Tortura, víctima, guerra. Conforme avanza la lectura de este libro una serie de palabras marcan al lector. Estas palabras, como hilos en apariencia sueltos, tejen poco a poco una trama de horror que es a la vez un espejo de cientos de historias allá afuera que pululan en México, como parte de las cicatrices de la llamada guerra contra el narco.
Procesos de la noche nos habla de uno de los casos paradigmáticos asociados con la violencia de esta guerra: el de los 43 estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa y las seis personas ejecutadas la noche del 26 y madrugada del 27 de septiembre de 2014, en Iguala, Guerrero. Diana del Ángel centra su narrativa en uno de los alumnos de la Normal Raúl Isidro Burgos, su nombre: Julio César Mondragón. Desollar es la palabra que marca los primeros párrafos sobre este joven de 22 años. Es decir, la acción de arrancar la piel del cuerpo. Acción realizada sobre el cuerpo de Julio. Él como evidencia de la barbarie que mostró la presencia, una vez más, de pactos entre grupos criminales y agentes del Estado. Una red de relaciones que se trató de ocultar por medio de un discurso legalista la llamada verdad histórica, en la cual, según la Procuraduría General de la República, los jóvenes desaparecidos fueron secuestrados por miembros del crimen organizado e incinerados en el basurero del municipio guerrerense de Cocula; verdad histórica cuestionada por diversos actores como el Grupo Interdisciplinario de Expertas y Expertos Independientes (GIEEI) de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
Sin embargo, frente a este panorama adverso vemos otra palabra hacerse cada vez más fuerte conforme avanzamos en la lectura. Me refiero a resistencia, presente de distintas maneras a través de diversos actores como la familia Mondragón, la abogada del normalista, o el colectivo El Rostro de Julio. En su conjunto, a través de la pluma de Diana, estas personas nos hablan de sus resistencias cotidianas para obtener la justicia que esperan en medio de un tiempo referido como una prolongada noche fría.
Una noche llamada Ayotzinapa, que dejó huellas y heridas que aún no han sanado. La bondad de Procesos de la noche es acudir a esas huellas, a esas heridas. Hablarnos de ellas, no desde las cifras, sino a partir de un caso: el de Julio César. Es por medio de la crónica, del nombrar, de recordar sueños, que Julio se hace presente mediante la voz de sus seres queridos, a la par que somos testigos del viacrucis burocrático vivido por su familia en la búsqueda de justicia.
Con su crónica de largo aliento, Diana del Ángel recupera un análisis político y una reflexividad que poca cabida tienen dentro de los diarios contemporáneos. La autora se sitúa en esa porosa frontera entre el periodismo narrativo y la etnografía. De hecho, me parece que nos otorga una lección etnográfica sobre el testimonio, la violencia, la guerra. Particularmente los episodios relacionados con las vivencias burocráticas son imágenes que pueden ser tomadas como casos descriptivos bien logrados para quienes deseamos explorar aquello denominado antropología del Estado en el marco de la violencia de la guerra.
Por ejemplo, nos encontramos con el Primer Juzgado del Tribunal Superior de Justicia de Iguala, al que se accede después de atravesar un camino de terracería. Al llegar la señal del celular se esfuma y los nidos de las golondrinas coronan el techo. No hay archiveros, así que todas las carpetas están expuestas. No es raro, nos dice Diana, encontrar excremento de pájaro sobre las hojas de los expedientes. La autora presta atención a cada detalle, realiza una descripción sucinta de los empleados, de las conversaciones.
Un segundo momento ocurre en la Fiscalía, donde hay una oficina con un letrero que reza “Departamento de Fotografía”, al que iban Marisa y Sayuri, esposa y abogada de Julio, respectivamente. Lo cierto es que tal área no existe. Sólo está un letrero expuesto; la existencia del Departamento de Fotografía es un espejismo burocrático. También nos encontramos en las páginas con un Servicio Médico Forense revestido de mármol, que rompe con la clásica imagen del resto de los institutos de ciencias forenses del país. Estas instalaciones en realidad pertenecen a la Funeraria El Ángel y son prestadas, debido a la falta de recursos, al gobierno de Iguala, con la condición de que los servicios de la funeraria sean siempre la primera opción para los muertos del lugar.
Así, Diana plasma una serie de encuentros donde se remarca el lenguaje de la práctica jurídica y del espacio. Con esto nos ofrece aquello que en su momento Akhil Gupta (2015) refirió como el dar una configuración concreta a la noción abstracta del Estado. Para él sobre todo los encuentros con los burócratas “proporcionan uno de los componentes críticos a través de los cuales lo estatal llega a ser construido” (p. 84). Procesos de la noche logra precisamente captar al Estado como una puesta en escena reproducida en formas cotidianas visibles, a la vez que atina en recordarnos, como refiere Gupta, la importancia de aprehender lo que en nombre del Estado hacen los funcionarios del nivel más bajo, sin olvidar que éstos son un eslabón de una cadena de prácticas que se extiende hasta la cúspide de las organizaciones estatales (2015: 100). Diana transmite con puntualidad las actitudes de ciertos personajes que refrendan la idea de la justicia mexicana como un laberinto custodiado por peritos, secretarias y jueces inmunes al dolor.
No menos trascendente es la travesía por este laberinto, relatada por los familiares de Julio y aquellos que les acompañan. Resaltan las voces de la esposa (Marisa) y la abogada (Sayuri) del normalista. Y si bien es verdad que la autora en un inicio se concentra en los eventos violentos, en aquellos que roban los grandes reflectores y portadas, transcurridas algunas hojas presta más atención a la vida diaria de la familia Mondragón, en alusión a Veena Das (2008), y así podemos observar cómo se transforman las subjetividades a partir de la violencia que cimbra al sujeto, a una comunidad o una nación.
El libro en cuestión ofrece, quizá sin proponérselo, una imagen panorámica muy rica sobre las relaciones sociales que componen al Estado en Iguala, Guerrero, dentro de una fase violenta a raíz de la guerra contra el narco. Valiosas notas metodológicas podemos rescatar de la autora, quien desciende al mundo de las historias de terror, urde en ellas, en las prácticas y técnicas que permiten garantizar el poder a un grupo integrado por sujetos que transitan entre la legalidad y la ilegalidad, en una red conformada por policías investigadores, sicarios, jueces, jefes de plaza de algún cártel, presidentes municipales, soldados, que en su conjunto permiten asir mejor qué es el Estado, o al menos una de sus vertientes más allá de la cosificación de éste.
Finalmente, quiero subrayar que la obra da un rico análisis respecto al uso del lenguaje y la escritura, con particularidad en dos vertientes: ya sea como herramienta fundamental para los movimientos sociales y la búsqueda de la verdad; o bien como dispositivos para ocultar información, colocar más barreras y ensombrecer una verdad que termina por ser un número. En esta línea, Procesos de la noche contribuye a la reflexión sobre la participación de los escritores y académicos dentro del agitado entorno social y político marcado por la guerra contra el narco. Nos plantea repensar la escritura como parte de un ejercicio de memoria y reconstrucción de nuestro país. Como lo mencionaron integrantes del colectivo El Rostro de Julio, debemos discutir, planear, intentar, fracasar, volver a intentar y aprender de lo que hemos hecho mal. Necesitamos, desde luego, compartir lo que se ha hecho bien, para transformar así nuestra realidad.