La máquina no es una cosa que deba ser
animada, trabajada y dominada, pues la máquina
somos nosotros y, nuestros procesos, un aspecto
de nuestra encarnación.
Donna Haraway
Abordar la conceptualización de la “máquina” nos conduce por un itinerario histórico-cultural en el que se interrelacionan de manera compleja transformaciones materiales, sistemas económicos, fuerzas políticas, discursos y representaciones culturales, donde la máquina aparece como un componente inherente de la modernidad.1 La emergencia de la máquina como objeto de reflexión se articula, por un lado, con la expansión del modo de producción capitalista y, por otro, con la consolidación de un tipo particular de organización política: el Estado-nación, el cual se estructura bajo las lógicas del control territorial, el progreso social concebido en términos de desarrollo técnico y económico, y la construcción de una identidad nacional fundada en principios de regulación de las diversas poblaciones y grupos que habitan en el interior de sus fronteras.
Podemos decir que la máquina es consustancial a la subjetividad moderna, pero, al mismo tiempo, su proliferación y versatilidad han suscitado transformaciones en la propia modernidad, deslocalizándola, redefiniéndola, o bien, confinando sus márgenes de posibilidad. Alrededor de la máquina se han creado campos de estudio (historia de la tecnología, cibernética, antropología industrial, robótica, etcétera) dedicados a desentrañar su naturaleza, su devenir y su porvenir, y se han proyectado imaginarios sociales cuya vigencia y alcance pueden constatarse en el predominio de las políticas tecnocientíficas de los Estados modernos, así como en los planteamientos de la filosofía posthumanista.
El orden social contemporáneo -para el cual contamos con un variado catálogo de apelativos como “posmoderno”, “hipermoderno”, “sobremoderno”, “líquido”- tiende a pensarse inseparable de las relaciones que mantenemos con la infraestructura tecnológica. Una relación tan penetrante y omnipresente cuyo impulso parece empujar los límites de nuestra historicidad hacia una alteridad de la que comenzamos a percibir algunos signos, un horizonte que trasciende la estructura de la subjetividad moderna en el que se diluyen las fronteras entre lo natural y lo artificial, lo humano y lo tecnológico, un mundo habitado por seres extraños, híbridos entre hombre y máquina.
Pero si bien el advenimiento de la industrialización modificó radicalmente las condiciones económicas y políticas de la sociedad, también la máquina ha sido fuente de una incesante transformación simbólica. En sus reflexiones sobre los géneros artísticos de la sociedad moderna, el antropólogo escoces Victor Turner ha señalado que la relación entre los procesos sociales y el performance cultural es crítica: las realizaciones artísticas no son una expresión diáfana de la cultura, un mero reflejo de la sociedad que las produce, antes bien, sugiere pensar los géneros estéticos como “espejos mágicos” que deforman y enrarecen los procesos sociales (Turner, 1988: 22).
Mediante tal alteración, las manifestaciones estéticas y los géneros performativos propician la reflexión sobre las condiciones de la vida social, generan símbolos y modos de interpretar el orden cultural y la historia. A través de estos “espejos mágicos”, la máquina adquiere una fuerza simbólica particular alrededor de la cual se han producido utopías futuristas, imaginarios de la revolución, alegorías de la metamorfosis del hombre y, al mismo tiempo, retóricas de la opresión y la decadencia del género humano.
Desde principios del siglo XX, los manifiestos del futurismo italiano y del constructivismo ruso dieron la espalda a los principios tradicionales del arte (equilibrio, armonía, estaticidad) en búsqueda de una poética que lograse traducir el dinamismo de los motores, el estruendo de la industria, la disonancia grandilocuente de la maquinaria. Esta sensibilidad mecanicista no se circunscribe solamente a las manifestaciones artísticas de los años previos a la Primera Guerra Mundial ni tampoco a la exaltación proletaria de la vanguardia posrevolucionaria rusa, también nos muestra los indicios de una concepción de la máquina no sólo como objeto de progreso técnico, sino de su integración a las formas de abstracción de la experiencia social moderna; la figuración estética de la máquina sugiere una manera de comprender culturalmente “la necesidad de ser modernos, de aferrar la verdad de una vida transformada por la técnica, la necesidad de hallar una expresión adecuada a los tiempos de la revolución industrial” (De Michelli, 2002: 214).
La presencia de la máquina se diseminó por la mayoría de los movimientos artísticos de la primera mitad del siglo XX, desde los simples artefactos ensamblados por los dadaístas -como la rueda de bicicleta de Marcel Duchamp- hasta los ingeniosos mecanismos surrealistas entre los que destacan las enormes máquinas lúdicas y autodestructivas de Jean Tinguely, o bien, la decadente imagen del mundo industrializado que nos ofrece la lente expresionista de Fritz Lang. No obstante, en la conceptualización de la máquina elaborada por el arte moderno advertimos una tensión que prevalecerá hasta los discursos de la estética contemporánea. En la máquina parece habitar una contradicción, una doble condición que por un lado anuncia una confluencia inquietante entre hombre y máquina tornando ambiguos los límites entre ambos -dando paso a la imaginería del cyborg-,2 y por otro, muestra el carácter opresivo de la máquina que reduce la acción humana a una operación mecánica, regulada por dispositivos de control, donde la producción, la comunicación y el orden social se encuentran fuertemente condicionados a la lógica instrumental de la tecnología.
Resulta significativo observar la presencia de esta tensión simbólica en los imaginarios de la plástica muralista mexicana. En los murales que pintara en el Instituto de las Artes de Detroit en 1933,3 Diego Rivera elabora una visión de la relación entre hombre y máquina fundada en la representación del proceso de industrialización automotriz. En los murales de Detroit podemos ver una abigarrada coreografía escenificada por los cuerpos de los trabajadores acoplados a las diferentes fases del proceso productivo: sus rostros, sus posturas, sus brazos, se suceden interminablemente en la línea de ensamblaje donde el ritmo de la actividad parece ser a un tiempo animada y custodiada por las enormes maquinarias que se yerguen como autómatas, cuya presencia domina el espacio pictórico.
Pero tanto las representaciones solemnes de la maquinaria elaboradas por Rivera y Siqueiros, como aquellas que describen la explotación de los trabajadores en la fábrica -personificada irónicamente por Charles Chaplin en su inolvidable Tiempos modernos-, nos hablan al mismo tiempo de la sujeción y del acoplamiento entre el hombre y la máquina.
Las prácticas estéticas contemporáneas son herederas de esta tensión conceptual. Surgidos en décadas posteriores al término de la Segunda Guerra Mundial, el arte conceptual, el arte efímero, el performance art y otras experimentaciones artísticas adoptaron una postura crítica respecto a la presencia de la máquina derivada de los horrores de la guerra y de la complicidad entre tecnología y política sobre la que ha descansado el desarrollo de la industria militar hegemónica. Sin embargo, desde finales del siglo XX diversos géneros estéticos y performativos han explorado la gran penetración de las máquinas en la vida cotidiana producto de una sociedad cada vez más mediatizada por la digitalización y los flujos de información. En los años noventa, artistas como Stelarc y Marcel.lí Antúnez Roca comenzaron a usar prótesis robóticas en sus acciones como alegorías corporales de la fusión entre hombre y máquina, y en años recientes han sobrevenido diversos lenguajes estéticos que toman como soporte de creación el video digital, las plataformas electrónicas y la internet.
Paralelo a estas propuestas que subrayan una “nueva y perversamente fructífera alianza e intimidad de la relación entre lo humano y lo tecnológico” (Braidotti, 2005: 272), la tensión conceptual mencionada anteriormente continúa alimentando otras prácticas estéticas que reflexionan sobre el carácter opresivo de la máquina y la extensión de su lógica de automatización y regulación por medio de tecnologías de intercambio, el crecimiento de la industria armamentística y la implantación de dispositivos informáticos de control social, cuyos significantes parecen condensarse en la metáfora del Estado como aparato de dominación y del sistema capitalista como máquina de subordinación. En distintos países de Latinoamérica, creadores y activistas han empleado máquinas para construir discursos críticos sobre los regímenes dictatoriales, las intervenciones militares y las formas de explotación instauradas por los modelos económicos neoliberales. Este orden de ideas -donde la máquina convoca una tensión conceptual entre conjunción y dominación- me servirá para abordar el trabajo de Regina José Galindo, quien evoca en sus performances la particular tensión entre el cuerpo humano y la máquina para enunciar la memoria de los crímenes de lesa humanidad cometidos durante la dictadura en Guatemala. En un registro similar referiré la obra de Enrique Ježik, artista argentino radicado en México, que mediante sus instalaciones y performances introduce distintas herramientas y maquinaria pesada para generar ejercicios de confrontación que apuntan “más que a enfrentamientos entre conjuntos de personas con poderes desiguales, a dispositivos maquínicos sin sujeto. Un mundo con relaciones despersonalizadas” (García Canclini, 2011: 163), donde las armas y las máquinas de construcción son prolongaciones del poder político y económico.
Pero antes de abordar la especificidad de estas prácticas performativas quisiera plantear que la conceptualización de la máquina convoca precisamente a una retórica sobre la extrañeza de los límites y relaciones entre lo humano y lo tecnológico, relaciones que perturban la propia conformación de la episteme moderna, pues desestabilizan las dicotomías entre lo natural y lo construido, permitiendo la apertura de “realidades sociales y corporales vividas en las que la gente no tiene miedo de su parentesco con animales y máquinas, ni de identidades permanentemente parciales ni de puntos de vista contradictorios” (Haraway, 1995: 263); una perspectiva que nos permite ver tanto las dominaciones como las posibilidades monstruosas e ilegítimas de la máquina. En este sentido, sostendré que las realizaciones estéticas son agentes del proceso social mismo que al integrar a la máquina como elemento significante consiguen a su vez incorporar esta tensión conceptual desestabilizadora en los procesos de subjetivación cultural contemporáneos. Para anclar esta discusión, me referiré brevemente a algunos de los estudios que han abordado el fenómeno de la máquina para observar el modo en que ha sido pensada su naturaleza, sus efectos, así como las resistencias a dichos efectos.
Ensamblando genealogías: de lo mecánico a lo maquínico
De manera general, los estudios sobre la tecnología han situado a la máquina dentro del amplio espectro de las estrategias puestas en marcha por el hombre para el aprovechamiento del entorno y la transformación de la naturaleza. Desde esta perspectiva, la máquina formaría parte de un desarrollo progresivo y lineal de las sociedades, desde la utilización de herramientas simples, las cuales potencian y extienden la agencia humana -aunque dependen de la interacción entre el sujeto y el instrumento-, pasando posteriormente a la introducción de dispositivos técnico-mecánicos que emplean fuerzas externas al cuerpo humano, pero en las que la habilidad del sujeto y su compromiso sensorial con el instrumento son esenciales para el trabajo, hasta arribar a una etapa de complejidad donde la aparición de la máquina total (los sistemas industriales automatizados del siglo XIX) convierte al sujeto en un operario cuya actividad -guiada por instrucciones y procedimientos estandarizados- será vigilar el correcto funcionamiento de la máquina; esta última es quien ejecuta las operaciones materiales y técnicas necesarias para la transformación de los insumos en productos y valores de consumo, es decir, con la aparición de la máquina se precipita una separación instrumental y corporal entre el sujeto y la actividad productiva.
Sin embargo, esta concepción evolutiva y lineal de las transformaciones tecnológicas oscurece las condiciones políticas y culturales que permitieron la consolidación de la industrialización como forma hegemónica de las relaciones de producción capitalista, un modo de producción que establece una separación entre el hombre y la máquina. La naturalización de dicha separación también indica la implantación de cierta estructura de significación y de poder que codifica la acción de los sujetos a partir de la regulación mecánica del trabajo y la organización jerárquica de la sociedad en clases.
El antropólogo británico Tim Ingold nos deja ver el determinismo tecnológico que subsiste tras este esquema lineal evolutivo de la máquina. Al problematizar el cambio de las nociones de teckné y meckhané en los albores de la modernidad occidental, Ingold pone de manifiesto que la historicidad de los cambios tecnológicos se articula profundamente con la transformación de las concepciones del “hacer” humano. Como correlato de la racionalización del mundo que supuso la Ilustración -cuyos principios podemos rastrearlos en la física de Newton, el racionalismo de Descartes y la anatomía de Vesalio-, la adopción de una comprensión mecanicista de la naturaleza provocó un cambio profundo “en el modo en que pensamos la relación de los humanos y su actividad” (Ingold, 2015: 260). La teckné, anteriormente pensada como la actividad creativa del artesano que mediante su habilidad (su arte) emprende un “hacer” que da forma a los materiales, se oponía a la meckhané, término reservado para los instrumentos y herramientas empleados en el arte del hacer. La industria moderna eliminará esta distinción reduciendo la actividad del artesano al seguimiento de principios y normas instrumentales, que hacen funcionar sistemas de producción ajenos a su experiencia e involucramiento corporal en la actividad transformadora. En la concepción moderna -nos dice Ingold-, lo técnico y lo mecánico se han unido dando pie “a un tipo particular de instrumentalización que se separa del contexto específico de la experiencia humana y de la sensibilidad como agente operativo del hacer” (Ingold, 2015: 261).
A diferencia de otras corrientes que definen la tecnología como aquella práctica cultural humana orientada al uso de artefactos para la transformación del entorno, Ingold argumenta que estas formas del hacer se anclan a formaciones culturales e históricas específicas. Siguiendo este argumento, considero que la máquina puede pensarse como una forma de significar la separación entre el hacer del hombre y las potencias técnico-mecánicas que se originaron en la modernidad. Con esto quiero decir que la significación moderna de la máquina no se limita a definir un artefacto que dinamiza la transformación del mundo material, sino que señala un modalidad distinta del hacer humano que despliega efectos, relaciones y representaciones. A partir de lo anterior, quiero centrarme en uno de los efectos que caracteriza la idea moderna de la máquina: la extrañeza.
La máquina posee una fuerza transformadora que había sido exclusiva de la agencia humana, replanteando así el modo en que se configuran las agencias en el mundo. Podríamos decir que la relación moderna entre el hombre y la máquina se fundó desde un inicio como disyunción, como una inquietante alteridad.
Muchas de las clasificaciones que se han hecho sobre instrumentos, herramientas y máquinas se basan principalmente en el nivel de independencia operativa respecto a la agencia humana. Una herramienta depende de la actividad motriz del hombre para guiarla, o bien, para generar la fuerza necesaria para su funcionamiento. Por el contrario, la máquina (incluso las máquinas simples) tiene como principio el grado de autonomía con respecto al sujeto. La fuerza que la mueve es proporcionada por una fuente externa a la motricidad humana y su actividad está programada para realizar una maniobra que no está determinada o guiada por la voluntad del sujeto que la opera. Ingold -citando a Leroy-Gourhan- menciona que el tránsito de la herramienta manual a la máquina total es un proceso gradual de “exteriorización” (Ingold, 2015: 270).
De modo general podemos decir que la máquina se configura como un exterior, como un ente ajeno al cuerpo y a la intención del sujeto, a lo que cabe preguntarse ¿qué efectos provoca el que la relación corporal e intelectual que tiene el sujeto con la herramienta sea dinamizada por una fuerza externa? ¿Cómo se modifica la noción del hacer, cuando el trabajo del hombre es sustituido por un sistema de producción fuera de la voluntad del operario?
Animado por el pensamiento de Karl Marx, Ingold apunta: “el vínculo íntimo entre la mano y la herramienta […] se corta. […] [se] desvincula acción de percepción, divorciando las operaciones técnicamente efectivas de su contexto en la experiencia sensorial inmediata de los practicantes” (Ingold, 2015: 274). El sujeto se enfrenta a un ámbito donde su hacer ya no despliega una intención particular, sino que se ve limitado a la operación de funciones. En la producción moderna, el sujeto ejecuta un performance que no compromete otra subjetivación que no sea la redundancia de un programa ajeno: la máquina es una cadena cinemática cerrada, tanto si es operada por el hombre o por una fuerza exterior.
Podría objetarse que existen muchos tipos de máquinas que no suponen una extrañeza o alteridad respecto a la actividad del sujeto, como los tornos, las máquinas-herramientas empleadas para cambiar de lugar objetos y una multiplicidad de artefactos vehiculados por la actividad del sujeto para la transformación del mundo. Pero no es esta multiplicidad de elementos técnico-mecánicos a la que nos referimos para señalar la extrañeza que suscita la máquina, sino a lo que Marx caracterizó como el taller automático (la maquinaria automatizada), designación que no sólo alude a una fase del desarrollo tecnológico, sino también a un tipo de relación productiva que impone una alteridad que enajena la acción del sujeto.4
Estos principios de exterioridad y automatismo que caracterizan el funcionamiento de la máquina moderna son también los elementos que conformarán el imaginario del autómata como aquella otredad que atenta contra la inteligibilidad de lo humano, y amenaza con someter la esencia humana a la lógica recursiva de las operaciones mecánicas; pero ¿dónde se origina esta imagen de la máquina como el otro maligno del hombre?, ¿qué operación conceptual desplaza la noción de máquina como extensión del trabajo humano, y convierte al hombre en un apéndice viviente de la máquina?
Para Marx, esta inversión tiene lugar con la institución de la maquinofactura como la etapa más acabada del modo de producción capitalista.5 Si bien el modelo capitalista ya se había establecido plenamente en la época preindustrial, la relación intencional y corporal del trabajador con su actividad no había sido totalmente subsumida en el taller de manufactura preindustrial, puesto que en éste aún prevalecía la habilidad del trabajador y la cooperación entre los demás artesanos. Será en el taller automático donde Marx advertirá la figura de lo unheimlich que perturba la significación de la máquina.
En sus excepcionales reflexiones sobre los efectos de la industrialización en el trabajo, Marx observa una ajenidad que trastorna la naturaleza del trabajo y que se impone al hombre como algo inobjetable. Esta alteración de la actividad productiva es examinada ampliamente en Das Kapital, pero, de manera singular, los Apuntes sobre la subsunción formal y real del trabajo6 exponen la alteridad y extrañeza que envuelven la relación entre hombre y máquina.
El taller automático (génesis del androide, antecesor del cyborg contemporáneo) aparece como un ensamblaje de máquinas que se cierra sobre sí mismo como una entidad ininteligible. La maquinaria, dirá Marx, comporta una “negatividad”, una desvalorización de la agencia humana, implica una subordinación pasiva del cuerpo y de la acción del sujeto, sometiéndola al movimiento del sistema mecánico. La especialización y división del trabajo humano que caracterizaron el taller de manufactura, el cual permitía la cooperación y la relación performativa del sujeto con la herramienta y con el producto del trabajo, es negada en el taller automático; en éste se produce una disyunción: ya no será necesario el virtuosismo y la especialización del trabajador, ahora la máquina se convierte en un instrumento “autoactuante” que necesita de sujetos acoplados de los cuales servirse para ejecutar los procesos productivos, ya no se requiere un trabajador especializado sino máquinas especializadas (Marx, 2005: 39-42).
El trabajo maquinizado se distingue por su “pasividad”, por su adaptación y subordinación a las operaciones de la máquina, ésta hace del trabajo humano una acción simple y repetitiva, que se ejecuta por compulsión, sus características son “la uniformidad y la vaciedad”, es una performatividad vaciada, reducida a la mera compulsión del repetir, es un “trabajo aniquilante […] que exige una subsunción total del individuo” (Marx, 2005: 45). Vemos cómo la máquina ya no es aquel instrumento que potencia el hacer, sino una figura que anula la agencia del sujeto mediante una fuerza extraña, ajena, pasiva, mas sin duda extenuante. Pero la emergencia de lo unheimlich es invocada por Marx cuando la máquina aparece como un organismo cuyo cuerpo parece engullir al sujeto. En sus manuscritos Marx nos dice: “en el taller automático, el ser humano es accesorio viviente de un cuerpo global que existe aparte de él: la máquina automática. […] Aquí el ser humano: mero accesorio viviente, apéndice consciente de la maquinaria carente de consciencia pero dotada de una efectividad uniforme” (Marx, 2005: 47).
La máquina deviene aquello que señala los límites de la humanidad, pero más específicamente describe un modo de sujeción, de sometimiento disciplinar del cuerpo al ciclo preestablecido de la línea de producción, una forma de limitar la performatividad a los efectos regulativos de la repetición programada. Ha sido la propia revolución de las condiciones sociales y tecnológicas de la producción lo que ha invertido la actividad transformadora que para Marx constituye el fundamento ontológico del hombre, y que conduce a la ominosa contraposición de dicho fundamento.
De manera provocadora, Marx observa que la maquinaria antes movida por el trabajo aparece extrañamente movida por sí misma como el doble siniestro de lo humano: “el hombre de hierro contra el hombre de carne y hueso. La subsunción de su trabajo al capital […] algo que pertenece a la esencia de la producción capitalista, se presenta aquí como un factum tecnológico. El edificio está terminado. El trabajo muerto está dotado de movimiento y el trabajo vivo no es más que un órgano consciente suyo” (Marx, 2005: 57).
Como menciona el filósofo Gerald Raunig, el análisis de Marx prefigura la idea de lo maquínico, es decir, una noción de la máquina que no se limita a sus aspectos técnicos, sino que se refiere a conexiones, agenciamientos y acoplamientos entre lo mecánico, lo orgánico, lo social y lo político:
Marx describe la relación entre los seres humanos y las máquinas como una forma de sujeción social, como la actuación de las máquinas en tanto que poder extraño, sobre el trabajo vivo de los trabajadores y las trabajadoras individuales, quienes, subsumidos en el proceso general de la maquinaria, funcionan como partes de un sistema mecánico, como accesorios vivos de esta maquinaria, como medios de la acción de la misma. Marx parece seguir en este aspecto el par metafórico que representa a la máquina como un gigantesco organismo y a los seres humanos como componentes dependientes, de los cuales se ha apropiado la máquina [Raunig, 2008: 26].
La máquina se erige como Golem que refracta la inhumanidad creada por la propia acción humana. Marx nos ofrece una reflexión paradójica de las fronteras y compenetraciones entre la máquina y el hombre, paradoja que se ha inscrito profundamente en la significación moderna sobre la máquina, en la que podemos rastrear el germen de los imaginarios tecnoapocalípticos. Pero considero que este conjuro marxista de lo unheimlich nos alerta acerca de la dimensión deshumanizante de lo maquínico,7 sobre la articulación social de la máquina con formas de dominación, sometimiento y aniquilación.
A partir de la intuición marxista de la máquina como una forma de sujeción, me parece necesario recurrir a una concepción de la máquina que no se circunscriba a su dimensión técnica, sino que nos permita ver su concatenación con procesos de significación en los que esta extrañeza se inscribe en las prácticas estéticas contemporáneas referidas al inicio de este ensayo.
Considero que la filosofía nómada de Gilles Deleuze y Félix Guattari permite una lectura crítica del pensamiento marxista, particularmente en su trabajo de 1972 El Anti Edipo; estos autores desarrollan una noción expandida de la máquina que nos remite a procesos de ensamblaje y agenciamiento entre distintos tipos de formaciones sociales, técnicas, materiales, estéticas y políticas. Para comprender el desplazamiento de la conceptualización clásica de la máquina (ceñida a la dimensión técnica) hacia la noción de lo maquínico es importante comprender la distinción que hacen Deleuze y Guattari entre los conceptos de cuerpo sin órganos y máquina deseante: esta última alude a la producción en un sentido no sólo instrumental o económico, sino a la producción de relaciones, de conexiones simbólicas, de prácticas discursivas y materiales. En contraste, el cuerpo sin órganos pertenece al orden de la regulación y la ley, es un concepto que nos remite a la dimensión estructural de los sistemas sociales, los cuales, mediante diversas formas de codificación, intentan restringir la producción de nuevas relaciones significantes.
Pero este contraste entre cuerpo y máquina no implica una oposición ontológica infranqueable, por el contrario, las máquinas deseantes sostienen complejas relaciones con los cuerpos sociales; las máquinas deseantes “se enganchan al cuerpo sin órganos como puntos de disyunción entre los que se teje toda una red de nuevas síntesis que cuadriculan la superficie” (Deleuze y Guattari, 1985: 29). Entre éstos existen codificaciones estructurales que consiguen sujetar a aquellas a regímenes de institucionalidad y de reproducción de normas, a registros de identidad y a las semánticas propias de los sistemas sociales. La máquina entonces deviene en aparato de Estado, máquina capitalista, máquina militar, etcétera. Desde los planteamientos de Deleuze y Guattari podemos reinterpretar la extraña sujeción de lo humano que supuso la emergencia del taller automático como un tipo de agenciamiento maquínico, es decir, podemos pensar que la “ajenidad” de la máquina no es una condición esencial de ésta, sino un efecto del acoplamiento de la máquina al cuerpo del capital o del Estado, cuya lógica totalizante imprime -de manera misteriosa- en las máquinas sus movimientos, separaciones, códigos de dominación y subjetivación.
La noción expandida de lo maquínico nos conduce nuevamente a problematizar las dicotomías modernas, puesto que: “Ya no se trata de enfrentar al hombre y la máquina para evaluar sus correspondencias, sus prolongamientos, sus posibles o imposibles sustituciones, sino de hacerlos comunicar a ambos para mostrar cómo el hombre forma una pieza con la máquina, o forma pieza con cualquier otra cosa para constituir una máquina” (Deleuze y Guattari, 1985: 396). De modo que al centrarse en la posibilidad de ensamblaje entre máquinas técnicas, estructuras sociales, cuerpos y discursos, lo maquínico nos proporciona pistas acerca de cómo las prácticas estéticas performativas incorporan a la máquina para producir significaciones que activan una tensión reflexiva entre humanidad y deshumanización. Lo propio de la máquina, nos dicen Deleuze y Guattari, es la producción. La máquina no es utilizada aquí como metáfora sino como una forma de conceptualizar los procesos de concatenación y acoplamiento de dispositivos políticos, técnicos, estéticos y corporales.
Las máquinas empleadas en las piezas de Regina José Galindo y Enrique Ježik provocan una extrañeza que puede comprenderse como un tipo particular de codificación maquínica deshumanizante, puesto que reiteran las técnicas de represión y violencia desplegadas por el Estado para la regulación política del cuerpo social. En sus performances, el encuentro del cuerpo y la máquina encarna una experiencia de lo que Rodrigo Díaz -siguiendo la analítica de Michel Foucault- caracterizó como una biopolítica de la pesadez(Díaz Cruz, 2009: 43), esto es, el despliegue de dispositivos disciplinares totalitarios y formas rígidas de regulación de las poblaciones, las identidades y los comportamientos, necesarios para formar Estados nacionales y consolidar el capitalismo como sistema hegemónico de desarrollo económico y social.
A partir de lo anterior, veremos que estas prácticas estéticas funcionan como agenciamientos simbólicos en donde:
las máquinas técnicas no son una categoría económica, y siempre remiten a un socius o máquina social que no se confunde con ellas y que condiciona esta reproducción. Por tanto, una máquina técnica no es causa, sino sólo índice de una forma general de la producción social [puesto que] entre las máquinas deseantes y las máquinas sociales técnicas, nunca existe diferencia de naturaleza. Existe una distinción, pero sólo una distinción de régimen [Deleuze y Guattari, 1985: 37-38].
La presencia de la máquina en el trabajo de estos artistas desborda la mera asociación metafórica y produce un modo de comprensión de las violencias que estructuran el orden social contemporáneo.
Los cuerpos ausentes y la presencia siniestra de la máquina
El trabajo de Regina José Galindo (1974) se remonta a los primeros años del presente siglo y ha estado marcado desde el comienzo por una incesante reflexión sobre las distintas formas de violencia presentes en el contexto social guatemalteco y otras regiones del mundo, aunque siempre en correspondencia con las problemáticas que se articulan con la realidad latinoamericana como la migración, la violencia de género, el racismo y los crímenes cometidos durante la dictadura en Guatemala.
Tomando su propio cuerpo como soporte, las acciones de Regina nos exponen a una tensión entre la humanidad y la deshumanización producida por las complejas relaciones de poder que discurren en el cuerpo social. Desde sus primeros trabajos, los registros sociales del dolor, la marginación y la injusticia adquieren una cualidad epidérmica, mediante intervenciones sobre su propio cuerpo como vehículo para encarnar las anatomías de la violencia. Como ejemplo de ello podemos referir entre sus primeros trabajos el performance Perra (Guatemala, 2005), en el cual la artista, vestida de negro y sentada en una silla, toma un cuchillo y escribe con él la palabra “perra” sobre su pierna derecha, de manera similar a las inscripciones hechas en los cuerpos de mujeres violadas y torturadas, víctimas del feminicidio en Guatemala.8 Si hacemos caso al dictum foucaultiano que señala al cuerpo como lugar privilegiado del poder, diremos que el tratamiento del cuerpo no opera en los performances de Regina como metáfora del poder, sino como un ejercicio de (re)producción de ese poder en sí misma, con el fin de generar una visibilización reflexiva sobre las distintas violencias ejercidas sobre los cuerpos.
En su obra reciente, Regina no interviene directamente su cuerpo sino que aguarda silente las acciones de algunos asistentes, o bien, reacciona ante la activación de ciertos elementos del entorno. En estos trabajos, el detenimiento de su cuerpo y el contraste que mantiene en relación con el contexto suscitan una particular experiencia mórbida, una “ajenidad” respecto a la vitalidad, un extraño reflejo de las políticas de la muerte y la crueldad.9 Quiero referirme en particular a la obra Tierra,10 efectuada en una residencia artística en Francia, pieza en la que Regina emplea una máquina retroexcavadora para cavar alrededor de sí una fosa de 5 × 5 m aproximadamente. Esta pieza nace de la reflexión de la artista a propósito de los testimonios sobre las atrocidades realizadas durante la dictadura de José Efraín Ríos Montt, quien fue llevado a juicio por cargos de genocidio y crímenes de lesa humanidad en 2012, y del cual quedó absuelto un año después. Durante el juicio, uno de los testimonios recuperados por la artista narra cómo los cuerpos de los indígenas víctimas del genocidio eran depositados de manera masiva en fosas hechas por los militares con maquinas excavadoras, como resultado de la operación denominada “tierra arrasada”.11
En este performance, la relación entre el cuerpo de Regina y la máquina compromete esa “extrañeza” de la que nos habla Marx. La máquina, ente anónimo que emite un ruido ininteligible, mueve su enorme brazo para acechar con su presencia un cuerpo humano inmóvil que parece someterse a un destino irrefutable. El brazo mecánico, animado por una fuerza externa a la presencia de Regina, cava alrededor suyo una fosa que cercena poco a poco cualquier espacio, marcando una zanja infranqueable que aprisiona su cuerpo, la máquina efectúa una territorialización que marca los límites de su humanidad (foto 1).
Esta relación maquínica, además de recordarnos aquel sometimiento pasivo del sujeto al movimiento de la máquina que señala Marx, nos conduce a pensar en la profunda imbricación entre cuerpo y territorio como forma expresiva de las estructuras del poder. En su hipótesis sobre la violencia expresiva, Laura Rita Segato argumenta -siguiendo muy de cerca a Agamben y a Foucault- que la violencia ejercida en el cuerpo de las víctimas opera como acto enunciativo, como signo del control soberano sobre el territorio y sobre el cuerpo del otro como anexo a ese territorio. La imagen de la fosa que encierra el cuerpo desnudo de Regina (foto 2) se articula con esta significación del dominio territorial característica de los regímenes dictatoriales, “como un espacio totalitario, como un universo sin lado de afuera, encapsulado y autosuficiente…” (Segato, 2013: 38).
Por otro lado, el ensamblaje conceptual y material entre el cuerpo de Regina y el brazo mecánico se conecta con la máquina social que estructura de manera impune la atroz sistematicidad de las prácticas de desaparición forzada y la fabricación de fosas clandestinas (foto 3). La violencia de esta economía política del deseo, es decir, de una economía de la vida, supone una codificación que administra las vidas dignas de ser vividas y vivibles, vidas cuya anatomía corresponde a los regímenes de identidad normalizada; y como efecto necesario de autoafirmación dicha administración excluye y anula la humanidad de los otros a través de la exclusión, la impunidad y la muerte. El genocidio es una de las necropolíticas utilizadas por el aparato de Estado para excluir y enterrar las vidas de aquellos que perturban la máquina social.12 La marcada disyunción entre la inhumanidad de la máquina y el frágil e inmóvil cuerpo de la artista es al mismo tiempo un siniestro acoplamiento performativo que produce una máquina de la memoria, una reiteración del terror inhumano ejercido por los aparatos necropolíticos del Estado.
Devenir máquina de control
Nacido en Argentina en 1961 y radicado en México desde los años noventa, la obra de Enrique Ježik puede interpretarse como una investigación estética de los mecanismos de control y sometimiento que pueblan nuestra vida social. Si bien su trabajo se inclina hacia la escultura, esto no se refiere sólo a aquel género artístico dedicado a modelar figuras a partir del manejo de determinados materiales. Ježik es heredero del arte povera, de la social sculpture y de los conceptualismos de finales del siglo XX. En cuanto artista multidisciplinario elabora sus discursos estético-políticos mediante un acoplamiento heterogéneo de materiales y tecnologías en las que incorpora herramientas de construcción como taladros, martillos, sierras eléctricas, perforadoras y maquinaria pesada como martillos hidráulicos, volteos, excavadoras e incluso tanquetas militares.
En su obra percibimos un tajante desmantelamiento de la lógica de la escultura como materialización de un eidos; sus trabajos se orientan a un tipo de escultura que se configura a través de conexiones y acoplamientos con dispositivos mecánicos o tecnológicos que cuadriculan el campo de acción de los sujetos mediante instrumentos y herramientas que “expresan continuamente la idea de una violencia escultural en el sentido de desplegar la continua tensión de entre una fuerza contra su materia, como metáfora general del accionar del poder” (Medina, 2011: 144). Podríamos decir que sus instalaciones y performances, más que exponer el modo de percepción del artista, alertan al espectador sobre cierto régimen de exterioridad que determina violentamente el campo social. Cartografías, delimitaciones territoriales, vallas de contención, bloques de concreto, armas de distintos calibres, cámaras de vigilancia y videos de seguridad son algunos de los elementos maquínicos que ejercen su potencia para la generación de signos de territorialidad y dominación.
Quiero centrar brevemente la atención en dos performances en los que la máquina aparece como esta fuerza exterior, ajena y opresiva, que sugiere el simultáneo enfrentamiento y acoplamiento entre la acción del sujeto y los mecanismos de poder que constriñen su capacidad de agencia. En la acción Aguante (México, 2013), Ježik y cuatro colaboradores sostienen pesadas estructuras de acero, madera y yeso, en las que el brazo de una excavadora incide tenazmente empujando con su pala la superficie de la estructura hasta rasgar su superficie (foto 4). Durante la acción los cuerpos erguidos de los hombres intentan contener la fuerza implacable de la maquinaria, oponiendo resistencia hasta que las marcas de la pala quedan inscritas en el yeso de las estructuras. Estos “ejercicios de resistencia” son realizados durante varias horas hasta que cinco estructuras han sido “grabadas” por el brazo mecánico.
Aguante invoca de nuevo la tensión moderna que habita en la máquina y el imaginario de la subsunción de lo humano ante la ominosa fuerza de la maquinaria. En la acción, el enfrentamiento físico entre el brazo mecánico y los tensos cuerpos que intentan contrarrestarlo reintroduce la separación conceptual entre hombre y máquina, actualiza performativamente la batalla simbólica entre el hombre de hierro y el hombre de carne y hueso(foto 5). En esta acción Ježik nos habla de aquellas relaciones maquínicas que codifican las fuerzas asimétricas del poder, que inscriben físicamente las lógicas de regulación en el cuerpo social.13 En su estética, las máquinas son las protagonistas, pues refieren -según Ježik- “al aparato mecánico que es el aparato de poder”.14
Ejercicio de percusión (México, 2006) fue una intervención pública en el museo Ex Teresa Arte Actual, durante la XII Muestra Internacional de Performance. En esta pieza, Ježik convocó a un grupo de policías granaderos (antidisturbios) de la Secretaría de Seguridad Pública, para que llevara a cabo una práctica real de intimidación que consistió en la irrupción intempestiva de los policías en el interior del recinto museográfico, equipados con cascos, escudos y toletes, y que, dispuestos en formación de confrontación, avanzan dentro de la nave principal del museo golpeando al unísono sus escudos con las macanas -generando con ello un sonido amenazante-, mientras van arrinconando a los asistentes en el fondo de la sala (foto 6). En determinado momento, un miembro de la compañía da la señal de retirada dando por terminado el ejercicio y la salida ordenada de los policías del museo. Lo que quiero destacar de esta pieza es una forma de perfomatividad maquínica en la que el cuerpo deviene máquina de control. Los cuerpos de los policías, sometidos a una rígida disciplina de entrenamiento que sobrecodifica sus movimientos, conjuran la extrañeza de la máquina.
Si seguimos las intuiciones de Deleuze y Guattari respecto a que la máquina no se distingue del cuerpo, sino que se ensambla con éste para producir efectos estructurantes, podemos decir que la militarización del comportamiento, la homogeneidad y acompasamiento de las rutinas de control que exige y la anulación de la personalidad individual por la sujeción a una intensa regulación de los cuerpos constituyen una forma de organización del cuerpo como instancia maquinizante. Mediante estas prácticas intimidatorias los cuerpos policiacos intervienen la capacidad de agencia de los sujetos, imponiendo una performatividad que reitera el poder del Estado a través de una construcción del espacio dominada por estrategias de bloqueo e interrupción, que impiden cualquier desvío fuera de las trayectorias de acción prescritas por la máquina de control.
Corolario: Escisión
Las acciones de Regina José Galindo y Enrique Ježik descritas anteriormente parecen señalar la persistencia de la tensión conceptual formulada por la noción moderna de la máquina, y al mismo tiempo nos permiten comprender que dicha tensión se desdobla en diversos acoplamientos y flujos relacionales entre cuerpo y máquina, entre el socius y la máquina deseante. Al utilizar máquinas, la obra de estos artistas restituye la concatenación entre máquina y cuerpo, y a la vez denuncia la escisión que la modernidad ha moldeado para enfrentar al hombre consigo mismo; mediante estrategias performativas que deforman y enrarecen las estructuras significantes, la máquina aparece como el espejo maligno del hombre, como una criatura deshumanizante, a pesar de haber sido construida por él mismo.
Este proceso moderno de exteriorización de las fuerzas productivas, estatales, tecnológicas y políticas ha terminado por generar una historia de disyunción entre los sujetos y su agencia social. Creemos que Tim Ingold no se equivoca al ver en la historia de la máquina (o mejor dicho, la historia moderna del hacer humano) la historia de la construcción de una alteridad amenazante, “una historia en la que los seres humanos, en una medida siempre creciente, se han convertido en los autores de su propia deshumanización” (Ingold, 2015: 285).