Introducción: contextos y objetivo
La preparación y la realización del coloquio sobre “el quehacer antropológico en la búsqueda y construcción de la paz y la justicia”1 han estado desarrollándose en el contexto de una aguda y creciente crisis que bien podríamos llamar civilizatoria. Esto tal vez suene exagerado, pero la lista de situaciones globales y locales -algunas de las últimas como causas de las primeras, pero también algunas de las primeras como causas de las últimas-que constituyen sus manifestaciones es larga, y fácilmente podría alargarse más: los efectos del cambio climático antropogénico; las consecuencias aún virulentas del colapso socioeconómico iniciado en 2007-2008 a causa de una tan planetaria como salvaje especulación financiera; la debilidad del modelo republicano clásico puesto en evidencia tanto por los gobiernos actuales de Estados Unidos, Brasil, Rusia y China como por la incapacidad de la Unión Europea de obligar a sus miembros a respetar las normas democráticas fundamentales; las inestabilidades sociales reveladas en unos lugares del mundo y luego reproducidas en otros muy distantes por cantidades cada vez mayores de migrantes desesperados en todos los continentes; el incremento de la influencia económica, social y política sin control de un grupúsculo de consorcios transnacionales cada vez más gigantes, e igualmente del llamado crimen organizado en todo el mundo; la utilización de las redes digitales como mecanismos de control ideológico y político por empresas privadas y aparatos estatales; las muchas caras de la lacerante desigualdad socioeconómica cuyo número parece multiplicarse en vez de disminuir…
¿No viene aquí a la mente la voluminosa obra colegiada ideada y organizada durante varios años por la antropóloga chiapaneca Xochitl Leyva Solano para promover y reforzar una perspectiva “sureada”, colaborativa e intercultural en las antropologías latinoamericanas? Su subtítulo define la situación vigente como “entre crisis, entre guerras”,2 mientras que el antropólogo colombiano Arturo Escobar señala en su “Presentación” que de nuevo se plantean;
preguntas que se hacen cada vez más acuciantes, aunque la academia “normal” no se dé aún por enterada de su importancia para la construcción del conocimiento: ¿con quién, cómo y desde dónde pensamos? ¿Con qué propósitos? ¿Qué significa pensar con otros -con los activistas de los movimientos que producen sus propios conocimientos, con los subalternos, con los grupos sociales en resistencia-en vez de pensar solamente desde, y con, los cánones de las ciencia sociales, por críticas que éstas parezcan? [Escobar, 2018: 9 ].3
Como puede verse con facilidad en las citas de los dos autores mencionados, el uso de la palabra “crisis” no significa fomentar un espíritu catastrofista, y menos aún, derrotista.4 Más bien se pretende rescatar el sentido original del vocablo, que se refiere a una experiencia de incertidumbre profunda, en la cual lo que se había estado viviendo como garantizado y normal pierde vigencia, pero no se vislumbran aún los contornos de lo que está emergiendo para sustituirlo. Respecto a la clase de realidad que estudian las ciencias sociales y humanas y en la cual el futuro no es algo predeterminado, sino resultado de opciones todavía abiertas, el vocablo crisis evoca el verbo griego krinein, que tiene que ver con distinguir, valorar, juzgar, decidir y, por tanto, optar. Además, en muchas partes del mundo se observan también expresiones de tendencias opuestas a las fatales mencionadas: experimentos grandes y pequeños de una vida menos destructora de los recursos naturales a los que tienen derecho asimismo las generaciones venideras; intentos menores y mayores de reformar instituciones políticas, administrativas, educativas y demás mediante el desarrollo de principios democrático-participativos puestos a prueba en circunstancias novedosas; numerosas acciones solidarias a escala local, nacional y planetaria con quienes siguen excluidos del disfrute de los bienes socialmente generados; búsqueda de otras vías de desarrollo, incluso allá donde la ciencia domesticada predica la razón del Estado y la inexistencia de alternativas; surgimiento de exigencias de respeto a formas de vivir hace pocas generaciones todavía inexistentes, como las que tienen que ver con la edad, el género, la lengua materna; exploración de modelos de repartición de la riqueza socialmente producida, distintos de los mecanismos acostumbrados de la herencia, la especulación, el trabajo asalariado, la antigüedad alcanzada en un puesto, la capacidad de corromper, la multiplicación de necesidades creadas…
Apenas terminado el mencionado coloquio, se desplegó de repente y a gran velocidad en todo el país la pandemia causada por el novedoso coronavirus. Si bien ha contribuido a modificar los pesos relativos de algunos aspectos de la crisis arriba enlistados y a visibilizar mejor otros hasta entonces menos presentes en la opinión pública, es patente que ante todo los ha expuesto con mucha claridad como partes integrantes de una crisis civilizatoria. ¿O acaso no es síntoma de tal crisis que en una situación en la que se enfatiza una y otra vez la necesidad de algo tan simple como el frecuente lavado de manos tal regla no sea nada fácil de seguir, cuando tres de diez habitantes actuales del planeta ni siquiera cuentan con agua corriente en sus domicilios?5 ¿No evidencia lo mismo la inmisericorde mercantilización de los servicios de salud y los sistemas hospitalarios en casi todo el mundo y la fuerte dependencia de medicamentos producidos en países lejanos, donde la tasa de explotación es aún mayor que en el propio? ¿Qué dice sobre el estado de la sociedad el precio de un cubrebocas y, en dado caso, de gel desinfectante para todos los miembros de una familia que tiene que sobrevivir con uno o varios salarios mínimos? ¿Y qué decir de las instituciones políticas, administrativas, educativas y empresas privadas que han estado entregando, sin problematización alguna, cantidades colosales de datos sobre las vidas, el pensamiento y los afectos de ciudadanos, académicos, estudiantes, pacientes, pasajeros, usuario y clientes a un puñado de empresas privadas que operan al margen de cualquier control democrático y cuyo modelo de negocio se basa precisamente en la recopilación de toda clase de informaciones personales?
Si bien en ámbitos relacionados con la atención a la salud y con la situación de diversas clases de víctimas de sus consecuencias físicas y socioeconómicas se han podido observar acciones innovadoras e incluso actos heroicos, es de igual modo cierto que buena parte de las ciencias sociales y humanas, en especial de las académicas, parecen haberse mantenido bastante al margen de las preocupaciones ciudadanas mayoritarias.6 También por ello, la invitación contenida en el nombre del evento conmemorativo del Departamento de Antropología parece ahora doblemente relevante.
Este texto, versión revisada y ampliada de la ponencia presentada en el coloquio conmemorativo mencionado y basado en varios trabajos anteriores,7 da la oportunidad de aportar a esta tarea la demostración de la semejanza intrínseca entre la tradición de búsqueda definitoria de los derechos humanos, su promoción planetaria y la defensa solidaria de las víctimas de su violación, y la antropología, ciencia social especializada en documentar y explicar la diversidad de los fenómenos socioculturales en el mundo. Para tal fin, se expone en el apartado subsecuente la concurrencia de los mismos dos aspectos teóricos semejantes en ambas tradiciones de pensamiento: la tensión entre lo local y lo global, y su carácter esencialmente procesual. Después se abordan de modo particular varios elementos de tipo utópico que se hallan en ellas. El comentario final hace una breve alusión a la presencia de esta temática en las universidades en las que se enseña antropología.
Características “paralelas” en antropología y derechos humanos
En lo que sigue, entenderemos como antropología fundamentalmente la antropología sociocultural en su vertiente de ciencia básica y, por tanto, casi siempre académica,8 y como derechos humanos, la reflexión sistemática, a menudo denunciatoria, casi siempre propositiva, a veces acompañante de determinadas prácticas humanitarias y políticas en torno a tales derechos atribuidos desde 1948 en cada vez más países del mundo a toda persona humana por el simple hecho de serlo. Se trata de dos tradiciones de pensamiento diferentes, pero enlazadas de varias maneras.
Como se recordará de los orígenes de la antropología científica en el siglo XIX, muchos de los primeros antropólogos habían tenido una formación académica en derecho, que entonces era mucho más que el aprendizaje de una técnica de litigio. Sus especialistas más importantes se ocupaban del estudio de las ideas sobre, y de los mecanismos efectivos para la configuración de los fenómenos socioculturales de su época. Tal estudio incluía referencias constantes a etapas históricas y formas de organización social tan distantes como las del feudalismo, las llamadas cunas griega y romana de la historia europea o la vida rural en el interior y las periferias de los países europeos de su tiempo. A su vez, la recopilación y comparación de reglas de parentesco era materia prima para entender sistemas de derechos y obligaciones muy distintos de los que entonces estaban generando los emergentes Estados nacionales europeos. La historiografía de nuestra ciencia, que usualmente consigna algunas de las primeras sociedades etnológicas o antropológicas ubicadas
en ciudades capitales europeas del siglo XIX, vinculaban el interés por inventariar la diversidad humana planetaria con la lucha contra la esclavitud (Tax, 1955: 321-322). Como es sabido, la concepción constitutiva para la antropología de la igualdad esencial de todos los seres humanos y, en consecuencia, de la diferencia solamente de grado (evolutivo) de sus sociedades y culturas, tardó en afianzarse durante el siglo XIX a través de los largos debates entre monogenistas y poligenistas, prodarwinistas y antidarwinistas y, por ende, también racistas y antirracistas, proesclavistas y abolicionistas. Menos presente se suele tener que esta discusión ya se había iniciado tres siglos antes, a saber, en torno a los primeros contactos entre europeos y americanos, que Ángel Palerm (2010: 85) ha identificado acertadamente como uno de los puntos de partida de la antropología moderna, y donde le correspondió a Bartolomé de las Casas encabezar el desmontaje teórico y político del planteamiento -hegemónico todavía tres siglos después en la civilización noratlántica y reforzado de manera poderosa por la persistente imposición colonial- de la existencia de varias clases naturales de seres humanos.9 Por todo esto, la antropóloga holandesa Caroline Archambault (2018: 2) anota que “dado que la antropología ha sido la principal disciplina dedicada al estudio comparativo de la humanidad, resulta sorprendente e incluso irónico… que, según parece, la(os) antropóloga(os) han jugado un papel bastante marginal en los inicios y el desarrollo de los derechos humanos”. Sin embargo, de igual forma es obvio que hace poco tiempo, la antropología ha recobrado una cierta presencia mundial en el debate con relación a aspectos empíricos y temas teóricos de los derechos humanos de los pueblos indígenas.10
Esbozaremos en lo sucesivo dos características que comparten estas dos tradiciones de pensamiento e investigación.
La tensión entre lo local y lo global
Esta tensión puede conceptualizarse también como la tensión entre lo particular y lo universal, o entre lo específico y lo general, o entre lo diferente y lo común, o entre el o los casos únicos observados y el modelo explicativo.11
Durante mucho tiempo, y de manera señalada durante la llamada Guerra Fría, la razón principal de criticar e incluso rechazar la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 se ha basado en su uso como instrumento político por parte de países miembros de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), pues con frecuencia se ha manejado con hipocresía como parte de un manipulado procedimiento de “certificación” de gobiernos, preferentemente del Tercer Mundo, para presionarlos a tomar determinadas decisiones o medidas.
Poco a poco, en buena medida a causa de la creciente presencia de naciones independizadas en tiempos recientes en distintos escenarios mundiales y en la misma Organización de las Naciones Unidas (ONU), y en respuesta a los fracasos de las sucesivas “décadas de desarrollo” a partir de los años sesenta del siglo pasado, se ha hecho más presente otra perspectiva crítica, a saber, la acusación del “etnocentrismo” noratlántico de dicha idea y Declaración, que ha podido ser remediado sólo inicialmente mediante los Pactos Internacionales de Derechos Económicos, Sociales y Culturales y de Derechos Civiles y Políticos de 1966/1976, promovidos, por cierto, sobre todo por países del Sur global. Años después, la Conferencia Mundial de Derechos Humanos de Viena de 1993 visibilizó a nivel internacional la reticencia de algunos países de Asia a adherirse en los hechos a las normas supuestamente universales de los derechos humanos, argumentando la existencia de “valores asiáticos” diferentes de los supuestamente “occidentales” plasmados en la Declaración.12 Al margen del ostensible uso político de esta posición por regímenes a todas luces autoritarios y represivos, se intensificó así un debate hasta la fecha
inconcluso sobre las condiciones de posibilidad de un “universalismo culturalmente inclusivo” (Astorga, 2010: 487) con respecto a los derechos humanos. El polémico libro del politólogo estadounidense Samuel P. Huntington (2001, orig. en inglés 1996), que establece desde el punto de vista y en función de los intereses imperiales de Estados Unidos una regionalización cultural mundial, sirvió, a pesar de sus desvíos, para destacar con precisión el tema de la religión como elemento cultural nuclear. Como poco después lo demostró la destrucción del World Trade Center neoyorquino en 2001 (que, por cierto, impulsó muchísimo el debate sobre y a partir de dicho libro), las creencias religiosas deben ser consideradas elementos culturales e identitarios en extremo relevantes para la construcción planetaria de una idea compartida sobre el ser humano y sus derechos fundamentales, por ser más difícilmente “negociables” en la interacción con otros grupos sociales.
Por su parte, la antropología lleva desde sus inicios como disciplina la tensión mencionada, pues desde un principio fue una ciencia auténticamente glocal, combinando el estudio de lo particular con el interés por lo universal. Valga como testigo el muy conocido clásico de Lewis H. Morgan (1980), donde determinadas sociedades local y temporalmente circunscritas son estudiadas en sus propios términos y, al mismo tiempo, analizadas como representantes de una etapa evolutiva específica de la humanidad entera. Esto se aplica de igual modo a la famosa definición de cultura de Edward B. Tylor, que combina el análisis de las distintas etapas evolutivas con el examen de las características de toda la especie humana (Eriksen y Nielsen, 2013: 31).13
Por ello no puede extrañar que haya sido justo un antropólogo, el estadounidense Melville J. Herskovits, antiguo alumno de Franz Boas, quien se opusiera en 1947 a la propuesta de una declaración universal sobre derechos humanos, acerca de la cual una comisión de la recién fundada ONU había consultado a la American Anthropological Association (AAA). En su exposición, que luego hizo suya la directiva de la AAA,14 Herskovits se pregunta: “¿Cómo puede la Declaración propuesta aplicarse a todos los seres humanos y no ser una declaración de derechos concebida exclusivamente en función de los valores dominantes en los países de Europa Occidental y de América?” (Herskovits, 2018: 24).15 Su argumentación desfavorable a tal propuesta se centra en la observación de que en ella se consagra el “respeto de la personalidad del individuo como tal y de su derecho al más completo desarrollo como miembro de la sociedad en la que vive. Ahora bien, en un orden mundial también es importante respetar la cultura de grupos humanos diferentes”. Por lo que concluye que “el problema es formular una declaración de los derechos humanos que haga más que expresar simplemente el respeto del individuo como tal. También debe tener plenamente en cuenta al individuo como miembro del grupo social al que pertenece…” (Herskovits, 2018: 24).
Apenas una década después se dio una de las más conocidas confrontaciones teóricas sobre particularidad y universalidad en la antropología clásica y que se ocupó precisamente de un tema jurídico: el debate entre el antropólogo estadounidense Paul Bohannan y su colega sudafricano-británico Max Gluckman sobre semejanza y diferencia de sistemas normativos y argumentaciones jurídicas, similar, por cierto, al debate formalista-sustantivista en la antropología económica (Collier, 1995: 49-50; De la Peña, 2014: 63-66).16
Hoy día puede decirse que la discusión sobre y la promoción de los derechos humanos y el estudio antropológico de la sociedad humana desde la perspectiva de la alteridad comparten al menos dos problemáticas cognitivas clave.
Una es la llamada interculturalidad. Por lo común, la primera tradición mencionada se acerca a los otros de un modo focalizado en las ideas sobre ser humano, dignidad humana y derechos fundamentales; se interesa por las condiciones, las posibilidades y los límites de la convivencia pacífica y aborda sus temas con un interés predominantemente pragmático. La antropología, en cambio, se acerca a los otros externos e internos de un modo más comprehensivo y, en dado caso, ubicando el tema de los derechos humanos en el marco más amplio de organización social y universos simbólicos;17 o sea, su abordaje es más general que el de los especialistas en derecho e incluye de forma explícita la problemática epistémica. Desde hace poco, sobre todo en el Sur, se ha empezado a someter al mismo proceso de producción de conocimiento antropológico -reconocido como parte integrante de la cultura- a un examen intercultural, tanto en lo que se refiere a las relaciones Norte-Sur en las antropologías mundiales18 como a la inclusión más sustancial de los conocimientos socioculturales de los estudiados en el estudio, que reta todas las formas de colonialismo interno.
Parece pertinente señalar que ambas tradiciones se han dado cuenta de que el término “diálogo intercultural” es una metáfora tendiente a disimular la dificultad de la compleja tarea pendiente, la cual, lejos de limitarse a actos discursivos, incluye la dimensión afectiva e implica la revisión minuciosa y la reorganización pausada de hábitos, ideologías, instituciones y sistemas normativos propios,19 amén de la traducción paciente de ideas propias y propuestas a quienes han sido enculturados a dominios de “otros puntos de vista”, y viceversa.
La otra dimensión cognitiva involucrada, estrechamente relacionada con la que se acaba de esbozar, se refiere a la democracia, entendida aquí como una forma de vida colectiva que, a diferencia de muchos imaginarios populares y alegatos demagógicos, no excluye, sino que se basa en la diferencia político-cultural (más no en la desigualdad socioeconómica). O sea, se trata de un estilo de vida colectiva en el cual el desarrollo de conflictos y las múltiples estrategias para su definición, formalización, clasificación, evitación, agudización, distensión y solución son considerados y practicados como elementos constitutivos y no tratados como patologías.20 Sin embargo, la antropología ha documentado una enorme diversidad en el mundo en cuanto a conflictos reconocidos o desconocidos, permitidos o suprimidos, y de las instituciones aceptadas para abordarlos socialmente. Por consiguiente, es comprensible que en muchas partes, en especial en América Latina, se haya incrementado desde hace tiempo no sólo el número y la variedad de organizaciones no gubernamentales defensoras y promotoras de los derechos humanos, sino también de instancias académicas que se ocupan de una u otra manera de la antropología jurídica, la cual emergió en diferentes contextos de la antropología política.21
¿No resulta patente que las dos tradiciones de pensamiento, antropología y derechos humanos, podrían interactuar para enriquecerse mutuamente con sus resultados, tanto con respecto al llamado diálogo intercultural y a la promoción de la democracia como en la reflexión sistemática sobre los derechos humanos y los esfuerzos prácticos para consolidar su vigencia planetaria?
El carácter procesual de la antropología y de los derechos humanos
A diferencia de imágenes populares muy difundidas, ni la ciencia antropológica ni la idea de los derechos humanos constituyen cuerpos de conocimientos fijos que sólo tendrán que ser descubiertos o construidos de una vez por todas por los expertos respectivos y luego “aplicados” adecuadamente. No pocas veces irrita incluso a aprendices y también a especialistas, y más aún, a burócratas, políticos, periodistas y los omnipresentes “analistas” su carácter procesual, que en ciertas etapas puede ser lineal, pero que por lo general es ramificado y lleno de callejones sin salida, fusiones y recomienzos.
Sin embargo, en el imaginario de mucha gente, las ciencias -al menos, las autonombradas “exactas” y “naturales”- se asemejan a construcciones levantadas de manera paulatina, resultado del esfuerzo acumulativo generación tras generación. Por lo que a veces estudiantes de las ciencias sociales y humanas se desesperan, sobre todo en el momento del proyecto de tesis, al tener que escoger entre conceptos y modelos distintos y hasta contrarios, sin que ello implique la abdicación de los ideales de objetividad y veracidad. De modo semejante, no pocos ciudadanos se desaniman, no sólo con respecto a los derechos fundamentales, por las en apariencia interminables y tan repetitivas discusiones jurídicas entre filósofos, abogados, legisladores y activistas. Esta sensación se incrementa al darse cuenta de que las polémicas no tienen punto final definitivo y que, además, cada acuerdo consensado o impuesto lleva por fuerza a nuevas discusiones, nuevos descubrimientos y nuevas propuestas.
Uno de los más importantes aciertos de la antropología científica naciente fue, sin duda, su concepción de la realidad social y cultural como una realidad en proceso, de manera más precisa, en proceso evolutivo. Es cierto que esta idea antropológica, preparada a inicios del siglo XIX por filósofos como Hegel y Comte y luego por los llamados socialistas utópicos y flanqueada después por los avances de las ciencias naturales y los esfuerzos de múltiples movimientos sociales y cambios políticos del siglo, tardó en ser aplicada a la misma antropología como parte integrante de la cultura noratlántica y como componente de agudos debates intelectuales y hasta conflictos políticos. Sin duda, el abandono de la idea de la evolución durante casi medio siglo en la antropología hegemónica contribuyó a este retardo. La reflexión sobre las propiedades de los “clásicos” en la antropología como en las demás ciencias sociales y humanidades22 constituye un buen camino para reforzar la imagen de la producción colectiva del conocimiento científico en vez de como un edificio construido piso por piso, como una red con variados y cambiantes canales y nudos de discusión que incluye la frecuente revisión detallada y, en dado caso, incluso la reanudación de debates llevados al cabo tiempo atrás y en otras circunstancias sociohistóricas.
En el campo de los derechos humanos también ha habido cierta reticencia en aceptar el carácter procesual de su formulación, ya que no pocas veces se ha querido petrificar la Declaración de 1948 y negar su evolución posterior, que se ha expresado, entre otros y de modo especialmente significativo, en los dos pactos internacionales arriba mencionados y en la Declaración de la Asamblea de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Pueblos Indígenas de 2007. Tales documentos y las largas discusiones que antecedieron a sus respectivas aprobaciones, y que siguen dándose sobre su aplicación práctica, contienen lentos avances relativos a la concepción misma de la idea de los derechos humanos universales. A esto se agregan diversos complementos en función de la visibilización de grupos poblacionales particularmente vulnerables, y varias innovaciones derivadas de cambios sociales, tales como la declaración de 2010 sobre el acceso seguro al agua potable salubre y al saneamiento como derecho humano fundamental para el completo disfrute de la vida y de todos los demás derechos humanos. A su vez han surgido propuestas para definir con igual motivo, por ejemplo, el acceso a la electricidad como un derecho humano fundamental, sin el cual ya no se puede garantizar otros derechos clásicos relacionados con la comunicación, la educación y la cultura, y de modo creciente también con la participación política y social o el cuidado de la salud.
Asimismo, ha habido cambios en cuanto a los actores clave, pues el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional, entrado en vigor en 2002, significa, a pesar de la denegación de su ratificación por parte de varias potencias mundiales, un avance importante hacia una vigencia más efectiva de los derechos humanos. Por su parte, la concentración de poder económico, político y simbólico en empresas como Google, Apple, Facebook y Amazon (gafa), que parece haber aumentado muchísimo desde el inicio de la pandemia, la cual ha generado en muchos ámbitos sociales un fuerte impulso a la virtualización,23 podría intensificar el incipiente debate sobre las grandes empresas como responsables directas de la violación o vigencia de los derechos humanos, aparte de los Estados signatarios de las declaraciones y los convenios internacionales mencionados.
¿No es notorio cómo en ambos campos, derechos humanos y antropología, hay que atender de modo semejante etapas de surgimiento, consolidación y cuestionamiento de algo nuevo, que siempre inician con una “crisis” en el sentido arriba señalado, y donde la meta está presente sólo en forma de contornos? Procesos donde hay que distinguir entre cambios cíclicos, no direccionales y evolutivos, aunque la meta-el conocimiento y la convivencia de la diversidad de sociedades humanas, la concepción de “ser humano” libre, igual y fraternal-sororal- todavía no ha podido ser definida con claridad. Y donde se nota que, a pesar de que aquí se habla únicamente de derechos humanos y antropología, se necesita de la confluencia de todas las disciplinas sociales y humanas, incluyendo la filosofía, en la que desde hace tiempo se ha discutido la existencia o no del avance evolutivo, también con relación a la moral y las artes.
Elementos utópicos en los derechos humanos y la antropología
En ocasiones, defensores y promotores de derechos humanos que trabajan por su irrestricta vigencia en el planeta o que exigen su respeto en algún asunto específico se topan con que su meta es calificada como “utópica”. Con este epíteto usualmente se quiere indicar que, quienes persiguen tal meta, están “fuera de la realidad”, que están soñando con circunstancias que no corresponden al mundo presente de los intereses económicos y de los poderes políticos y militares, que están persiguiendo una quimera, la cual, si bien suena simpática y hasta deseable, no deja de ser, por principio, irrealizable. El filósofo alemán Ernst Bloch, cuya obra entera ha estado dedicada a la utopía, hace notar en su Introducción tubinesa a la filosofía que la desvalorización de algo como “utópico” en “boca de hombres de negocio que se consideran especialmente listos” se ha vuelto una expresión corriente, “adornada con miedo ante el futuro como tal” (Bloch, 1973: 128). Ahora bien, la Declaración de 1948 suele leerse como una serie de normas que, en dado caso completadas por otras más contenidas en los acuerdos complementarios antes mencionados, sirven como lista de comprobación para el examen de documentos, instituciones y medidas político-administrativas en todo el mundo, y/o como instrumento de legitimación de reclamos y denuncias del maltrato intolerable de individuos y grupos de personas.
Sin embargo, ¿no podría leerse el texto de la Declaración24 también de otra forma, dejándose inspirar por la primera consideración de su “preámbulo”, que reza así: “Considerando que la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana”? O sea, ¿no podría entenderse la Declaración como un despliegue de los rasgos esenciales que debería tener un orden social que correspondiera a las necesidades del ser humano como tal, pero no del ser humano aislado y abstracto, sino del ser humano que sólo lo es como integrante de la especie, tal y como se encuentra formulada en el primer artículo y explicitada en los siguientes cinco: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”?
Al procederse así, no se eliminaría necesariamente, pero se eclipsaría de momento la álgida discusión sobre la dignidad humana, sobre la esencia de lo humano y sobre la posible legitimación naturalista o sobrenatural de los llamados derechos humanos. Si bien estos temas y enfoques han sido materia tradicional de las antropologías filosóficas y teológicas, tales disciplinas siguen moviéndose todavía casi de manera exclusiva en los marcos culturales y teóricos de referencia noratlánticos y no han sido aún suficientemente “interculturalizadas” para el diálogo a nivel planetario;25 por su parte, este diálogo intercultural, apenas iniciado, se encuentra todavía muy hipotecado por demasiados participantes a quienes su pasado colonial y su posición subordinada actual les dificulta una visión de un mundo futuro marcado por la colaboración y no por la imposición desde el poder imperial o el extremismo particularista. Por ello, podría ser más conveniente no abordar el tema de los derechos humanos desde el reconocimiento formal de atribuciones abstractas a los entes singularizados que componen la especie humana, sino desde el idear y de poner en práctica intentos de construir fraternal-sororalmente relaciones sociales que garanticen en las condiciones historias dadas a todos y a cada uno de quienes son siempre seres-humanos-en-sociedad,26 la misma posibilidad del máximo individualmente alcanzable de vida libre y plena.
En este sentido parece afirmar el especialista estadounidense en historia intelectual Samuel Moyn (2015: 14): “No es posible entender el surgimiento reciente y el poder contemporáneo de los derechos humanos sin concentrarse en su aspecto utópico: la imagen de otro mundo mejor con dignidad y respeto, valores que se encuentran en la base de su atractivo, incluso cuando los derechos humanos parecen ocuparse de reformas lentas y graduales”. Sin embargo, en su esbozo de la historia de los derechos humanos, reduce a estos últimos a su configuración moderna desarrollada desde mediados del siglo XX y destaca sus discontinuidades por lo que toca a lo que muchas veces se presenta de modo simplista en una visión lineal como sus antecedentes históricos directos (Moyn, 2015: 54-55).
Ernst Bloch, en cambio, ofrece una perspectiva dialéctico-discontinua y multilineal de la evolución de la idea de los derechos humanos. Por un lado, recalca que “el futuro que todavía no ha llegado se hace visible en el pasado, y el pasado vindicativo y heredado, transmitido y cumplido, se hace visible en el futuro” (Bloch, 1977: XVII).27 Por el otro, con respecto a una de las manifestaciones pioneras icónicas más conocidas en la historia europea, insiste que:
las tres palabras libertad, igualdad, fraternidad apuntan en esta dirección, en la dirección de una liberación que, al fin, vincule al hombre a sí mismo, a su singularidad susceptible de desarrollo. Con estas palabras se creyó que podía hacerse todo lo que nos afecta de un modo sano, libre, coincidente. Pero así mismo se pone de manifiesto que en ellas mismas y entre ellas no todo está concorde, sino que se hallan llenas de multivocidad. […] Pero las tres palabras no hubieran podido ser objeto de tanto abuso si, ya antes, todo hubiera estado claro en ellas. Como es importante que veamos, antes de nada, que estas palabras se hallan en sí mismas estratificadas, y su parte mejor no ha aflorado aún (Bloch, 1980: 156-157).
¿No sería éste el momento en el cual la antropología debería y podría recuperar los vínculos que tuvieron sus orígenes con el pensamiento utópico? Ángel Palerm dedicó la parte IV del primer volumen de su historia de la etnología sobre “los precursores”, a “utópicos y rebeldes en la era de las revoluciones”, desde el ya mencionado Bartolomé de las Casas hasta los revolucionarios franceses Louis Antoine de Saint-Just y François Babeuf, pasando, entre otros, por Tomás Moro y Vasco de Quiroga. Según Bloch, todos estos utópicos y los que les siguieron durante el siglo XIX, en especial los llamados socialistas utópicos, carecían de una adecuada percepción de la realidad histórica-ésta fue posible sólo a partir y con base en el análisis sociocientífico de Marx y Engels.
Sin importar qué tanto se le quiere seguir a Bloch, lo interesante para nuestro tema es su insistencia en que para un cambio radical resulta necesaria la confluencia de dos fuerzas, las cuales llama de manera metafórica “corrientes”, y que su obra fundamental, El principio esperanza, rastrea a lo largo de la historia europea. Una es la “corriente cálida”, que analiza ante todo en los sueños diurnos, las artes, la religión, las rebeldías populares, los movimientos sociales y los intentos revolucionarios. Cuando se hace socialmente efectiva, se expresa en las protestas milenarias contra injusticia social y desigualdades, en las denuncias de explotación y opresión, denigración y jerarquías, en las manifestaciones de solidaridad y apoyo mutuo entre las víctimas del sistema social reinante, en la conmemoración de conatos de establecer el reino de la justicia y en el recuerdo mantenido vivo de tentativas fracasadas de lograr un mundo mejor. La “corriente fría”, que de igual modo se hace presente en esta dilatada historia, se halla ante todo en la larga serie de indagaciones indignadas -hasta ahora sólo iniciales, fragmentarias- sobre las causas del desorden general establecido, los intentos de proyectar un orden alternativo basado en tal examen y los diseños de programas de acción para realizarlo que, sin embargo, han quedado frustrados precisamente por no estar articulados de forma correcta “con las tendencias y posibilidades sociales existentes” (Bloch, 1988: 262). Ernst Bloch dedica un amplio apartado de su estudio a las llamadas novelas políticas o utopías sociales,28 ya que según él constituyen ejemplos de tales análisis, elaborados con sumo cuidado que se hallan a lo largo de los siglos de la historia europea escrita: “La utopía social labora como una parte de la capacidad de asombrarse y de encontrar tan poco evidente lo dado, que sólo su transformación parece entrar por los ojos” (Bloch, 1979: 42). Pero, como ya se dijo, a pesar de importantes avances sucesivos,29 hasta Marx y Engels no se había encontrado la clave precisa para descifrar el fenómeno sociocultural en términos de relaciones causa-efecto y para poner en práctica eficaz el “imperativo categórico de subvenir a todas las relaciones en las cuales el hombre es un ser envilecido, humillado, abandonado, despreciado” (Marx, 1844). Sólo a principios del siglo XX, consolidada la ciencia social revolucionaria, y bastante crecida la protesta contra la explotación y el desprecio de la vida humana por el nuevo orden capitalista-industrial y sus devastaciones militares, ha podido pensarse con objetividad en un cambio profundo real, reconociendo, ahora sí y finalmente, “el itinerario” (Bloch, 1979: 41) histórico que tienen las revoluciones posibles: “Este último sueño social se encuentra ahora a la altura de la conciencia y se convierte así, penetrado de planificación, en un despertar social” (Bloch, 1979: 42).
En contraste con el optimismo de Bloch, el antropólogo haitiano Michel-Rolph Trouillot se ha expresado en una de sus últimas obras de manera bastante desilusionada sobre el siglo XX: “Fue el siglo de la esperanza pero, también, de las muertes violentas […] Fue el siglo durante el cual las instituciones internacionales ganaron legitimidad pero, también, se institucionalizaron las disparidades internacionales” (Trouillot, 2011: 52). Y sentencia: “La conexión entre la ciencia y la utopía está rota” (Trouillot, 2011: 136). Tan es así que, en el siglo XX, las más conocidas obras literarias apodadas “utopías” fueron de hecho su contrario, o sea antiutopías o distopías (Krotz, 2020b: 324-336). Pero ¿no valdría la pena intentar volver a poner en contacto la corriente cálida representada sobre todo por quienes promueven la idea de los derechos humanos en un planeta socioculturalmente diverso y defienden de manera solidaria por doquier las víctimas de explotación, exclusión, ninguneo y maltrato, con la corriente fría del estudio antropológico de la diversidad existente, de la multiplicidad de concepciones del ser humano, de su dignidad y derechos, y de los posibles caminos hacia una sociedad en verdad humana?
Es evidente que tal intento tendría que realizarse en el marco de y, al mismo tiempo, podría ser un aporte importante a la de(s)colonización pendiente de las ciencias sociales y humanas sureñas, pues si bien ya hay pasos prometedores hacia unas antropologías del Sur que aportan a la antropología mundial desde el Sur, éstos son todavía iniciales y, como ya se ha señalado, también la historiografía de los derechos humanos sigue en lo fundamental nordocéntrica, al igual que el inventario de las corrientes cálidas y frías de la utopía.30
Breve comentario final: derechos humanos, antropología, universidad
No hay quien pueda hacer todavía un inventario de los estragos demográficos, psíquicos, económicos y político-culturales causados por el novedoso coronavirus. Tampoco puede predecirse si desembocará en una “nueva normalidad” realmente nueva. Empero, la frecuencia con que se usan verbos que inician con el prefijo “re”, tales como recuperar, recobrar, reabrir, reiniciar, rescatar, reestablecer, restituir, reponer, hace temer que no en todas partes se esté pensando en aprovechar la visibilidad de la crisis civilizatoria acentuada por la pandemia, por ejemplo, para distinguir entre lo primario y lo secundario, entre lo esencial y lo superfluo, entre lo necesario para garantizar los derechos humanos de los más desfavorecidos por el modelo social vigente, y lo sobrante para quienes pueden visitar plazas comerciales con el único fin de “ver qué puede comprarse”, entre lo imperioso para combatir el cambio climático antropogénico y lo funcional para incrementar aún más la tasa de ganancia, entre lo redituable en términos de informes bursátiles y lo indispensable para la alimentación sana y el cuidado de la salud de toda la ciudadanía.
¿No se manifiesta aquí una tarea tan obvia como urgente para las ciencias sociales y humanas? Claro está que hay que evitar confundir la enseñanza y la práctica académica de la antropología como ciencia de tipo básico con activismo político, trabajo social o alguna variante de tecnología aplicable a consumidores o electores. Tampoco se propone aquí reforzar la conversión hoy día en proceso de las universidades en instituciones abocadas cada vez más a la formación técnica de egresados competentes para la ejecución de actividades profesionales subordinadas que supuestamente exige “el mercado”. Pero, ¿cómo proporcionar los instrumentos cognitivos de la antropología a quienes laborarán, como la mayoría de los egresados, en contextos institucionales complejos, sean éstos dependencias de la administración pública, departamentos especializados de empresas privadas, redes de organizaciones no gubernamentales, actores sociales y políticos interesados en conocer para fines muy diversos estructuras socioeconómicas y universos simbólicos? ¿No será el puente que, desde la ciencia básica practicada en la universidad, tendría que construirse y mantenerse con quienes interactúan orientada(os) por las teorías y metodologías antropológicas para fines de conocimiento con “objetos de estudio” que suelen pertenecer mayoritariamente a los que Eduardo Galeano (s. f.), quien en septiembre de 2020 celebraría su cumpleaños 80, llamó:
Los nadies: los hijos de nadie, los dueños de nada.
Los nadies: […]
Que no son, aunque sean.
Que no hablan idiomas, sino dialectos. […]
Que no hacen arte, sino artesanía.
Que no practican cultura, sino folklore.
Que no son seres humanos, sino recursos humanos. Que no tienen cara, sino brazos…
¿No se manifiesta aquí uno de los elementos fundantes de nuestra disciplina? “La ‘capacidad para la cultura’ es fundamentalmente la facultad de producir existencia social, y determina, por tanto, su significado y forma social. La ‘diferencia’, como principio de derechos humanos, es el resultado del desarrollo de esta capacidad. Es de esta forma un principio esencial de empoderamiento”, señala el ya citado antropólogo estadounidense Terence Turner (2007: 60), mientras que el filósofo alemán Henning Hahn (2013) ha propuesto una “concepción política de los derechos humanos como lenguaje universal de crítica política”.
Y ¿no se asoma aquí en la situación actual también un tema teórico tan central en las ciencias sociales y humanas latinoamericanas como el del “desarrollo”? Tema que, además, ha sido una constante en la disciplina, desde el paradigma evolucionista inicial, pasando por las polémicas inacabadas de todas las corrientes teóricas posteriores hasta el estudio de la evolución multilineal, de la ecología cultural y de la globalización -y tema clave en la búsqueda de salidas de la situación colonial persistente.
Pero, en vista de esta crisis civilizatoria, la cual no ha sido creada, sino sólo visibilizada mejor por la pandemia, ¿no tendrían que tomar las universidades, y en particular sus áreas de ciencias sociales y humanas, un papel más destacado y creativo en el debate sobre la situación y sus perspectivas, en la cual, como dice Bloch (1988: 260), “vivimos rodeados de posibilidades y no únicamente de cosas que existen”. O sea, en una crisis en la cual hay que “repensar nuestro modo de vivir”?31 Y tratar de consolidar -o recobrar- lo que Claude Lévi-Strauss (1970: LIV) identificó alguna vez como la tarea de la antropología, o sea, el “esfuerzo que renueva y expía el Renacimiento por extender el humanismo a la medida de la humanidad”.