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Alteridades

versión On-line ISSN 2448-850Xversión impresa ISSN 0188-7017

Alteridades vol.22 no.43 Ciudad de México ene./jun. 2012

 

Identidades, diferencias y desigualdades

 

Los desafíos políticos de la hospitalidad Perspectivas derrideanas*

 

The political challenges of hospitality: Derridean Perspectives

 

Ana Paula Penchaszadeh

 

** Investigadora del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas/Instituto de Investigaciones Gino Germani de la Universidad de Buenos Aires; profesora de grado y de posgrado de la Universidad de Buenos Aires e investigadora consulta del Centro de Derechos Humanos de la Universidad Nacional de Lanús. Uriburu 950 6o (1114) CABA, Argentina <anapenchas@yahoo.com>

 

* Artículo recibido el 27/01/11
Aceptado el 19/07/11.

 

Abstract

This article tries to deconstruct a set of hypotheses about the tragic and productive link between identity and alienation, which is inherent in social and political theory and seems insurmountable and unanswerable and thus it moves the axis from hostility to hospitality. This is possible through Jacques Derrida's thought that allows differentiation between concrete and measurable forms of hospitality, as is done in social science and anthropology, and the analysis of the concepts of identity and difference, as this theme could be thought by philosophy that also takes in consideration (where this is precisely impossible) the immensurable and unpredictable.

Key words: hospitality, identity, difference, sacrifice, foreigner, Jacques Derrida.

 

Resumen

Este artículo intenta deconstruir un conjunto de hipótesis sobre el vínculo trágico y productivo entre identidad y extrañamiento —ínsito en la teoría política y social, y al parecer insuperable e incontestable— que va de la hostilidad a la hospitalidad. Esto será posible gracias al pensamiento de Jacques Derrida, que permite distinguir laforma concreta y calculable en que las ciencias sociales y la antropología analizan la cuestión de la hospitalidad, en relación con la identidad y la diferencia, de la forma en que estos temas pueden ser pensados por la filosofía, es decir, teniendo en cuenta (ahí donde esto es justamente imposible) lo incalculable y lo imprevisible.

Palabras clave: hospitalidad, identidad, diferencia, sacrificio, extranjero, Jacques Derrida.

 

Sin duda, de este pensamiento no se puede deducir ninguna política, ninguna
ética ni ningún derecho. (...) Pero, ¿cabría incluso concluir que este pensamiento
no deja ninguna huella sobre lo que hay que hacer -por ejemplo, en la política, la
ética o el derecho por venir?

Jacques Derrida, Canallas. Dos ensayos sobre la razón

 

El presente artículo busca interrogar y desbordar la figura del extranjero como dispositivo fundamental en la determinación de la identidad/diferencia, a partir del concepto de hospitalidad. Para ello mantiene un diálogo con distintas perspectivas sociológicas, antropológicas y políticas, y con la lectura original que Jacques Derrida propone de la hospitalidad.

El pensamiento de Derrida sobre la hospitalidad es el hilo de oro que atraviesa la trama de este manuscrito y articula cada uno de los problemas abordados. Sin embargo, la pregunta inicial que podría hacerse un lector avezado sería: ¿por qué un pensamiento difícil de clasificar como "político" es el eje central de una reflexión acerca del vínculo entre política y hospitalidad? En otras palabras, ¿por qué elegir un autor de la filosofía para dar cuenta de dilemas supuestamente propios de la teoría política y social? Una primera respuesta, por supuesto incompleta e insatisfactoria, a la que se intentará rendir justicia a lo largo de estas páginas, es que la definición de hospitalidad que ofrece Derrida permite deconstruir y desmantelar el andamiaje teórico político y social tradicional, que va de lo posible a lo imposible y de la realidad de la hostilidad a la promesa de hospitalidad.

Este trabajo versa sobre una forma particular de concebir el vínculo con el otro: la hospitalidad, orientada al mismo tiempo hacia lo que es la política y hacia cierto por venir de la política. El hecho de que el concepto de hospitalidad no tenga reservado ningún lugar en diccionarios ni en manuales políticos (sean éstos científicos, teóricos o filosóficos) constituye una primera gran evidencia de que la hospitalidad no es compatible (como sí lo es la hostilidad) con una definición tradicional de la política. El problema de la hospitalidad, de un vínculo no destructivo con el otro, siempre ha sido abordado desde la teoría política y social de manera indirecta, tangencial y solapada. Pero ¿qué sucede si se obliga a la teoría política y social a hablar desde este otro lugar, o sea, desde la exigencia de hospitalidad?

Se insistirá aquí en la necesidad de repolitizar el problema de la hospitalidad, contra aquellas lecturas que lo conciben como algo del orden meramente económico, jurídico, social o idealmente ético. Uno de los objetivos de este artículo es mostrar al lector la inscripción de la hospitalidad en el corazón de toda política y, a la vez, de toda política en la hospitalidad, y retomar una de las cuestiones más espinosas de la teoría política: ¿es posible pensar una política más allá de la hostilidad?

 

Diferencia e identidad: el principal dilema de la hospitalidad

¿Se puede pensar una identidad sin la contracara de la diferencia? ¿Qué función cumple la política en la determinación de la diferencia? ¿Cómo se produce la identidad a partir de la alteridad semejanza-diferencia de la figura del extranjero? ¿Es la figura del extranjero la contracara necesaria de la figura del ciudadano? ¿La construcción del Estado-nación moderno y la noción de ciudadano que le es inherente suponen por necesidad la construcción de un afuera y de un extranjero?, de ser así, ¿es posible pensar una hospitalidad más allá del Estado-nación? Finalmente, si el a priori de la identidad es la diferencia, ¿no es éste uno de los límites insoslayables de la lógica democrática? Éstas son algunas de las preguntas que asedian el presente artículo.

Para responder estos interrogantes, al comienzo de la investigación la mirada estuvo puesta casi exclusivamente en un conjunto de hipótesis escandalosas que postulaban una preocupante vuelta al realismo político de corte schmittiano y hallaban en la hostilidad el fundamento de la política. El objetivo, en un primer momento, era dar cuenta de una poderosa tradición política y social que señalaba que la identidad sólo puede construirse y realizarse a partir de la diferencia, esto es, a partir de la exclusión del otro. Tanto desde la teoría social como desde la teoría política, el conjunto de autores abordados parecía encontrarse cautivo de una "economía de la hospitalidad" fuertemente vinculada con aquello que Derrida define como la estructura sacrificial de Occidente, que bien podría traducirse en las siguientes hipótesis:

1. Todo proceso de creación de un orden común, de un nosotros, conlleva un proceso político de diferenciación y creación de un afuera, y no a la inversa

1a. Todo proceso de construcción social de fronteras se define por la determinación, siempre política, del extranjero (de aquel que se define por no ser del grupo)

1b. Hasta el orden político más democrático tiene sus fronteras, y todo proceso incluyente supone exclusión

2. La política en general opera a través de sistemas de clasificación binarios basados en clivajes simples que conforman el sentido común de todo grupo social

3. Si la política se define dinámicamente como un proceso de denotación constante de lo idéntico y de lo distinto, la figura del extranjero es una de las claves fundamentales para pensar los límites de los dispositivos políticos incluyentes basados en la visibilidad y la transparencia (como es el caso de la democracia)

Estos umbrales/hipótesis articulaban el problema político de la hospitalidad en torno de un arcano: la figura del extranjero. Se sostenía que la política, la estructura condicional de la soberanía, determina su identidad, su volver a sí y sobre sí, a partir de un proceso de extrañamiento de lo otro y de su fuerza para trazar una frontera (como límite de muerte hacia el -lo- otro). Política y violencia se confundían y el extranjero se presentaba como la contracara necesaria de aquel que se integra al grupo. La construcción del Estado-nación moderno y la noción de ciudadano que le es inherente suponían la construcción de un afuera y una frontera. De modo que, si el a priori de la identidad era la diferencia, éste representaba el límite por excelencia de la democracia como sistema político de inclusión sustentado en la igualación de las condiciones de acceso al derecho y al poder.

Para analizar la figura del extranjero como dispositivo político-social existencial determinante de la identidad, la investigación se basó primariamente en la teoría social de Georg Simmel. Los planteamientos de este autor fueron la base para comprender otras teorías sociales contemporáneas que dan cuenta de las matrices sacrificiales asociadas a la figura del extranjero. A continuación se exponen estas primeras impresiones cinceladas desde la teoría social.

Fiel a la teoría kantiana de las categorías y las formas que hacen posible toda experiencia, en Sociología Simmel contesta a la pregunta ¿cómo es posible la sociedad? a partir de un conjunto de a prioris que posibilitan la estructura empírica del individuo como ser social. Los acercamientos iniciales a la cuestión del extranjero en esta investigación giraron alrededor del segundo a priori, según el cual a la definición de sociedad le es inherente una definición de lo que se encuentra fuera de ella, de lo que le es extraño. Este segundo a priori guarda una fuerte afinidad con la idea kantiana de la insociable sociabilidad humana en un sentido muy específico: el individuo, en cuanto elemento de un grupo, nunca se integra ni se orienta absolutamente hacia la sociedad, una parte de él queda necesariamente excluida de la sociedad, lo que constituye el segundo a priori de la socialización. De acuerdo con Simmel, los tipos sociales definidos por el hecho de encontrarse excluidos de la sociedad (por ejemplo, los extranjeros) cumplen un rol central en la existencia y la delimitación de la sociedad misma, ya que "la colectividad social se refiere a seres a los que no abarca por completo" (Simmel, 1977: 46). La lucha, como forma de socialización central encarnada en la figura radical del otro, del extranjero, tiene un papel sustancial en la constitución del nosotros. Para Sim-mel, la lucha es un elemento esencial contra el dualismo disociador y una de las formas más comunes para llegar a la unidad a partir de la contraposición. El extranjero, una de las figuras típicas de la alteridad / exterioridad, ilumina elementos relevantes por los que la identidad puede lograrse mediante la diferencia.

En las investigaciones que siguen veremos algunos tipos cuyo sentido sociológico queda fijado en su esencia y fundamento, justamente por el hecho de estar excluidos en cierto modo de la sociedad, para la cual sin embargo es importante su existencia; así ocurre con el extranjero, el enemigo, el delincuente y aun el pobre (Simmel, 1977: 46).

La teoría de Simmel permite, entonces, justificar la necesidad de la diferencia para la identidad, sobre la base de la lucha como forma de socialización altamente productiva y eficaz. En su Digresión sobre el extranjero, el autor sostiene que el extranjero es una figura, por definición, ambigua y móvil, en la cual convergen la vinculación y la no vinculación a un espacio (emigración/sedentariedad), entendidas éstas como determinaciones fundamentales de la condición y del sentido de las relaciones humanas. El extranjero es el "emigrante en potencia", "el que viene hoy y se queda mañana", el que no tiene aseguradas ni una partida ni una permanencia en el lugar; su carácter de extranjero, de aquel que porta cualidades distintas, es aquello que lo define en un determinado círculo espacial. Los conceptos de proximidad y alejamiento adquieren en esta visión espacial de las relaciones sociales una unión particular: "la distancia, dentro de la relación, significa que el próximo está lejano, pero el ser extranjero significa que el lejano está próximo" (Simmel, 1986: 716-717). El extranjero es quien se encuentra en el horizonte espacial de un grupo social dado, que es parte del grupo pero que se integra mediante su exclusión. Dentro de esta categoría entran también todas aquellas clases de "enemigos interiores" (como pueden ser los locos, los pobres, los desviados, etcétera), quienes, si bien en alguna forma son parte del conjunto social, en otra especialmente determinante están "por fuera y enfrente".

El extranjero guarda un estrecho vínculo con la cuestión de la identidad social al moverse alternadamente entre la sospecha y la objetividad o "privilegio epistemológico". No obstante estas dimensiones constituyen dos caras de una misma moneda, representan distintos momentos de la distancia social. Respecto del grupo social, el extranjero se sitúa en una relación de lejanía/proximidad y de interés/desinterés por la cual se vuelve un sujeto libre en términos de las determinaciones y los prejuicios del grupo específico del que está excluido/incluido. Un ejemplo magnífico del extranjero concebido desde la objetividad y el privilegio epistemológico es la figura del legislador definida por Rousseau en El contrato social. Ahora bien, esta misma libertad, que puede hacerlo sujeto de confidencias y objetividad al mantener relaciones de carácter más abstracto, encierra en sí misma la posibilidad de verlo como el que viene de afuera y pone en peligro lazos orgánicos específicos de determinado grupo.

Simmel menciona un género de extranjería en el cual el extranjero se define en términos puramente negativos y la relación con él es una no relación basada, en los casos más extremos, en la negación de su carácter humano. El ejemplo elegido por el autor para explicar este tipo de relación negativa extrema es el de los griegos con los bárbaros.1 Sin embargo, en este caso, aunque no se le niega al extranjero su igualdad general humana, al ser tan general la cualidad que los une a aquél, se tiende a acentuar lo no común para establecer la relación, presentada entonces como desindividualizada: "Por ESO a los extranjeros no se los siente como propiamente individuos, sino como extranjeros de un tipo determinado. Frente a ellos, el elemento del alejamiento no es menos general que el de la proximidad" (Simmel, 1986: 721).

A partir de los planteamientos de Simmel se siguieron los desarrollos de otros autores de la teoría social contemporánea que analizan el problema del extranjero en relación con la identidad/diferencia. Ulrich Beck, por ejemplo, parte de los géneros de extranjería de Simmel para distinguir las categorías de "extraño" y "extranjero". Mientras que el extranjero se encuentra determinado por las fronteras externas -las leyes de los Estados nacionales por las cuales mantiene una relación social negativa, de no pertenencia al grupo-, el extraño lo está por las fronteras internas de un cierto grupo; es aquel que siendo del grupo queda excluido de sus categorías. El extraño se caracteriza por resistirse a la categorización social, de forma que atenta contra el conjunto de construcciones sociales desde donde se establecen las diferencias y las distancias: "el extraño es una refutación viviente de los perfiles aparentemente claros y de los principios naturales por los que se definen las pertenencias e identidades en los Estados nacionales" (Beck, 1995: 132).

Zygmunt Bauman, otro estudioso que desde la teoría social ha tenido un gran interés en definir la extranjería y pensar las condiciones de la hospitalidad, sostiene que, a través de la función denotadora y clasificatoria del lenguaje, el hombre le otorga una estructura y un orden al mundo, poniendo coto a la contingencia y permitiendo a los actores actuar en un marco específico de significados y categorías. El mundo se vuelve coherente a partir de la interiorización de un marco clasificatorio común erigido sobre dualidades y dualismos. La ambivalencia, como contracara de la posibilidad de clasificación, muestra los límites de este orden-mundo atentando contra el conjunto de expectativas y patrones de acción; colándose con ella el caos, la indeterminación y la contingencia. El primer acto de inclusión/exclusión es, según Bauman, un acto lingüístico y violento por el que se recorta el mundo por medio de los nombres; pero la ambivalencia surge en ese instante, entrando en tensión con la clasificación, pues es imposible eliminar la arbitrariedad del recorte y el ruido que genera todo aquello que el nombre deja afuera. El caos, en cuanto amenaza inerradicable sobre el orden del mundo, funda a su vez la condición de la reflexividad, como la "conciencia del carácter no concluyente del orden existente" (Bauman, 1996: 83). Los márgenes cumplen un rol crítico y reflexivo central: la oscuridad y la ambivalencia recuerdan siempre la arbitrariedad del mundo y la posibilidad infinita de reinterpretación y reestructuración de éste. Se enfatiza así la centralidad crítica del (de lo) otro, de lo excluido en toda denotación.

La labor reflexiva asume de manera radical la contingencia sobre la que descansa el mundo, y da pie a un discurso sin conclusión -sin patria y sin ley- que hace posible la denuncia de la arbitrariedad de lo establecido. Lo político cumple una función central en la definición, determinación y clausura del orden. Todos los campos de acción instituidos socialmente se mantienen a través de diversos elementos de coerción moral y física. La distinción amigo/enemigo, de acuerdo con Schmitt, sería una primera decisión político-existencial fundamental que permite la frontera y la identidad. Pero ¿qué sucede cuando se hace imposible la clasificación? La particularidad del extraño, explican Bauman y Beck, es que aparece como un tercer elemento que destruye la armonía dual del mundo. El extraño como categoría inclasificable, sin antónimo, escapa al juego de antinomias que la política propone para comprender el mundo social. El extraño como figura de la ambivalencia es un problema capital y existencial, pues representa lo inasible, lo incalculable, lo inclasificable, en todo grupo social. A diferencia del extranjero, que es fácil de clasificar a partir de oposiciones del tipo nativo/extranjero o amigo/enemigo, el extraño se presenta sin antónimo; perteneciendo al grupo, no pertenece. Su presencia no sólo no ratifica sino que atenta contra los sistemas de clasificación binarios sobre los que se asienta el mundo del gran simplificador humano.

Bauman señala que los extraños corren serios peligros, ya que la incertidumbre que ellos ponen al descubierto clama por ser erradicada; de extraño a "enemigo" hay tan sólo una decisión política existencial: "quien no sólo está fuera de lugar, sino que además, sin hogar, puede convertirse en un atractivo objeto de genocidio" (Bauman, 1996: 109). Asimismo, Beck reflexiona sobre el proceso que llevó a los judíos alemanes a convertirse en objeto de genocidio y apunta que para hacer posible esta expulsión y extrañamiento fue necesario establecer una serie de diferencias y oposiciones que, aunque fueron altamente eficaces en términos de su potencial categorial excluyente (socialista, burgués, usurero, infrahumano, etcétera), eran claramente contradictorias entre sí. El propósito era generar fronteras ideológicas que permitieran separarlos a ellos -los judíos, el mal- de nosotros -los alemanes, la verdad liberadora-. La pertenencia nacional, que se sustantiva y adhiere al nosotros, cumple una función cardinal en el ocultamiento del carácter difuso, ambivalente y artificial de las identidades culturales como construcciones sociales y políticas, mas el catalizador de esta "mullida clausura", aquel que de forma ejemplar se encuentra excluido del grupo, es el extranjero.

Otro autor de la teoría social que permite pensar la cuestión de las categorías sociales y de los extraños que atentan contra ellas es Erving Goffman. A partir de los rituales de interacción, es decir, de los códigos y ceremoniales puestos en marcha cuando se actúa cara a cara con otros, se hace manifiesto que el objetivo de toda interacción es "salvar la cara". Mediante la interacción se revelan juegos y códigos a los que los participantes se adhieren, independientemente de los motivos de la acción mentados por éstos: ¿qué mecanismos sociales se encuentran comprometidos cuando se fuerza la entrada de extraños en las categorías preestablecidas?, ¿cómo funcionan efectivamente estos mecanismos morales y coercitivos en el marco de la interacción social? El trabajo de Goffman en torno a los rituales de interacción y los problemas que aparecen cuando los códigos sobre los que se asientan no son compartidos o respetados puede ser de gran ayuda para entender la lógica de los procesos de extrañamiento. Todos los actores involucrados en una interacción cumplen una serie de rituales para resguardar su cara, esto es, la imagen definida en términos de "atributos sociales aprobados". Hannah Arendt, en La condición humana, plantea algo similar: en la dimensión de la acción, como el espacio por excelencia de interacción con otros, lo que se revela es el quién que aparece ante los otros y se esconde al propio actor. Arendt rescata la idea de felicidad griega (eudaimonia), entendida como la imagen (daimon) que se desprende de uno según la mirada de los otros y que, en términos goffmanianos, podríamos definir como "deseo de deferencia" y "aprobación": "Si el individuo pudiera otorgarse la deferencia que deseara, la sociedad tendería a desintegrarse en islas habitadas por hombres de culto solitario, cada uno en continua adoración de su propio altar" (Goffman, 1967: 57). En el contacto con otros surgen, pues, diversas líneas institucionalizadas y legítimas que hacen aprehensible al actor para el conjunto de los otros que lo observan. Cuando el actor actúa, de inmediato se hace presente el mundo social al que pertenece y el lugar que ocupa en él (de lo contrario la persona está sin cara). Las reglas de conducta y el orden ceremonial que con ellas se configura confieren regularidad en los asuntos humanos; de ellas dependen las expectativas y obligaciones según las cuales nos integramos a una determinada sociedad y nos reconocemos a nosotros mismos en ella. La interacción y las relaciones sociales son, de este modo, los únicos mecanismos por los cuales las personas obtienen deferencia comprometiéndose con otros.

El orden social es posible porque las personas acceden voluntariamente a salvar su cara y se autoexcluyen de ciertos espacios en los que podría verse amenazada. El individuo es educado en ciertos rituales para llevar a cabo su vida en un marco social (esto es, reglado y codificado ritualmente): "se le enseña a ser perceptivo, a tener sentimientos vinculados con el yo y un yo expresado por medio de la cara; a tener orgullo, honor, dignidad, a mostrar consideración, a tener tacto y cierta proporción de aplomo" (Goffman, 1967: 46). Goffman afirma que cuando se producen estados rituales insatisfactorios existen procesos correctivos por medio de los cuales se intenta restablecer el equilibrio: "La imagen del equilibrio es adecuada en este caso, porque la prolongación e intensidad del esfuerzo correctivo se adapta a la persistencia e intensidad de la amenaza. La cara de uno, entonces, es una cosa sagrada, y por lo tanto el orden expresivo necesario para sostenerla es de orden ritual" (Goffman, 1967: 25). Ahora bien, lo interesante del proceso correctivo señalado por el autor es que éste sólo es posible si el ofensor comparte y entiende el código expresivo. Cuando el ofensor es incapaz o se niega a corregir su conducta aparece ante los demás como irresponsable frente al proceso ritual. Ésta es una situación insostenible para quienes participan en el ritual de interacción, ya que no sólo el ofensor queda sin cara, sino que a su vez pone en peligro la cara de los demás que participan en la interacción. Ante tal amenaza, los ofendidos pueden recurrir a la destrucción y negación violenta del ofensor. Como bien dice Goffman, es la no ratificación del orden expresivo lo que vuelve insostenible la posición del extraño. Las personas que se hallan fuera y enfrente de la sociedad representan, pues, una amenaza real para ese frágil orden humano.

En Frente al límite, Todorov ofrece una explicación de las relaciones e interacciones entre los distintos grupos de víctimas que convivían en los campos de concentración. Contrario a lo que se podría pensar, sostiene que la solidaridad, entendida como reciprocidad social -distinta de la caridad (que se ofrece a un extraño y a un desigual) y del cuidado (que puede profesar la propia familia)-, se definía en el campo de concentración, ante todo, nacional y lingüísticamente: "Actuar por solidaridad con su propio grupo era un acto político, no moral; no había elección libre, y se particularizaba el juicio en lugar de universalizarlo" (Todorov, 1991: 91).

Lo que hacía evidente con este conjunto de teorías sociales es que, al parecer, toda reflexión sobre la hospitalidad está siempre condicionada por el problema de la pertenencia/identidad. De ahí que Derrida y Douffourmantelle sentenciaran, lamentándose, en La hospitalidad: "se trata siempre de responder desde una morada, de su identidad, de su espacio, de sus límites, del ethos en cuanto estancia, habitación, casa, hogar, familia, lugar-propio" (Derrida y Douffourman-telle, 2000: 149). En Ritual de interacción, Goffman asevera que lo propiamente humano en el hombre, la dimensión moral, se encuentra determinado por un conjunto de exigencias rituales que hacen a la organización y estructura del grupo de pertenencia, y agrega que "la naturaleza humana universal no es una cosa muy humana" (Goffman, 1967: 46). El concepto de humanidad dejaría al descubierto la humanidad del hombre -que sólo consigue llenarse de contenido y por lo tanto ser en el marco de ciertos grupos definidos-. La indeterminación haría insostenible la humanidad misma como horizonte moral y pertenencia.

Según estas lecturas, sacralizar al hombre implica una emancipación de su condición propiamente humana y su abandono. En el libro La violencia y lo sagrado, René Girard brinda una posible respuesta a la pregunta acerca de las razones profundas por las cuales determinados miembros aparecen como extraños y, de manera más radical, como sagrados y sacrificables. De acuerdo con este autor, para existir, toda cultura y sociedad debe resolver el problema de la violencia. Los hombres tienen por naturaleza un apetito de violencia que, cuando no está regulado socialmente ni diferido, se desparrama por doquier haciendo imposible la sociedad. El sacrificio, entonces, cumple una función central, puesto que a través de él se restaura la armonía y se refuerza la unidad social. Ahora bien, el punto más interesante remarcado por Girard en la presente indagación es el que se refiere a los rasgos comunes al conjunto de las víctimas sacrificiales: éstas se caracterizan principalmente por no pertenecer o pertenecer de forma imperfecta al grupo social, esto es, por no integrarse plenamente (los extranjeros, los niños, las vírgenes, los animales, los reyes, etcétera). La hipótesis de Girard es que entre la comunidad y las víctimas no existe una relación social particularizada.

Este análisis del sacrificio tiene como telón de fondo una concepción de la sociabilidad humana como profundamente insociable: "Es la comunidad entera la que el sacrificio protege de su propia violencia, es la comunidad entera la que es desviada hacia unas víctimas que le son exteriores. El sacrificio polariza sobre la víctima unos gérmenes de discusión esparcidos por doquier y los disipa proponiéndoles una satisfacción" (Girard, 1995: 15). Empero, el mismo ritual sacrificial encierra en sí mismo una ambivalencia tal que amenaza con develarse ante los hombres como arbitrario y contingente; la paradoja fundamental del sacrificio es que a la vez que se invoca el carácter sagrado de la víctima, éste sólo se ratifica por medio de su sacrificio. Lo sagrado y la violencia mantienen así una unión paradójica, pero central, en la perduración del orden social.

Para Girard, la justicia se fundamenta en el orden diferencial. Cuando un grupo social pierde la capacidad de colocar por fuera a ciertas personas sobre la base de ciertos elementos de diferenciación, se pone en jaque el orden sacrificial mismo, ya que al no polarizarse la violencia sobre los otros, extranjeros, enemigos, extraños, la violencia intestina consume al grupo social en un sinfín de acciones y respuestas. De este modo, insiste en que "las razones que impulsan a los hombres a exterminar algunas de sus criaturas pueden ser sin duda malvadas pero es difícil que sean triviales" (Girard, 1995: 32), e invita a pensar en los mecanismos por los cuales se ponen en marcha los procesos de exclusión y extrañeza en todos los grupos sociales.

La conclusión necesaria, luego de este primer recorrido por distintos autores, es que la referencia a códigos expresivos compartidos y a identidades concretas resulta determinante para el resguardo de la condición humana. Aquellos que se presentan como extranjeros / extraños, además de correr serios peligros, representan una amenaza real para los perfiles aparentemente claros de los grupos sociales. El tema de los extraños y los extranjeros necesariamente reenvía a las determinaciones contingentes sobre las cuales penden las vidas en los grupos sociales y al si no de la vida-con-otros.

Aun cuando todo el andamiaje teórico evocado hasta aquí constituye una excelente descripción de las políticas y las éticas "condicionales" de relación con el otro, en consonancia con un énfasis en la hostilidad, la investigación no sólo pretende abarcar los presupuestos de la sociabilidad y la identidad política, sino también desbordarlos. El extranjero (el otro), aquel que se define por su exclusión, aunque es normalmente leído en el horizonte de la simetría (aquel que no pertenece a este grupo, pertenece a otro que sí lo "reconoce" y en el cual se integra), en realidad retrotrae a la incondicionalidad que funda todo orden común. Por lo cual siempre es posible una deconstrucción de las leyes y del derecho en nombre de una hospitalidad infinita e incondicional hacia el otro otro como justicia. Sobre este hiato entre lo que es y lo que podría ser la hospitalidad, gira entonces la presente reflexión.

Derrida y Douffourmantelle afirman que el extranjero como sujeto de hospitalidad guarda una relación ambivalente con el lugar que lo recibe. Para recibirlo, primero hay que diferenciarlo de un nosotros (los de la casa), y por lo tanto establecer una relación asimétrica entre anfitrión (dueño de casa) y huésped (invitado): "Es el déspota familiar, el padre, el esposo y el patrón, el dueño de casa quien hace las leyes de hospitalidad" (Derrida y Douffourmantelle, 2000: 147). De tal suerte, las operaciones que dan cuenta de la hospitalidad en tiempo y espacio, esto es, según las leyes y el derecho que acogen y subordinan condicionalmente al extranjero, conllevan en sí mismas un gran potencial de pervertibilidad, puesto que la inclusión se fundamenta primero en la exclusión -la condición para ser sujeto de hospitalidad es no pertenecer, y ésta es una condición que signa de aquí en adelante al conjunto de relaciones que se establecen con el anfitrión-. Tan pronto es atraído, como rechazado; el extranjero es un extraño, se mantiene en una relación de libertad y de sospecha constantes. De ahí que la pregunta sobre el extranjero para Derrida sea la pregunta por excelencia que fuerza a interrogarse sobre el propio lugar y los fundamentos de la identidad. El extranjero/extraño (xénos/héteros) entraña cuestiones centrales para la fundamentación del ser de lo social en tiempo y espacio: es la singularidad inapropiable que debe ser recibida y a su vez expulsada, para figurar una frontera y un límite. Pero esto supone la imposibilidad de marcar una frontera tranquilizadora entre el adentro y el afuera, entre el extraño y el extranjero. Este carácter camaleónico e imprevisible del extranjero constituye el fundamento de toda hospitalidad digna de este nombre, y, por supuesto, también de la alergia soberana y la hostilidad que la exposición a éste necesariamente despierta.

La investigación comenzó con diversas hipótesis sobre el vínculo trágico y productivo entre identidad y extrañamiento que parecían insuperables e incontestables, pero se impuso la necesidad de llevar la reflexión de la hostilidad hacia la hospitalidad. Esto fue posible gracias a la teoría de Derrida, que distingue la forma concreta y calculable en que las ciencias sociales y la antropología analizan la cuestión de la hospitalidad, en relación con la identidad y la diferencia, de la forma en que estos temas pueden ser pensados por la poesía y la filosofía, es decir, teniendo en cuenta (ahí donde esto es justamente imposible) lo incalculable y lo imprevisible. Entre estas dos formas se mueve entonces la presente reflexión.

 

El hilo de oro: la hospitalidad según Jacques Derrida

 

La hospitalidad incondicional, que no es
ún ni jurídica ni política, es sin embargo
la condición de lo político y de lo jurídico.

Jacques Derrida

 

Jacques Derrida invita a interrogar la política desde su imposibilidad, habitando el abismo que crea la justicia como deconstrucción y hospitalidad absoluta abierta a la venida del (y de lo) otro. El extranjero, el que "viene hoy para quedarse mañana", abre un campo paradójico-aporético donde se cruzan la ética y la política, lo público y lo privado, el derecho y la justicia, lo condicional y lo incondicional, la soberanía y la democracia, en cuanto dimensiones heterogéneas e irreductibles entre sí.

El pensamiento derrideano pareciera sustraerse a un diálogo con la realidad; propone cosas extrañas como dar sin contar, abrir la propia casa al riesgo de su destrucción, perdonar lo imperdonable, pensar la libertad en el horizonte de la heteronomía o la identidad desde el colonialismo. Parte del rechazo y prejuicio académico que genera la deconstrucción se asocia al extraño espacio que se abre cuando se desnaturalizan los conceptos y distinciones a partir de los cuales el mundo deviene inteligible y calculable.

Ésta no es una reflexión sobre el pensamiento de Derrida ni sobre su definición de hospitalidad, sino sobre una temática y un interrogante particular: ¿es posible ir más allá de la figura del extranjero como dispositivo político fundamental para la construcción de la identidad mediante la diferencia? El pensamiento derrideano está en mejores condiciones de responder esta cuestión tal vez por encontrarse afectado por cierto estado de época en el que se impone la duda y el temblor, como diría Glissant;2 por ser un tipo de pensamiento que avanza sobre todo aquello que se resiste a la tematización y por estar atravesado por la incondicionalidad, lo imposible, lo incalculable, o sea, lo acontecimental del acontecimiento. Pero no se trata aquí de lo que Derrida quiso decir o de lo que no dijo en una suerte de elipsis que vuelve soberanamente a sí para cerrarse sobre sí misma, se trata más bien del desafío lanzado por éste cada vez que alguien quiso ser fiel a su pensamiento: en esos momentos, Derrida simplemente recordaba que la deconstrucción es "todo y nada", y que el pensamiento que resulta de ella "no sirve para nada". Es decir, para serle fiel se debería comenzar por traicionarlo, por comprometerse en un nuevo lenguaje (en una poética) que necesariamente no vuelva a él. De ahí que Derrida prefiriera hablar de poéticas de la hospitalidad y no de políticas de la hospitalidad, como si sospechara del control y la asepsia cuando se trata de la herencia y de los legados y, en especial, de su pensamiento como legado.

En cada instante de la escritura o de la lectura, en cada momento de la experiencia poética, la decisión debe conquistarse sobre un fondo de indecidibilidad. Con frecuencia es una decisión política, y con respecto a lo político. Lo indecidible, condición tanto de la decisión como de la responsabilidad, inscribe la amenaza en la suerte, y el terror en la ipseidad del huésped (Derrida, 1997b: 103).

Aquí se abrazan aquellas lecturas que erigen a Derrida como un pensador de la política3 y, por supuesto, se trabajan los límites de su pensamiento a la hora de analizar la posibilidad de suspender la "estructura sacrificial" que mantiene cautivo al extranjero (¿es posible una deconstrucción de la deconstrucción? ¿Qué aspectos políticos reprime el concepto derrideano de hospitalidad incondicional?).

Es preciso colocar la hospitalidad en primer plano, pues sobre ella necesariamente deberá versar una política por venir. Sin embargo, pareciera que esto es todavía una tarea imposible, como si se produjera un cortocircuito en el cruce de política y hospitalidad.4

Un claro ejemplo de los dilemas que implica este cruce puede desprenderse de la lectura del número 30 de la revista Cité, titulado Derrida politique. La déconstruction de la souveraineté (puissance et droit) (2007). En esta entrega, la gran ausente es la hospitalidad; se dedica un artículo a cada una de las cuestiones que dieron forma al pensamiento político en Derrida (el marxismo, la herencia, los vivientes, la justicia y el derecho, la soberanía), mas ninguna reflexión se detiene en el problema de la hospitalidad. Esta omisión es sintomática de todas las reflexiones políticas (ya sean éstas científicas, teóricas o filosóficas) e ¡incluso de aquellas que versan sobre la teoría de Derrida! La hospitalidad no es uno de los conceptos comúnmente convocados para dar forma a lo político, de ahí lo interesante de trabajar sobre este silencio.

Derrida, a diferencia de otros estudiosos que abordan el problema de la hospitalidad, no realiza un rastreo genealógico exhaustivo ni regular; su lectura es intempestiva e irreverente, como si con el trazado de un camino diferente quisiera abrir la escucha a ese/ ESO inaudible, ilegible y silenciado por la tradición política. La lectura/escritura que propone de la hospitalidad es, como diría Patricio Peñalver, "dionisíaca",5 un acto poético/político abierto al acontecimiento, a una singularidad no calculable. Aun cuando menciona cierta tradición (los diálogos platónicos, las tragedias griegas, los estoicos, san Pablo), y en algunos de estos casos se detiene a deconstruirlos (Kant, Mauss, Arendt y Lévinas), la hospitalidad derrideana es, en realidad, un cuestionamiento profundo de la idea de propiedad y de sujeto; es un tipo de interrogación que avanza sobre los fundamentos mismos del conjunto de las ciencias humanas (efectuando una crítica radical del humanismo y de la idea de soberanía). La hospitalidad, tal como la concibe Derrida, busca romper con el sentido común que hasta ahora la ha asociado a la soberanía, a un sujeto que es capaz de dar al otro un lugar y de constituirse a sí mismo en el acto de dar; de ahí que rompa con tres conceptos con los cuales generalmente ha sido vinculada: la caridad, la tolerancia y el cosmopolitismo:

la tolerancia es ante todo un acto de caridad. Caridad cristiana, por consiguiente, incluso si puede parecer que judíos o musulmanes se apropian de ese lenguaje. La tolerancia está siempre del lado de "la razón del más fuerte"; es una marca suplementaria de soberanía; es la cara amable de la soberanía que dice, desde sus alturas, al otro: yo te dejo vivir, tú no eres insoportable, yo te abro un lugar en mi casa, pero no lo olvides: yo estoy en mi casa... (Derrida, 2004).

Para Derrida, la tolerancia representa lo contrario y el límite de la hospitalidad. La tolerancia del otro encierra un acto de soberanía, pues la acogida se encuentra supeditada a un "yo puedo" y a una afirmación de la propiedad (chez moi), por lo cual Derrida la define como la hospitalidad condicional, sujeta a la lógica del cálculo del "yo" que invita (donde un sujeto soberano se afirma y se constituye en el acto de dar hospitalidad) y no como una hospitalidad incondicional asociada al acontecimiento del otro (del radicalmente otro) que irrumpe y llega:

la hospitalidad pura o incondicional no consiste en una invitación ("yo te invito, yo te acojo en mi casa [chez moi] con la condición de que tú te adaptes a las leyes y normas de mi territorio, según mi lengua, mi tradición, mi memoria", etc.). La hospitalidad pura e incondicional, la hospitalidad misma se abre, está de antemano abierta, a cualquiera que no sea esperado ni esté invitado, a cualquiera que llegue como visitor absolutamente extraño, no identificable e imprevisible al llegar, un enteramente otro. Llamemos a esta hospitalidad de visitación y no de invitación. La visita puede ser muy peligrosa, no hay que ocultarlo; pero una hospitalidad sin riesgo, una hospitalidad garantizada por una póliza de seguro, una hospitalidad protegida por un sistema de inmunidad contra el totalmente otro, ¿es una hospitalidad verdadera? Aunque es cierto, digámoslo una vez más, que el levantamiento de la inmunidad que me protege del otro puede acarrear un riesgo de muerte (Derrida, 2004).

El concepto de hospitalidad encierra una aporía, ya que se define en el cruce de lo condicional y lo incondicional. Encierra siempre una transgresión de la norma, de la regla, es decir, debe darse más allá del saber y del poder. Por ESO la hospitalidad trasciende la política, la ética y lo jurídico, pero no se puede dar más que a través de ellos, de sus determinaciones y condiciones. Se puede pensar una hospitalidad incondicional porque hay ciertas condiciones concretas en las que la hospitalidad se da (y se limita):

Pero (y ésta es la indisociabilidad) yo no puedo abrir la puerta, exponerme a la llegada del otro y darle cualquier cosa sin hacer esta hospitalidad efectiva, sin dar concretamente alguna cosa determinada. Esta determinación debe reinscribir entonces lo condicional en unas condiciones. Si no, no da nada. Lo que permanece incondicional o absoluto (unbedingt, si usted quiere) amenaza con no ser nada si no hay unas condiciones (Bedingungen) que hagan de ello alguna cosa (Ding, thing). Las responsabilidades (políticas, jurídicas, éticas) tienen su lugar, si tienen lugar, en esta transacción, cada vez única como un acontecimiento, entre estas dos hospitalidades, la incondicional y la condicional (Derrida, 2004).

Según Derrida, la solución política al problema de la hospitalidad tampoco se hallaría en el cosmopolitismo. A pesar de reconocer que constituye una importante y antigua tradición (presente en los estoicos, en la Epístola a los Efesios de san Pablo y en Kant), cuya herencia se plasma en las instituciones del derecho internacional actual y a la cual es preciso cultivar y defender, sostiene que esta tradición debe ser revisada y deconstruida a partir de una democracia por venir, esto es, de un cuestionamiento profundo de la pertenencia y del derecho a tener derechos fundados en la ciudadanía y en el Estado:6 "[la democracia por venir] concordaría con aquello que deja 'vivir juntos' a vivientes singulares (sin importar quiénes) cuando aún no están definidos por una ciudadanía, es decir, por su condición de 'sujetos' de derecho de un Estado y miembros legítimos de un Estado-nación, por más que se trate de una confederación o de un Estado mundial" (Derrida, 2004). Se trata, para Derrida, de repolitizar la política mediante una alianza o vinculación (de una hospitalidad) más allá de lo político, tal como ha sido definido hasta ahora. Pero advierte, y esto deberá recordarse a cada paso:

Se debe entonces deber más allá del deber, se debe ir más allá del derecho, de la tolerancia, de la hospitalidad condicional, de la economía, etc. Pero ir más allá no quiere decir desacreditar aquello que se desborda. De ahí la dificultad de la transacción responsable entre estos dos órdenes o, más bien, entre el orden y su "más allá". De ahí todas esas aporías, de ahí la fatalidad del riesgo autoinmune (Derrida, 2004).

El pensamiento de Derrida obliga a mantenerse en un lugar insostenible e imposible y a afirmar al mismo tiempo dos órdenes heterogéneos e inconmensurables; advierte, cada vez, "pero". Su idea de la hospitalidad, en su lógica justiciera del dar puro y desinteresado, no es regulativa (aunque podría ser su "última reserva" dignificante) porque rompe con lo posible y con la teleología, o sea, con el idealismo; tampoco es una utopía, pues en cuanto imposible es tan real como el "otro" aquí y ahora que conmina a responder (más allá del deber, de las reglas y de las normas y de todo horizonte).

A lo largo de estas páginas se ha intentado mostrar cómo las ideas de Jacques Derrida permiten pensar un desbordamiento, paradójico y aporético, de la estructura sacrificial de Occidente. Este pensamiento se anuncia sobre un hiato -un hiato deseante, una promesa- sobre el cual es posible desplegar una extraña reflexión política que parta de la hospitalidad, del extranjero como una de las figuras privilegiadas de la otredad que harían visibles la arbitrariedad de toda identidad/diferencia. La obra derrideana, considerada por muchos como una de las más relevantes del siglo XX, es central para trascender las dualidades y los dualismos sobre los cuales la teoría política y social moderna ha abordado ese frágil ser-con-otros. Con Derrida no hay vuelta atrás respecto de la radicalidad de la ausencia de todo origen: intransigencia y exigencia de hospitalidad absoluta e incondicional a la hora de concebir toda identidad, toda diferencia.

 

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Notas

* Este artículo fue elaborado en el marco del proyecto franco-argentino ecos/Mincyt A08H03.

1La otredad en la Grecia clásica podía asumir el carácter de xénos, que refería a quien simplemente no participaba en la comunidad pero que era sujeto de derechos y de hospitalidad (extranjero, forastero, peregrino, extraño, ajeno a, desconocedor, ignorante, admirable, huésped, amigo, extranjero, soldado mercenario), o el carácter de héteros, que era el absolutamente otro, el inasimilable, el no humano, el esclavo y el bárbaro (los contrarios, los enemigos, el partido opuesto, distinto, diferente, desgraciado, funesto, adverso, malo).

2 "Les certitudes du rationalisme nopèrentplus, lapensée dialectique a échoué, le pragmatisme ne suffitplus, les vielles pensées de systèmes ne peuvent comprendre ce monde. Je crois que seules des pensées incertaines de leur puissance, des pensées du tremblement oú jouent la peur, lirrésolu, la crainte, la doute, saisissent mieux les boulversements en tours. Des pensées métisses, des pensées créoles" (Glissant, 2004: 26).

3 La lista de autores que abordan el carácter político del pensamiento de Derrida es muy vasta, citamos aquí algunos de los más relevantes: Balibar, Beardsworth, Bennington, Cragnolini, Grisoni, Laclau, Mouffe, Nancy, Peñalver, Peretti, Ramond, Rorty, Spivak, Zarka.

4 Biset ofrece una explicación de este cortocircuito producido entre política y hospitalidad al sostener que la tensión entre violencia y justicia recorre todo el pensamiento político en general y el de Derrida en particular: "A fin de cuentas, lo que latesis intenta mostrar es que exste una tensión en los textos de Derrida entre violencia y justicia. Que si bien en una u otra etapa se acentúan cosas diferentes, la misma nunca se resuelve" (Biset, 2009). Pero, al parecer, muchos lectores "políticos" de Derrida no son capaces de mantenerse en el vilo de esta tensión irresoluble y no dialectizable, torciendo la interpretación ya sea a una inyucción ética (Laclau, 1996: 140) o a la ratificación de la violencia (Bennington, 2005: 264 y 266).

5 "El litigio, la diferencia entre Dionisio y Apolo, entre el impulso y la estructura, no se borra en la historia, pues no está en la historia. Es también, en un sentido insólito, una estructura originaria: la apertura de la historia, la historicidad misma. La diferencia no pertenece simplemente ni a la historia ni a la estructura. Si hay que decir con Schelling, que 'todo es Dionisio', hay que saber también -y ESO es escribir- que Dionisio, como la fuerza pura, está trabajado por la diferencia. Ve y se deja ver. Y (se) salta los ojos. Desde siempre, se relaciona con lo que está fuera de él, con la forma visible, con la estructura, como su muerte. Así es como aparece" (Derrida, 1989: 44).

6 "El cosmopolitismo clásico supone una forma de soberanía estatal, algo así como un Estado mundial, cuyo concepto puede ser teológico-político o secular" (Derrida, 2004).

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