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Tópicos (México)

versión impresa ISSN 0188-6649

Tópicos (México)  no.69 México may./ago. 2024  Epub 16-Ago-2024

https://doi.org/10.21555/top.v690.2518 

Artículos

La obstinación espiritual de être autrement en Foucault

The Spiritual Stubbornness of Être Autrement in Foucault

1Universidad Nacional de Tucumán, Argentina. ignaciojavierpereyra@hotmail.com


Resumen.

En este artículo defiendo que la distinción entre “filosofía” y “espiritualidad” puede ser una clave de lectura de la obra foucaultiana si asumimos que hay una “dimensión espiritual” en su filosofía y reflexión histórica. Para ello, analizo las figuras de la transgresión y el pensamiento del afuera del periodo arqueológico, las de la resistencia y la crítica como indocilidad reflexiva del periodo genealógico, y el pliegue del periodo ético. Determino si se puede considerar en ellas una dimensión espiritual que llame a être autrement.

Palabras clave: arqueología; genealogía; ética; espiritualidad; filosofía; transgresión; pensamiento del afuera; resistencia; crítica como indocilidad reflexiva; pliegue

Abstract.

In this paper, I claim that the distinction between “philosophy” and “spirituality” can be a key for understanding Foucault’s work, assuming that his philosophy and historical thought do possess a “spiritual dimension.” For this purpose, I analyze the figures of transgression and pensée du dehors of the archaeological period, the figures of resistance and criticism as reflexive indocility of the genealogical period, and the fold of the ethical period. I determine whether they can be considered a spiritual dimension that promotes être autrement.

Keywords: archaeology; genealogy; ethics; spirituality; philosophy; transgression; pensée du dehors; resistance; criticism as reflexive intractability; fold

1. Introducción1

En el curso La hermenéutica del sujeto, Foucault ha planteado una distinción que me parece central para comprender su propia obra: la separación entre filosofía y espiritualidad. Foucault, a lo largo de su obra, ha puesto su interés en la posibilidad que abre el conocimiento a la transformación de sí, a su dimensión espiritual; esta manera de concebir el conocimiento se opone a la forma en que lo concibe la “filosofía” que centra su interés en las condiciones epistemológicas que no exigen un cambio en el sujeto que se los apropia.

La hipótesis de este artículo es que el interés de Foucault a lo largo de su obra es de índole “espiritual”; es decir, el filósofo francés está concentrado en el conocimiento en la medida en que este habilita la transformación del sujeto. Pienso que esta búsqueda de cambio se puede detectar en las tres figuras que Judith Revel (2004) ha enumerado como centrales: la transgresión, el pensamiento del afuera y el pliegue. En estas tres figuras sobrevuela el mismo interés teórico-práctico: la relación y la tensión entre lo que se considera el afuera (de lo establecido) y la posibilidad de ser distinto al que se era. Además de estas tres figuras que enumera Revel, me interesa agregar dos figuras más que, pienso, representan una transición entre el periodo genealógico y el periodo ético: la resistencia y la crítica como indocilidad reflexiva. De la transgresión al pliegue se produce una refinación y una complejización teórica tras la cual el “afuera” en el que se desenvuelve la transgresión termina “interiorizado”, limitándose a ser el reverso del “adentro”, a la manera de una cinta de Moebius, en la figura del pliegue, donde la distancia y oposición que había entre el “adentro” y el “afuera” en la transgresión termina disolviéndose para mostrar que entre ambos no hay oposición sino correlato e íntima co-constitución del uno y el otro.

Sin embargo, más allá de las consideraciones que se acaban de hacer más arriba, y suscribiendo la clásica división tripartita de la obra de Foucault, vemos que hay una especie de desbalance en las figuras que usa Revel: hay, en el periodo arqueológico, dos figuras (representadas por la transgresión y el pensamiento del afuera); no hay ni una sola figura en el periodo genealógico (por eso me parece importante añadir las figuras de la resistencia y la crítica como indocilidad reflexiva, que, me parece, dan cuenta de un intento de búsqueda de una figura que habilite la transformación de sí), y hay una figura en el periodo ético (representada por el pliegue). Estas figuras están estrechamente vinculadas con la posibilidad de ser distinto del que se es. Como criterio específico, para establecer cuándo se da la transformación de sí en sentido estricto, se van a usar los dos procesos que el mismo Foucault menciona al hablar de la transformación en un sujeto: el de la desubjetivación, conseguido a través de la experiencia literaria, y el de la subjetivación, conseguida mediante la ascesis en el ejercicio de las prácticas de sí. Volviendo a lo que son las distintas figuras, se puede mencionar que, mientras que en el periodo arqueológico pareciera que la posibilidad de cambiar estuviera concentrada en las aperturas que puede trazar en la episteme un cierto tipo de literatura transgresora, en el periodo genealógico pareciera que el entramado consolidado por el saber-poder no permitiría ningún tipo de salida para el sujeto que quiere cambiar;2last but not least, en el periodo ético se contempla la posibilidad del cambio, pero siempre considerando que el sujeto está sumergido en un ámbito de relaciones de saber y de poder que lo constituyen y lo condicionan.

A continuación, se analizará el corpus foucaultiano para ver si esta posibilidad de ser diferente se sostiene, y en qué forma, a lo largo del recorrido intelectual de Foucault. Pienso que la aparente “incoherencia” a la hora de analizar la obra del filósofo francés solo se sostiene en un abordaje superficial de esta; esta ilusión es un espejismo que se disipa en la medida en que se sigue el derrotero de la obra del pensador francés, y creo, siguiendo a Revel, que se puede ver una coherencia no lineal de la obra de Foucault, que se enriquece de forma espiralada en la medida en que avanzan sus investigaciones. La hipótesis, ya anunciada más arriba, es que sí, que hay una “espiritualidad” que recorre la obra del filósofo francés y se corresponde con una concepción heterodoxa de la filosofía (en la medida en que la heterodoxia se defina como un alejamiento del canon ortodoxo de filosofía que fue instituido, según Foucault, en lo que él llamó “el momento cartesiano”), siempre con el mismo objetivo: la posibilidad de ser distinto, de pensar de otra manera, de ser transformado por el conocimiento mismo.

2. La diferencia entre espiritualidad y filosofía

En este apartado, quisiera demorarme con la diferencia fundamental que hay entre espiritualidad y filosofía para Foucault. Esta distinción me parece relevante por los siguientes motivos:

    1). Permite distinguir entre un conocimiento que habilita la transformación del sujeto y otro conocimiento que no exige del sujeto más que la certeza de la evidencia.

    2). Permite comprender las oscilaciones de Foucault, por las cuales a veces se asume como filósofo y, otras veces, rechaza de plano esa categoría.

    3). Explica, hasta cierto punto, el rechazo de Foucault por la filosofía académica de su tiempo.

    4). Utilizaré esta distinción para tratar de verificar la hipótesis de que en la obra de Foucault prevalece un interés ligado a la espiritualidad, donde siempre se puede observar esta necesidad foucaultiana de llegar a ser diferente del que se es.

La diferencia entre filosofía y espiritualidad es una distinción que se desarrolla en el marco de la tematización que hace Foucault de las relaciones entre el sujeto y la verdad en La hermenéutica del sujeto. Dentro de lo que se ha llamado su “giro ético”, el pensador francés plantea un momento histórico de ruptura en las relaciones entre sujeto y verdad entre los antiguos y los modernos: mientras que en la Antigüedad existía una relación estrecha entre el mandato de “conócete a ti mismo” (gnothi seauton) y el mandato del “cuidado de sí” (epimeleia heatou) -donde este último englobaba al primero-, en la Modernidad se produce un quiebre, una separación entre esos dos mandatos: el del “conócete a ti mismo” alcanza una inmensa relevancia filosófica y termina eclipsando al cuidado de sí. Foucault denomina este corte “momento cartesiano”, ya que, en la forma en que procede Descartes en las Meditaciones Metafísicas, este último sitúa en el punto de partida filosófico a la evidencia, aquella evidencia que se da efectivamente a la conciencia y de la cual no existe duda posible. Este movimiento filosófico que ejecuta Descartes sitúa la evidencia de la existencia propia del sujeto en el principio mismo del acceso al ser, haciendo del “conócete a ti mismo” el acceso fundamental a la verdad. Al colocar al gnothi seauton como el principio más importante, Descartes “contribuyó mucho a descalificar el principio de la inquietud de sí, a descalificarlo y excluirlo del campo del pensamiento filosófico moderno” (Foucault, 2014, p. 33).

Foucault considera que, en la espiritualidad antigua, existía identidad entre la espiritualidad y la filosofía. Luego del corte histórico que introduce el “momento cartesiano”, al hablar de la verdad, se vuelve forzoso distinguir lo que es “filosofía”, por un lado, y lo que es “espiritualidad”, por el otro:

Llamemos “filosofía” a la forma de pensamiento que se interroga acerca de lo que permite al sujeto tener acceso a la verdad, a la forma de pensamiento que intenta determinar las condiciones y los límites del acceso del sujeto a la verdad. Pues bien, si llamamos “filosofía” a eso, creo que podríamos llamar “espiritualidad” a la búsqueda, la práctica, la experiencia por las cuales el sujeto efectúa en sí mismo las transformaciones necesarias para tener acceso a la verdad. Se denominará “espiritualidad”, entonces, el conjunto de esas búsquedas, prácticas y experiencias que pueden ser las purificaciones, las ascesis, las renuncias, las conversiones de la mirada, las modificaciones de la existencia, etcétera, que constituyen, no para el conocimiento sino para el sujeto, para el ser mismo del sujeto, el precio a pagar por tener acceso a la verdad (Foucault, 2014, p. 33).

Foucault centra la transformación del sujeto en la cuestión de la espiritualidad. En ese sentido, podría leerse en continuidad con lo que menciona en El sujeto y el poder: “no es el poder, sino el sujeto, el tema general de mi investigación” (2015, p. 319). Estando el sujeto en el centro y teniendo en cuenta que es la espiritualidad la que está en debate, se puede profundizar en este aspecto tomando en cuenta la siguiente observación de Agamben:

Foucault ha mostrado, me parece, que cada subjetivación implica la inserción en una red de relaciones de poder, en este sentido una microfísica del poder. Yo pienso que tan interesantes como los procesos de subjetivación son los procesos de desubjetivación. Si aplicamos también aquí la transformación de las dicotomías en bipolaridades, podremos decir que el sujeto se presenta como un campo de fuerzas recorrido por dos tensiones que se oponen: una que va hacia la subjetivación y otra que procede en dirección opuesta. El sujeto no es otra cosa más que el resto, la no-coincidencia de estos dos procesos. Está claro que serán consideraciones estratégicas las que decidirán en cada oportunidad sobre cuál polo hacer palanca para desactivar las relaciones de poder, de qué modo hacer jugar la desubjetivación contra la subjetivación y viceversa (Agamben, 2005, p. 17).

Estos dos procesos, el de desubjetivación y el de subjetivación, se pueden encontrar en la obra foucaultiana:3 Foucault vincula la empresa de desubjetivación con la experiencia literaria, por eemplo, en la entrevista “El libro como experiencia” que hizo con Duccio Trombadori, donde el filósofo de Poitiers contrapone lo que es la experiencia para el fenomenólogo y la experiencia que ha podido realizar con los textos de Nietzsche, Klossowski, Blanchot y Bataille. Mientras que el fenomenólogo busca el significado de los objetos cotidianos a través de una mirada reflexiva que se detiene sobre ellos, Foucault nos cuenta que en la literatura pudo realizar una experiencia lo suficientemente intensa, hasta cierto punto invivible, donde la vida termina por desprenderse de sí misma, donde se hace una experiencia que busca la aniquilación o la disolución del sujeto. Foucault enmarca esta experiencia limite que se hace a través de esos textos como “una empresa de desubjetivación” (Foucault, 2014, p. 35).

Por otra parte, Foucault vincula la subjetivación con la ascesis, que es definida por Castro (2011, p. 44) como el “trabajo de constitución de sí mismo, esto es, de la formación de una relación consigo mismo que fuera plena, acabada, completa, autosuficiente y capaz de producir esta transfiguración del sujeto que es la dicha de estar consigo mismo”. A lo largo del periodo ético, Foucault va a profundizar en las distintas modalidades por las cuales se puede transformar el sujeto a través de las prácticas de sí.

De esto se puede postular que la espiritualidad está dada en la medida en que involucra la transformación de un sujeto y que ese sujeto puede verse involucrado en dos procesos diferentes de cambio: el de desubjetivación, a través de la experiencia literaria, y el de subjetivación, a través de las prácticas de sí. Solo cuando están involucrados uno de estos dos procesos se puede hablar legítimamente de una transformación de sí (en sentido estricto).

Volviendo a lo que es la distinción entre filosofía y espiritualidad, se puede decir que el que la filosofía, luego del “momento cartesiano”, se concentre en el conocimiento no significa que no haya condiciones para alcanzar la verdad, sino que ninguna de esas condiciones exige la transformación del sujeto, un precio a pagar para alcanzarla. El pensador francés distingue entre condiciones intrínsecas y extrínsecas al conocimiento que este tiene que cumplir para poder alcanzar la verdad en el ámbito de la filosofía:

  • Condiciones intrínsecas: condiciones formales, condiciones objetivas, reglas formales del método, estructura del objeto por conocer.

  • Condiciones extrínsecas: condición de ser razonable (no estar loco), condiciones culturales (es preciso haber estudiado, tener una formación, inscribirse dentro de cierto consenso científico), condiciones morales (hay que hacer esfuerzos, no hay que intentar engañar a la gente, es preciso que los intereses económicos o de carrera o estatus se combinen de una manera completamente aceptable con las normas de la investigación desinteresada).

Cuando se cumple satisfactoriamente con estos dos órdenes de condiciones, entonces el sujeto está capacitado para alcanzar lo verdadero, pero esa verdad no goza de ninguna espiritualidad, ya que no exige una transformación del sujeto: no requiere un costo para el sujeto por la verdad que ha alcanzado. Entramos en la Modernidad, donde:

[…] [el] conocimiento se abrirá simplemente a la dimensión indefinida de un progreso, cuyo final no se conoce y cuyo beneficio nunca se acuñará en el curso de la historia como no sea por el cúmulo instituido de los conocimientos o los beneficios psicológicos o sociales que, después de todo, se deducen de haber encontrado la verdad cuando uno se tomó mucho trabajo para hallarla. Tal como es en lo sucesivo, la verdad no es capaz de salvar al sujeto. Si se define la espiritualidad como la forma de prácticas que postulan que, tal como es, el sujeto no es capaz de verdad pero que ésta, tal como es, es capaz de transfigurarlo y salvarlo, diremos que la edad moderna de las relaciones entre sujeto y verdad comienza el día en que postulamos que, tal como es, el sujeto es capaz de verdad pero que ésta, tal como es, no es capaz de salvarlo (Foucault, 2014, pp. 37-38).

Foucault distingue tres características de la “espiritualidad” en Occidente:

    1). La verdad nunca se da al sujeto con pleno derecho: para que la verdad se dé al sujeto, no basta con un acto de conocimiento, sino que hay una exigencia de que “el sujeto se modifique, se transforme, se desplace, se convierta, en cierta medida y hasta cierto punto, en distinto de sí mismo para tener derecho al acceso a la verdad. La verdad sólo es dada al sujeto a un precio que pone en juego el ser mismo de éste” (Foucault, 2014, p. 33). La consecuencia de esto es que no puede haber verdad sin una transformación del sujeto. La verdad posee una fuerza “extra-epistemológica” que es capaz de transformar al sujeto.

    2). La transformación del sujeto puede hacerse de diferentes formas; el filósofo francés distingue dos: el eros (‘amor’) y las askesis (‘ascesis’). En el movimiento del eros se da un movimiento de ascensión del sujeto, un movimiento que arranca al sujeto de su estatus y su condición actual, por el cual la verdad llega a él y lo ilumina. En el movimiento de la askesis se da un movimiento prolongado de elaboración de sí mediante un trabajo de sí sobre sí mismo, que va produciendo una transformación progresiva de sí mismo de la que uno es responsable. Tanto en el eros como en la askesis de lo que se trata, en definitiva, es de que el sujeto se transforme para llegar a ser por fin sujeto capaz de verdad.

    3). La verdad es lo que ilumina al sujeto: la verdad ejerce un efecto “de contragolpe” en el sujeto, de tal manera que no es solo la recompensa de un acto de conocimiento, sino que es algo que lo atraviesa y lo transfigura; no se trata de una transformación del individuo, sino del sujeto mismo en su ser de sujeto. Esa verdad es capaz de salvar al sujeto.

Más allá de que, en la época moderna, la filosofía se ha concentrado casi exclusivamente en el conocimiento, Foucault reconoce que en el siglo XIX y XX hubo un regreso de la espiritualidad en algunas filosofías que intentaron unir las exigencias del conocimiento con la transformación del sujeto, como era usual en la Antigüedad:

Retomen toda la filosofía del siglo XIX -en fin, casi toda: Hegel, en todo caso, Schelling, Schopenhauer, Nietzsche, el Husserl de la Krisis, y también Heidegger- y verán que también en este caso, precisamente, ya sea descalificado, desvalorizado, considerado críticamente o, al contrario, exaltado como sucede en Hegel, de todas maneras el conocimiento -el acto de conocimiento- sigue ligado a las exigencias de la espiritualidad. En todas estas filosofías, cierta estructura de espiritualidad intenta vincular el conocimiento, el acto de conocimiento, las condiciones de este acto de conocimiento y sus efectos, a una transformación en el ser mismo del sujeto. Después de todo, la Fenomenología del espíritu no tiene otro sentido. Y puede pensarse, me parece, toda la historia de la filosofía del siglo XIX como una especie de presión por medio de la cual se trató de repensar las estructuras de la espiritualidad dentro de una filosofía que, desde el cartesianismo o, en todo caso, la filosofía del siglo XVII, procuraba liberarse de esas mismas estructuras (Foucault, 2014, pp. 41-42).

La filosofía después del “momento cartesiano” está lejos de ser homogénea; aun cuando se puede ver que históricamente hubo una tendencia mainstream a limitarse a la cuestión del conocimiento vinculada con la certeza, se puede observar también que hay una disputa en la cual la espiritualidad pugna por volver a estar en el centro de la filosofía como lo estuvo en la Antigüedad. Ya que el norte de la espiritualidad está en la transformación del sujeto, voy a analizar, a lo largo de la obra de Foucault, con base en la división tripartita clásica de los periodos arqueológico, genealógico y ético, dónde se puede observar esta exigencia espiritual. Esta exigencia de espiritualidad, de la manera en la cual se expone en La hermenéutica del sujeto, está vinculada con el esfuerzo de un desarrollo individual donde hay un va-et-vient entre verdad y libertad:

Lo “espiritual” connota el nexo transformativo entre libertad y verdad, entre sujeto y conocimiento, un nexo que hace del sujeto el punto siempre puesto en consideración en el propio saber y que hace de este el lugar de una dimensión binaria, por fuera del par epistémico de lo verdadero y lo falso, a través de un proceso complicado y diferenciado de “calificación ética de la verdad”: será lo verdadero que decide sobre lo ético, así como será lo ético que decide sobre lo verdadero. La verdad es espiritual si es éticamente cualificada, así como la ética está siempre vinculada a la verdad porque es la dimensión del compromiso de un sujeto, de un sí, de un autos y de su “conducirse”, en el acto de verdad. Este círculo de subjetivación y de producción de verdad se abre al lugar de una “prueba”, y se hace efectivo el “obrar” de un sujeto en relación con un mundo. Lo “espiritual”, por lo tanto, no expele al mundo, sino que lo incluye, marcándolo como una orilla esencial que la subjetivación no puede evitar ni asimilar (Fimiani, 2009, p. 8).

El “momento cartesiano”, de alguna forma, explica el modo en que fue expulsada la dimensión espiritual del conocimiento y explica también la posibilidad de que el conocimiento pueda ser ajeno al sujeto, ya que se termina reduciendo el fundamento y seguridad de este a la certeza, lo que establece de esta manera una separación tajante entre sujeto y objeto, separación que ha contribuido a la ilusión de que solo bastaría des-cubrir la esencia humana a través de la certeza que nos otorga la ciencia para saber cómo deberíamos vivir. En este planteo hay una asimetría en la cual lo “objetivo” pareciera devorarse a lo “subjetivo”; de esto se desprende la consecuencia de que en la Modernidad llega a resultar muy difícil de pensar que el modo de relación con uno mismo pueda depender de un ejercicio singular, a la manera de los antiguos, ya que pareciera descansar sobre un fundamento externo, un código que establece lo que es normal, sea a través de la religión o de las disciplinas (científicas). Se contrapone el “poder pastoral”, analizado largamente en Vigilar y castigar y en el primer volumen de Historia de la sexualidad, a la posibilidad de una “estética de la existencia”, con una preeminencia del primero sobre el segundo en la Modernidad, donde las practicas subjetivadoras estarían más cercanas a un juego de obediencia y castigo, basado en el cumplimiento o incumplimiento de las leyes y normas -es decir, la sujeción- que a un modo de ejercer la libertad desde la propia singularidad.

Bien establecida la distinción entre filosofía y espiritualidad tanto en su definición como en sus consecuencias, procedo a analizar, en los siguientes apartados, la posibilidad de ser diferente en vinculación con la espiritualidad en cada una de las etapas del derrotero teórico de Foucault.

3. La posibilidad de ser diferente en el periodo arqueológico

En este periodo, la posibilidad del cambio, para Foucault, estuvo muy concentrada en la cuestión literaria, por lo cual las figuras de la “transgresión” y el “pensamiento del afuera” serán tomadas como las figuras conceptuales que sirven para pensar la transformación de sí en esta etapa.

Foucault, en el periodo arqueológico, en Las palabras y las cosas habla sobre la literatura situándola dentro de la episteme moderna. En la Modernidad se produce un vuelco en la comprensión del lenguaje, que deja de ser una herramienta de representación para pasar a ser considerado como un ser en sentido propio. Esta transición entre epistemes hace que surja, en primer lugar, la filología que toma al lenguaje como un objeto a ser investigado con su historia y sus leyes propias.

Junto a la objetivación filológica se produce una “dispersión del lenguaje”, donde emerge la búsqueda de la formalización, un retorno de las técnicas de exégesis y la aparición de la literatura que opera como contrapunto anti-humanista por excelencia al colocar al lenguaje y no al hombre en el centro: la literatura remite el lenguaje de la gramática al poder desnudo del hablar, encontrando así el ser salvaje y el imperio de las palabras, que no se preocupa por la sistematicidad del lenguaje, que no surge de una teoría del significado (ni por el lado del significado ni por el lado del significante) y está al margen de toda orientación científica o hermenéutica.

La literatura no es la única manera en la cual se rechaza la figura del “hombre”; al final de Las palabras y las cosas hay una triple impugnación del dispositivo antropológico:

    1). Filosófica (iniciada por Nietzsche).

    2). Científica (las contra-ciencias, encarnadas por el psicoanálisis, la etnología y la lingüística).

    3). Literaria (Mallarmé, Artaud, Bataille, Roussel, Blanchot, Klossowski).

Ya que las figuras que analiza este articulo -esto es, la transgresión y el pensamiento del afuera- estan enmarcadas dentro de la literatura, solo me voy a demorar en esta última.

La literatura hace aparecer en el lenguaje que el hombre no accede a la revelación de su identidad, de su ser positivo y pleno, sino que allí es librado al poder dispersivo de una escritura que lo pone a distancia de sí mismo y que, en esa separación constitutiva, se consolida una distancia que habilita la posibilidad de pensar de otro modo:

Foucault asigna muy a menudo a obras literarias (las de Cervantes, Sade y, para terminar, las de Mallarmé, Roussel o Blanchot) esa función de apertura, de renovación de lo pensable: la literatura cumple claramente para él una función de deslegitimación de los saberes instituidos; opera, desde el margen de esos saberes, una relación con otros “lugares” de pensamiento, con otros espacios a recorrer, con otros lenguajes a articular (Sabot, 2007, p. 33).

El espacio de la literatura está tensionado y articulado, según Foucault, por los polos de la transgresión y la biblioteca, que constituyen ese espacio. Estas son:

[…] dos figuras ejemplares y paradigmáticas de lo que es la literatura, dos figuras ajenas y que, sin embargo, tal vez se pertenezcan mutuamente. Una sería la figura de la transgresión, la figura del habla transgresora, y otra, por el contrario, la figura de todas aquellas palabras que apuntan y hacen señas hacia la literatura, de un lado, pues, el habla de transgresión, y de otro lo que llamaría la machaconería de la biblioteca. Una es la figura de lo prohibido, del lenguaje en el límite, es la figura del escritor encerrado; la otra, por el contrario, es el espacio de los libros que se acumulan, que se adoran unos a otros, y de los cuales cada uno solo tiene la existencia almenada que lo recorta y lo repite hasta el infinito, es el cielo de todos los libros posibles (Foucault, 1996, pp. 69-70).

La muerte representada por la biblioteca no es el lugar de la apropiación racional del sentido perdido, sino un almacén de palabras muertas. Entre las dos figuras -la biblioteca y la transgresión-, Foucault privilegia la transgresión, cuyo representante más ilustre es Sade. Él, a fines del siglo XVIII, es el primero en articular el habla de la transgresión. Para pensar la transgresión, el filósofo francés analiza la obra de Bataille, cuyas conclusiones se pueden encontrar en el artículo “Prefacio a la transgresión”.

3. 1. La transgresión

En principio, la transgresión es una profanación en un mundo que ya no reconoce sentido positivo a lo sagrado, donde no hay que entender la “muerte de Dios” nietzscheana como:

[…] el final de su reino histórico, ni como la constatación por fin alcanzada de su inexistencia, sino como el espacio a partir de ahora constante de nuestra experiencia. La muerte de Dios, al suprimir de nuestra existencia el límite de lo Ilimitado, la reconduce a una experiencia en la que nada puede ya anunciar la exterioridad del ser, a una experiencia por consiguiente interior y soberana. Pero una experiencia así, en la que estalla la muerte de Dios, descubre, como su secreto y su luz, su propia finitud, el reino ilimitado del Límite, el vacío de ese salto donde desfallece y se ausenta […]. La muerte de Dios no nos restituye a un mundo limitado y positivo, sino a un mundo que se resuelve en la experiencia del límite, se hace y se deshace en el exceso que lo transgrede (Foucault, 1996, pp. 125-126).

La transgresión y el límite son correlativos: cada uno le debe al otro la densidad de su ser; el límite lo es en la medida en que puede ser transgredido y la transgresión tiene sentido en la medida en que puede profanar un límite y, de ese modo, abriendo violentamente a lo ilimitado, llevando el límite hasta su desaparición, experimentar de forma positiva su disolución a medida que lo atraviesa. Foucault encuentra la transgresión sobre todo en la literatura de Bataille, Blanchot y Klossowski, que para él condensan formas extremas del lenguaje que se han convertido en moradas, cumbres del pensamiento, experiencias en el lenguaje, de las cuales no se pretende rescatar su verdad, sino liberar, a partir de ellas, nuestro ser. En la transgresión coinciden, al punto de confundirse, lo que es la crítica y la ontología: “¿El juego instantáneo del límite y de la transgresión sería en nuestros días […] un pensamiento que sería, de un modo absoluto y en el mismo movimiento, una Crítica y una Ontología, un pensamiento que pensaría la finitud y el ser?” (Foucault, 1996, p. 130).

Para Foucault, la literatura es mucho más apta para realizar la experiencia de la transgresión que la filosofía debido a que la filosofía de su tiempo, obsesionada con el sujeto como fundamento, estaba entrampada en la concepción del filósofo como alguien que creía que era dueño del lenguaje que utilizaba:

No se trata aquí todavía de un final de la filosofía. Más bien del final del filósofo como forma soberana y primera del lenguaje filosófico […] [;] es en el corazón de esta desaparición del sujeto filosofante donde el lenguaje filosófico se adelanta como en un laberinto, no para recuperarlo, sino para experimentar (y mediante el lenguaje mismo) su pérdida hasta el límite. Es decir, hasta esa abertura en que su ser surge, pero ya perdido, enteramente derramado fuera de sí mismo […], [el filósofo] encuentra, no en el exterior de su lenguaje (por un accidente llegado de fuera, o por un ejercicio imaginario), sino en él, en el núcleo de sus posibilidades, la transgresión de su ser de filósofo. Lenguaje no dialéctico del límite que sólo se despliega en la transgresión de quien lo habla. El juego de la transgresión y del ser es constitutivo del lenguaje filosófico que lo reproduce y, sin duda, lo produce (Foucault, 1996, pp. 134-135).

La transgresión está vinculada con la proliferación de la palabra ahí donde el lenguaje nos desborda, en el cual se llega al límite y se constata el límite de nuestro lenguaje; se experimenta así la escisión y fractura que se traza en nosotros y nos designa a nosotros mismos como límite. Ahí es donde se puede y se debe producir la transgresión. En medio de esa experiencia, las palabras para expresarla faltan, no solo a uno sino al propio lenguaje, y es desde esa situación de la cual parte y se abre la filosofía. Franquear el límite es asumir que para poder expresarse hay que franquear el lenguaje para forjar un lenguaje no dialéctico, que haga la experiencia de lo imposible, que afirme la transgresión que niega el límite:

[…] la transgresión no es lo contrario del límite, sino, a la vez, su negación y su efecto, su doble invertido, hasta el punto de que ella, al confirmar el límite, se desdibuja a sí misma, tal como el límite, una vez transgredido, tiende a desaparecer. Por consiguiente, cada uno de los términos se ve anulado y confirmado a la vez en esa espiral de la que Foucault puede decir fácilmente que no es dialéctica, por cuanto es exactamente en esa forma, en realidad, como se presente (Revel, 2014, pp. 113-114).

3. 2. El pensamiento del afuera

La otra figura que Foucault retoma para pensar la transformación de sí es la del “pensamiento del afuera”, donde se tematiza aquello que está más allá del límite y que corresponde a lo que él llama el “afuera”. En El pensamiento del afuera, Foucault parte de la experiencia de hablar como una experiencia que se hace del lenguaje en su ser bruto, en su carácter de pura exterioridad. Esa distancia establecida en el “hablo” pone entre paréntesis al “yo pienso” y al sujeto soberano cartesiano. Cuando el centro privilegiado es el “lenguaje” y no el “yo”, se ve la apertura de la propia existencia a la posibilidad de ser otra:

El pensamiento del pensamiento, toda una tradición más antigua todavía que la filosofía nos ha enseñado que nos conducía a la interioridad más profunda. La palabra de la palabra nos conduce por la literatura, pero quizás también por otros caminos, a ese afuera donde desaparece el sujeto que habla (Foucault, 1997, pp. 13-14).

Sade y Hölderlin son los iniciadores del “pensamiento del afuera” encarnado por la literatura. La palabra literaria, cuando “habla”, tiene un estatuto privilegiado porque es un lenguaje que no se identifica consigo mismo; la literatura es el lenguaje que permite con mayor facilidad hacer esta experiencia del afuera, en la cual se puede llegar a pensar de otra forma. La filosofía, al ser un pensamiento reflexivo, corre el riesgo permanente de “domesticar el afuera”, de atar ese “afuera” a una identidad previa:

Todo discurso puramente reflexivo corre el riesgo, en efecto, de devolver la experiencia del afuera a la dimensión de la interioridad; irresistiblemente la reflexión tiende a reconciliarla con la consciencia y a desarrollarla en una descripción de lo vivido en que el “afuera” se esbozaría como experiencia del cuerpo, del espacio, de los límites de la voluntad, de la presencia indeleble del otro […]. De ahí la necesidad de reconvertir el lenguaje reflexivo. Hay que dirigirlo no ya hacia una confirmación interior -hacia una especie de certidumbre central de la que no pudiera ser desalojado más-, sino más bien hacia un extremo en que necesite refutarse constantemente: que una vez que haya alcanzado el límite de sí mismo, no vea surgir ya la positividad que lo contradice, sino el vacío en el que va a desaparecer; y hacia ese vacío debe dirigirse, aceptando su desenlace en el rumor, en la inmediata negación de lo que dice, en un silencio que no es la intimidad de ningún secreto sino el puro afuera donde las palabras se despliegan indefinidamente (Foucault, 1997, pp. 23-25).

El lenguaje de Blanchot, al igual que el de Bataille, niega de forma no dialéctica: no busca interiorizar lo que pretende negar para sostener una identidad, sino que sostiene una experiencia del afuera de tal manera que al lector le permita un indefinido recomienzo, una continua transformación de sí. La literatura constituye su propio espacio como afuera, como apertura que no revela nunca una esencia, que nunca se ofrece como presencia positiva sino, únicamente, como ausencia que se retira.

Vemos así que, en el periodo arqueológico, la literatura es el motor de la posibilidad de ser diferente, donde esta posibilidad está atada a las figuras de la transgresión y el pensamiento del afuera. Ambas están íntimamente vinculadas con la literatura y con la práctica de la escritura -en el caso de la transgresión, con Bataille; en el caso del pensamiento del afuera, con Blanchot-; lo que ambas buscan es quebrar los límites que nos impone el presente y que nos constriñen a ser, pensar y actuar de una determinada manera a través de un lenguaje no dialéctico. En ese sentido, estas dos figuras conceptuales son negativas, ya que no tratan de llegar a una meta específica, llegar a ser de una determinada manera, sino que buscan transgredir lo normalizado, una transformación de sí mismo a través de la experiencia que se puede hacer con cierta literatura, una literatura más cercana a la transgresión que a la quietud de la biblioteca. Se había mencionado un poco más arriba que el criterio para distinguir si una figura es espiritual o no estaba determinado por si tenía algún vínculo con la desubjetivación o la subjetivación; en el caso de la transgresión y el pensamiento del afuera, se vinculan con la experiencia literaria y, por lo tanto, con la desubjetivación. Así, se puede decir que existe una transformación de sí en sentido estricto en estas dos figuras.

4. La posibilidad de ser diferente en el periodo genealógico

En la medida en que Foucault fue desplazando sus intereses teóricos y tuvo un corrimiento en la forma en la cual investigaba, el resultado fue el enfoque que impera en Vigilar y castigar y el primer tomo de la Historia de la sexualidad, donde la lógica no se centra en el saber sino en la conjunción entre el saber y el poder, donde lo discursivo y lo que no lo es están en paridad entre ambos como elementos que interactúan entre sí en una forma de investigación histórico-filosófica en la que se conjugan no solo saberes que circulan, sino que entran en contacto y tensión constante con las prácticas, donde los saberes están en permanente interconexión con las distintas formas concretas de ejercer el poder. Habíamos visto, en los apartados anteriores, la importancia que Foucault le da al concepto del “afuera”, sus relaciones con la práctica literaria y su estrecha vinculación con la tarea de desubjetivación; en esta etapa genealógica, la predominancia pasa a estar del lado de lo político. Este enfoque centrado en lo político parecería cerrar la posibilidad de una salida a las formas en las cuales la disciplina va moldeando el funcionamiento de los individuos en la sociedad; a lo sumo se invoca in abstracto la posibilidad de resistir que tienen los individuos, o la posibilidad que estos tienen de ejercer una crítica que funciona como indocilidad reflexiva, pero de ninguna manera pareciera esbozarse una salida concreta del entramado que tejen las redes de saber-poder. Me parece que en este proceso de elaboración teórica que realiza Foucault participan y se complementan dos procesos distintos que se potencian uno a otro: por un lado, se va produciendo en Foucault un descreimiento del poder que posee la literatura con base en las observaciones que hace sobre el impacto real que tiene la literatura en su tiempo; por el otro, un desplazamiento de lo discursivo, que predominaba en su etapa arqueológica, hacia un entramado donde lo discursivo y lo no discursivo están presentes en paridad. En una palabra: la declinación de la literatura y el ascenso de la temática del poder se combinan y producen un desplazamiento en Foucault hacia lo político. Estos dos procesos se van a analizar a continuación.

4. 1. La declinación de la literatura

La importancia que tiene la literatura a nivel personal en la formación de Foucault es indiscutible; es refrendada en varias entrevistas donde él confiesa abiertamente la importancia que revistieron autores como Bataille, Blanchot y Klossowski para su propia vida. A nivel social, Foucault le da a la literatura, en un primer momento, un valor importantísimo como salida privilegiada de las trampas del humanismo, y esta valoración sobrevuela a lo largo de Las palabras y las cosas, de 1966; pero esta valoración tan elevada empieza a decaer, por lo menos en el significado que le da Foucault a la literatura en el ambiente contemporáneo a él, y se expresa de modo contundente en la entrevista con Roger-Pol Droit en 1975. A lo largo de casi una década, la opinión de Foucault ha sufrido un giro pronunciado en su valoración sobre el valor de la literatura. ¿En qué se basa este giro? En que, en la percepción de nuestro filósofo francés, hay una relación íntima entre la declinación del potencial transgresor de la literatura y la progresiva asimilación de esta por parte de la institución universitaria: la declinación de la literatura es el correlato de su identificación con la universidad. Durante el siglo XIX, en la universidad se fue constituyendo una literatura que se llamaría “clásica”; esa literatura clásica no coincidía con lo que era la literatura contemporánea y, de hecho, esta última se constituía en lo que era como una especie de crítica de lo que es la literatura clásica. Esa separación inicial se fue diluyendo hasta que, en algún momento, se produjo una identidad entre la literatura contemporánea y la universidad:

Se sabe perfectamente que hoy en día la literatura llamada de vanguardia sólo es leída por los universitarios. Se sabe muy bien que, en la actualidad, un escritor que haya superado la treintena está rodeado de estudiantes que hacen sus tesis basándose en su obra. Se sabe asimismo que la mayoría de los escritores se gana la vida impartiendo cursos y como profesores universitarios. Por lo tanto, ya tenemos ahí una verdad: que la literatura funciona como tal gracias a un juego de selección, de sacralización, de la valoración institucional, en la cual la universidad es a la vez emisor y receptor (Foucault, en Droit, 2008, p. 63).

Esta asimilación que hace la universidad de la literatura contemporánea, al punto de identificarse con ella, pone en duda el supuesto aspecto subversivo que tiene lo literario en la Francia de los setenta; Foucault no piensa que la intransitividad de la literatura se corresponda con un rol intrínsecamente revolucionario, como pretendían quienes sacralizaban la literatura.4 El filósofo francés ve un bloqueo político en el rol que la literatura juega en la sociedad, ya que existe una cultura escolar que impone toda una “teología de la literatura”, relacionada con la afirmación de que la escritura es subversiva, y todos los docentes que señalan que las grandes decisiones de una cultura, sus puntos de inflexión, se deben buscar en Diderot, Sade, Hegel o Rabelais hacen que terminen coincidiendo los vanguardistas y la gran masa de la Universidad. Llegamos a una situación un poco paradójica: en la misma entrevista en la cual Foucault pondera que la importancia política que tiene la literatura contemporánea raya en la insignificancia por la asimilación que hizo de esta la universidad, confiesa la importancia personal que tuvo la literatura en su formación, ya que le permitió desembarazarse de la filosofía académica:

En la medida en que yo era, pese a todo, universitario, profesor de filosofía, lo que quedaba de discurso filosófico tradicional me estorbaba en el trabajo que había hecho a propósito de la locura. Hay ahí un hegelianismo que arrastra. Mostrar objetos tan irrisorios como los informes policiales, las medidas de internamiento, los gritos de los locos, no es suficiente para salir de la filosofía. Para mí, Nietzsche, Bataille, Blanchot y Klossowski fueron maneras de salir de ella (Foucault, en Droit, 2008, p. 68).

En la medida en que Foucault se sitúa en el ámbito político, puede ver que el valor de lo literario declina aun cuando puede sostener que ha sido esencial para su propio desarrollo formativo y teórico. A título de observación, se puede señalar que esta declinación del poder de la literatura en su rol transgresor podría ser comparado con la declinación del poder que tiene la filosofía en la medida en que es institucionalizada como una actividad universitaria. Así como la filosofía fue desactivada por la academia, Foucault ve que la potencia transgresora de la literatura es devorada también por la misma institución.

4. 2. El ascenso de lo político

Revel divide la obra de Foucault señalando dos grandes cesuras que marcan el recorrido teórico del intelectual francés. En este sub-apartado nos vamos a concentrar en el primer corte que se establece entre las décadas de los sesenta y los setenta, cuando:

[…] se pasa de un interés centrado principalmente en el campo discursivo (es decir, en el doble registro de lo literario y lo lingüístico), y articulado en función de una indagación arqueológica, a una perspectiva genealógica que ya no distingue lo discursivo de lo no discursivo y se interroga mucho más sobre las prácticas y las estrategias, sobre los dispositivos y las relaciones de poder, que se vincula, en síntesis, al campo de lo político (Revel, 2014, p. 91).

En el mismo movimiento en el cual la literatura pareciera despojarse de importancia para Foucault, emerge la valoración de la dimensión política en conjunto con las investigaciones genealógicas; estas ponen en el centro de la escena la relevancia del poder y las formas en que es ejercido, desde una perspectiva alejada de todo esencialismo y con un ojo cuidadoso puesto en el análisis de lo singular: “Describir la materialidad y la variedad extrema de las relaciones de poder implica, en definitiva, renunciar a un análisis que identifique ipso facto el poder con una entidad definida y fije de una vez para siempre su identidad y funcionamiento, implica ponerse, por el contrario, a la escucha de la realidad” (Revel, 2014, p. 126). Más allá del cambio de interés privilegiado a la hora de investigar, vale la pena señalar que existe una continuidad entre el periodo arqueológico y el genealógico: el individuo no es el “elemento primero”, sino que es el resultado de un conjunto de fuerzas impersonales. La diferencia especifica entre ambas etapas está dada por el análisis de los procedimientos disciplinarios, que hace énfasis en las practicas que, acompañadas de los discursos, muestran cómo se van moldeando las subjetividades:

En Foucault, las “disciplinas” designan una modalidad de aplicación del poder que aparece entre fines del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX. El “régimen disciplinario” se caracteriza por cierto número de técnicas de coerción que se ejercen con arreglo a una cuadricula sistemática del tiempo, el espacio y el movimiento de los individuos, y que invisten particularmente las actitudes, los gestos, los cuerpos (Revel, 2014, pp. 149-150).

La forma en que Foucault aborda las redes de saber-poder, más que una teoría hecha y derecha para aplicar a todo tiempo y lugar, trata de delimitar una cierta forma de análisis del poder que preste atención a la sutileza de las formas de ejercicio de poder concretas. En Vigilar y castigar (2012, pp. 33-39), se opta por el análisis de los sistemas penales, no desde su aspecto represivo, negativo, sino que se asume que el poder es productivo, cuyos efectos son en primer lugar formativos, donde las relaciones de poder buscan educar a los cuerpos, no a través de la violencia o de la ideología sino mediante las practicas, a través de la “tecnología política del cuerpo” (2012, p. 35), donde se intersectan y confluyen practicas discursivas y no discursivas que no es posible localizar en “un tipo definido de institución, ni en un aparato estatal” (p. 35). En ese sentido, Foucault parte de la premisa de que el saber y el poder no son elementos que se contraponen, sino que:

[…] poder y saber se implican directamente el uno al otro; […] no existe relación de poder sin constitución correlativa de un campo de saber, ni de saber que no suponga y no constituya al mismo tiempo unas relaciones de poder. Estas relaciones de “poder-saber” no se pueden analizar a partir de un sujeto de conocimiento que sería libre o no en relación con el sistema del poder; sino que hay que considerar, por lo contrario, que el sujeto que conoce, los objetos que conocer y las modalidades de conocimiento son otros tantos efectos de esas implicaciones fundamentales del poder-saber y de sus trasformaciones históricas (Foucault, 2012, p. 37).

Otro elemento importante a la hora de reconceptualizar el ejercicio de poder es el esfuerzo de no pensarlo como una propiedad, algo que se posee, sino como una estrategia, algo que se ejerce, que sostiene una red de relaciones que siempre está en actividad, que no es el privilegio de nadie sino que se encuentra diseminado a lo largo de quienes dominan y quienes son dominados, por lo cual se puede decir que “estas relaciones descienden hondamente en el espesor de la sociedad” (Foucault, 2012, p. 36) y “definen puntos innumerables de enfrentamiento, focos de inestabilidad cada uno de los cuales comporta sus riesgos de conflicto, de luchas y de inversión por lo menos transitoria de las relaciones de fuerzas” (pp. 36-37).

4. 3. Resistencia

En el marco de estas redes de saber-poder, Foucault no llega a tematizar una salida, se limita, en cambio, a señalar como una posibilidad lo que es la “resistencia”. A diferencia de las posibilidades positivas abiertas por la “transgresión” o el “pensamiento del afuera”, la figura de la resistencia es meramente negativa: la resistencia no es anterior al poder al que se opone, sino que es coextensiva y contemporánea de este. No hay anterioridad ni lógica ni cronológica de la resistencia (ya que esta debe presentar las mismas características que el poder):

La resistencia no procede, pues, del exterior del poder, incluso se le parece, por cuanto adopta sus características, lo cual no significa que ella no sea posible. En efecto: la resistencia puede, a su vez, fundar nuevas relaciones de poder, así como nuevas relaciones de poder pueden, inversamente, promover la invención de nuevas formas de resistencia (Revel, 2014, p. 116).

Foucault, en el primer tomo de Historia de la sexualidad, señala esta “solidaridad” indisoluble entre el poder y la resistencia: “donde hay poder hay resistencia” (2007, p. 116). Esto permite al filósofo francés pensar las luchas en toda su complejidad microfísica: las relaciones de poder que se establecen en todas partes; la resistencia no es una rebeldía contra todo poder o contra un poder total, sino que se trata de una impugnación inmanente diseminada de forma irregular a lo largo de toda la red de poder respecto de uno o de ciertos estados particulares de dominación. La posibilidad permanente de una o múltiples estrategias de resistencia es lo que hace que existan los efectos de poder y no se reduzcan a meros problemas de obediencia; de esa manera:

[…] la red de las relaciones de poder concluye por construir un espeso tejido que atraviesa los aparatos y las instituciones sin localizarse exactamente en ellos, así también la formación del enjambre de los puntos de resistencia surca las estratificaciones sociales y las unidades individuales. Y es sin duda la codificación estratégica de esos puntos de resistencia lo que torna posible una revolución, un poco como el Estado reposa en la integración institucional de las relaciones de poder (Foucault, 2007, p. 117).

4. 4. Crítica como indocilidad reflexiva

Un paso hacia adelante en la forma de pensar una salida de las redes de saber-poder, aunque se quede corta, es la tematización que hace Foucault de la crítica en una conferencia de 1978 titulada “¿Qué es la crítica? (Crítica y Aufklärung)”. En esta conferencia, el filósofo francés toma la actitud crítica, emparentándola con la virtud, como una negativa a “no ser gobernado de esa forma y a ese precio” (Foucault, 2003, p. 8) por un determinado gobierno; la crítica pasa a ser “compañero y adversario a la vez de las artes de gobernar, como manera de desconfiar de ellas, de recusarlas, de limitarlas, de encontrarles una justa medida, de transformarlas, de intentar escapar a estas artes de gobernar o, en todo caso, desplazarlas, a título de reticencia esencial” (Foucault, 2003, p. 8), se trata de un rechazo que encarna una “indocilidad reflexiva” (p. 11), el “arte de la inservidumbre voluntaria” (p. 11). Me parece importante retomar la aguda observación que hace Farrán sobre esta conferencia para explicar por qué esta figura merece ser situada en el periodo genealógico antes que el ético:

En general, se suelen tomar ¿Qué es la crítica? y ¿Qué es la Ilustración? de manera conjunta, enfatizando la continuidad temática entre ellos […] [;] sin embargo, hay algo más esencial entre ambos textos, que muestra el pasaje por ese punto de inflexión aludido en el que Foucault modificó su modo de concebir la noción de gobierno. En breve, falta explicitar qué modo de gobierno se deduce de una ontología crítica del presente, si en la anterior elaboración de la actitud crítica aún primaba la circularidad entre saber y poder, por lo cual aquélla se definía de manera general y negativa como “el arte de no ser de tal modo gobernado” (Farrán, 2019, p. 62).

A pesar de la continuidad temática, vemos que en “¿Qué es la crítica?” se privilegia la red de saber-poder, mientras que en “¿Qué es la Ilustración?” se privilegia el entramado saber-poder-sujeto; en ambos textos, el componente político es insoslayable, pero, mientras que en el primer texto tenemos al sujeto como un resultado que, a lo sumo, se resiste al ejercer la crítica, en el segundo texto lo tenemos como un elemento más que activamente tuerce las redes de saber-poder. De esto podemos concluir que el texto pertenece más al periodo genealógico que al ético. A pesar de que es un avance concreto en la conceptualización de la resistencia el uso de la figura de la “crítica como indocilidad reflexiva”, es imposible decir que la salida sea positiva, como sí lo será en el periodo ético con la figura del “pliegue”, ya que la crítica solo se limitaría a negar un régimen político en vez de contraponerle otro o inventar otro modo de ser.

Vemos que, en el periodo genealógico, coinciden en la teorización foucaultiana la declinación de la literatura como la encarnación de la posibilidad de ser diferente con un creciente interés por la política en la forma de redes de saber-poder. La figura que impugna una cierta disposición de esa red es representada por el papel estratégico de la resistencia. Esta figura, a diferencia de la transgresión o del pensamiento del afuera, se limita a ser una negación inmanente de un estado de cosas pero que no esboza una salida clara y positiva. En este periodo, la posibilidad de ser otro está delineada por una posibilidad que no se explora y que se limita a enunciar de forma minimalista la figura de la “resistencia” como una especie de corolario de la teoría de poder que subyace a los análisis microfísicos de Foucault. Lo mismo puede decirse de la figura de la “crítica”, que, aunque representa un avance respecto de la “resistencia”, ya que involucra una actitud determinada, no logra escaparse de la mera negación. El criterio que se había esbozado al comienzo para señalar si las figuras estaban incluidas dentro de la espiritualidad era su pertenencia o relación con los procesos de desubjetivación o de subjetivación. En este caso, las figuras de la resistencia y de la crítica no están vinculadas con ninguno de esos dos procesos, por lo cual, a lo sumo, se puede hacer una interpretación “sintomática” de ambas: el esfuerzo teórico de Foucault ha intentado dar cuenta de lo que es la transformación de sí, pero no ha podido dar en la diana al momento de la conceptualización. Por lo tanto, ninguna de estas dos figuras puede enmarcarse dentro de la transformación de sí entendida en sentido estricto, mas allá de que representen actitudes que trascienden y combaten lo establecido.

5. La posibilidad de ser diferente en el periodo ético

Mencionamos anteriormente que Judith Revel localiza dos grandes cesuras en la obra foucaultiana; el segundo corte, el que inaugura el periodo ético, se da entre los setenta y los ochenta, cuando:

[…] se pasa de una analítica del poder concebida aun, esencialmente, como una gubernamentalidad de los otros, a un análisis de la relación consigo mismo, de las formas de producción de subjetividad, y a una problematización más general de la articulación de la triple relación consigo mismo, con los otros y con el mundo, que introduce en una dimensión propiamente ética (Revel, 2014, p. 91).

Foucault, en su etapa final, se reconcilia con cosas que había rechazado de plano en su etapa arqueológica, como lo son el iluminismo, la revolución, la Modernidad y el sujeto.5 Estos temas se entrelazan entre sí en la cuestión del sujeto, pero este no es entendido como una entidad independiente, aislada, preconstituida y que solo entraría en relación con el mundo exterior de forma ocasional, casi accidental, sino como el resultado de un modo de subjetivación histórica donde se expresa la síntesis de lo heteróclito y lo diverso. En esa producción de subjetividades se entrecruzan:

[…] la descripción arqueológica de la constitución de cierto número de saberes sobre el sujeto, a la descripción genealógica de las prácticas de dominación y las estrategias de gobierno a las que pueden ser sometidos los individuos, y al análisis de las técnicas mediante las cuales los hombres, trabajando la relación que los enlaza a sí mismos, se producen y se transforman (Revel, 2014, p. 172).

La subjetividad no está fijada a una determinada esencia, sino que siempre está en movimiento; es, a la vez, producto de las técnicas de dominación como de las técnicas de sí. Es importante recalcar que el pensador francés, cuando habla del sujeto, no piensa en la identidad psicológica que pueda tener un individuo, sino que piensa la constitución de ese sujeto con base en las prácticas de saber, poder y éticas en el marco de las determinaciones históricas que fijan sus modalidades. Esa diversidad de prácticas que constituyen a los sujetos se puede dividir en dos caras, que se relacionan una a la otra a la manera de la cinta de Moebius: por un lado están las técnicas de dominación que establecen prácticas de objetivación de los sujetos; por otro lado, las técnicas de sí que establecen las prácticas que un sujeto sostiene consigo mismo y que le permiten constituirse como sujeto de la propia existencia. Ambos tipos de técnicas no son contradictorios entre sí; de hecho, están íntimamente ligados y confluyen en el modo de subjetivación: el acto de ser conducido, donde mi acción es inducida por otro a través de las técnicas de dominación, también implica y exige una actividad de quien es sujetado, puesto que existe la voluntad de dejarse guiar por otro, a través de las técnicas de sí. Los modos de subjetivación se establecen en el intervalo que surge entre estos dos tipos de técnicas: unas que buscan que el sujeto pueda reducirse a un objeto al que se pueda manipular, y otras que abren la subjetivación a un vínculo ético-político entre uno mismo y los demás, donde el sujeto hace la experiencia de sí mismo. De esto se desprende que la posibilidad de esculpir el sí mismo al modo de una obra de arte, tal como lo postula la “estética de la existencia” que propone Foucault, no se establece afuera del tejido saber-poder, sino en su torsión íntima.

Esto impone el dejar de hablar de la “verdad” a secas para empezar a hablar de “juegos de verdad”, para dar cuenta de hasta qué punto son indisociables, dependientes el uno del otro, el análisis de la constitución de los objetos de conocimiento y el de los modos de subjetivación. Foucault, al sustraerse de la definición de la “verdad como adecuación”, entra en la lógica de los “juegos de verdad”, donde se describe el funcionamiento de las reglas en razón de las cuales lo que dice un sujeto sobre cierto objeto (o de él mismo como objeto) puede depender de la cuestión de lo verdadero y lo falso. Lo verdadero y lo falso, en vez de ser pensados en términos ahistóricos y esencialistas, como lo hacía la concepción de la verdad como adecuación, se piensan como el resultado del entramado de discursos y prácticas que ejercen los sujetos inmersos en un “juego de verdad” en un determinado momento histórico; en este cruce de elementos, el sujeto actúa y “elabora una experiencia que va a insertar la subjetivación en una relación triangular con los sistemas de la verdad y de dispositivos de poder” (Fimiani, 2009, p. 33).

5. 1. El pliegue

En la etapa genealógica, Foucault pareciera limitarse a mostrar como “salida” del entramado de saber-poder una acción de resistencia o una negación mediante la crítica; en la etapa ética, sobre todo en varias de las últimas entrevistas que pudo dar antes de su fallecimiento, el filósofo francés comienza a insistir en una propuesta afirmativa cuyo centro es la creación de formas de vida alternativas a las que ya existen y que están dadas por el entramado de poder-saber. La resistencia, en esta etapa ética, no se reduce a un ejercicio de negación in abstracto, sino que funciona como prerrequisito para la invención que exige, además, un ejercicio conjunto de adiestramiento y de análisis, de examen y de distanciamiento, que elaboren y prolonguen una salida inmanente a los “juegos de verdad” en los cuales el sujeto está inmerso, siempre con el norte de extender, tanto como sea posible, la autonomía personal, de ser más un sujeto en sentido propio antes que un sujeto sujetado (más allá de que nunca se puede rehuir del todo a los dispositivos de poder que establecen la base de los modos de subjetivación). En esta invención de nuevas formas de vida, no se trata solo de reaccionar ante lo que traza un límite a las prácticas de libertad, sino que se trata de establecer una relación creativa de sí consigo mismo, de crear un “pliegue” que solo puede darse en este terreno del sí mismo (Soi) donde se produce la intersección de las relaciones de poder y de las prácticas de libertad, en el esfuerzo de reapropiarse ella misma y que en el mismo movimiento se reinventa y se produce. La existencia de los sujetos, entonces, se encuentra tensada por una lógica de poder que busca administrar (es decir, contener, modificar, organizar, disciplinar, canalizar, explorar, influir, etc.) lo existente para su propio provecho y por una lógica creativa que se asienta sobre esta lógica del poder para poder inventar nuevas formas de vida, de experimentar modalidades expresivas o maneras de estar juntos, de intentar relaciones inéditas consigo mismo y con los otros.

Vemos que, en el periodo ético, Foucault da cuenta de la posibilidad de elaborar nuevas formas de ser, pero teniendo en cuenta que lo nuevo requiere de lo viejo para poder desarrollarse; la nueva forma de vida que se inventa es inmanente y material al entramado de saber-poder, pero busca introducir una diferencia, una transformación de sí, que es el resultado de una torsión íntima de lo real, un “pliegue” que enriquece en ese movimiento al sí mismo. Esta concepción foucaultiana que articula los discursos, las estrategias del poder y las acciones éticas de los sujetos está enmarcada en una “ontología crítica de nosotros mismos”, como la esbozada en “¿Qué es la ilustración?”. Al principio de este artículo se había señalado como criterio para hablar de la transformación de sí en sentido estricto la vinculación con los procesos de desubjetivación o de subjetivación; en esta etapa y en la figura del pliegue, lo que se ve es que esta última está relacionada íntimamente con el proceso de subjetivación, por lo cual se puede hablar de transformación de sí en sentido estricto.

6. La primacía de lo espiritual en los tres periodos como una línea de continuidad subterránea que atraviesa toda la obra de Foucault: el problema del sujeto.

El pensamiento de Foucault ha sido muchas veces calificado de anti-antropológico, no solo por otros sino también por él mismo. Es importante delimitar bien en qué sentido lo es: se trata de una filosofía que rechaza de plano al hombre del humanismo y de las ciencias humanas; sin embargo, según Foucault mismo confesó en diversas entrevistas y artículos hacia el final de su vida, la preocupación en torno al sujeto fue siempre una constante a lo largo y ancho de su obra. En todo caso, lo que hace Foucault es abordar la subjetividad, no como algo dado, como hacían las filosofías que van de Descartes a Husserl, sino haciendo un abordaje histórico del sujeto, de las formas en las cuales es modelado. Foucault confiesa, en “La escena de la filosofía”, su admiración por las obras de Klossowki, Blanchot y Bataille, porque considera que fueron los primeros en problematizar la noción de “sujeto”, de cuestionarlo como fundamento, como forma elemental, originaria y autosuficiente, dando lugar a una concepción del sujeto donde este “se forma a partir de cierto número de procesos que no pertenecen al orden de la subjetividad, sino a un orden difícil de nombrar y de hacer aparecer, pero más fundamental y más originario que el propio sujeto […]. El sujeto es una génesis, tiene una formación, una historia, el sujeto no es originario” (Foucault, 1999, p. 169).

Hay que ver, en la arqueología y la genealogía foucaultianas, no un rechazo al sujeto y su problemática, sino dos modos teóricos que se esfuerzan en pensar más allá del horizonte de las filosofías del sujeto previas al estructuralismo y el posestructuralismo, que apuntan a mostrar que el sujeto no se constituye sobre “el fondo de una identidad psicológica, sino a través de prácticas que pueden ser de poder o de conocimiento, o mediante técnicas de sí; y ello, obviamente, en el marco de determinaciones históricas que fijan sus modalidades” (Revel, 2014, p. 171). La producción histórica de las subjetividades pertenece, a la vez, a la descripción arqueológica (donde se analiza la constitución de cierto número de saberes sobre el sujeto), a la descripción genealógica (donde se analizan las prácticas de dominación y las estrategias de gobierno a las que pueden ser sometidos los individuos) y a la descripción ética (donde se analizan las técnicas de sí, mediante las cuales los hombres se producen y se transforman). El sujeto es “ese lugar inasignable de la subjetividad en movimiento, en perpetuo ‘desprendimiento’ respecto de ella misma” (Revel, 2014, p. 172), donde se entrecruzan las experiencias, las determinaciones históricas y el trabajo de sí; surge de ese cruce la invención de sí, no como un ponerse afuera de la grilla del saber-poder, sino como su torsión íntima.

La (auto)crítica que se hace Foucault es que quizás durante mucho tiempo estuvo más interesado en las formas en las cuales el sujeto es constituido por los discursos y las relaciones de poder que enfocado en ver las distintas maneras en las cuales el sujeto se constituye a sí mismo. Más allá de las complejizaciones que se dan a lo largo de la obra de Foucault, pienso que hay una especie de hilo conductor que la atraviesa de punta a punta: la empresa de ser diferente del que se es. Esta posibilidad de transformación, lo espiritual, se da en el espacio entre la libertad de un sujeto y la verdad de un conocimiento, donde acontece, según Fimiani, una “calificación ética de la verdad”, donde “será lo verdadero que decide sobre lo ético, así como será lo ético que decide sobre lo verdadero” (2009, p. 8); así, se establece un permanente círculo que va de la subjetivación hasta la producción de verdad, donde un sujeto se abre al mundo y pone a prueba su saber en su obrar y experimenta, de esa forma, consigo mismo.

Dicho lo anterior, creo que se puede hacer un balance para ver si la hipótesis de este artículo está justificada. Pero, antes de hacer ese balance, me parecía esencial mostrar que la exigencia espiritual que atraviesa la obra de Foucault tiene como correlato otra preocupación foucaultiana: la del sujeto. De hecho, en su obra, en la medida en que se oscurece el sujeto de los análisis pareciera borronearse la posibilidad del cambio, mientras que, cuando está colocado en primer término, pareciera obtener la primacía:

  • Durante el periodo arqueológico tenemos un enfoque metodológico que se centra sobre todo en la cuestión discursiva.6 De todos modos, Foucault logra localizar en la literatura la posibilidad de llegar a ser distinto a través de una experiencia que transgrede los límites o de una experiencia del afuera que produce una desubjetivación de quien atraviesa una determinada literatura. En esta conceptualización,se puede ver que el cambio es posibilitado por la naturaleza de los discursos: es la naturaleza radical del discurso literario la que permite transgredir los límites y posibilitar una transformación (en sentido estricto). A pesar de que hay trazos de estructuralismo y posestructuralismo en los planteos foucaultianos, las salidas que él propone a través de la literatura son salidas individuales, que luego pueden extenderse a otros individuos en la medida en que la literatura expone una salida de una cierta episteme.

  • Durante el periodo genealógico tenemos una metodología en la que empiezan a entrar en interacción tanto el componente discursivo como el no discursivo, lo que genera redes de saber-poder. La salida de estas redes se enuncia de forma negativa a través de la figura de la resistencia (un rechazo que, en principio, pareciera ser anónimo) y de la crítica como indocilidad voluntaria (un rechazo ejercido por alguien particular pero que solo puede limitarse a decir “no”). Al colocarnos en un enfoque político, lo que está puesto en primer plano es la cuestión colectiva, cara a la cual Foucault parece no poder arrimar ningún tipo de propuesta de resolución que trascienda la negación abstracta. Más allá de eso, la búsqueda espiritual de llegar a ser distinto del que se es sobrevuela esta teorización, el criterio que se ha usado para distinguir en sentido estricto esta transformación de si era la posible relación con los procesos de desubjetivación o de subjetivación. Ninguna de las dos figuras se relaciona con esos procesos, por lo cual esta forma deficiente de teorización a lo sumo puede tener un valor sintomático de un esfuerzo teórico que no ha llegado a buen puerto.

  • Durante el periodo ético, lo que tenemos es una torsión en la forma de abordar la política: a las redes de saber-poder se les añade explícitamente el sujeto, un sujeto que ha dejado de ser un resultado de aquellas para ser un elemento más que interactúa con esas redes mismas. En ese sentido, podemos ver una complejización del marco teórico foucaultiano, donde el planteo político de la etapa genealógica, que parecía ahogar al sujeto en la negación abstracta, puede, a través de un pliegue, realizar una torsión en esas redes y crear nuevos modos de vida. A pesar de eso, Foucault no llega a proponer una salida colectiva: se limita a proponer una salida individual mediante la “estética de la existencia”, que si bien abreva de soluciones que han sido provistas por la sociedad, se realiza de forma individual. La vinculación que tiene la figura del pliegue con el proceso de subjetivación da cuenta satisfactoriamente de que se puede hablar aquí de una transformación de sí en sentido estricto.

Para concluir, podemos ver que Foucault, a lo largo de su obra, en sus tres etapas, aunque solo en dos en forma estricta, ha sostenido esta búsqueda individual de ser distinto del que se es, búsqueda que es un correlato de una preocupación por el sujeto y sus posibilidades. Llegar a être autrement es una preocupación de un sujeto, un sujeto atravesado por las redes del saber-poder, pero lo suficientemente escurridizo como para no ser atrapado por ellas. En el esfuerzo de dilucidar las posibilidades del sujeto han transcurrido los esfuerzos teóricos de Foucault a lo largo de toda su vida.

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2 Incluso la figura de la “resistencia”, que no es mencionada por Revel pero que sobrevuela implícitamente en Vigilar y castigar y explícitamente en el primer tomo de la Historia de la sexualidad, no se puede considerar que estrictamente tematice la posibilidad de un cambio, sino que pareciera ser el correlato negativo y necesario de una teoría de poder que no encuentra una salida de sí misma, donde la resistencia solo pareciera fortalecer al poder que se ejerce. Lo mismo se puede decir, grosso modo, de la figura de “crítica como indocilidad reflexiva”.

3 Como observación se puede hacer notar que Agamben pareciera no registrar que en la obra foucaultiana está la noción de “desubjetivación” a pesar de que esta fue expresada de forma explícita por el filósofo francés además, desde ya, de la noción de “subjetivación”.

4 El filósofo francés toma como ejemplos de una búsqueda de desacralización de lo literario a las empresas teóricas emprendidas por Blanchot y Barthes.

5 Estos elementos, que de repente pasan a tener un valor positivo en la apreciación foucaultiana, ¿constituyen una especie de retorno de lo reprimido donde se terminan imponiendo temas dejados de lado, pero que pujan por su retorno? De todos modos, incluso bajo la hipótesis de un retorno, no se puede hablar de una asimilación acrítica por parte de Foucault, pues este asume estos temas de un modo original.

6 Esta afirmación se puede matizar, y, de hecho, el mismo Foucault en sus últimas entrevistas lo hizo un sinnúmero de veces. Las investigaciones histórico-filosóficas, como La historia de la locura o El nacimiento de la clínica, difícilmente se puedan reducir a una cuestión meramente discursiva. Lo que sí se puede señalar es que la cuestión discursiva pareciera tener una primacía respecto de lo demás y, en ese sentido estricto, la afirmación de que el periodo arqueológico de Foucault se centra en lo discursivo es precisa.

Recibido: 05 de Abril de 2022; Aprobado: 05 de Julio de 2022

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Este artículo recupera directamente pasajes e ideas que aparecieron en textos previos de mi autoría, especialmente Pereyra (2021 y 2022).

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