Introducción
La lista de cambios y transformaciones que han experimentado la antropología y la etnografía en los últimos 30 años es enorme. Son tantos y tan variados que se impone la necesidad de hacer un balance de ellos, tratando de explicar cómo esos cambios han desafiado a nuestras epistemologías, nuestras formas de hacer trabajo de campo, nuestros conceptos y teorías, alcanzando sus impactos hasta el corazón mismo de la disciplina.
El marco de este número de la revista Alteridades, el cual proviene de un coloquio convocado por el Departamento de Antropología de la Universidad Autónoma Metropolitana, es justo el espacio para trazar algunas reflexiones al respecto. Me interesa discutir acerca y sobre lo que aquí denominaré, el giro de las etnografías en un México en crisis.
Gracias a que he vivido durante 20 años en México, y a que desde mi llegada al país he experimentado una inmersión profunda en sus antropologías, puedo considerarme un testigo privilegiado de estas transformaciones. Para hablar de ellas, voy a considerar el giro de esas etnografías a partir de dos historias distinguibles: la interna y la externa de ese giro en las etnografías.
Los cambios asociados a la historia interna de la etnografía se refieren a la propia evolución de la disciplina antropológica. Hablo de las modificaciones producto de su genealogía, de los influjos que le afectaron y del cambio de época que le ha tocado experimentar. Todo ello produjo cuestionamientos y transformaciones en la naturaleza del trabajo de campo, la escritura y la formulación teórica en un entorno marcado por diversas crisis de representación (Geertz, 1989; Rosaldo, 2008; Clifford, 2009).
La historia externa, en cambio, es aquel conjunto de transformaciones, mayores y menores, acaecidas como consecuencia del cambio en los contextos y en los territorios donde habitualmente hacíamos investigación de campo en México. Me refiero al desbordamiento de las violencias, la multiplicidad de guerras territorialmente localizadas, a los conflictos extensos, enormes y múltiples que se expanden a lo largo del país, y que ofrecen desafíos importantes para la producción antropológica y para el trabajo etnográfico.
Atendiendo a esas dos dimensiones en la historia del giro de las etnografías, intentaré en estas páginas proponer una lectura sobre estos cambios y sus significados para el oficio de etnografiar sociedades y culturas. Para hacer todo esto, tomaré inspiración de dos fuentes. Primero, escogeré piezas sueltas de mi experiencia de investigación en los últimos tres años en Tijuana, en la frontera norte de México con Estados Unidos. Allí he estado realizando una investigación sobre las nuevas formas de gestión de las migraciones, y en ese contexto es posible extraer ejemplos que sirvan para analizar los nuevos retos que enfrentamos en etnografía.
La segunda fuente de inspiración para escribir este artículo proviene de mi trabajo como profesor de antropología y como director de tesis de maestría y doctorado en la Universidad Iberoamericana. He tenido la fortuna, en estos 12 años, de dirigir una amplia gama de investigaciones de posgrado insertas en territorios y lugares que podemos definir como violentos. Fueron, en buena medida, más que investigaciones acerca de las violencias (o que tomaran como objeto de estudio a las violencias), investigaciones efectuadas en medio de las violencias, por lo que buena parte de sus esfuerzos se dirigieron a hacer de esas situaciones materia para la reflexión y el análisis.
Como ciencia de la experiencia y en cuanto disciplina reflexiva, la antropología ha dado muestras de su capacidad de introspección crítica y análisis transcultural. Ocuparé parte de esas tradiciones para explicar en qué lugar nos encontramos en la actualidad. Mi meta es contribuir a que consideremos que las etnografías desplegadas en espacios conflictivos y violentos, tal como lo sugirieron Francisco Ferrándiz y Carlos Feixa (2004), pueden aportar a la construcción de una antropología de la paz.
Mi interés consiste en contribuir a un debate sobre las etnografías que se desarrollan en ambientes violentos, un debate que ha comenzado a concitar la atención de los especialistas y que requiere ser profundizado todavía más. Mi enfoque también considera ubicarme desde mi propio lugar de enunciación, no sin antes cuestionarlo a partir de sus contradicciones inherentes. Recojo, en este sentido, recomendaciones provenientes de la autoetnografía (como aquella metodología cualitativa que consiste en partir de lo individual en la investigación, lo autobiográfico y personal), para conectarlo con lo cultural, lo social y lo político (Ellis, 2004; Bénard, 2019).
Para desarrollar todas estas ideas, en la siguiente sección explicaré el contexto actual y sus características marcadas por el desbordamiento de las violencias, y presentaré algunos conceptos que nos pueden ayudar a entender estas situaciones. Luego describiré ciertas experiencias etnográficas, algunas mías y otras de mis alumnas y alumnos, que me permitirán ilustrar de qué tipo de desafíos etnográficos estamos hablando cuando pensamos en territorios conflictivos y violentos de investigación. Posteriormente, me detendré a describir los riesgos y retos que implican todas estas condiciones para la etnografía y el pensamiento antropológico. Al finalizar, discutiré algunas breves conclusiones para cerrar este artículo.
Situaciones violentas y extensión de los conflictos
Aunque el objetivo de este artículo consiste en discutir y analizar la producción de etnografías en contextos violentos, conviene antes de ello presentar un panorama general sobre diferentes situaciones acaecidas en México en los últimos años, las cuales nos han conducido a un estado generalizado y extendido de condiciones violentas en el país en distintas regiones.
Esto me servirá para ilustrar, a lectores no familiarizados con la realidad mexicana, sobre las condiciones que se imponen a quienes desean hacer investigación social de terreno en el país. Al mismo tiempo, me será útil para situar las diferentes crisis de México en el marco más amplio y extendido de lo que ocurre en otros países y continentes.
Ahora bien, como sabemos, la antropología y la etnografía1 han vivido profundas transformaciones cuyo origen podemos ubicar, de modo aproximado, en la década de los ochenta del siglo pasado. Por aquella época, a la crisis del positivismo y la desconfianza cada vez mayor que estaban experimentando los métodos cuantitativos como única y exclusiva forma de explicación de los fenómenos sociales, se sumaba el prestigio cada vez más amplio de las lecturas propuestas por la antropología y sus métodos etnográficos organizados en torno al trabajo microsociológico, el análisis inductivo y a la reflexión constante sobre la relación entre el dato y la teoría (Olivier de Sardan, 1995).
A esas transformaciones, que es posible ubicar como cambios a escala global de las antropologías, se agregaba la discusión y el debate que estábamos teniendo en México, país donde durante casi un siglo había sido difícil pensar y hacer etnografía y antropología fuera del marco del Estado. La antropología indigenista había dominado la investigación y la aplicación práctica de la disciplina.
A pesar de lo anterior, es importante reconocer y recuperar el hecho de que, en ese marco de antropologías nacionalistas que dominaban la escena disciplinaria, se dieron también importantes obras y debates a contracorriente. Me refiero a aquellos trabajos francamente desafiantes al Estado mexicano (Lewis, 1961; Warman et al., 1970) e incluso aquellos textos que en ese tiempo se adelantaron a lo que sería el auge contemporáneo de estudios poscoloniales (Bonfil Batalla, 1992).
En los años setenta y ochenta comenzó en México una fuerte discusión sobre el pasado indigenista de la antropología, lo cual llevó a sus ejecutantes a interrogar su trabajo en un momento que podemos definir como posnacional (Bartra, 1974; Warman et al., 1970). Algunas de las preguntas que rondaban el ambiente de esa época eran: ¿Cómo pensar el trabajo antropológico con una perspectiva posnacional o poscolonial? ¿Cómo establecer temas, debates y preocupaciones que no fueran orquestados por la exclusiva influencia del Estado? ¿Cómo imaginar un futuro para la disciplina más allá del estrecho margen impuesto por el nacionalismo antropológico?
Pues bien, la antropología mexicana recibió el cambio de siglo atravesada por ricas discusiones como las recién señaladas, pero estábamos en ello cuando México se transformó y sus territorios empezaron a envolverse en una enorme producción de violencias en una variedad de sitios y geografías. No es necesario ni tengo el espacio aquí para hacer “un recuento de los daños” ocurridos desde 2006 cuando la guerra contra el narcotráfico aceleró y puso de relieve rasgos de violencia que no habíamos observado antes.2 De pronto, una gran cantidad de territorios que antes visitábamos se volvieron regiones inaccesibles y riesgosas para muchos de nosotros. Junto a ello, una estética de la guerra fue ocupando una amplia zona de producción de imágenes, representaciones e imaginarios diversos. Antes de continuar, es importante advertir que si bien toda esta crisis generalizada en México tiene rasgos e intensidades específicas, también observamos situaciones similares en otros contextos y países.
Globalmente, fue a mediados de los años noventa del siglo pasado cuando autores como Sluka nos advertían que el trabajo de campo antropológico era, en ese tiempo, más peligroso que lo que fue en el pasado. De su recuento de conflictos armados y violaciones a los derechos humanos en distintas partes del planeta, este autor concluye que existirían pocos antropólogos capaces de evitar situaciones violentas en el curso de sus vidas profesionales (Sluka, 1995: 276)
En esa misma época, Nordstrom y Robben nos advertían que la centralidad de las violencias era total, de ahí que afirmaran que “creemos que la violencia es una dimensión de la existencia de la gente, no algo externo a la sociedad y la cultura que “sucede” a la gente” (Nordstrom y Robben, 1995: 2).
Esto mismo lo podemos observar en antropologías de América Latina, como en Colombia, Brasil y Perú. En estos países, el interés por analizar las violencias y las condiciones que ellas imponen para la investigación etnográfica ha sido creciente en los últimos años.
Por ejemplo, en Colombia, Myriam Jimeno ha explicado que la antropología allí “sufrió cambios a todos los niveles: en la manera de hacer campo, en la forma de relacionarse con los sujetos de investigación, y por supuesto, en el tema de la violencia, que se nos volvió reiterativo hasta la obsesión” (Jimeno, 2019: 40).
Lo anterior llevó a esta investigadora a proponer su concepto de investigador ciudadano, una figura propia de nuestro continente, un tipo de antropólogo que se ubica entre la disciplina como cuadro universal y los compromisos y preocupaciones propias de nuestro entorno particular como ciudadanos (Jimeno, 2008).
En el caso de Brasil, tenemos los trabajos de Nancy Scheper-Hughes (2006) que ayudaron a consolidar los enfoques en las violencias en los estudios antropológicos. A ella se suman autoras como Alcida Rita Ramos (2019), quien ha llevado a cabo investigaciones en metodologías indígenas para subrayar las maneras nativas de hacer investigación, las cuales están permeadas por historias de subyugación, humillaciones y violencias generalizadas infringidas a pueblos no occidentales.
Sobresale también en el caso de las investigaciones en Brasil todo el trabajo de Rita Laura Segato (2014), quien ha estudiado el cruce entre colonialidad y patriarcado subrayando los procesos de desposesión progresiva del cuerpo y la sexualidad en un orden violento en expansión. Al trabajar con hombres presos por violaciones en cárceles de Brasil, lejos de reproducir un discurso que transforma a éstos en fundamentalmente patológicos, los inscribe en un orden patriarcal mayor, donde el acto violatorio se hace no sólo porque se quiere sino porque se puede.
Por último, Perú es otro país donde las antropólogas han desarrollado múltiples aportaciones a las conexiones entre antropología y violencia. Por ejemplo Kimberly Theidon, quien, al trabajar con mujeres víctimas de violaciones durante la guerra, nos advierte sobre nuestra práctica de investigación de campo, donde “hay preguntas que no tenemos derecho a preguntar, y silencios que deben ser respetados” (Theidon, 2006: 87).
Ahora bien, volviendo al caso de México, estaba advirtiendo como, a comienzos de la década de los dos mil, se habían dado las condiciones favorables para la emergencia y expansión de una amplia producción de violencias en el país. Esto repercutió inmediatamente en las instituciones de enseñanza de la antropología, muchas de las cuales comenzaron a buscar alternativas para proteger a sus alumnos e investigadoras.
Recuerdo cuando, por esos años, escuelas de antropología como la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH) de Chihuahua comenzaban a prohibir a sus alumnos realizar trabajos de campo en ciertas regiones. Luego harían lo mismo antropólogos e investigadores de campo de la Universidad de Guadalajara (UdG), del Colegio de Michoacán (Colmich), etcétera. A pesar de esto, se hicieron investigaciones muy valiosas sustentadas en trabajos de campo en entornos violentos y conflictivos.
Dentro de las dificultades que se presentaban y continúan presentándose para hacer etnografía, mención aparte merecen los riesgos para las etnógrafas y para las investigadoras de campo en México. A las permanentes violencias de género a las que se exponen muchas de nuestras colegas y alumnas, ahora debemos sumarle cierta exacerbación de ellas en todo el país. Cuando las crisis aumentan, las violencias de género también lo hacen con especial vulnerabilidad sobre las mujeres. Acompañando el trabajo de tesis de varias alumnas he podido percibir cómo aquellas permanentes experiencias patriarcales que afectan a las mujeres se acentúan aún más en estas condiciones violentas de campo. De lo observado en sus trabajos, queda claro que, aunque mis alumnas provienen de otros regímenes de clase y género que sus contextos de estudio, ellas son consideradas siempre como mujeres y, en ese sentido, como sujetas potenciales de subordinación y violencia.
Debido a los problemas que estoy mencionando, para que los jóvenes etnógrafos y las etnógrafas hicieran investigación de terreno en diversas regiones del país se comenzaron a producir modificaciones en nuestros trabajos de campo, a la vez que en las universidades se iniciaban discusiones sobre protocolos, estrategias y tácticas para continuar haciendo campo a pesar de los riesgos que eran cada vez mayores, masivos y presentes en infinidad de escenarios.3
Tiempo antes de que esto ocurriera y de que asistiéramos al desbordamiento de las violencias en México, autores como Josiah Heyman (1999) habían analizado el papel de los Estados y sus relaciones con las redes criminales. En su trabajo en la frontera de México con Estados Unidos, Heyman descubre que lejos de la ideología de que ellos son enemigos y que el Estado lucha siempre contra la violación de la ley, entre el Estado y las redes ilegales hay zonas grises de tolerancia, tolerancia mutua e incluso colaboración. En este sentido, más que ver al Estado y a los grupos criminales como dos entidades totalmente separadas, había que pensarlas como interconectadas.4
Para finales de la década de los años dos mil, el México democrático comenzaba a presentar el “perfil de una nación en guerra”, tomando la expresión que Nancy Scheper Hughes usó hace años para definir Brasil (1992). Esto significa que empezábamos a vivir en medio de múltiples zonas de conflicto y violencia (regiones con soberanías compartidas), al tiempo que aumentaban también las situaciones confusas y las contradicciones entre el papel de garante de la seguridad del Estado y su involucramiento en cuestiones ilegales. Sumado a ello, el discurso estatal enfatizaba que la situación se derivaba de un pleito entre carteles, debido a lo cual se ponía una cortina de humo que escondía el rol del Estado en la perpetración de abusos y violaciones a los derechos humanos.
¿Cómo hemos llegado hasta aquí?, se preguntaba Ernesto Isunza en un artículo publicado en Cahiers de Amériques Latines.5 Es una pregunta que muchos se hacían y se hacen y que el autor asocia a un:
régimen político en descrédito profundo que cada vez se confunde más con redes de poder fáctico y crimen organizado. A diferencia de otros países de Sudamérica en décadas pasadas, o de Centroamérica en la actualidad, en México de ninguna manera se trata de un Estado inexistente o retrotraído. Las instituciones del Estado mexicano operan, a pesar de las grandes embestidas y reformas neoliberales de los años noventa y siguientes, en todo el territorio nacional: tanto las fuerzas armadas como las demás dependencias y entidades. Por el contrario, lo que se observa es una operación funcional donde estas instituciones y las políticas que implementan conviven con intereses corruptos consolidados (Isunza Vera, 2015: 10).6
Este desbordamiento, extensión y ampliación de las violencias en México, sin embargo, no es algo que podemos reconocer sólo en este país. Hay suficientes casos, situaciones y ejemplos globales para considerar que asistimos a una crisis generalizada; con todo, por supuesto, en ella México ocupa un lugar destacado.
Concuerdo con algunas investigaciones que nos indican que, desde los noventa, vivimos un mundo caracterizado por haber entrado en una nueva fase denominada capitalismo tardío o tardocapitalismo (Harvey, 2010). En este sistema, sostiene Saskia Sassen, los mecanismos de acumulación primitiva se reinventan a diario en una economía de las más brutales de la era moderna. Se trata de un sistema que combina personas, redes y máquinas sin un centro aparente (descentrado). Un sistema guiado más por una lógica de exclusión que de inclusión (Sassen, 2014), con economías en crisis, destrucción de la biosfera, formas extremas de pobreza y violencia, sistemas de acumulación altamente desiguales y formas de trabajo donde proliferan frágiles estados de precariedad (Butler, 2012).
Para Sassen, se trata de la vuelta de un sistema de acumulación primitiva donde la complejidad coexiste con la brutalidad. Ella menciona que este sistema no está guiado por una clase depredadora, sino por formaciones depredadoras que mezclan elites, capacidades sistémicas y procesos de concentración extrema. Rita Laura Segato (2014), por su parte, menciona que es un gobierno constituido por un frente estatal-empresarial, mediático para el caso de América Latina y Brasil que ella analiza.
Producto de estas condiciones, se generan formas contemporáneas de violencia donde hay una mutación de las agresiones (Segato, 2014) que coexisten con procesos de destrucción creativa y acumulación por desposesión (Harvey, 2010). Además de ello, estos sistemas poseen enormes contradicciones o paradojas. Por ejemplo, Sassen menciona la forma en que las expulsiones y las crisis pueden coexistir con el crecimiento económico. De igual modo, la extracción y la destrucción conviven con la innovación tecnológica. Se trata, en este sentido, de sistemas en extremo contradictorios.
Saskia Sassen piensa que el mundo empezó a construir una política guiada por una lógica de inclusión luego de la Segunda Guerra mundial. Con ello, remite a toda la construcción del welfare, los sistemas de retiro, la asistencia a los sectores campesinos y a la pequeña industria, en una palabra, al capitalismo keynesiano. Esto es lo que Thomas Piketty denomina los “Treinta gloriosos”, aquellos años de posguerra donde el mundo europeo parecía conducirse hacia la conformación de sociedades realmente más justas y equitativas (Piketty, 2014: 25).
Pero esa política de inclusión ahora está guiada en su totalidad por su opuesto, por la exclusión cotidiana de una buena parte de personas que no alcanzaron o pudieron entrar al patrón de acumulación de capital.
De esta forma, y de acuerdo con lo señalado hasta aquí, podemos confirmar que las etnógrafas y los etnógrafos nos enfrentamos a un cambio de época, donde uno de sus rasgos principales justo tiene que ver con la naturaleza contradictoria de los Estados, su papel polémico en torno a la paz social y la garantía de seguridad que deben cumplir, todo lo cual repercute muchísimo en las condiciones en las cuales hacemos investigación de campo.
Por ello, concuerdo con aquellos autores que insisten en sostener que vivimos bajo un régimen global de guerra (De Genova, 2016) o regímenes de guerra en diferentes lugares (Segato, 2014). Esto significa, en teoría, que nuestros análisis deberían considerar esta realidad ineludible. Para ello, tal como lo recomendaba Foucault, debemos sacar al concepto de guerra del lugar marginal en el que fue puesto por la ciencia política moderna. En consecuencia, habría que pensar cómo estamos asistiendo en esta escenificación nacional (que no es ajena al marco internacional) a la presencia de una multiplicidad de guerras. Guerras sociales coexistiendo con guerras laborales. Guerras territoriales con guerras ambientales, guerras de género y guerras de clase.7 Es evidente que no se trata de guerras que nos afecten a todos de igual manera. Es, más bien, la instalación de conflictos y violencias en una variedad de sitios asociados por lo general a poblaciones pobres, racializadas y sexualizadas en lógicas de inferioridad y subalternidad crónica. Todo este marco es el que deberemos tomar en cuenta para valorar las estrategias y posibilidades de nuestras prácticas de campo en la actualidad.
Descripción de situaciones sociales y situaciones etnográficas
Malinowski es considerado el fundador del trabajo de campo antropológico y gracias a la introducción de su clásico libro contamos desde entonces con una guía para conducirnos en campo y obtener de él los mejores resultados. En una mezcla de estilo literario y documento científico, Malinowski nos explica los desafíos que deben enfrentarse para estudiar la alteridad en lugares distantes a la sociedad occidental. En ellos, la soledad del etnógrafo en medio de la aldea, “mientras ve alejarse hasta desaparecer la lancha que le ha llevado”, constituye la visión romántica por excelencia del oficio antropológico (Malinowski, 1986: 22).
Por supuesto los desafíos de entonces en poco, o en nada, se parecen a los que enfrentamos ahora. Ciertamente en México quedan muy pocos espacios o regiones donde no se deban tomar en serio los riesgos que corremos ante las innumerables violencias presentes y latentes en un país que, como he caracterizado, mantiene elevados números de víctimas en una guerra que parece no tener fin.8
Un ejemplo de trabajo de campo que exige considerar los aspectos violentos en terreno es el que desarrollo en la actualidad, junto a un equipo de colegas y alumnas, en la ciudad de Tijuana.9Hoy en día, la frontera de México con Estados Unidos es el resultado de enormes transformaciones ocurridas en los últimos 30 años, las cuales se han dirigido hacia el reforzamiento, cuando no militarización, de las fronteras, con sus adyacentes procesos de criminalización de las migraciones.
La frontera, esa herida abierta de Anzaldúa (1987), constituye hoy un espectáculo poscancliniano que poco se parece a esa estridencia estética y política de los años noventa. Es más bien la materialización de un espectáculo que combina de forma maestra la gubernamentalidad con la violencia. Una combinación de un poder suave que se introyecta y se impone por medio de la ley y el poder duro que se expresa en funciones necropolíticas y actores de la brutalidad.
Los migrantes saben de esto y conocen el carácter paradójico y contradictorio de una ciudad como Tijuana, abierta y hospitalaria con los migrantes, feroz y xenófoba con los extranjeros al mismo tiempo. Ellos recorren la ciudad y la habitan, muchas veces en espera de poder cruzar a Estados Unidos. En su cotidianidad, aprenden a moverse en medio de esas fuerzas que los reciben y aquellas que los rechazan.
Por otra parte, los debates sobre las migraciones y desplazamientos humanos han girado hacia los temas de asilo y refugio, destacando la importancia cada vez mayor de personas en busca de protección internacional. Pero frente a los esfuerzos que hacen diversas personas y organizaciones que los apoyan para que obtengan un estatus legal, los gobiernos han sido hábiles en la creación de todo tipo de leyes, mecanismos tecnológicos de identificación y vigilancia y en la utilización de recursos con el fin de detener las migraciones.
De ahí que los temas migratorios se hayan colocado en el centro de las agendas políticas de diversos gobiernos y de campañas electorales. En este sentido, la migración y la violencia se han vuelto aspectos cruciales de muchas sociedades y países. Quienes trabajamos estos temas hemos testificado los cambios que han afectado los estudios migratorios, donde pasamos de una atención antropológica a las conexiones y al carácter descentrado y transnacional de las comunidades de migrantes, a un abanico de temas asociados a los cambios de época etnográfica. En consecuencia, los estudios de violencia y migración, los debates sobre derechos humanos y violencias de género, los estudios de migrantes desaparecidos y colectivos de búsqueda, etcétera, son apenas algunos de los nuevos temas que hoy en día ofrecen retos a las etnógrafas y etnógrafos.
Por este tipo de cosas es que las migraciones son un objeto difícil y, por momentos, angustiante para las etnografías, puesto que suponen no sólo la interacción con lugares y sitios emplazados en territorios donde las violencias proliferan, sino que nos interpelan ante testimonios y voces que conducen a historias de trauma y dolor social. Puedo coincidir, en este punto, con el trabajo de Linda Green en Guatemala, quien se dio cuenta de que el miedo y el terror más que una experiencia personal subjetiva es algo que ha penetrado en la memoria social, llegando a ser una condición crónica (Green, 1999: 105).
La paradoja y el sinsentido de esto, sobre lo cual las etnografías son sensibles, nos indica que además del orden violento de la realidad debemos sumarle el carácter psicótico de la situación. Después de todo, no hay que olvidar que la ilegalidad de las personas migrantes existe sólo por la producción y la violencia de la ley. Todo el escenario es producido por una ficción legal profundamente real y espectral al mismo tiempo (Castro Neira, 2020).
La situación concreta que viven muchos migrantes en la frontera nos presenta un panorama de personas que esperan, en Tijuana, que su solicitud de asilo para Estados Unidos se resuelva. Ellas, con la asistencia de organizaciones de la sociedad civil, unas eclesiales, otras anarquistas, otras artísticas y culturales, tratan de llenar el “formato de miedo creíble”10 para justificar correctamente su necesidad de protección internacional, mientras van tomando conciencia de que todos están en su contra. Una multiplicidad de depredadores acechan a los migrantes mientras ellos se mueven en una territorialidad urbana animal que combina la persecución policial cotidiana con la explotación laboral típica del modelo posfordista fronterizo.11
Las personas migrantes en la frontera, además, se mueven en escenarios violentos marcados por la coexistencia del caos conviviendo con el fetichismo legal. Todo mundo desea tener papeles, y en esa búsqueda deberán enfrentar la constante producción de marcos regulatorios, normas y nuevas disposiciones legales en torno a ellos, las cuales conviven, se fortalecen y se producen en medio de ilegalidades, abusos y cualquier tipo de arbitrariedades cometidas por actores estatales. Debido a ello, los migrantes se ven obligados a habitar innumerables limbos jurídicos y a estar expectantes de las posibilidades que la ley puede ofrecer.
Estos elementos complejos, cuando no violentos, en los que se desenvuelven las personas migrantes, son sólo algunas muestras de nuevos territorios de investigación etnográfica que desafían nuestros métodos y formas de autocuidado en campo.12 Mis alumnas y alumnos del posgrado en antropología me han enseñado, además, una amplia variedad de sitios, temas y comunidades donde, a los desafíos metodológicos y conceptuales, tenemos que sumar todas las evaluaciones de riesgo que ellas y ellos deben hacer, con el conocimiento y acompañamiento que yo les pueda brindar.
Quizá una de las formas más provechosas para observar los cambios que están ocurriendo en el país sea el contacto renovado con alumnos de posgrado. En este sentido, he tenido la fortuna de acompañar diversas investigaciones que se han movido en un amplio péndulo de temas e intereses, la mayoría insertas en regiones y espacios marcados por una pluralidad de violencias.
Por ejemplo, una de mis alumnas trabajó su tesis en una región de México donde impera la violencia armada y el cultivo de opio. Pero, contrario a lo que se podría suponer, ella no hizo de la violencia el objeto de su análisis, sino que, acorde con la mirada antropológica de las relaciones sociales, trató de explicar las formas cotidianas que la gente despliega para procurar y procurarse condiciones de seguridad. Es decir, lejos de la espectacularidad dibujada por los medios y por publicaciones sensacionalistas, la etnógrafa no se dejó tentar por la pornografía de la violencia, y nos brindó, en cambio, un estudio sobre la vida cotidiana de personas comunes en un municipio de la sierra dominado por los “hombres fuertes” y la producción y comercio ilegal de sustancias.13
Otra de mis estudiantes, extranjera, estudiando en Chiapas el papel de las mujeres en las nuevas expresiones territoriales y ambientales de ese estado descubre poco a poco que varios de los importantes líderes de organizaciones de defensa de los derechos indígenas participan también de la economía de explotación de mujeres centroamericanas en una ciudad del sureste. De manera sorprendente, su investigación nos lleva a buscar respuestas al punto de estar ella misma en riesgo ante una especie de sociedad secreta de hombres que hacen uso y abuso de mujeres en situaciones precarias. Al continuar su trabajo en esos lugares, serán los hombres quienes se encargarán de “poner en su lugar” a la etnógrafa, advirtiéndole de los peligros que corre con su estudio. De este modo, con su investigación, comprendemos que al margen de que ella provenga de otra clase social, de otro país y posea el privilegio de ser una estudiante de doctorado, es a fin de cuentas una mujer, y, como las demás, está expuesta a violencias de género muy similares a las que experimentan sus colaboradoras.14
Puedo decir que la mayor parte de mis alumnas y alumnos están trabajando en este tipo de contextos. Ellos están, con sus investigaciones, ayudándonos a entender las enormes transformaciones y afectaciones que impactan la vida de comunidades y personas en la amplia geografía de México; están contribuyendo, de forma contundente, a contarnos lo que está pasando y a decirnos lo que las personas están diciendo y pensando en estos momentos. La etnografía, en estos contextos, demuestra con particular énfasis su poder narrativo y la potencia que subyace a la posibilidad de estar allí, aun cuando las condiciones puedan ser realmente complicadas.
He mencionado, páginas atrás, varios trabajos importantes en México que han elaborado protocolos y formas de cuidado para el trabajo con etnografías. Me parece esencial en este punto insistir en que, ante la proliferación de ambientes violentos, no es una opción el que abandonemos el terreno, menos cuando podemos ser testigos privilegiados sobre lo que ocurre.
Gracias a mi experiencia como investigador en Tijuana y como director de este tipo de tesis, podré sugerir en lo siguiente una serie de reflexiones sobre ese giro etnográfico a partir de las violencias.
Retos y estrategias para la antropología y la etnografía
Respecto de los problemas y las posibilidades en torno a la elaboración de etnografías en contextos de violencia, me gustaría mencionar tres ámbitos de problematización al considerar su construcción. Se trata de pensar sobre las cuestiones de seguridad, los temas de colaboración y los impactos para la propia etnografía y las representaciones que ella produce.
En cuanto a las cuestiones de seguridad, es claro que en muchos contextos de estudio los riesgos están presentes para nuestras colaboradoras e informantes y para nosotros mismos. En mi caso, en la frontera norte, se trata de la vulnerabilidad que por supuesto los migrantes corren, pero, junto a ellos, los activistas y defensores de personas migrantes, tanto como investigadoras e investigadores, están todos expuestos, cual más cual menos, a la potencia letal de la política en la frontera. Por ello cobra especial relevancia elaborar y compartir protocolos de autocuidado y protección. Asimismo, es necesario el trabajo en red, con equipos de estudio y trabajo de campo que, aunque sea en parte, puedan reducir los riesgos que siempre estarán presentes.
Si observamos la literatura producida en los últimos años sobre estos temas es muy evidente que los aspectos de acceso y seguridad en campo se han vuelto centrales (Lekha Sriram et al., 2009). De ahí que se estén compartiendo, entre alumnos de diversas escuelas de antropología, protocolos como el elaborado por el Colectivo Tardes Etnográficas. En este documento se abordan cuestiones clave como las de salud, transporte, seguridad digital, y se brindan consejos prácticos y concretos sobre cómo reaccionar si uno se encuentra en peligro o se es testigo de situaciones violentas (Del Rio Vithe, Morales y Monreal Quistián, 2020).
En este tipo de circunstancias nosotros también podemos ser colonizados por el miedo (Green, 1999), lo cual puede obligarnos a modificar el tiempo que pasamos en el lugar, los ámbitos que podemos observar y las personas que podemos visitar. Como indicábamos en un libro colectivo que coordiné hace un par de años, todo esto añade una significativa dimensión al ethnographic witnessing, por medio del cual podemos escribir sobre el sufrimiento humano como rasgo básico de la antropología actual (Agudo, Castro Neira y Salazar, 2019: 33).
De igual modo, cuando trabajamos en espacios vio lentos, debemos estar atentos a la producción de testimonios en contextos de violencia. Como lo propone la investigadora colombiana Natalia Quiceno, hay que cuestionar la idea de que el testimonio se produce de manera neutra y sin variaciones según los contextos, emociones y relaciones que establecen investigadores y víctimas (Quiceno, 2008: 181).
Me parece que, si tenemos en cuenta todos los aspectos recién planteados, entonces la necesaria reflexividad de la antropología termina siendo clave para discutir sobre los sesgos y la subjetividad del investigador. Todos los datos de terreno incorporan “un factor personal”, nos dice Jean-Pierre Olivier de Sardan (1995). Y esto conlleva un sesgo ineludible. Sin embargo, como el propio Oliver de Sardan recomienda, no podemos ni negar este sesgo (actitud positivista) ni exaltar este sesgo (actitud subjetivista).
En otras palabras, “como producto final, lo que se obtiene en la mayoría de los casos no es un cuerpo de datos incontaminados por la investigadora o el investigador, como tampoco el punto de vista nativo” (Agudo, Castro Neira y Salazar, 2019: 22).
Por lo que toca al otro ámbito de problematización que me interesa discutir, el relativo a los temas de colaboración en etnografía, es importante señalar que en muchos territorios donde realizamos nuestras etnografías el imperativo de mantenerse neutros, como observadores exteriores, y con una posición fría resulta poco menos que imposible. Resuenan, con enorme lejanía, las recomendaciones de Durkheim (2005) de tratar con frialdad los hechos sociales. Contrario a ello, en los tipos de temas que encontramos en ambientes dominados por múltiples violencias, el compromiso y la colaboración resultan indispensables. Pero reconocer esto no reduce la dificultad que supone, puesto que, como Lilian Mathieu señala, entre la postura militante de las investigadoras y la actividad científico social hay muchos puntos ciegos (Mathieu, 2015).
Para resolver en parte esos puntos ciegos, Santos (2004) recomienda separar la objetividad de la neutralidad. La objetividad es imprescindible, dice este autor, puesto que supone que debemos trabajar de forma sistemática, rigurosa, intentando elaborar ideas con base en descubrimientos que se hacen en medio de la sociedad. La neutralidad, en cambio, es bastante difícil cuando nuestros estudios se entrelazan con actores que viven situaciones complicadas en regiones dominadas por violencias múltiples. En mi opinión, entre quienes hacemos etnografía es importante reflexionar críticamente sobre nuestra función simultánea de investigador y de participante. Al hacerlo, es también recomendable explicitar, en nuestras investigaciones, los límites éticos y normativos de nuestra empresa.
Una herramienta indispensable para ayudarnos en esta parte es el diario de campo. Dado que, como investigadores de terreno, sobre todo en trabajos de campo extensos, estamos moviéndonos constantemente entre los datos y la interpretación, nos es urgente conservar un diálogo intelectual permanente. Como explica Oliver de Sardan, el diario de campo juega un rol central en esta parte, puesto que nos permite conservar situaciones de diálogo, incluso si el diálogo es con el mismo diario. Esto ayuda a sostener los procesos de interpretación, aun cuando sea un método desplegado en solitario (Oliver de Sardan, 1995).
Desde otro punto de vista, en el caso de la frontera norte y la ciudad de Tijuana, mis alumnas han descubierto que no es posible investigar sin colaborar de alguna manera. Esto quiere decir estar dispuesto a lavar trastes, apoyar distribuyendo recursos entre los buscadores de asilo y deportados, haciendo talleres, llenando formatos migratorios o asistiendo en trámites administrativos. Significa también, sumarse a acciones legales diversas, visibilizando la desprotección en que se encuentran los defensores de personas migrantes. La colaboración, en este sentido, se entiende como una serie de pasos tendientes a coproducir nuestras investigaciones más allá de la noción de obra de autor exclusivo. En este sentido, el compromiso no se puede reducir sólo a la escritura. Sin duda, aceptar esto no debe significar que nuestras investigaciones son de menor calidad o alcance científico social, al contrario, la investigación activista y colaborativa puede ser provechosa teóricamente (Speed, 2006).
Respecto al último ámbito de problematización que quiero discutir, vinculado a los impactos para la etnografía, es obvio que las condiciones violentas de ciertos contextos afectan mucho a la práctica de trabajo de campo y su producción. Estas afectaciones demandan una reflexividad permanente por parte de las y los etnógrafos. Además, imponen condiciones de entrada y salida de los sitios etnográficos, teniendo siempre en cuenta la posibilidad de modificar objetivos, metas e incluso los propios temas esenciales de la investigación. Los profesores que acompañamos estos trabajos debemos conducirnos con la mayor sensibilidad posible para fortalecer esas experiencias de campo y apoyar las decisiones que nuestras alumnas y alumnos tomen.
Algunos autores como Carlos Iván Degregori (1996) han llamado la atención sobre el hecho de que nuestras etnografías en este tipo de entornos se hacen “a salto de mata”, en estados de emergencia etnográfica constante. Entonces, las etnografías se enfrentan a un tipo de trabajo con base en fragmentos, siempre contingentes, con alta probabilidad de hallar situaciones imprevistas y muchas veces no exentas de riesgos. Por estas razones, las etnografías deben construirse bajo modelos flexibles, tratando de anticipar las situaciones posibles de encontrar.
Pese a lo anterior, debe discutirse todavía más sobre el carácter holístico de nuestras investigaciones. Sin duda, en la actualidad las etnografías no pueden proponerse dar cuenta de la totalidad de una sociedad o cultura. A diferencia de Malinowski, que nos presenta el sistema social total del intercambio kula, nosotros nos enfocamos en partes, sean éstos una oficina pública, un barrio periférico de la ciudad, un grupo de jóvenes migrantes, etcétera. Sin embargo, este tipo de trabajos no tienen porqué ser considerados menos holísticos (Agudo, Castro Neira y Salazar, 2019: 19).
Como lo recomendaba Marcus (2001), hoy día seguimos objetos etnográficos a través de multisitios. Analizamos objetos transversales de investigación (Bierschenk y Oliver de Sardan, 2014). Y, por tal razón, prácticamente todas las etnografías, con énfasis pronunciado en las realizadas en contextos violentos, se enfrentan a desafíos de escala y de nivel.
Por otra parte, los entornos violentos demandan también un tipo de trabajo orientado éticamente. Esto supone altos niveles de reflexividad individual de los investigadores y de los colectivos de estudio, los cuales deben explicitar los horizontes éticos en los que se desenvuelve la investigación de forma clara y precisa. Junto a ello, es conveniente un diseño de investigación etnográfica sensible al género, donde los trabajadores de campo pueden ser instruidos y preparados para detectar y trabajar con aquellas expresiones múltiples de violencias ancladas en esas desigualdades sexogenéricas.
En estas etnografías, el testimonio de nuestros colaboradores y colaboradoras resulta un tema medular para la investigación. Ya sea por medio de historias de vida, de entrevistas en profundidad o de entrevistas informales que resultan del acompañamiento prolongado con personas diferentes, el testimonio es el vehículo para dar voz a nuestros interlocutores. Quizá sea una de las mejores formas de evitar silenciar la voz o interrumpir el diálogo que toda experiencia etnográfica suele llevar. El testimonio, además, posee relevancia teórica y política fundamental. Hemos dado poca importancia, y es momento de hacerlo, al testimonio como la nuez del trabajo etnográfico en zonas violentas.
Por otro lado, en este tipo de circunstancias posee importancia el trabajo colectivo y en equipo. El grupo, a través de seminarios, de sesiones de debate y de intercambio de experiencias, puede facilitar la reflexión y la absorción de realidades que pueden ser extremadamente complicadas de escuchar y procesar en el campo. El “tercer ojo” que necesitamos en nuestra investigación, teniendo a alguien que pueda leernos, discutir nuestros materiales con nosotros, en este tipo de contextos es más que fundamental.
También es importante que el trabajo sea definido y claro en torno a las justicias y a la lucha contra las injusticias de que se trate. En ello no es excesiva la pregunta en nuestro gremio sobre ¿qué tipo de utopías y qué tipo de humanismo deberíamos empujar? ¿Cuáles son las posturas que toda etnografía en contextos violentos debiera considerar? A fin de cuentas, una etnografía en zonas violentas podría aportar a una antropología de la paz, tal como señalamos al comienzo. Tal vez, a diferencia de muchos otros contextos etnográficos, aquí los debates sobre la política de nuestro trabajo sean mucho más relevantes e indispensables.
En estos contextos, como investigadoras o investigadores vivimos múltiples tipos de involucramiento personal directo con nuestros “sujetos” de estudio. Por eso es clave politizar la práctica etnográfica, es decir, pensar los dilemas éticos, políticos, metodológicos y teóricos de una etnografía en medio de las violencias.
En relación con la etnografía, podemos ver, además, que en ambientes violentos los métodos son incluso más inseparables de una(o) misma(o) como etnógrafa o etnógrafo que en otros contextos. Los métodos están impregnados de nuestra posicionalidad. El lugar y el sujeto de enunciación es un asunto serio en extremo en este tipo de etnografías. Se invierte, en cierto modo, la relación malinowskiana: ¿Quién es el extranjero aquí?
Las violencias han impactado profundamente a los conceptos. ¿Cómo definir a las personas con que trabajamos? La teoría feminista en antropología nos enseñó hace tiempo a superar la idea de “informante clave”, por lo general definido como un hombre representativo de una cultura y una sociedad. Si a ello sumamos todas las problemáticas que surgen de etnografías en zonas violentas, nos damos cuenta de que las palabras no alcanzan muchas veces para definir una situación así de compleja ni para conceptualizar a nuestros colaboradores. En nuestro trabajo en Tijuana, por ejemplo, esto significa que el concepto de migrante se hizo estrecho y hoy son tantas y tan variadas las experiencias humanas que podemos encontrar que es imprescindible mantener una permanente labor de deconstrucción conceptual y metodológica.
A estas crisis conceptuales se suma la ausencia de enfoques, corrientes o teorías que permitan leer problemas que están atravesados por escalas y niveles muy diferentes entre sí. El etnógrafo enfrenta hoy una realidad que establece desafíos de escala y representación. Por ejemplo, en el caso de la tesis realizada en una zona productora de drogas que comenté páginas atrás, estamos frente a un espacio local cuyas características están configuradas por escalas nacionales y transnacionales muy importantes. En tal sentido, hoy en día la etnografía multisituada es un dato de realidad más que un enfoque particular. Toda etnografía tiene un carácter multisituado.
Aunque en antropología estamos preparados para leer las interconexiones entre múltiples violencias, desde los niveles globales hasta los locales, pasando por los nacionales, no es factible la generalización fácil. Dada la complejidad de temas y situaciones, mantener una vigilancia sobre las cuestiones singulares y universales es indispensable. Como se trata de fenómenos incrustados en realidades sociales muy específicas, es indispensable historizar y estudiar caso a caso.
Lo anterior implica que, como ciencia de la experiencia, la antropología, y por ende la etnografía, deben continuar evitando generalizar de manera fácil y hacer proposiciones universales sobre tal o cual fenómeno. Todas nuestras conclusiones y postulados generales deben estar consecuentemente entrelazados con los datos de campo. Enraizados en terreno.
Por estas razones, el etnógrafo haría bien en cuestionar las categorías y conducirse con la máxima flexibilidad metodológica y teórica posible. El eclecticismo académico y el politeísmo metodológico pueden ser muy necesarios para lograr esto. Por ello, resulta útil acercarnos a estos problemas con una lógica de “prisma”, más que con una lógica de “lente” (Mestiri, 2016). Más allá de sólo mirar intentando obtener una visión de conjunto se trata de colectar la pluralidad de voces posibles.
Todos quienes investigamos en estos campos violentos o con múltiples conflictos todo el tiempo estamos tratando de cuestionar nuestros puntos de vista y de politizar nuestra relación con estos contextos, con los colaboradores y amigos en campo. Lo hacemos porque estas violencias están muchas veces imbuidas de relaciones de poder y es preciso que tomemos una postura que nos ayude a lidiar con las tensiones y los problemas en campo.
Hacer etnografía en estas situaciones puede llevarnos también a interrogar nuestras relaciones con la diferencia y la alteridad. Hacemos etnografía no intentando exotizar ni romantizar los contextos y sus actores. Hacerlo podría reforzar nuestro papel no como estudiosos de la alteridad, sino como productores o reproductores de ella. Por consiguiente, más que hacer una etnografía que signifique la interpretación de una realidad “otra”, es la negociación constructiva y colaborativa con nuestras contrapartes. Eso sí, teniendo en cuenta que la coproducción total o la etnografía como una producción ajerárquica muchas veces es una utopía. Soy partidario de una antropología que, como dice Bazin (2008), no promueva la alteridad, sino que ayude a reducirla. Los sujetos con que trabajamos, en esta lógica, son diferentes pero no son nunca OTROS en mayúsculas.
En nuestro trabajo hemos descubierto lo saludable que puede ser mantener una constante toma de conciencia como etnógrafas y etnógrafos. Eso supone, por definición, considerar esa conciencia como siempre contradictoria, habitada por innumerables líneas de tensión que se acrecientan con el campo en zonas violentas. Diríamos que hay que ir más allá de la reflexividad del giro etnográfico de Santa Fe hacia una antropología postreflexiva que incluya una fuerte política de derechos humanos y de búsqueda de justicias en condiciones apropiadas para nuestro trabajo.
Por todo esto, en esos contextos violentos se trata de dejar atrás la inocencia del etnógrafo de pretender rehabilitar el punto de vista del nativo o del subalterno. Hacer etnografía es siempre establecer relaciones sociales, participar de diversas formas de la interacción social, intentar trabajar más allá y a pesar de los estereotipos y las categorías de raza, clase y género. En ese sentido, falta mucho por avanzar en términos prácticos, metodológicos y teóricos, por lo que estas reflexiones son apenas algunas ideas de una discusión mucho más amplia y sostenida que debe ser realizada.
Conclusiones
En este artículo he presentado una discusión sobre los cambios ocurridos en la etnografía en los últimos años. He revisado aquellas transformaciones globales y las que en estricto sentido se desarrollaron en México, insistiendo en que la historia interna de la etnografía demuestra una serie de procesos que cuestionaron profundamente las formas de concebir el trabajo de campo, el lugar del etnógrafo y las posibilidades de la escritura en un contexto de crisis de representación.
Después, enfoqué mi atención en aquellos cambios o desafíos que se imponen a la etnografía debido al desbordamiento de violencias múltiples en México. Para ello, describí la situación general del país a partir de 2006, cuando el gobierno mexicano inició la guerra contra el narcotráfico, lo cual abrió un panorama complejo y entreverado de disputas entre actores criminales y estatales en una constante confusión de roles y de propósitos, sobre los cuales apenas vamos teniendo un diagnóstico compartido.
Es en este punto que he podido, gracias a mi experiencia como investigador de campo y al trabajo de mis alumnas y alumnos de posgrado, presentar una serie de ideas y reflexiones sobre los retos que experimentan las etnografías dadas todas esas condiciones difíciles que emergen en distintos territorios. Al hacer todo esto, las preguntas que surgen de inmediato son ¿cuál es nuestro rol como investigadores frente a todas esas situaciones violentas? ¿Cómo situarnos en campo ante el dolor social, el trauma y las múltiples violencias? ¿Debemos clausurar, en beneficio de nuestra seguridad y la de nuestros alumnos, toda posibilidad de investigación de terreno? ¿Qué nuevos significados debemos darle a nuestra práctica política y teórica en campo y frente a nuestros colaboradores en terreno?
En este trabajo dibujé algunas consideraciones elementales frente a todos estos nuevos desafíos para la etnografía. Tenemos mucho que debatir y discutir para llegar a acuerdos colectivos y compromisos para el trabajo etnográfico. Por supuesto me parece que no es posible cancelar la investigación de terreno ni tampoco se puede recomendar poner fin a ella. Hoy más que nunca se impone la necesidad de continuar estando allí, documentando las cosas que pasan y proponiendo lecturas novedosas y críticas. Pero, para hacerlo, es impostergable la urgencia de tomar estos temas con la máxima seriedad posible a fin de seguir profundizando nuestra participación en la búsqueda de una permanente paz social.