Introducción
Me interesa poner a discusión una novedosa forma de construcción del conocimiento antropológico que podría denominar antropología comunitaria. Esta propuesta epistémica busca ser una invitación a pensar en un nuevo y desafiante modelo de relación y construcción del conocimiento entre investigadoras(es) y actoras(es) sociales en contextos donde se ejerce la autonomía indígena. Su base la constituyen principios como la interculturalidad,1 el intercambio dialógico2 y colaborativo de saberes a partir de un fenómeno o proceso social específico. Tiene, por tanto, la particularidad de ser un encuentro entre los saberes de las antropólogas y los antropólogos con las(os) intelectuales, autoridades y actoras(es) indígenas, cuya peculiaridad es que las primeras han sido convocadas por las segundas para emprender un proyecto común. Es decir, en esta relación no han sido las antropólogas quienes toman la iniciativa para elegir un tema, una región, un pueblo o un sector donde realizarán sus pesquisas, sino que han sido las integrantes de un pueblo indígena quienes nos convocaron para colaborar en un proyecto determinado.
Esta nueva manera de efectuar pesquisas antropológicas se constituye como un ejercicio que borda entre la investigación-acción, la antropología crítica, dialógica y comprometida, y como un reto, pues se trata de un proceso creativo y, por ende, en construcción, que nos ha confrontado con las formas previas en las que realizábamos etnografía. Esta aventura teórico metodológica y política la he compartido con la antropóloga y muy querida colega Gema Tabares; desde 2018, fuimos invitadas a colaborar con el gobierno comunitario de Ayutla de los Libres en el estado de Guerrero.
He organizado este texto de la siguiente manera: en primera instancia, apuntaré algunas de las particularidades de la antropología comunitaria; posteriormente, ofreceré un breve recuento de los más recientes debates epistémicos y metodológicos que desde la antropología han apostado por un nuevo diálogo intercultural de saberes y complicidades políticas entre la antropología y diversos movimientos políticos en México y América Latina, para, en diálogo con estas propuestas, ubicar a la antropología comunitaria. Por último, presentaré algunas consideraciones sobre las bondades y los retos de comprometerse con esta forma de hacer antropología y ser partícipe de uno de los ejercicios autonómicos más alentadores y esperanzadores del país.
Sobre la construcción de una antropología comunitaria
Fue la primera ocasión que en nuestra trayectoria como antropólogas éramos convocadas por una de las tres autoridades que conforman el gobierno comunitario de Ayutla de los Libres: la coordinadora de Seguridad y Justicia, Patricia Ramírez Bazán, para colaborar en el fortalecimiento de los conocimientos, las habilidades y las competencias de las mujeres que habían sido nombradas por sus asambleas comunitarias, y después en una mega Asamblea Municipal, como autoridades dentro del novel gobierno para el periodo 2018-2021.3 Le interesaba que las 140 mujeres indígenas, mestizas y afroamericanas que forman parte de este inédito proceso político se conocieran, intercambiaran experiencias y participaran activamente en la construcción de su nuevo modelo de gobernanza. Estaba interesada en que este gobierno tuviera entre sus pilares la perspectiva de género, de derechos humanos y derechos de los pueblos indígenas. Con esa misión como punto de partida, uno de los mayores retos a enfrentar fue que prácticamente ninguna de las mujeres nombradas había ejercido algún cargo de representación política en la estructura comunitaria-municipal, muy pocas conocían las competencias de sus cargos, y no se habían acercado al debate sobre los derechos humanos y colectivos de las mujeres. Tenían, en cambio, una amplia experiencia en el activismo por recuperar la paz en su municipio lastimado por la violencia. Habían colaborado y apoyado en la conformación de la Policía Ciudadana en 2012, y con orgullo relataban sus vivencias y las conquistas logradas.
Esta convocatoria representó un gran honor para nosotras, ya que desde nuestro primer encuentro con la coordinadora nos expresó que la solicitud obedecía a que “estaban cansados de las prácticas antropológicas que colocan a las y los integrantes de los pueblos indígenas como objetos de investigación”, pues han llegado a su municipio a entrevistarlas(os), sin antes solicitar su consentimiento, y se quejaba de que, como parte de esta práctica inapropiada, los investigadores publican textos sobre su cultura, su identidad o su proceso político sin pedirles su parecer. Así, nunca conocen con anterioridad lo que se publicará y en muchas ocasiones se sienten ignoradas(os), y en tantas otras no se sienten representadas(os) o identificadas(os) con lo que se dice de ellas(os) y sus pueblos en los textos académicos y/o en las notas periodísticas. Se han sentido invadidas(os), cuando no utilizadas(os) y molestas(os). Para la coordinadora, esta forma de controlar a quién se le permite hacer investigaciones en su municipio autónomo es una reacción a lo que considera un “hartazgo de los modos de actuar de la antropología” (comunicación con Patricia Ramírez Bazán, 2018).
Quisiera señalar que la relación que hemos construido con el gobierno comunitario y los vecinos del municipio no fue casual o aleatoria; me parece que dos elementos incidieron en esta convocatoria a colaborar con su proceso político. Por un lado, Gema Tabares había sido profesora de la Universidad de los Pueblos del Sur (UNISUR), que tiene una de sus sedes en la comunidad de El Mezón desde 2012. Durante esos años, su experiencia docente se constituyó como una experiencia integral, es decir, implicó su incorporación a la totalidad de la vida social de la comunidad. La universidad había sido un proyecto largamente esperado y construido, que logró cristalizarse en 2006 al instaurarse distintos campus de la Unisur en diferentes municipios del estado de Guerrero. En el caso del municipio de Ayutla, como en el resto de los municipios donde hay o hubo campus de la universidad, toda la comunidad apoyó su construcción, participó de manera colectiva y entusiasta a fin de contar con un espacio de formación profesional para sus jóvenes (Flores Félix y Méndez Bahena, 2008). Los profesores eran todos académicos que hicieron suyo el proyecto y se entregaron a él, tenían el apoyo y la admiración de la gente, y también se comprometieron con el proceso político que se gestaba en este municipio.
Como antecedente del proyecto político de Ayutla es posible ubicar la creación de la Unión de Pueblos y Organizaciones del Estado de Guerrero (UPOEG) en 2011.4 Una de sus primeras acciones fue conformar una policía comunitaria, y fue en la comisaría de El Mezón donde se constituyó el primer contingente de policías comunitarios (11 de enero de 2011). Esta estructura comunitaria de seguridad y justicia se extendió con rapidez a una decena de municipios de la región. La organización resultó muy eficiente y en poco tiempo lograron el control de su territorio y expulsaron a los grupos del crimen organizado que operaban en el municipio.
Creo que otra de las afortunadas coincidencias fue que la perspectiva de género y feminista era compartida por la antropóloga Gema Tabares y por Patricia Ramírez Bazán; esta última había sido estudiante de la UNISUR, y tenía una trayectoria significativa de compromiso en temas de derechos humanos y de género. También había participado en los cursos de formación de líderes indígenas que ofrece el Instituto Simone de Beauvoir, con sede en la Ciudad de México. Asimismo, ambas habían compartido andares en la lucha por la creación de la policía comunitaria, y se identificaban como mujeres con raíces afrodescendientes. Paty ha sido una tenaz luchadora por el reconocimiento de los derechos de la población afromexicana y de las mujeres. Para Gema Tabares, el acercamiento con las mujeres de Ayutla fue fortaleciendo o resignificando su herencia afromexicana. Es hija de una mujer mixteca de Oaxaca, que migró a la ciudad de Acapulco en el estado de Guerrero desde los años ochenta del siglo pasado, y se constituyó como una líder de los comerciantes indígenas de la bahía, fue promotora de la construcción del mercado de artesanías del puerto, y luchadora incansable hasta el último día de su vida. Por su parte, su padre es un orgulloso y alegre afrodescendiente originario del estado de Guerrero. Como mujeres guerrerenses, luchadoras por sus derechos y los de sus pueblos de origen, comparten la dolorosa e intolerable experiencia del asesinato de varios de sus familiares, sea por la violencia política, el crimen organizado o la violencia de género. Existe, como podemos ver, un poderoso vínculo identitario, un entrecruzamiento amén de una coincidencia entre historias étnicas, políticas y de género, además de complicidades, compromisos políticos y de amistad que a lo largo de los años se han ido fortaleciendo (Tabares, 2020).
Por mi parte, el trabajo de investigación sobre el estado que guardan los derechos humanos y políticos de las mujeres indígenas en sus pueblos y comunidades, así como las disputas de los pueblos indígenas y la lucha de las mujeres por su autorrepresentación política, me habían llevado en las últimas décadas por varios municipios y comunidades indígenas de distintos estados y regiones de la república. En el estado de Guerrero, había realizado algunos talleres sobre derechos de las mujeres en Ometepec y Huitzuco, en los cuales pude conocer de cerca a varias líderes indígenas de la entidad y a decenas de luchadoras comprometidas con los derechos de las mujeres. Escuché de sus propias voces los impactos que la violencia de género ha dejado en sus vidas, sea la proveniente del espacio doméstico, comunitario o estatal, sea la ejercida por las instituciones, por el crimen organizado, y aquella violencia política que ha dibujado su historia y la de su entidad por muchas décadas. Retornar al Guerrero bronco (Bartra, 1996), cuna de movimientos guerrilleros, de resistencias indígenas, tierra de mujeres valerosas que pugnan por la autonomía indígena, fue emocionante. Es un privilegio trabajar en la región donde nació la policía comunitaria y el sistema de justicia comunitaria (CRAC-PC), lo que se constituyó como un caso paradigmático sobre una apuesta organizativa pacífica muy exitosa para detener la violencia y el crimen organizado en la montaña (Sierra, 2014). En este contexto, acompañar y conocer de cerca el proyecto y la construcción del primer gobierno comunitario por usos y costumbres conquistado por las y los habitantes de Ayutla ha sido una experiencia excepcional.
El vínculo con Ayutla nació de mi relación con Gema Tabares, a quien conocí en 2006, mientras cursaba su doctorado en Antropología en la Universidad Autónoma Metropolitana. En esos años entablamos amplias discusiones sobre las complejidades para construir proyectos de cambio social, a partir de lo que ocurría durante el gobierno de Rafael Correa en Ecuador. En esos andares, Gema y Patricia Ramírez Bazán me invitaron a trabajar con el gobierno comunitario, a conocer el proceso y a colaborar, junto con la Comisión de la Mujer Comunitaria del Gobierno de Ayutla de los Libres, en el fortalecimiento de las capacidades de gestión política de las representantes del gobierno y a impartir talleres y reflexiones acerca de los derechos de las mujeres indígenas, así como de los retos de ejercer un cargo en un gobierno en el que todo era nuevo para todas las actoras políticas. Se tenía la certeza de que un nuevo gobierno debía basarse en los acuerdos emanados de las asambleas comunitarias y municipales, y tenía que ser construido a partir de una nueva relación en la cual el respeto, la igualdad de responsabilidades y la participación de las mujeres fuera parte concomitante de este ejercicio autonómico. Las palabras de la coordinadora de Seguridad expresan con nitidez el proyecto político que confronta al modelo de ayuntamiento constitucional previo:
Es necesario subrayar que la implementación de políticas públicas neoliberales fomentó la generación de nuevas formas de exclusión social, principalmente hacia las mujeres indígenas y afromexicanas, por esto, la participación política de las mujeres en este Gobierno Municipal Comunitario evidencia la transformación de las relaciones de género en los pueblos indígenas y afromexicano, y cuestiona los patrones culturales que establecen los “quehaceres” para la mujer en contextos comunitarios: Este gobierno ha sido por ley paritario, pero uno de los desafíos ha sido hacer efectiva esa parte, nosotras también tenemos voz y tenemos voto y […] tenemos que opinar sobre el rumbo de este gobierno. Esta lucha justa y digna no ha sido fácil, porque, por un lado, el Gobierno Municipal Comunitario cuestiona la cúspide de la dirección política en la cultura de la clase blanco mestizo con prácticas desde la colectividad y horizontalidad, prácticas que se rigen por la máxima autoridad: la asamblea comunitaria. Por tanto, los desafíos aparecen a la hora de interpelar las viejas prácticas de asistencialismo heredadas de la partidocracia y de los liderazgos individuales y jerárquicos [comunicación Patricia Ramírez].
Es decir, el proceso político de Ayutla está sustentado en un proyecto amplio, que articuló en un primer momento a toda la población que estaba cansada de la violencia ejercida por grupos delincuenciales que se habían apropiado del municipio, cobrando cuotas a ganaderos y comerciantes, profiriendo amenazas de muerte, había robos, asaltos, violaciones y una larga lista de agravios que tenían a la población atemorizada, pero resuelta a tomar en sus manos la seguridad y la impartición de justicia ante la ausencia de acciones por parte del Estado para resolver esta delicada situación. Sin embargo, el proyecto de la UPOEG era más ambicioso; en sus convocatorias expresaban su agenda política: la lucha contra las altas tarifas de la energía eléctrica, el cumplimiento de los acuerdos de construcción de tramos carreteros, la atención a la educación y a la salud. Demandas muy relevantes si consideramos que el municipio está clasificado como de muy alta marginalidad por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía. Han pugnado también por el reconocimiento oficial de la UNISUR (Cervantes, 2014)-pues a pesar de tener más de 15 años de funcionar no han logrado hasta hoy el reconocimiento oficial de la Secretaría de Educación Pública- y por el respeto de los territorios de los pueblos originarios, además de rechazar las concesiones mineras. De acuerdo con el abogado comunitario Manuel Vázquez Quintero:5
El día 5 de enero de 2013 detona el movimiento de autodefensa comunitaria en los municipios de Ayutla y Tecoanapa, al que se suman, San Marcos, Florencio Villarreal y Cuautepec; con acciones de fuerza como son: operativos de rescate de población que están en manos de los delincuentes, patrullaje, aprehensiones, filtros, puestos de revisión. Para ello se realizó un trabajo con bases de datos para lograr el esfuerzo de inteligencia comunitaria y la identificación de los delincuentes. Este acontecimiento social propició la más amplia participación de los diversos sectores sociales en la región, como son: campesinos, amas de casa, ancianos, ganaderos, comerciantes, transportistas, profesores y líderes de culto religioso; convirtiéndose todos en los protagonistas principales de la autodefensa comunitaria. El movimiento de los pueblos organizados y policía comunitaria se convierten y constituyen, el 10 de marzo, en Sistema de Seguridad y Justicia Ciudadana en la asamblea general, llevada a cabo en la comunidad de Buena Vista, municipio de Tecoanapa, aglutinando a los siguientes municipios: Ayutla de los Libres, Tecoanapa, San Marcos, Florencio Villarreal, Cuautepec, Cópala, Marquelia, Azoyú, Juan R. Escudero. […] Nuestras comunidades se han organizado para hacer frente a la marginación y búsqueda de un desarrollo integral, acorde a la historia, la cultura y el bienestar, luchando por la educación, salud, ejes carreteros, tarifas justas de energía eléctrica, proyectos de desarrollo para el campo, el derecho a la consulta para la representación y las políticas públicas, la infraestructura social básica, la seguridad y justicia ciudadana, bajo el principio de la autodeterminación, que concede el derecho constitucional a nuestros pueblos. Estos ejes programáticos son el resultado de la reflexión colectiva para superar años de olvido y de atraso de las comunidades que el Estado mantiene excluidas del desarrollo nacional [2014: 357-359].
Como podemos constatar, no se trata de un movimiento o una experiencia de gobierno que haya nacido con las elecciones por su Sistema Normativo Interno el 15 de julio de 2018 (Warnholtz, 2018). Tiene tras de sí un proceso de lucha abierta que comienza en 2011 contra la delincuencia organizada y, una vez conquistado el control de su territorio, se encamina al control del poder municipal, lo cual tardó cuatro años en cristalizarse. Lastimosamente, muchas tumbas han debido cavarse en el camposanto e incontables lágrimas han debido correr por los asesinatos, los secuestros, las(os) perseguidas(os) y/o las(os) criminalizadas(os) por participar en este proceso. Algunos policías comunitarios y comandantes han sido asesinados; cada año se registran varios ataques en su contra. Los más recientes fueron el asesinato de Bernabé Gil Hilario, excomandante del Sistema de Seguridad y Justicia Ciudadana (SSJC), en septiembre de 2020 (El Sur de Guerrero, 2020; Hernández, 2020), y tan sólo un mes después, el 16 de octubre, fue asesinado Ernesto Gallardo Grande, quien era comandante regional del SSJC, y fundador de la UPOEG (en enero de 2013) en la región de Costa Chica, Guerrero (La Jornada, 2020). A estos hechos lamentables hay que sumar las resistencias, los actos de discriminación y el racismo que sufren las autoridades del gobierno comunitario por parte de la oposición mestiza que hace todo lo posible por desacreditarlas.
Con base en esta experiencia, que no ha concluido todavía, pero que está suspendida en virtud del confinamiento que nos ha impuesto la pandemia de COVID-19, quiero reflexionar sobre los significados, las metodologías y las bondades de colaborar bajo la convocatoria e intereses de las(os) actoras(es) políticas(os) de Ayutla de los Libres en esto que se ha denominado como una antropología comunitaria y, además, quisiera ahondar sobre los retos que la antropología deberá enfrentar en el futuro cuando nuestras pesquisas y praxis estén precedidas del nombramiento de antropólogas(os) comunitarias(os).
Retos epistémicos y metodológicos de la antropología comunitaria
Primero señalaré que ha sido muy positivo y desafiante asumir el descentramiento de la autoridad antropológica y transformarla en un diálogo abierto, horizontal, que ha implicado armonizar nuestros tiempos con los de las mujeres de Ayutla, discutir los temas que nos convocan a ambas partes, plantear y diseñar formas de trabajo, esto es, construir un modelo de relación y trabajo colaborativo donde concurren intereses y saberes y que se fusionan en un solo proyecto. Así, en este ejercicio colaborativo, estamos ante una antropología dialógica, que no parte de falsas objetividades científicas, sino que asume que la construcción de conocimientos es el resultado de una praxis situada políticamente, que ha estado orientada a ofrecer y recibir conocimientos, establecer alianzas y complicidades articuladas en la apuesta por la construcción de un proyecto político basado en una gramática autonómica, que es en gran medida un ejercicio político contrahegemónico. Se trata, pues, de colaborar con un granito de arena en la cimentación de un modelo sociopolítico más equitativo, en medio de territorios minados, con múltiples contradicciones y lucha de proyectos políticos, de grupos de poder confrontados, entre los autonómicos y las élites políticas y económicas del municipio que fueron desplazadas del poder del ayuntamiento que por largos años mantuvieron bajo su control, y no están dispuestas a abandonarlo.
Es su apuesta por un modelo en el cual las minorías invisibilizadas y excluidas, como han sido indígenas y mujeres de Ayutla, sean no solamente escuchadas, sino hacedoras de nuevas prácticas de gobierno. Uno de los cambios más importantes en el ejercicio del nuevo gobierno ha sido el desplazamiento de la jerarquía que significaba ser gobernante, estar en la cúspide de la toma de decisiones, pues ahora se trata de un gobierno conformado por representantes que fueron nombradas(os) mediante asambleas en sus comunidades y después en una magna asamblea municipal. Es a ellas a quienes se deben y a quienes deben escuchar y responder haciendo prevalecer el interés colectivo. Este ejercicio político ha procurado romper con una añeja relación de conflicto y subordinación de las autoridades de la cabecera municipal frente a las comisarías y las comunidades que integran el municipio, donde existía una mínima relación. Distancia que se expresaba, por ejemplo, en la larga tradición que consistía en que en las comisarías elegían a sus autoridades en asambleas comunitarias, mientras que en la cabecera municipal se elegía a los miembros del ayuntamiento a través de partidos políticos y sólo votaban los residentes de la cabecera municipal, de modo que las comunidades (comisarías) tenían escasa incidencia en la gestión municipal, y en poco eran atendidas sus necesidades desde la cabecera. Así, uno de los primeros cambios fue revertir esta relación de exclusión y subordinación a la que se sumaba un racismo estructural de la elite mestiza de la cabecera municipal frente a los indígenas me’phaa, na savi y afrodescendientes de las comunidades aledañas.
En términos de investigación antropológica, consideramos que trabajar en estas condiciones, el ser “convocadas” y nombradas antropólogas comunitarias, nos ha brindado una enorme protección y libertad de movimiento y acción, a pesar de las múltiples violencias que existen en la región. Estar en Ayutla es como estar en una burbuja de tranquilidad y libertad, se puede transitar por sus calles durante el día y las noches sin miedo a sufrir alguna agresión, con la certeza de que la policía ciudadana garantiza la paz y el orden comunitario; lo cual no es poca cosa si se tienen en cuenta los niveles de violencia que se viven en la entidad, y en el país en su conjunto, donde hacer trabajo antropológico se ha convertido en una actividad riesgosa.
En términos metodológicos, el trabajo colaborativo nos dio la serenidad de sentirnos invitadas, de ser esperadas para realizar una labor compartida, de estar acompañadas, sin sentirnos advenedizas, invasoras o extractivistas;6 de ser colaboradoras y no investigadoras en busca de actoras(es) para entrevistarlas(os) o de redes que nos permitan acercarnos a ellas(os). Esta forma de realizar trabajo antropológico ha implicado la construcción de lazos emocionales profundos y compromisos políticos explícitos; se trata de coincidencias políticas, donde la autoridad antropológica se difumina y se enriquece enormemente al entablar diálogos interculturales horizontales encaminados a colaborar por un bien social o político mayor: la construcción de un nuevo modelo de organización social y política, por la vía pacífica, y esto, en nuestro violento país, es extraordinario.
Se acordó elaborar una propuesta conjunta de capacitación dirigida a las mujeres con cargos en la estructura de gobierno comunitario, para lo cual trabajamos con la Comisión para la Mujer Indígena y Afromexicana Comunitaria y la coordinadora de Seguridad y Justicia en el diseño de una encuesta que nos permitiera tener un diagnóstico a fin de desarrollar una propuesta de trabajo. De este modo, realizamos en conjunto la propuesta de contenidos que les interesaban y se decidió trabajar con una metodología de talleres. Recuperamos las propuestas de Joanne Rappaport (2007: 204) en cuanto a concebir el trabajo de campo no sólo como el momento de la recopilación de datos a interpretar, sino también como la arena en la cual es posible coteorizar, aunque en este ejercicio colaborativo el objetivo no era la creación de un texto académico, sino construir un modelo de trabajo colaborativo con miras a erigir una nueva forma de ejercer el poder y la política. De tal suerte, esta postura se aleja de las concepciones de los actores comunitarios en cuanto informantes o consultantes, pues se conciben como interlocutores con quienes reflexionamos y teorizamos. En este tenor, coincidimos con Luis Guillermo Vasco (2002, cit. en Rappaport, 2007), quien, desde su experiencia de trabajo de colabor en Colombia, habla del tránsito entre lo que denomina la “superficie”, es decir, las narrativas recolectadas, y las raíces, aludiendo a la cosmogonía, la lingüística, las topografías y los objetivos del pueblo guambiano con el que trabajó, esto es, un proceso de “enrollar y desenrollar” por medio de un diálogo prolongado sostenido en talleres comunitarios.
Con base en nuestra experiencia, trabajamos temas vinculados con su pertenencia étnica, de clase y de género, la cosmovisión y la vida ritual que envuelven su vida cotidiana, y cómo estos principios culturales que les dan pertenencia podrían recuperarse, fortalecerse o modificarse. Esto último aludía con frecuencia al papel de las mujeres, a la difícil construcción de relaciones horizontales entre los miembros del gobierno comunitario, y los cambios en los roles hogareños, pues, a partir del triunfo del gobierno comunitario, la incorporación de las mujeres al gobierno desafiaba las formas de organización previas; las mujeres eran gobierno, ellas se decían gobiernas, con responsabilidades nuevas, horarios, muchos proyectos que emprender y recibían un salario quincenal. Por ello, en sus hogares, los miembros de su unidad doméstica debieron hacer ajustes para que las 140 mujeres pudieran cumplir con su encargo comunitario (Valladares y Tabares, en prensa).
Epistemologías en tiempos de violencias y autonomías
Las reflexiones sobre las formas en que se comparten saberes y se construye el conocimiento antropológico a través de la relación entre actores sociales y antropólogos ha sido una discusión larga; podría señalar como un punto de partida reflexivo desde finales de los años setenta y principios de los ochenta del siglo XX cuando la antropología se posiciona como una ciencia comprometida con los movimientos campesinos e indígenas que se multiplicaban por América Latina (Valladares, 2019). La antropología comprometida de esos años colocó a los antropólogos como una suerte de vanguardias teóricas que discutían sobre la manera en que podrían resolverse las contradicciones o los conflictos entre los pueblos indígenas y los Estados nacionales, sobre los caminos para detener la explotación, la exclusión, el despojo de sus recursos naturales y sus territorios. Existió un conocimiento y un diálogo con movimientos indígenas y líderes, pero el debate epistemológico y político se concentraba en el espacio académico. Dos corrientes latinoamericanas hegemonizaban la discusión en torno a los derechos de los pueblos indígenas: la conocida como etnomarxista7 y la denominada etnicista; esta última se articuló a partir del trabajo de antropólogos, ecologistas, las Iglesias y los líderes indígenas que denunciaban los despojos territoriales y la represión de que estaban siendo objeto los pueblos indígenas del Cono Sur. Antropólogos como Robert Jaulin fueron significativos en este proceso. Como resultado de sus pesquisas e implicación publicó, en 1976, el libro El etnocidio a través de las Américas, en el cual quizá se acuñó el término de etnocidio para hablar de las invasiones y la violencia que ocurrían en el continente y amenazaban la reproducción cultural de los pueblos indígenas. En este mismo sendero sobresalió la vasta producción de antropólogos latinoamericanos como Darcy Ribeiro, cuyo libro Las Américas y la civilización (1972) marcó un parteaguas en la deliberación sobre una antropología comprometida y solidaria con los problemas que enfrentaban los pueblos indígenas. Aunque en ese tiempo no se hablaba de una antropología comprometida, sino de colocar u ofrecer los conocimientos antropológicos a favor de la liberación de los pueblos indígenas.
Desde entonces, la necesidad de entablar nuevas formas de desarrollar la investigación antropológica ha discurrido por distintos senderos. Dentro de la disciplina, se discute sobre los significados y las implicaciones de externar el locus de enunciación de los procesos sociales analizados, el posicionamiento frente y con los movimientos contrahegemónicos y el papel de nuestros conocimientos; el qué, el para qué, fueron cuestionamientos recurrentes (Jimeno, 2005). En los años noventa, la discusión en torno a las autonomías indígenas y el debate sobre los reconocimientos constitucionales de los derechos colectivos indígenas aglutinaron a la academia antropológica. Movimientos como el del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en México o la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (CONAIE) y Pachakutik en Ecuador, o el Movimiento al Socialismo encabezado por Evo Morales en Bolivia, tuvieron como aliados a un importante número de líderes, integrantes de movimientos sociales, académicos indígenas y no indígenas. En el caso del EZLN como movimiento, primero decidía a quién invitar a las negociaciones con el gobierno federal y después a quiénes aceptaba como investigadores en los Caracoles o Municipios Autónomos Rebeldes Zapatistas (MAREZ), en un acto de ejercicio de su autonomía. A lo largo de los 27 años que han pasado desde aquel 1º de enero de 1994, cuando se dio el levantamiento zapatista, un grupo de intelectuales y académicos han acompañado al zapatismo, y la producción académica y noticiosa ha sido muy prolífica, atendiendo los ritmos por los que el propio movimiento ha transitado.
A principios de este milenio han sido especialmente ricos los debates y las propuestas epistémicas surgidos desde América Latina, desde el Sur Global, en un giro reflexivo que se extiende hasta el día de hoy. Diversas circunstancias, sobre todo frente a las grandes crisis cíclicas del capitalismo y de los modelos políticos en América Latina, nos han llevado a repensar las formas en que se construye el conocimiento antropológico, algunas muy sugerentes que, en términos amplios, podemos denominar como dialógicas y colaborativas, las cuales emergen, como apunta Xochitl Leyva (2015), en el contexto de una crisis de gran envergadura. Este giro reflexivo ha colocado al centro el cuestionamiento de la narrativa de la modernidad ante la profundización de las desigualdades, los embates neocoloniales que recorren el hemisferio sur que van dejando a su paso una devastación ecológica originando más desigualdades y subordinaciones, que colocan a los disidentes como peligrosos. Para algunos autores, la crisis es de tal magnitud que podríamos hablar de una crisis civilizatoria, en tanto que el mundo occidental afronta una crisis estructural y sistémica, que pone en predicamentos el proceso metabólico social hombre-naturaleza al atentar contra las fuentes de riqueza social. En este sendero, un sector del movimiento indígena latinoamericano se coloca del lado de los movimientos que cuestionan la modernidad capitalista, que interpelan las narrativas hegemónicas de nación y modernidad, así como al modelo capitalista de desarrollo, generando narrativas contestatarias, modernidades plurales, anticapitalistas, que sean la base de un mundo plural y, en su andar, develan las inequidades contemporáneas y expresan prácticas contrahegemónicas en los espacios locales-globales, que nutren a su vez nuevas epistemologías indígenas (Leyva, 2015).
Este debate tiene que ver también con la reivindicación de las antropologías periféricas o no metropolitanas, que han puesto como eje de la discusión la necesidad de entablar una reflexión teórica desde la periferia latinoamericana, buscando descentrar los parámetros teóricos fundacionales de la antropología anglosajona que hegemonizaba no solamente la formación de los antropólogos, sino además los modelos interpretativos. Como bien ha señalado Xochitl Leyva (2015), las reflexiones alrededor de la crisis contemporánea han puesto énfasis en distintos aspectos, pero de algún modo coinciden en que la crisis que estamos viviendo como humanidad es global, sistémica, que va más allá de ser sólo económica o financiera (Leyva, 2015). Se trata de una crisis multifacética, pues es simultáneamente medioambiental, energética, alimentaria, migratoria y bélica. Al mismo tiempo, se ha mencionado que la crisis actual se manifiesta como crisis política en una triple dimensión: crisis de la hegemonía del imperialismo, de legitimidad del Estado moderno y de la democracia liberal representativa; así como una crisis cultural y ética, en cuanto a que también presenciamos una crisis de valores, de proyectos de vida, de las formas de identidad y subjetividad dominantes. Otros estudiosos ponen especial acento en la crisis de las estructuras y de las formas dominantes de conocimiento (Leyva, 2015). En este último sendero se han construido una serie de contranarrativas situadas desde los países periféricos, postulando el giro epistémico y metodológico decolonial, que cuestiona la colonialidad del poder y el saber (Quijano, 2014) y que podríamos ubicar como el centro de los debates críticos sobre irredentismos étnicos, así como los emanados del feminismo indígena (Gargallo, 2014).
Se trata de una perspectiva socioantropológica que se ha enriquecido de las propuestas y las teorizaciones emanadas de África y Asia, sobre todo de India (Spivack, 1998 y 2003; Chandra Mohanty, 2008); en América, con Arturo Escobar (1999), Charles Hale (2004), Catherine Walsh (2009), Suárez y Hernández (2008), Kimberlé Crenshaw (1991), Boaventura de Sousa Santos (2009), entre otros muchos politólogos, sociólogos, filósofos y antropólogos que construyen nuevos lenguajes acerca de la investigación comprometida, y proponen desde metodologías dialógicas hasta la decolonialidad, desde los paradigmas de la emancipación hasta los proyectos autonómicos, desde la interculturalidad hasta las epistemologías feministas e indígenas, desde las epistemologías del Sur hasta el concepto de intersaberes, desde la interseccionalidad hasta las prácticas posy decoloniales. Este giro epistémico convoca a rearticular el “Sur” como espacio de enunciación, en palabras de Arturo Escobar (2016) es una propuesta para posicionarse en la producción de conocimiento transformador en los panoramas intelectuales globales. Un buen ejemplo de la praxis de una antropología colaborativa y dialógica quedó plasmada en los tres volúmenes publicados con el título de Prácticas otras de conocimiento(s): entre crisis, entre guerras, que reunió a una cuarentena de autores donde se imbrican las reflexiones epistémicas desde y sobre nuestra América (Leyva, 2015). Si bien pueden ubicarse como continuidades y reelaboraciones de los estudios poscoloniales y subalternos, emanan también de la situación específica de América Latina, de la urgencia de analizar y develar no sólo el pensamiento colonial, sino además el giro neocolonial extractivo que violenta derechos humanos colectivos, criminaliza la justa protesta y racializa las diferencias económicas; en este andar, recuperan y teorizan sobre las múltiples formas, saberes y confrontaciones que tienen lugar en los pueblos indígenas.
Es necesario señalar que estos abordajes y reflexiones decoloniales responden igualmente a la interpelación de académicos de origen indígena, líderes, luchadores y luchadoras sociales también indígenas que han cuestionado el trabajo antropológico. Existe una crítica y una exigencia contra lo que algunos académicos y líderes indígenas denuncian como saqueo o extractivismo académico. Es un punto de tensión ineludible, pues la crítica a la modernidad, la defensa y la construcción de nuevas epistemologías e interpretaciones del mundo vivido y los mundos posibles ha transitado necesariamente por posturas que van de considerar a los académicos como las vanguardias teóricas y comprometidas durante los años ochenta, al trabajo sustentado en el respeto a los otros, que se expresa en el principio del consentimiento previo, libre e informado en la década de los noventa y la primera del siglo XXI, hasta la construcción de relaciones donde el conocimiento se elabora de modo colectivo, en un entrecruzamiento de saberes, a través de una praxis social y científica que se propone terminar con todas las formas de colonialismo, jerarquización y desigualdad, incluyendo a la investigación.
En este escenario podemos ubicar a la antropología comunitaria, que atiende, por un lado, a la exigencia de los actores sociales a decidir a quiénes convocan a trabajar, investigar o colaborar con su proceso político, en una relación horizontal y colaborativa y bien delimitada. En cuanto a la noción de antropología comunitaria, fue retomada de las prácticas y los discursos de los abogados comunitarios Manuel Vázquez Quintero y Gabriel Méndez López, quienes se autonombran “abogados comunitarios”, para hacer una distinción entre la práctica jurídica fuera de la lógica comercial y dentro de la lógica comunitaria, también para tomar distancia del derecho como instrumento que reproduce la hegemonía del sistema vigente. Alude además a un posicionamiento de los propios abogados indígenas de contribuir desde el uso del derecho hegemónico para darle legitimidad a un modelo político alternativo. Es decir, para disputar desde el derecho positivo el derecho de los pueblos a ejercer otra forma de organización política en el pleno ejercicio de su derecho a la autonomía en cuanto pueblos indígenas. Se trata de un posicionamiento acorde con lo que Orlando Aragón Andrade (2018) designa como uso contrahegemónico del derecho desde la experiencia de Cherán, en el estado de Michoacán. También se denominan comunitarios porque ambos abogados fueron convocados y nombrados por sus pueblos -Ayutla de los Libres en el caso de Manuel Vázquez y Oxchuc, Chiapas, en el de Gabriel Méndez- como sus abogados, quienes tenían el mandato de encabezar la disputa jurídica ante las autoridades electorales para lograr el reconocimiento de su derecho como pueblos a nombrar a sus autoridades a través de asambleas y no del sistema de partidos políticos. Estos triunfos jurídicos colocaron a sus abogados como actores políticos con un gran reconocimiento y prestigio comunitario. Situación que los ha llevado a que otras comunidades los convoquen para asesorarlas y/o encabezar su lucha jurídica para ejercer su derecho a elegir a sus representantes y/o autoridades de acuerdo con sus sistemas normativos internos (Valladares y Tabares, en prensa).
Fueron estos abogados comunitarios, junto con las mujeres autoridades, quienes nos nombraron “antropólogas comunitarias”. Esta deferencia en el nombramiento y posicionamiento frente a las(os) investigadoras(es) que arriban a su territorio es muy significativa y ha hecho ineludible considerar que los pueblos indígenas están haciendo un llamado urgente a repensar el quehacer y las formas de ejercer la disciplina antropológica. Un llamado no sólo a “ser las antropólogas solidarias”, sino a romper la frontera entre el conocimiento de las interlocutoras y el de las antropólogas. Esta experiencia de colabor nos ha llevado a pensar que la antropología deberá, quizá cada vez con mayor frecuencia, atender y atenerse prioritariamente a los intereses y a las lógicas comunitarias en aquellos pueblos y comunidades donde sus habitantes ejercen su derecho a decidir con quién, qué y cómo desean compartir sus vidas, espacios, saberes y conocimientos con las(os) antropólogas(os).
Consideraciones finales
El modelo de antropología comunitaria está en sintonía con los modelos y epistemologías colaborativos, que postulan el establecimiento de diálogos horizontales con los interlocutores con los que nos vinculamos en los procesos de investigación que emprendemos. Considero que ser invitadas(os) como antropólogas(os) comunitarias(os) podría constituirse como otra forma de desempeñar nuestra profesión en los pueblos que están ejerciendo su autonomía. Esto nos convoca a escuchar y a responder a las solicitudes, los intereses y las necesidades de los actores sociales, sobre los temas que hemos cultivado por largo tiempo. Establecer un vínculo de esta naturaleza conlleva una adecuación de la manera en que tradicionalmente se construía un problema de investigación, donde las(os) antropólogas(os) teníamos la libertad y la autoridad antropológica para decidir dónde, cuándo, cómo o con quiénes realizar nuestras pesquisas. Para quienes estamos interesadas(os) en documentar, participar, colaborar sobre estas formas novedosas de gestión autonómica, la antropología comunitaria es un camino lleno de potencialidades, pero también de retos.
Quisiera cerrar este texto mencionando que las últimas dos décadas han sido muy fértiles en el debate sobre las maneras en que se construye el conocimiento antropológico. Si trazamos una línea del tiempo podríamos representar gráficamente una tipología que da cuenta del vínculo existente entre un contexto o momento político en concreto, una etapa del modelo de desarrollo nacional/global al que se corresponde un momento paradigmático específico de nuestra disciplina. Podemos colocar en un extremo de la línea temporal de los años cuarenta a los años ochenta del siglo XX como el periodo que va desde la instauración del indigenismo en sus diferentes vertientes: incorporacionista, indigenismo de participación, al indigenismo neoliberal y sus contestaciones autonómicas, hasta decantar en dos posiciones expresadas por los propios líderes indígenas. Una que no recupera la larga relación de alianzas y acompañamientos de la antropología con los movimientos sociales, lo que ha llevado a señalar que existe un tipo de investigación antropológica que califican de ciencia extractivista, hasta defender una posición que afirma que sólo los pueblos indígenas pueden entender las culturas, las ontologías y los saberes indígenas. En paralelo se ha dado una rica discusión en conjunto entre antropólogas(os), activistas, líderes, organizaciones y miembros de pueblos indígenas sobre la necesidad de construir nuevos modelos interpretativos: dialógicos, colaborativos; de establecer diálogos interculturales que rompan con las jerarquías y el poder de los científicos para nombrar, explicar, narrar o escribir.
En este escenario ubicamos a la antropología comunitaria como una apuesta por construir un nuevo lenguaje antropológico, no sólo para denominarnos como antropólogas(os) comunitarias(os), sino para exigir nuevos diálogos y compromisos de la academia con los procesos sociales, transitar del empacho antropológico a la colaboración solidaria, ética y académicamente comprometida con los procesos sociales contrahegemónicos, constructores de democracias y mundos plurales.