Los ritos de paso y la liminalidad
A partir de la década de 1970, la experiencia turística se ha convertido en uno de los temas académicos más populares, lo cual se refleja en el crecimiento constante de la literatura en ciencias sociales. Una línea de investigación sobre las motivaciones y la experiencia turística se ha separado del enfoque económico desde los albores, para abordarlas como una manifestación que emana de la cultura que se comparte, como procesos socioculturales. Esta perspectiva fue iniciada en 1964 por Boorstin (1964) y continuada en las siguientes décadas por autores como MacCannell (1973 y 2003), Cohen (1979 y 1985), Jafari (1987), Graburn (1992), Wang (1999) y Pearce (2005), entre otros. Con un enfoque más social, algunos compararon el alejamiento temporal propio del turista con los ritos de paso (les rites de passage) descritos por Victor Turner (1999 y 1988), quien a su vez se remite al trabajo precursor de Arnold Van Gennep.
En 1909, Van Gennep describió una serie de rituales a los que se someten los individuos durante su vida y que tienen por objetivo cambiar de posición social, es decir, con los que experimentan un cambio ontológico. De esta forma se entiende la vida dentro de ciclos y repeticiones, etapas y transiciones. Además, identificó que estos rituales tenían una estructura común dividida en tres etapas de un proceso: separación, liminalidad y reintegración. En lo sucesivo, esta idea sobre los ritos de paso se convirtió en una importante herramienta heurística estructural funcionalista, cuyos sucesores más destacados fueron Edmund Leach, Victor Turner o el propio Lévi-Strauss (Jáuregui, 2008).
Según Van Gennep, liminal significa umbral o frontera, ya que deriva de la palabra limen, cuyo significado es ése: umbral o frontera. Dicho concepto fue desarrollado más ampliamente por Turner, quien lo identificó como el núcleo del proceso de los ritos de paso. Así, la liminalidad se planteó como antiestructura de la rigidez propia de la vida cotidiana (Turner, 1999 y 1988). En la condición de liminalidad las personas son capaces de analizar su vida y antecedentes con más claridad, y muestran una tendencia a olvidarse con más facilidad de los prejuicios que abundan en el ámbito doméstico cotidiano.
En sus trabajos, Turner sostuvo que la estructura social está plagada de pugnas y contratiempos, que incluso reprime su expresión pública, contiene aparatos de control social, reglas y prohibiciones, pero, no obstante, deja intersticios para la fuga, debido a que está inmersa en un contexto sociohistórico que la desgasta y la recompone continuamente; por tal motivo, presta especial atención a los lapsos antiestructurales y la concepción de estructura va de la mano con la de antiestructura (Cruz Santana, 2017).
Para Turner, durante la fase liminal se configura una communitas, en la cual se dan las condiciones para una forma particular de relaciones sociales. La communitas marca un momento en y fuera del tiempo, dentro y fuera de la estructura social secular, lo que significa ser con los otros integrantes, una multitud de personas, fluir del yo al tú (Turner, 1988). La gente en el umbral escapa a una red de clasificaciones que normalmente establecen posiciones y estados dentro de un espacio cultural. Desde una explicación estructural funcionalista, la communitas nos libra de la alienación y de la rigidez de la vida cotidiana, por lo que en la sociedad (societas) hay un proceso dialéctico con fases sucesivas de estructura y communitas (Turner, 1988: 206).
La liminalidad en los estudios del turismo
Los estudios del turismo desarrollados en torno a la idea de los ritos de paso y de los conceptos de liminalidad y communitas agruparon a quienes Aramberri (2011) llama “teólogos de la liberación”, pues identifican en dichos viajes un tipo especial de conducta social relajada, inhabitual, fuente de libertad, como parte de su esencia. Desde este punto de vista, la práctica turística permite tomar distancia tanto de la acción social cotidiana como de las estructuras de la sociedad; de hecho, en el viaje turístico la estructura completa de una sociedad se halla temporalmente suspendida, lo que posibilita el descanso. Se planteó así la capacidad del turismo para hacer que los individuos regresen a su vida ordinaria con renovada energía, al ser un medio de relajación o catarsis (Beckstead, 2010), lo que implica un proceso de autorregeneración. Ello quedaría evidenciado en el hecho de que “algunos cambian luego de irse de vacaciones” (Aramberri, 2011: 220).
En interpretaciones aún más optimistas se ha concebido a la práctica turística como una gran oportunidad para que los practicantes se adueñen de su libertad y terminen por liberarse a sí mismos. Debido a la liberación de las cadenas sociales, se abre la posibilidad de ser ‘uno mismo’ de manera más auténtica, con niveles más altos de expresión y espontaneidad para mostrar una identidad confinada. Así, el turismo se convierte en un instrumento para la emancipación social y, sobre todo, personal (Jafari, 1987) o para superar los problemas de cohesión de la comunidad (Foster y McCabe, 2015). Para Ryan (2002), por ejemplo, el turismo no sólo ofrece oportunidades para revertir la estructura social en un sentido turneriano, sino que, como rito de paso, la experiencia turística tiene el potencial de advertir las injusticias, la ineficacia o las inmoralidades de las estructuras económicas y políticas prevalecientes. De igual forma, como ya se dijo, en la condición de liminalidad, las personas son capaces de analizar su vida y antecedentes con más claridad, y tienden a olvidarse con más facilidad de los prejuicios que abundan en el ámbito doméstico habitual. Durante las vacaciones, se ha sugerido, las jerarquías y estructuras sociales pierden su valor consensuado, lo que significa que su influencia ya no limita más los pensamientos y el autoentendimiento.
Por su parte, un enfoque crítico concibe a la experiencia turística como la condición para el mantenimiento funcional no ya de los individuos, sino del sistema, como una actividad en la cual se busca un placer institucionalizado. Esto es, la necesidad del turismo remite al descanso y a la recreación de los individuos y ambos se convierten en una necesidad funcional del sistema en el que viven (Lett Jr., 1983). De forma inconsciente los turistas contribuyen al mantenimiento del statu quo. Así, al igual que la religión fue considerada por Marx como el opio de las masas, la experiencia turística vendría a ser el opio de la sociedad moderna (Van den Berghe, 1980).
En general, los trabajos recientes que analizan aspectos del turismo en analogía con la fase liminal de un rito de paso han abundado en descripciones sobre los excesos que los individuos cometen durante sus viajes de vacaciones: gastan más de lo que está a su alcance con su presupuesto, siguen horarios inestables, comen y beben más de lo habitual, tiene proclividad a entrar en relaciones sexuales ocasionales, etcétera. Se trata de un periodo en el que pueden cumplirse deseos socialmente acotados, un modo de cumplir fantasías que se niegan a las personas en su cotidianidad (Hall y Ryan, 2005; Ryan y Kinder, 1996; Selänniemi, 2003; McKercher y Bauer, 2003; Williams, 2012).
Ahora bien, aunque los abordajes descritos hasta aquí permitieron plantear una aproximación antropológica interesante hacia el turismo, lo hicieron sólo de manera incipiente y superficial. No obstante, algunos autores han intentado ir más allá en la exploración de la analogía entre los viajes turísticos y los ritos de paso, lo cual se formula también con base en los trabajos posteriores del propio Turner.
De lo liminal a lo liminoide
Años después de sus primeros trabajos sobre el tema, Turner (2002) acuñó el término liminoide para referirse a experiencias liminales opcionales, limitando la aplicación del concepto de liminalidad a aquellas que forman parte del ritual de la sociedad misma, es decir, que son obligatorias y aparecen sobre todo en contextos religiosos. Turner explica que, a partir de la industrialización de las sociedades, y su correspondiente división social del trabajo, algunos actos rituales migraron hacia géneros no religiosos, esto es, se secularizaron (Turner, 1977). Ello ocurrió principalmente en el ámbito de la llamada industria del ocio. Es en estos géneros seculares donde surgen las experiencias liminoides. Así, mientras lo liminal está integrado al proceso social total, lo liminoide se desarrolla fuera de los procesos económicos y políticos centrales. Por lo tanto, liminalidad es una forma de antiestructura, mientras que lo liminoide pertenece a la protoestructura, caracterizada como una situación de la cual emergen nuevas formas culturales que son optativas y privativas de esferas seculares, como las predominantes en nuestra sociedad moderna (Turner, 2002: 169).
Así, según Illouz (2009), lo liminal se distingue de lo liminoide en tres aspectos: 1) al ser lo liminoide algo propio de las sociedades industriales laicas, los símbolos sociales se transfieren a esferas como el ocio, la cultura popular o el arte, que tienen la función de incorporar al actor social en una actividad lúdica; 2) lo liminal es colectivo y anónimo, y en cambio en lo liminoide se destacan ciertas personalidades identificables; 3) mientras que lo liminal se relaciona de lleno con el sistema social donde se produce, lo liminoide se da al margen de lo económico y político por no ser una actividad productiva. Por consecuencia, lo liminoide como distintivo de las sociedades industriales tecnológicamente desarrolladas es privativo del tiempo libre de la vida en las ciudades; no hay obligatoriedad en la participación y carece del carácter sagrado que se le atribuye a la participación en los fenómenos liminales. Entonces, lo liminal es lo que aparece como fase significativa en la sucesión temporal entre un estado estructural y otro, por ejemplo en rituales religiosos, donde los individuos transitan de una posición social a otra, mientras que lo liminoide existe como un espacio en el margen de la estructura.
Según esta caracterización, el viaje turístico, surgido en la sociedad moderna industrial, se correspondería más con una experiencia liminoide que con una liminal. En este sentido, para Selänniemi (2003), el estado liminoide sería aquel donde -bajo la situación de producción-consumo especial y exótico- “todo o casi todo es posible”, el tiempo sociocultural cambia, los viajeros olvidan el tiempo, hay flexibilidad, libertad, predomina el no hacer, se está en una estructura social parcialmente perdida, bajo la desobligación. Ejemplos de zonas y fenómenos liminoides son:
(visitar) zonas turísticas, (estar en) aeropuertos, (estar en) parques temáticos, (estar en) festivales de música, (estar en) un teatro, (estar de) vacaciones […] el espacio social diario, por definición, no dispone de cualidades liminales/ liminoides. El espacio social diario, percibido de este modo, incluye el “trabajo”. Por otra parte, el espacio liminal/ liminoide, incluye el “juego” y el “ocio” [Lie, 2009: 48].
La práctica turística como experiencia liminoide
Una peculiaridad de la modernidad es la diferenciación entre las esferas de la vida, tales como el trabajo, la familia, la cultura y el ocio; a partir de la separación tiempo de trabajo y tiempo libre es que empiezan las prácticas turísticas, al menos para algunas clases sociales.
Fuente: elaboración propia.
En el viaje turístico pueden identificarse tres etapas que en principio se corresponderían con las que Van Gennep reconoció en los ritos de paso, a saber: la primera fase, la separación se caracterizaría por los preparativos para el desplazamiento, estos implican hacer maletas, hacer reservaciones, comprar boletos y sacar pasaporte, aplicarse vacunas, cerrar llaves del gas y del agua, pedir que cuiden la casa, las mascotas, las plantas, en una suerte de despedida de la vida cotidiana. La segunda fase, la liminalidad, iniciaría y terminaría con el trayecto. Por último, la tercera fase, en la agregación o reincorporación, se realizaría cuando se deshacen las maletas, se pone en funcionamiento otra vez la casa encendiendo luces, abriendo llaves de gas y agua, y culmina cuando se muestran las fotografías de las vacaciones y se entregan los souvenir a los familiares y amigos, se restablecen las rutinas y las relaciones personales habituales.
Sin embargo, aun cuando se identifiquen en el viaje turístico las fases que Van Gennep reconoció en los ritos de paso, dicho viaje no implica rituales obligados ni el reconocimiento tácito de la sociedad, toda vez que sólo si la experiencia se cuenta a terceros se reconocerá que fue vivida, y sólo éstos la reconocen, a diferencia de los ritos de paso donde es la sociedad la que espera la reincorporación del novato en un estatus distinto al que tenía antes de la separación. Tampoco el viaje turístico garantiza un cambio ontológico, ya que sus fases (relacionadas con las fases del rito de paso) se refieren a lo que se hace antes de iniciar el viaje, durante el viaje y después del viaje, y no a un estado de preparación, prueba y cambio, por lo que cabría considerar que durante el viaje turístico, la experiencia turística en línea correspondería a la segunda fase, pero no en un estado liminal, sino liminoide.
La práctica turística no corresponde a un rito de paso en el sentido propuesto por los clásicos, pues no se trata de acciones obligatorias para la integración en la estructura social, religiosa y política. En tal virtud, se entiende que, de manera opuesta, los viajes involucrados en ritos de paso o con carácter de obligatoriedad no constituyen viajes turísticos. Así, la práctica turística no da como resultado un cambio ontológico del individuo respecto a la estructura social de la que es parte, es decir, no está de por medio una transformación del estatus o posición social del sujeto. También, aunque Turner y otros especialistas se han referido a la secularización de los rituales, hemos de tener en cuenta que todavía se debate en torno a si un ritual obligatoriamente debe ser o no religioso.
Lo que la teoría turneriana permite admitir es que las personas buscan una estabilidad (social) y un equilibrio, en la oposición binaria de lo extraño frente a lo familiar. Las zonas liminoides, que se singularizan por la coexistencia cultural, la negociación cultural y la transformación cultural entre lo global y lo local crean un sentimiento de alienación (Lie, 2009). Por ello, para avanzar en profundidad en el análisis, es necesario buscar constantes que posibiliten ordenar la experiencia turística, que a simple vista puede parecer diversa. Hace falta identificar el sistema del cual el turismo forma parte para hallar la coherencia interna. Se requiere examinar cómo es que dicha función se cumple a través de analizar los símbolos que permiten que el turismo adquiera significado. La poderosa industria turística con apoyo de los medios de comunicación ha institucionalizado dichos símbolos. Así, de la misma forma en que los rituales y ceremonias tienen el objetivo de limitar o fragmentar lo ilimitado o continuo, es decir, establecer clasificaciones, la práctica turística análogamente divide o segmenta la continuidad del tiempo y el espacio rutinarios-obligados. Introduce rupturas y segmentaciones para que se reinicie el ciclo de la rutina, sobre todo en términos de lo obligatorio, lo productivo. Por lo anterior, se propone hacer una abstracción estructural en torno a ello.
Para el estructuralismo, los seres humanos poseen la capacidad de elaborar símbolos y de comunicar el contenido de una experiencia a través de ellos, no como producto directo del desarrollo de la sociedad, sino del desarrollo del cerebro, sostén del espíritu humano, por ello es menester generar una teoría sociológica de lo simbólico en cada sociedad y época determinada, pues es a través de lo simbólico que dicha sociedad se inventa y se expresa a sí misma (Lévi-Strauss, 1987).
En esta perspectiva simbólica puede entenderse el poder extraordinario que ejerce un viaje en la memoria de los sujetos. Illouz (2009, con base en Mandler, 1984; Bartlett, 1932 y Van Dijk, 1980) sostiene que un acontecimiento tiene más probabilidad de guardarse en la memoria cuanto más se ajuste éste a una estructura esquemática previamente constituida. Para que los viajes turísticos se vivan con intensidad deben permitir a las personas abstraerse por completo de la rutina, el trabajo y las obligaciones sociales, sin embargo, para que la experiencia sea liminoide debe ser una suspensión teatralizada de dichas restricciones; remitir a lo distinto y a la novedad.
Trabajemos primero sobre el significado. La experiencia turística puede ser interpretada como un hecho simbólico complejo en el cual se interrelacionan varias dimensiones semióticas que adquieren mayor fuerza expresiva en oposiciones binarias, todo se convierte en un registro sígnico. Todos los aspectos de la práctica turística están cargados de significación y se combinan para producir un mensaje global, este elemento comunicativo se ve facilitado por la intención de desarrollar una narración.
Un análisis simbólico de la práctica turística
Como en todos los ámbitos semióticos, en la práctica turística ocurre la transformación de ciertos elementos físicos en un conjunto de señales discriminatorias, concebidas como oposiciones binarias (Lévi-Strauss, 1972). De tal forma podemos observar rasgos distintivos en los elementos participantes formados por la presencia o ausencia de cierta propiedad. Como en cualquier sistema de comunicación, los indicadores carecen de significación en sí mismos, ya que sólo adquieren significado como miembros de un sistema. Cada código pone a funcionar pares de oposiciones que, debido a su contraste, convierten en significativos los aspectos sensoriales. Para el estructuralismo levistrossiano, las manifestaciones de oposición están en relación con la articulación binaria del cerebro humano, inconsciente y universal. Cada elemento del sistema adquiere significado de acuerdo con el código en el cual se inserta. Esta perspectiva teórica se concentra en la posición lógica de los elementos en sistemas paradigmáticos y en cadenas sintagmáticas de rasgos asociativos y disyuntivos (Leach, 1976). Es decir, la serie de clasificaciones dispuestas en conjuntos de lo que Lévi-Strauss podría denominar discriminaciones binarias.
A partir de ello logró establecerse que la primera oposición obedece a la dualidad tiempo de trabajo, de obligaciones y tiempo de descanso, de libertad. El tiempo de trabajo transcurre en el entorno habitual, en la rutina de horarios y actividades, en ella hay cierta formalidad en la vestimenta, colores y prendas de vestir que se juzgan adecuadas para el lugar de residencia, se observa mesura en el gasto y en la comida. En tanto que en la práctica turística estos referentes simbólicos se invierten: tiempo fuera del entorno habitual, actividades que no son fijas, pues no importa el horario en que se hagan, utilización de vestimenta distinta de la de diario en colores, materiales y que pueden dejar ver más piel o cubrirla dependiendo de la temperatura. En la comida, la bebida y el gasto hay excesos.
Tiempo-espacio cotidiano |
Tiempo-espacio de turismo |
Obligaciones |
Libertad |
Rutina: horarios y actividades programadas a partir de actividades laborales o escolares |
Se rompe la rutina; horarios y actividades sin horarios fijos. Se da pauta para elegir lo distinto a lo acostumbrado |
Las actividades rutinarias suelen concebirse como tediosas o aburridas |
Las actividades turísticas se conciben como lo divertido y descansado |
La rutina da seguridad y certeza a sus practicantes al minimizar imprevistos |
Da pauta a lo inesperado, a ser sorprendido en todo momento. La novedad es lo esperado |
La rutina se desarrolla de manera casi automática, sin necesidad de implicar el razonamiento |
Se cuenta con tiempo libre para hacer una pausa y reflexionar acerca de sus vidas y sus metas |
Mesura en la comida y los gastos |
Desmesura en la comida y en los gastos |
Identidad social diversa: jefe, empleado, militante, pasajero |
Identidad social única: ser turista |
Vestimenta formal o de trabajo |
Vestimenta relajada |
Estatus social estructurado |
Estatus social desestructurado |
Fuente: elaboración propia.
Todos los elementos de la práctica turística se hicieron pertinentes a partir del momento en que se halló al menos otro elemento, con el que se colocó en una relación de identidad, de implicación o de contradicción. El conjunto de estas relaciones constituye lo esencial de la interpretación simbólica. Así, por ejemplo, cuando hay días de asueto, pero no se viaja, no se cumple la función turística de vivir una experiencia de libertad, aunque se rompa la rutina. Si se viaja, pero en el lugar de vacaciones se sigue comiendo o realizando actividades cotidianas como cocinar o limpiar, no se vive con plenitud la experiencia y, por tanto, no cumple su función.
De este modo, los espacios liminoides se consideran como puntos de encuentros de viaje, pero no como lugares de residencia. Este enfoque hace evidente la dicotomía vida diaria frente a vida no diaria para explorar el concepto del tiempo en relación con el espacio liminoide. Las experiencias de la vida diaria son bastante cotidianas, con un carácter de repetición, mientras que aquellas fuera de la vida tienen un carácter mucho menos repetitivo y se sitúan en el mundo no rutinario de la vida (Lie, 2009), o, como lo establecen Quaglieri-Domínguez y Russo (2010), el turismo, finalmente, representaría la posibilidad de extender y desarrollar nuestro propio estilo de vida en un contexto diferente experimentando, de esta forma, una cotidianidad extraordinaria, pero no dentro de la vida diaria.
Experiencias turísticas y posmodernidad
Una particularidad de la modernidad fue la diferenciación entre las esferas de la vida, tales como el trabajo, la familia, la cultura y el ocio, y con él el tiempo libre y el turismo. Sin embargo, las cosas empezaron a cambiar poco a poco en la posmodernidad, cuando la vida se volvió desdiferenciada y se produjo un rechazo a los rigores y los macrorrelatos de la modernidad. Bauman (2013) la denominó modernidad líquida, caracterizada por el cambio frecuente y la transitoriedad, y en la que la gente tiene cada vez más dificultades para apegarse a una cosa o para permanecer inmóvil. Ésta es una de las fuerzas impulsoras del turismo (pos)moderno (Richards, 2017).
Hasta el último cuarto del siglo XX, el turismo se asociaba sobre todo con viajar a lugares especializados en la oferta de ocio, los cuales se encontraban separados tanto temporal como espacialmente del mundo del trabajo y la cotidianidad. Para Hernández Ramírez (2018), en la ciudad moderna fordista se instaló el movimiento incesante de personas convertidas en commuters, es decir, en viajeros pendulares que se desplazaban de manera cotidiana del barrio a la fábrica y de ésta a la zona comercial o de esparcimiento y, en vacaciones, a sitios considerados turísticos, áreas periféricas alejadas de la industria y de la ciudad, donde se dieran las condiciones adecuadas para la práctica de actividades recreativas, de descanso, deportivas.
No obstante, en las ciudades posmodernas el espacio social diario incluye el “trabajo”, la “recreación” y el “ocio”; una nueva funcionalidad de las urbes como lugares de consumo, y, lo que es más rotundo, las ciudades turísticas como objetos y espacios (anónimos) de consumo. Son espacios acotados donde no vive casi nadie, pero en los que las personas se comunican y, por tanto, consumen. Lo que la gente realmente hace en estas zonas es consumir representaciones; en gran medida es un consumo visual. El consumo parece ser un tema clave en un estudio centrado en las personas de ese tipo de ciudades turísticas (Lie, 2009). De ahí que la ciudad se vaya “espectacularizando”, proponiendo un lenguaje urbano emotivo y comprensible llamado a seducir y entretener a un público global, con escenarios fantásticos capaces de estimular el consumo en (y de) ella (Quaglieri-Domínguez y Russo, 2010).
En la posmodernidad, las experiencias fuera de la vida vividas en el espacio geográfico de la vida cotidiana sugieren que “cualquiera podría volverse turista en su propia ciudad” (Amendola, 2003), lo que equivaldría a superar la tradicional y rígida contraposición antropológica entre estas dos figuras. Pese a ello, se plantea que hay un tercer elemento del análisis simbólico para dejar espacio a una gradación entre las oposiciones.
Con este preámbulo, los grupos de elementos significativos analizados arriba con frecuencia se conforman en triángulos semánticos, en los cuales podemos observar que se atraviesan dos ejes de contraste que constituyen un campo de oposiciones ternarias (figura 1). La relación de oposición entre tiempo-espacio cotidiano vs. tiempo-espacio de turismo se complementa con tiempo-espacio para la recreación-esparcimiento, cuyas actividades pueden realizarse en el lugar de residencia habitual por lo que no implica grandes desplazamientos físicos y, por tanto, la no pernocta. Tales actividades, al igual que el turismo, responden a una sociedad posmoderna, tecnificada e interesada en que las personas se diviertan, se distraigan. Se ofrecen opciones para que, una vez concluidas las actividades cotidianas obligatorias, los individuos utilicen socialmente su tiempo libre (residual) de modo creativo (Munné, 1989). Además, dicha sociedad piensa a la recreación como una sumatoria de actividades que tienen lugar al final de cada día, semana o fin de jornada.
Las actividades recreativas suelen ser un paréntesis entre obligación y libertad, se come y se gasta más de lo común, pero sin llegar a la desmesura del endeudamiento, la indumentaria es la del trabajo o de las actividades obligadas, pero se busca una mayor libertad (se despoja de la corbata, se desabotona la camisa, se cambia el calzado por otro más cómodo, se suelta el cabello, se quitan gafas); los horarios se modifican aunque no del todo (la hora de dormir y de levantarse al día siguiente). Se trata de actividades para convivirsocializar con familiares, vecinos, amigos y prospectos de amigos, no necesariamente se trata de actividades novedosas o que sorprendan, ya que existe cierta tendencia a repetir lugares y actividades.
De este modo, las experiencias fuera de la vida están dadas en esencia en escenarios para la experiencia de ocio-recreación-esparcimiento. Así, las dinámicas que determinan lo que Zygmunt Bauman (2006) ha llamado liquidez de la sociedad contemporánea -en la cual el desplazamiento espacial pierde su carácter extraordinario para insertarse en la cotidianidad de los individuos- adquieren sentido en dicha experiencia. No obstante, la condición de elevada movilidad que singulariza al individuo contemporáneo, la centralidad del consumo y el proceso de tematización de la ciudad contribuyen a la afirmación de nuevas tendencias en lo referente a las experiencias turísticas (Quaglieri-Domínguez y Russo, 2010). Entre los rasgos del turismo contemporáneo o posmoderno se señala la desterritorialización de la cotidianidad, pues se manifiesta un marcado interés por la cotidianidad de los lugares visitados (Richards, 2017; Quaglieri-Domínguez y Russo, 2010), en los que se destacan las ciudades. Es decir, el objetivo es salir de la propia cotidianidad para vivir la de otros.
Empero, es importante señalar que el abordaje analítico propuesto no desestima estos cambios manifiestos en el turismo contemporáneo. Por ejemplo, el hecho de que las actividades de ocio y recreación se entrelacen intermitentemente durante viajes de trabajo-negocios, o que se tenga un mayor interés por la cotidianidad de los lugares visitados, habla más de una fragmentación mayor de los tiempos y espacios, que de un desvanecimiento de las diferencias. La experiencia turística se torna entonces una cuestión situacional que puede acumularse en varios episodios de ruptura con lo obligado y lo cotidiano (individual) según el tipo de viaje.
En la posmodernidad, en los espacios liminoides, el turista se encuentra entre culturas, entre niveles sociales, se halla entre tiempos y entre lugares, espacios, esferas y zonas. “Estos espacios son, en sí mismos, los escenarios de las interacciones culturales entre imágenes, símbolos, arquitectura, diseños, ropa, gente, ideologías, poderes... Se trata de ‘espacios de comunicación intercultural’ o ‘zonas de transculturas’. En estas zonas, uno puede encontrar tanto: aquí y allí, pasado y presente, global y local” (Lie, 2009: 48). En este sentido, la idea en cuanto a que una experiencia liminoide permite introducir rupturas y segmentaciones para dar sentido al ciclo de la rutina, para dar forma a lo continuo, o líquido, toma relevancia. Esto es lo que permite seguir considerando la heurística de la concepción, la interpretación, de lo caracterizado como liminiode. Así, lo trascendente, más que la simplificación dualista, es la utilidad heurística de la propuesta: la experiencia turística puede seguir pensándose como una experiencia liminoide.
Experiencia turística y communitas
Al caracterizar la práctica turística como una experiencia liminoide resulta también primordial recuperar la noción de communitas. Para Turner (1977) lo liminoide, al igual que lo liminal, remite a la generación de communitas. La communitas, como se ha aludido antes, puede entenderse como una forma situacional de flujo compartido, que se distingue por la pérdida del ego y la sensación de comunión con los demás, que puede ser provocada por ciertos símbolos en situaciones concretas. En la communitas las personas “combinan” elementos de lo familiar y los desfamiliarizan. Este estado de experiencia en la communitas se produce a partir de que se fusiona acción y conciencia, la atención está concentrada en estímulos limitados, hay una pérdida del ego, se siente tener control sobre las acciones y el entorno, por lo que las demandas son coherentes y no se demandan objetivos externos para las acciones, porque se realizan por puro gusto, sin obligación, momentos de reflexividad y de fluir (Díaz Cruz, 1997). En las sociedades industriales modernas las communitas se relacionan con los géneros liminoides del ocio y lo lúdico; surgen en grupos o colectivos que se separan según sus categorías sociales para tomar momentáneamente otras que enmarcan y consolidan sus identidades (Turner, 1977).
Según Turner (1977), la experiencia de flujo compartido puede ser provocada por símbolos liminales, liminoides o acciones simbólicas ligadas a lo ritual, y esto porque son símbolos niveladores, derribadores de jerarquías. De ahí que haya ciertos elementos que nos permiten identificar este tipo de funciones en las prácticas y situaciones turísticas. Se trata, por ejemplo, de situaciones en las que diversos turistas, unos en presencia de otros, no pueden tener más información de los otros excepto su situación de foráneos, visitantes, en situación de ocio, de búsqueda de recreación. Piénsese en un sitio arqueológico en el que se ha conformado un grupo de visitantes al azar conducido por un guía de turistas. En dicha situación no se tiene preestablecida una relación de jerarquías entre ellos, de funciones y posiciones sociales. La posición y opinión de un doctor en arqueología no será de antemano más importante ni más relevante que la de otro visitante cualquiera; tampoco la de un político, o la de un empresario, diferente a la de un mecánico. Es en este sentido de anonimato que tales situaciones -en las que están presentes símbolos y acciones simbólicas de una práctica turística- posibilitan esta nivelación o inexistencia previa de jerarquías, de estructuras.
Pero, por otro lado, también puede emerger una sensación de identificación con los otros, formando parte de un grupo de personas en una condición similar, foráneos, neófitos, vulnerables, sensibles, responsables, con derecho a divertirse, privilegiados, etcétera, lo cual dependerá del desarrollo de las situaciones particulares. Los vínculos que nacen por el hecho de ser ajeno a la población residente de un lugar turístico, y más si el origen de los turistas es común, hace que pueda experimentarse un intenso espíritu comunitario de igual proximidad social, como cuando en la sala de espera de un aeropuerto los pasajeros entablan amistad mientras esperan abordar el avión o cuando el grupo de turistas acude a sitios o eventos donde sabe que encontrará a gente con intereses similares a los suyos, con quienes convivirá en tanto duren las vacaciones o el evento. A diferencia de la communitas liminal en la que los participantes forman vínculos permanentes por vivir juntos la misma experiencia, en la communitas liminoide tal solidaridad es fugaz, al ser producto de lo que Pearce (2005) llama interacción incidental.
Por último, es importante señalar que la generación de communitas es sólo un aspecto en la experiencia turística que, pese a todo, no la agota, pues existen otros elementos de ésta que no necesariamente estarán vinculados con communitas. Tener una experiencia turística significativa que implique resignificar la biografía personal no necesariamente tendrá origen o fundamento en situación de communitas, pues podría ser una vivencia muy individual.
Reflexiones finales
Analizar la práctica turística como ritos de paso a partir de la propuesta de Victor Turner y sus nociones de liminalidad y communitas tiene una larga trayectoria. En concreto, se han hecho analogías con algunos viajes del turismo gay, sexual o de romance y los de turismo religioso. Los primeros, por ejemplo, como una oportunidad de “salir del clóset”, aprovechando el anonimato (Walton, 2000; Williams, 2012; Lança, Marques y Pinto, 2014; Monterrubio Cordero, 2015); los segundos concibiendo la práctica turística como un viaje casi religioso, de peregrinación y sagrado (Graburn, 1992; Hennig, 2002; MacCannell, 1973, 2003; Vukonic, 1996; Beckstead, 2010), que transforma a los practicantes; experiencias que han sido llamadas misticismo natural (MacCanell, 2003). No obstante, algunas de las ideas que están detrás de esta línea de estudios han requerido ser replanteadas y es exactamente a este respecto que el actual texto ha querido hacer su contribución.
En primer lugar, se ha precisado que el tiempo-lugar fuera del entorno habitual y cotidiano no es liminal sino liminoide y ello tiene implicaciones distintas. En las sociedades actuales, lo liminoide es similar a lo liminal-ritual, pero no idéntico, por ende, más que ver lo parecido, hay que analizar aquello en lo que difieren. A lo señalado sobre la divergencia entre estos dos elementos puede agregarse además que los fenómenos liminoides tienden a ser más idiosincrásicos y peculiares, mientras que los liminales suelen tener un significado intelectual y emocional para todos los miembros de la comunidad eficaz más amplia (Turner, 1977). De tal suerte, se plantea que la práctica turística no conlleva una experiencia liminal, sino liminoide. Además, ésta estaría implicada en todo viaje turístico, no únicamente en los viajes de turismo religioso o del turismo gay, sexual y de romance, aunque en ellos parezca más evidente.
En segundo lugar, se ha indicado que los trabajos que han hecho uso de esta herramienta heurística -las nociones de liminalidad y liminoidad- para explicar al turismo se han quedado en el análisis funcionalista al señalar la función que el turismo cumple en el sistema social en la actualidad, sin precisar cómo es que cumple dicha función. Ante ello, se propuso un análisis estructural de los símbolos que están en juego en la práctica turística y que permiten concretar algunos elementos de la experiencia turística. Así, dicho análisis simbólico se plantea a partir de un modelo de oposiciones ternarias en cuya base se encuentra la oposición vida cotidiana/práctica turística y que se complementa con un tercer elemento referido a los tiempos-espacios para la recreación, entendido como una especie de suspensión temporal de las obligaciones, pero en el mismo lugar de residencia habitual.
Por último, se ha de argumentar que las experiencias turísticas son fenómenos subjetivos, intangibles, continuos y altamente personales, situados y definidos por el lugar-tiempo de libertad, que pueden ser generados (o no) por una communitas de turistas. Pero ¿hacia dónde nos lleva esta línea de reflexión? Si bien la experiencia vivida es y constituye una de nuestras realidades básicas, también es cierto que ella se organiza a través del lenguaje: relatos y narrativas con los que se hacen públicas (Díaz Cruz, 1997). Cada experiencia que se narra es un episodio de una historia posible; es una forma de resaltar nuestra singularidad a través de medios intersubjetivos y, de manera paradójica, muchas veces típicos. Una experiencia narrada es “un fragmento del pasado” que nos es significativo en la medida en que en él se estableció.
De este modo, experiencias y expresiones están en continua retroalimentación, no se trata de un acontecimiento interno o un estado psicológico que pueda fijarse permanentemente, sino que la experiencia no es inmediata y tampoco es estable; el significado que le atribuimos, los valores que le asignamos, los afectos que nos provoca, las expresiones con las que la organizamos son siempre cambiantes y reconstituidas en el tiempo (Díaz Cruz, 1997). De ahí la importancia de analizar la experiencia evaluada por medio de sus narrativas para identificar lo singular de lo común como tarea pendiente que complementaría la aproximación analítica aquí propuesta.