Yo os enseño el superhombre. El hombre
es algo que debe ser superado.
¿Qué habéis hecho para superarlo?
Introducción
Así habló Zaratustra, la obra central de Friedrich Nietzsche, ha sido objeto de muchos análisis e interpretaciones. En los últimos años se han publicado varios comentarios a esta obra. Gerhart sostiene que Nietzsche quería cambiar todo, a la manera del Nuevo Testamento, escribiendo una “Biblia del futuro” que dividiera en dos partes la historia de la humanidad; él presentaría su obra como una inspiración divina centrada en la idea del eterno retorno, la cual no es desarrollada ni analítica ni argumentativamente, sino de forma mitológica, a la manera de un evangelio, proponiendo una nueva forma de sabiduría; Zaratustra sería entonces el alter ego de Nietzsche, una figura artística, una máscara por medio de la cual él comunica su mensaje (cfr. Gerhardt, 2012). Salaquarda, por su parte, señala que las denominaciones usuales que se le dan a esta obra -“prédicas morales”, “quinto evangelio”, “poesía filosófica”-, si bien reflejan aspectos centrales de ella, no dan cuenta de su propósito fundamental, a saber, “la superación de las fronteras que hasta ahora ha tenido el ser hombre, lo cual supone, como presupuesto esencial, la autosuperación de la moral” (Salaquarda, 2012, p. 53). Desde otra perspectiva, Simon, siguiendo la interpretación de Derrida y en la línea desarrollada por Deleuze (2013) -y en menor medida por Vattimo (2012) -, señala que Nietzsche escribió Zaratustra buscando que el texto no estuviera sometido al logos y la verdad entendidos en sentido metafísico: la obra daría a entender que todo juicio es una “interpretación vital” que expresa una voluntad de poder; no habría una visión divina privilegiada, una “interpretación última”, sino una perspectiva, es decir, una voluntad que pugna con otras voluntades para así imponer una interpretación determinada. En otras palabras, no habría una verdad situada por encima del horizonte subjetivo. Para Nietzsche, el ideal platónico de la unidad de lo universal no tendría validez ni en el ámbito metafísico ni en el moral (cfr. Simon, 2012, pp. 170-191). Finalmente, Meier destaca el carácter profético de Zaratustra, el cual entraría frecuentemente en tensión con su condición de filósofo. Ambas dimensiones, señala el autor, no son excluyentes. Zaratustra se situaría ante nosotros como “vidente” y asumiría la exigencia de ser un adivino; él se vería a sí mismo como aquel que se sitúa entre las viejas tablas destruidas y las nuevas tablas escritas a medias y como símbolo del esperado legislador. Sin embargo, agrega, el libro comienza diciendo: “así comenzó la caída de Zaratustra” (Meier, 2017, pp. 11-15).
En relación con la extensa discusión acerca de la correcta interpretación de Zaratustra, es posible hablar al menos de cuatro aproximaciones: la lectura metafísica, que considera a Nietzsche como el último metafísico -Fink (2000), Heidegger (1997, 2000a y 2000b)-; la posestructuralista, que lee su obra a partir de las nociones de “perspectivismo” y de “muerte del sujeto” e interpreta la voluntad de poder como una confrontación de perspectivas (Deleuze, Vattimo), a la cual corresponde la interpretación propuesta por Simon; la lectura estética, que destaca la dimensión literaria de la obra, en la línea de la obra de Proust (Nehamas), y la existencial, que interpreta el pensamiento de Nietzsche en su conjunto como una reflexión y un intento de superación de la condición humana finita -Salaquarda (2012), Meier (2017), Pippin (2010)-.
Siguiendo la línea existencial, considero que el problema de la condición humana y su plenitud cruza toda la obra del filósofo alemán. Es en Zaratustra donde encontramos la visión madura del autor acerca de este tema, del cual depende, en definitiva, toda la obra tardía, denominada frecuentemente “filosofía del martillo”. Por esta razón, y dada la imposibilidad práctica de abordar en un artículo toda la filosofía de Nietzsche acerca de la condición humana, es que el presente trabajo ha tomado como eje el Zaratustra, sin perjuicio de las necesarias referencias a otros textos y periodos de la obra de Nietzsche, en especial la Genealogía de la moral y El anticristo.
El presente trabajo recorrerá los hitos fundamentales de la obra, a saber, la muerte de Dios (sección 1), el discurso en el mercado, la crítica al último hombre (sección 2) y el advenimiento del superhombre (sección 3) y el eterno retorno (sección 4); en la última sección (5) retomaré la discusión acerca de la correcta interpretación de la obra. Defenderé una interpretación existencial, o, si se quiere, antropológica de la obra, en la línea representada en especial por Salaquarda. En otras palabras, defenderé la tesis de que el tema principal de Zaratustra es el problema de la plenitud de la condición humana finita, y que el filósofo vincula esta plenitud al ejercicio de la voluntad de poder; esta tesis, además, conecta directamente con la obra tardía de Nietzsche, en especial con la distinción entre la moral de los señores y la moral de los esclavos desarrollada en la Genealogía de la moral, así como con la crítica al cristianismo.
De acuerdo con lo anterior, me propongo desarrollar a continuación una reconstrucción de la posición de Nietzsche acerca de la condición humana planteada en Zaratustra, tomando como puntos de partida la afirmación de la muerte de Dios y el discurso en el mercado, en el cual el filósofo manifiesta el violento rechazo que experimenta ante el advenimiento de la sociedad de masas contemporánea, que se expresa en la implacable crítica que dedica al último hombre. Este pasaje resulta especialmente significativo a la hora de analizar el tratamiento de la condición humana desarrollado por el autor.
1. La muerte de Dios como punto de partida de Zaratustra
A los treinta años, Zaratustra, hastiado de su sabiduría, quiere “volver a hacerse hombre” (Nietzsche, 2016a, p. 44) y por eso abandona la soledad de la montaña. Su primer encuentro es con “el santo del bosque”, quien no ama los hombres, sino solo a Dios, a quien alaba por medio de canciones, risas, llantos y gruñidos. La figura del santo del bosque lleva al profeta a reflexionar. Nietzsche lo relata de la siguiente manera: “[…] cuando Zaratustra estuvo solo, habló así a su corazón: ‘¡Será posible! ¡Este viejo santo en su bosque todavía no ha oído nada de que Dios ha muerto!’” (Nietzsche, 2016a, p. 46). La muerte de Dios marca el comienzo del camino de Zaratustra. Para comprender el alcance de esta tesis, debemos tomar en cuenta dos pasajes. Uno de ellos se encuentra en la cuarta parte de Zaratustra, en el parágrafo que se titula “Jubilado”; el segundo está en El anticristo.
El relato contenido en la cuarta parte de la obra transcurre muchos años después que Zaratustra, luego de predicar el eterno retorno, ha vuelto a la soledad de la montaña. Sus cabellos se han vuelto blancos. Tras su encuentro con el adivino, quien le anuncia que su última tentación será la compasión, decide ir en busca de los hombres superiores y se encuentra con dos reyes, un concienzudo del espíritu, un mago, el último papa, el más feo de los hombres, un mendigo voluntario y un caminante; a todos ellos invita Zaratustra a su caverna. Es en el contexto de su diálogo con el viejo papa jubilado que encontramos más explicaciones acerca de la muerte de Dios, idea que apenas se había mencionado en las tres primeras partes de la obra.
El viejo papa es “un hombre alto y negro, de pálido y descarnado rostro” (Nietzsche, 2016a, p. 410), quien le pide ayuda a Zaratustra en su búsqueda del santo del bosque, a quien Zaratustra había encontrado muerto. El antiguo papa había servido al viejo Dios hasta su última hora y el profeta del eterno retorno, después de un profundo silencio, le pregunta: “¿Sabes cómo murió? ¿Es verdad, como se dice, que fue la compasión lo que lo estranguló-que vio como el hombre pendía de la cruz, y no soportó que el amor al hombre se convirtiese en su infierno y finalmente en su muerte?” (Nietzsche, 2016a, p. 412). Viendo la tristeza del viejo Papa, Zaratustra le aconseja que lo deje partir. El jubilado responde a la pregunta del profeta y le cuenta que su antiguo amo era un Dios lleno de secretos:
[…] cuando era joven, este Dios del Oriente, era duro y vengativo y construyó un infierno para diversión de sus favoritos. Pero al final se volvió viejo y débil y blando y compasivo, más parecido a un abuelo que a un padre, y parecido sobre todo a una vieja abuela vacilante. Se sentaba allí, mustio, en el rincón de su estufa, se afligía a causa de la debilidad de sus piernas, cansado del mundo, cansado de querer, y un día se asfixió con su excesiva compasión (Nietzsche, 2016a, p. 413).
Zaratustra le dice al jubilado que el viejo Dios era oscuro y ambiguo, y que su venganza en contra de las criaturas que él mismo había creado había sido un atentado contra el buen gusto. Y a esto agrega: “También en la piedad existe un buen gusto: éste acabó por decir ‘¡Fuera tal Dios! ¡Mejor ningún Dios, mejor construirse cada uno su destino a su manera, mejor ser un necio, mejor ser Dios mismo!’” (Nietzsche, 2016a, p. 414).
Una posición similar a esta, pero sin el elemento narrativo que caracteriza a Zaratustra, es la que encontramos en El anticristo. En esta obra tardía, Nietzsche afirma que la decadencia del cristianismo se manifiesta en la compasión -la última tentación de Zaratustra-, sentimiento que multiplica la miseria y persuade hacia la nada. La decadencia de un pueblo tiene como consecuencia la decadencia de sus divinidades. Un pueblo proyecta en sus dioses su propia sensación de orgullo y de confianza, su alegría y su poder; cuando un pueblo sucumbe, su Dios decae y se elimina de él todo lo que es fuerte, valiente, dominante, ascendente, y se transforma así en un Dios compasivo, es decir, en el Dios de los débiles, cansados y pecadores, quienes además se llaman a sí mismos “los buenos” (Nietzsche, 2016d, p. 716). Es evidente a partir de estos pasajes que, de acuerdo con Nietzsche, los dioses deben expresar la voluntad de poder de los pueblos a los que pertenecen, y que el Dios cristiano está lejos de cumplir esta condición. Por el contrario: la muerte de Cristo representa para Nietzsche la culminación de la transvaloración de todos los valores, y ella tiene lugar bajo “ese signo que es la sagrada cruz, esa paradoja escalofriante de un Dios en la cruz, ese misterio de una crueldad extrema, última inimaginable, la de la autocrucifixión de Dios para salvar al hombre” (Nietzsche, 2016d, p. 468). Si la compasión llevó al Dios cristiano a la decadencia y a la muerte, entonces lo que llevará al hombre a su plenitud, es decir, hacia el superhombre, será la voluntad de poder manifestada de manera franca y directa en la moral de los señores, la cual se encarna en el imperio romano y Napoleón (cfr. Nietzsche, 2016d, I, 7, § 16). Nietzsche rechaza, en cambio, la expresión hipócrita y soterrada de la voluntad de poder, propia, según él, del cristianismo. Detrás de la compasión y del amor al prójimo, denuncia el filósofo, se esconde el resentimiento y el deseo de venganza.2
Después de la muerte de Dios, a la humanidad solo le quedan dos alternativas: el superhombre y el último hombre. A partir de esta disyuntiva analizaremos ahora los pasajes de Zaratustra en que Nietzsche profundiza sus reflexiones acerca de la plenitud y decadencia de la condición humana.
2. El discurso en el mercado y la crítica al último hombre
Al comienzo de su viaje, Zaratustra decide hablarle al pueblo en el mercado. En este discurso inaugural, cuyo efecto no fue el esperado por el profeta, ya que nadie lo tomó en serio, se presentan por primera vez de manera explícita algunas de las ideas centrales de Nietzsche acerca de la condición humana. Veamos a continuación algunos pasajes especialmente relevantes de este discurso:
Yo os enseño el superhombre. El hombre es algo que debe ser superado. ¿Qué habéis hecho para superarlo? Todos los seres han creado hasta ahora algo por encima de sí mismos: ¿y queréis ser vosotros el reflujo de este gran flujo y retroceder al animal más bien que superar el hombre? ¿Qué es el mono para el hombre? Una irrisión o una vergüenza dolorosa. Y justo eso es lo que el hombre debe ser para el superhombre: una irrisión o una vergüenza dolorosa. Habéis recorrido el camino que lleva desde el gusano hasta el hombre, y muchas cosas en vosotros continúan siendo gusano. En otro tiempo fuisteis monos, y también ahora es el hombre más mono que cualquier mono […]. ¡Mirad, yo os enseño el superhombre! El superhombre es el sentido de la tierra. Diga vuestra voluntad: ¡sea el superhombre el sentido de la tierra! ¡Yo os conjuro, hermanos míos, permaneced fieles a la tierra y no creáis a quienes os hablan de esperanzas sobreterrenales! Son envenenadores, lo sepan o no. Son despreciadores de la vida, son moribundos y están, ellos también, envenenados, la tierra está cansada de ellos: ¡ojalá desaparezcan! En otro tiempo el delito contra Dios era el máximo delito, pero Dios ha muerto y con Él han muerto también esos delincuentes. ¡Ahora lo más horrible es delinquir contra la tierra y apreciar las entrañas de lo inescrutable más que el sentido de la tierra! (Nietzsche, 2016a, p. 47).
El análisis de este pasaje nos lleva a plantear un primer problema: ¿por qué el hombre debe ser superado? Esta pregunta es respondida en numerosos pasajes de la obra. Nietzsche piensa que la especie humana está a medio camino, que se encuentra en una disyuntiva histórica de cuya resolución depende su grandeza o su decadencia definitiva. Como señala Meier, el regalo de Zaratustra consiste en una enseñanza que le pone una meta a la humanidad para así darle un sentido a la vida del hombre, quien debe ocupar su lugar en el todo. Es un discurso de superación, de ir más allá de sí mismo, dejando de ser un gusano o un mono (cfr. Meier, 2017, p. 19), el cual no debe ser interpretado en un sentido biológico, sino existencial, en cuanto supone asumir una nueva actitud ante la vida, que en la Genealogía de moral tomará la forma de la moral de los señores. Así también, la fidelidad a la tierra apunta a superar todo desprecio por el cuerpo y toda búsqueda de sentido en un más allá que trascienda la existencia humana material y terrestre.3 En este sentido, Nietzsche agrega más adelante:
[…] el hombre es una cuerda tendida entre el animal y el superhombre-es una cuerda sobre un abismo. Un peligroso pasar al otro lado, un peligroso caminar, un peligroso mirar atrás, un peligroso estremecerse y pararse. La grandeza del hombre está en ser un puente y no una meta: lo que en el hombre se puede amar es un tránsito y un ocaso (Nietzsche, 2016a, p. 49).
Para entender la razón por la que el hombre debe ser superado, es necesario tomar en cuenta que, para Nietzsche:
[…] la vida misma es instinto de crecimiento, de duración, de acumulación de fuerzas, de poder: donde falta la voluntad de poder hay decadencia. Yo afirmo que a todos los valores supremos de la humanidad les falta esta voluntad-que los valores de decadencia, los valores nihilistas, ejercen su dominación bajo los nombres más sagrados (Nietzsche, 2016d, p. 708).
Este pasaje es plenamente coherente con la explicación que ofrece el papa jubilado acerca de la muerte de Dios: se volvió viejo y débil, y murió asfixiado por su compasión hacia los hombres. La afirmación central, sin embargo, resulta problemática: ¿por qué la plenitud humana debe consistir en la acumulación de poder?
Se podría dar una respuesta de orden metafísico: la vida misma, como explicaremos más adelante, es voluntad de poder. Sin embargo, esta respuesta es insuficiente si no tomamos en cuenta el acontecimiento histórico que Nietzsche toma como punto de partida, es decir, la muerte de Dios. Resulta muy llamativo, por otra parte, que el filósofo declare en El anticristo todo su respeto por el poderoso Yahvé del Antiguo Testamento (cfr. Nietzsche, 2016d, pp. 724-725). ¿No era acaso Dios el mayor problema? Al parecer, no. Al menos no cualquier dios, sino específicamente el Dios cristiano, aquel que se encarna en Cristo y muerte en la cruz. A Nietzsche no parece molestarle la imagen de un Dios poderoso, vengativo, guerrero; las razas nobles que él admira -la nobleza romana y vikinga que menciona en la Genealogía de la moral- tenían sus propios dioses. Hay en Nietzsche un anhelo de grandeza que subyace a sus conceptos centrales, es decir, a la muerte de Dios, a la voluntad de poder, al eterno retorno, al superhombre.
En este punto de la discusión resulta inevitable preguntar si acaso Nietzsche no cae en una suerte de argumentación circular, que se podría formular en los siguientes términos: por una parte, Zaratustra anhela la grandeza, porque la vida misma es voluntad de poder; por la otra, defiende la voluntad de poder, porque anhela la grandeza. Se podría objetar, además, que existen otros modelos de plenitud humana que no solo resultan más defendibles, sino también más consistentes; basta recordar las discusiones de Sócrates con Polo y Calicles en el Gorgias, en las cuales las posiciones socráticas a favor de la justicia y la moderación y en contra del hedonismo extremo prevalecen por sobre las tesis de sus contradictores. Sin embargo, Nietzsche no argumenta desde el dogma, sino desde una descripción crítica, o, si se quiere, fenomenológica, de la forma de vida predominante en Europa a fines del siglo XIX, caracterizada por la presencia de lo que Nietzsche ha denominada “el último hombre”, concepto que analizaré a continuación.
El camino hacia el superhombre, piensa el autor de Zaratustra, exige que “el hombre fije su propia meta” (Nietzsche, 2016a, p. 52). Sin embargo:
¡Llega el tiempo en que el hombre dejará de lanzar la flecha de su anhelo más allá del hombre, y en que la cuerda de su arco no sabrá vibrar! […] ¡Ay! Llega el tiempo en que el hombre no dará a luz ninguna estrella. ¡Ay! Llega el tiempo del hombre más despreciable, el incapaz ya de despreciarse a sí mismo. ¡Mirad! Yo os muestro el último hombre (Nietzsche, 2016a, p. 52).
El último hombre, explica Nietzsche, no quiere gobernar ni obedecer, porque ambas cosas son demasiado molestas.
[…] ¡Ningún pastor y un solo rebaño! Todos quieren lo mismo, todos son iguales: quien tiene sentimientos distintos marcha voluntariamente al manicomio […]. La gente tiene su pequeño placer para el día y su pequeño placer para la noche: pero honra la salud (Nietzsche, 2016a, p. 53).
La falta de ideales y el odio de los “buenos y los justos” impide que el mensaje de Zaratustra sea escuchado en el mercado; el bufón de la torre, además, le aconseja huir de la ciudad, ya que podría ser atacado por la muchedumbre (cfr. Nietzsche, 2016a, p. 57).
Detrás de la frivolidad y de la mediocridad del último hombre, Nietzsche descubre el nihilismo: el último hombre ya no quiere nada o, al menos, nada que valga la pena, ni le interesa ser un creador de valores, sino que se conforma con pequeños placeres. La expresión más acabada de la forma de nihilismo que combate Zaratustra la encontramos en una sección de la segunda parte, “El adivino”, que comienza de la siguiente manera:
[…] Y vi venir una gran tristeza sobre los hombres. Los mejores se cansaron de sus obras. Una doctrina se difundió, y junto a ella corría una fe: “¡Todo está vacío, todo es idéntico, todo fue!” Y desde todos los cerros el eco repetía: “¡Todo está vacío, todo es idéntico, todo fue!” (Nietzsche, 2016a, p. 229).
Para responder a la objeción nihilista contra la vida, propia del “espíritu de la pesadez”, Zaratustra acudirá a la doctrina del eterno retorno. Volveremos sobre este punto en las próximas páginas.
Sigamos analizando ahora la crítica de Nietzsche contra el último hombre, metáfora utilizada por el autor para criticar la decadencia extrema en que habría caído el ser humano a fines del siglo XIX. En su largo caminar de vuelta a la soledad de la montaña que relata la tercera parte del libro, y aconsejado por un personaje llamado “el mono de Zaratustra”, porque lo imitaba en todo, Zaratustra decide evitar la entrada en la gran ciudad, porque allí “se pudren todos los grandes sentimientos”; en ella “el espíritu se ha transformado en un juego de palabras” y “¡una repugnante enjuagadora de palabras vomita el espíritu! - ¡Y hacen hasta periódicos con esa enjuagadora de palabras!” (Nietzsche, 2016a, p. 292). Se trata de un lugar “de almas aplastadas”: “de la ciudad de los inoportunos, de los desvergonzados, de los escritorzuelos y vocingleros, de los ambiciosos sobrerrecalentados: - en donde todo lo podrido, desacreditado, lascivo, sombrío, putrefacto, ulcerado, conjurado supura todo junto: - ¡escupe a la gran ciudad y date la vuelta! (Nietzsche, 2016a, p. 293).
Como vemos en los pasajes citados, la crítica de Nietzsche al último hombre tiene dos dimensiones. En un primer nivel se refiere al ambiente de frivolidad y mediocridad propio de las sociedades occidentales contemporáneas, que Nietzsche identifica con la lectura de periódicos, pero que es perfectamente aplicable a fenómenos culturales contemporáneos, como el periodismo de farándula, la televisión basura y las redes sociales; en un nivel de mayor profundidad, sin embargo, la causa fundamental y al mismo tiempo subterránea de la atmósfera de mediocridad es expresada en la doctrina que dice: “todo está vacío, todo es idéntico, todo fue” (Nietzsche, 2016a, p. 229).
Para entender el sentido de esta frase, debemos considerar la sección titulada “El espíritu de la pesadez”. Para el hombre que aún no puede volar, dice Nietzsche, son pesadas la tierra y la vida. Para poder volar, el hombre debe aprender a amarse a sí mismo “con un amor saludable y sano”; debe aprender “a soportar estar consigo mismo y a no andar vagabundeando de un sitio para otro” (Nietzsche, 2016a, p. 317). A ese vagabundeo, Zaratustra lo llama “amor al prójimo”. Anticipando los planteamientos de la Genealogía de la moral, Nietzsche asocia el espíritu de la pesadez con la moral cristiana: la distinción entre lo bueno y lo malvado constituye, en definitiva, aquello que nos hace decir: “Sí, la vida es una carga pesada” (Nietzsche, 2016a, p. 317). Y agrega el autor:
[…] ¡Pero solo el hombre es para sí mismo una carga pesada! Y esto porque lleva cargadas sobre sus hombros demasiadas cosas ajenas. Semejante al camello, se arrodilla y se deja cargar bien […]. El hombre es difícil de descubrir, y descubrirse uno a sí mismo es lo más difícil de todo; a menudo el espíritu miente a propósito del alma. Así lo procura el espíritu de la pesadez. Mas a sí mismo se ha descubierto quien dice: éste es mi bien y este es mi mal: con ello ha hecho callar al topo y enano que dice: “bueno para todos, malvado para todos” (Nietzsche, 2016a, pp. 317-318).
En este pasaje, Nietzsche alude a las conocidas tres transformaciones del espíritu: camello, león, y niño (cfr. Nietzsche, 2016a, pp. 65-68). A partir de ellas se sigue que el espíritu de la pesadez se identifica finalmente con el cristianismo, dado que se trata de la expresión más plena de la “moral de los esclavos” (cfr. Nietzsche, 2016d, pp. 466-475). Especialmente relevante resulta también la contraposición entre la descripción del último hombre -“todos quieren lo mismo, todos son iguales: quien tiene sentimientos distintos marcha voluntariamente al manicomio” (Nietzsche, 2016a, p. 53)- y la necesidad de descubrirse a sí mismo, que culmina con la afirmación “éste es mi bien y este es mi mal”. Para entender esta contraposición, sin embargo, debemos revisar los pasajes de la obra relativos al superhombre.
3. El discurso en el mercado y el advenimiento del superhombre
En el discurso en el mercado, Nietzsche afirma que “el superhombre es el sentido de la tierra. Diga vuestra voluntad: ¡sea el superhombre el sentido de la tierra!” (Nietzsche, 2016a, p. 47). ¿Cómo debemos interpretar esta afirmación?
En primer lugar, es necesario aclarar que la figura del superhombre no es desarrollada por Nietzsche con precisión conceptual. En términos generales, se puede afirmar que el hombre se acerca al superhombre en la medida en que se asemeja a Dionisio, a quien el filósofo considera a la vez Dios y filósofo. Sin embargo, Nietzsche mantiene hasta el final cierta vaguedad a la hora de decir quién es o en qué consiste el superhombre. Esto se debe a que su rasgo principal es la libertad creadora, la cual no puede estar sujeta a ningún tipo de limitación. Como señala Penzo:
[…] la trascendencia existencial del superhombre no puede ser nunca objetivada, porque ella está vinculada solo al acto creador del hombre. La verdad del hombre como superhombre queda, por lo tanto, continuamente abierta. Esto queda expresado también con los símbolos del “gran mediodía” y “el ocaso de Zaratustra” utilizados por Nietzsche; con ellos el filósofo quiere iluminar la dimensión sagrada del superhombre, la cual solo se hace presente tras la muerte del Dios cristiano (Penzo, 2011, p. 343).
Por esta razón, el filósofo les dice a los hombres superiores: “Dios ha muerto: ahora nosotros queremos - que viva el superhombre” (Nietzsche, 2016a, p. 451).
En segundo lugar, en la proclamación del superhombre como “sentido de la tierra” encontramos una clara referencia a la muerte de Dios. Durante dos milenios, el sentido de la existencia humana habría estado definido por la búsqueda de la vida eterna asociada, por una parte, con la distinción entre “lo bueno y lo malvado” propia de la moral de los esclavos, y, por otra, con la idea del juicio final; el combate de Nietzsche en contra del cristianismo puede ser entendido como una confrontación entre la “vida eterna” cristiana y la “eternidad del instante” defendida por Zaratustra por medio de la doctrina del eterno retorno (cfr. González Vallejos, 2020). Es en este contexto que debemos interpretar el siguiente pasaje:
¡Yo os conjuro, hermanos míos, permaneced fieles a la tierra y no creáis a quienes os hablan de esperanzas sobreterrenales! Son envenenadores, lo sepan o no. Son despreciadores de la vida, son moribundos y están, ellos también, envenenados, la tierra está cansada de ellos: ¡ojalá desaparezcan! (Nietzsche, 2016a, p. 47).
Pero, ¿qué quiere decir Nietzsche con la doctrina de “la muerte de Dios”?
La muerte de Dios había aparecido por primera vez en el parágrafo 125 de La gaya ciencia, pasaje en el que Nietzsche relata que el hombre loco “en la claridad de la mañana encendió una linterna, corrió al mercado y comenzó a gritar sin cesar: ¡Busco a Dios!”. A las burlas que recibe -¿se ha perdido?, ¿ha emigrado?- responde: “¡Nosotros lo hemos matado, vosotros y yo! (Nietzsche, 2014, pp. 802-803). A partir de este pasaje, el teólogo Antonio González señala que la muerte de Dios representa para Nietzsche el final de la civilización cristiana: la fe y la moral cristiana han sido abandonadas. El fin de la metafísica occidental, por otra parte, representa el término “de un orden racional del universo, socialmente compartido, que estaría últimamente fundado en la idea de Dios como causa primera. Por eso la muerte de Dios significa, según Nietzsche, que ‘el horizonte de sentido ha sido borrado, y que la tierra ha quedado suelta de su sol’” (González, 2019, p. 176).
Si Dios ha muerto y con él todo horizonte metafísico y existencial de trascendencia, entonces se ha producido un vacío de sentido que da lugar a tres alternativas: la renuncia a la búsqueda de sentido, representada por la figura del último hombre; la persistencia de las “esperanzas sobrenaturales” proclamadas por los “envenenadores y despreciadores de la vida”, y, finalmente, la creación de valores encarnada en el superhombre. No es fácil, sin embargo, determinar con precisión en qué consiste esta última alternativa. Hasta ahora la hemos entendido en contraposición a los últimos hombres, para quienes la vida es una “carga pesada” y “quieren todo lo mismo”.
Para comprender el anhelo del superhombre y la creación de valores analicemos ahora algunos pasajes que encontramos a lo largo de Zaratustra.
Ya en el prólogo de la obra, Nietzsche afirma:
[…] ¡Ved los buenos y los justos! ¿A quién es al que más odian? Al que rompe sus tablas de valores, al quebrantador, al infractor: - pero ése es el creador […]. Compañeros de camino busca el creador y no cadáveres, ni tampoco rebaños y creyentes. Compañeros en la creación, que escriban nuevos valores en tablas nuevas (Nietzsche, 2016a, p. 60).
Este pasaje explica, por una parte, la razón por la que Zaratustra se aleja del mercado: su doctrina no puede ser comprendida por el pueblo. También explica, por otra parte, la extraña relación que establece el profeta con sus discípulos, dado que a lo largo de su recorrido se acerca y se aleja de ellos, e incluso los previene contra sí mismo, buscando evitar que ellos, por seguir al maestro, se aparten de su propio camino (cfr. Nietzsche, 2016a, pp. 247-251).
En el conocido discurso “De las tres transformaciones”, Nietzsche describe el camino de liberación que debe ser recorrido para llegar a ser un creador: el camello representa al hombre que carga con el peso de la moral cristiana; el león, al que se rebela contra el “tú debes”, pero sin decir “yo quiero”; finalmente, el niño, respecto del cual Zaratustra afirma:
[…] Inocencia es el niño, y olvido, un nuevo comienzo, un juego, una rueda que se mueve por sí misma, un primer movimiento, un santo decir sí. Sí, hermanos míos, para el juego de crear se requiere un santo decir sí: el espíritu quiere ahora su voluntad, el retirado del mundo conquista ahora su mundo (Nietzsche, 2016a, p. 67).
Como vemos en este pasaje, en la idea de “creación” de Nietzsche confluyen varios elementos cuya vinculación interna no es evidente: el querer (que se contrapone al deber), el juego y “un santo decir sí”. Sin embargo, no encontramos hasta el momento referencia alguna al contenido del querer y del crear; en cuanto al “santo decir sí”, se trata de una expresión que solo resultará comprensible en el contexto de la exposición del eterno retorno que Nietzsche realizará en la tercera parte de Zaratustra, que será analizada más adelante.
Para abordar el problema del querer del creador, vamos a la sección de Zaratustra titulada “De tablas viejas y nuevas”, en el cual Nietzsche habla acerca de la relación entre el creador y la moral. Al comenzar la tercera parte del relato, Zaratustra quiere ir a los hombres una vez más. Los hombres, cuenta el profeta, creían saber hace mucho tiempo en qué consistían el bien y el mal. Pero Zaratustra les dice: “Lo que es bueno y lo que es malvado, eso no lo sabe todavía nadie: - ¡excepto el creador! - Mas éste es el que crea la meta del hombre y el que da a la tierra su sentido y su futuro: solo éste crea el hecho de que algo sea bueno y malvado (Nietzsche, 2016a, p. 323). El contenido de la tabla nueva tiene que ver con la transvaloración de los todos los valores que Nietzsche propondrá en la Genealogía de la moral. En la vida misma, agrega, hay robos y asesinatos; la nueva nobleza debe dominar por sobre todos los cansados del mundo y por sobre los parásitos que viven a costa de los nobles y los fuertes (cfr. Nietzsche, 2016a, pp. 331y ss.).
En la sección “De las tablas viejas y nuevas”, Zaratustra se refiere en muchos pasajes al heroísmo y al desprecio que siente por el pueblo y por “los tenderos”. “¡Lo mejor debe dominar, lo mejor quiere también dominar!” (Nietzsche, 2016a, p. 342), exclama el profeta; más adelante agrega que quiere que el hombre sea “apto para la guerra” y la mujer “apta para el parto” (Nietzsche, 2016a, p. 343), y afirma, casi al final:
Los creadores son duros, en efecto. Y bienaventuranza tiene que pareceros el imprimir vuestra mano sobre milenios como si fueran cera, - bienaventuranza, escribir sobre la voluntad de milenios como sobre bronce, - más duros que el bronce, más nobles que el bronce. Sólo lo totalmente duro es lo más noble de todo. Esta nueva tabla, oh, hermanos míos, coloco yo sobre vosotros: ¡endureceos! (Nietzsche, 2016a, p. 348).
A partir del análisis de estos pasajes se sigue que el anhelo del superhombre manifestado por Zaratustra se manifiesta por medio del llamado al heroísmo. Sin embargo, la nueva tabla de valores no parece tener la misma estructura que la antigua; en vez de someterse a un decálogo que manda o prohíbe, llama al hombre a buscar la nobleza y la gloria. Esta exhortación tiene una gran importancia sistemática por varias razones. En primer lugar, porque permite comprender mejor la distinción entre la moral de los señores y la moral de los esclavos planteada en la Genealogía de la moral, así como la glorificación de las razas nobles y la exaltación de figuras históricas como Julio César, César Borgia y Napoleón, ya que Nietzsche ve en ellos la encarnación de la búsqueda de nobleza propia de la voluntad de poder, una fuerza que es por definición espontánea y no está sujeta a ninguna clase de límites morales. Es precisamente por esta razón que la nueva tabla no tiene ni podría tener un contenido preciso: cualquier definición equivaldría a transformar el poder en sumisión.
En “De mil y una metas”, Nietzsche afirma que cada pueblo fija una tabla de valores; esta es la tabla de la autosuperación, la voz de su voluntad de poder que expresa la voluntad de autosuperación en los fines y en las valoraciones, junto con los mandatos y prohibiciones vinculados a ella, que debe establecer la mejora de la obra. La voluntad de poder se dirige hacia el establecimiento del bien y del mal y otorga sentido a todas las cosas. No son los dioses quienes crean las normas de los pueblos, sino que son los pueblos los que, por medio de sus normas, crean a los dioses. Zaratustra quiere que los hombres se aparten de la conciencia moral entendida como “la voz del rebaño” y que cada uno de ellos se dé su propia ley, es decir, su propia concepción del bien y del mal (cfr. Meier, 2017, pp. 38-46). Esta es también la razón por la que Nietzsche afirmaba que se ha descubierto a sí mismo quien dice “éste es mi bien y este es mi mal: con ello ha hecho callar al topo y enano que dice: ‘bueno para todos, malvado para todos’ (Nietzsche, 2016a, pp. 317-318). La moral no es para Nietzsche un conjunto inmutable de principios que provienen de Dios, de la razón pura práctica o de un contrato hipotético, sino que es una expresión plástica y variable de la voluntad de poder, la cual se expresa de manera paradigmática en la figura del superhombre.
¿Pero qué quiere decir Nietzsche con la expresión “voluntad de poder”? En Más allá del bien y el mal, el filósofo afirma: “Antes que nada, algo vivo quiere descargar - la vida misma es voluntad de poder - la autoconservación es solo una de las consecuencias indirectas y más habituales de esto” (Nietzsche, 2016d, p. 304). La voluntad de poder, agrega más adelante, tiene un carácter “universal e incondicional” (Nietzsche, 2016d, p. 313); toda nuestra vida pulsional se podría explicar:
[…] como la configuración y ramificación de una única forma fundamental de la voluntad -a saber, de la voluntad de poder, tal como reza mi tesis-; suponiendo que se pudieran reconducir todas las fuerzas orgánicas de esa voluntad de poder y en ella se encontrase también la solución al problema de la generación y la nutrición -es un único problema-, entonces habríamos adquirido así el derecho a definir inequívocamente cualquier fuerza actuante como: voluntad de poder. El mundo visto desde dentro, el mundo definido y caracterizado de acuerdo con su “carácter inteligible” - sería justamente “voluntad de poder” y nada más (Nietzsche, 2016d, pp. 322-323).
Esta posición refleja plenamente lo manifestado por Nietzsche a lo largo de toda su obra de madurez.4 En Zaratustra, la doctrina de la voluntad de poder está íntimamente vinculada a la del superhombre; como señala Pieper (2012, p. 73), el superhombre es el moverse en el movimiento de la autosuperación, lo que es igual a la fuerza que el individuo utiliza para ir ininterrumpidamente más allá de sí mismo. El superhombre aparece entonces como la encarnación de la voluntad de poder, lo cual tiene consecuencias incluso en el ámbito de las ideas.5
Es evidente, sin embargo, que la voluntad de “imprimir la propia mano sobre milenios como sobre bronce” chocará tarde o temprano con los límites propios de la condición humana, específicamente con su finitud temporal. En “De la redención”, Zaratustra experimenta angustia y tristeza ante los límites humanos. Por ello, les dice a sus discípulos:
¡En verdad, amigos míos, yo camino entre los hombres como entre fragmentos y miembros de hombres! […] El ahora y el pasado de la tierra -¡ay!, amigos míos- son para mí lo más insoportable; y no sabría vivir si no fuera yo además un vidente de lo que tiene que venir. Un vidente, un volente, un creador, un futuro también, y un puente hacia el futuro - y, ay, incluso, por así decirlo, un lisiado junto a ese puente: todo esto es Zaratustra (Nietzsche, 2016a, p. 237).
Vemos en estos pasajes que el llamado a crear el sentido del hombre es esencialmente un llamado a superar el absurdo humano (cfr. Meier, 2017, p. 96). Es por esto por lo que Zaratustra exclama: “Redimir a los que han pasado y transformar todo ‘Fue’ en un ‘Así lo quise’ - ¡solo eso sería para mí redención!” (Nietzsche, 2016a, p. 238). Sin embargo, el hombre se siente impotente ante el pasado, ante el inmutable fue:
La voluntad no puede querer hacia atrás; el que no pueda quebrantar el tiempo ni la voracidad del tiempo - esa es la más solitaria tribulación de la voluntad […]. Que el tiempo no camine hacia atrás es su secreta rabia. “Lo que fue, fue” - así se llama la piedra que ella no puede renovar […]. Y como en el volente hay el sufrimiento de no poder querer hacia atrás, - por ello el querer mismo y toda vida debían - ¡ser castigo! Y ahora se ha acumulado nube tras nube sobre el espíritu: hasta que por fin la demencia predicó: “Todo perece, por ello todo es digno de perecer” (Nietzsche, 2016a, p. 239).
Para superar este obstáculo terrible, el profeta requiere de un saber superior que permita la reconciliación del tiempo y la necesidad. Un saber que le permita decir a la voluntad creadora: “¡Pero yo lo quiero así! ¡Yo lo querré así!”; una saber de reconciliación que permite “querer hacia atrás” (Nietzsche, 2016a, pp. 239-240). No es casualidad, entonces, que en “El convaleciente”, inmediatamente posterior a “De las tablas viejas y nuevas”, Zaratustra invoque al “pensamiento abismal”, es decir, el eterno retorno, de la siguiente manera:
¡Yo Zaratustra, el abogado de la vida, el abogado del sufrimiento, el abogado del círculo - te llamo a ti, al más abismal de mis pensamientos! ¡Dichoso de mí! Vienes - ¡te oigo! ¡Mi abismo habla, he hecho girar a mi última profundidad para que mire hacia la luz! ¡Dichoso de mí! ¡Ven! Dame la mano - ¡ay!, ¡deja!, ¡ay!, ¡ay! -náusea, náusea, náusea- ¡ay de mí! (Nietzsche, 2016a, p. 351).
Sin el eterno retorno, la superación del hombre predicada por Zaratustra choca con una muralla inexpugnable: la imposibilidad de cambiar el pasado, o, si se quiere, de “querer hacia atrás”. En la próxima sección analizaré el rol que cumple el pensamiento abismal en relación con la voluntad de poder, así como el lugar esencial que ocupa en la reflexión de Nietzsche acerca de la plenitud y decadencia de la condición humana.
4. El eterno retorno y la condición humana
¿Por qué Zaratustra invoca el eterno retorno? ¿Debe defenderse acaso de las palabras del adivino, quien repite, una y otra vez, “Todo está vacío, todo es idéntico, todo fue” (Nietzsche, 2016a, p. 229)? ¿Intenta Zaratustra salvar para el ser humano la posibilidad de “escribir sobre la voluntad de milenios como sobre bronce” (Nietzsche, 2016a, p. 348)? ¿Por qué debería el ser humano aspirar al heroísmo en lugar de buscar la vida contemplativa, el encuentro con Dios o simplemente una existencia cómoda y tranquila? En Zaratustra, especialmente hacia el final de la tercera parte, cuando el profeta siente la llegada del pensamiento abismal, encontramos la respuesta a esta pregunta. El profeta, al sentir la llegada del pensamiento abismal, “cayó al suelo como un muerto y permaneció largo tiempo como un muerto” durante siete días (Nietzsche, 2016a, p. 351). Sus animales lo atienden e intuyen que ha venido a él un nuevo conocimiento “ácido y pesado” (Nietzsche, 2016a, p. 352). Al despertar, el profeta les dice que las palabras y sonidos son “arco iris y puentes ilusorios tendidos entre lo eternamente separado […]. Entre las cosas más semejantes es precisamente donde la ilusión miente del modo más hermoso; pues el abismo más pequeño es el más difícil de salvar” (Nietzsche, 2016a, pp. 352-353).
En el siguiente pasaje, son los animales de Zaratustra quienes hablan acerca del eterno retorno:
Oh, Zaratustra, […] todas las cosas bailan para quienes piensan como nosotros; vienen y se tienden la mano, y ríen, y huyen - y vuelven. Todo va, todo vuelve; eternamente rueda la rueda del ser. Todo muere, todo vuelve a florecer, eternamente corre el año del ser. Todo se rompe, todo se recompone; eternamente se construye a sí misma la misma casa del ser. Todo se despide, todo vuelve a saludarse; eternamente permanece fiel a sí el anillo del ser. En cada instante comienza el ser; en torno a todo “Aquí” gira la esfera “Allá”. El centro está en todas partes. Curvo es el sendero de la eternidad (Nietzsche, 2016a, p. 353).
En El nacimiento de la tragedia, Nietzsche señalaba que ante los instintos artísticos que pretenden lograr una redención por medio de la apariencia:
[…] tanto más empujado me siento a la conjetura metafísica de que lo verdaderamente existente, lo Uno primordial, necesita a la vez, en cuanto es lo eternamente sufriente y contradictorio, para su permanente redención, la visión extasiante, la apariencia placentera… (Nietzsche, 2016b, p. 69).
Mas adelante, Nietzsche agrega que, para el verdadero creador del mundo del arte, somos imágenes y proyecciones artísticas, y que nuestra suprema dignidad consiste en significar obra de arte, pues “solo como fenómeno estético están eternamente justificados la existencia y el mundo” (Nietzsche, 2016b, p. 81).
Para el filósofo, el arte en la época de los griegos antiguos “obligaba a sentir la crueldad de la vida y a hacer la experiencia de un sufrimiento existencial fundamental” (Potestà, 2019, p. 163). De esta manera, “lo dionisiaco indica entonces un sufrimiento causado por una ‘sobreplenitud’, es decir, por la capacidad de enfrentar lo terrible, lo inquietante, lo destructor, a través de un éxtasis trágico” (Potestà, 2019, p. 163). En otras palabras, Nietzsche, en agudo contraste con el racionalismo, sostiene que hay un fondo último, caótico y terrible de lo real cuya visión es difícilmente soportable para el hombre. La sabiduría dionisiaca consiste entonces en la comprensión y en la aceptación serena del fondo terrible de la existencia, la cual, a pesar de todo, puede ser justificada estéticamente. Como señala Potestà: “la belleza triunfa sobre el sufrimiento inherente a la vida” (2019, p. 164).
Ya en la madurez de su obra, “el fondo terrible de la realidad” toma una forma mucho más precisa: el pensamiento del eterno retorno, cuya interpretación resulta hasta hoy sumamente controvertida.6 La sabiduría dionisiaca se expresa ahora en las palabras de Zaratustra y de sus animales. Sin embargo, quien comprende “el fondo terrible de la realidad” puede caer en “el gran hastío del hombre”. En este sentido, dice el profeta:
“Eternamente retorna él, el hombre del que tú estás cansado, el hombre pequeño” - así bostezaba mi tristeza y arrastraba el pie y no podía adormecerse […]. Mi suspirar estaba sentado sobre todos los sepulcros de los hombres y no podía ponerse de pie; mi suspirar y mi preguntar lanzaban presagios siniestros y estrangulaban y roían y se lamentaban día y noche: “¡Ay, el hombre retorna eternamente! ¡El hombre pequeño retorna eternamente!” Desnudos había visto yo en otro tiempo a ambos, al hombre más grande y al hombre más pequeño: demasiado semejantes entre sí - ¡demasiado humano incluso el más grande! ¡Demasiado pequeño el más grande! - ¡Éste era mi hastío del hombre! ¡Y el eterno retorno también del más pequeño! - ¡Éste era mi hastío de toda existencia! (Nietzsche, 2016a, pp. 355-356).
Nuevamente nos encontramos con el cansancio de Nietzsche ante el último hombre. Este cansancio se transforma en asco y desesperación al comprender Zaratustra que el último hombre retornará eternamente y que la voluntad de autosuperación propia del superhombre chocará inevitablemente con la finitud temporal propia de la condición humana. Sin embargo, para entender la desesperación de Zaratustra en toda su dimensión, debemos agregar otro elemento, a saber, que no existe para él ningún principio racional, natural o providencial que conduzca la historia humana, ni menos una vida eterna cuya búsqueda le otorgue sentido a la vida del hombre en la tierra. Kant propuso en Idea para una historia universal en clave cosmopolita un hilo conductor que permite interpretar la historia de la humanidad como si ella se dirigiera hacia una meta, la sociedad cosmopolita; Hegel, en la Fenomenología del espíritu, interpreta la totalidad de los acontecimientos cosmológicos, históricos, políticos y religiosos como momentos propios de la manifestación del espíritu absoluto, cuya culminación pasa por el encuentro de lo finito y lo infinito, simbolizado en la encarnación, mensaje, crucifixión y resurrección de Cristo (cfr. Hegel, 1984, man. 82a). Zaratustra, por el contrario, se angustia al concluir que la decadencia de la condición humana no será un fenómeno pasajero, sino que retornará eternamente. La mediocridad, la debilidad del hombre contemporáneos son ahora fenómenos eternos; de esta manera, la historia parece darle la razón a la funesta sentencia con la que comenzaba la sección “El adivino”.
El asco y la náusea, sin embargo, no tienen la última palabra. Los animales han reconocido a Zaratustra como “el maestro del eterno retorno”. Enseñar esa doctrina es a la vez su destino, su máximo peligro y su máxima enfermedad.
Mira, nosotros sabemos lo que tú enseñas: que todas las cosas retornan eternamente, y nosotros mismos con ellas, y que nosotros hemos existido ya infinitas veces, y todas las cosas con nosotros. Tú enseñas que hay un gran año del devenir, un monstruo de gran año: una y otra vez tiene éste que darse la vuelta, lo mismo que un reloj de arena, para volver a transcurrir y a vaciarse: - de modo que todos estos años son idénticos a sí mismos, en lo más grande y también en lo más pequeño - de modo que nosotros mismos somos idénticos a nosotros mismos en cada gran año, en lo más grande y también en lo más pequeño (Nietzsche, 2016a, p. 357).
Zaratustra se ha revelado como aquel que ha comprendido la naturaleza del tiempo y que ha llevado el pensamiento abismal hasta sus últimas consecuencias. En efecto, como señala Nehamas, desde la perspectiva de Zaratustra, una repetición parcial de mi vida no sería posible, ya que se trataría en realidad de la repetición de otra vida. Todo está encadenado; querer ser diferente equivale a querer que el mundo entero sea diferente. No hay otra vida posible para nosotros. Si la vida requiere salvación, habría que encontrarla aquí y no en otro mundo. Para Nietzsche, “son aquellos momentos en los que aceptar el presente equivale a reconciliarse con todo el pasado los que justifican una vida, porque, si bien pudo haber algo rechazable en el pasado, el presente no podría ser ahora como es” (Nehamas, 2002, p. 196). En otras palabras, Zaratustra invita a los hombres a vivir de una manera tal que puedan querer que su vida entera se repite de manera idéntica por toda la eternidad. Así, en las últimas páginas de la obra, el profeta pregunta:
¿Habéis dicho sí alguna vez a un solo placer? Oh, amigos míos, entonces dijisteis sí también a todo dolor. Todas las cosas están encadenadas, trabadas, enamoradas - ¿habéis querido en alguna ocasión dos veces una sola vez, habéis dicho en alguna ocasión “¡tú me agradas, felicidad! ¡Sus! ¡Instante!?” ¡Entonces quisisteis que todo vuelva! - todo de nuevo, todo eterno, todo encadenado, trabado, enamorado, oh, entonces amasteis el mundo - vosotros eternos, amadlo eternamente y para siempre: y también al dolor decidle: ¡pasa, pero vuelve! Pues todo placer quiere - ¡eternidad! (Nietzsche, 2016a, pp. 503-504).7
Para Nietzsche, y a diferencia de lo planteado en El nacimiento de la tragedia, el placer del hombre superior, su valentía y su heroísmo justifican la existencia humana. Una vida está justificada cuando su repetición eterna puede ser querida; en ella puede tener lugar el amor fati, es decir, el sí a la vida, con toda su alegría y sufrimiento,8 ya que el placer y el dolor se necesitan mutuamente: “pues todo placer se quiere a sí mismo, ¡por eso quiere también sufrimiento!” (Nietzsche, 2016a, p. 504). Sin embargo, agrega el filósofo más adelante: “el placer es aún más profundo que el sufrimiento: el dolor dice ¡pasa! Mas todo placer quiere eternidad” (Nietzsche, 2016a, p. 505). Mas, ¿qué quiere decir en este contexto el concepto de “justificación”?
Esta palabra puede ser entendida tanto en sentido moral como en sentido teológico. Decimos que un acto moral está justificado cuando es correcto de acuerdo con los parámetros morales aceptados. Por ejemplo, se entiende que un acto de legítima defensa está moralmente justificado en la medida en que concurran ciertos requisitos, a pesar de que haya provocado lesiones o incluso la muerte a un tercero. En el ámbito teológico, por otra parte, la principal controversia de Lutero con la Iglesia católica fue acerca del problema de la justificación, esto es, acerca de la pregunta por aquello que nos vuelve justos delante de Dios, si acaso la fe o las obras.
Tomando en cuenta lo anterior, ¿qué significa para Nietzsche “justificar una vida”? En primer lugar, es evidente que el filósofo no se refiere a ser justos delante de Dios, dado que predica la muerte de Dios, ni tampoco una justificación moral, al menos no en un sentido normativo, ya que la exaltación de la voluntad de poder supone actuar como creador, con total inocencia, “más allá del bien y el mal”. La palabra justificación significa, en este contexto, que hay una vida que vale la pena vivir. ¿Pero qué es aquello que hace que una vida valga la pena, desde la perspectiva de Nietzsche?
A lo largo de este trabajo, hemos visto que Nietzsche valora la grandeza y el heroísmo por sobre todas las cosas; esto lo lleva a admirar a personajes históricos como César Borgia o Napoleón. Esta clase de valoración, además, es coherente con la llamada interpretación normativa del eterno retorno, la cual se expresa de manera ejemplar en el test existencial propuesto por un demonio en La gaya ciencia.9 La prueba elaborada por Nietzsche para determinar si una vida vale o no la pena consiste en preguntarse si es posible querer la eternidad de un instante, lo cual implica, a su vez, querer que se repita una vida entera “en lo más grande y en lo más pequeño”. Nietzsche supone aquí la identificación de la vida en general con la voluntad de poder; en este contexto, Zaratustra realiza en la sección “De la superación de sí mismo” las siguientes afirmaciones:
Y este misterio me ha confiado la vida misma: Mira, dijo, yo soy lo que tiene que superarse siempre a sí mismo. Prefiero hundirme en mi ocaso antes que renunciar a esa única cosa; y, en verdad, donde hay ocaso y caer de hojas, mira, allí la vida se inmola a sí misma - ¡por el poder! (Nietzsche, 2016a, pp. 199-200).
Sin embargo, un análisis detallado de las tesis que Nietzsche rechaza por considerarlas decadentes nos lleva a pensar que el panorama es muy distinto al que muestra el filósofo alemán. A la tesis de Nietzsche -la vida misma es voluntad de poder- se contraponen las tesis acerca de la vida buena de Platón, Aristóteles y el cristianismo.
Para discutir este punto, analicemos ahora un importante pasaje de El anticristo:
¿Qué es bueno? - Todo lo que en el ser humano eleva el sentimiento de poder, la voluntad de poder, el poder mismo. ¿Qué es malo? - Todo lo que procede de la debilidad. ¿Qué es la felicidad? - El sentimiento de que el poder crece, de que se ha superado una resistencia. No satisfacción, sino más poder; no paz en general, sino guerra; no virtud, sino destreza (virtud al estilo del Renacimiento, virtú, virtud sin moralina) (Nietzsche, 2016d, p. 706).
Este pasaje es plenamente coherente con los pasajes analizados hasta ahora acerca de la voluntad de poder y del superhombre. Nietzsche exacerba hasta el extremo el sentimiento de poder, llegando incluso a identificarlo con la felicidad. Esta tesis, sin embargo, carece de fundamentos suficientes. Como hemos visto en los pasajes relativos a la voluntad de poder, Nietzsche realiza afirmaciones metafísicas en sentido fuerte basadas en la simple observación, a las que rápidamente eleva a la categoría de verdades ontológicas. Así, el filósofo afirma: “en todos los lugares donde encontré seres vivos encontré voluntad de poder; e incluso en la voluntad del que sirve encontré voluntad de ser señor. A servir al más fuerte, a eso persuádele al más débil su voluntad, la cual quiere ser dueña de lo que es más débil todavía: a ese placer no le gusta renunciar” (Nietzsche, 2016a, p. 199).
En relación con este pasaje, la estrategia de reducción al absurdo empleada por Sócrates en contra de hedonismo extremo de Calicles sigue siendo válida. Así como es legítimo poner en duda la identidad entre el bien y el placer, también lo es cuestionar la identidad entre la vida, la felicidad y el poder. A lo largo del Gorgias, Sócrates plantea tesis un tanto contraintuitivas, entre ellas, que “cometer injusticia es de hecho el mayor de los males” (Gorgias, 469b) y que, por lo tanto, “si fuese necesario cometer una injusticia o padecerla, escogería padecer una injusticia en lugar de cometerla” (469c). De acuerdo con Polo, el tirano es el hombre más feliz en la ciudad, ya que tiene la libertad de hacer lo que le parezca, como “condenar a muerte, desterrar y de realizar todas las acciones de acuerdo al parecer de uno mismo” (469c). Sócrates, en cambio, sostiene que “el admirablemente excelente, sea hombre o mujer, es próspero, mientras que el injusto y vil es miserable” (470e). Un punto esencial en la argumentación socrática radica en que el hombre que carece de justicia y de autodisciplina termina viviendo como un ladrón. Casi al final del texto, Sócrates afirma: “En efecto, ni por otro ser humano puede ser tenido en aprecio el que es de tal índole, ni por Dios; pues es incapaz de comunión y en aquel en el cual no hay comunión no puede haber amistad” (507e).
No es difícil demostrar que el tirano no puede tener amigos, dado que el hombre injusto tenderá a rodearse de otros como él y tendrá un constante temor de ser traicionado por sus cercanos, quienes se mantienen junto a él por interés, así como preocupación por protegerse del ataque de sus enemigos. Sin embargo, esta es también la situación de quién piensa que la felicidad consiste en “el sentimiento de que el poder crece, de que se ha superado una resistencia”. No es casualidad que las figuras históricas admiradas por Nietzsche hayan muerto en circunstancias violentas o humillantes, como fueron los casos de Julio César y Napoleón. La voluntad de poder choca de manera inevitable contra los límites de la condición humana, y la doctrina del eterno retorno, que permitiría superar estos límites por el recurso a la “eternidad del instante”, está lejos de ser demostrada (cfr. González Vallejos, 2020). En relación con este último punto, la pregunta existencial que encontramos en el Evangelio de Mateo -“¿de qué le servirá al hombre ganar el mundo entero si arruina su vida? ¿O qué puede dar el hombre a cambio de su vida?” (Mt. 16:26)- nos permite confrontar la sabiduría de Cristo con la de Zaratustra, tal como lo hace Nietzsche a lo largo de toda su obra madura, culminando con la contraposición entre Dionisio y “el Crucificado” (cfr. Nietzsche, 2016d, p. 859).
En primer lugar, llama la atención que Nietzsche y Jesús coincidan en que la vida puede ganarse o perderse. En la Genealogía de la moral, el filósofo se pregunta por las condiciones bajo las cuales el hombre inventó los juicios de valor (bueno y malo) y por el valor de estos mismos juicios. Nietzsche pregunta: “¿Impidieron o fomentaron el desarrollo humano? ¿Son signos de emergencia, de empobrecimiento, de degeneración de la vida? O, por el contrario, lo que en ellos se revela ¿es la plenitud, la fuerza, la voluntad de vida, su ímpetu, su confianza, su futuro?” (Nietzsche, 2016d, p. 455). De acuerdo con este pasaje, “ganar la propia vida” significaría “fomentar el desarrollo humano”, lo cual equivale a elevar “el sentimiento de poder, la voluntad de poder, el poder mismo” (Nietzsche, 2016d, p. 706). Esto contradice frontalmente lo dicho en el pasaje de Mateo. En efecto, el evangelista apunta precisamente al carácter pasajero y a la escasa importancia que tienen los éxitos humanos, tal como lo expresa el relato de las tentaciones de Jesús en el desierto (cfr. Mt. 4:1-11) y la parábola del rico imprudente, quien decide darse una vida de placeres sin saber que esa misma noche morirá y que sus riquezas no le servirán de nada (cfr. Lc. 12:13-21). A Nietzsche, en cambio, no le preocupa el problema de la felicidad entendida como “vida buena”, aristotélica, judía o cristiana. La felicidad de los señores, afirma, no se separa de la acción, es decir, de la guerra y de la aventura; en otras palabras, está unidad necesariamente a la voluntad de poder. La felicidad de “los impotentes, oprimidos, infectados de sentimientos envenenados y hostiles”, en cambio, “se presenta esencialmente como narcosis, anestesia, calma, paz, ‘Sabbat’, distención del ánimo y desperezamiento, en fin, de manera pasiva” (Nietzsche, 2016d, p. 471).
En segundo lugar, la expresión “ganar el mundo entero” alude directamente a la búsqueda de poder glorificada por Nietzsche; la segunda pregunta -“¿qué puede dar el hombre a cambio de su vida?”-, en cambio, apunta a la muerte, es decir, a la mayor expresión de la finitud humana. Esta pregunta, sin embargo, no tiene sentido desde la perspectiva nietzscheana. El mayor temor de un Napoleón o de un Julio César no será morir en batalla, sino vivir una vida mediocre e intrascendente. En otras palabras, temerá no ser capaz de superar el test existencial que Nietzsche formula por medio de un demonio en La gaya ciencia. Sin embargo, este test existencial supone la verdad tanto del eterno retorno como la identidad entre la vida misma y la voluntad de poder. Después de todo, por medio de la doctrina del eterno retorno, Nietzsche intenta salvar para el ser humano la posibilidad de “escribir sobre la voluntad de milenios como sobre bronce” (Nietzsche, 2016a, p. 348).
5. Reflexiones finales
¿Cuál es la respuesta de Nietzsche a la pregunta por la condición humana? En el prólogo de Zaratustra leíamos el siguiente pasaje:
El hombre es una cuerda tendida entre el animal y el superhombre - es una cuerda sobre un abismo. Un peligroso pasar al otro lado, un peligroso caminar, un peligroso mirar atrás, un peligroso estremecerse y pararse. La grandeza del hombre está en ser puente y no una meta: lo que en el hombre se puede amar es un tránsito y un ocaso (Nietzsche, 2016a, p. 49).
Lejos de toda concepción esencialista de la condición humana -animal racional, animal social, alma y cuerpo, cosa pensante-, Nietzsche, al establecer la prioridad de la posibilidad por sobre la realidad humana, anticipa la concepción heideggeriana de la existencia humana (cfr. Heidegger 1997, p. 67). En otras palabras, Nietzsche piensa que lo que define a la condición humana, sin perjuicio de su carácter corporal y terrenal, tiene que ver con la posibilidad de ganar o perder la propia existencia. A diferencia de Heidegger, sin embargo, quien desarrolla una analítica de la existencia humana desde la perspectiva de la fenomenología hermenéutica, a la propuesta de Nietzsche le son esenciales las dimensiones moral y existencial, pues su mayor preocupación tiene que ver con la posibilidad de alcanzar la plenitud humana. Los términos utilizados por Nietzsche para hablar acerca del hombre -cuerda sobre un abismo, puente y no meta, tránsito y ocaso- dan cuenta de la prioridad de lo posible por sobre lo real. Sin embargo, tal como Pilatos ante el Cristo humillado y ofendido (cfr. Jn. 19: 5), Nietzsche pronuncia su Ecce homo ante Zaratustra al hablar acerca de él en los siguientes términos: “Un vidente, un volente, un creador, un futuro también, y un puente hacia el futuro - y, ay, incluso, por así decirlo, un lisiado junto a ese puente: todo esto es Zaratustra (Nietzsche, 2016a, p. 237).
Zaratustra no es el superhombre, pero sí su profeta. Antes había escrito Nietzsche que “la grandeza del hombre está en ser puente y no una meta”; ahora dice que Zaratustra es “un puente hacia el futuro”.10 Aquello que conducirá al ser humano a la plenitud es, por lo tanto, la sabiduría de Zaratustra. Ante el nihilismo y la mediocridad del último hombre, ante el pesimismo del adivino que repetía incesantemente “todo está vacío, todo es idéntico, todo fue” (Nietzsche, 2016a, p. 229), el profeta dice: “Redimir a los que han pasado y transformar todo ‘Fue’ en un ‘Así lo quise’ - ¡solo eso sería para mí redención! (Nietzsche, 2016a, p. 238). La comprensión intelectual y la serena aceptación del eterno retorno, así como el apego a la tierra, la búsqueda del heroísmo y la renuncia a la obediencia para dar lugar a la creación son los rasgos que definen a Zaratustra y son, por lo tanto, las rasgos que permitirán al hombre alcanzar su plenitud. El amor fati, por su parte, remite directamente al eterno retorno, tal como lo hemos entendido: afirmar un instante de la propia vida supone aceptar la vida entera, en otras palabras, el propio destino, con todas sus alegrías y sufrimientos (cfr. Nietzsche, 2016d, pp. 838-842).
La compresión de la obra de Nietzsche a partir de la búsqueda de la grandeza y de la plenitud humana nos permite, finalmente, reflexionar acerca del problema interpretativo no solo en relación con Zaratustra, sino cara a toda la obra madura de Nietzsche. Varios de los más importantes intérpretes han leído al filósofo alemán desde el perspectivismo y la muerte del sujeto. Ciertamente existen razones textuales que justifican esta línea interpretativa, por ejemplo, la sección 13 de la primera parte de la Genealogía de la moral o la canción “La superación de sí mismo”, en la que el autor establece la prioridad de la voluntad de poder por sobre la voluntad de verdad (es decir, defiende el perspectivismo).11 Sin embargo, no se debe confundir el perspectivismo con el relativismo moral, ni tampoco atribuirle a la obra de Nietzsche un propósito meramente deconstructivo. A lo largo del presente trabajo hemos visto que, desde el prólogo de Zaratustra hasta El anticristo, Nietzsche manifiesta una permanente preocupación por la grandeza y plenitud de la especie humana, que se expresa tanto en la proclamación del superhombre como en el desprecio hacia el último hombre. Lo dicho en la sección 2 de El anticristo -“¿Qué es bueno? - Todo lo que en el ser humano eleva el sentimiento de poder, la voluntad de poder, el poder mismo. ¿Qué es malo? - Todo lo que procede de la debilidad” (Nietzsche, 2016d, p. 706)- demuestra que Nietzsche está muy lejos de sostener que lo bueno y lo malo dependen del propio sujeto o de una cultura; en otras palabras, demuestra que Nietzsche no es un relativista moral. Sin embargo, el contenido concreto de la “moral de los señores” no está previamente fijado, sino que es determinado en cada caso por la voluntad de poder. Lo que Nietzsche establece entonces como parámetro para diferenciar lo moral de lo inmoral no está dado por un conjunto de principios similar a los diez mandamientos, al imperativo categórico o al principio de utilidad, sino por la promoción o el debilitamiento de la grandeza y de la voluntad de poder. De esto se sigue que Nietzsche no propone un criterio moral claro y preciso, y que, por lo tanto, resultaría difícil determinar el contenido de una “moral nietzscheana”.
En los Fragmentos póstumos encontramos un pasaje que confirma la interpretación que proponemos: “La moral es necesaria: ¿de acuerdo con qué actuaremos, puesto que debemos actuar? ¿Y lo que hemos hecho, debemos valorarlo - de acuerdo con qué? Demostrar el error en la génesis no es ningún argumento contra la moral. La moral es una condición de vida. ‘Tú debes’” (Nietzsche, 2010b, p. 110). A pesar de su feroz crítica contra la moral kantiana, al punto de decir que “el imperativo categórico huele a crueldad” (Nietzsche, 2016d, p. 490), vemos que Nietzsche no renuncia al concepto de “deber”, aun cuando lo entienda en función de la voluntad de poder. Precisamente por esto es que la palabra “deber” resulta equívoca en este contexto, si es que se pretendiera interpretarla desde la ética kantiana. Lo propio del deber para Kant radica en su carácter absoluto; se trata de un mandato de la razón formulado mediante el imperativo categórico y debe ser ejecutado por motivos estrictamente racionales (cfr. AA IV: 399-403). Para Nietzsche, en cambio, el deber manda la búsqueda de la grandeza y de la plenitud humana; el significado preciso de estas, como veíamos anteriormente, se resiste a ser definido o codificado. No se trata de un mandato de la razón, sino de una exigencia de la voluntad de poder. De esto se sigue, en todo caso, que no es correcto calificar a Nietzsche de “inmoralista” o de “amoral”. Es claro que Nietzsche defiende la moral de los señores, cuyo contenido se limita al mandato de promover la voluntad de poder. Se trata de un humanismo antiesencialista, es decir, que sitúa a la existencia por sobre la esencia, y que está dispuesto a sacrificar a los débiles con tal de que los fuertes puedan alcanzar la plenitud a la que están llamados (cfr. Nietzsche, 2016d, pp. 480-483 y 706).
Si volvemos ahora a las interpretaciones que citábamos al comienzo de este trabajo, podemos decir que todas ellas apuntan a aspectos existentes, pero parciales, de Zaratustra. Gerhart tiene razón al decir que Nietzsche pensó en Zaratustra como un “quinto evangelio” en el que propone una nueva sabiduría basada en el eterno retorno, aunque resulta problemático afirmar que el filósofo no ofrece ninguna argumentación al respecto;12 Simon, así como Deleuze y Vattimo, están en lo correcto al sostener que para Nietzsche todo juicio es una “interpretación vital” sometida a la voluntad de poder; Meier acierta al destacar el carácter de adivino y legislador de Zaratustra, así como la tensión permanente entre el profeta y el filósofo; finalmente, Heidegger y Fink hacen bien en referirse a la dimensión metafísica del eterno retorno. Sin embargo, no se debe perder la perspectiva. Así habló Zaratustra trata acerca de la plenitud y decadencia de la condición humana, y todas las demás interpretaciones deben ser entendidas a partir de este propósito fundamental. Como afirma Salaquarda, la obra busca la superación de las fronteras que hasta ahora ha tenido el ser hombre, lo cual supone la superación de la moral (cfr. Salaquarda, 2012, p. 53). Y en este contexto, el Dios cristiano y la moral de la compasión aparecen como los mayores obstáculos de la realización humana, y el eterno retorno, como su condición de posibilidad más importante.
Es por estas razones que la obra termina con las siguientes palabras:
“[…] Mi sufrimiento y mi compasión - ¡que importan! ¿Aspiro yo acaso a la felicidad? ¡Yo aspiro a mi obra! ¡Bien! El león ha llegado, mis hijos están cerca. Zaratustra está ya maduro, mi hora ha llegado: - Esta es mi mañana, mi día comienza: ¡asciende, pues, asciende tú, gran mediodía!” Así habló Zaratustra, y abandonó su caverna, ardiente y fuerte como un sol matinal que viene de oscuras montañas (Nietzsche, 2016a, p. 510).