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Tópicos (México)

versión impresa ISSN 0188-6649

Tópicos (México)  no.66 México may./ago. 2023  Epub 19-Jun-2023

https://doi.org/10.21555/top.v660.2180 

Artículos

Terror y excepción. El enemigo interior en la fenomenología de la guerra (civil) moderna: de Beccaria a Benjamin

Terror and Exception. The Inner Enemy in the Phenomenology of Modern (Civil) War: From Beccaria to Benjamin

Adolfo León-González1 
http://orcid.org/0000-0003-0664-5814

1Universidad Autónoma de Madrid, España. adolfo.leon.gonzalez@correounivalle.edu.co


Resumen.

Desde el siglo XIX, un estado de alerta permanente frente al terrorismo en las democracias liberales modernas ha permitido la coexistencia de una aparente normalidad socio-jurídica y el estado de excepción, el espacio en el que el derecho se suspende a sí mismo para protegerse de una amenaza a su poder. Los actuales medios de policía y espionaje propios de la guerra moderna antiterrorista sirven para poner a prueba la hipótesis benjaminiana de que el Estado debe acudir siempre a una instancia superior de autoridad y legalidad ante la imposibilidad de defender su orden en el marco mismo de la ley. Este artículo analiza en profundidad los conceptos de “violencia” y “excepción” en Benjamin a partir de las reflexiones sobre la pena de muerte y policía de Estado desarrolladas en su ensayo “Para una crítica de la violencia”, puestas en diálogo con las ideas de autores como Beccaria, Schmitt, Agamben y Honneth.

Palabras clave: violencia; W. Benjamin; pena de muerte; estado de excepción; policía política; terrorismo

Abstract.

Since the 19th century, a permanent state of alarm against terrorism in modern liberal democracies has allowed the coexistence of apparent socio-legal normality and the state of exception, the space in which the law is suspended to protect itself from a threat to its power. The current means of police and espionage typical of modern anti-terrorist warfare serve to test Benjamin’s hypothesis that the state must always resort to a higher level of authority and legality, for it is impossible to defend its order within the framework of the law itself. This article analyzes the concepts of violence and exception in Benjamin in depth based on the ideas about the death penalty and state police developed in his essay “The Critique of Violence”, put into dialogue with the ideas of authors such as Beccaria, Schmitt, Agamben, and Honneth.

Keywords: violence; W. Benjamin; death penalty; state of exception; political police; terrorism

La intricación entre violencia y derecho en la constitución de poder del Estado es el problema fundamental que preocupa a Walter Benjamin ([1921] 2001) en su famoso ensayo “Para una crítica de la violencia”. Para el filósofo alemán, dicha intricación no se reduce en las democracias europeas modernas a la existencia de un sistema penal o del derecho a hacer la guerra ni a la distinción entre violencia legítima e ilegítima, sino que se evidencia, sobre todo, en la necesidad vital e histórica del derecho de garantizar su monopolio, prohibiendo toda violencia que en manos particulares amenace su orden legal: “Todo fin natural de las personas individuales colisionará necesariamente con fines de derecho, si su satisfacción requiere la utilización, en mayor o menor medida, de la violencia” (Benjamin, [1921] 2001, p. 26). El ejemplo más claro de este rasgo lo tenemos en la aplicación de la pena de muerte al gran delincuente, aun en los contextos jurídicos en los cuales la pena capital no está inscrita en el derecho positivo. Se trata de una reflexión que sigue igual de vigente ahora como lo era en los tiempos de Benjamin, si consideramos el hecho de que, en países como Brasil, Colombia o México, por citar solo algunos ejemplos, se ejecuta a legendarios narcotraficantes o guerrilleros en el marco de la lucha contra el terrorismo: es decir, no ilegalmente, pero sí en los límites de la legalidad, sin que existan las condiciones jurídicas que harían posible la ejecución de tal pena, reproduciendo las mismas formas de violencia con fines de derecho que potencias como los Estados Unidos ejercen en contra de sus enemigos terroristas por el mundo entero.

Si bien se puede alegar que tal escenario solo es posible hoy en día en las condiciones de excepcionalidad que genera la amenaza terrorista, no puede dejar de notarse que es en él, como en ningún otro, donde la violencia bélica o policial tiende a la normalización social de su doble funcionalidad, a la vez fundadora y conservadora de derecho (cfr. Benjamin, [1921] 2001, pp. 30-33), mediante la extensión indefinida de un estado de alerta permanente frente a la amenaza del enemigo interior (cfr. Benjamin, 1989, p. 182). En otras palabras, la pena de muerte, que resulta contraria a derecho aplicada a ciudadanos comunes, se convierte en una forma de violencia legítima cuando se aplica al gran delincuente, no en razón de los fines naturales que este último persigue con su violencia, sino por el hecho de escapar al monopolio de la violencia por parte del derecho mismo, constituyéndose así en una amenaza a su existencia:

Esta presunción encuentra una expresión más drástica en el ejemplo del “gran” criminal que, por más repugnantes que hayan sido sus fines, suscita la secreta admiración del pueblo. No por sus actos, sino solo por la voluntad de violencia que estos representan. En este caso irrumpe, amenazadora, esa misma violencia que el derecho actual intenta sustraer del comportamiento del individuo en todos los ámbitos, y que todavía provoca una simpatía subyacente de la multitud en contra del derecho (Benjamin, [1921] 2001, p. 27).

Este monopolio de la violencia por parte del Estado podría explicarse por el “mero dogma” según el cual “un sistema de fines de derecho no logrará sostenerse allí donde fines naturales puedan ser aun perseguidos de forma violenta”, pero el caso del gran delincuente revela “la sorprendente posibilidad de que el interés del derecho, al monopolizar la violencia de manos de la persona particular no exprese la intención de defender los fines de derecho sino, mucho más así, al derecho mismo” (Benjamin, [1921] 2001, p. 26). Gerstenberger (1995) sigue muy de cerca esta sociogénesis del Estado moderno cuando sostiene que la conclusión más importante que nos podemos hacer en la actual historia del poder es que “las instituciones no constituyen una salvaguarda efectiva contra la arbitrariedad”,1 pues, desde la Revolución francesa (el origen del Estado liberal moderno), la “violencia legítima” ha sido la del Estado y los principios de su utilización, “subordinados a la razón de Estado” (p. 30). En este orden de ideas, el Estado se determina en la capacidad de definir, antes que nada, la violencia que está dentro y la que está fuera de su esfera de poder (cfr. Balibar, [1996] 2005, pp. 73-75 y 85).

Para decirlo en el lenguaje de Benjamin ([1921] 2001, pp. 26-27), una es la violencia que persigue fines de derecho y otra la violencia que persigue fines naturales, aquella que, estando por fuera de la esfera de poder del derecho, constituye una amenaza a su orden. La razón de esta presunción de amenaza es que, en el ciclo histórico dialéctico entre violencia y poder, todo orden legal no es sino una violencia triunfante históricamente sancionada como poder; y, sin embargo, la violencia fundacional que dio origen a dicho orden, en un primer momento, no pudo pertenecer a orden alguno. Es esta la paradoja del fundamento del derecho sobre la cual se interroga Derrida (1994, p. 132): “¿Cómo distinguir entre la fuerza de ley de un poder legítimo y la violencia pretendidamente originaria que ha debido instaurar esta autoridad y que no pudo, ella misma, haber sido autorizada por una legitimidad anterior?”. El acta de nacimiento del derecho es el ejercicio de esa violencia primordial, que “no es en ese momento inicial, ni legal ni ilegal o, como otros se apresurarían a decir, ni justa ni injusta” (Derrida, 1994, p. 132; cfr. Arendt, 2005, pp. 131-132).2 Esta violencia primera, cuyo ejemplo paradigmático encuentra Benjamin en el mito de Niobe, es “pura manifestación de los dioses” (Benjamin, [1921] 2001, p. 39) que en el acto de castigo funda un nuevo derecho. Es destino, en el sentido de un conocimiento del que no se puede escapar o de una ignorancia que condena a la “expiación” (Benjamin, [1921] 2001, p. 41). Es destino porque el derecho se funda en la indeterminación; en “la mítica ambigüedad de las leyes que no deben ser transgredidas” o como la manifestación del “privilegio de reyes y poderosos” (Benjamin, [1921] 2001, p. 40; cfr. Ross, 2015); en la posibilidad siempre presente de que, ante una amenaza, el derecho retorne a ese espacio primordial y liminar en que se confunden la violencia que lo funda y aquella que lo conserva.

El sentido primordial del derecho como destino puede todavía observarse en “el moderno principio, según el cual la ignorancia de la ley no exime del castigo” (Benjamin, [1921] 2001, p. 41). Pero Benjamin reconoce, igualmente, que este remanente de la esfera del destino en el derecho moderno da testimonio de la lucha desde la Antigüedad por unas leyes escritas que hagan contrapeso a esta ambigüedad mítica fundamental. Es decir, la prevalencia del derecho positivo en los Estados modernos es, en cierta medida, una victoria histórica sobre esta indeterminación, pero no puede considerarse como una eliminación de la ambigüedad mítica que habita en él. Fenómenos tales como la huelga general, el derecho a la guerra (o el estado de excepción, del que nos ocuparemos más adelante) demuestran la potencia inherente a la violencia de “implantar o modificar condiciones de derecho por más que le pese al sentido de la justicia” (Benjamin, [1921] 2001, p. 28). Para el autor alemán, la violencia cumple una función genitiva y no solo conservadora en relación con el derecho. Así que cuando se discute acaloradamente la legitimidad del recurso a la violencia para fines de derecho, como el militarismo o el ejercicio de la pena de muerte, más que discutir sobre una ley en particular o la proporcionalidad de un castigo, se pone en cuestión el derecho en su propio origen y fundamento (cfr. Benjamin, [1921] 2001, p. 31). La validez del orden del derecho es una discusión que concierne a su totalidad y no puede centrarse en sus aplicaciones ni en leyes aisladas. Benjamin propone entender el fundamento de la fuerza del derecho en “la unidad de destino”, conteniendo dentro de sí “lo existente y lo amenazador” (Benjamin, [1921] 2001, p. 30): “lo existente”, es decir, el orden y las relaciones de poder que el derecho normaliza, y “lo amenazador”, entendido como la potencialidad de la violencia conservadora de derecho. ¿Y en qué consiste esta amenaza? Obviamente, la violencia conservadora no puede ser solo intimidación, puesto que esta, en sentido estricto, “requiere una determinación que está en contradicción con la esencia de la amenaza y que además no hay ley que posea, porque existe siempre la esperanza de poder escapar a su puesta en práctica” (Benjamin, [1921] 2001, p. 31). La amenaza es la del destino, la que se manifiesta en el castigo del criminal que cae entre sus manos, la que determina mediante el acto de violencia el mundo del afuera de la ley y, a la vez, los límites del círculo protector del derecho. Por ello, este sustrato de destino que acompaña el orden del derecho se manifiesta en el espacio de las penas; y, sobre todo, en la pena llamada suprema, en la que el derecho recurre a la violencia que decide entre la vida y la muerte, infiltrándose “como elemento representativo de su origen en lo existente” y manifestándose “de forma terrible” (Benjamin, [1921] 2001, p. 31). Así, entre más terrible, entre más desproporcionada nos parece esta pena, como en el derecho antiguo, cuando se aplicaba como castigo para delitos hoy considerados menores, más patente se hace su función primordial de establecer derecho y no la de penalizar la violación de la ley: “Y es que la utilización de violencia sobre vida y muerte refuerza, más que cualquier otra de sus prácticas, al derecho mismo” (Benjamin, [1921] 2001, p. 31; cfr. Butler, 2006, pp. 210-211).

1. Beccaria: la muerte y la excepción

En relación con las implicaciones que tiene en el derecho moderno la pena de muerte, Benjamin parece ir en sentido contrario de la tradición liberal, iniciada por Cesare Beccaria, que no ve en la crueldad de la pena capital una forma legítima o necesaria de defensa del Estado. Sin embargo, es justo que nos detengamos un poco en la argumentación de Beccaria sobre este delicado tema, a fin de que podamos constatar hasta qué punto los conceptos de “necesidad” y “excepción” -ligados a la justificación de la aplicación de la pena de muerte para la conservación del orden institucional- plantean una dificultad en su defensa a ultranza del humanismo jurídico.

No traicionamos al marqués de Beccaria si lo consideramos, en términos generales, como un contradictor de la pena de muerte. En su “Respuesta a las notas y observaciones de un padre dominico”, el marqués expone el siguiente silogismo: “No se debe dar la pena de muerte, á menos que no sea útil ó necesaria [sic]; [p]ero la pena de muerte no es, ni necesaria ni verdaderamente útil. Luego no se debe dar la pena de muerte” (Beccaria, 1822, p. 349). Sin embargo, si nos vamos a los términos específicos descritos en su obra magna, Tratado de los delitos y las penas, el padre del derecho liberal moderno considera dos situaciones intricadas en las cuales se puede justificar la pena de muerte: La primera es estratégica y consiste en eliminar la fuente de amenaza de una eventual revolución que pone en peligro la seguridad del Estado. La segunda es disuasoria, pues se trata de una muerte que previene el crimen por imitación; en este caso, la muerte va dirigida a contener a los otros (eventuales criminales) mediante el miedo. Esta última situación es bastante difícil de precisar, puesto que alude al escenario hipotético en el que la muerte del reo “fuese el verdadero y único freno que contuviese á otros [sic], y los separase de cometer delitos” (Beccaria, 1822, p. 119). Beccaria no nos describe las condiciones objetivas que hacen dicho escenario posible, sino que deja al juicio subjetivo de la autoridad la determinación de la necesidad de la pena. El problema con este tipo de enfoque es que toda violencia puede determinarse como verdadero y único medio de un fin cuando una voluntad lo decide así y no cuando las condiciones objetivas lo imponen. En otras palabras, cuando la utilidad y la necesidad de la pena de muerte dependen de que ella signifique un freno verdadero y único de eventuales crímenes ajenos, se abre todo un campo semántico enteramente subjetivo y que precede a cualquier constatación empírica que pueda hacerse del carácter disuasivo de la pena misma. Por ejemplo, los partidarios de la ley de Lynch, a finales del siglo XIX en Estados Unidos, consideraban que su crueldad pertenecía al orden del deber y la honradez ciudadana, sin dudar por un instante que ella constituyera el freno verdadero y único para la prevención de otros delitos, razón por la cual es retomada por Sorel para darle legitimidad y moralidad a la violencia revolucionaria aún en sus aspectos más brutales (Sorel, [1906] 2005, pp. 210-241).

Pero el primer caso, en el que Beccaria consiente en ceder en su humanismo en nombre de la defensa del derecho del Estado, es mucho más interesante, pues conecta con la misma problemática de excepcionalidad del derecho moderno frente a la amenaza del terrorismo revolucionario. Para empezar, digamos que si bien a lo largo del capítulo XXVIII de su Tratado de los delitos y las penas Beccaria demuestra que la pena de muerte no tiene ninguna utilidad como instrumento de disuasión y que puede ser reemplazada por otros medios más eficaces, como la cadena perpetua, sus argumentos se limitan a la esfera del derecho común (la transgresión de las normas y los códigos que deben respetar los ciudadanos) y no al terreno del delito político (el desconocimiento mismo del derecho y la autoridad del Estado). Cuando el criminal no atenta contra el derecho común, sino que su crimen implica un atentado a la estructura de poder del Estado, la cuestión sobre la utilidad o no de la pena capital se torna más difícil de resolver. Beccaria sostiene que por solo dos motivos “puede creerse necesaria” la muerte de un reo: “El primero, cuando aun privado de libertad, tenga tales relaciones y tal poder, que interese á la seguridad de la Nación [sic]”; el segundo, “cuando su existencia pueda producir una revolucion [sic] peligrosa en la forma de gobierno establecida” (Beccaria, 1822, p. 118). Ambos escenarios son muy próximos a la definición del gran delincuente para el derecho del Estado: el terrorista, el revolucionario.

En el suplemento al capítulo XXVIII, el conde de Roederer se refiere a este último caso extraordinario que Beccaria “ha exceptuado él mismo de la clemencia de las leyes”, el cual minimiza por ser “demasiado accidental y [no tener] nada de comun [sic] con los crímenes ordinarios” (Beccaria, 1822, p. 145). No obstante, la accidentalidad o la excepcionalidad del caso del gran delincuente (aquel que, siguiendo a Benjamin, expone la violencia y la contingencia histórica del derecho del Estado) habrá de convertirse en la norma durante el siglo XIX cuando el terrorismo moderno se propague como filosofía de la acción libertaria y el derecho de los Estados se vea incapaz de afrontar dicha amenaza desde los márgenes mismos que le impone su propia legalidad. El Estado no puede defender los derechos de sus ciudadanos particulares y, al mismo tiempo, defender la seguridad de las instituciones, puesto que los terroristas se camuflan entre los ciudadanos para llevar a cabo su violencia contra los representantes del poder institucional; garantizar a plenitud las libertades y derechos de los ciudadanos, en general, implicaría, para el Estado, el riesgo de facilitar el modus operandi del terrorista, debilitando su capacidad de monopolizar la violencia (cfr. Walzer, 2001, pp. 247-254).

Beccaria ofrece un marco de legitimidad de la pena de muerte frente al caso excepcional del enemigo interior que ataca al Estado desde dentro de sus fronteras, amenazando con desatar una sedición. Su muerte queda determinada en el principio de “seguridad de la nación”. Hoy podríamos llamar ese tipo de muertes “asesinatos por razones de Estado” sin por ello estar traicionando el espíritu de la excepción que propone el marqués. Es necesario, entonces, detenernos en el concepto mismo de “enemigo interior” y la posibilidad de justa aniquilación que, en principio, le es inherente.

2. La construcción del “enemigo interior” en la guerra civil moderna

Carl Schmitt desarrolla el concepto de enemigo en dos momentos diferentes de la historia. El primero, bajo los efectos de la Primera Guerra Mundial, es una aproximación a la guerra que guarda muchos puentes de continuidad con el tratado de Clausewitz: la guerra sigue considerándose un asunto de naciones y las hostilidades se dan entre ejércitos que se reconocen como enemigos con derechos. El segundo, bajo los efectos de la Guerra Fría y la propagación por el mundo de un tipo de guerra irregular en el que el concepto de lo político necesita ser acotado, pues la clásica definición de “enemigo” no alcanza a abarcar la complejidad de las formas modernas de hostilidad. Schmitt comparte con Clausewitz la opinión sobre el carácter instrumental de la guerra, pero es más tajante en el sentido de que la esencia de lo político no puede agotarse en la afirmación de que la guerra es un “mero instrumento” (entre otros) de la política:

Y si se mira más atentamente, tampoco para Clausewitz es la guerra uno más entre los diversos instrumentos de la política, sino que constituye la “última ratio” de la agrupación según amigos y enemigos. La guerra posee su propia “gramática” (sus propias reglas técnicomilitares), pero la política es y sigue siendo su “cerebro”; la guerra no posee ninguna “lógica propia”. Pues tan solo podría obtenerla de los conceptos de amigo y enemigo, y es este núcleo de todo lo político que queda de manifiesto en la siguiente frase [de Clausewitz]: “Si la guerra forma parte de la política, adoptará su carácter peculiar. Cuanto más importante y poderosa se haga aquella, mayor será también la guerra, y esto puede proseguirse hasta el punto en el que la guerra alcance su faz absoluta” (Schmitt, 2009, p. 64).

Para empezar, Schmitt sitúa la definición de enemigo en la esfera de lo público y no en la privada, lo que implica que, si el amor a la persona del enemigo particular no tiene nada que ver con las hostilidades en el marco amplio de la guerra, tampoco lo tiene el odio. Los conceptos de “amigo” y “enemigo”, el tipo de oposición que define lo político, no son reductibles a “una instancia privada e individualista” (Schmitt, 2009, p. 58). El odio personal del enemigo no tiene ningún sentido en lo político, como amar al adversario solo tiene sentido en la esfera de lo privado (cfr. Schmitt, 2009, p. 59). Y si bien la lengua corriente no distingue entre enemigos privados y públicos, en un sentido político, el enemigo no puede sino pertenecer a la segunda categoría:

Enemigo es solo un conjunto de hombres que siquiera eventualmente, esto es, de acuerdo con una posibilidad real, se opone combativamente a otro análogo. Solo es enemigo el enemigo público, pues todo cuanto hace referencia a un conjunto tal de personas, o en términos más precisos a un pueblo entero, adquiere eo ipso carácter público. Enemigo es en suma hostis, no inimicus en un sentido amplio; es [polémios] y no [echtrós] (Schmitt, 2009, pp. 58-59).

La capacidad de referirnos a agrupaciones de amigos o enemigos es aquello que nos permite aprender el sentido del fenómeno político, y la guerra es el medio extremo por el cual se revela la posibilidad de dicha distinción (cfr. Schmitt, 2009, p. 65). La determinación de un enemigo es la posibilidad de una lucha, en el sentido de confrontación física que conduce a la muerte o la eliminación, mediante el uso de las armas: “La guerra procede de la enemistad, ya que ésta es una negación óntica de un ser distinto. La guerra no es sino la realización extrema de la enemistad” (Schmitt, 2009, p. 63).

Esta dinámica de la oposición amigo-enemigo se encuentra en el fundamento de lo político, aun allí donde, en principio, existe una intención de romper con toda forma de belicismo. Si, en un ejemplo extremo, la oposición entre pacifistas y no pacifistas se intensificaran al punto que los primeros entraran en guerra contra los segundos, a fin de instaurar la paz perpetua, “quedaría demostrada la fuerza política de aquella oposición, porque habría demostrado tener suficiente fuerza como para agrupar a los hombres en amigos o enemigos” (Schmitt, 2009, p. 66). Con este ejemplo particular, Schmitt anticipa el problema actual de la llamada “guerra humanitaria” que, en nombre de la defensa de la humanidad, desata espantosas crueldades contra los enemigos. Cada guerra “humanitaria” pone a la humanidad en el bando de quien la declara, a la vez que sitúa al enemigo en una categoría que va “más allá de lo político”:

Degradan al enemigo al mismo tiempo por medio de categorías morales y de otros tipos, convirtiéndolo así en el horror inhumano que no solo hay que rechazar, sino que hay que aniquilar definitivamente; el enemigo ya no es aquel que debe ser rechazado al interior de sus propias fronteras (Schmitt, 2009, p. 66).

El que las guerras más cruentas se hagan bajo la causa de “la humanidad” tiene una lógica perfectamente comprensible: esta pone de manifiesto “la aterradora pretensión de negar al enemigo la calidad de hombres, declararlo hors-la-loi y hors l’humanité, y llevar así la guerra a la más extremada inhumanidad” (Schmitt, 2009, p. 84).

La guerra confronta en Schmitt unidades políticas organizadas: “La unidad política es por su esencia la que marca la pauta, sean cuales sean las fuerzas de la que extrae sus motivos psicológicos últimos. Cuando existe, es la unidad suprema, esto es, la que marca la pauta en el caso decisivo” (Schmitt, 2009, p. 73). Esta unidad suprema debe entenderse como un Estado organizado, el cual no solo debe constituirse en la oposición a un enemigo, sino que debe tomar la decisión de hacer la guerra. La soberanía es, en consecuencia, la cuestión fundamental de la unidad política: soberano es quien tiene la autoridad para determinar frente al caso decisivo. Dice Schmitt que la doctrina alemana del siglo XIX sobre la “personalidad” del Estado es en parte una antítesis secular de las fórmulas teológicas sobre el origen divino del poder del príncipe “absoluto”, pero también en parte una manera de evitar la cuestión de la soberanía entre el pueblo y el monarca, recurriendo al concepto de un “tercero superior” denominado Estado: “Pero aun así sigue sin respuesta la cuestión de cuál es la ‘unidad social’ […] que decide en caso de conflicto y determina la agrupación decisiva de amigos y enemigos” (Schmitt, 2009, p. 72), una cuestión que se torna esencialmente problemática en el caso de una guerra civil. Si la unidad política se escinde, ¿cuál es esa nueva unidad, nacida de la división, que puede decidir sobre el enemigo? ¿El concepto de “enemigo” en relación con la guerra entre unidades políticas sigue siendo válido en el caso de la guerra civil? ¿Es posible hablar de guerra frente a un enemigo al interior de la propia unidad política?

Como se vio anteriormente, “enemigo” es un concepto que remite a la guerra, lo que permite a Schmitt, igualmente, hacer la distinción entre hostis e inimicus, y, más importante aún, la distinción platónica entre pólemos y stásis (cfr. Schmitt, 2009, p. 59). Platón reserva el término pólemos -que se traduce generalmente como “guerra”- para el tipo de hostilidad que se despliega frente al enemigo extranjero, mientras que el término stásis -generalmente traducido como “discordia”, “rebelión”, “guerra civil”- define el tipo de hostilidad que se despliega en el ámbito interno, entre los propios griegos:

[…] cuando entre griegos y bárbaros surja cualquiera desavenencia y vengan a las manos, esa en nuestra opinión será una verdadera guerra; pero cuando sobrevenga una cosa semejante entre los griegos, diremos que son naturalmente amigos, que es una enfermedad, una división intestina, la que turba la Grecia, y daremos a esta enemistad el nombre de discordia (Platón, República, V, 470b-d).

La consecuencia lógica de esta reflexión es la imposibilidad de un pueblo a hacerse la guerra a sí mismo (cfr. Schmitt, 2009, p. 59). Pero también nos advierte de las implicaciones del poder de ius belli del Estado que como unidad política decide sobre el enemigo exterior (perteneciente a otra unidad política) cuando dicho poder debe dirigirse hacia dentro en la determinación del enemigo interior (aquel que es “amigo por naturaleza” al formar parte de la misma unidad política). El ius belli es un poder para disponer por partida doble de la vida de las personas. Por un lado, la muerte de los enemigos; por el otro, la posibilidad de matar o morir de los propios ciudadanos. Pero esa “competencia aterradora” no es la función principal de un “Estado normal” que busca crear dentro de sus fronteras una situación de “paz, seguridad y orden” (Schmitt, 2009, p. 75). La pacificación dentro de las fronteras del Estado es una necesidad, puesto que, sin la existencia de una situación de normalidad, no puede tener vigencia derecho alguno. De allí que el Estado, como unidad política suprema, tenga la prerrogativa histórica también “para determinar por sí mismo al enemigo interior” (Schmitt, 2009, p. 75). Sin embargo, ni este enemigo interior tiene que ver con el adversario político de la guerra entre unidades políticas, ni la guerra civil que genera tiene nada que ver con el bellum civile romano que solía enfrentar dos ejércitos bien organizados. La determinación del enemigo interior moderno es más bien una extensión de las formas antiguas de “proscripción, destierro, ostracismo, poner fuera de la ley”, que la tradición del derecho público griego denominaba declaración de polémios, equivalente a la declaración del hostis en el derecho romano, la Friedloslegung (expulsión “fuera de la paz interna”) en el derecho germánico, o las declaraciones de hors-la-loi de los jacobinos y el Comité de salut public (cfr. Schmitt, 2009, pp. 75-76).

La redefinición del enemigo en el marco de las guerras civiles significa privarlo de sus derechos en cuanto combatiente. Eso significa que inscribir este tipo de guerras en un derecho de mutuo reconocimiento entre las partes en conflicto se convierte en una tarea ardua, incluso imposible. Schmitt aborda esta problemática en una obra posterior, Teoría del partisano, de 1963, en la que considera que la explosión de conflictos anticoloniales y revolucionarios, después de la Primera Guerra Mundial, ha erosionado el concepto clásico de “guerra” y sus formas jurídicas tradicionales, dando paso a una lógica de guerra irregular. La lógica es aquella de “una guerra de la causa justa sin reconocimiento de un justus hostis”, en la que el guerrillero revolucionario se convierte en la “figura central de la guerra” (Schmitt, 1984, p. 136). A este género pertenecen tanto la guerra civil como las guerras nacionalistas anticoloniales, tipos de lucha con los que la figura política del partisano tiene “una relación específica” (Schmitt, 1984, p. 185). Este vínculo que Schmitt señala entre el partisano y el guerrillero (nacionalista o revolucionario) se da por ser figuras marginales en las guerras clásicas, ambas caracterizadas por el recurso a la violencia irregular que las excluía del derecho de guerra. Los partisanos modernos ejemplifican el tipo de guerra en la que se borran y se superponen “las dos oposiciones, regular-irregular y legalilegal” (Schmitt, 1984, p. 124). El guerrillero moderno, como el partisano, es criminalizado, como criminalizadas son sus tácticas, sus medios y sus objetivos. La guerra civil moderna tiende a la confrontación “absoluta” entre enemigos absolutos, implicando el objetivo de la aniquilación del adversario (cfr. Schmitt, 1984, p. 184). La irregularidad de la guerra civil moderna tiende a la degradación, porque en ella no solo se suspenden los derechos del enemigo interior, sino que es el orden del derecho mismo el que se pone en suspenso. Ante la situación generada por el poder soberano del Estado de decidir sobre el enemigo interior y la consecuente guerra civil, el destino final de la unidad política será definido por un tipo de violencia que obtiene su legitimidad ya no enteramente del derecho mismo, suspendido por la amenaza, sino de su finalidad de preservarlo. Dicha violencia habrá de darse en las circunstancias excepcionales con referencia al derecho, puesto que “toda norma presupone una situación normal y ninguna norma puede tener vigencia en una situación totalmente anómala por referencia a ella” (Schmitt, 2009, p. 75). Es altamente significativo que, respecto a la amenaza del orden constitucional que representa la declaración de guerra civil, Schmitt cite las palabras de Lorenz von Stein:

“[E]n el Estado constitucional” la constitución es “la expresión del orden social, la existencia misma de la sociedad ciudadana. En cuanto es atacada, la lucha ha de decidirse fuera de la constitución y del derecho, en consecuencia, por la fuerza de las armas” (Schmitt, 2009, p. 76).

Así como el enemigo interior constituye el ejemplo de una exterioridad ontológica al interior de la unidad sociopolítica, la violencia que se le opone constituye una exterioridad jurídico-política al interior del orden del derecho. El enemigo interior revela la presencia de esa zona gris jurídica en la que la violencia fundadora y conservadora de derecho se amalgaman para garantizar la prevalencia del orden del Estado (cfr. Benjamin, [1921] 2001, pp. 30-33).

3. La regla de la excepción: el enemigo interior o el estado de guerra (civil) permanente

La octava tesis de filosofía de la historia de Benjamin empieza así: “La tradición de los oprimidos nos enseña que la regla es el ‘estado de excepción’ en el que vivimos” (Benjamin, 1989, p. 182). La frase propone una serie de interesantes inversiones del punto de vista de la historia, empezando por el sujeto que la expresa. En efecto, Benjamin habla en nombre de los oprimidos, es decir, de los derrotados, aquellos que no han participado de la escritura misma de la historia como una visión lineal de progreso. Porque, en la visión benjaminiana, la historia es el relato de los vencedores: “Los respectivos dominadores son los herederos de todos los que han vencido alguna vez” (Benjamin, 1989, p. 181). El derecho actual es la violencia que ha triunfado y se ha impuesto en la historia como poder. El derecho del Estado moderno pertenece a una tradición de violencia mítica, a la cual el gran delincuente, el terrorista, el enemigo interior viene ahora a exponer en su esencia cruel y sangrienta (cfr. Benjamin, [1921] 2001, pp. 41-42). La única excepción sería esta exposición social de la violencia del derecho que suscita el terrorista, no la violencia misma que provoca ni su represión en nombre del mantenimiento del orden jurídico. Esta (la excepción) ha sido siempre la regla y, por ello, todas las formas institucionalizadas de defensa del derecho frente a la amenaza de la violencia no sancionada del terrorista -en principio, una excepción jurídica transitoria frente a una amenaza contingente- se integran al derecho de forma permanente. De ahí las comillas que encierran la expresión “estado de excepción” en la octava tesis de Benjamin. Es la voz de otro la que define este estado como excepcional: es la voz de Carl Schmitt, el gran defensor de la soberanía como poder absoluto que, a la manera del Leviatán de Hobbes, hace las leyes y que posee la fuerza para aplicarlas (cfr. Taubes, 1999, p. 155). Es potestad del soberano, para Schmitt (1988, p. 15), el poder de declarar el estado de excepción; es ese poder el que lo define como tal. Sin embargo, a diferencia de la tradición latina del derecho, en la que el dictador es delegatario de un poder transitorio y limitado, el dictador soberano de Schmitt es absoluto y tiene la autonomía de definir tanto la duración como la extensión de la aplicación de las leyes que impone, lo que significa no solo la posibilidad de medidas transitorias extraordinarias para hacer frente a una amenaza contingente (suspensión del derecho común, restricciones a las libertades y los derechos fundamentales de los ciudadanos), sino también la potencialidad fundadora de un nuevo derecho (cfr. Schmitt, 1985, pp. 23-26).

No es una novedad en sí misma esta observación de que una situación de crisis puede poner de relieve la tensión entre soberanía y marco jurídico; o, lo que es lo mismo, la necesidad ante la contingencia y la letra de la ley. Por ejemplo, Aristóteles, en su Política (III, 1286a), ya hacía referencia a esos límites del derecho para la defensa del poder ante las amenazas imprevisibles: “la ley, al disponer sólo de una manera general, no puede prever todos los casos accidentales, y que es irracional querer someter una ciencia, cualquiera que ella sea, al imperio de una letra muerta”. Expone Aristóteles el argumento principal de los defensores de la monarquía (que bien se puede extender, mutatis mutandis, al contexto de la dictadura romana en los tiempos de la república), puesto que el monarca “será más apto que la ley para resolver en casos particulares” (Aristóteles, Pol., III, 1286a).

Por eso, en Schmitt, la figura del dictador y su potestad de declaración de un estado de excepción no tiene la intención histórica de una destrucción del derecho, ni siquiera de una sustitución de este. La figura del “Guardián de la Constitución” (Der Hüter der Verfassung), que desarrolla en 1931, ilustra mejor su concepción de una relación simbiótica entre potestas y auctoritas; entre la dimensión normativa del derecho y otra metajurídica o anómica que es la que, en últimas, le otorga validez (cfr. Agamben, 2004, pp. 109-115). En su polémica con Kelsen, Schmitt señala que la dictadura no puede ser una norma de derecho, puesto que “la dictadura es excepción” (1985, p. 23), y sugiere irónicamente que pensar, como Kelsen, que la dictadura es un problema jurídico es como creer que una operación de cerebro es un problema lógico:

El que toda dictadura contiene una excepción a una norma no quiere decir que sea una negación causal de una norma cualquiera. La dialéctica interna del concepto radica en que mediante la dictadura se niega precisamente la norma cuya dominación debe ser asegurada en la realidad político-histórica. Entre la dominación de la norma a realizar y el método de su realización puede existir pues una excepción (Schmitt, 1985, p. 26).

Pero no todos comparten estas ideas sobre las bondades de la dictadura como garante del derecho. Autores como Agamben (2004, pp. 18-20) critican que la división que hace Schmitt entre “dictadura comisarial” y “dictadura soberana” haya sido retomada por algunos autores, como Friedrich y Rossiter, para defender una forma de dictadura constitucional que busca la salvaguarda del derecho frente a otra, inconstitucional, que conduce a su destrucción. El peligro consiste en que no es posible trazar una línea que separe una forma de dictadura de otra, pues las medidas que pretenden salvar la constitución son las mismas que llevan a su ruina (cfr. Agamben, 2004, pp. 18-19). Pero la crítica de Agamben va más allá de la cuestión de la posibilidad de una dictadura constitucional. En efecto, Agamben comparte con Benjamin la tesis de que, en los Estados modernos, el estado de excepción se ha convertido en la regla. Una sucesión de crisis de diferente orden, políticas, militares o económicas, hace que hoy en día “la declaración del estado de excepción ha sido sustituida de forma progresiva por una generalización sin precedentes del paradigma de la seguridad como técnica habitual de gobierno” (Agamben, 2004, p. 27).

Declarar la excepción parece ser el fruto de la necesidad que imponen las crisis contingentes. Por ello, Agamben se detiene en aquella máxima jurídica extraída del Decreto de Graciano: “Necessitas legem non habet”. En su sentido estricto, la frase se traduce como “la necesidad no tiene ley”, a lo que Agamben adjudica dos sentidos perfectamente posibles. Uno es que “la necesidad no reconoce ley alguna”, y el segundo, tal vez el significado prevalente en la aplicación actual del derecho, es que “la necesidad crea su propia ley” (Agamben, 2004, p. 40). Es en este sentido que se interpreta la necesidad como un fundamento de autoridad de los decretos con fuerza de ley que los gobiernos promulgan durante los estados de excepción. Se pone en evidencia allí el carácter liminar de la excepción, como también en la revolución, entre violencia que conserva y violencia que funda derecho: “una medida ‘ilegal’ pero perfectamente ‘jurídica y constitucional’ que se concreta en la producción de nuevas normas (o de un nuevo orden jurídico)” (Agamben, 2004, pp. 43-44). Un orden “fatalmente necesario”, nos dice Benjamin, porque “[si es consciente de sus propias raíces], el derecho positivo exigirá el reconocimiento de la salvaguardia y promoción de los intereses de toda la humanidad en la persona de todo individuo” (Benjamin, [1921] 2001, p. 30). Es en este principio del derecho en el que se fundamenta realmente la excepción, puesto que la necesidad no es nunca un hecho objetivo, sino uno enteramente subjetivo, fruto de una determinación, a través de la cual la violencia fundadora o conservadora instaura ese orden fatalmente necesario al que alude Benjamin. Hacia este enfoque se inclina también Agamben, pero de la mano de Aquino: “toda ley está ordenada a la salvación común de los hombres, y solo por ello tiene fuerza y razón de ley” (Agamben, 2004, pp. 41-42). La necesidad funciona como justificación de una transgresión de la norma en un caso particular mediante la excepción (cfr. Agamben, 2004, p. 41), pues la determinación de necesidad (subjetiva) de una acción estará directamente relacionada con la consideración previa de los objetivos que persigue la violencia del derecho: “No solo la necesidad se reduce, en última instancia, a una decisión, sino que aquello sobre lo que se decide es, en verdad, un indecible entre hecho y derecho” (Agamben, 2004, p. 47).

Agamben se interesa por una historia del estado de excepción. Lo busca en la figura del iustitium romano frente a la figura del dictador que autores como Schmitt acogerán para la defensa de sus tesis totalitarias (cfr. Agamben, 2004, pp. 71-72). Pero en el fondo del planteamiento de Agamben se intuye siempre la posibilidad de un buen derecho, uno que la historia del derecho occidental parece haber desviado de su buena ruta. En este sentido, Agamben se distancia de Benjamin con la excusa de reivindicarlo frente a la figura de Schmitt. Un ejemplo de este trasfondo ideológico de Agamben se nota perfectamente en el capítulo cuarto de su Homo sacer, que dedica a la polémica entre Benjamin y Schmitt en torno al momento histórico de la Alemania de los años treinta. Benjamin, en la idea de una violencia redentora, completamente disociada de la posibilidad histórica de fundar un nuevo derecho; mientras Schmitt se mantiene en la idea de la circunscripción a una legitimidad de la autoridad fuerte del dictador. Agamben toma partido por Benjamin y la posibilidad histórica de una violencia pura, pero, sacándose un as interpretativo de la manga, le otorga a esta la eventual facultad de engendrar un nuevo derecho, eso sí, liberado de su “íntima y necesaria” vinculación a la violencia:

La violencia pura expone y corta el nexo entre derecho y violencia y puede aparecer pues finalmente no como violencia que gobierna o ejecuta [die schaltende], sino como violencia que, puramente, actúa y se manifiesta [die waltende] […]. Hay, pues, todavía una figura posible del derecho después de la supresión de su vínculo con la violencia y el poder; pero se trata de un derecho carente ya de fuerza y de aplicación, como aquel en que se sumerge el “nuevo abogado” que examina nuestros “viejos códigos”; o como aquel que quizá tenía en mientes Foucault, cuando hablaba de un nuevo derecho, liberado de toda disciplina y de toda relación con la soberanía (Agamben, 2004, pp. 92-94; énfasis añadido).

Esta última frase podría calificarse, cuando menos, de problemática. No parece molestarle a Agamben ni la tajante afirmación de Benjamin de que la violencia divina “es destructora de derecho” (Benjamin, [1921] 2001, p. 41) ni la concepción benjaminiana de que todo derecho no es sino violencia sancionada como poder, lo que significa que, en la visión de la filosofía de su historia, no podría existir algo así como un derecho desvinculado de la violencia (cfr. Benjamin, [1921] 2001, p. 40).

Efectivamente, Benjamin recoge de la historia del derecho europeo ciertos ejemplos en los que se hace evidente la tensión interna del poder del Estado en relación con su violencia fundamental: el servicio militar obligatorio, la guerra y los tratados de paz, la huelga general y la fuerza policial. Pero a lo largo de su escrito de 1921 no existe ninguna posibilidad de considerar que el Estado -en el cual el derecho se suspende, se concentra o se refunda para conservar su propio poder- pueda prescindir de la violencia. Para Benjamin, el derecho es violencia históricamente sancionada como poder y ante la amenaza de una violencia que esté por fuera de su monopolio, el poder reacciona de forma sangrienta y mítica: “Fundación de derecho equivale a fundación de poder, y es, por ende, un acto de manifestación inmediata de la violencia” (Benjamin, [1921] 2001, p. 40). En este sentido profundo de la filosofía de su historia, el derecho no puede prescindir del estado de excepción, puesto que, al monopolizar la violencia de la mano del individuo, el derecho, en la comprensión de Benjamin ([1921] 2001, p. 26), no persigue un fin de derecho, sino que persigue el fin de defender el derecho mismo.

Las formas históricas que adopta el estado de excepción varían según el sistema político. Allí donde el poder ejecutivo y el legislativo están concentrados en la figura de un monarca o de un dictador, esta confusión entre violencia conservadora y violencia fundadora de derecho posee un “espíritu menos espeluznante” que en los Estados democráticos (Benjamin, ([1921] 2001, p. 32). Las democracias, con su división de poderes, generan otro tipo de dinámicas sociales frente a esta forma histórica del derecho, pero ello no significa que la excepción desaparece en los Estados modernos. Decir que el periodo de posguerra ha generado las condiciones para alimentar todo un sistema de decretos con fuerza de ley o que ha consolidado cada vez más el poder de los gobiernos en detrimento del poder del legislativo es solo un ejercicio de constatación de las formas contingentes que adopta el derecho europeo para preservarse, pero no nos enseña nada nuevo sobre su naturaleza histórica. Mientras exista el factor del miedo y de la amenaza, el poder recurrirá a la violencia dentro de las fronteras de su derecho, suspendiendo la aplicación de dichas fronteras o extendiéndolas. Por eso, cuando Carl Schmitt, al hablar de la dictadura, defiende el poder del soberano como la capacidad para determinar el estado de excepción, la respuesta de Benjamin es tan sutil como irónicamente demoledora: ese estado excepcional que sugiere Schmitt es, en realidad, la regla, si se considera que los Estados democráticos modernos han normalizado el estado de alerta de guerra (civil) permanente. En ellos el derecho es a la vez aplicado y suspendido, pues en ellos se ha difuminado la frontera que separa los estados de guerra y de paz. La razón de Estado, en nombre de la cual se ejerce la violencia contra el enemigo declarado, es el recurso a este espacio superior de legitimidad y de legalidad en el que se confunden violencia que conserva y violencia que funda derecho.

4. Fenomenología de la guerra moderna: Estado policial y alarma permanente

El concepto de guerra moderna conviene perfectamente para describir este punto de inflexión de la política actual que consiste en normalizar la excepcionalidad de una situación de amenaza que, lejos de debilitar el poder establecido, sirve para reforzarlo. En el sentido estricto que teóricos franceses como Trinquier le atribuyen, la guerra moderna es un tipo de guerra que afronta dos enemigos en asimetría de fuerzas, lo que redunda en la utilización de métodos y estrategias no convencionales, prohibidos en el tipo de guerra clásica:

La guerra es ahora un conjunto de acciones de toda naturaleza (política, social, económica, psicológica, armada, etc.) que busca derribar el poder establecido en un país y reemplazarlo por otro régimen. Para lograrlo, el asaltante se esfuerza en explotar las tensiones internas del país atacado, las diferencias [oppositions] políticas, ideológicas, sociales, religiosas, económicas, susceptibles de tener una influencia profunda en la población a conquistar […]. El método más eficaz [para ganar y mantener el apoyo popular] es el terrorismo. En efecto, en la guerra moderna no nos enfrentamos a un ejército organizado que sigue las normas convencionales, sino a débiles elementos armados que actúan clandestinamente al seno de una población manipulada por una organización especial (Trinquier, 1961, pp. 15, 18; cursivas del original).

Tal vez el aspecto más interesante del concepto de “guerra moderna” es que resume en su filosofía y en su praxis todos los mecanismos de control, prevención y eliminación de la amenaza terrorista que las sociedades democráticas modernas vienen aplicando desde finales del siglo XIX. En términos estratégicos, el concepto puede perfectamente ser sustituido por el de guerra irregular, guerra asimétrica o guerra de baja intensidad. Sin embargo, no es el aspecto semántico el que nos interesa en esta reflexión, sino las implicaciones en la dimensión política (las consecuencias en el plano societal y jurídico) que tiene la adopción de esta estrategia de seguridad en los Estados modernos. La primera de estas implicaciones políticas concierne a la criminalización del enemigo y su exclusión del derecho. La determinación del enemigo interior es, como ya hemos visto, una respuesta del derecho frente a un enemigo que no lo reconoce como poder legítimo; pero no se limita solo una decisión de volver al delincuente político un hors-la-loi, sino que va más allá de lo político, al atribuir al enemigo interior y su lucha violenta el predicado de inmoralidad o de inhumanidad. La segunda implicación política de la guerra moderna es que ella no es específicamente declarada contra una unidad política, ni siquiera contra una fuerza armada en particular, sino contra una categoría de amenaza interior indeterminada, contra la ontologización de una ideología (que se expresan bien en generalidades del tipo: guerra al terrorismo, al anarquismo, al comunismo, etc.) contra la cual se declara un estado de alerta permanente.

Tomada como doctrina de seguridad del Estado en muchos países involucrados en la Guerra Fría, la filosofía de la guerra moderna se instaló en el derecho como una excepción frente a la amenaza comunista: “Afrontamos una guerra de múltiples facetas, compleja, turbia indefinida en muchos campos, y por ello más difícil de descifrar y conducir” -decía un general colombiano, decano del análisis estratégico de la nueva forma de guerra contra el comunismo-, que “comienza con un indetectable proceso de infiltración del Estado y del cuerpo social” (Valencia Tovar, 1988, p. 212).

La ineludible analogía biológica del “cuerpo social” ha servido a los teóricos de la guerra moderna para describir su carácter fundamental y defender sus métodos, cuando esta debe ser pensada desde la razón instrumental, cuando sus horrores deben ser justificados o cuando el miedo que la alienta debe ser animado entre la población: la célula infecciosa que se camufla como célula sana para seguir su expansión destructiva del tejido social. La idea siempre presente es la de dibujar un escenario en el que el enemigo se confunde con el amigo, haciendo imposible la distinción básica inherente a la guerra regular (cfr. Schmitt, 1984, pp. 124-136). La naturaleza novedosa de esta guerra conlleva una nueva metafísica del enemigo: la maldad, la cobardía y la perfidia se vuelven la característica principal de la amenaza al sistema de poder. Los hombres que constituyen esta amenaza se ponen, no solamente más allá de todo límite moral, sino, además, más allá del derecho mismo: el terrorista, en la guerra moderna, es un hors-la-loi; un enemigo interior al que sus cualidades y sus intenciones lo han convertido en un otro absoluto (cfr. Schmitt, 1985, p. 184).

La analogía biológica es ahora completa: la función de los defensores del sistema es la de destruir (eliminar físicamente) la célula infecciosa que amenaza la salud del cuerpo entero. ¿Pero cómo distinguir esa célula infecciosa de aquella que es sana? ¿Cómo separar el agente malsano al que la violencia del Estado debe destruir de aquel otro al que el derecho impone la tarea de proteger? Cuando el enemigo puede ser cualquiera disfrazado de ciudadano, las estrategias clásicas utilizadas en la guerra convencional (aplicadas generalmente a un enemigo exterior) dejan de ser eficaces. En consecuencia, la filosofía de la guerra moderna preconiza que el Estado recurra a la estrategia de contrainteligencia o a la búsqueda de información que le permita desenmascarar al enemigo, exponerlo y aislarlo para así poderlo destruir (cfr. Trinquier, 1961, pp. 53-83); y, por tratarse de una tarea de inteligencia y no de confrontación militar, quien se encarga dentro del Estado de ejercerla es la policía, lo que no dejaría de ser una formalidad burocrática si no fuera por el hecho de que, a los ojos del autor de “Para una crítica de la violencia”, la institución policial representa la monstruosa ambigüedad propia de la violencia del derecho europeo:

[...] estas dos formas de la violencia [la fundadora y la conservadora de derecho] se hacen presentes en aún otra institución del Estado, y en una combinación todavía mucho más antinatural que en el caso de la pena de muerte y amalgamadas de forma igualmente monstruosa: esta institución es la policía. Aunque se trata de una violencia para fines de derecho (con derecho a libre disposición), la misma facultad le autoriza a fijarlos (con derecho de mandato), dentro de amplios límites. Lo ignominioso de esta autoridad es que para ella se levanta la distinción [entre violencia que funda y violencia que conserva derecho] (Benjamin, [1921] 2001, pp. 31-32).

Cuando Benjamin se refiere a la policía, ¿de qué está hablando exactamente? Si leemos la respuesta de Honneth (2009) al pesimismo institucional de Benjamin, podemos tener la impresión de que este último se refiere a esos policías de calle que de vez en cuando se exceden en el uso de la fuerza, o las jefaturas de policía de las ciudades que emiten ordenanzas para controlar tal o cual acción de los ciudadanos, o tal vez crea Honneth que lo más parecido en nuestros días a aquello que preocupaba a Benjamin en la institución policial de 1921 sean esos escuadrones antidisturbios que se ven en la prensa actual golpeando ciudadanos en la calles durante cada protesta multitudinaria. Honneth parece creer que el policía que genera la reacción de Benjamin es ese servidor público que, dispuesto constitucionalmente para servir y proteger, termina abusando de su poder. En tal caso, se pregunta Honneth, estos abusos “¿constituyen una característica esencial o solo contingente de la actuación policial en el marco del derecho?” Por supuesto, se trata de una pregunta retórica a la que Honneth ya tiene respuesta, por lo que le reprocha a Benjamin que en su momento hubiera dejado por fuera de su “horizonte de representaciones” la posibilidad de “que precisamente las sociedades democráticas [pudieran] desarrollar con el tiempo recursos civiles para vincular a la policía y los militares” (Honneth, 2009, p. 127).

Pero el problema de Benjamin no es con los policías o los soldados que se extralimitan. Una mínima reflexión sobre la descripción benjaminiana del “derecho” de la policía que encarna la línea difusa entre violencia que funda y violencia que conserva nos permite ver que esta idea inocente del policía de Honneth no puede corresponderse en ningún momento con la que tiene el autor de “Para una crítica de la violencia”. Ese policía de serie de televisión de Honneth no tiene nada de espectral o de monstruoso ni puede ser testimonio del “punto en que el Estado, por impotencia o por los contextos inmanentes de cada orden legal, se siente incapaz de garantizar por medio de ese orden, los propios fines empíricos que persigue a [cualquier] precio” (Benjamin, [1921] 2001, p. 32). Solo la referencia a una policía de Estado, una policía política, un organismo que encarna la razón de Estado, una institución que representa ese tipo de moralidad superior que se atribuye el derecho para la defensa de su espíritu puede asimilarse con la descripción benjaminiana de la institución policial.

El análisis de Benjamin se centra en las implicaciones de una institución con fines de derecho (la seguridad de los ciudadanos, de la nación, la aplicación de los códigos y las leyes, etc.), que puede ella misma fijar y extender dichos fines dentro de “amplios límites” (Benjamin, [1921] 2001, pp. 31-32). Es allí donde su violencia liminar deja de servir a fines de derecho para pasar a garantizar la defensa del derecho mismo. No se trata de una simple fórmula retórica, ya que la amplitud de los límites en los que se fijan los fines de derecho de la policía está determinada por el nivel de gravedad y la naturaleza de la amenaza al orden legal. Así pues, la policía de las democracias modernas vive en un contexto de amenaza interior y adopta, en consecuencia, el mismo principio de defensa de la soberanía y el orden propio de las monarquías y las dictaduras en las que las ramas legislativas y ejecutivas reposan en un solo poder: el principio de temor y desconfianza hacia el ciudadano. Por lo tanto, la marca de una sociedad que vive bajo un régimen policial es la paranoia, y en este sentido, mutatis mutandis, el Estado policial moderno comparte con la tiranía las formas de conservación del poder basadas en el espionaje y el miedo que señaló Aristóteles:

[…] saber los menores movimientos de los ciudadanos, y obligarles en cierta manera a que no salgan de las puertas de la ciudad, para estar siempre al corriente de lo que hacen, y acostumbrarles, mediante esta continua esclavitud, a la bajeza y a la pusilanimidad: tales son los medios puestos en práctica entre los persas y entre los bárbaros, medios tiránicos que tienden todos al mismo fin. Pero he aquí otros: saber todo lo que dicen y todo lo que hacen los súbditos; tener espías, semejantes a las mujeres que en Siracusa se llaman delatoras; enviar, como Hierón, gentes que se enteren de todo en las sociedades y en las reuniones, porque es uno menos franco cuando se teme el espionaje, y si se habla, todo se sabe (Pol., V, 1313b).

Otra cosa es la discusión sobre la legitimidad de dicho estado policial; es decir, sobre el contexto socio-político que justifica y, eventualmente, otorga cierto grado de apoyo ciudadano a las medidas policiales. Por ejemplo, Benjamin escribe “Para una crítica de la violencia” en el momento en que Europa, pasada la Gran Guerra, volvía a enfrentar los fantasmas del anarquismo y del comunismo reavivados por la Revolución rusa de 1917 y la Revolución de Noviembre de 1918 en Alemania. El autor alemán se posiciona a favor del asesinato del tirano, la marca de la violencia anarquista, cuando critica el “dogma de la sacralidad de la vida” de pacifistas como Kurt Hiller y defiende el sentido de existencia justa más allá de la “mera vida biológica” (Benjamin, [1921] 2001, p. 43; cfr. Bock, 2019, p. 373). Su referencia al anarquismo como fuerza destructora del orden queda patentada en su diálogo con las ideas anarcosindicalistas de Sorel ([1906] 2005) y el ejemplo de la huelga general revolucionaria como medio puro: “una subversión que esta forma de huelga [anarquista], más que exigir, en realidad consuma” (Benjamin, [1921] 2001, p. 37; cfr. Martel, 2015).

Por ende, su visión de la institución policial se encuentra profundamente vinculada a la gran cruzada antiterrorista que había hecho de comunistas y anarquistas los más grandes enemigos de las democracias, “unas bestias salvajes sin nacionalidad” que amenazaban el mundo civilizado, en palabras de cierta autoridad de la época (Liang, 1992, p. 160). A finales del siglo XIX, de Chicago a París, de Londres a San Petersburgo, los Estados modernos europeos y los Estados Unidos habían adoptado estrategias agresivas contra la amenaza de los radicales anarquistas; en ese contexto de guerra contra el esquivo enemigo terrorista, las policías “eran todas similares” (Deflem, 2005). La Policía política de la monarquía zarista no era muy diferente de la complotista policía del caso de Haymarket en Chicago (cfr. Parsons, 1914, pp. 34-36). Entre más grande era el miedo de la población frente al anarquismo y al comunismo, más fuerte se hacía el Estado policial y más se masificaban sus técnicas de control y de vigilancia de la población. Desde las conferencias anti-anarquistas de Roma en 1898 y de San Petersburgo en 1904 hasta el más exitoso Congreso Internacional de Policía Criminal de Mónaco en 1914, la idea de un sistema de seguridad internacional contra la amenaza terrorista al orden político había tomado plena forma (Jensen, 1981). El estado de amenaza terrorista y anarquista permanente contra los Estados civilizados occidentales había generado una connivencia entre el orden que se quería defender y una violencia institucionalizada encargada de defenderlo desde la zona gris y anómica que se extiende más allá de sus límites jurídicos. En su tarea de defender el orden del derecho, la policía podía permitirse suspender los derechos ciudadanos para defender al ciudadano y transgredir las leyes para defender la ley:

Su poder carece de forma, así como su presencia es [espectral], inconcebible y generalizada en la vida del Estado civilizado. Las policías son, consideradas aisladamente, todas similares. Sin embargo, no puede dejar de observarse que su espíritu es menos espeluznante cuando representa en la monarquía absoluta a la violencia del [soberano] en el que se conjugan el poder legislativo y ejecutivo. Pero en las democracias, su existencia no goza de esa relación privilegiada, e ilustra, por tanto, la máxima degeneración de la violencia (Benjamin, [1921] 2001, p. 32).

Sin embargo, esa policía espectral de Benjamin no es, por supuesto, la misma de nuestros tiempos. En eso tiene razón Honneth (2009, p. 127): con el tiempo, las democracias desarrollaron “recursos civiles” para vincular el trabajo de la policía de Estado. Dichos recursos fueron el fruto de la especialización de las tareas burocráticas. Las labores de inteligencia se fueron haciendo, por un lado, cada vez más tecnológicas y, por el otro, se fueron multiplicando las razones públicas y las razones de Estado para alentar un clima de total vigilancia. Una constatación que no está exenta de cierta ironía, como lo demostró el escándalo de espionaje masivo mundial por parte del gobierno de los Estados Unidos en el 2013. Escribía Tom Stoppard (2013), en The Guardian, que “el mundo de vigilancia operado por la gente a la que pagamos para protegernos excede el sueño más febril de la Stasi”. Cierto, pero la Stasi era la policía de Estado de una dictadura; la NSA es la policía de Estado de una democracia moderna que, además de espiar a sus propios ciudadanos, se permite espiar los ciudadanos de las naciones amigas. No se pregunta Stoppard por qué la masificación de los medios de inteligencia de la policía de Estado moderna no ha impedido que la democracia funcione paralelamente en aparente normalidad. En Europa y los Estados Unidos había “democracia” antes de las revelaciones de Edward Snowden sobre los masivos sistemas de vigilancia mundial de la NSA y la CIA, y siguió habiendo democracia después, fundamentalmente, porque la zona gris paralela al Estado de derecho no depende del derecho mismo sino del tipo de la amenaza que enfrenta -esto es, la razón de Estado por la cual existe-. Esa es la normalización del estado de excepción que se justifica en la amenaza terrorista permanente, y si dicha amenaza logra ser comunicada de forma eficiente, la dialéctica perpetua entre técnicas policiales y escándalos públicos constituirá una cadena de retroalimentación en la que el derecho saldrá siempre fortalecido.

5. Conclusión: miedo y normalidad en el mundo feliz

Decía Shklar que todo sistema político liberal debería tener como objetivo la eliminación del “miedo sistemático” que impide la libertad del ciudadano, “creado por actos de fuerza arbitrarios, inesperados, innecesarios y sin licencia […]” o, lo que es lo mismo, “la expectativa de [una] crueldad institucionalizada” (1989, p. 29). Sin embargo, en un tipo de sociedad basado en la noción de “seguridad”, los sujetos sociales interiorizan una lógica del poder indiferenciable del miedo o del sentimiento de amenaza. En sus formas hiperbólicas más monstruosas, los mecanismos de control social derivados de la comunicación del miedo pueden conducir a los totalitarismos orwellianos o a democracias distópicas como las de Un mundo feliz, de Huxley ([1932] 2004). En 1984, la distopía de Orwell (1980), el Ministerio del Amor ejerce la vigilancia total y la tortura mediante los ojos y oídos omnipresentes del Gran Hermano, mientras el Ministerio de la Verdad divulga una historia mítica que sirve a los intereses autoritarios del poder. En Un mundo feliz, en cambio, los habitantes han sido condicionados para ser felices mediante la genética, la hipnosis y las drogas; ellos han consentido sus propias cadenas. Huxley advierte que la tecnología y la propaganda del mundo moderno pueden engendrar un tipo nuevo de dictadura, no ya basada en la fuerza, sino en el consentimiento de los gobernados, un tipo de totalitarismo normalizado que conservará su poder:

[…] evitando el lado racional del pensamiento humano y apelando a su subconsciente y a sus emociones más profundas, e incluso a su fisiología, para de esta manera hacerle amar realmente su esclavitud. Creo que este es el riesgo, que, efectivamente, la gente, de muchas maneras pueda ser feliz con este nuevo régimen, pero serían felices en situaciones en las que no deberían serlo (Huxley, en someoddstuff, 2011).

Podríamos sugerir que, en nuestro mundo moderno de amenazas a la seguridad o la salud pública, el ciudadano no ama las cadenas que le sujetan al control social, sino que las necesita. Pero el principio de necesidad es siempre engañoso, pues es solo ante una amenaza subjetivamente determinada que la violencia destinada a enfrentarla puede juzgarse como objetivamente adecuada o necesaria.

En la fenomenología de la guerra moderna, el terrorismo aparece bajo la forma de un enemigo sin rostro que puede encarnarse en cualquier ciudadano. La sociedad que vive bajo el miedo al terrorismo se condena a someterse a la lógica de un temor paranoide: el amigo, el vecino, el maestro, el vendedor, el sindicalista, el estudiante, en fin, cualquier sujeto social puede albergar la verdadera identidad del terrorista. En esta lógica, todo ciudadano es un potencial enemigo del Estado. La consecuencia más evidente del imperio de tal lógica política es que el Estado, encargado en principio de la tarea fundamental de proteger a sus ciudadanos, termina en la práctica defendiéndose de ellos. Una segunda consecuencia, menos evidente, es que cuando se crea todo un sistema de poder basado en el miedo de los ciudadanos, dicho sistema se vuelve dependiente de la amenaza. Ella debe ser constantemente reanimada al interior de los sistemas bajo otra denominación, dotada de nuevas características pero siempre dentro de un grado de indeterminación suficiente que le permita mutar ante cada nueva condición histórica. Si ayer fue el anarquista esa figura espectral que amenazaba el orden, años más tarde, esta sería reemplazada por la figura aún más genérica del “comunista”. Guerrilleros nacionalistas, fueran comunistas o no, vinieron a formar parte también de las categorías identitarias a las que se asimiló el enemigo terrorista durante las guerras anticolonialistas de gran parte del siglo XX. Hoy en día persiste la categoría igualmente indeterminada de “terrorista”, que sirve para defender las más variadas causas: desde las guerras llamadas humanitarias hasta los medios tecnificados para la vigilancia masiva e indiscriminada.

Este tipo de monstruosa mutación se ve también en la evolución de las formas de control social que, en la práctica, terminan constituyéndose en formas de control policial. Desde la adopción del portrait parlé de principios del siglo XX hasta los sistemas biométricos y de reconocimiento facial de nuestros días, grandes cambios, tanto tecnológicos como políticos, han tenido lugar; pero, en lo fundamental, queda intacto el principio de seguridad del Estado basado en la desconfianza y la sospecha de sus ciudadanos, por el cual se crean mecanismos restrictivos de la libertad y la privacidad a pesar del fortalecimiento del derecho internacional, una mayoritaria adhesión de los Estados a los principios de la Carta de Derechos Humanos, etc. La paradoja inevitable de tal escenario surge porque la amenaza de la violencia de conservación del derecho es consentida por el ciudadano solo en contrapartida de la protección que le procura el orden de la comunidad política; sin embargo, cuando el Estado democrático profesa el credo de la seguridad interior de la guerra moderna, el derecho deja de ser un garante constitucional contra la persecución, el espionaje y el terror. Es un atentado contra su propia legitimidad, pues, que el derecho se exponga en su naturaleza primera de violencia y de coerción (cfr. Agamben, 2004, pp. 40-47).

Lo que hace el derecho en las democracias modernas que se defienden de la amenaza del enemigo interior es legitimar la existencia de un espacio gris en torno de su propia legalidad, en el que la violencia que funda derecho y aquella que lo conserva convergen en instituciones como la de la policía política (Benjamin, [1921] 2001, pp. 31-32; cfr. Agamben, 2004, pp. 27 y 43-44). El carácter espectral que Benjamin le adjudica a la institución policial define bien la esfera de secretismo e indefinición que el derecho le garantiza. Inútil entrar a precisar los límites y los métodos que el funcionario de inteligencia deberá desplegar para asegurar el éxito de su misión cuando dicha misión se envuelve en el secretismo y la oscuridad que ha garantizado su histórica impunidad. Los casos recientes de escándalos públicos por la ilegalidad (y una consecuente inmoralidad) de las actividades de los organismos de inteligencia (los de la CIA, revelados por Wikileaks; los de la NSA, revelados por Edward Snowden, y los del DAS en Colombia, por ejemplo) demuestran ampliamente que el problema es la naturaleza jurídica, ambigua y gris de la institución y no una cuestión de los métodos o la reglamentación de los protocolos. La incompatibilidad entre la institución de la policía secreta y la constitución de las naciones liberales es de fondo y no de forma: “Lo que hay que temer es todo acto extralegal, secreto y no autorizado de los agentes públicos o sus delegados. Y para prevenir tal conducta se requiere una constante división y subdivisión del poder político” (Shklar, 1989, p. 30).

Pero incluso en esta postura del liberalismo del miedo de Shklar no queda resuelto el problema de la razón de Estado o el recurso a la excepción que, como decía Schmitt (1985, pp. 23-26), no es un problema jurídico, sino de soberanía. Dicha tensión entre derecho positivo y razón de Estado hace que uno de los errores más comunes en el debate sobre la institución policial sea pretender que la legitimidad de su tarea se resuelve por la modificación legal de sus protocolos. De esta forma, si el espionaje de un ciudadano se hace bajo mandato judicial, entonces se trataría de una acción dentro de las reglas del Estado de derecho. Pero este tipo de razonamientos no puede más que conducirnos a un círculo vicioso. En democracia, para que un juez autorice la violación de la intimidad y la libertad de un ciudadano necesita pruebas de su posible inculpación. Pero en la lucha contra el terrorismo, ¿cómo se obtienen dichas pruebas contra un ciudadano, en principio protegido en su libertad y privacidad? Pues en la violación previa de una o de otra. No existe forma de inscribir dentro del marco positivo del derecho la totalidad de las formas para defenderlo cuando el enemigo se sirve del propio derecho, desde su interior, para destruirlo. Tampoco es evidente que el Estado pueda reconocer en el derecho positivo el carácter ambiguo del ciudadano que es a la vez sospechoso de enemistad y sujeto de protección sin poner en cuestión los principios fundamentales de su democracia. Resume bien la paradoja de un Estado policial que se pretende de derecho este pasaje sobre el secretismo de las acusaciones en Beccaria:

¿Quien puede defenderse de la calumnia cuando ella está armada del secreto, escudo el mas fuerte de la tiranía? ¿Que genero de gobierno es aquel, donde el que manda sospecha en cada súbdito á un enemigo, y se ve obligado por el reposo público á dejar sin reposo los particulares? (Beccaria, 1822, p. 58).

Y, sin embargo, aun el humanista padre del derecho liberal moderno, como lo vimos en el primer punto de esta reflexión, reconoce la potestad del derecho de aplicar el rigor del castigo al caso “excepcional” del enemigo del Estado.

Lo paradójico de todo el debate en torno a la evidencia de un Estado policial masivo que Edward Snowden aportó en su momento es que la idea de una política de seguridad basada en el espionaje se hizo más fuerte, porque logró normalizarse: la amenaza omnipresente del terrorismo hizo que los ciudadanos ya no se preguntaran si debería existir un sistema de espionaje generalizado, sino cómo este debería funcionar. Lejos de debilitarse, el Estado policial se hizo más fuerte; lo hizo bajo la ilusión de limitarse a través de nuevos códigos deontológicos y nuevas leyes de información. La sociedad aceptó nuevas razones legales válidas para ser espiada, escrutada o marcada, pero no por ello desapareció el espacio liminar que protege el derecho de la amenaza interior. Esa es la gran diferencia entre el Estado policial en las dictaduras y en las democracias. En la primera se sabe que la policía de Estado no atiende ni códigos ni reglas para defender el poder, aunque estos hayan emanado del propio poder. En democracia, en cambio, siempre existe la confianza de que un nuevo código, ley o reglamento puede hacer que la inteligencia de Estado actúe dentro del marco legal sin que medien ni estados de excepción ni zonas grises. Y es cierto que los códigos funcionan por un tiempo: sirven para calmar a la opinión pública y mediática, hasta que una nueva realidad se desenmascare y un nuevo código se revele necesario. Los sistemas de inteligencia de las sociedades modernas pueden seguir los mismos principios de conservación del poder que las tiranías, pero en Un mundo feliz de las democracias liberales. La digitalización de la vida cotidiana y el control de los medios masivos de comunicación permiten al Estado policial moderno cumplir el sueño de toda tiranía con respecto a sus súbditos: saber los menores movimientos y todo lo que hacen, así como tener ojos y oídos en todas partes. Todo ello, a diferencia de los tiempos de Aristóteles, irónicamente, con la aquiescencia y docilidad de los propios ciudadanos.

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1En cursivas en la versión francesa original. Todas las traducciones incluidas en este artículo son propias.

2El tipo de axioma benjaminiano que evoca Derrida y que atribuye al derecho un origen en la violencia es contestado firmemente por Hannah Arendt. El objetivo de la pensadora alemana es separar la violencia, que implica coerción mediante instrumentos, del concepto de “poder”, que implica consenso y consentimiento: “El dilema corriente —o bien la ley es absolutamente válida y por eso necesita para su legitimación un legislador inmortal y divino, o bien la ley es una orden que no tiene tras de sí más que el monopolio estatal de la violencia— es una quimera. Todas las leyes son ‘directivas más que imperativas’. Dirigen la comunicación humana como las reglas dirigen el juego” (Arendt, 2005, p. 132). Sin embargo, la analogía del juego, que Arendt toma prestada de Passerin d’Entrèves, resulta apropiada para reinstalar las preguntas en un sentido más próximo a la filosofía de la historia de la violencia en Benjamin: ¿quién decide cuáles son las reglas del juego y bajo qué autoridad se legitima la fuerza que castiga a quien las incumple? ¿Son estas reglas del juego las únicas históricamente posibles?

Recibido: 08 de Abril de 2021; Aprobado: 12 de Junio de 2021

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