Introducción
El presente trabajo es una reflexión general de los climas de tensión y violencia política acontecidos en el marco de los procesos electorales celebrados en México durante 2018.1 Para lograr tal objetivo mostraré cómo el análisis de la relación entre elecciones y violencia se ha enfocado en estimar el nivel de incidencia que tanto los grupos criminales como los niveles de inseguridad de los entornos locales tienen en los resultados electorales. Sin embargo, las investigaciones centradas en correlaciones de variables cuantitativas (contextos de seguridad, número de agresiones u homicidios, competencia política y votos obtenidos) evidencian un paulatino tránsito hacia la documentación detallada de repertorios de acción violenta2 implementados cotidianamente por múltiples actores políticos, que de manera directa afectan el desarrollo de una competencia electoral democrática, pues durante las campañas cada vez es más común advertir procesos de intimidación y agresión hacia los aspirantes a un cargo de elección popular o a las autoridades electorales, además de acusaciones y denuncias sobre la infiltración de grupos criminales en las camarillas partidarias para financiar o acceder a la candidatura por un puesto público.
El eje del análisis es examinar la emergencia de nuevos repertorios de acción violenta que tienen lugar durante las campañas y disputas políticas emprendidas en los enclaves locales. Para ello se investigan las posibles correlaciones entre los procesos de alternancia y competitividad electoral y el surgimiento de nuevas tácticas partidarias que hacen uso de la violencia para mantener el poder. Lo anterior nos invita a cuestionar los modelos normativos de la violencia que la ubican como un residuo del pasado generado por fallas en el Estado de derecho y en los escasos niveles de desarrollo democrático. Esta crítica implica indagar la ambigüedad con la que son definidas las prácticas ilegales en los comicios, pues en la normatividad sobre la materia no existe una definición precisa de lo que podría ser considerado un acto o repertorio de violencia en el plano electoral.
Una vez precisados los elementos conceptuales, se estudia cómo han ido evolucionando los repertorios de acción violenta en los procesos electorales de la Ciudad de México (CDMX), para lo cual se echa mano de datos estadísticos y de algunas viñetas etnográficas obtenidas en trabajo de campo realizado durante las campañas de 2009, 2012, 2015 y 2018. Se cierra la reflexión con el posible impacto que pueden tener estas acciones en los comportamientos electorales, al generar emociones encontradas que pueden matizar las prácticas de los actores políticos del ámbito local.
Violencia política, disputas partidarias y elecciones locales
Una explicación de por qué los reflectores de la violen cia política acontecida en el transcurso de los comicios se concentran en las agresiones directas a quienes aspiran a ocupar un cargo de elección popular gira en torno a las alarmantes cifras recopiladas a través del seguimiento de medios efectuado durante el proceso electoral de 2018 por consultoras especializadas en la prevención de riesgos y diagnósticos de seguridad pública.3 Éstas reportaron, en primer lugar, que en la pasada contienda electoral se registraron 774 agresiones o amenazas hacia diversos actores involucrados de algún modo en los comicios, entre las que destacan 152 asesinatos con tintes político-electorales (48 casos de precandidatos y candidatos y el resto de autoridades electas y dirigentes partidistas) (Etellekt Consultores, 2018: 11).
En segundo lugar, pero no por ello menos preocupante, se documentaron al menos 1 000 casos de candidatos (hombres y mujeres) federales y locales que renunciaron a la contienda electoral entre otras razones por temor a la violencia. De ese número, 341 eran candidatos federales que aspiraban a un lugar en el Senado o la Cámara de Diputados, o sus suplentes en la fórmula; así como 660 renuncias de postulantes a cargos municipales y diputaciones locales. Los detalles de estas cifras permiten inferir que los repertorios violentos en las elecciones afectaron más a los candidatos de oposición, pues 81% de los ataques y agresiones fue dirigido a políticos y candidatos de un partido diferente al que gobernaba (Etellekt Consultores, 2018: 15).
Otro indicador que muestra el efecto negativo de los repertorios de acción violenta sobre los comicios es que, durante los primeros meses de actividad electoral, el Instituto Nacional Electoral (INE) informó la existencia de 6 565 secciones de atención especial por motivos de alta inseguridad (9.59% de las 68 436 secciones que hay en el país). Tales secciones se ubicaban en 200 de los 300 distritos electorales del territorio nacional, donde se reportaron “dificultades” para capacitar a los ciudadanos que integrarían las mesas directivas de casilla durante las elecciones (Zepeda y Rosas, 2018). Posteriormente, conforme avanzó la organización del proceso electoral, dichos números fueron aumentando, pues los consejos distritales declararon más secciones de estrategia diferenciada según sus necesidades y diagnósticos de campo. Lo relevante es que cada vez resulta más difícil organizar las elecciones en los espacios territoriales donde se presentan altos niveles de inseguridad pública por “pandillerismo, vandalismo, comisión de diversos delitos, presuntas actividades ilícitas o presencia de personas armadas, etc.” (INE, 2018: 16).
Vale decir que el INE es consciente de los “actos de inseguridad” existentes en algunas circunscripciones electorales, ya que en los meses previos al día de la votación fueron comunes las denuncias por agresiones a los supervisores electorales y capacitadores asistentes electorales. Empero, no se tienen cifras claras de estos hechos, pues la mayoría de las y los consejeros electorales argumentan que “el INE se encarga de organizar elecciones y no de atender los problemas de inseguridad del país”,4 delegando la responsabilidad de contabilizar estos hechos a las autoridades federales y locales en materia de seguridad pública.
Estudios realizados en comicios anteriores han mostrado que los actos de violencia acontecidos durante los procesos electorales contaminan o destruyen los mecanismos y las condiciones que incentivan la participación política de los ciudadanos, provocando un efecto desmovilizador (Bravo Regidor, Grau Vidiella y Maldonado Hernández, 2014; Schedler, 2014; Alvarado, 2016). Además, cuando estos actos se dirigen contra funcionarios electorales tienen por objeto distorsionar la elección, con el fin de mantener el control de las instituciones de gobierno, porque éstas son fuente de recursos económicos y políticos que permiten seguir gozando de ciertos privilegios, impunidad y dividendos nada despreciables para grupos o élites particulares.
Es frecuente asumir que los actos de violencia ocurridos en contextos donde la democracia avanzaba sin obstáculos son producto de “una aberración de lo social” o un “residuo del pasado autoritario”, ante la inexistencia de un Estado de derecho o de la mala aplicación del rule of law (Morlino, 2007: 6). Pero esta explicación, como lo han mostrado Arias y Goldstein (2010), desestima cómo la violencia puede ser un mecanismo encaminado paradójicamente a preservar las instituciones democráticas, mediante el fomento de una pluralidad partidaria que potencia y legitima las agresiones entre actores políticos. Este pluralismo violento se expresa de manera especial en entornos locales donde las estructuras de gobierno no funcionan de forma adecuada, ya sea porque están expuestos a la influencia de grupos de poder local o del crimen organizado, existen en ellos altos índices de inseguridad, desigualdad o hay una degradación de la “civilidad” o, tan sólo, porque en ellos se encubren habituales prácticas de corrupción e ilegalidad (Maldonado, 2016; Solano, 2016).
Partiendo de estos antecedentes, y de la alarmante cantidad de agresiones y violencia en el proceso electoral 2018, reflexionaré de manera crítica la relación democracia-elecciones-violencia, a partir del siguiente interrogante: por qué los procesos de alternancia y la competitividad electoral que acompañan el desarrollo de democracia en la CDMX han promovido repertorios de acción violenta. Para responder describiré la forma en que estos repertorios están siendo utilizados por todos los partidos en su búsqueda por mantener o alcanzar el poder en los enclaves locales de la capital del país y, a continuación, desde una perspectiva que pone el acento en la función social del miedo, analizaré el impacto que tienen los repertorios de violencia en las prácticas e imaginarios político-electorales de los habitantes de la ciudad.
El estudio de los efectos estructurales de la violencia sobre el comportamiento político y los resultados del sufragio deben ser complementados con un enfoque de investigación procesual, que permita documentar y describir con mayor densidad las múltiples expresiones de la violencia durante el desarrollo de los procesos electorales. Por ello, en las siguientes líneas describiré los ámbitos de tensión y conflicto partidarios que he identificado en la dinámica política de la CDMX, con el objetivo de obtener y sistematizar información cuantitativa y cualitativa de las emergentes prácticas vinculadas a repertorios de acción violenta vividos en el marco de los procesos electorales de las demarcaciones que integran la CDMX, pues es ahí donde se presenta una mayor disputa por el control de las redes político-territoriales a partir de la división de la izquierda partidaria (Tejera, 2016: 104-105).
En términos generales, los hallazgos de la investigación evidencian cómo, en el proceso de 2018, al dividirse y fragmentarse las facciones del Partido de la Revolución Democrática (PRD), muchos de sus grupos y redes territoriales se fueron a otros partidos de izquierda (principalmente al partido Movimiento de Regeneración Nacional, Morena), ante lo cual, durante las campañas, fue más notoria la disputa por el control de los espacios locales utilizando múltiples repertorios de acción, entre los que destacaron aquellos que hacen uso de la violencia o de actos ilegales con el propósito de influir en el proceso electoral.
Fragmentación política y pluralismo violento en la CDMX
La emergencia e incremento de los repertorios de acción violenta en los procesos electorales de la CDMX se han dado en un contexto de “normalidad democrática”, pues hoy en día existen andamiajes institucionales estandarizados que garantizan la celebración regular de comicios transparentes y equitativos, así como el fomento de diversos niveles de competitividad, que permiten procesos de alternancia política, gobiernos divididos y yuxtapuestos. No obstante, dicha “normalidad” se ha desgastado por las propias dinámicas de la estructura de poder local de la ciudad, caracterizada por una fuerte fragmentación intrapartidaria, sobre todo en el interior del PRD y de Morena, la cual ha exacerbado las disputas faccionales por el control de las redes político-territoriales.
La consolidación de los andamiajes institucionales que garantizan elecciones regulares y competitivas no ha generado en automático mejores prácticas democráticas; es decir, en el ámbito local permanecen y se reconfiguran viejas prácticas antidemocráticas que, en ocasiones, promueven repertorios de acción violenta. Así, en los últimos procesos electorales de la CDMX es común presenciar tácticas partidarias de viejo cuño, basadas en esquemas de acarreo y coacción del voto mediante redes clientelares, violaciones a la normatividad electoral o usos faccionales de los recursos públicos; entre éstas destacan el “ratón loco”,5 la “operación tamal”6 o el “carrusel”.7 Y, por si no fuera suficiente, durante el proceso de 2018, estas prácticas ilegales fueron apuntaladas con repertorios de acción violenta, definidos en el argot partidario como “el juego de las sillas”, “armar la rumba” e “iniciar la campal”,8 los cuales buscaban boicotear o entorpecer las actividades proselitistas de un grupo rival. Vale decir que tanto las acciones electorales ilícitas como los repertorios de acción violenta dañaron derechos básicos como la libertad política de los habitantes de la CDMX, pero, sobre todo, erosionaron la democracia, pues han afectado la confianza y la legitimidad en las elecciones.
Ahora bien, para profundizar en el estudio de la violencia acontecida durante los procesos electorales de la capital del país es necesario delimitar aquellas situaciones sociales en donde se expresan de manera articulada los matices culturales que adquieren imaginarios y prácticas relacionados con determinados repertorios de acción violenta; la intencionalidad de los actores al utilizarlos para incidir en los procesos electorales; así como la permisibilidad de la estructura política a tales acciones. Como ha señalado Tilly (2001: 10), el estudio procesual de la violencia política debe privilegiar la dinámica que potencia y genera dichos actos, los mecanismos mediante los que se desarrollan y sus consecuencias en las relaciones de poder.
Las pugnas intrapartidarias durante los actos pro-selitistas de la Ciudad de México representan un espacio privilegiado para dar cuenta de las prácticas y los imaginarios relacionados con los repertorios de violencia que se producen en los contextos electorales. Además, en la capital del país es común advertir un pluralismo partidario, así como una fragmentación de las redes de poder político-territorial en torno a sus identificaciones políticas hacia Morena, el PRD o el Partido Revolucionario Institucional (PRI). Ante esto, vale la pena preguntarse: qué efectos han tenido el pluralismo partidario y la fragmentación política en el desarrollo de nuevas prácticas antidemocráticas durante las campañas políticas. En especial en aquellas que echan mano de la violencia para obtener un dividendo electoral. Para responder lo anterior es indispensable aproximarse a la documentación in situ a fin de fomentar explicaciones microsociológicas. En consecuencia, es necesario ubicar y describir dónde y cómo se originan estos repertorios violentos durante los procesos electorales.
Fuente: Twitter de "El Correo de Torreón" (@CorreoTorreon). <https://twitter.com/CorreoTorreon/status/965449820050743298> [20 de febrero de 2018]
Prácticas ilegales y repertorios violentos en las campañas políticas de la CDMX
Las campañas electorales en cuanto ámbitos de condensación (o lugares de lo político) pueden evidenciar en dónde se expresa un pluralismo partidario que hace uso de repertorios de acción violenta generados por grupos clientelares, organizaciones parapartidarias, burócratas de calle, grupos criminales en el nivel local, uso de propaganda que incita a la violencia, entre otros actos ilegales. Así, las campañas objetivan las múltiples relaciones establecidas entre los integrantes de los partidos frente a los ciudadanos, pero adicionalmente muestran las tácticas que las estructuras partidarias implementan frente a sus contrapartes, las dinámicas que toman las disputas faccionales, así como la desmovilización ciudadana ante la forma de actuar de redes político-territoriales. En todas estas interacciones cada vez es más común presenciar agresiones físicas entre los actores involucrados. Mas, como explicaré a continuación, consignar y documentar estos repertorios de acción violenta es un reto conceptual y metodológico, sobre todo si apostamos por hacerlo mediante un enfoque cualitativo.
En los últimos diez años, durante el trabajo de campo que he realizado en los procesos electorales de la CDMX, siempre he registrado directa o indirectamente actos de violencia o agresiones físicas protagonizados por facciones del mismo partido en su lucha por obtener candidaturas a un cargo de elección popular, pero también por los integrantes de diversas fuerzas políticas en el marco de las disputas políticas. Vale decir que no había prestado mucha atención a estos sucesos, porque por lo regular acontecían en el interior del PRD, no eran motivo de mucha difusión en medios y casi no derivaban en descalificaciones o denuncias entre los actores políticos involucrados en las arenas políticas del ámbito local.
Diversas viñetas etnográficas sobre los repertorios de acción violenta, recuperadas de mis notas de trabajo de campo en las campañas políticas de la CDMX, describen las particularidades de este tipo de actos en las distintas fases del proceso electoral, además de sus mecanismos de solución tanto dentro de los partidos como en las instancias encargadas de organizar y va lidar las elecciones. Por ejemplo, en 2009, durante la elección interna para definir candidatos locales del PRD, registré la presencia de “grupos de choque” en varias casillas de la delegación Cuauhtémoc, cuyos integrantes intentaban favorecer la facción Nueva Izquierda (NI) a través de la compra de votos. Pero ante su escasa eficacia, por su nula presencia territorial, comenzaron a intimidar a los representantes de las mesas receptoras de votación, además de agredir a los militantes que eran llevados a votar por líderes locales y burócratas de calle vinculados con la facción del jefe delegacional (Izquierda Democrática Nacional). En respuesta a las agresiones, los militantes movilizados por funcionarios locales comenzaron a ser custodiados y protegidos por cuadrillas de empleados de “vía pública”,9 quienes tenían la encomienda de contestar las agresiones del grupo contratado por NI.
Los episodios de violencia durante la designación de candidatos del PRD en 2009 tuvieron su apogeo al final de la jornada electoral, pues, durante el conteo de votos de las casillas de la delegación Coyoacán, un “grupo de inconformes” con los resultados, principalmente simpatizantes de ni e Izquierda Unida (IU), comenzaron a agredirse física y verbalmente, dando paso a una gresca que terminó con la quema de todo el material electoral de esa demarcación (cerca de 50 000 boletas).10 Como consecuencia, tuvo que invalidarse la elección en esa delegación. Si bien algunos de estos hechos violentos y agresiones quedaron asentados en sucintas notas periodísticas, ninguno generó una denuncia formal ante las instancias electorales correspondientes. Por el contrario, en su mayoría fueron minimizados por los principales dirigentes, quienes dijeron que la jornada de la elección interna “fue tranquila y en orden” y, ante lo sucedido en Coyoacán, propusieron como solución que “el Consejo Estatal designara a los candidatos mediante una negociación interna entre las corrientes del PRD”.11
En la documentación etnográfica de las precampañas de 2012 y 2015 volvieron a suscitarse agresiones y riñas entre las facciones del PRD durante los procesos de selección interna de candidaturas en los consejos estatales y nacionales. No obstante, progresivamente los repertorios de acción violenta comenzaron a desplazarse de los espacios intrapartidarios hacia el control político-territorial de barrios, unidades o colonias de alguna demarcación, en un afán por impedir las campañas de a pie y otros actos proselitistas de grupos o facciones opositoras. Así, en 2015, se consignó la presencia de diversos “grupos de choque” en al menos ocho de las 16 delegaciones que componen la Ciudad de México. Estos grupos generaron episodios de violencia en enclaves donde tenían presencia, mantenían el control de las redes político-territoriales y estaban vinculados con líderes políticos, burócra tas de calle o facciones partidarias (sobre todo del PRD y el PRI) que tenían el control de los gobiernos delegacionales.
En las elecciones de 2015 los repertorios de acción violenta más mediáticos puestos en marcha por grupos de choque parapartidarios se produjeron en las siguientes delegaciones:
Cuajimalpa, se reportaron al menos 16 agresiones y actos de violencia efectuados por Los Claudios, grupo vinculado a la estructura de campaña de los candidatos del PRI en la demarcación;
Magdalena Contreras, en donde destacó la actuación de un grupo de mujeres denominado Las Justicieras, quienes se caracterizaban por ser “enlaces delegacionales” o burócratas de calle que realizaban actividades proselitistas duran te la campaña de los candidatos locales del PRD, aunque en ciertos casos fueron utilizadas para dirigir agresiones contra brigadistas de otros partidos;
Iztapalapa, en donde se hicieron presentes varios “grupos de choque” afines a las corrientes políticas del PRD, entre los que destacaron Los Hummer, conformado por una veintena de personas asociadas a la facción perredista que controla la demarcación: el Movimiento de Equidad Social de Izquierda (MESI); y
Coyoacán, en donde operaron “grupos perredistas” encabezados por funcionarios de la delegación, que fungían como coordinadores territoriales de enclaves locales con bajos niveles de desarrollo social.12
En todas estas demarcaciones, las agresiones de dichos grupos parapartidarios hacia los brigadistas de otras fuerzas políticas fue una constante y tenían como fin boicotear los actos proselitistas o retirar la propaganda de los candidatos opositores.
El incremento de las prácticas ilegales y los repertorios de acción violenta en el marco de los procesos electorales locales de la CDMX también se reflejó en el número de denuncias y carpetas de investigación iniciadas ante la Fiscalía Especializada para la Atención de Delitos Electorales (FEPADE), pues en 2015 la capital del país fue la entidad federativa que concentró la mayor cantidad de delitos electorales (Nieto y Valdez Méndez, 2017: 644-645). Aunque fue imposible caracterizar estos delitos electorales, pues la información cuantitativa de la FEPADE no detalla el tipo y la forma en que se desarrollan estas prácticas ilegales. Además, dicha información está sesgada por la falta de denuncias, particularmente de las acciones violentas.
Lo que sí es un hecho es que en las elecciones de 2015 comenzaron a figurar de manera dispersa algunas notas periodísticas que evidenciaban la emergencia de repertorios de acción violenta en entornos locales donde el predominio electoral del PRD empezaba a debilitarse, producto de la agudización de la competencia electoral ante el surgimiento de Morena, pero sobre todo por su fragmentación interna, que devino en la escisión de algunos de sus principales líderes hacia otros partidos. Asimismo, mis notas de trabajo de campo de las campañas del proceso electoral local de 2015 ponían de relieve el recrudecimiento de los repertorios de acción violenta en la dinámica electoral de la CDMX, pues durante un recorrido que realicé con un grupo de “cazamapaches”13 del PRD durante la jornada electoral, nos fue notificado el secuestro de uno de los operadores políticos más destacados del partido en la zona centro de la ciudad, acción que fue ejecutada por uno de sus principales grupos opositores y con el cual se disputaba el control político-territorial de la delegación Cuauhtémoc.14
Al comenzar el estudio del proceso electoral de 2018 me percaté de que no siempre se corre la fortuna de “estar ahí” para registrar y describir los repertorios de acción violenta con la densidad que el ojo etnográfico querría, pues, metodológicamente, en la investigación de estos sucesos no es viable, por cuestiones de seguridad, realizar observación participante; por ende, no queda sino echar mano de otro tipo de estrategias con las cuales documentar los repertorios. Un primer recurso para solventar este impedimento es construir indicadores estadísticos de las denuncias por agresión y conflictos electorales presentadas ante las instancias correspondientes. Pero al indagar dónde conseguir estos datos nos topamos con la desilusión de que, en los repositorios y reportes de la FEPADE, el Instituto Electoral de la Ciudad de México, el Instituto Nacional Electoral, así como en otras entidades oficiales de observación y documentación electoral, no hay datos específicos que detallen los grados de violencia política verificados durante los comicios de 2018. Lo que explica esta situación tiene mucho que ver con la forma en que se conceptualiza, documenta y clasifica un delito electoral durante los comicios.
Ahora bien, ¿qué está clasificado como delito electoral en los ordenamientos jurídicos que rigen la competencia política de la CDMX? Por lo regular, en los andamiajes legales de nuestro país los delitos electorales están asociados a todas aquellas acciones que dañan los derechos ciudadanos, atentan contra el desarrollo del proceso electoral, y afectan tanto el sufragio libre como la capacidad de asociación política. Dichas acciones abarcan un conjunto de conductas delictivas sancionadas en los códigos y reglamentos que hay en la materia (de manera señalada en la Ley General de Instituciones y Procedimientos Electorales y en la Ley General en Materia de Delitos Electorales); es el caso de la compra y coacción del voto, uso de programas sociales con fines electorales, acarreo de votantes, proselitismo en fechas prohibidas, retención de credenciales, entre otras prácticas fraudulentas. Durante los comicios de 2018 la FEPADE registró 1 106 denuncias con motivo de probables delitos electorales en todo el país, es curioso que este año la entidad que tuvo más incidentes fue Puebla, con 127, seguida de la CDMX, con 51.
Pero al analizar y documentar la ilegalidad electoral también es necesario incluir aquellos repertorios violentos que nos permiten explicitar el sentido de la acción ilícita cuyo propósito es infligir un daño en el proceso electoral mediante agresiones físicas directas. Esto es, evitar que un candidato gane limpiamente o promover que otro gane con prácticas ilegales recurriendo al condicionamiento de los votos de los electores hacia cierta oferta política (Alvarado, 2016: 373). La omisión y falta de definición de la violencia electoral en la normatividad hacen que este tipo de repertorios de acción no sean cuantificados y documentados por las autoridades electorales durante las campañas políticas, pues casi siempre quedan registrados como delitos entre particulares en un Ministerio Público. En consecuencia, la única opción para analizar este tipo de prácticas es realizar un seguimiento en prensa de las denuncias de violencia entre los grupos y actores políticos que se disputan el control político-territorial de los enclaves locales de la CDMX.
Este seguimiento periodístico muestra que en esta entidad se registraron 33 actos violentos, entre los cuales destacan amenazas, vandalismo, agresiones y otros sucesos de violencia política. El análisis desagregado de estas cifras revela cómo paulatinamente las redes político-territoriales vinculadas a los partidos en la CDMX ya no sólo luchan por el control de los recursos delegacionales para mantener su influencia en el ámbito territorial (reproduciendo prácticas de intermediación política basadas en la gestión de bienes, servicios y programas sociales focalizados), sino que cada vez más estas prácticas ilegales son apuntaladas con el tipo de repertorios que examinamos, mismos que buscan limitar el campo de acción de nuevas opciones partidarias generadas por el aumento de la competencia política en los enclaves locales de la ciudad. Por ejemplo, en demarcaciones como Iztapalapa y Coyoacá15 las prácticas ilegales y repertorios de acción violenta aumentaron considerablemente durante las elecciones de 2018 (véase Mapa 1), existiendo una posible correlación entre el incremento de nuevas opciones partidarias (es el caso de Morena), la emergencia de nuevos líderes políticos que fungieron como candidatos; así como la pulverización de competencia electoral entre los partidos que predominaban en las arenas delegacionales.
Como lo muestra el Mapa 1, en 2018, las delegaciones donde hubo más competencia partidaria en la CDMX, principalmente entre Morena y el PRD, fueron también los espacios donde tuvieron lugar más actos de violencia y agresiones entre los grupos que hacían proselitismo a favor de alguno de estos partidos, contabilizando un total de cinco actos en Coyoacán y cuatro en Iztapalapa.16 Además, en esta última demarcación fue donde se registraron más reportes de suspensión temporal de la votación por riesgo de violencia y/o violencia en las casillas, pues, según el Sistema de Información de la Jornada Electoral de 2018, el día de la elección hubo incidentes violentos y agresiones en los distritos locales 21, 24 y 29.
La justificación de utilizar cualquier medio, incluida la violencia, para mantener el poder y el control de los enclaves locales de la ciudad, impidiendo que los demás partidos pudieran desarrollar sus actos de campaña, fue una constante en mis diálogos con varios operadores políticos del ámbito local vinculados con las facciones que, al menos en ese momento, conservaban el control de la administración delegacional, pues tenían claro que “esta elección se jugará a nivel territorial en los barrios de cada uno de nosotros, y no podemos dejar que nos quiten lo que hemos trabajado por años, ahí va a ganar quien tenga más presencia y fuerza para no dejar entrar a los demás a que hagan campaña”.17
Con base en el funcionamiento histórico de la estructura de poder de la CDMX durante los procesos electorales, es dable pensar que los grupos partidarios que utilizaron la violencia política en las elecciones de 2018 buscaban controlar el comportamiento electoral de los votantes, así como limitar la influencia política de otros partidos, porque en espacios donde tienen una fuerte presencia sus redes político-territoriales, los líderes locales y los electores de esas zonas pueden verse inclinados o coercionados a apoyar sus preferencias. En consecuencia, la violencia en los procesos electorales es una conducta intencional (individual o colectiva) que pretende producir miedo o un daño a un destinatario específico. De ahí que para evaluar su eficacia o posible impacto en los comportamientos de la ciudadanía sea necesario concluir con una reflexión sobre el miedo como motor de coerción en los procesos políticos del ámbito local.
A manera de reflexión final: violencia, miedo y desmovilización ciudadana
Los actos violentos en los procesos electorales representan un mecanismo para propagar y difundir miedo entre la población de un espacio local, pues esto puede ser un motor de intimidación y desmovilización ciudadana. De los registros cualitativos de los repertorios de acción violenta que de manera colateral pude documentar durante el proceso de 2018 destaca el caso de un líder de una de las colonias más conflictivas de Iztapalapa, quien tuvo la “osadía” de aceptar la invitación del Partido Humanista para ser candidato a una diputación local, pero que en el transcurso de su campaña se arrepintió de su postulación por la gran cantidad de agresiones de las que fue objeto por parte de grupos rivales, al grado de que al final de la contienda se manifestó muy preocupado por su seguridad ante el elevado número de amenazas de muerte que recibió. Esto, hasta cierto punto, confirma que el miedo promovido por los repertorios de acción violenta puede mermar los procesos de construcción de confianza tanto en el plano de las relaciones comunitarias como en el de las instituciones sociales que se encargan de la democracia.
Rossana Reguillo (2008: 70) ha propuesto que la promoción del miedo en cualquier proceso social puede operar como dispositivo de control social, dado que tal vez la característica más definitoria de las dinámicas políticas contemporáneas es la incertidumbre como experiencia cotidiana. Para esta autora, el miedo y la incertidumbre son una fuerza de control en la sociabilidad actual que puede organizar muchos de los actos en nuestra rutina urbana; es el caso de cuando nos desplazamos por la ciudad, de nuestro encuentro con la multitud o de nuestras decisiones al participar en la vida pública.
Así, la coerción política lograda por el miedo que generan los repertorios de acción violenta tiene como propósito controlar el comportamiento electoral de los ciudadanos influyendo en sus decisiones para elegir a sus gobernantes y representantes públicos en favor o en contra de un actor político, produciéndose así un daño a la libertad y al bienestar de los electores. Pero también se dirige contra los candidatos y los partidos en general, pues busca limitar las opciones de los votantes. Otras acciones pretenden impedir la realización de los comicios o modificar el sentido de la votación, todo ello con el fin de aumentar la influencia de un candidato, intimidar o coaccionar a los votantes o imponer a un gobernante o representante popular.
Si contextualizamos la emergencia de este tipo de repertorios de acción violenta en el marco del desgaste democrático en el que se encuentran los procesos electorales de hoy en día, podríamos inferir que estas emergentes tácticas partidarias están produciendo prácticas políticas que, como muestran los trabajos de Sara Ahmed (2015), emplean emociones como el miedo para perfilar acciones individuales y colectivas mediante el uso de la violencia, la fuerza y el daño, con el objetivo de incidir en los comportamientos electorales de aquellos actores que las protagonizan, presencian o están de alguna manera vinculados a los espacios en donde se desarrollan. Esta reflexión final evidencia una agenda de investigación a futuro en el campo de la antropología política de los procesos electorales, pues es necesario profundizar en qué medida las emociones personales negativas generadas mediante los repertorios de acción violenta pueden ser transformadas en emociones compartidas cuyo sentido gire en torno a procesos de desafección política que desalientan la participación ciudadana o, por el contrario, hacia procesos de indignación y movilización colectiva que buscan enfrentar las prácticas ilegales que erosionan la democracia.