al principio de las investigaciones sobre la filosofía práctica y no al final -al principio del séptimo estudio (Ricœur, 1996, p. 173) y no al final del noveno (1996, p. 316)-, con el objetivo de que opere como clave interpretativa desde el comienzo, se precisan algunas observaciones, más generales al principio y un poco más particulares después.

Sí mismo como otro es la obra con que Ricœur se inserta en esa importante discusión sobre la desustancialización de la identidad -tanto en su dimensión individual como comunitaria- que atraviesa todo el siglo XX, en la que se inscriben autores como Husserl, Heidegger, Merleau-Ponty, Foucault, Gadamer, Zubiri, Derrida y muchos otros. Pero Ricœur se ubica entre aquellos autores que, sin embargo, ofrecen una importante batería de argumentos contra la disolución absoluta del sujeto, mediando, por tanto, entre la exaltación del yo y su desaparición, con una hermenéutica del sí mismo como otro (1996, pp. XV-XXXVII). Es esta problemática, pues, la que sirve de marco a su “pequeña ética” -según su propia expresión (1996, p. 320)-, conformada específicamente por los estudios séptimo, octavo y noveno de los diez que conforman la obra, objeto de la lectura atenta de estas páginas.

Se trata, efectivamente, según la explícita intención de Ricœur (1996, p. XXXII), de diez estudios hermenéuticos, relativamente independientes, sobre la identidad, con los matices que se le ofrecen desde el uso diferenciado del idem y del ipse latinos (1996, pp. XII-XIII). Los dos primeros estudios rodean el problema de la identidad desde la filosofía del lenguaje -primero desde la semántica (1996, pp. 1-17), luego desde la pragmática (1996, pp. 18-36)-, intentando responder de manera descriptiva la siguiente pregunta: ¿quién habla? La respuesta será: el sí mismo en cuanto que otro -no un sujeto: no un yo ni un individuo-. El tercero (1996, pp. 37-74) y el cuarto (1996, pp. 75-105) lo hacen desde la filosofía de la acción, tal como esta es entendida en la tradición analítica, y la pregunta guía es “¿quién actúa?”. El quinto (1996, pp. 106-137) y el sexto (1996, pp. 138-172), animados por la pregunta “¿quién se narra?”, representan un rodeo por el tema de la identidad con la perspectiva hermenéutica que el propio Ricœur ha cultivado en obras como Tiempo y narración (1995). Los estudios séptimo, octavo y noveno, animados por la pregunta “¿quién es responsable?”, hacen un recorrido por la ética de Aristóteles (el séptimo) y la moral de Kant (el octavo), con la intención de mediar (en el noveno) en la discusión contemporánea entre la ética de bienes y la moral de obligaciones, entre contextualismo y universalismo. Juntos, estos tres estudios son el desarrollo in extenso de ese círculo hermenéutico de la praxis.

La respuesta en los cuatro núcleos temáticos -el lenguaje, la acción, la narración y la responsabilidad- es la misma: el sí mismo en cuanto otro, pero enriquecida cada vez por las categorías que arroja cada una de las nueve investigaciones. La red de categorías que resulta -sobre el sí mismo en cuanto otro- es recogida, ordenada y llevada a un nivel ontológico en el décimo estudio (1996, pp. 328-398), animado por la siguiente pregunta: ¿qué modo de ser es el sí, si no es un yo sustancial, pero tampoco un mero recurso aglutinante de la ilusión? La propuesta es, tanto frente a la ontología sustancialista de Aristóteles (2003) -lo mismo que ante la ontología del Dasein de Heidegger (2003)- como frente a la disolución del sujeto -ya se trate de Hume, de Nietzsche o de sus epígonos posmodernos-, una ontología del desarrollo del sí mismo en cuanto otro, expuesta en ese décimo estudio, sin embargo, de manera por demás precavida, bajo el talante de una pregunta: “¿Hacia qué ontología?” (1996, pp. 328-397).

Aunque cada núcleo temático sea independiente -como cada uno de los diez estudios-, no debe perderse de vista, sin embargo, que todos juntos conforman una sola obra, bajo el título de Sí mismo como otro, articulada por “tres intenciones filosóficas principales” (1996, p. XI). ¿Cuáles son esas tres intenciones filosóficas que le dan unidad a investigaciones tan distintas? La primera es “señalar la primacía de la mediación reflexiva sobre la posición inmediata del sujeto” (1996, p. XI). El yo se ofrece solo después de un largo rodeo, nunca en la inmediatez de una intuición directa y pura, como pretende Husserl (2013). El pronombre reflexivo “se”, que en la declinación deviene “sí”, como reflexivo de tercera persona, permite acceder a un nivel ontológico más radical que el yo, descentralizando y distribuyendo el centro de la predicación entre todos los entes que pueden decir cada vez yo en cuanto el sí mismo que puede ser cualquiera, tal como Heidegger lo demuestra con el recurso de Dasein (2003, § 4). La segunda intención filosófica, sugerida también en el título por la partícula “mismo”, “es disociar dos significaciones importantes de identidad, según que se entienda por idéntico el equivalente del idem o del ipse latino” (Ricœur, 1996, p. XII-XIII): mientras la identidad-idem nombra aquella dimensión del sí relativa a su permanencia en el tiempo, la identidad-ipse nombra esa otra dimensión del mismo sí según la cual es diferente en cada momento. Incluso con esta escueta indicación ya se puede ver la importancia del tiempo en relación con este agudo problema de la identidad, al que Ricœur ha dedicado su trilogía Tiempo y narración. En la ipseidad viene inscrita la tercera intención filosófica: si esa dimensión refiere al hecho de que el sí es cada vez otro, entonces la alteridad se desdobla como momento de la mismidad, a la cual pertenece; pero también como momento de una alteridad que es totalmente otra distinta del sí, que es otra que el sí porque se trata de otro sí: “Sí mismo como otro sugiere, en principio, que la ipseidad del sí mismo implica la alteridad en un grado tan íntimo que no se puede pensar en una sin la otra, que una pasa más bien a la otra […]” (Ricœur, 1996, p. XIV). Este pasar de una dimensión a la otra evoca muy bien el gusto de Ricœur por la dialéctica de Hegel. Frente a la exaltación del yo, llevada a cabo por Descartes -y luego por Kant, Fichte y el propio Husserl-, lo mismo que ante la humillación que lo disuelve en meras impresiones, interpretaciones o estructuras -se trate de Hume, Nietzsche o sus epígonos escépticos posmodernos-, la mediación es la afirmación del sí mismo como otro, con la fuerza y el énfasis indicados en cada uno de los tres momentos. Que alguien habla -el sí en cuanto otro-, que alguien actúa, que alguien se narra, que alguien es responsable: esos son los mínimos que arrojan las investigaciones descriptivo-interpretativas en torno al lenguaje, la acción, la narración y la imputación. Y así como no se puede, sin más, presumir un sujeto, soporte estático último del lenguaje, la acción, la narración y la imputación, tampoco se puede ir a parar a la ingenuidad de creer que tales cosas se sostienen a sí mismas. Pero carece de toda lógica, también, la creencia de que lo dicho y lo hecho por alguien -ya sea un individuo o una comunidad-, tanto en sus niveles más simples como en los más complejos, están privados de todo principio de unidad real. La presunción de la mismidad, de la pluralidad y de la alteridad del lenguaje, la acción, la narración y la imputación, es la presunción de un sí mismo como otro real, de un sí que con otros sí es siempre identidad, ipseidad y alteridad, de un sí mismo como otro, en cuanto otro.

Unas observaciones más particulares, dedicadas al conjunto de los estudios séptimo, octavo y noveno, encaminan la meditación, ya con más precisión, hacia ese círculo que conforman en la vida práctica lo bueno, lo justo y su aplicación, tal como Ricœur lo entiende. El “Séptimo estudio. El sí y la intencionalidad ética” (Ricœur, 1996, pp. 173-212) está dedicado a estudiar la ética de bienes y de fines de Aristóteles, pero tiene unas breves páginas introductorias en cuyo contenido debe repararse especialmente, pues sientan las bases de lo que es el círculo hermenéutico de la praxis.

Tres puntos hay que retener de esta introducción. El primero tiene que ver nuevamente con el método del rodeo mediante la reflexión, específicamente aplicado en la praxis. La respuesta a la pregunta guía de estos estudios sobre quién es responsable, quién es sujeto de imputación moral, se atiene también, pues, “a la regla fundamental del rodeo de la reflexión mediante el análisis” (Ricœur, 1996, p. 172); y los predicados “bueno” y “obligatorio” se aplican a la acción en cuanto praxis, buscando las determinaciones que mediante este recurso puedan ofrecerse como siendo del sí en cuanto algo de suyo, algo real -tal como Zubiri entiende la realidad (1980, pp. 54-67)-, evitando de nuevo la presunción hipostática de un sujeto, lo mismo que su inexistencia.

El segundo punto es la importante, novedosa y productiva distinción, para el curso de las investigaciones, entre ética y moral. El reto que se le impone ahora a la reflexión consiste en mostrar la continuidad real -no solo racional, y menos ficticia o puesta por la razón- que hay entre la comprensión de lo bueno y la de lo obligatorio, entre el bien y el deber, contrariamente a lo que piensa la tradición moderna dominante -Hume y Kant- en el sentido de que entre la ética de bienes y la moral de obligaciones hay una oposición, sin transición posible, entre lo empírico y lo categórico. El camino para mostrar que hay continuidad, y no oposición ni ruptura, es la elaboración de una crítica severa que distingue entre ética -la de Aristóteles- y moral -la de Kant-, mostrando los límites y alcances de cada una, así como la necesidad que el bien tiene de encontrar continuidad en lo obligatorio y lo justo, y la del deber de reconocer su raíz en el bien. Para esta crítica, que muestra la continuidad y la distinción entre dos tradiciones que, desde Hume y Kant, marchan de manera paralela, Ricœur se juega sus mejores argumentos en esa intención por mediar en la discusión entre comunitarismo y contractualismo, entre Taylor (2006) y MacIntyre, por un lado, y Apel y Habermas (2002), por otro. Pero, ¿qué autoriza esa sugerente distinción entre ética y moral?

En la etimología o en la historia del empleo de los términos, nada la impone. Uno viene del griego, el otro del latín; y ambos remiten a la idea intuitiva de costumbres, con la doble connotación que vamos a intentar descomponer de lo que es estimado bueno y de lo que se impone como obligatorio. Por tanto, por convención reservaré el termino de ética para la intencionalidad de una vida realizada, y el de moral para la articulación de esta intencionalidad dentro de normas caracterizadas a la vez por la pretensión de universalidad y por un efecto de restricción (hablaremos en su momento de lo que vincula a estos dos rasgos entre sí). Reconoceremos fácilmente en la distinción entre objetivo y norma la oposición entre dos herencias: una herencia aristotélica, en la que la ética se caracteriza por su perspectiva teleológica, y otra kantiana, en la que la moral se define por el carácter de obligación de la norma, por tanto, por un punto de vista deontológico (Ricœur, 1996, p. 174).

En esta distinción, en principio meramente convencional, está el origen -y el orden- de los dos primeros momentos del círculo hermenéutico de la praxis: primero, lo bueno; después, lo obligatorio. El tercero, el de la aplicación, viene del hecho mismo -y de cierta manera es el motivo que pone en operación los anteriores- de que se quiere saber qué es lo bueno y lo obligatorio precisamente en relación con alguna acción práctica que presenta ambigüedades al respecto, tal como sucede en los dilemas ejemplares de la vida que termina -¿se debe decir la verdad al moribundo siempre? (cfr. Ricœur, 1996, pp. 294-295)- y de la vida que comienza -¿cuáles son las circunstancias en las que puede ser interrumpido un embarazo? (cfr. Ricœur, 1996, pp. 295-299)-. Con ser inicialmente una convención, la distinción entre ética y moral trae consigo, sin embargo, unas consecuencias de más profundo calado, dada la relación en que, de ahora en adelante, quedará la Ética a Nicómaco respecto a la Fundamentación de la metafísica de las costumbres (Kant, 2012) y la Crítica de la razón práctica (2005). ¿Cuál es la nueva relación que queda establecida entre Aristóteles y Kant?

Nos proponemos establecer, sin afán de ortodoxia aristotélica o kantiana, pero con gran atención a los textos fundadores de estas dos tradiciones: 1) la primacía de la ética sobre la moral; 2) la necesidad para el objetivo ético de pasar por el tamiz de la norma; 3) la legitimidad de un recurso al objetivo ético, cuando la norma conduce a atascos prácticos […]. Con otras palabras, según la hipótesis de trabajo propuesta, la moral sólo constituiría una efectuación limitada, y la ética, en este sentido, incluiría a la moral. Por tanto, no veríamos que Kant sustituye a Aristóteles, pese a una tradición respetable. Más bien, se establecería entre las dos herencias una relación a la vez de subordinación y de complementariedad, reforzada, en definitiva, por el recurso final de la moral a la ética (Ricœur, 1996, pp. 174-175).

No es una mera arbitrariedad la escala que marcan estos tres puntos -otro modo, por cierto, de enunciar el círculo hermenéutico de la praxis-, sino que emanan de ese trato atento y cuidadoso con los textos fundacionales, que convoca a la mesa del diálogo y la discusión a Aristóteles y a Kant, más que a sus comentadores, quienes suelen tener oídos dispuestos para la línea de lectura que se ha ido convirtiendo en dominante, al amparo de guardianes que, en no pocas ocasiones, la protegen con un celo inversamente proporcional a su capacidad de escucha de la originalidad disruptiva del maestro. Atenidos a la escucha atenta de los textos, queda establecido, pues, en primer lugar, que lo que es tenido por bueno es en la comprensión, es decir, en ese estado de abierto que constituye al sí, ontológicamente anterior a lo que es tenido por justo; pero, en segundo lugar, queda establecido también que lo que es tenido por bueno debe pasar -para confirmarse como tal- la prueba de la universalización de la norma, tal como lo pide Kant; y, en tercer lugar -como el punto donde se cierra un círculo, pero se abre otro-, la norma que se topa con esas aporías prácticas -caso de la vida que termina o que comienza- en las que el acato a la ley termina en falta de respeto a la persona, por un lado, o el respeto a la persona parece desacato a la ley, en estos casos dilemáticos, pues la sabiduría práctica debe saberse justificada racional y legítimamente para volver a las intuiciones sobre lo bueno que laten en el respeto, sea a la persona o a la ley. De esta manera, se pueden tener recursos para un horizonte más comprensivo que permita salir correctamente de esos callejones sin salida, salvaguardando la integridad de las personas, respetando lo mejor que sea posible la ley, favoreciendo que cada postura tenga oídos dispuestos para la otra. Y así el círculo empieza otra vez, solo que enriquecido por las vueltas anteriores. La subordinación y la complementariedad entre ética y moral es mutua, dado que el círculo en el que se mueven es más bien una estructura que puede ser abordada por cualquiera de sus momentos y no un proceso técnico dominado por la cronología de unos pasos que suponen necesariamente los anteriores. En cierto sentido, es la aplicación a la comprensión de una determinada situación práctica la que confronta lo que es tenido por bueno y por justo, los mueve de lugar y los obliga a clarificarse y enriquecerse para ser llevados a la práctica. Otras veces es la idea de lo justo la que debe ser profundizada, confrontada con lo bueno, en virtud de las exigencias que la vida práctica requiere en su aplicación.

El tercer punto de esta introducción está relacionado con las determinaciones del sí que ofrecen las investigaciones sobre la praxis, ahora distinguida en ética y moral. Dado que el círculo hermenéutico de la praxis no tiene sustantividad alguna, sino que se dice siempre respecto de la realidad del sí mismo y de la comunidad que conforma con los otros que también son sí mismos, la pregunta es qué nuevas determinaciones aparecen para el sí a partir de estos análisis de lo bueno, lo justo y su aplicación. Pues bien, las determinaciones que ofrece el rodeo por la praxis son las siguientes:

[…] al objetivo ético corresponderá precisamente lo que llamaremos, en lo sucesivo, estima de sí, y al momento deontológico, el respeto de sí. Según la tesis propuesta aquí, debería aparecer: 1) que la estima de sí es más fundamental que el respeto de sí; 2) que el respeto de sí es el aspecto que reviste la estima de sí bajo el régimen de la norma; 3) finalmente, que las aporías del deber crean situaciones en las que la estima de sí no aparece sólo como la fuente sino como el recurso del respeto, cuando ya ninguna norma segura ofrece una guía firme para el ejercicio hic et nunc del respeto. Así, estima de sí y respeto de sí representarán conjuntamente los estadios más avanzados de este crecimiento, que es, al mismo tiempo, un despliegue de su ipseidad (Ricœur, 1996, p. 175).

Las que aparecen en el escenario público son las acciones humanas, no un cogito sustancial (Descartes), puro (Kant) o trascendental (Husserl), por más que la fuerza de la costumbre imponga al yo. Por tanto, las que pueden ser estimadas como buenas primariamente son dichas acciones; lo mismo acontece en el caso del respeto: las acciones son las que piden ser respetadas en función de tales o cuales normas que así lo exigen. Lo que se presume es que la estimación como buena y respetable atribuida a la acción debe recaer consecuentemente en el agente de dicha acción. Ahí está, pues, el origen de la estima y del respeto de sí. Es fácil reconocer en la estima de sí, en el respeto de sí y la aplicación, otra manera de nombrar el circulo hermenéutico de la praxis. Debe repararse, sin embargo, en un matiz que ofrece la expresión de los tres momentos en este texto. La estimación de lo que es tenido por bueno intuitivamente -fenomenológicamente, por tanto- es fundamental respecto al respeto: la estima del sí es el fundamento del respeto del sí, y nunca al revés. Más aún -y aquí está el matiz que debe destacarse-, el respeto de sí que toda norma exige es, en el fondo, no otra cosa sino estima de sí. No significa que, entonces, el respeto no aporte nada y que tan solo se trate de otra forma de decir lo mismo; al contrario, el respeto de sí desdobla en un ámbito nuevo, el de la ley, la estima de sí, esa que se ofrece de manera meramente intuitiva; ese desdoblamiento tiene, entre otros objetivos, el de liberar a la estima de los riesgos de la autocomplacencia mediante la aplicación de la ley, elemento ajeno en su origen a la radical intuición de lo bueno.

Habiendo dado cuenta de estos previos introductorios a la ética (llamada así la “pequeña ética” por mera economía), debe decirse aún una palabra sobre su estructura interna. Efectivamente, la estructura de los estudios séptimo, octavo y noveno es tripartita, y ha sido tan cuidada como el contenido expositivo y argumentativo de cada uno. La secuencia creciente de la argumentación en la estructura, así al interior de cada uno de los tres estudios (en la línea vertical de la tabla que viene a continuación, según es la costumbre) como entre las tres partes correspondientes de cada uno de los tres estudios (según la novedosa continuidad de la línea horizontal), ha sido tratada con especial esmero. Y si en toda obra filosófica es tan importante el contenido como la arquitectura misma de la obra, en el caso de Sí mismo como otro lo son de manera especial.

Ya al inicio del séptimo estudio -no en las páginas introductorias referidas-, Ricœur plasma el plan de trabajo de sus investigaciones sobre la praxis y ofrece las claves de lectura de las líneas verticales y horizontales de la estructura de los tres estudios.

Inquirir sobre la intencionalidad ética, prescindiendo del momento deontológico, ¿es renunciar a cualquier discurso sensato y dejar el campo libre a la efusión de los “buenos” sentimientos? En absoluto. La definición que sigue suscita, al contrario, por su carácter articulado, un trabajo de pensamiento que ocupará el resto de este estudio. Llamemos “intencionalidad ética” a la intencionalidad de la “vida buena” con y para otro en instituciones justas. Los tres momentos importantes de esta definición serán, sucesivamente, el objeto de un análisis distinto. Son estos tres mismos componentes los que, en los dos estudios siguientes, formarán los sucesivos puntos de apoyo de nuestra reflexión sobre la relación de la norma moral con la intencionalidad ética (1996, p. 176).

El sí que tiende a la vida buena -y que por tal es digno de estima-, el papel del otro en ese tender del sí -como solicitud y respeto por el otro-, y el papel del sentido de la justicia y la institución que emana de ahí -el deber- son las tres paradas, en sentido vertical y horizontal, de la argumentación que marcha tras las huellas de la tensión que anima la relación entre lo bueno y lo justo en la vida práctica. La siguiente tabla permite una visión de conjunto del recorrido y, sobre todo, repara en la continuidad que hay entre los tres momentos de las líneas horizontales, con ese interludio de ruptura al inicio del noveno estudio.

Séptimo estudio. El sí y la intencionalidad ética. Octavo estudio. El sí y la norma moral. Noveno estudio. El sí y la sabiduría práctica: la convicción.
1. Tender a la vida buena…
[El sí]
1. La intencionalidad de la “vida buena” y la obligación (autonomía).
[El sí]
Interludio

Lo trágico de la acción
1. Institución y conflicto.
[La institución]
2. …con y para el otro (solicitud)…
[El otro]
2. La solicitud y la norma (respeto).
[El otro]
2. Respeto y conflicto.
[El otro]
3. …en instituciones justas (igualdad).
[La institución]
3. Del sentido de la justicia a los “principios de la justicia” (institución).
[La institución]
3. Autonomía y conflicto.
[El sí]

La intrínseca tendencia al bien por parte del sí (7.1), la solicitud por el otro (7.2) y la igualdad y el sentido de la justicia (7.3) son las determinaciones ontológicas del sí que emanan del análisis de la ética de Aristóteles. Pero en cada una de ellas están, de manera incoada, las determinaciones que emanan de los análisis de la moral de Kant: la obligación por el otro (8.1) tiene su raíz en la tendencia a la vida buena del sí (7.1), que, precisamente porque es buena, no puede ser la de un solitario y egoísta, encerrado en su propio mundo; la solicitud por el otro (7.2), corazón de la tendencia al bien, encuentra su desdoblamiento de manera intuitiva en el concepto de las normas (8.2), que remontan de lo empírico a lo a priori y que tienen su expresión más acabada en el imperativo categórico, especialmente en su segunda fórmula: “Obra de tal modo que uses a la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre al mismo tiempo como fin y nunca simplemente como medio” (Kant, 2012, p. 139); el sentido de la justicia (7.3), anidado en toda tendencia a la vida buena, que pretende la igualdad en el ámbito teleológico, viene a ser en el ámbito deontológico una exigencia racional convertida en principio de justicia (8.3), tal como sucede en Kant y luego en Rawls (2012, pp. 62-118). Las tres características del noveno estudio, autonomía (9.3), respeto (9.2) e institución (9.1), tienen su lugar entre el séptimo y el octavo -no al final, por tanto-, precisamente por los conflictos que surgen de manera espontánea en la transición de la dimensión teleológica a la deontológica. El conflicto debe quedar, pues, junto con las otras determinaciones del sí, como habitándolas a todas y emanando de ellas: tendencia al bien, solicitud, igualdad; autonomía, respeto e institución. Ese interludio sobre lo trágico de la acción, colocado una vez iniciado el noveno estudio (Ricœur, 1996, pp. 260-270), convoca la voz de la Antígona de Sófocles -que Ricœur, a diferencia de Nussbaum (2004, pp. 40-47), considera ajena a la filosofía- para ilustrar de manera ejemplar -pero desde una voz que no es la de la filosofía- lo trágico de la acción cuando entran en conflicto diferentes perspectivas sobre lo bueno y lo justo, personalizadas en la postura mutuamente excluyente de Antígona y Creonte.

El escrutinio atento a la estructura de la ética mostrada en la tabla anterior habrá notado que, aunado a esa fuerte llamada de atención venida de Antígona en relación con la centralidad e inevitabilidad del conflicto en la vida de las instituciones, el noveno estudio echa mano de otro recurso para llamar la atención sobre la centralidad de la convicción -en tensión siempre con la argumentación- en el juicio moral en situación, particularmente en escenarios conflictivos: el orden de los tres elementos de la definición de “intencionalidad ética” -el tender a la vida buena por parte del sí (autonomía), el otro y la institución- ha sido invertido. Primero el círculo amplio de la institución y sus conflictos (9.1), después el círculo interior de la solicitud y el respeto (9.2), y finalmente el bastión de la moral de Kant: la autonomía (9.3). ¿Por qué esta inversión?, ¿qué ventajas se obtienen de llevar la tensión entre el sí y el otro distinto de sí, desdoblada en la tensión entre lo bueno y lo obligatorio (moral y legalmente) a la institución y sus conflictos? Ricœur esgrime dos razones para justificar el recorrido en este orden, sosteniendo que no solo no le quita fuerza a lo que aquí se nombra “circulo hermenéutico de la praxis”, sino que lleva ese círculo a la esfera de la institución, donde las tensiones y los conflictos son mayores.

¿Cuál es la primera de esas dos razones? La siguiente: al llevar el aspecto más fuerte del conflicto en primer lugar al plano de la institución, nos hemos enfrentado al alegato hegeliano en favor de la Sittlichkeit, esa moral efectiva y concreta que se supone toma el relevo de la Moralität, de la moral abstracta, y que encuentra precisamente su centro de gravedad en la esfera de las instituciones y, coronándolas a todas, en la del Estado. Si lográsemos mostrar que lo trágico de la acción despliega precisamente en esta esfera algunas de sus figuras ejemplares, se suprimiría por ello mismo la hipótesis hegeliana sobre la sabiduría práctica instruida por el conflicto. La Sittlichkeit no designaría, pues, una tercera instancia superior a la ética y a la moral, sino uno de los lugares en el que se ejerce la sabiduría práctica, a saber, la jerarquía de las mediaciones institucionales que esta sabiduría práctica debe atravesar para que la justicia merezca realmente el título de equidad (1996, p. 271).

El tercero que resuelve la tensión entre lo ético -lo bueno- y lo moral -lo obligatorio- no puede ser el Estado, el mundo del derecho, el ámbito de lo legal, identificado por Hegel con la Sittlichkeit, concepto que se inscribe en su censura a Kant, en cuanto que piensa que la Crítica de la razón práctica es una moral meramente formal y vacía. Pero tampoco al Estado y su aparato jurídico -la Sittlichkeit (cfr. Hegel, 2010, pp. 525-573)- se le puede confiar la resolución última de los conflictos éticos y morales, no solo porque se salta de manera metodológicamente injustificada del plano de la ética y la moral al plano jurídico, con la agravante de que se hace a un lado el plano político -o se lo identifica con el Derecho-, sino porque para resolver los conflictos generados al interior del círculo que conforman la comprensión de lo bueno, lo justo y su aplicación hay que saber mantenerse disciplinadamente al interior de ese movimiento, en la tensión siempre constante, irresoluble de manera definitiva, entre argumentaciones correctas y convicciones bien pensadas. Ese tercero que es la aplicación, que media entre lo bueno y lo obligatorio, no puede venir de fuera, sino que emerge del interior mismo del círculo. La Ilustración, y no solo Hegel (cfr. Taylor, 2010, pp. 111-189), creía estar muy cerca de tener cumplido ese sueño de que un Estado de derecho -una humanidad finalmente mayor de edad- no precisaría más ni lo ético ni lo moral. Pero el convulso siglo XX ha sido pródigo en lecciones precisamente en el sentido contrario.

Pero nosotros, que hemos atravesado los acontecimientos monstruosos del siglo XX vinculados al fenómeno totalitario, tenemos razones para escuchar el veredicto inverso, mucho más abrumador, pronunciado por la propia historia a través de los labios de las víctimas. Cuando el espíritu de un pueblo es pervertido hasta el punto de alimentar una Sittlichkeit mortífera, el espíritu que ha desertado de las instituciones que se han vuelto criminales se refugia en la conciencia moral de un pequeño número de individuos, inaccesibles al miedo y a la corrupción (Ricœur, 1996, p. 278).

Las convicciones bien pensadas, bien argumentadas, que no se limitan simplemente a tomar lo bueno y lo justo tal como le son ofrecidos, sino que criban esos conceptos desde la rica tradición que se los da y desde las complicadas circunstancias que ahora lo demandan, casi por regla se refugian en la conciencia moral de unos cuantos, y no necesariamente en la intuición ética de la masa social ni en el Estado de derecho. Por ello, de alguna manera, esas convicciones bien pensadas, corazón de la aplicación en el círculo hermenéutico de la praxis, están siempre por realizarse, por llevarse a cabo. Pero no desde el principio, no desde la nada cada vez, sino desde la situación real ganada en las aplicaciones anteriores, hayan sido acertadas o no.

Es precisamente la desactivación de la Sittlichkeit como momento externo a la ética y a la moral, como elemento que resolvería los conflictos en cuanto tercera instancia, el que activa más bien la imagen de un círculo en el que se comprenden e interpretan mutuamente, al interior de su propio movimiento, lo bueno, lo justo y su aplicación: un movimiento que tiene sus más fuertes agitaciones y conmociones al interior de las instituciones, mediadas en un Estado de derecho por aparatos legales bien establecidos. Para empezar por lo más difícil, por lo que supone mayores retos y desafíos a la reflexión, es que Ricœur ha invertido el orden establecido por Kant y decide tratar primeramente de los conflictos entre lo bueno y lo obligatorio en la institución antes que en el cara a cara y en la autonomía del individuo.

Pero hay una segunda razón para conservar esta inversión: Al no ser nuestro problema añadir una filosofía política a la filosofía moral, sino determinar los rasgos nuevos de la ipseidad que corresponden a la práctica política, los conflictos que derivan de esta práctica han servido de telón de fondo para los conflictos engendrados por el formalismo mismo en el plano interpersonal entre la norma y la solicitud más singularizadora. Sólo cuando hayamos atravesado estas dos zonas de conflicto, podremos enfrentarnos con la idea de autonomía que sigue siendo, en último análisis, la pieza maestra del dispositivo de la moral kantiana: es ahí donde los conflictos más ocultos designan el punto de inflexión de la moral en una filosofía práctica que, posiblemente, no ha olvidado su paso por el deber (Ricœur, 1996, p. 271).

Ricœur se ha liberado de ese prurito moderno, que todavía carcome las investigaciones de Husserl -guiándolas hacia el yo trascendental (1986)- y las del primer Heidegger -con la centralidad del Dasein (2003)- y ya no cree que la filosofía precise -ni en el método ni en el contenido- como fundamento inconcuso a un yo último y autónomo, sino que, como buen hermeneuta, piensa más bien que el discurso ha de buscar la manera de encontrar su propia autofundamentación en la operatividad de su mismo ejercicio. De manera que hay menos artificio en poner a prueba este pensamiento empezando por enfrentar los conflictos en la complejidad del nivel institucional antes que en la ilusión de un yo individual autónomo, a partir del cual se podría ascender con plena seguridad hacia la pluralidad, para finalmente dar cuenta de la institución, según el orden impuesto por Kant en la Fundamentación de la metafísica de las costumbres: “Todas las máximas tienen: 1. una forma que consiste en la universalidad [...]; 2. una materia, o sea, un fin [...]; 3. una determinación cabal” (2012, pp. 150-151). Aunque no lo diga, también aquí Ricœur prefiere el orden propugnado por Aristóteles en la Política: “La ciudad es por naturaleza anterior a la casa y a cada uno de nosotros, porque el todo es necesariamente anterior a la parte” (1253a19). A fin de cuentas, se trata más de una estructura de tres círculos concéntricos que se reclaman mutuamente con el mismo carácter autofundador. Es por eso que hay razón en la afirmación de que, habiendo atravesado la zona conflictiva de la institución, lo mismo que esa otra zona de la pluralidad de las personas -que le es interior- y sus conflictos, se alcanza una situación de privilegio en relación con los conflictos que encierra la tesis de una autonomía -tal como Kant la propugna- que parece autosuficiencia pero que realmente no lo es (cfr. Ricœur, 1996, pp. 301-302). No hay razón, sin embargo, cuando se afirma que el objetivo no es añadir una filosofía política a una filosofía moral, sino sacar en limpio los rasgos de la ipseidad que se ofrecen desde los análisis de la praxis política, puesto que, aunque no era el objetivo, lo que en realidad se hace es precisamente eso: al poner primero la mirada en el estudio de los conflictos propios de la institución, la reflexión queda colocada de suyo en el ámbito de la praxis política; hacer rendir los resultados de este estudio -sobre las tensiones entre lo bueno y lo obligatorio- también en el ámbito de la praxis ética, es decir, el de la pluralidad de las personas y de la autonomía, es el reto que se le ofrece a la razón hermenéutica. En descargo de Ricœur se puede decir, por un lado, que no es esta la única ocasión en la que dice que hace una cosa cuando realmente hace otra (cfr. Ricœur, 1996, p. 311); por otro, que es casi un acto inevitable en el filósofo que se embarca en grandes empresas.

Las observaciones expuestas contienen los elementos mínimos suficientes para la comprensión de esa tensión entre argumentación y convicción -que en la intención de Ricœur debe sustituir a la enfrentada por Habermas entre argumentación y convención (cfr. Ricœur, 1996, p. 316)-, tensión que esta meditación coloca en el corazón de la aplicación, motor del círculo hermenéutico de la praxis, junto con lo bueno y lo obligatorio. Esa tirantez tiene características diferentes en cada una de las zonas de conflicto entre lo teleológico y lo deontológico: la autonomía (el individuo), el respeto (la pluralidad de las personas) y la institución (la totalidad de la sociedad).

Conclusión

El objetivo era mostrar que en la filosofía práctica de Ricœur, tal como es desarrollada en los estudios séptimo, octavo y noveno de Sí mismo como otro, hay un círculo hermenéutico conformado por los momentos de lo bueno, lo justo y su aplicación. Dado que, aunque el noveno estudio lleva en su título el concepto de la convicción -“El sí y la sabiduría práctica: la convicción”-, el desarrollo de la argumentación no le hace justicia al darle un lugar más bien discreto y secundario, había que rescatarlo dada su importancia y ponerlo en el sitio que le corresponde: en tensión constante con la argumentación al interior de la aplicación, momento que, con lo que es tenido por bueno y por justo, conforma el más amplio círculo hermenéutico de la praxis. Pero la investigación no ha hecho más que empezar, y le queda como tarea, no solo mostrar la realidad de este círculo, sino demostrar la continuidad de lo bueno en lo justo, el arraigo del concepto de “justicia” en el sentido de la justicia y cómo esta relación deviene en principios racionales de la vida buena y de la justicia. Entre otros asuntos no menos importantes.

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Recibido: 27 de Septiembre de 2020; Aprobado: 15 de Octubre de 2020

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