1. Introducción: fantasmagoría y capitalismo
En el proyecto inacabado que hoy se conoce como Das Passagen-Werk, compuesto por una serie de ensayos provisionales a los que se suma un ingente volumen de citas salpicadas de notas y apuntes, Walter Benjamin define la Modernidad como “el mundo dominado por sus fantasmagorías” (GS V, p. 77). Ello explica que a lo largo de ese conjunto de materiales, principalmente dedicados a examinar el París del siglo XIX, la condición de “fantasmagoría” se predique no solo de fenómenos distintivos de esta ciudad y período histórico, sino también de aquellos que, a juicio de Benjamin, corresponderían a la Modernidad en cuanto tal en su esencial vinculación con el capitalismo y como época que incluye su propio presente. Sin embargo, en la colección de textos diversos que se aglutinan en ese proyecto inconcluso apenas se ofrecen aclaraciones sobre el sentido que Benjamin concede al concepto de “fantasmagoría” en su múltiple asignación a instancias tan dispares como la idea del progreso, el mercado, la cultura capitalista o la ciudad de París (GS V, pp. 51, 54, 60 y 76). Si tales aclaraciones se habrían brindado o no en la hipotética obra que, al menos según sus deseos, debía resultar de la ulterior y nunca llevada a término elaboración de tales textos es ya una cuestión que, habiendo de quedar sin respuesta, únicamente se deja inscribir en el campo especulativo del debate sobre la presunta forma -más o menos sistemática o limitada a un especial montaje de citas de otros trabajos-1 que habría adoptado lo que ya definitivamente habrá de permanecer como mero proyecto. Pero las diferencias que se aprecian entre los resúmenes redactados en 1935 y 1939 a petición de Max Horkheimer, resaltadas por el propio Benjamin, invitan a pensar que, en la efectiva realización de esa obra inexistente, la noción de “fantasmagoría” habría ostentado una posición decisiva que se desdibuja en la totalidad fragmentaria de momentos que la concretan en su estado actual.
En el resumen de 1935, las apariciones del término “fantasmagoría” son sin duda significativas pero erráticas, de manera que difícilmente cabe intuir a partir de ellas la importancia de este concepto en el proyecto de los pasajes, ni tampoco entender con nitidez el sentido que Benjamin le otorga. Frente a él, la introducción que preside el resumen de 1939 focaliza el propósito de su investigación sobre el siglo XIX en la noción de “fantasmagoría”: Benjamin declara allí su intención de mostrar “cómo las formas de vida nuevas y las nuevas creaciones de base económica y técnica que le debemos al siglo pasado entran en el universo de una fantasmagoría” (GS V, p. 60), circunstancia que hace equivaler con el manifestarse o traslucir de tales formas de vida y creaciones al modo de fantasmagorías. Este segundo resumen fue enviado a Horkheimer junto con una carta en la que Benjamin señala que, en contraste con el de 1935, en esta nueva versión “la confrontación entre apariencia y realidad ha devenido la protagonista en toda regla”, y a continuación alude a “la secuencia de fantasmagorías indicadas en los distintos capítulos” (GS V, p. 1171), que conducen en su trayecto a la gran fantasmagoría de Blanqui sobre el universo con cuya exposición finaliza. Si de la centralidad que se dispensa al concepto de “fantasmagoría” en la introducción de este resumen de 1939 se colige su íntima conexión con la cuestión de la confrontación entre apariencia y realidad -dado su nuevo protagonismo en este escrito-, la carta revela asimismo que cada uno de los capítulos que lo integran formaría parte de un recorrido destinado a describir la diversidad de fantasmagorías que Benjamin aspira a poner de relieve en la sociedad moderna a través de una ordenación de estas cuyo criterio no se explicita.
Las escasas aunque relevantes claves que Benjamin proporciona sobre el significado de la noción de “fantasmagoría”, unidas al modo en que es empleada en los materiales de lo que tiende a llamar el Trabajo de los pasajes (Passagenarbeit), permiten plantear -tal y como hemos defendido en otro lugar-2 que su utilización de este término supone una reformulación del concepto de “ideología” que se desprende del análisis del fetichismo de la mercancía efectuado por Marx en El capital. Como es sabido, el carácter fetichista que Marx atribuye a la mercancía responde a que su valor, emergente del tiempo de trabajo socialmente necesario cristalizado u objetivado en cada una de ellas, no comparece ni puede comparecer más que bajo la forma de su valor de cambio y del precio en dinero en el que este se traduce. Esta expresión del valor a través del valor de cambio, que Marx juzga de “necesaria y obligada” (MEW 23, p. 53) en virtud de la naturaleza inmaterial y abstracta del tiempo de trabajo que lo origina, no solo oculta el valor como tal en su proveniencia de dicho trabajo, sino que también hace surgir una singular apariencia que se impone sobre los sujetos de la sociedad capitalista, a saber: que el valor o precio de cada mercancía brota de sus respectivas propiedades físicas o materiales (cfr. MEW 23, p. 86). Una de las consecuencias de esta apariencia por la que el valor, paradójicamente, se encubre en aquello mismo que lo hace patente radica en que, en el momento en que abandonan la esfera de la producción y se incorporan a la del mercado, las mercancías semejan adquirir una vida autónoma al margen de las decisiones de sus productores: esta regiría tanto sus precios como las fluctuaciones a las que estos se ven sometidos sin que sus productores sean capaces de anticipar o discernir qué prescribe en cada caso las proporciones de su intercambio (cfr. MEW 23, p. 89).
En esta apariencia estructuralmente inherente a la forma mercancía, y que esta proyecta ante las conciencias de los individuos de aquella sociedad en la que todas las cosas se han convertido en mercancías o se evidencian susceptibles de tal transformación, se hallaría el sustrato del denso entramado de apariencias o proyecciones de carácter ideal que, a partir del entero desarrollo de El capital, cabe identificar con la ideología de la sociedad moderna, burguesa o capitalista: tal ideología se cifra en el conjunto de ideas, representaciones o formas mentales bajo las que los diferentes elementos que vertebran esta sociedad se descubren o presentan ante sus individuos y cuya totalidad articulada refleja el modo en que este colectivo social se comprende y concibe a sí mismo. Según la perspectiva de Marx, este sistema o tejido representacional, que emana del régimen productivo de la sociedad moderna como régimen productor de mercancías, posee en su seno un carácter objetivo o verdadero (cfr. MEW 23, p. 90), ya que constituye el modo en que dicha sociedad aparece o cobra frente a sus miembros una determinada apariencia en el sentido más neutro del término “aparecer”. No obstante, ese aparecer habrá de calificarse a la par de falso, mistificador o engañoso (cfr. MEW 23, p. 562) por tratarse de una proyección que oculta o da a ver de manera desfigurada las leyes y dinámicas internas que gobiernan su régimen productivo, así como la manera en que tales leyes arbitran las relaciones sociales que lo sostienen.3
Los resúmenes y materiales que conforman Das Passagen-Werk atestiguan que Benjamin asume tanto el análisis marxiano del fetichismo de la mercancía como su condición de fundamento del universo de representaciones o formas mentales que pueblan las conciencias de los sujetos de la sociedad moderna. Pero del mismo modo que sus observaciones sobre el fetichismo de la mercancía enfatizan aspectos de este fenómeno no abordados por Marx, ante todo relacionados con los que incitan a la compra y consumo de mercancías, también la reelaboración del concepto de “ideología” que se destila del uso de Benjamin del término “fantasmagoría” implica una prolongación o extensión de dicho concepto a facetas y dimensiones de la sociedad capitalista que no son tematizadas por Marx en el marco de la cuestión de la ideología, aun cuando tampoco entran en contradicción con su visión de esta.
Al igual que en la concepción marxiana de la ideología, la noción de “fantasmagoría” engloba las ideas que los individuos de la sociedad moderna manejan para interpretarse a sí mismos como miembros de esta sociedad. Sin embargo, lo específico de la aplicación de Benjamin de este concepto reside en su traslación del sentido marxiano de la ideología al terreno de lo sensible en dos vertientes diferenciadas pero indisolublemente ligadas entre sí, y que se amalgaman asimismo con el plano de las ideas. Por un lado, sus textos inciden en el hecho de que el entramado representacional que suscita el modo de producción capitalista trasciende la esfera de lo puramente mental o intelectual al encarnarse en la materialidad física de las construcciones arquitectónicas, del trazado urbanístico o de las creaciones artísticas de la sociedad moderna, cuyo nacimiento se imbrica con el de las innovaciones técnicas impulsadas por el despliegue del capitalismo. Por otra parte, Benjamin confiere el estatuto de fantasmagorías a las experiencias perceptivas y vitales de los sujetos cuya cotidianidad transcurre en la continua interacción con esos productos y creaciones materiales. Si en tales experiencias participa invariablemente una dimensión sensible, estas quedan al mismo tiempo mediadas y orientadas por ideas que a su vez se nutren de ellas. Ideas, manifestaciones culturales en su plasmación corpóreo-material y el complejo ámbito de la experiencia se entrelazan entonces en el concepto de “fantasmagoría”, pero de tal manera que cada uno de estos factores se encuentra en una relación de recíproca determinación con el resto. Pues únicamente su globalidad indisociable forja el sistema de apariencias -tanto en su carácter representacional como sensible- que el régimen productivo de la sociedad moderna proyecta ante sus individuos sobre la base del fetichismo de la mercancía.
A todo ello se ha de añadir una última peculiaridad que se detecta en el contenido semántico del concepto de “fantasmagoría”, consistente en lo que, de acuerdo con la terminología del Trabajo de los pasajes, puede denominarse su componente “onírico” (GS V, p. 59) o “mítico” (GS V, p. 134): para Benjamin, ese entramado de ideas, construcciones físicas y experiencias queda penetrado de lado a lado por los sueños que la sociedad capitalista alberga sobre su propio porvenir, por sus expectativas de futuro, por sus deseos y fantasías con respecto a lo que este habrá de depararle, como momentos igualmente constitutivos de la imagen en la que dicha sociedad quiere verse retratada. En función de la dependencia que, en línea con Marx, Benjamin establece entre el fetichismo de la mercancía y la presencia social del orden de lo fantasmagórico, el ingrediente onírico intrínseco a este se registra en toda sociedad capitalista en cualquiera de sus épocas históricas. Pero su interés por el París del siglo XIX obedecerá tanto a la especial visibilidad de este componente onírico en esa etapa inicial del capitalismo como a los rasgos que en ese concreto lugar y período le son característicos: en el contexto de la ciudad que se había erigido en la capital del lujo, el consumo y la cultura, los sueños, expectativas y fantasías de sus habitantes se revelarán cargados de un llamativo optimismo, inducido por las promesas de riqueza y bienestar que el nuevo modo de producción y sus continuos avances técnicos auguraban para todos sus individuos.4
En definitiva, lo que Benjamin presenta en el Trabajo de los pasajes como las fantasmagorías de la sociedad moderna, perfiladas a través de su investigación sobre el París decimonónico, remite al conjunto de elementos que estructuran la imagen que esta sociedad genera sobre sí misma y que configuran la expresión ideal e idealizada de sus formas productivas (cfr. GS V, pp. 495-496). En coherencia con la comprensión marxiana de la ideología, Benjamin insistirá tanto sobre el carácter estructural de esa imagen como sobre su naturaleza enmascaradora y alienante: esta no solo alejaría a los miembros de dicha sociedad de la realidad de explotación, pobreza y dominación que el modo de producción capitalista comporta para la gran mayoría de ellos, sino que, precisamente por causa de este alejamiento, esa imagen contribuye a fomentar la consolidación y perfeccionamiento de este régimen productivo, con el consiguiente incremento de la doble esclavización del ser humano al trabajo y al consumo y la creciente mercantilización de todas las cosas que tal perfeccionamiento entraña. Desde estas premisas, Benjamin hará converger la tarea del historiador materialista con la de alentar un “despertar” (Erwachen) de ese estado onírico y adormecido en el que, de manera hasta cierto punto análoga a la sociedad del siglo XIX, estaría sumido el mundo capitalista de su presente histórico (cfr. GS V, p. 580).5 Pero la particularidad de su posición frente a esta problemática estriba en que Benjamin advierte, en ese componente onírico y mistificador que involucra lo fantasmagórico, una dimensión utópica en la que localiza el germen de la potencial superación del estado de ensoñación narcótica que acompaña al capitalismo (cfr. GS V, pp. 46-47). Por este motivo, su investigación sobre el París del siglo XIX se encaminará a aprehender y rescatar el poso de utopía que encierran las fantasmagorías de este período con el objetivo de hacerlo valer para la iluminación e interpretación crítica de su propia actualidad.
De todos los fenómenos a los que Benjamin adjudica la condición de fantasmagorías, este trabajo se centrará en dos de ellos, mencionados -entre otros lugares- en el sexto apartado del resumen de 1935, que lleva por título “Haussmann o las barricadas”. A tenor de lo expuesto en él sobre las reformas urbanísticas de la ciudad de París diseñadas por Haussmann durante la época del Segundo Imperio, Benjamin afirma: “Las fantasmagorías del espacio, a las que se entrega el flâneur, se corresponden con las fantasmagorías del tiempo, de las que depende el jugador” (GS V, p. 57). Partiendo de esta afirmación, en este ensayo se procederá a dilucidar en qué se concretarían esas fantasmagorías del espacio y del tiempo que Benjamin subraya en su visión de la sociedad parisina del siglo XIX en su respectiva vinculación con las figuras del flâneur y el jugador. Finalmente, se aventurará una hipótesis -dada la práctica ausencia de anotaciones sobre este tema en los materiales del proyecto de los pasajes- sobre el modo en que tendría lugar la correspondencia allí apuntada entre ambas fantasmagorías. Pero en lo que concierne a esta cuestión se ha de tener en cuenta que Benjamin escoge al flâneur y al jugador como prototipos en cuyas formas de vida se hacen notar, de manera especialmente palmaria, fantasmagorías pertenecientes a la experiencia de la generalidad de los individuos de la sociedad del siglo XIX como experiencia que surge de los cambios productivos, sociales y culturales propiciados por el capitalismo. Por otra parte, el análisis de estas dos modalidades de lo fantasmagórico demandará de la puesta en juego de buena parte de los aspectos de la sociedad moderna estudiados por Benjamin al hilo de su indagación sobre la decimonónica ciudad de París. Con ello habrá de mostrarse que lo designado en la introducción del resumen de 1939 como el “universo” de las fantasmagorías representa, en efecto, una suerte de constelación en la que cada uno de los momentos que la dibujan no alcanza plena inteligibilidad sin atender a su conexión con aquellos otros junto a los cuales forma una figura con sentido.
2. Las fantasmagorías del espacio: el cruce entre lo exterior y lo interior
La remodelación urbanística de la ciudad de París encargada en 1852 por Napoléon III a Georges-Eugène Haussmann habría estado esencialmente motivada, según Benjamin recoge en el Trabajo de los pasajes, por razones de índole económica y política enderezadas a asegurar la posición de dominio lograda por la burguesía tras la Revolución de 1789. De entrada, la apertura de grandes vías públicas favoreció tanto la instalación de nuevos comercios -en su mayoría, de lujo-, al mejorar su accesibilidad, como el tráfico rodado, que agiliza el transporte y circulación de las mercancías. Puesto que a raíz de este plan de remodelación las clases trabajadoras se vieron masivamente expropiadas de sus viviendas y desplazadas a barrios y municipios periféricos, tales expropiaciones incentivaron los movimientos especulativos en la bolsa, así como el poder de lo que Marx llamara la “aristocracia financiera” en referencia a los grandes banqueros y a los especuladores en valores del Estado, aliados del bonapartismo por su rentable aprovechamiento del crédito público (cfr. MEW 8, pp. 182-183). En lo relativo al orden político, tras las transformaciones urbanísticas de Haussmann latía la voluntad de controlar las eventuales revueltas del proletariado al impedir el levantamiento de barricadas como las que habían proliferado en la ciudad de París en 1830 (cfr. GS V, p. 180) y 1848 (cfr. GS V, p. 857). Este móvil estratégico delataba la actitud claramente defensiva de la clase burguesa, sabedora de que sus instrumentos de dominación no la protegían por completo de las amenazas que pendían sobre su poder y que se materializaron, aunque solo durante un breve período de tiempo y de forma fallida, en los acontecimientos que desembocaron en la formación de la Comuna de París (cfr. GS V, pp. 56-59 y 61).
Que en el resumen de 1935 se traigan a colación las fantasmagorías del espacio a propósito de la reflexión sobre las alteraciones que sufrió la ciudad de París con la puesta en práctica de los diseños de Haussmann indica que Benjamin ubica en ellas el origen de una fantasmagoría de carácter espacial proveniente de lo que valora como “la tendencia, observada una y otra vez en el siglo XIX, a ennoblecer las necesidades técnicas mediante una planificación artística” (GS V, p. 56). Como se aclara en el resumen de 1939, esta acotación alude a que las largas avenidas construidas con la remodelación urbanística pretendían abrir a la vista del caminante amplias perspectivas que dirigieran su mirada hacia algún símbolo civilizatorio, como una iglesia, una estación o una estatua (cfr. GS V, pp. 73-74 y 158). Con esta nueva disposición de las vías públicas y las posibilidades visuales que brindaba, se aspiraba a provocar en los parisinos una experiencia estética del espacio urbano que les inclinara a identificarlo con el epicentro de la cultura y el progreso europeos.6 Pero la imagen embellecida de la ciudad de París promovida por esta “planificación artística” no podía sino revestir con un rostro encubridor las “necesidades técnicas” que animaron su remodelación, de naturaleza económica y político-militar, y su impacto negativo para las clases trabajadoras.
Sin embargo, Benjamin destaca a su vez que esta misma reforma urbanística comienza a engendrar en los parisinos una sensación de extrañeza, de no sentirse en ella como en casa, que atribuye a su incipiente toma de conciencia “del carácter inhumano de la gran ciudad” (GS V, p. 57). Este sentimiento de desarraigo se ilustra para Benjamin de manera ejemplar en la figura del flâneur: este no se siente en casa ni en la gran ciudad ni en la clase burguesa porque se trata de un personaje que se halla “aún en el umbral” (GS V, p. 54) entre una y otra. El sentido de esta formulación descansa sobre la distinción que, en los materiales del proyecto de los pasajes, se traza entre los conceptos de “límite” y “umbral” a fin de resaltar que, a diferencia del primero, la noción de “umbral” denota una zona o espacio de cambio y transición (cfr. GS V, p. 618). De igual forma que los productos del arte estarían en el siglo XIX en una fase de transición hacia su definitiva conversión en mercancías y, por ello, escribe Benjamin, “vacilan aún en el umbral” (GS V, p. 59) que los conduce hacia esa transfiguración , también la figura del flâneur se inscribe en un período en el que los efectos del capitalismo, todavía no afianzado en su despliegue, lo han emplazado en una situación de indefinición con respecto a su función social y económica (cfr. GS I a, 561).7 Pese a su ascendencia burguesa, el flâneur carece de las propiedades materiales requeridas para ostentar en el sistema productivo la posición que por su clase le compete. Pero su relativa holgura económica le eximirá -al menos en un primer momento- de incorporarse a él como trabajador asalariado. En consecuencia, el flâneur encarna a un individuo que, hasta cierto punto, vive al margen de dicho sistema y que ocupa sus días como paseante ocioso e incansable mirón de las mercancías exhibidas en los comercios y de la multitud que bulle en las calles de la metrópoli.
El Trabajo de los pasajes abunda en consideraciones acerca de que la experiencia del flâneur se ve atravesada por una serie de espejismos asociados tanto a esa coyuntural indefinición como, principalmente, a la percepción de la ciudad que brota de su continuado caminar por sus espacios. Benjamin repara en su frecuente imbricación con la esfera de la intelectualidad para señalar que si bien el flâneur cree dirigirse al mercado con el fin de observarlo, en realidad le guía -sin tener verdadera conciencia de ello- el mismo objetivo que al proletario a la caza de empleo: ofrecerse a sí mismo como mercancía “para encontrar comprador” (GS V, p. 24), entregando sus productos artísticos o literarios al juicio del mercado. Por otro lado, si su sentimiento de desarraigo le lleva a buscar asilo en esa multitud con cuya visión se distrae, esta actúa frente a su mirada como una suerte de velo “a través del cual la ciudad familiar para el flâneur se convierte en fantasmagoría” (GS V, pp. 69-70). Esta fantasmagoría consiste en que la ciudad se le hace patente bajo la doble apariencia de un paisaje o escenario natural lleno de vida que, al mismo tiempo, lo envuelve como una habitación, dividiéndose frente a él -añade Benjamin- en sus polos dialécticos (cfr. GS V, pp. 54 y 525). Pero la imagen fantasmagórica que, gracias a la multitud, se proyecta ante sus ojos emerge propiamente de la planificación urbana, proclive a la creación de espacios en los que lo exterior y lo interior, la vía pública y la vivienda, se entrecruzan y confunden al desdibujarse los umbrales entre ambas. La vivencia que se deriva del callejeo del flâneur como figura que reside en el umbral es así, paradójicamente, la de una ciudad que lo circunda como un paisaje desprovisto de umbrales y que, simultáneamente, se le descubre como una vivienda cuyas estancias, compuestas por sus barrios, tampoco están separadas por los umbrales que las delimitan en el interior de las casas (cfr. GS V, p. 531).8
Este entrecruzamiento o hibridación de espacios que se aprecia en la construcción de grandes invernaderos en los que un paisaje artificiosamente natural sirve de marco para eventos sociales (cfr. GS V, p. 532), o también en la decoración de los cafés, cuyos múltiples espejos introducen en su interior las imágenes de la calle (cfr. GS V, p. 666), responde, para Benjamin, a “una profunda tendencia humana a la ensoñación” (GS V, pp. 532-533). Pues, junto con las repercusiones visuales de la remodelación urbanística de París, esta interpenetración entre lo exterior y lo interior que, de diferentes maneras, se imprime en sus espacios les confiere igualmente un carácter fantasmagórico: según Benjamin, estos escenarios híbridos infunden en sus habitantes sueños y fantasías que no dejarán de alienarlos de una realidad urbana enfocada a acelerar la circulación de mercancías y estimular su consumo, ocultando además los instrumentos de explotación y dominio que sustentan su producción. Por ello, Benjamin situará en los pasajes que dan título a su proyecto el enclave primordial del entrecruzamiento de exterior e interior y, por ende, del tipo de ensoñación enajenada que impregna las conciencias de los ciudadanos del París del siglo XIX.
En estos “templos del capital mercantil” (GS V, p. 86), en los que la exterioridad de la calle se traslada a un espacio interior habitado por el colectivo a modo de vivienda común, se refugia el flâneur huyendo del estruendo y los peligros del tráfico de carruajes (cfr. GS, p. 85). Con un ritmo tan lento que en algunos períodos llegaría a asemejarse al de una tortuga (cfr. GS V, p. 532) por oposición al cada vez más vertiginoso de la producción, haciendo gala de una ociosidad que Benjamin interpreta como un gesto de rechazo a la división del trabajo (cfr. GS V, p. 538), el flâneur se demora y deleita en los pasajes entre las mercancías de lujo y los paseantes que los recorren. A su pasiva actividad se asigna el goce de la ebriedad, fruto de la forma en que el flâneur “sacia su sed por lo nuevo” (GS V, p. 436): si el escrutinio de la multitud colorida y siempre cambiante deviene una experiencia embriagadora por la sensación de constante novedad que le proporciona, esa misma ebriedad habrá de embargarle con la contemplación de las mercancías, dotadas de un poder de atracción que emana tanto de su periódica renovación como de su artística instalación en los escaparates de las tiendas de los pasajes.
Pero, de acuerdo con lo planteado, de los materiales recopilados por Benjamin se desprende que los pasajes, en cuya decoración también “el arte entra al servicio del comerciante” (GS V, p. 45), constituyen un escenario que incita a la ebriedad soñadora del flâneur fundamentalmente por las características que en ellos cobra el espacio: la ambigüedad que se acusa en su doble condición de calle y casa, la profusión de espejos que amplían ilusoriamente sus dimensiones, dificultando la orientación del paseante, o la atmósfera onírica que se destila de su iluminación a gas crean en sus paseantes la ilusión de transitar por una especie de palacio de cuento de hadas (cfr. GS V, p. 672), por una ciudad autónoma o por un mundo en miniatura (cfr. GS V, pp. 62 y 83) de los que ha sido borrado todo indicio de la miseria y la opresión que implican los procesos productivos subyacentes a la fabricación de los variopintos elementos que conforman su arquitectónica y finalidad mercantil.9 En este sentido, Benjamin localiza en los pasajes a los precursores de los grandes almacenes: así como la ciudad, a través de la multitud, comparece ante la mirada del flâneur como paisaje y habitación, el diseño y la decoración del gran almacén reproducirán deliberadamente esta fantasmagoría del espacio con la intención de utilizar su caminar ocioso para la venta de mercancías (cfr. GS V, pp. 54 y 90).
No obstante, las fantasmagorías que afloran del entrecruzamiento de exterior e interior conviven dialécticamente con lo que Benjamin denomina las fantasmagorías del interior, que afectan a la clase burguesa y que suponen la estricta separación entre el espacio público y el interior de sus viviendas. Frente al trabajador pobre, que -según un texto de Marx citado en el Trabajo de los pasajes (cfr. GS V, p. 295)- carece de hogar porque siente su vivienda como un lugar hostil del que será expulsado tan pronto no pague el alquiler, el burgués o pequeño-burgués hará del interior de su casa un “espacio de vida” (GS V, p. 52) netamente diferenciado de su lugar de trabajo, como si solo en ese espacio interior y privado, ajeno al ámbito público, ocurriera la vida que verdaderamente merece tal nombre. De él pretende que se configure en un universo cerrado que lo mantenga al margen del medio social, progresivamente colonizado por las relaciones mercantiles. Por este motivo, en el interior se constata un nuevo terreno de lo ilusorio y onírico que aliena al particular cuyas condiciones socioeconómicas le permiten procurarse tal enajenación (cfr. GS V, p. 52). Y puesto que en su decoración se recurre asimismo a las obras de arte, el coleccionista se consagra para Benjamin como su perfecto morador y la víctima más palpable de las fantasmagorías del interior: su empeño por eliminar de las cosas su carácter mercantil, rescatándolas con su compra y exposición en vitrinas tanto de la esfera de la circulación como de propósitos utilitarios, reposa contradictoriamente sobre una lógica de anulación de su valor de uso pareja a la que rige en el modo de producción capitalista frente al valor de cambio (cfr. GS V, p. 53). Por lo demás, en tales fantasmagorías participa la transmutación del interior en una suerte de funda o estuche del individuo que lo habita que, amoldándose a su singularidad y tomando su forma, está destinado a reflejarla (cfr. GS V, p. 53): en los tejidos elegidos para su adorno, en los objetos que se alojan en él, se pone de relieve la obsesión burguesa por estampar en ese espacio privado las huellas de la propia existencia, a modo de compensación de su imposible presencia en un entorno urbano sometido al cambio constante y cuyas dimensiones en aumento imponen el anonimato de sus viandantes.
Pero en el resumen de 1939 Benjamin también relaciona el deambular del flâneur por la ciudad y sus pasajes con una “fantasmagoría angustiosa” (GS V, p. 71) estrechamente ligada a las fantasmagorías del espacio que intervienen en su experiencia. Aun cuando el flâneur, en su doble condición de explorador del mercado y de la multitud, persigue ante todo el entretenimiento que le brinda la novedad, al examinar a los individuos que integran esa multitud cede a una concreta quimera: la de presumir de que es capaz de conocerlos y clasificarlos a partir de su aspecto externo bajo la premisa de que este trasluciría rasgos distintivos de su carácter. Atendiendo al poema de Baudelaire Les sept vieillards, en el que se multiplican las apariciones de un mismo anciano, Benjamin anota que esta ilusión acaba por tornarse en pesadilla en el momento en que los rasgos singulares de un determinado individuo se desvelan al flâneur como el conjunto de trazos definitorios de la fisonomía de un cierto tipo o clase de individuos. Así, el sujeto escrutado pierde ante sus ojos su idiosincrasia para mostrarse como mero ejemplar de una clase. Esta peculiar forma de manifestación del individuo, que se inserta en el orden de lo fantasmagórico por encubrir su naturaleza en última instancia irreductible, daría noticia de la angustia que asalta al habitante de la gran ciudad ante la perspectiva de que sus esfuerzos por ser reconocido en su personal singularidad no le libren de aparecer ante sus semejantes, e incluso ante sí mismo, más que como simple ejemplar de un tipo, en esencia idéntico a otros ejemplares e intercambiable por ellos. Si en el trasfondo de esta angustia se adivina la soledad del sujeto en la gran urbe, agudizada por su circular en medio de lo que, lejos de formar un colectivo, representa tan solo una masa de individuos en la que cada cual permanece aislado del resto en la empresa de satisfacer sus intereses privados (cfr. GS I a, p. 565), Benjamin apunta que este sentimiento nacería de la “fantasmagoría del ‘siempre lo mismo [toujours le même]’”(GS V, p. 71), que para el flâneur se traduce en el espejismo de la identidad indiferenciada de los individuos que componen la multitud.
Que en la búsqueda de la novedad irrumpa esta fantasmagoría que en principio se le opone se debe a que, en el marco del Trabajo de los pasajes, lo nuevo y lo siempre-igual habrán de determinarse como los dos polos dialécticos de una misma fantasmagoría, específica de la Modernidad, cuyo sentido unitario cabría condensar en la fórmula de “lo-siempre-de-nuevo-igual”. Como se analizará en el siguiente apartado, con esta fantasmagoría confluyen las fantasmagorías del tiempo que Benjamin adscribe a la figura del jugador.
3. Las fantasmagorías del tiempo: lo nuevo y lo siempre-otra-vez-igual
La alusión del resumen de 1935 a las fantasmagorías del tiempo, “de las que depende el jugador”, entronca con la correlación que Benjamin establece entre los procesos especulativos fomentados por la remodelación urbanística del París del Segundo Imperio, que habrían avivado el juego de la bolsa, y la disminución de la relevancia social de los juegos de azar, procedentes de la sociedad feudal. Pero tal disminución no trajo consigo la desaparición del personaje del jugador, cuya ocupación se engarza más bien con la de la especulación financiera. En este contexto, la afirmación de Benjamin de que “el juego transforma el tiempo en una droga” (GS V, p. 57), sin especificar a qué clase de juego corresponde esta transformación, invita a pensar que esta se produce tanto para el jugador de bolsa como para el que visita los casinos y garitos de juego. Esta hipótesis se confirma con la mención de la explicación del juego de Paul Lafargue, que lo presenta “como un símil a pequeña escala de los misterios de la situación bursátil” (GS V, p. 57), explicación tras la cual se remite al incremento de los riesgos financieros que habría supuesto la haussmanización de París.
Una cita de este mismo autor que figura entre los materiales del proyecto de los pasajes (cfr. GS V, p. 621) indica que el nexo trazado por Benjamin entre el juego de la bolsa y el juego de azar reposa sobre el carácter fetichista de la mercancía. Ya se comentó que, según el enfoque marxiano, la necesaria ocultación del valor de las mercancías a través de su expresión en el valor de cambio da lugar a la apariencia de que sus precios y las oscilaciones que estos experimentan se rigen por factores que escapan a la voluntad de sus productores. Pero esta apariencia se agudiza al trasladarse al campo de los valores bursátiles, en el que el desconocimiento de las causas de las fluctuaciones del precio de los valores y sus dividendos induce al capitalista a responsabilizar de ellas al azar. De este modo, el fetichismo de la mercancía predispone al especulador en bolsa, dice Lafargue, a “adquirir el temple del jugador” (GS V, p. 621) que, mediante fórmulas mágicas, trata de conjurar el capricho del destino a fin de hacerlo virar a su favor. Con ello, las fuerzas insondables que desde tiempos inmemoriales habrían decidido la suerte del jugador se alinean en el seno de la sociedad capitalista con los poderes no menos enigmáticos que, en virtud de la forma mercancía y su fetichismo, dominan los éxitos y fracasos de quienes operan en el mercado, haciendo que su actitud hacia los resultados de sus acciones coincida con la del jugador.
Esta actitud propia del jugador se incardina en la esfera de las modificaciones que el capitalismo provoca en la percepción del transcurrir vital de los individuos, cuyos efectos se plasman en lo que Benjamin describe en términos de una pérdida de la experiencia (Erfahrung) y en su progresiva sustitución por la vivencia (Erlebnis) (cfr. GS V, pp. 962 y ss.). Si la incorporación de maquinaria industrial acelera en el siglo XIX el ritmo de la producción, augurando la aceleración del ritmo de vida que habría de suceder al compás de ella en las décadas siguientes, Benjamin destaca que el sometimiento del trabajador a la producción mecanizada comporta un vaciamiento de su tiempo de trabajo de todo contenido que aniquila la posibilidad de que este le dispense no solo alguna satisfacción por la tarea realizada, sino también la forma de saber que cristaliza con la práctica y su memoria y que se identifica con la experiencia (cfr. GS I c, pp. 631-632; GS V, pp. 299-30). En su sujeción a los movimientos pautados por la máquina, repetidos una y otra vez a lo largo de su jornada laboral, el obrero queda entregado a un tiempo mental y vitalmente vacío en el que la reiteración automatizada de las contadas acciones que le exige la máquina, realizadas como una conducta refleja, priva a cada acción de toda conexión significativa con las acciones que la preceden y las que le siguen, siempre idénticas a esta (cfr. GS I c, pp. 632-633). Todas ellas se ven entonces emplazadas en una especie de eterno presente que a nada conduce más allá de sí mismo y despojado de toda culminación o término en el producto. Por esta desintegración de su condición procesual, se desvanece del trabajo el hilo de una secuencia de acciones diversas, temporalmente ordenadas entre un inicio y un final, cuya trabazón interna vertebra la experiencia y su carácter narrativo.10
No otra cosa que el tedio o el más profundo aburrimiento -al margen del embrutecimiento y la huida del trabajo “como de la peste” que ya Marx denunciara (MEW 40, p. 514)- puede seguirse de esta esclavización del trabajador a los dictados de la máquina. Pero Benjamin hará extensivo este estado de ánimo al conjunto de la sociedad del siglo XIX -por razones que se expondrán más adelante- al señalar que el impacto del trabajo industrial sobre la percepción del tiempo de los asalariados reverbera en todas sus capas sociales (cfr. GS V, pp. 162 y 165). En este sentido, así como el flâneur rehúye el aburrimiento por medio de la observación de la multitud y la novedad de las mercancías (cfr. GS V, p. 168), el jugador lo combatirá intentando apresurar el paso de ese tiempo, que también percibe como vacío, por medio de las emociones intensas que obtiene al desafiar al destino en cada partida. De ahí que la relación que el jugador mantiene con el tiempo consista para Benjamin en la pretensión de expulsarlo, de desembarazarse de él (cfr. GS V, p. 164), agilizando su discurrir a través de la sensación de ebriedad que alcanza con el juego: de manera análoga al flâneur que mira a la multitud, el jugador encontrará en el juego una suerte de narcótico embriagador (cfr. GS V, pp. 638-639) en el que el placer de la excitación, suscitada por la expectativa de un golpe de suerte que le depare la abundancia de riquezas que promete la sociedad capitalista, se entremezcla con el miedo del riesgo que conlleva abandonarse a los designios del azar.
En su conducta, Benjamin detecta un paralelismo con la del obrero fabril. Pues, a su juicio, en cada tirada de cartas, en cada elección de un número en la ruleta, el jugador reproduce el acto reflejo del trabajador gobernado por la máquina, como si también sus gestos estuvieran impulsados por la inmediatez de la pura reacción (cfr. GS V, p. 639). Sus acciones carecen igualmente de todo vínculo con sus precedentes y subsiguientes, ya que sobre cada lance de juego, tomado aisladamente, proyecta la potencialidad de propiciar la esperada bendición de la fortuna (cfr. GS I c, p. 633). En función de estos aspectos, Benjamin estima que en el comportamiento del jugador acaece un empezar-siempre-otra-vez-de-nuevo afín a la falta de consumación en el producto inherente al trabajo mecanizado del asalariado (cfr. GS I c, p. 636). Pero mientras que el obrero está sometido a un destino que no ha elegido y que desearía eludir, el jugador escoge voluntaria y apasionadamente plegarse a él con el simple propósito de dilapidar el tiempo vacío que le hastía. Esta diferencia justifica que el trabajo de los pasajes acuda al jugador como figura en la que se hace patente -puesto que “el juego deja sin vigencia los órdenes de la experiencia” (GS I c, p. 635)- cómo la imposibilidad de la experiencia en la forma de vida moderna a raíz de sus condiciones productivas desemboca en su reemplazo por la vivencia. Con este concepto, Benjamin apela al acontecimiento excitante, desgajado de la sucesión y continuidad de lo cotidiano e intensamente vivido en su carácter puntual. Por medio de la vivencia, lograda con distracciones y entretenimientos variopintos, el hombre moderno se afana por alienarse de una existencia en la que difícilmente cabe hallar el sentido que para Benjamin encierra la experiencia, dada la virtualidad de esta para dotar de contenido a la conciencia de la propia vida a través del aprendizaje, de la continuidad forjada en la persecución de las metas elegidas y del recuerdo en el que uno y otra se apoyan. Por esta razón subraya, en relación con la actividad del jugador, que “la apuesta es un modo de dar un carácter de shock a los acontecimientos” (GS V, p. 640): el reto de la apuesta haría de ellos una fuente inmediata de sensaciones cuya intensidad sacude al sujeto con la energía de una descarga eléctrica, arrancándolo momentáneamente del tiempo enlentecido del tedio.11
En lo que atañe a ese carácter de shock típico de la vivencia que estremece al jugador con el comenzar siempre renovado de cada lance del juego, pero también al flâneur ante la novedad de las mercancías y la multitud cambiante que contempla, Benjamin defiende que tanto esa novedad como el shock que ocasiona en los sujetos no significan más que la reiteración de otras novedades y vivencias similares en las que el acaecer de lo “nuevo” termina por mostrarse como lo “siempre-otra vez-igual”. En esta idea por la que “lo nuevo” converge con lo “siempre-otra vez-lo-mismo” se albergan al menos dos facetas. Por un lado, allí donde la búsqueda incesante de lo nuevo entraña el que su aparición quede sujeta a su asidua repetición, el comparecer de lo nuevo en cuanto tal -al margen de los ingredientes que lo compongan- deja ya de suponer novedad alguna y deviene una constante en la que toda eventual diferencia entre los objetos o vivencias que se acreditan como nuevos amenaza con difuminarse (cfr. GS V, p. 1038). Por otra parte, si toda novedad involucra forzosamente una cierta distancia y contraste frente a lo ya vigente o a vivencias anteriores, su producción reiterada no puede sino acabar generando tan solo mera apariencia de novedad: tal y como ocurre en el fenómeno de la moda, lo ya antiguo o previamente existente se recubre falsamente con el halo de lo nuevo, ocultando la permanencia de fondo y la repetición de contenidos sin apenas variaciones que equivaldría a lo siempre otra vez igual.
En esta vivencia en la que la emergencia de lo nuevo y presuntamente distinto de lo que lo precede engendra la identidad indiferenciada de lo siempre igual, Benjamin leerá, de entrada, el signo de una época marcada por el nacimiento de un modelo productivo que se ve lastrado por un complejo entramado de contradicciones, provenientes en última instancia de la que anida en la forma mercancía y su fetichismo. Así, con el objetivo de estimular su demanda, al valor de cambio de las mercancías habrá de agregarse un nuevo factor de valor, cifrado en el aura de la novedad con el que la moda las reviste. A un tiempo, ese factor añadido se contradice con la utilización de maquinaria industrial para su fabricación en serie y producción masiva, que mina el aura de novedad de las mercancías al descubrirlas como lo siempre-otra-vez-igual (cfr. GS V, p. 417). A este respecto, el resumen de 1935 localiza en la novedad que la moda inscribe en las mercancías “el origen del brillo imposible de eliminar en las imágenes producidas por el inconsciente colectivo” (GS V, p. 55) o, como se formula en otra versión, “en las imágenes oníricas del colectivo” (GS V, p. 1246), en referencia a las imágenes ilusorias que el carácter fetichista de la mercancía hace germinar en los individuos de la sociedad capitalista . Pero, según Benjamin, “este brillo de lo nuevo se refleja, como un espejo en otro, en el brillo de lo siempre otra vez igual” (GS V, p. 55), de tal manera que del recíproco reflejarse de estas dos dimensiones antinómicas, aunque dialécticamente entrelazadas, se deriva “la fantasmagoría de la ‘historia cultural’” (GS V, p. 55) que impregna la falsa conciencia de la burguesía.
La elaboración de esta problemática en los materiales del proyecto de los pasajes evidencia que la fantasmagoría aquí asociada al campo de lo histórico tiene su fundamento en las llamadas fantasmagorías del tiempo. Pues Benjamin atribuye al “colectivo onírico” que encarna no solo el conjunto de los integrantes de la sociedad parisina del siglo XIX, sino los de toda sociedad capitalista bajo el dominio de sus fantasmagorías, una percepción del tiempo según la cual “el curso del acontecer fluye como siendo siempre el mismo y siempre novísimo” (GS V, pp. 678-679). En relación con esta percepción, tanto la sensación de lo más novedoso como la de la invariabilidad de los sucesos que fluyen en el tiempo se definirán como una “forma onírica del acontecer” (GS V, p. 679), definición con la que ambas sensaciones se enjuician como modos enajenados de experimentar el paso del tiempo que, en función del sentido que Benjamin concede al concepto de “fantasmagoría” y a su ensamblaje con el ámbito de lo onírico, cabe asimilar a lo que el resumen de 1935 nombra como las fantasmagorías del tiempo: estas conformarían la proyección ideal o imaginaria de la dialéctica entre lo nuevo y lo siempre-otra vez-igual que se oculta en la forma mercancía sobre el terreno de la experiencia y la comprensión del tiempo. Según se ha argumentado, tales fantasmagorías se vislumbran de manera palmaria en la conducta del jugador, cuyo deseo de deponer el tiempo gravita sobre esa lógica contradictoria por la que su continuo recomenzar a la caza de nuevas emociones se convierte en pura repetición de lo siempre-otra-vez-lo-mismo. Sin embargo, y como sucede con las fantasmagorías del espacio, las fantasmagorías del tiempo actúan para Benjamin en las conciencias de la totalidad de los miembros del colectivo social, dibujando ante ellas un horizonte de monotonía insuperable en el que todo nuevo acontecimiento sería impotente para imprimir algún giro en la dirección del curso de la historia. Este influjo generalizado de las fantasmagorías del tiempo da asimismo cuenta de la asignación de Benjamin al tedio de una significación epocal que trasciende las experiencias del obrero y del jugador: en él se reconoce el estado de ánimo que acompaña a la ausencia de cualquier perspectiva de cambio resultante de las fantasmagorías del tiempo en las que habitan los individuos de la sociedad capitalista.
Sobre esta base, Benjamin enlaza el temple anímico del tedio con su caracterización de la Modernidad como “la época del infierno” (GS V, p. 676), en parte sustentada sobre su interpretación de la concepción del universo que Blanqui desarrolla en el tratado La eternidad por los astros y a la que califica de “visión infernal” (GS V, p. 75). De la cosmología que en él se presenta, y en la que se anticipa la idea nietzscheana del eterno retorno de lo mismo, se desprende la imagen de una humanidad condenada a la eternidad de lo que Benjamin denomina las “penas del infierno” (GS V, p. 676). Si estas se hacen confluir con la continua irrupción de lo nuevo es porque, como se aclara en una nota de los materiales, lo infernal de esa visión reside en que ubica a la humanidad en un mundo cuya faz, “precisamente en aquello que es lo novísimo, jamás se altera”, de tal forma que “esto novísimo termina siendo de todo punto siempre lo mismo” (GS V, p. 676). Por tanto, a la luz del tratado de Blanqui la época moderna se manifiesta como el infierno de una humanidad sentenciada a permanecer en un ahora eternamente paralizado en el que “todo lo que ella podrá esperar de nuevo se revelará como una realidad desde siempre presente, y eso nuevo será tan poco capaz de proporcionarle una solución liberadora como lo es una nueva moda de renovar la sociedad” (GS V, p. 61). Con tal “solución liberadora” Benjamin remite a la cancelación de un orden social estructurado por un régimen productivo cuyas leyes de funcionamiento, lejos de liberar a los individuos de la coerción de la necesidad material, se imponen coactivamente sobre todos ellos -bien a través del trabajo en el caso del proletario, bien a través del fenómeno de la concurrencia en el del capitalista- al margen de la posición que ocupen en él (cfr. MEW 23, pp. 12, 328 y 618). Pero tal liberación parecerá inviable en la figura de ese presente detenido y siempre idéntico a sí mismo que surge de las fantasmagorías del tiempo y del que se habría esfumado toda posibilidad de ruptura con lo ya existente.
A partir de lo expuesto se plantea que, con su invocación a las fantasmagorías del tiempo, Benjamin sostiene que las ensoñaciones y fantasías de prosperidad futura que afloran en el siglo XIX con el despliegue del modo de producción capitalista no tardarían en convivir, en parte a causa de las primeras crisis que este atraviesa (GS V, pp. 429-430 y 944-945), con la intuición huidiza y nunca elevada a conciencia de una de las consecuencias de su naturaleza contradictoria: el inmovilismo social que trae consigo este modelo productivo, que, a la vez que había auspiciado grandes promesas de transformación, fruto de sus constantes innovaciones técnicas y del progreso efectivo en la esfera de los medios de producción, “no supo responder a las nuevas virtualidades técnicas con un orden social nuevo” (GS V, p. 76), entregando a los individuos de la sociedad capitalista a la continuidad de lo siempre igual en lo relativo a su perenne división entre clases dominantes y clases oprimidas. En torno a esta cuestión, los apuntes de Benjamin resaltan cómo este inmovilismo constituye, paradójicamente, el efecto de los mismos mecanismos por los que el capitalismo, a fin de garantizar la compra siempre creciente de mercancías que precisa su dinámica interna, induce a los sujetos de la sociedad moderna a la vivencia reiterada de lo nuevo.
Por otra parte, y conforme a lo escrito en el resumen de 1935 sobre “la fantasmagoría de la ‘historia cultural’” , Benjamin hace descansar la comprensión de la historia que combate en “Sobre el concepto de historia” sobre las fantasmagorías del tiempo: como declara en una carta a Horkheimer en 1938, la antinomia entre lo nuevo y lo siempre igual intrínseca a tales fantasmagorías “produciría el brillo aparente con el que el carácter fetichista de la mercancía ensombrece las auténticas categorías de la historia” (GS V, p. 1166). De las tesis que se condensan en ese breve ensayo publicado póstumamente se deduce que estas categorías adjetivadas de “auténticas” se fraguan en la crítica a aquella concepción de la historia -allí designada con el rótulo de “historicismo”- en la que la apariencia de lo nuevo, cobrando la forma de la idea de progreso que refrendan las “nuevas virtualidades técnicas” impulsadas por el capitalismo, se amalgama con la apariencia de “lo que se repite eternamente” (GS V, p. 1223). O, en otras palabras, con la aparente imposibilidad de escapar a la prosecución indefinida de las relaciones de dominio que, sobre el sustrato del fetichismo de la mercancía y las proyecciones que este suscita, habrían gestado esa visión de la historia en provecho de las clases dominantes -las herederas de los vencedores del pasado- como visión en esencia igualmente inmovilista y por eso mistificadora en su exaltación del progreso.12 Al hilo de esta temática, Benjamin señala: “Hay que fundamentar el concepto de progreso en la idea misma de catástrofe. La catástrofe misma es el que ‘esto se siga produciendo’” (GS V, p. 592). Con ello alude a que la catástrofe que en “Sobre el concepto de historia” contempla el ángel de la historia al mirar hacia el pasado (cfr. GS I b, pp. 697-698) estriba también, a falta de todo movimiento de ruptura con ese pasado, en la continuidad de un presente siempre inalterado en la miseria en la que sume al colectivo de los dominados y vencidos y que se sirve de la noción de “progreso” para perdurar sin modificación. Precisamente en ese presente catastrófico de la Modernidad capitalista -“esta vida aquí”, dirá Benjamin citando a Strindberg (GS V, p. 592)- se verificaría el infierno que se ha de exhibir a través de la determinación de la totalidad de los rasgos específicos de esta época histórica (cfr. GS V, p. 676).
3. A modo de conclusión: espacio, tiempo y dialéctica
A pesar de que el resumen de 1935 menciona la existencia de una correspondencia entre las fantasmagorías del espacio y las del tiempo, el trabajo de los pasajes no ofrece más indicación directa sobre este asunto que las que figuran en dos momentos de los materiales, en realidad muy similares. Ambas indicaciones se producen en el marco en el que tanto la sensación de lo nuevo como la de lo siempre-otra-vez-igual son descritas como una “forma onírica del acontecer”. Pero así como en una de ellas, perteneciente a las “Primeras anotaciones”, Benjamin escribe que la percepción espacial que lleva aparejada esta percepción temporal enajenada radica en la “superposición” (GS V, p. 1023), en la otra, que se inserta en el legajo S, tal percepción espacial se identifica con “la penetrante y encubridora transparencia del mundo del flâneur” (GS V, p. 679). Los análisis efectuados permiten proponer la hipótesis de que tal superposición en el terreno de lo espacial, como superposición en principio equiparable a la transparencia del mundo del flâneur, consiste en el entrecruzamiento de exterior e interior, de calle y casa, sobre el que Benjamin incide en sus disquisiciones sobre la ciudad de París y que tendría su máximo exponente en la arquitectónica de los pasajes. Un entrecruzamiento por el que, según se examinó, se difuminan los límites entre las estancias habitadas por el colectivo y el individuo y en el que Benjamin advierte, entre otros fenómenos, el germen de las ensoñaciones fantasmagóricas que alienan a los ciudadanos del París decimonónico de las repercusiones sociales del capitalismo.
Como se recordará, por obra de ese entrecruzamiento o superposición de espacios y gracias a la mediación del velo de la multitud, la ciudad se le da a ver al flâneur a la vez como paisaje y como habitación. Si Benjamin detecta en ello una separación del espacio urbano en sus polos dialécticos que, simultáneamente, implica su solapamiento ante la mirada del flâneur, en la relación dialéctica entre lo nuevo y lo siempre-otra-vez-igual que envuelven las fantasmagorías del tiempo se observa un solapamiento simétrico. Pues tal relación dialéctica comporta el que estas dos formas oníricas o fantasmagóricas del acontecer configuren en su oposición las dos facetas o dimensiones indisociables del modo unitario de experimentar el transcurrir del tiempo que imperaría en la sociedad capitalista. No obstante, más allá de que la dialéctica interna que Benjamin constata tanto en las fantasmagorías del espacio como en las del tiempo represente quizá el núcleo central de su correspondencia, entre ellas también se avista una relación igualmente dialéctica que podría formar parte de dicha correspondencia.
Aun cuando Benjamin asocia cada una de estas dos clases de fantasmagorías a las figuras diversas del flâneur y el jugador, la exégesis realizada de ellas ha puesto de relieve que sus respectivas vivencias transitan sobre elementos comunes, como la sensación de embriaguez que les procuran sus hábitos o el tedio que motiva su búsqueda de lo nuevo. Ello obedece parcialmente a que, como se ha insistido a lo largo de este artículo, Benjamin acude a estos personajes con el fin de delimitar fantasmagorías que operan sobre todos los individuos de la sociedad parisina del siglo XIX, infundiendo en ellos una misma vivencia distorsionada del espacio y el tiempo. Pero Benjamin subraya una diferencia relevante entre el flâneur y el jugador que afecta a la relación que, en el seno de esa percepción distorsionada del tiempo, cada uno de ellos mantiene con él: frente al jugador, que se afana por expulsar o dilapidar el tiempo, el flâneur adopta una actitud contraria, que se perfila como un “cargar el tiempo, como una batería carga electricidad” (GS V, p. 164). Si bien Benjamin no llegará a clarificar el sentido de esta formulación, el vínculo con el tiempo que expresa en ella entra en clara conexión con la acotación, tomada de Baudelaire, de que “el flaneûr entra en la muchedumbre como en un inmenso depósito de electricidad” (GS V, p. 556), obteniendo de ella una energía vivificante que se deja extender a su ocioso y extasiado escrutinio de las numerosas mercancías que colonizan los pasajes.
Con esta diferente relación con el tiempo que confiere al flâneur y al jugador, Benjamin parece querer hacer patente que cada una de estas figuras ejerce una función hermenéutica distinta en el proyecto de interpretación de los fenómenos de la sociedad moderna que emprende en el proyecto de los pasajes. Si junto a ello se toma en consideración que las fantasmagorías del espacio que se visibilizan en el flâneur proceden de una serie de construcciones y diseños urbanos destinados a deslumbrar a la sociedad parisina del siglo XIX y promover los intercambios mercantiles, cabe aventurar que Benjamin utiliza esta figura como encarnación prototípica de las fantasías de prosperidad y riqueza que, en las primeras décadas del capitalismo industrial, brotaron de las expectativas depositadas sobre este régimen productivo y sobre la incipiente sociedad de consumo a la que había dado lugar. En consonancia con la “empatía” (GS V, p. 562) con la mercancía que le asigna, así como con su pretensión de llegar a ser un experto en el mercado sin tener conocimiento alguno de lo concerniente al ámbito de la producción (cfr. GS V, p. 473), en el personaje del flâneur se plasmaría entonces el espíritu de una sociedad tan fascinada por la abundancia de mercancías y por la promesa de su potencial adquisición en un porvenir ya no tan distante, como ajena a las contradicciones inmanentes al modo de producción capitalista y a su explotación estructural de las clases trabajadoras, condenadas a la pobreza en cada una de sus crisis periódicas. Por lo demás, los rasgos adjudicados al flâneur explican su presentación, en este contexto de los inicios del capitalismo, como una figura que goza de las nuevas bondades de este sistema productivo -aunque sea de manera ante todo vicaria a través del placer visual- sin tener conciencia de sus aspectos más sombríos ni dar noticia de ellos en sus gestos cotidianos. O, como Benjamin anota en el resumen de 1939, como una figura “en cuyo género de vida se disimula, tras un espejismo benéfico, la miseria de los futuros habitantes de nuestras metrópolis” (GS V, p. 69),13 aún desconocedores de que sus sueños y expectativas habrían de quebrarse en las décadas venideras. Por eso, este espejismo benéfico estará llamado a desvanecerse al quedar el flâneur convertido en mercancía y caminar, con el progresivo avance del capitalismo, hacia su última personificación en el hombre-anuncio (cfr. GS V, p. 562).
En contraposición al flâneur, en el trabajo de los pasajes el jugador aparece como víctima de las fantasmagorías del tiempo en su vertiente más negativa. Según Benjamin, en su voluntad de expulsar el tiempo por medio de la excitación del juego, su incursión en riesgos cada vez mayores para recuperar el dinero perdido habrá de conducirle indefectiblemente a la ruina. Y a este respecto afirma que en el jugador se atestigua que “el ideal de la vivencia tipo shock es la catástrofe” (GS V, p. 642). En atención a lo ya comentado sobre la noción de “catástrofe”, su utilización en esta afirmación semeja trascender su significado más inmediato -el que apela a la ruina del jugador o al suceso destructivo- para denotar más bien que solo la prosecución ilimitada de un presente sin perspectivas de cambio aguarda a una sociedad cuyo régimen productivo ha desplazado a la experiencia para sustituirla por la vivencia, tan radicalmente inclinada hacia la actualidad de lo presuntamente nuevo y la intensidad del shock que este produce que con ella se coarta toda proyección transformadora sobre el porvenir. Esto sugiere que, frente al flâneur y en su dependencia de las fantasmagorías del tiempo, el personaje del jugador simbolizaría el reverso de las ilusiones de progreso de la sociedad capitalista como reverso que se concreta en la vivencia de un presente que, en la constante irrupción de lo nuevo, se ve sentenciado a la parálisis de la repetición. Como enseñanza de la cosmología de Blanqui, Benjamin ubica en esa vivencia el origen de una “angustia mítica” (GS V, p. 61) de la que, a su juicio, la humanidad habrá de permanecer presa mientras siga atrapada en sus fantasmagorías. Un sentimiento de angustia que arraigaría en las fantasmagorías del tiempo en la medida en que estas le impiden otear un horizonte en el que se atisbe la posibilidad de la verdadera novedad histórica. Desde la posición política que Benjamin hace valer en el proyecto de los pasajes, ratificada en “Sobre el concepto de historia”, la emergencia de esta novedad quedaría supeditada a la instauración, por medio de la acción revolucionaria, de un nuevo orden social en el que los logros en los avances de las fuerzas productivas fueran puestos al servicio de los seres humanos en lugar de esclavizarlos y someterlos como una especie de fatalidad mítica.14 Pero la ausencia en la década de los años treinta de un proyecto revolucionario penetrado por la intención de articular los procesos necesarios para la construcción de ese nuevo orden social llevó a Benjamin a divisar con lucidez el peligro que ese sentimiento de angustia entrañaba en su actualidad histórica: en ella, el deseo de hallar desesperadamente una salida a un presente inmovilizado en la reiteración de la penuria y la injusticia habría empujado a las masas de clientes engendradas por la evolución del capitalismo a integrar la “comunidad del pueblo” (Volksgemeinschaft) aclamada por el fascismo (cfr. GS V, pp. 436 y 468-469).
Del trayecto recorrido en este apartado se concluye que, a través de las diferencias que marcan las figuras del flâneur y del jugador, Benjamin concibe las fantasmagorías del tiempo, ligadas a la visión infernal de la Modernidad, como una suerte de contrafaz de las esperanzas de bonanza económica y armonía social que en el siglo XIX habían generado las fantasmagorías del espacio. En este sentido, la correlación que establece entre estas dos modalidades de lo fantasmagórico las muestra -al menos en parte de los elementos que utiliza para caracterizarlas- como dos facetas de la sociedad moderna que quedan dialécticamente unidas precisamente en aquellos aspectos que las separan. Sin embargo, ya se apuntó en la introducción de este ensayo que Benjamin emplaza en el seno mismo de las fantasmagorías de la sociedad capitalista un componente utópico que el historiador materialista, con su particular visión de la historia enfrentada al historicismo, debe sacar a la luz buscando su eventual superación. En línea con este enfoque, el proyecto de los pasajes habrá de oponer a la alienación moderna que se esboza en la figura del jugador la compresión de Charles Fourier del trabajo como juego, sujeta en su hipotética materialización a un grado máximo de desarrollo de las fuerzas productivas y, principalmente, a la reorientación de estas a la que aspira la causa revolucionaria (cfr. GS V, p. 456). Según la lectura de Benjamin de los textos de Fourier, ese trabajo entendido al modo de un juego no estaría ya enfocado a la producción de valor. Por esta razón, no solo no requeriría de la explotación del hombre por el hombre sobre la que se cimenta el capitalismo, sino que también se habría emancipado de las fantasmagorías que emanan de la forma mercancía y su carácter fetichista (cfr. GS V, pp. 455-456). Así, el personaje del jugador, que se arroja voluntariamente en manos de las fuerzas ciegas del destino, encontrará en Das Passagen-Werk su contraimagen utópica allí donde el juego se alía con el trabajo como índice de una humanidad que, una vez que alcanza a despertar de las fantasmagorías que la adormecen, deviene por fin capaz de tomar las riendas de su propia existencia.