“¿Cuántas retóricas?”, se preguntaba Wayne Booth (2004) en el primer capítulo de su libro significativamente titulado The Rhetoric of Rhetoric. En el pensamiento y la cultura contemporáneos, hemos asistido a cierto redescubrimiento, florecimiento y auge de la retórica, como atestigua la difusión de la investigación retórica y la proliferación de publicaciones con alguna variante del título La retórica de… (Booth, 2004, p. 25). En este regreso protagónico de la retórica, se pueden distinguir tres momentos diferenciados: la restauración de la retórica, la nueva retórica y el giro retórico (Gaonkar, 1993). Desde comienzos del siglo XX, se institucionalizó en los departamentos de comunicación oral de algunas universidades estadounidenses cierto renacimiento de una retórica técnica y pedagógica, orientada a cultivar las habilidades comunicativas, la oratoria y el debate público. Como parte de esta rehabilitación de la retórica, también se consolidó la investigación sobre la historia de la retórica y la práctica de una crítica retórica. No obstante, este rescate de la tradición retórica no pretendía resucitarla como una disciplina autónoma y de alcance general, sino que tenía un interés acotado en la crítica literaria de ciertos textos del canon occidental, únicamente comprensibles bajo el canon de las tradiciones retóricas. Quizá la retórica literaria de Heinrich Lausberg (1983) sea el ejemplo más nítido y logrado de esta propuesta de una retórica escolar y filológica ―análoga a la gramática escolar― abocada a reconocer las formas retóricas como instrumental para la formación filológica y, por extensión, como recursos de la comunicación humana.
El segundo momento decisivo en el rescate contemporáneo de la retórica corresponde al intento de reacondicionar conceptualmente la tradición retórica para adaptarse a las actuales condiciones comunicativas. Bajo la designación de “nueva retórica”, se alude a un conjunto de obras que reivindicaban las opciones de la argumentación retórica y del discurso persuasivo frente al énfasis positivista en la demostración lógica y en la investigación basada en la evidencia de los datos. Como afirmó Chaïm Perelman (1997), la renovación de la retórica no se vinculaba a una simple formalización de la retórica de las figuras o a la institucionalización de la retórica como técnica de comunicación persuasiva, sino a un reexamen de las relaciones entre retórica y dialéctica y a una reconstrucción de la teoría de la argumentación, “concebida como una nueva retórica o una nueva dialéctica” que “cubre todo el campo del discurso que busca persuadir o convencer, cualquiera sea el auditorio al cual se dirige y cualquiera sea la materia sobre la cual versa” (p. 24). Al fin y al cabo, el declive de la retórica se habría vinculado a un olvido de la dialéctica y la teoría de la argumentación, así como a la consagración de la lógica formal y el razonamiento evidente. De ese modo, la nueva retórica de Perelman, centrada en la argumentación persuasiva y en el auditorio al que el orador ha de adaptar su discurso (en los medios discursivos para lograr argumentativamente la adhesión del auditorio), se perfilaba como un instrumento para la argumentación filosófica, para la deliberación práctica y para la investigación de problemas teóricos con un repertorio de definiciones, modelos y analogías idóneas (Perelman, 1997, pp. 26-27). También Stephen Toulmin (2019) reivindicó una nueva teoría de la argumentación (centrada en el logos y concebida bajo la analogía de la jurisprudencia y el modelo de discusión racional en los procesos judiciales) para cuestionar el ideal analítico de la demostración lógica formal y la implicación deductiva necesaria. Según Toulmin, la idealización de los silogismos analíticos y de la lógica formal como marco ideal de la argumentación no consigue dar cuenta de los argumentos sustanciales y situados que empleamos habitualmente en el razonamiento práctico. En ese sentido, la teoría de la argumentación propuesta por Toulmin se perfila como una lógica aplicada e informal capaz de atender a las prácticas reales de evaluación de argumentos en distintos campos, a los modelos históricos de argumentación y al desarrollo histórico de los contextos argumentativos (Toulmin, 2019). En el caso de I. A. Richards (1965), la invocación de una nueva retórica respondió a cierto malestar ante el estado deplorable de una retórica académica que solo prescribía reglas argumentativas librescas y fórmulas estilísticas manidas, o se preocupaba unilateralmente de la persuasión, cuando debiera profundizarse nuestra comprensión de los modos discursivos de producción del significado, de las interacciones contextuales de los significados y de los desplazamientos metafóricos del sentido. Desde esa perspectiva, Richards propuso una retórica revivida que se hiciera cargo del entendimiento y del malentendido discursivos, así como de la idoneidad de nuestras formas de comunicación, a partir de una indagación de los modos de significar y la creación metafórica de significados.
El tercer momento del actual renacimiento de la retórica corresponde al llamado “giro retórico” (rhetoric turn): en un escenario de erosión de los grandes relatos filosóficos y de las concepciones filosóficas fundacionales, la retórica se habría reubicado en una posición central por medio de un movimiento transdisciplinar y un desplazamiento radical de la autocomprensión de la retórica. Así, la retórica ha trascendido sus tradicionales cotos disciplinares (retórica técnica escolar, retórica literaria o teoría de la argumentación) y se involucra constitutivamente no solo en la transformación del discurso literario o filosófico, sino también en la reformulación de los supuestos de las ciencias humanas, las instituciones culturales y las ideologías políticas; deja de ser un artefacto local y pasa a convertirse en un proceso global (Gaonkar, 1993). En ese contexto, se entienden las varias facetas del giro retórico: las propuestas que reinterpretan o deconstruyen ―a través del envío metafórico, del desbordamiento tropológico y de la retirada retórica constante― el discurso filosófico tradicional y el ordenamiento de nuestras instituciones filosóficas y culturales (Derrida, 1989), eventualmente bajo la forma de una metaforología (Blumenberg, 2003); los intentos de autocomprensión retórica del discurso científico, bajo la forma de una retórica de la investigación, y la asunción de un rol constitutivo de la retórica en la construcción de los hechos científicos (Gross, 2006; Gusfield, 1976; Overrington, 1977); más concretamente, los estudios de la retórica de la economía (McCloskey, 1983), de la retórica antropológica (Clifford y Marcus, 1991), de la retórica historiográfica (White, 1992) e, incluso, de una psicología retórica que enmarca los procesos mentales como interacciones conversacionales situadas (Billig, 2017). En última instancia, el escenario propiciado por el giro retórico puede describirse como una retórica globalizada e interdisciplinaria (Simons, 2003). En un sentido más radical ―como planteó Stanley Fish (1992)―, el giro retórico involucra un desplazamiento de la retórica desde la periferia irrelevante de la elocuencia vacua (el lugar en que la mantuvo la racionalidad científica y el objetivismo filosófico fundacional) hasta una posición central y ubicua en cualquier discurso, como “arte de analizar y presentar las exigencias locales” (p. 271); entonces, la retórica se perfila como una situación o condición antropológica, la del homo rhetoricus, actor dramático de las realidades que construye discursiva e interpretativamente tanto en su forma como en su contenido y tanto en la actuación pública como en su propia autoescenificación personal (Fish, 1992, pp. 274-275).
El debate sobre el alcance y centralidad de la retórica ―en el marco de la nueva retórica y del proyecto de una retórica general― también se ha reproducido en los estudios retóricos hispánicos. En los ochenta, Antonio García Berrio (1984) apelaba a una retórica general y una teoría retórica integrada que vinculase los recursos tradicionales de la retórica clásica y la retórica literaria con los recientes desarrollos de las ciencias del lenguaje y la poética lingüística. En ese sentido, García Berrio (1984) apostó por una integración interdisciplinar de los diferentes enfoques de estudio del texto literario más que por una simple restitución de las categorías de la retórica literaria o por una complementación y perfeccionamiento de los estudios del discurso literario con los aportes de la retórica. Según Francisco Chico Rico (2020), el actual escenario de la retórica literaria presentaría dos tendencias básicas en que se esboza la posibilidad de una retórica general y la ampliación de los estudios retóricos integrados: una retórica cultural como la propuesta por Tomás Albaladejo y, por otro lado, una retórica constructivista como la defendida por David Pujante. En el caso de la retórica cultural (Albaladejo, 2013), se trataría de indagar en el juego mutuo que se da entre los aspectos culturales del lenguaje retórico y del discurso literario y, por otra parte, las formas de construcción cultural que provee la retórica como marco semiótico y comunicativo. Y es que la retórica ―para Albaladejo― constituiría un sistema lingüístico de modelización secundaria (sustentado en la modelización semiótica primaria del lenguaje natural), histórica y culturalmente conformado, en el cual se deciden las opciones de comunicación persuasiva en todos sus niveles, tanto en el nivel microestructural y elocutivo como en los aspectos pragmáticos y macroestructurales, de modo que le conciernen las distintas construcciones socioculturales (Albaladejo, 2013). En cuanto a la retórica constructivista (Pujante, 2018), esta asume que la retórica no puede reducirse a un repertorio de recursos estilísticos: involucraría la consideración de la totalidad de las operaciones retóricas (particularmente, la actuación elocutiva creadora de sentidos discursivos emergentes) y se sustentaría en una base epistemológica según la cual construimos discursivamente las realidades en que vivimos, así como nuestras propias vivencias personales y sociales. De esta forma, el discurso retórico construiría no solo textos persuasivos, sino también formas de conciencia, marcos sociocognitivos e interpretaciones de los vínculos y problemas sociales (Pujante, 2018).
Extrañamente, en la discusión sobre las opciones, perspectivas y alcances de la renovación de la retórica en el medio hispano, apenas se le ha prestado atención al pensamiento retórico de uno de los autores claves de la nueva retórica: Kenneth Burke. Es verdad que Antonio López Eire (2005), al abordar la naturaleza retórica del lenguaje humano -el aspecto simbólico, dialógico y político-social (tan controversial como mancomunado) inherente a la comunicación discursiva-, reconoció la relevancia de Burke para comprender la simbolicidad y retoricidad constitutivas de nuestro lenguaje; se trataría del potencial creador, acuñador, configurador, conceptualizador y ordenador que caracteriza a la acción simbólica humana, así como de su capacidad de extensión metafórica, redirección figurativa y reinvención ficcional del sentido. Para López Eire, “en el mundo moderno”, Burke habría sido quien “mejor entendió y con mayor claridad expuso la importancia decisiva de que los seres humanos seamos usuarios de símbolos […]” (2005, p. 51). Sin embargo, no existen casi publicaciones académicas en español sobre el enfoque de este retórico, crítico literario y filósofo norteamericano; tampoco es habitual la discusión de sus planteamientos en los congresos iberoamericanos de retórica. Parece que Burke es ―sintomáticamente― el gran ausente de la renovación retórica hispana, a pesar de las interesantes opciones que brinda para una reconstrucción del quehacer y la teoría retóricos. Por eso, en este estudio nos proponemos identificar los posibles aportes de Burke a la retórica contemporánea, sopesar las transformaciones que su enfoque introduce en la tradición retórica y discutir los alcances de la retórica en el pensamiento de Burke.
Proyecciones de la retórica en Kenneth Burke
Aunque, a través de su larga trayectoria intelectual, realizó contribuciones decisivas a los campos de la crítica literaria, la retórica y la filosofía, Kenneth Burke ha sido eventualmente menospreciado por la teoría literaria, omitido en el debate filosófico y malentendido en la bibliografía retórica. Desde el ámbito de la crítica literaria, hay quienes lo han cuestionado por sus excesos retóricos, por no ser capaz de distinguir la forma poética y las estrategias retóricas, al considerarlo todo como instancia retórica y asumir un estilo de argumentación retórico omnicomprensivo y vagamente evocativo, marcado por las asociaciones arbitrarias y la abstracción esquemática (Brown, 1969). Para algunos, cabría concluir que la crítica retórica de Burke convierte a la obra literaria en un trasunto esquemático genérico de la acción simbólica o retórica y, así, se diluiría la autonomía de la forma literaria y el significado determinado de la obra en la trama de asociaciones alegóricas e imaginativas del universo simbólico y retórico del propio Burke (Wellek, 1971).
En el campo de la filosofía, se han discutido las relaciones de la propuesta de Burke con el pragmatismo tradicional y con el nuevo pragmatismo de autores como Rorty. Y es que en el pensamiento de Burke hay una constante atención a los motivos de la actividad humana y a las orientaciones de la acción simbólica, al mismo tiempo que se reconoce el tenor dialéctico, retórico, transaccional, conversacional, situado e interpretativo de nuestra actividad simbólica; estaríamos frente a una forma de pragmatismo retórico y secular, aunque no definitivamente posmoderno (Blakesley, 1999; Ciesielski, 1999). Si bien se ha intentado reconocer en el pensamiento de Burke una continuación hermenéutica, dialéctica, crítica y postfilosófica de la filosofía práctica, se podría concluir que “nadie ha ofrecido una evaluación completa de él como filósofo. Su impacto en la filosofía tampoco ha sido significativo hasta ahora” (Crusius, 1999, p. 1).1
En la bibliografía sobre retórica se le ha brindado un mayor reconocimiento a la obra de Burke como parte fundamental de la nueva retórica del siglo XX. En ese sentido, la propuesta burkeana de renovación de la retórica ha sido incluida en diferentes obras sobre el pensamiento retórico, donde se lo reconoce como impulsor de una no muy aceptada crítica literaria de carácter retórico y, sobre todo, como quien encontró en la retórica una filosofía práctica capaz de abordar todo tipo de discursos, formas de comunicación y problemas reales (Bizzell, Herzberg y Reames, 2020). Se trataría de “un teórico que presenta un tratamiento comprehensivo de la retórica como fundamento de la humanidad y como un motivo primario de la acción humana” (Foss, Foss y Trapp, 2002, p. 15). Aunque algunas obras de referencia sobre el desarrollo de la retórica reconocen que la propuesta de Burke es más amplia, comprehensiva y filosófica que otros enfoques de la nueva retórica ―por sus fundamentos dialécticos, políticos, éticos y psicológicos―, no dejan de remarcar su dificultad y excentricidad, y se centran solo en algunos planteamientos aislados de su ingente obra (Kennedy, 1999, pp. 294-295). Incluso, directamente, se ha malentendido su posición como parte de un supuesto “paradigma propio de cierta retórica norteamericana centrada en el ethos” (Meyer, 2013, p. 77) (o sea, una retórica al servicio de la identificación cultural igualitaria con los valores vigentes), como si la retórica burkeana fuese solo “un revoltijo de consideraciones diversas en el que mil lecturas se cruzan sin teoría propia, dando lugar a observaciones generales dispersas que quieren ser, más que nada, edificantes” (Meyer, 2013, p. 77).
En la bibliografía sobre Burke, suele considerarse que las aportaciones del crítico estadounidense al panorama intelectual contemporáneo son múltiples y se distribuyen a través de diferentes momentos de su extensa trayectoria. A grandes rasgos, su trayectoria como crítico retórico parece comprender tres fases distintas, en que su pensamiento se vuelve cada vez más comprehensivo y global, quizá en desmedro de su apuesta inicial por una perspectiva crítica atenta a los motivos singulares y los casos particulares (McGowan, 2010). En las obras de los años treinta, Burke habría explorado las opciones de una crítica literaria retóricamente enmarcada, que asocia la forma literaria a actitudes, motivos y orientaciones humanas. En la segunda fase, fundamentalmente entre los años cuarenta y sesenta, el polímata norteamericano habría intentado sistematizar una concepción de la comunicación humana como acción simbólica bajo ciertas condiciones estructurales (una gramática), con formas de interacción en común (una retórica) y motivos simbólicos singulares (una simbólica). La última fase parte de los sesenta y se caracterizaría por un giro teórico desde la comprensión dramática de la actividad humana (una dramatología) hacia un recuento de los órdenes lingüísticos, jerarquías simbólicas y mecanismos sancionadores que se hacen presentes en sistemas simbólicos como la religión (una logología) (McGowan, 2010). En la introducción de una obra colectiva sobre el legado de Burke, Herbert W. Simons resumía así el recorrido intelectual del insigne crítico norteamericano:
Inicialmente, Burke se enfocó en la estética de las obras imaginativas, pero en los años treinta y cuarenta había extendido mucho su alcance con concepciones retóricas, dramáticas y dialécticas del lenguaje como acción simbólica que circunscribía toda la vida y toda la literatura dentro de sus dominios. Basándose en el trivium clásico ―la retórica, mediante la cual vislumbrar significados, métodos y motivos no obvios; la gramática, por la que discernir estructuras y transformaciones; y la dialéctica, mediante la cual llegar cada vez más alto sin perder el bagaje conceptual―, la propia dialéctica de Burke lo ha llevado a los alcances más elevados de la logología, el estudio de las palabras sobre las palabras, en el que se considera que los vocabularios tienen potencialidades “entelequiales” para el desarrollo y la transformación, y en el que las correspondencias ―digamos― entre las concepciones teológicas y seculares de la creación, el sacrificio, la conversión y la salvación se estudian “en su pura formalidad” como observaciones sobre el lenguaje per se (Simons, 1989, p. 4).
En esta trayectoria de más de medio siglo de teorización crítica constante, expansiva y cada vez más comprehensiva, el pensamiento de Burke habría experimentado desplazamientos relevantes de carácter ontológico y epistemológico (Brock, 1999). En los primeros libros de crítica retórica (Counter-Stament, Permanence and Change, Attitudes toward History y en los trabajos recogidos en The Philosophy of Literary Form), su posición se perfilaría como la de un realista crítico: Burke habría forjado inductivamente un método de crítica retórica para desentrañar las actitudes, motivos y orientaciones subyacentes a las formas literarias, las actividades simbólicas, los géneros poéticos y los discursos humanos, y desde esa comprensión de la acción simbólica cuestionaría los credos del positivismo, el capitalismo y la tecnología. En una segunda etapa eminentemente retórica (en libros como A Grammar of Motives, A Rhetoric of Motives, The Rhetoric of Religion y en los trabajos reunidos en Language as Symbolic Action), el crítico estadounidense asumiría un enfoque conceptualista: además de proseguir su labor crítica y profundizar su comprensión retórica de la acción simbólica, Burke revierte su búsqueda de los motivos de acuerdo a una vía deductiva; así, la teorización parte de una categoría fundamental, ya sea la gramática pentádica de la actividad humana (con una escena, un agente, un acto, una agencia y un propósito, como condiciones estructurales), las formas de identificación retórica, la terminología logológica del orden, o bien una definición esencial del ser humano (como animal simbólico, inventor de lo negativo, separado de su condición natural por sus realizaciones e inspirado por el espíritu de jerarquía). La última etapa del pensamiento de Burke (reconocible nítidamente a partir del artículo “Dramatism”, publicado en la International Encyclopedia of the Social Sciences) ilustraría el tránsito desde la epistemología hacia la ontología, y la búsqueda de una filosofía de la retórica comprehensiva y coherente, con una faceta ontológica (el dramatismo, como modo de ser literal del animal simbólico y de la acción simbólica) y otra epistemológica (la logología, en cuanto reflexión lingüística sobre los órdenes y jerarquías simbólicos), que se relacionarían dialécticamente (Brock, 1999).
A través de esos distintos momentos, en la reflexión de Burke sobre la comunicación humana se habría fijado una terminología característica: el concepto de “acción simbólica” se refiere a las múltiples formas de significación involucradas en la actividad humana; el término “gramática” remite a las pautas lingüísticas que estructuran nuestra selección, definición y comprensión de los eventos; “retórica” se entiende como aquella forma de actividad simbólica que encarna estrategias para identificarse y transformar las situaciones; la categoría de “dialéctica” apunta a los cambios de significado y a las modificaciones de las perspectivas (Gusfield, 1989).
Según uno de los estudiosos más cercanos a Burke, William H. Rueckert, a lo largo de esa larga y cambiante trayectoria, encontramos más una opción por la inquietud crítica como forma de vida que la construcción de un sistema. En ese sentido, para Rueckert (1989), el legado de Burke se desglosaría en muy distintas apuestas: una labor de contra-agencia, de oposición dialéctica a su propia cultura, de contra-enunciación y contra-actuación constantes a través de sus escritos; un idealismo realista y pluralista, cuya concepción de la vida buena rehúye el dogma y se vincula a una secular purificación catártica de las disputas facciosas; una anatomía poética de los propósitos, actitudes, motivos y orientaciones humanas; una perspectiva irónica de historiador cómico que identifica los motivos esenciales de las actitudes históricas y corrige sus deficiencias; una filosofía de la acción simbólica, en ningún caso sistemática, que da cuenta lingüística y humanamente de nuestras concepciones, textos e interacciones; una gramática antinómica y dialéctica, que elabora las condiciones de los distintos sistemas de pensamiento, ataca los reduccionismos terminológicos y sopesa las paradojas de los motivos humanos; una labor de persuasión apasionada, una reorientación dialéctica de la retórica como identificación ética y social, así como una filosofía de la retórica que concibe nuestra existencia como un drama retórico de identificación, persuasión y transformación; una simbólica de los motivos poéticos singulares que trata las formas literarias como actos simbólicos consumados; una logología (y una retórica de la religión) que interpreta los órdenes y jerarquías simbólicos a través de las analogías posibles entre la palabra humana y el Logos divino, desde una entelequia de lo humano como animal simbólico, autoperfeccionante, movido y perdido por sus propias entelequias simbólicas; por sobre todo, una constante crítica voraz y una confianza en la capacidad del lenguaje crítico, así como una logofilia incontenible, esto es, un piadoso amor por la palabra y una conciencia lingüística profundamente irónica (Rueckert, 1989).
Sin duda, la retórica constituye un hilo conductor decisivo en la deriva de la crítica burkeana, y la obra de Burke constituye una apuesta crucial por la renovación de la retórica, de manera que no es extraño que su crítica retórica se considere uno de los aportes fundamentales a la nueva retórica del siglo XX. Ahora bien, la conceptualización y función de la retórica parece haber experimentado transformaciones a través de la trayectoria del pensador estadounidense. En sus trabajos de los años treinta, Burke explora las opciones de una crítica retórica; con el desarrollo de una gramática y una retórica de la acción simbólica ―en las décadas de los cuarenta y cincuenta―, el crítico retórico emprende una reconceptualización de la retórica que se perfila primero como una retórica de la filosofía y, luego, como una filosofía de la retórica. Finalmente, en sus escritos sobre la condición simbólica del ser humano, así como en los estudios sobre una logología posible que dé cuenta de la estructura retórica de nuestros órdenes y jerarquías simbólicos, el pensador norteamericano introduciría una visión comprehensiva ―de alcance ontológico y epistemológico―, una auténtica filosofía retórica.
La crítica retórica
En su primer ensayo de una crítica retórica, el libro Counter-Stament (publicado originalmente en 1931), Burke estableció algunos de los planteamientos programáticos que marcarían su posterior trayectoria. Concretamente, tras considerar que la decadencia y olvido de la retórica serían atribuibles a una interpretación unilateral del arte retórico como elocuencia artificiosa o método formal de apelación, el crítico estadounidense se desmarcó de la resistencia a la retórica y del formalismo esteticista: si la retórica consiste en un empleo del lenguaje para producir una impresión deseada en el receptor, entonces “la literatura eficaz no podría ser otra cosa que retórica: así, la resistencia a la retórica qua retórica debe atribuirse a un diagnóstico erróneo” (Burke, 1953, p. 210). Como genuina contra-enunciación, esta propuesta constituye un ajuste de cuentas con la crítica formalista; en ese sentido, Burke redefine la noción de “forma” desde una perspectiva retórica, aunque también psicológica y social, ideológica y ética. La crítica retórica burkeana le da importancia al símbolo en cuanto patrón de experiencia (interpretación, aceptación, correctivo o emancipación de una situación, a la vez que posible portador de efectos artísticos), y enfatiza la modalidad ritual, estilizada y ceremonial de formulación de la experiencia poética, a la vez que atiende a la elaboración artística y retórica de los deseos del lector: “La forma en la literatura es un despertar y cumplimiento de deseos. Una obra tiene forma en la medida en que una parte de ella lleva al lector a anticipar otra parte, a sentirse gratificado por la secuencia” (Burke, 1953, p. 124). Como abordaje de los patrones formales de experiencia, esta retórica de la forma considera distintos tipos formales que eventualmente pueden entrar en interrelación o conflicto: la forma progresiva que avanza por pasos una trama o despliega un salto cualitativo; la forma repetitiva, o sea, la reiteración de un motivo temático; la forma convencional, esto es, los guiones aportados por algún género discursivo; asimismo, las formas menores introducidas a través de tropos y movimientos discursivos locales (Burke, 1953, pp. 124-127).
En suma, una retórica crítica de la forma se toma en serio la capacidad simbólica como trasfondo y ordenación de la actividad, inventiva, comprensión y orientación humanas; asimismo, sopesa los distintos mecanismos y sistemas en que se articulan las formas simbólicas de nuestra experiencia, tanto en la obra literaria como en los diferentes discursos culturales; por último, no se limita a analizar los recursos formales, sino también las funciones pragmáticas y retóricas de los distintos procesos de formación simbólica, sin excepción (Gregg, 1978). De ese modo, la retórica de la forma no solo permite tender un puente entre la retórica y la poética, sino que además suministra un valioso recurso para interpretar los repertorios de formas retóricas presentes en la expresión artística y en los distintos discursos culturales: la teoría de la forma burkeana ―como clave de su retórica crítica― hace posible analizar las intersecciones entre expresión artística e ideología, entre los discursos culturales y la política cultural, y entrelaza la crítica literaria con el análisis cultural y la crítica social (Swartz, 1996).
Posteriormente, en su libro de 1935 Permanence and Change, Burke reafirmó la importancia de una crítica comprehensiva y genérica, anclada en las pautas de respuesta experiencial, pero también en las interpretaciones de las formas simbólicas. Esa es ―según Burke― la particularidad de la crítica específicamente humana:
Aunque todos los organismos son críticos en el sentido de que interpretan los signos que les conciernen, la técnica especulativa y experimental puesta a disposición por el habla parece singularizar a la especie humana como la única que posee un equipamiento para ir más allá de la crítica de la experiencia hacia una crítica de la crítica. No solo interpretamos los caracteres de los acontecimientos (manifestando en nuestras respuestas todas las gradaciones del miedo, la aprensión, el recelo, la expectación, o la seguridad, para las que existen toscos equivalentes conductistas en los animales), sino que también podemos interpretar nuestras interpretaciones (Burke, 1984, p. 6).
En la anatomía de los propósitos de la actividad simbólica que Burke se propone cursar en esta obra, el crítico retórico intenta patentizar la relación entre todo tipo de manifestaciones culturales en cuanto expresan alguna orientación humana o cosmovisión con características de estructuras autoperpetuantes con algún impulso ético creador y civilizatorio de fondo (la simple orientación, la racionalización, la atención, la ilusión, el oportunismo, la piedad, la propiedad, la universalización ética o el rechazo obstinado, entre otros muchos). Dentro de este repertorio de guiones actitudinales, resulta central un concepto clave del pensamiento y la crítica retórica burkeana: la noción de “motivo”. Burke concibe el motivo como un esquema significativo y variable para dar cuenta de los cambios de orientación e interpretar y atribuir las acciones humanas; así pues, habría distintos vocabularios de motivos, cada uno de los cuales resume de forma diferente las situaciones afrontadas, apunta diferentes modos de consumación de la orientación de la actividad y se enmarca en algún marco interpretativo de conjunto (Burke, 1984, pp. 19-36). La anatomía de los propósitos humanos lleva finalmente a Burke a considerar que la mejor manera de concebir las relaciones del ser humano con el universo es a través de la metáfora dramática, pues esta proporciona un vocabulario de motivos desplegado a través de toda la historia intelectual de la humanidad, y puede dar cuenta de los patrones de comportamiento humano como tropos retóricos, pautas comunicativas y expresiones elaboradas de adulación o apelación. En ese sentido, la crítica retórica interpreta los propósitos y motivaciones humanas a partir del vocabulario de la retórica, entendida como un arte de apelar omnipresente en la vida cívica; así, Burke (1984) abre la perspectiva de una psicología poética y una antropología retórica.
La amplificación del repertorio retórico, bajo la modalidad de una crítica retórica de las formas literarias y los discursos culturales, prosigue en el libro de Burke de 1937, titulado Attitudes toward History. Con la noción de “actitud” y mediante el empleo de un vocabulario actitudinal, el crítico estadounidense examina las distintas orientaciones mediante las cuales las personas y los colectivos históricos afrontan la formación y transformación de comunidades, y responden a su situación pública y a la convivencia política. Según Burke, las actitudes más básicas consisten en la aceptación (el sí) y el rechazo (el no), así como en las formas de unión y división que caracterizan a los procesos de conformación histórica de la ortodoxia, la herejía, el sectarismo y el cisma. Y es que las actividades simbólicas se asocian a guiones de comportamiento o programas de acción, y suponen algún vocabulario para designar las relaciones ―más o menos amistosas o antipáticas― y los roles de amistad o enemistad que articulan la situación compartida, una gramática pública y cierto marco de aceptación; en el marco de esos léxicos históricos compartidos, que indican actuaciones y, a la vez, organizan estrategias, nos orientamos y actuamos en común. Desde el supuesto de que las orientaciones históricas pueden interpretarse con el léxico retórico, en Attitudes toward History, Burke vincula los géneros poéticos con actitudes históricas específicas:
Aunque la “aceptación” y el “rechazo” no pueden diferenciarse nítidamente (al involucrar la “aceptación” de A el rechazo de no-A), podría decirse tentativamente que la épica, la tragedia y la comedia gravitan hacia el lado positivo, mientras que la elegía, la sátira y el género burlesco enfatizan el negativo. La distinción sugiere otros dos modos, preponderantemente transicionales, el grotesco y el didáctico. El grotesco se enfoca en el misticismo; el didáctico hoy en día es usualmente llamado propaganda (1959, p. 57).
Como se puede apreciar, a través de las obras de Burke de los años treinta se fue desplegando un vocabulario coherente para la crítica retórica: el concepto de “orientación” designa una manera de afrontar el mundo, un repertorio de juicios sobre la situación, un sistema de significados, una actitud interpretativa y un marco de orientación; el léxico del motivo remite a una descripción subjetiva y resumida de la situación a la que se responde, y las actitudes consisten en estrategias para sopesar las situaciones y decidir respecto a ellas; los símbolos se presentan como patrones verbales de experiencia imbuidos con implicaciones emocionales y actitudinales; la forma sería un modo de aunar el motivo, el símbolo, la situación y el acto en cuanto activación y cumplimiento del deseo por parte del autor y del lector (Blankenship, Murphy y Rosenwasser, 1974).
El conjunto de trabajos de los años treinta publicados en 1941 bajo el título Philosophy of Literary Form sintetiza las principales preocupaciones y designios de la crítica retórica burkeana. Nuevamente, Burke argumenta que una obra literaria constituye un sistema de símbolos, una estructura de términos agrupados en conglomerados, racimos asociativos y ecuaciones implícitas, que organizan la imaginería poética y las fuerzas motivadoras, tendiendo un puente entre la estructura interna de la obra y, por otro lado, las relaciones del acto poético con la escena. Así, la forma literaria, en cuanto acción simbólica, aporta estrategias para responder a las situaciones y brinda estilos de actuación; designa los componentes de la situación e introduce una actitud hacia ella: “la nominación se hace ‘estratégicamente’, ‘estilísticamente’, mediante unos modos que abarcan actitudes de resignación, consuelo, venganza, expectación, etc.” (Burke, 2003a, p. 44). La crítica retórica se vincula, pues, a una aproximación funcional y pragmática a la obra, que considera la estructura poética en cuanto acto psicológico y vivencial, una manera de hacer algo tanto por el autor como por los lectores; también se vincula con un tipo de crítica sociológica que entiende la literatura como herramienta para la vida, como estrategias para manejar situaciones típicas y modelos de experiencia representativos de la estructura social. Del mismo modo que se establecía en Attitudes toward History, las obras de arte expresarían actitudes de afirmación o rechazo hacia los símbolos de autoridad, y articularían distintas formas de identificación, estilización simbólica y conflictos de lealtades; desde esa perspectiva, el estudio del drama aporta un modelo para analizar las relaciones humanas y los conflictos políticos (Burke, 2003a, pp. 271-276).
En ese sentido, la apuesta metodológica de Burke consiste en considerar el drama ritual como la forma básica de la actividad simbólica humana, y en tratar las situaciones y eventos sociales desde la perspectiva de los actos, escenarios, conflictos y adversarios. Se perfila así un tipo de crítica dramática y dialéctica, que nos permite profundizar en los guiones colectivos y entender los actos como respuestas escénicas estilizadas; de ese modo, las formas literarias pueden interpretarse como modalidades imaginativas de autoexteriorización o hechizo, de transferencia catártica o ilusión mimética (2003a, pp. 129-134). Para esta crítica retórica, resulta fundamental diferenciar entre el significado semántico (descriptivo, indicativo, neutral e informacional) y el significado poético (valorativo, actitudinal y emocionalmente cargado, estilizado y evocativo). En ese contexto, Burke sostiene que su ensayo de distinción entre el significado semántico y el significado poético “puede considerarse como una defensa retórica de la retórica” (2003a, p. 163).
En el libro La filosofía de la forma literaria, Burke incluyó el célebre texto titulado “La retórica de la ‘Lucha’ de Hitler”, que ilustra magistralmente las posibilidades de aplicar la crítica retórica a todo tipo de discursos culturales. Su crítica retórica del discurso del hitlerismo, tal como se expresa en Mein Kampf, se propone desentrañar preventivamente la eficacia del encantamiento nazi. Concretamente, Burke expone los mecanismos retóricos que sustentan la eficacia simbólica de la retórica nazi: la unificación simbólica mediante la invocación de una dignidad connatural de la raza y la nación; la proyección de los males propios a un chivo expiatorio; la promesa de un renacimiento simbólico; la venta de recetas económicas distractoras y elusivas; la distorsión del simbolismo religioso; por último, la eficacia de la repetición constante y de la voz grandilocuente, implementada mediante la organización total de la fuerza, el silenciamiento de las organizaciones sociales y la planificada popularización del dirigente (Burke, 2003a, pp. 193-212).
El compromiso de la crítica retórica con los conflictos políticos de la situación histórica no es meramente estético y formalista, aunque se concentre en la eficacia retórica de los discursos y las formas simbólicas. En Burke, la labor crítica se sirve de los recursos críticos del marxismo y el psicoanálisis para desentrañar las formas de afrontar la alienación, los modos en que esta puede combatirse y las maneras en que pueden resolverse simbólicamente las disputas facciosas innecesarias. Eso sí, el marxismo y el psicoanálisis se emplean como marcos interpretativos y posibles retóricas, no como explicaciones causales de procesos psicológicos o socioeconómicos (Jay, 1989): la invocación de Marx y Freud los inviste como maestros dramáticos que habrían puesto en escena magistralmente la catarsis dramática para el conflicto de clases o para el pequeño drama doméstico familiar (Burke, 2003a, p. 275). Así, la crítica retórica burkeana se sirve conjuntamente de las interpretaciones y léxicos de Marx y Freud para reorientar la crítica literaria a un terreno práctico de crítica cultural, ética y política.
En ese orden de ideas, resulta significativa la diferencia con los intelectuales marxistas que insistían en la crítica ideológica y la desmitificación de la retórica política: para Burke, el marxismo es una interpretación dramática y una retórica (Jay, 1989). Esta diferencia con el marxismo ortodoxo se puso de manifiesto en la charla que Burke pronunció en el Congreso de Escritores Americanos de 1935, ante una audiencia que simpatizaba con el comunismo: en su discurso “Revolutionary Symbolism in America”, el crítico retórico estadounidense abogaba por un tipo de propaganda y retórica política que se sirviera de símbolos capaces de difundir la lealtad y comunicar inclusivamente los ideales revolucionarios (como el significante “pueblo”) en vez de servirse de un término excluyente y negativo (como el “proletariado” explotado y alienado) (Burke, 1989). Y es que, para propagar los valores revolucionarios y convocar a la transformación social, se requeriría de una elaboración simbólica imaginativa y estética que incorporase los vocabularios, valores y símbolos de los interpelados. Por eso ―concluía Burke―, la propaganda política no ha de disociarse de la conciencia amplia del marco cultural y simbólico; la crítica retórica puede alinearse con la política cultural y con la crítica sociopolítica (Burke, 1989).
No es de extrañar que críticos como Frank Lentricchia (1989) hayan considerado a Burke como un pionero de una crítica cultural basada en la lucha por la hegemonía retórica sobre los recursos discursivos y simbólicos compartidos por la sociedad y legados por la tradición. Según Lentricchia: “Habilitar este trabajo dialéctico o histórico de la retórica (la labor del ‘argumento’) es uno de los recursos tradicionales del retórico: los tropos, ahora manipulados no con fines ornamentales sino para el cambio social” (1989, p. 293). Lentricchia presenta la propuesta de Burke como una posición “gramsciana”, y nosotros podemos añadir que anticipa algunas perspectivas posmarxistas (como las de Laclau y de la Escuela de Essex) sobre la construcción retórica de lo político y sobre el carácter eminentemente democrático de la integración simbólica de las demandas sociales en torno a significantes vacíos movilizadores (como el de “pueblo”); desde ese punto de vista, resultaría concebible una modalidad política de retórica generalizada que asume la retoricidad constitutiva de la estructuración de lo social (Laclau, 2014). Como sea, la crítica retórica burkeana se alinea con la crítica cultural y el compromiso político.
Una filosofía de la retórica
En el libro A Grammar of Motives (originalmente publicado en 1945), la crítica retórica burkeana y su método dramático emprenden una doble amplificación: por una parte, la labor de una crítica dramática y dialéctica se extiende desde la obra literaria y los discursos culturales hasta el pensamiento filosófico, uno de los discursos fundacionales de la cultura occidental, que siempre ha tenido reservas ambivalentes hacia su condición discursiva y retórica; por otra parte, la crítica retórica se eleva desde los ejercicios concretos de análisis hasta una tarea primordial de conceptualización y enmarcado teórico de los presupuestos generales y elementos estructurales del drama de la acción simbólica.
Esta gramática no se detiene en el análisis del código significante, en la formulación de reglas de formación y transformación oracionales o en la descripción de las reglas de uso dentro de contextos lingüísticos, sino que pretende responder a la pregunta por los guiones de pensamiento, razones motivacionales, estratagemas y modalidades de atribución de motivos que enmarcan nuestras interpretaciones de la acción simbólica. Según Burke (1969a), estas formas decisivas de la motivación simbólica pueden encarnarse con distintos grados de profundidad y autenticidad en los discursos cotidianos, en las obras literarias, en la jurisprudencia e, incluso, en los sistemas metafísicos. El léxico básico de la gramática de los motivos comprende términos para el acto realizado, la escena o situación en que se actúa, la persona que actúa o el agente, la agencia o medios de la actividad y, por último, el propósito del obrar. Estamos ante una péntada dramática básica: “cualquier declaración completa sobre los motivos ofrecerá algún tipo de respuesta a estas cinco preguntas: qué se hizo (acto), cuándo o dónde se hizo (escena), quién lo hizo (agente), cómo lo hizo (agencia) y por qué (propósito)” (Burke, 1969a, p. xv). Así, la gramática de los motivos permite indagar en las relaciones, transformaciones y combinaciones posibles entre los términos básicos de la motivación humana; se trataría de una labor que concierne a la filosofía, pues existiría una filosofía implícita ―cierto idioma filosófico― en cualquier enunciado que se sirva de los recursos gramaticales de la péntada, ya sea como principios de interpretación o como una casuística culturalmente enmarcada.
Esta gramática de los motivos introduce consideraciones formales presupuestas por un abordaje retórico, y puede ilustrarse de la mejor manera posible con las doctrinas filosóficas y metafísicas (así como la retórica se ejemplifica cabalmente en las comunicaciones parlamentarias o diplomáticas, y lo simbólico se encarna paradigmáticamente en la obra de arte). En ese sentido, Burke introduce una distinción entre gramática, retórica y simbólica, en cuanto ámbitos de consideración de la acción simbólica humana, aunque insiste en que estos campos se superponen: la gramática aporta una especulación de las estructuras generales de la motivación; la retórica aborda los usos competitivos de la cooperación comunicativa; finalmente, la simbólica concierne a las ecuaciones estilísticas implícitas que dan forma a nuestros actos discursivos (1969a, p. 442). En última instancia, esta conceptualización de los léxicos elementales de la acción simbólica a través de una gramática de la filosofía apuesta por el método dramático, esto es, por una consideración de los guiones motivacionales escenificados en la acción simbólica (Burke, 1969a, p. xxii).
A Grammar of Motives despliega una ambiciosa crítica retórica y dramática de los sistemas filosóficos, centrada en el vocabulario básico de motivaciones aportado por la péntada, bajo el supuesto de que cada filosofía presenta dramáticamente el desarrollo consecuente de alguno de los términos de la péntada. En algunos sistemas filosóficos prima un vocabulario motivacional y un esquema interpretativo centrado en la escena (la naturaleza, la historia, el ambiente, las condiciones productivas, etc.); en otras filosofías, el término central para la atribución de motivaciones a la actividad humana es la noción de “agente” (el sujeto, la voluntad, el espíritu, la imaginación creadora, etc.); las filosofías centradas en el léxico de la agencia privilegian las interpretaciones instrumentales (mecanismos, prácticas, medios de producción, dispositivos, etc.); algunas filosofías giran en torno al léxico del propósito (eudaimonía, unidad, totalidad, autoconciencia, etc.); por último, en algunas doctrinas filosóficas, la actualidad del acto consumado constituye el término central (manifestación, entelequia, creación, expresión, existencia, etc.). Como ejemplifica Burke:
Para la representación de la escena, la terminología filosófica correspondiente es el materialismo. Para la representación del agente, la terminología correspondiente es el idealismo. Para la representación de la agencia, la terminología correspondiente es el pragmatismo. Para la representación del propósito, la terminología correspondiente es el misticismo. Para la representación del acto, la terminología correspondiente es el realismo (1969a, p. 128).
En cualquier caso, el vocabulario básico de la péntada suele generar diferentes relaciones y transformaciones en los sistemas filosóficos específicos, y existen distintas razones o proporciones (ratios) en que los términos motivacionales elementales se combinan en cuanto principios de determinación e interpretación selectiva: “los cinco términos permitirían diez [razones] (escena-acto, escena-agente, escena-agencia, escena-propósito, acto-propósito, acto-agente, acto-agencia, agente-propósito, agente-agencia y agencia-propósito)” (Burke, 1969a, p. 15). Burke denomina dialéctica al despliegue de transformaciones lingüísticas de los léxicos; así, trata como sinónimos a la dialéctica y el dramatismo, aunque considera que la dialéctica tiene un alcance más amplio, pues concierne también a idiomas no dramáticos. Al fin y al cabo, la dialéctica puede asociarse con muy diferentes definiciones: el razonamiento desde la opinión, el intercambio dialógico para descubrir la verdad, la interrelación entre lo verbal y lo no verbal, las tensiones entre competencia y cooperación, los giros internos de unos términos en otros, la interacción de varios factores en un proceso de desarrollo, el pensamiento por oposición, la reconciliación de los contrarios, etc. Burke redefine los giros de la dialéctica bajo tres títulos fundamentales: la unión y la división, los pares primordiales (acción-pasión, mente-cuerpo o ser-nada) y la trascendencia (1969a, p. 402). En virtud de los vuelcos dialécticos del lenguaje, resulta concebible que el método dramático supere el drama mediante una filosofía del dramatismo como la burkeana, en que la representación gramatical y apreciación lingüística del drama de la acción simbólica adquieren un cariz no dramático y posibilitan una apreciación lingüística tolerante y escéptica (Burke, 1969a, pp. 440-441).
En suma, en esa genuina crítica retórica de la filosofía que es A Grammar of Motives, la gramática de los motivos contribuye al descubrimiento y apreciación de los léxicos básicos de la motivación simbólica, del mismo modo que la dialéctica burkeana hace posible concebir las transformaciones terminológicas de los vocabularios humanos; se trata de profundas conceptualizaciones de la inventio retórica, que le dan a esta obra el carácter de una retórica filosófica. Incluso el relevante apéndice sobre los tropos (“The Four Master Tropes”) lleva la discusión de las figuras retóricas más allá de su uso figurativo u ornamental, para considerar su función en el descubrimiento de la verdad y las transformaciones posibles de nuestros marcos intelectuales. Según Burke, en la aplicación realizadora de cada tropo, se despliega un marco conceptual distinto: la metáfora concierne a la perspectiva, o sea, a la visión de algo desde el punto de vista de otra cosa; la metonimia es un dispositivo simbólico de reducción de algo más complejo a elementos simples; la sinécdoque puede entenderse como representación, es decir, como la sustitución en que una parte significa el conjunto o el todo; la ironía es otro nombre para la dialéctica, y designa la interacción de perspectivas (una perspectiva de perspectivas) y la inversión en lo opuesto, de manera que los léxicos muestran su unilateralidad y requieren corrección (Burke, 1969a, pp. 503-517).
En el libro A Rhetoric of Motives (originalmente publicado en 1950), Burke retoma la labor de amplificación de la crítica retórica hacia una retórica eminentemente filosófica; ya no se trata solamente de una retórica de la filosofía, sino además de la conceptualización de una “filosofía de la retórica” (1969b, p. xv), que delimita el quehacer retórico en el conjunto más amplio de un cierto trivium burkeano conformado por la gramática, la retórica y la simbólica. Así pues, la crítica retórica burkeana emprende una recuperación de los motivos retóricos que fueron obliterados con el declive de la retórica clásica, con la apropiación de esos elementos por parte de las ciencias humanas y, finalmente, con la proscripción de la retórica por parte de la estética. Como filosofía de la retórica, la búsqueda burkeana de dispositivos y mecanismos retóricos va más allá de los límites tradicionales de la retórica, y rastrea formas de identificación y persuasión simbólica en prácticas culturales y discursos tan diferentes como la cortesía, la propaganda, la etiqueta social, la educación, el sermón y las formas de dirigirse a sí mismo, entre otros. De ese modo, Burke pretende mostrar nuevamente cómo el análisis retórico permite interpretar tanto las obras literarias como las relaciones humanas (1969b, pp. XIV-XV).
El intento de renovación de la retórica y la contribución burkeana a una “nueva retórica” involucran, pues, una conceptualización alternativa de los motivos retóricos y una búsqueda en discursos culturales y sociológicos de todo tipo. Para establecer el alcance de la retórica, el crítico retórico revisa los principios heredados y los mecanismos retóricos reconocibles en numerosos autores, con el propósito de rescatar toda la diversidad de motivos retóricos, más allá de la persuasión ejercida oralmente en el ámbito público. La clave de esta filosofía de la retórica y de la nueva retórica burkeana consiste en reemplazar el concepto central de la tradición retórica, la persuasión, por un término con más cobertura: la identificación (Hochmuth, 1952). Mediante el concepto de “identificación” se entiende la comunidad de intereses y la consustancialidad en virtud de la cual alguien puede reconocerse en otro distinto, así como también podemos afrontar su reverso: la división. A diferencia de la gramática ―que se concentra en los recursos y términos generales de cualquier esquema intelectual― y de la simbólica ―que considera la forma única e idiosincrática de cada universo de discurso―, la retórica se hace cargo de los aspectos divisivos y polémicos de la acción simbólica y de las interacciones comunicativas:
La Retórica debe guiarnos a través de la Lucha, la Disputa del Mercado, las agitaciones y conflagraciones del Corral Humano, el Toma y Daca, la línea vacilante de presión y contrapresión, la Logomaquia, la responsabilidad de la propiedad, las Guerras de Nervios, la Guerra. […] Porque uno no necesita escudriñar el concepto de “identificación” muy agudamente para ver, implícito en él a cada paso, su contrapartida irónica: la división. La retórica se ocupa del estado de Babel después de la Caída (Burke, 1969b, p. 23).
Si la retórica tradicional enfatizaba la planificación explícita de la persuasión, la retórica burkeana puede abordar los modos impersonales de identificación que obran al margen del control consciente de un orador hábil (Burke, 1969b, p. 35). De hecho, aunque la retórica implica dirigirse a una audiencia, esta puede coincidir con uno mismo, de manera que hay un componente retórico incluso en los procesos de socialización, moralización y educación, en la medida en que involucran la identificación interna con las normas de cooperación social (Burke, 1969b, p. 39). Y es que la retórica arraiga “en una función esencial del lenguaje mismo, una función que es completamente realista y que continuamente nace de nuevo; el empleo del lenguaje como medio simbólico de inducir la cooperación entre seres que por naturaleza responden a símbolos” (Burke, 1969b, p. 43).
Según Burke (1969b), ya los principios tradicionales de la retórica clásica apuntaban a motivos retóricos distintos: la persuasión pública, pero también la invención retórica, como investigación y descubrimiento, no necesariamente sobre asuntos colectivos; la persuasión directa a actuar, o bien la persuasión respecto a actitudes ―con libertad de actuar―, que no excluye la elaboración poética; la retórica para someter al otro, o bien para moldear las creencias ajenas; la retórica que aúna sustancialidad y forma (sabiduría y elocuencia), o bien la retórica meramente técnica y ornamental; la argumentación racional de posiciones opuestas, o bien la identificación afectiva e imaginativa con las opiniones de la audiencia, no siempre por medios verbales (Simons, 1989, p. 8). A estos motivos retóricos clásicos, Burke (1969b) añade algunos mecanismos retóricos reconocibles en autores modernos. Por ejemplo, existe una retórica administrativa que procura la identificación de gobernantes y gobernados, así como la cooperación por medio de la conspiración (Maquiavelo), pero también hay desenmascaramientos de la retórica como un repertorio de ficciones y falacias (Bentham) o una operación de mistificación ideológica (Marx). Las transformaciones de la persuasión retórica comprenden incluso mecanismos como la cortesía o el misterio teológico: la persuasión concierne a la comunicación entre géneros y clases diferentes, y opera bajo el paradigma de la cortesía que permite la identificación entre extraños; pero el amor cortés incorpora el misterio, a través del respeto, la reverencia, la súplica y la plegaria; así, irrumpe un tipo de comunicación espiritual abstracta dirigida a la forma universal mistificada (el misterio divino) (Burke, 1969b, pp. 174-180). En fin, los motivos retóricos de la antítesis de términos y la antítesis dialéctica de opuestos pueden dar paso a otro tipo de orden terminológico que ubique las distintas voces y vocabularios en una jerarquía evaluativa y, eventualmente, en un orden último bajo el principio unitario de algún término divinizado; así, cobran sentido los motivos de una retórica de la religión (Burke, 1969b, pp. 187-189).
Cabe concluir que la filosofía de la retórica burkeana se perfila como un rescate moderno de la retórica filosófica en que retórica y dialéctica se vinculan como diferentes funciones de la actividad simbólica: la transformación de los vocabularios y la distinción de términos resultan tan cruciales como la identificación retórica que permite la formación de nuestras identidades, la cooperación comunicativa y el mantenimiento de comunidades (Crusius, 1986). Así, la filosofía de la retórica de Burke puede interpretarse conjuntamente como una retórica y una dialéctica: la acción simbólica humana supone tanto la fuerza persuasiva e identificatoria de la retórica cuanto la trascendencia dialéctica de los vocabularios unilaterales y la identificación última (Zappen, 2016). En ese sentido, la influencia de la retórica aristotélica resulta decisiva; pero también es fundamental la deuda con la retórica ciceroniana, en la medida en que tanto Burke como Cicerón enfatizan el aspecto práctico de la comunicación simbólica, la unidad de forma y contenido en la escenificación del discurso elocuente, la función de la forma literaria como equipamiento para la vida, así como la reflexión irónica sobre los límites de los discursos abstractos y la trascendencia dialéctica de perspectivas opuestas (Leff, 1989).
Una filosofía retórica
El último paso en la amplificación de la crítica retórica burkeana nos conduce, más allá de una retórica de la filosofía y de una filosofía de la retórica, a una interpretación filosófica comprehensiva enmarcada en los supuestos de la acción simbólica y el dramatismo. Esa perspectiva filosófica de conjunto se encuentra formulada en el libro The Rhetoric of Religion (originalmente publicado en 1961) y en los escritos reunidos en el volumen Language as Symbolic Action (publicado en 1966), así como en otros textos de los años sesenta y setenta.
Continuando con las reflexiones retóricas sobre la idea de un orden último (que había formulado en A Rhetoric of Motives), Burke da el paso decisivo hacia una filosofía retórica comprehensiva (dramática y dialéctica) de la acción simbólica al establecer una analogía entre las concepciones religiosas y la retórica. Así, la religión también constituye parte de la retórica, pues involucra motivos retóricos por el carácter persuasivo de la exhortación religiosa; de hecho, la doctrina religiosa constituiría el paradigma más consumado de acción simbólica (Burke, 2014, p. 9). El proyecto de una retórica de la religión se hace cargo de la dimensión verbal y simbólica de la teología, así como de las características últimas de un tipo léxico que gira en torno a un término divino, e intenta inferir conclusiones sobre las características del lenguaje y la acción simbólica en general. La premisa de partida consiste en que el vocabulario teológico involucra una logología (palabras sobre palabras, o discurso sobre el discurso), que permitiría revelar principios del lenguaje en general (Burke, 2014, p. 12). Esta analogía entre la palabra y la Palabra (el Logos divino) permite interpretar las transformaciones terminológicas que hacen posible tematizar lo sobrenatural y, también, la ulterior secularización del vocabulario teológico (p. 17). El argumento nuclear de la retórica de la religión consiste, pues, en un repertorio de analogías logológicas:
1). Las semejanzas entre las palabras acerca de las palabras y las palabras acerca del Verbo.
2). Las palabras son a la naturaleza como el Espíritu es a la Materia. [Se postula así la dualidad entre acción simbólica y movimiento físico no simbólico].
3). La teoría del lenguaje, al culminar en una teoría de lo negativo [ya que el principio de negación es constitutivo del lenguaje, como evidencian la distinción entre lo verbal y lo no verbal, las exhortaciones negativas, las oposiciones terminológicas y la denegación irónica de lo significado, por ejemplo], corresponde a la “teología negativa” [la designación de Dios como inmortal, infinito, etc.].
4). El nombramiento lingüístico conduce a una búsqueda del título de títulos, que es técnicamente un “término deiforme” [omni-inclusivo y unificador].
5). El “tiempo” se relaciona con la “eternidad” en la misma forma como los detalles particulares del desarrollo de una oración se relacionan con el significado unitario de la oración.
6). La relación entre el nombre y la cosa nombrada se parece a las relaciones de las personas de la Trinidad [pues involucraría la cosa, el nombre y la correspondencia entre ellos] (Burke, 2014, pp. 34-35).
Por ejemplo, se podría traducir el enunciado teológico de que la creatura humana está originariamente en rebeldía contra Dios a través de su correlato logológico: el ser humano puede rebelarse potencialmente contra el principio de autoridad y la jerarquía, al aplicar la negatividad a las propias exhortaciones negativas del orden, y negarse a obedecer el “no harás” (Burke, 2014, p. 101). Ahora bien, la logología no es una simple traducción analógica de los enunciados teológicos, pues aporta también una interpretación dialéctica de las transformaciones simbólicas y ciclos terminológicos en el discurso religioso. En ese sentido, en el “Prólogo en el cielo” que cierra el libro, Burke (2014, p. 245) hace exponer al Señor ―en diálogo con Satanás― el ciclo terminológico que lleva del orden a la represión del desorden, de la represión a la responsabilidad, de la responsabilidad a la culpa, de la culpa a la redención, de la redención al sacrificio y a la idea de una víctima perfecta.
Burke enmarca esas analogías en cierta filosofía del lenguaje, la del dramatismo, con sus supuestos de que el lenguaje consiste en acción simbólica con los componentes de un drama. En ese contexto, el crítico retórico estadounidense considera que el dramatismo constituye un enfoque ontológico centrado en los problemas de acción simbólica, a diferencia del enfoque epistemológico típico del cientificismo, que privilegia el conocimiento de objetos y se limita al movimiento mecánico. Además, la filosofía del dramatismo permite formular cierta definición del ser humano como: (a) un animal que usa símbolos, (b) inventor de lo negativo (al discriminar lingüísticamente y tener que elegir entre el “sí” y el “no”, el “harás” y el “no harás”), (c) separado de su condición natural por sus propias obras e invenciones e (d) impulsado por un espíritu de jerarquía (las estratificaciones y diferencias de algún orden social y político) (Burke, 2014, pp. 38-40). Burke expande su definición del ser humano en el texto “Definition of Man” (originalmente publicado entre 1963 y 1964, y luego incluido en el libro Language as Symbolic Action): allí insiste en que la acción simbólica no puede reducirse al movimiento físico o la conducta; enfatiza que el empleo de símbolos puede involucrar confección simbólica, pero también un mal uso del simbolismo; plantea que con el lenguaje irrumpe la negatividad y que el ser humano es moralizado negativamente, y nos recuerda que la invención simbólica no puede separarse de la compleja trama de actividades e instituciones sociales, ni de la división del trabajo y la estructura de propiedad. Finalmente, esta definición del humano añade, al principio de incitación humana por el espíritu de jerarquía, la afirmación de que el ser humano está “corrompido con la perfección” (Burke, 1963, p. 507); o sea, que hay un componente perfeccionista (entelequial) en la acción humana, que induce a la consumación simbólica y a desarrollar todas las implicaciones de nuestra terminología, hasta su reversión. Este sentido pernicioso de la perfección simbólica resulta inherente a nuestra condición lingüística y atraviesa nuestros léxicos. Por ejemplo, según Burke, el principio del drama está implícito en la idea de “acción”; la victimización, en el drama; la negatividad, en la selección de la víctima; la reafirmación de la jerarquía, en la búsqueda de algún chivo expiatorio; la culpa, en la jerarquía (Burke, 1963, pp. 509-510).
Como se puede apreciar, la crítica retórica burkeana alcanza su máxima expansión bajo la forma de una filosofía dramática y logológica. Según plantea Burke en el artículo “Dramatism” (publicado originalmente en 1968 en la International Encyclopedia of the Social Sciences), el dramatismo y la definición del ser humano como animal simbólico no son simplemente una metáfora, sino una caracterización literal y realista de nuestra capacidad de acción simbólica y de todas sus implicaciones (Gusfield, 1989, p. 50). Anclado en esa filosofía del lenguaje y de la simbolicidad, el dramatismo involucra ―metodológicamente― un tipo de crítica que indaga en las relaciones y motivaciones humanas a través de los conglomerados y ciclos terminológicos que irradian desde nuestros términos últimos (god-terms) (Gusfield, 1989, p. 135). Por lo que respecta a la relación existente entre dramatismo y logología, Burke aclaró que se trata de dos términos para designar una teoría: “son análogos respectivamente a la tradicional distinción (en teología y metafísica) entre ontología y epistemología” (Burke, 1985, p. 89). Así como el dramatismo parte del supuesto ontológico de que somos constitutivamente animales simbólicos, la logología se hace cargo epistemológicamente de las distinciones terminológicas y las discriminaciones lingüísticas que dan forma al conocimiento humano. Así, en la filosofía de Burke (1985), la retórica suscita cuestiones tanto ontológicas como epistemológicas.
De ese modo, la crítica retórica burkeana se distanció progresivamente de una consideración exclusivamente epistemológica de la retórica (centrada en la construcción simbólica de la realidad social y en la metáfora del drama), para asumir una perspectiva más comprehensiva e integral, tanto epistémica como ontológica (basada en los universales de la condición humana y de la comunicación simbólica). En ese sentido, la teorización filosófica le permitió a Burke concebir dialécticamente las perspectivas epistemológicas y ontológicas de la acción simbólica (Chesebro, 1988). Más allá de las tentaciones monistas del idealismo lingüístico (que considera que solo hay construcciones simbólicas) y del materialismo conductista (que lo reduce todo a movimientos corporales), la filosofía burkeana asume epistemológica y ontológicamente la dualidad constitutiva del animal simbólico, así como la duplicidad y la polaridad logológica entre los ámbitos de la acción simbólica y el movimiento no simbólico:
La visión “dramática” (o dialéctica), propia de la logología, del lenguaje como acción simbólica es un su misma esencia realista―y tal visión es necesariamente dualista, pues el ser humano es típicamente el animal usuario de símbolos, y la invención lingüística de lo negativo resulta suficiente por sí misma para forjar un dualismo […] (Burke, 2003b, p. 208).
Conclusión: por una crítica retórica dialéctica
Inspirada por un espíritu crítico proteico e idiosincrático, la obra de Kenneth Burke brinda un experimento multifacético de exploración de las proyecciones retóricas de la comunicación humana. A través de sus escritos, vemos desplegarse los recursos y estrategias de una crítica que dialoga con la retórica para desentrañar los motivos retóricos de la forma literaria y de otros discursos culturales (una crítica retórica), sin renunciar a afrontar los problemas prácticos y políticos de nuestra convivencia social. Asimismo, en su obra accedemos a la progresiva conceptualización de los presupuestos tanto de la propia crítica retórica como de la comunicación simbólica en general: en primera instancia, bajo la forma de una gramática de los motivos implícitos en cualquier cosmovisión filosófica (una retórica de la filosofía); posteriormente, a través de una redefinición filosófica de los conceptos de la retórica (una filosofía de la retórica). Por último, la crítica retórica burkeana aborda la tarea de articular los órdenes y ciclos simbólicos que subyacen a las visiones más comprehensivas de la vida humana ―los misterios de las religiones― y, en esa labor, formula una interpretación comprehensiva de la comunicación simbólica humana (una filosofía retórica o dramática), que es tanto una ontología del dramatismo como una epistemología logológica. Mediante esta constante amplificación de la crítica retórica, Burke promueve un constante diálogo de la retórica con la poética y la filosofía, en la medida en que las tres constituyen formas de discurso humano y de acción simbólica: en la poética se trataría de la pura forma simbólica; en la retórica, de la persuasión e identificación simbólicas; en la filosofía, de la articulación simbólica de primeros principios. Así, en la retórica eminentemente filosófica de Burke no solo se interpretan los ordenamientos discursivos de la experiencia y las formas de actividad simbólica, sino que además se concibe dialécticamente la interacción entre los distintos enfoques y terminologías de la comunicación simbólica humana (Brummett, 1995).
Evidentemente, la crítica retórica dialéctica esbozada en el pensamiento de Burke no se deja reducir a una rehabilitación de la retórica técnica y escolar ni se reduce a un simple ejercicio de restauración de la retórica tradicional con fines filológicos. Estamos ante una genuina renovación de la retórica, es decir, ante una nueva retórica en sentido pleno. No se pretende únicamente reformular alguna teoría del logos argumentativo, de los recursos argumentativos ajustados al auditorio o de la lógica informal del razonamiento práctico (como hicieron la nueva retórica de Perelman o Toulmin); tampoco se reduce la retórica a una tropología de los modos de significación que evite los malentendidos (como ocurre en la nueva retórica de Richards). La crítica retórica burkeana abre las opciones de una nueva retórica en toda su extensión: permite interpretar tanto la forma literaria como cualquier discurso sociocultural, e integra dialécticamente las formas de acción simbólica de la poesía, la retórica y la filosofía; además, se perfila como una retórica filosófica en un triple sentido constitutivo, por desplegar una retórica de la filosofía, una filosofía de la retórica y, por último, una filosofía retórica o dramática con compromisos ontológicos y epistemológicos.
En ese sentido, la crítica que se desarrolla en la obra de Burke constituye una valiosa opción para concebir las opciones de una retórica general en la renovación de la retórica en el ámbito hispánico: no se limita a rehabilitar la retórica filológica mediante el diálogo disciplinar con la poética lingüística (como en el caso de García Berrio) o con la semiótica de la cultura (en Albaladejo), ni reduce unilateralmente la retórica al momento elocutivo del estilo ―en última instancia, a la metaforicidad― y a una discutible reflexión epistemológica respecto a la construcción retórica de la realidad (en Pujante). Como las retóricas clásicas, la retórica filosófica burkeana presta atención integralmente a diferentes aspectos de la comunicación retórica, más allá de la forma elocutiva o la disposición lógica: enfatiza siempre el elemento de invención simbólica y revelación dialéctica involucrado en los léxicos humanos; profundiza en las actitudes y motivos desplegados en la autoescenificación discursiva; aborda la comunicación humana como actuación simbólica, y ahonda en las diversas estrategias de interacción persuasiva e identificación comunicativa. Como retórica filosófica, la crítica retórica burkeana es general (al abordar todo tipo de discursos culturales) y, sobre todo, integral (al hacerse cargo de todos los aspectos de la comunicación retórica).
En última instancia, la retórica filosófica burkeana constituye una vía privilegiada para una renovación de la retórica ―para una nueva retórica― por su talente eminentemente moderno. Burke considera que la crítica retórica concierne a cualquier tipo de acción simbólica y discurso cultural emergente, de modo que está en condiciones de interpretar las distintas formas actuales de comunicación e intervenir en el presente. Por otra parte, asume la moderna diferenciación del discurso poético, del discurso retórico y del discurso filosófico sin renunciar a mediar dialécticamente entre ellos. Asimismo, como retórica crítica, incorpora las opciones de una hermenéutica de la sospecha freudiana y marxista a la hora de enfrentar los problemas sociales y políticos del presente. Al apostar por una filosofía comprehensiva, preocupada por cuestiones epistemológicas y ontológicas, Burke no cede a la tentación construccionista y posmoderna de considerar que solo hay discursos autorreferentes y diferentes construcciones retóricas de la realidad social. Se trata de una opción moderna de crítica retórica, pero no de una retórica confesionalmente modernista que comulgue acríticamente con el cientificismo, la secularización, la desmitificación o la sospecha ideológica ilimitada. A pesar de que su retórica dramática impulsó cierto giro retórico en las ciencias sociales (no olvidemos que Gausfield, Overrington o Hayden White fueron interlocutores o seguidores de Burke) e, incluso, posibilitó cierta perspectiva retórica sobre la condición humana como la de un animal usuario de símbolos u homo rhetoricus, difícilmente podríamos considerar a Burke un precursor sin matices del posmodernismo, o sea, de la dispersión de los significantes, de la fragmentación discursiva, del descentramiento del sujeto o de alguna versión paródica del anything goes (Wess, 1996), a no ser que uno lea deconstructivamente la obra del crítico estadounidense, y reinterprete ―muy abiertamente― su pensamiento como una apuesta por la negatividad y la autotransgresión, que nos encaminarían a la inestabilidad, incertidumbre y refriega de los tiempos posmodernos (Biesecker, 1997).
Por supuesto, la crítica retórica burkeana presenta ciertas limitaciones: la conceptualización un tanto monocéntrica y universalista de la acción simbólica, obliterando quizá los muy diferentes tipos de discurso y registros sociales; el posible sesgo logocéntrico al privilegiar la lingüisticidad y simbolicidad de la condición humana, con el riesgo de desatender los contextos sociales y las relaciones cotidianas de poder; cierto etnocentrismo en la selección de los discursos culturales relevantes, así como una eventual mecanización de los instrumentos de la metodología dramática (Chesebro, 1992). Con todo, el propio espíritu crítico de la retórica dialéctica burkeana nos suministra las vías para otras extensiones y amplificaciones de la crítica retórica. Ese es nuestro desafío.