Este texto refleja una investigación etnográfica de 20 años sobre exhumaciones de fosas comunes en la España contemporánea. Aborda las condiciones del desmantelamiento de la jerarquía funeraria derivada de su última guerra interna (1936-1939) y la posterior dictadura (1939-1975), entendida como una inscripción militarizada de una victoria cruenta sobre los derrotados en la contienda, y cuyas consecuencias son aún trágicamente evidentes en el país. Para comprender la complejidad de este proceso necropolítico y sus raíces históricas, en primer lugar analizo la formación de una suerte de apartheid funerario en el país, desde el final de la guerra, en el cual el régimen dictatorial impulsó a los cadáveres de los vencedores y de los vencidos a habitar dos espacios de muerte radicalmente diferentes a medida que su gestión, por acción u omisión, se convirtió en un rasgo destacado de la arquitectura de la nueva soberanía nacional.1
En segundo lugar, examino el enorme impacto que han tenido en el tejido social y político las exhumaciones de fosas comunes de civiles republicanos, que comenzaron en el año 2000, como parte de un movimiento social más amplio que desafía la impunidad de los crímenes franquistas durante la guerra y la posguerra. La irrupción de las víctimas olvidadas de Franco en el espacio público, en forma de restos cadavéricos heridos y mal enterrados en fosas comunes, comenzó a suscitar preguntas incómodas sobre el alcance y la profundidad del legado de Franco, y la perdurabilidad de la máquina de impunidad que lo sigue encubriendo, al menos en parte, décadas después de su muerte. Este proceso, en un principio impulsado por los nietos de los vencidos en la guerra, desafió a las instituciones públicas y cuestionó la capacidad de respuesta del sistema judicial a las demandas de rendición de cuentas que se planteaban, al tiempo que arrojaron luz sobre las profundas contradicciones que todavía hoy dominan la relación de España con la Guerra Civil.
En tercer lugar, como una consecuencia crucial de este proceso, exploro la forma en que estas exhumaciones del siglo XXI, que han tenido un gran impacto político y mediático, se entrecruzan con el monumento franquista más destacado y polémico del país, el Valle de los Caídos, y empezaron a amenazar su integridad patrimonial, su estatus de enorme cementerio de la Guerra Civil y su legitimidad como lugar de enterramiento del dictador desde su muerte en 1975. El perturbador hallazgo de que en sus criptas subterráneas, donde hay enterradas más de 33 800 personas, también se encontraba un número indeterminado de civiles republicanos ejecutados durante la guerra y trasladados allí sin el conocimiento ni permiso de sus familiares, encendió el debate sobre el monumento y sobre la forma de afrontarlo en una sociedad democrática.
La presión para exhumar y sacar los restos de Franco fuera del Valle -al final el dictador fue trasladado a un panteón familiar en el cementerio de El Pardo en octubre de 2019- desestabilizó la jerarquía funeraria establecida durante el franquismo, y afectó también los lugares de enterramiento de otros destacados líderes militares que participaron en el golpe de Estado de 1936, a quienes la opinión pública percibe cada vez más como culpables de crímenes contra la humanidad, en el marco de los discursos y prácticas transnacionales de los derechos humanos (Ferrándiz, 2014: 205-259, y 2022).
Desmantelar el militarismo inscrito en las cartografías de la muerte derivadas de la guerra, desafiando los arreglos funerarios militares o degradando las estatuas de los generales,2 implica de manera paradójica un cierto nivel de remilitarización por otros medios. Llamo militarismo fantasma a este reflejo conmemorativo profundamente encarnado, pues tiene su expresión principal en la lectura forense de los cuerpos fusilados. Este militarismo reflexivo y especular se filtra en las culturas políticas conmemorativas que acompañan a los procesos de memoria histórica que, en un contexto de predominio del rescate forense de los cadáveres en las fosas comunes, quedan de modo inevitable infiltradas por las huellas, lógicas y narrativas belicistas que se desvelan en las exhumaciones en estas escenas de crimen: malos tratos, fracturas, fusilamientos, tiros de gracia, balas, enterramientos desordenados, etcétera.
Por lo tanto las resonancias fantasmales de las múltiples manifestaciones del aparato militar que desencadenó el golpe de Estado de 1936 y la cruenta guerra y dictadura que le sucedieron, inscritas a sangre y fuego en los cuerpos fusilados, no son sólo fuerzas espectrales o metafóricas. También están consolidadas en formas concretas de la materialidad de la perpetración, ya sean esqueletos heridos o monumentos grandiosos. Es la resiliencia o la fragilidad a largo plazo de este militarismo fantasma lo que marcará el éxito o el fracaso del proceso de reparación de las hondas huellas que dejó la guerra en los que resultaron derrotados que, además de sufrir una represión feroz, no pudieron articular ni su sufrimiento ni su memoria del conflicto durante la dictadura, y no del todo durante las primeras décadas de la democracia.
Genealogía necropolítica de la guerra
La Guerra Civil española, iniciada el 18 de julio de 1936 por una rebelión militar contra el gobierno republicano elegido democráticamente, duró casi tres años y dejó alrededor de 500 000 españoles muertos. Cerca de 300 000 murieron en combate y hasta 200 000 civiles fueron ejecutados en la retaguardia. Estas cifras son estimaciones, ya que hay desacuerdos entre los historiadores sobre las bajas, ciertas regiones del país están insuficientemente estudiadas y muchos datos siguen faltando o son de difícil acceso. En cuan-to a la ejecución masiva de civiles durante el conflicto, la historiografía contemporánea ubica las cifras en torno a 55 000 muertos en la zona controlada por los republicanos, y hasta 150 000 en la zona nacionalista rebelde durante la guerra y la represión de los primeros años de la posguerra (Rodrigo, 2008). A esta cantidad, Paul Preston (2011) añade otras 20 000 ejecuciones después de la guerra, sin contar a aquellos quienes murieron de hambre y enfermedad mientras estaban atrapados en una densa red represiva de cárceles y campos de concentración.
Las matanzas de civiles en las zonas republicana y nacionalista fueron dramáticas, pero difieren significativamente en número y escala. Para Santos Juliá, mientras que en la zona controlada por los sublevados -en expansión a medida que se acercaba la victoria militar- la represión y la muerte estaban planificadas, en la zona republicana la violencia sobre civiles tuvo más que ver con el colapso de las estructuras de poder derivado del golpe militar (1999: 25-26). El general Emilio Mola, principal instigador y líder de la sublevación militar hasta su muerte en un accidente aéreo en junio de 1937, se refirió sin ambages al plan de los insurrectos en una reunión con alcaldes municipales de Navarra justo después del golpe:
Hay que sembrar el terror... Hay que dar la sensación de dominio eliminando sin escrúpulos ni vacilación a todos los que no piensen como nosotros. Nada de cobardías. Si vacilamos un momento y no procedemos con la máxima energía, no ganaremos la partida. Todo aquel que ampare u oculte un sujeto comunista o del Frente Popular [la coalición de izquierdas que ganó las elecciones de 1936] será pasado por las armas [Preston, 2011: 253 ].
Basándose en las instrucciones de Mola y en los posteriores edictos de guerra, en las transmisiones radiofónicas de los golpistas y en las pruebas de archivo, en particular los certificados de defunción y las actas burocráticas de los consejos de guerra, el historiador Javier Rodrigo también sostiene que hubo diferencias cruciales entre las acciones represivas sobre los civiles llevadas a cabo tras el frente en las zonas republicanas y en las nacionales (2008: 42-49; Casanova Ruiz, 1999: 159-177).
Una vez finalizada la guerra, el 1º de abril de 1939, Franco puso en marcha otras formas de represión y contención del enemigo en cárceles y campos de concentración, así como mediante juicios, purgas, trabajos forzados, desalojos, expropiación de bienes, etcétera (Gómez Bravo, 2017; Rodrigo, 2005). Asimismo, se ocupó de la celebración y la conmemoración del alzamiento y la victoria militar y, muy importante para el argumento central de este trabajo, de la reubicación funeraria con todos los honores de los que murieron en el bando nacional, tanto en el frente como en la retaguardia. Durante los primeros años de la posguerra, el Estado promulgó una abundante legislación funeraria que afectaba en específico a los cadáveres reclamados como propios por la dictadura. Mientras tanto, los cuerpos de los vencidos -expulsados de la comunidad legítima de los muertos de la guerra como “rojos”, “hordas marxistas” y, en última instancia, “traidores” a su país- continuaron acumulándose en fosas comunes y permanecieron al margen de la legislación, ignorados y excluidos del proyecto militarpolítico-religioso triunfante de una Nueva España. La formación de un apartheid funerario, estableciendo conexiones asimétricas entre el territorio y el necropoder, se convirtió así en una piedra angular en la construcción del control soberano dictatorial del país (Robben, 2015).
La primera ola de exhumaciones de civiles muertos en la guerra tuvo lugar recién acabada la guerra, como parte del luto por las pérdidas del bando ganador, la reconstrucción nacional y la organización del nuevo Estado dictatorial. Tanto las fuerzas militares como las principales instituciones forenses participaron en cientos de desenterramientos e identificaciones, y el gobierno central dictó instrucciones formales para impedir excavaciones espontáneas (Saqqa, 2020). En un ritual funerario impactante, en noviembre de 1939, el ataúd con el cuerpo del fundador de Falange Española (el partido fascista de España), José Antonio Primo de Rivera, desfiló dramáticamente a lo largo de casi 500 km durante diez días a hombros de sus seguidores, desde una tumba en el cementerio de Alicante hasta el monasterio de El Escorial, el símbolo más distinguido de la monarquía y el Imperio español, donde fue enterrado en la basílica, delante del altar mayor y sobre el Panteón Real (Box, 2009). Muchos otros fueron exhumados y reenterrados con honores religiosos y militares en cementerios locales, ocupando panteones visibles y prioritarios que aún hoy pueden verse. En los muros de las iglesias de casi todos los pueblos del país se colocaron placas con los nombres de los “Caídos por Dios y por España” locales -siempre presididas por el nombre de José Antonio, “mártir de mártires”- refrescando una alianza secular, profunda, entre nación, ejército e Iglesia católica.
En paralelo a la consolidación de la dictadura y la reubicación honorífica de las fosas comunes de los vencedores, el país sufrió una exhaustiva militarización conmemorativa de sus espacios públicos. Se inauguraron por doquier monumentos a la memoria de los mártires de la guerra franquista. Las calles recibieron el nombre de oficiales y héroes militares en toda España. Algunos de los sitios de las batallas heroicas del franquismo se conservaron en ruinas, transformados en símbolos de resiliencia y triunfo (Viejo-Rose, 2011: 45-104). Se colocaron estatuas ecuestres de Franco en lugares destacados de las ciudades españolas. En uno de los principales accesos de entrada a Madrid se erigió un arco del triunfo para conmemorar la victoria militar. Si los tres años de guerra fratricida no habían generado ya suficientes combates, represión, ejecuciones, operaciones militares y largas filas de civiles aterrorizados que se desplazaban dolorosamente al exilio, España quedaba ahora por completo reinscrita en una lógica simbólica y política militarizada.
La coreografía conmemorativa de los muertos en la guerra tuvo lugar dentro de una narrativa oficial omnipresente de la victoria militar, anclada en los conceptos de cruzada religiosa, heroísmo y martirio -conocida en la historia política española como nacionalcatolicismo-, donde el culto a los caídos jugó un papel predominante en la remodelación del nuevo cuerpo político (Aguilar, 2000; Box, 2009). Muchos de estos panteones, placas, monumentos y otras infraestructuras heterogéneas todavía se encuentran hoy en día en sus ubicaciones originales, aunque son muy cuestionados por sectores de la izquierda política y han sido desmantelados en muchos casos.
Pasemos a la segunda fase necropolítica de gestión de los cadáveres de la guerra. En 1959, 20 años después del final del conflicto, una nueva oleada de desenterramientos removería a los muertos de la Guerra Civil, reinscribiendo las desgastadas nociones religiosas y militaristas de martirio, sacrificio y patriotismo en los cuerpos de muchos vencedores de la guerra, y generando un desfase funerario mayor entre los espacios de muerte de triunfadores y vencidos. A lo largo de dos décadas, más de 33 000 cuerpos, tanto de militares como de civiles, fueron desenterrados en toda España y trasladados a las criptas subterráneas del Valle de los Caídos (Olmeda, 2009). Uno de los primeros en llegar fue José Antonio Primo de Rivera, trasladado desde el monasterio de El Escorial y colocado con gran solemnidad frente al altar mayor. Durante 15 años presidió el monumento en solitario, mientras las criptas laterales se llenaban de miles de cuerpos de diversa procedencia. Fue un honor que compartiría a partir de noviembre de 1975, cuando, tras un funeral de Estado fuertemente militarizado, el Valle se convirtió en el lugar de enterramiento del propio Franco, que fue colocado detrás del altar mayor, creando un eje funerario de gran carga política y simbólica con Primo de Rivera. El hecho de que ambos hubieran muerto un 20 de noviembre, aunque con 39 años de diferencia, consolidó una fecha conmemorativa poderosa para los vencedores. La llegada de los restos del dictador al Valle selló de manera inequívoca el monumento como el principal bastión franquista de España. Aunque la mayoría fueron traídos durante la década de 1960, cuerpos procedentes de todo el país siguieron llegando al Valle hasta 1983.
Mientras tanto, la gran mayoría de las fosas comunes que contenían a los republicanos -que siguieron creciendo en número en los años de posguerra como resultado de la represión que duró mucho más allá de los límites formales del conflicto- permanecieron abandonadas en diversos lugares fuera de los cementerios (a veces justo fuera de los muros) o en secciones civiles de “segunda clase” de los cementerios formales. Esta topografía de la muerte fue consecuencia de la aplicación de un castigo funerario. Los civiles republicanos asesinados durante la guerra y posguerra fueron también expulsados de la comunidad legítima de los muertos, por medio de entierros inapropiados o deshonrosos. Estas fosas no señaladas, fuera de los espacios funerarios convencionales e ignoradas por las leyes de conmemoración y reentierro de la posguerra, llevaban consigo un mensaje admonitorio para los potenciales disidentes políticos. Con el paso de las décadas, algunas de estas fosas comunes desprotegidas permanecieron como secretos públicos -en los municipios se sabía de su existencia, pero sólo en algunos casos se rescataron-, al tiempo que otras simplemente desaparecieron, destruidas por la modernización de las infraestructuras y la expansión de las zonas poblacionales, derivadas del desarrollo urbano y rural.
Tras la muerte de Franco en 1975, se abrió una tercera fase de reubicación de los cuerpos de la guerra, cuando familiares de republicanos fusilados llevaron a cabo numerosas exhumaciones con escaso apoyo institucional o técnico, y con una atención mediática limitada, dentro del marco de las culturas políticas emergentes que acompañaban la transición a la democracia. Estas exhumaciones locales -algunas seguidas de nuevos entierros en cementerios municipales, en ocasiones con asistencia muy numerosa- proporcionaron a los derrotados en la guerra un atisbo crucial de visibilidad pública que afectó tanto a los ejecutados como a los supervivientes, e iniciaron el proceso de reconocimiento y conmemoración tras largas décadas de sufrimiento y marginación (De Kerangat, 2017).
La impronta militarista de Franco, en entredicho
En su discurso de Navidad de 1969, ya en su vejez, Franco aseguró a sus partidarios que su legado militarista estaba “atado y bien atado” con la reciente designación por parte del Parlamento del príncipe Juan Carlos de Borbón como su sucesor. Una nueva monarquía habría de emerger de su gloriosa victoria militar y de su régimen dictatorial. Había algo de cierto en ello. Es un hecho que España continúa luchando por deshacerse por entero de las huellas conspicuas de un militarismo dictatorial que se remonta a los años treinta y que ciertas fuerzas conservadoras, que se originaron y alimentaron durante el franquismo, siguen siendo sólidas en el contexto democrático; sobre todo en los ámbitos político y jurídico, así como en poderosos sectores de la Iglesia católica. El surgimiento en 2013 del partido político de extrema derecha Vox cristaliza con claridad esta herencia franquista. Resulta paradójico que las fuerzas armadas, intensamente reformadas durante el mandato del presidente socialista Felipe González (1982-1996), han sido acreditadas por observadores internacionales como Pablo de Greiff (2014: 5-7), relator especial de la Organización de las Naciones Unidas (ONU) para la promoción de la verdad, la justicia, la reparación y las garantías de no repetición entre 2012 y 2018, con un papel más profesional y políticamente neutral, aunque persisten núcleos muy conservadores y ultraderechistas en su seno.
Para abreviar un debate complejo, en la transición española hacia la democracia (1975-1982), la fuerza motriz dominante fue la de la reconciliación, y los crímenes cometidos por el ejército sublevado y los paramilitares durante la guerra, y más tarde durante el franquismo, fueron de manera deliberada “echados al olvido” en aras de la coexistencia pacífica, como sugirió el influyente historiador Santos Juliá (2003). La Ley de Amnistía aprobada en 1977 fue empleada por el sistema judicial español, conservador en extremo, para apuntalar la impunidad de los crímenes franquistas. A pesar de estas importantes concesiones por parte de los descendientes de los vencidos, un fallido golpe militar ocurrido en 1981 -durante el cual el parlamento fue tomado por guardias civiles durante la investidura del presidente Calvo Sotelo, y la ciudad de Valencia fue ocupada por tanques y declarada en estado de emergencia- provocó escalofríos en el tejido colectivo, recordándole al país que aún entonces sectores del ejército descontentos con el sistema democrático permanecían vigilantes y listos para restaurar el orden si era necesario. Con el paso de los años, la transición española fue estudiada a fondo por los politólogos, e incluso se convirtió en un posible modelo a exportar (Aguilar, 2000).
Sin embargo, a principios del siglo XXI, cuando los nietos de los vencidos en la guerra comenzaron a revisar la represión de los civiles por parte del ejército y los paramilitares franquistas, se empezaron a desestabilizar estas percepciones supuestamente consensuadas de la Guerra Civil, la dictadura y la transición a la democracia (Sánchez León e Izquierdo, 2017). En octubre del año 2000, el sociólogo y periodista Emilio Silva fue clave en la apertura del capítulo más reciente de los desenterramientos de la Guerra Civil en España, al promover la exhumación de una fosa común republicana en Priaranza del Bierzo (León), que contenía el cuerpo de su abuelo y de otras 12 personas. Dirigida por expertos técnicos, desencadenó una vertiginosa ola de búsqueda de desaparecidos, excavaciones y reenterramientos, cada vez más vinculada a la expansión de los discursos y prácticas globales de los derechos humanos y la promoción de la verdad, la justicia y la reparación para las víctimas (Ferrándiz, 2014; Ferrándiz y Robben, 2015; Robledo y Hernández, 2019).
En los años siguientes se desató en el país una tormenta política y mediática sobre el tratamiento adecuado de estos cuerpos exhumados, anacrónicos y altamente perturbadores, con repercusiones internacionales. La derecha política, que como ya hemos visto es en buena medida heredera de las élites políticas de la dictadura, se resistió de modo enérgico a este proceso emergente, con el argumento de que, durante la transición a la democracia, ya se había logrado satisfactoriamente la reconciliación nacional, tras un conflicto tan doloroso, y que mirar atrás equivalía a reabrir viejas heridas de manera innecesaria. A pesar de esta férrea oposición, las exhumaciones se multiplicaron en los años siguientes, primero promovidas en su mayoría por los nietos y, con posterioridad, por los bisnietos de los republicanos ejecutados.
En breve, los principales avances en España desde el decisivo desentierro de Priaranza se pueden resumir en 1) la aprobación en 2007, durante el gobierno socialista de Rodríguez Zapatero -tras acalorados debates en el parlamento y, en general, en la esfera pública-, de una ley de memoria por la que “se reconocen y amplían derechos y se establecen medidas en favor de quienes padecieron persecución o violencia durante la guerra civil y la dictadura”;3 2) el intento fallido en 2008 del juez Baltasar Garzón -reconocido en el mundo por dictar en 1998 una orden de detención contra el dictador chileno Augusto Pinochet por genocidio, terrorismo internacional, tortura y desapariciones forzadas- de vincular el caso español con el derecho internacional de los derechos humanos reformulando la represión franquista como crímenes de lesa humanidad (Ferrándiz, 2014: 205-259); 3) el testimonio judicial oral de víctimas del franquismo ante el Tribunal Supremo durante el juicio a Garzón por prevaricación; 4) una segunda demanda presentada en Argentina en 2010 a la que se sumaron progresivamente diversas asociaciones españolas para la recuperación de la memoria histórica, colectivos de víctimas y algunas instituciones, en relación con los crímenes de lesa humanidad perpetrados durante la Guerra Civil y el franquismo, según el derecho internacional (conocida como Querella Argentina); 5) el nombramiento en 2011 por parte del gobierno de una Comisión de Expertos -en la que participé- para decidir el destino de la tumba de Francisco Franco y el controvertido monumento que la alberga; y 6) la elaboración desigual de las políticas autonómicas de memoria en ciertas partes de España, que afectan la exhumación de fosas comunes, el reconocimiento del sufrimiento de diversos tipos de víctimas, la eliminación de las huellas físicas de apología del franquismo, y la memorialización de la resistencia antifranquista, entre otros temas controvertidos (País Vasco, Andalucía, Cataluña, Navarra, Extremadura, Islas Baleares y otros; véase Ferrándiz y Hristova, 2019 y Escudero, 2021).
En el periodo 2005-2011, el gobierno socialista de José Luis Rodríguez Zapatero destinó más de 20 millones de euros de fondos públicos estatales para apoyar exhumaciones y otras actividades conmemorativas relacionadas con el rescate de la memoria de los vencidos de la guerra, aunque una pequeña parte también se destinó a proyectos que perseguían la promoción de la “otra” memoria, como algunos autores se refieren ahora a la memoria de los vencedores franquistas. Durante este periodo, aumentaron los desenterramientos y reenterramientos, los documentales, los monumentos conmemorativos, las investigaciones locales sobre la represión, las conferencias y los actos de homenaje, y se empezaron a cuestionar otros rastros del régimen franquista aún presentes en el espacio público. Pero cuando el derechista Partido Popular (PP) llegó al poder en diciembre de 2011, la financiación estatal para las exhumaciones y las actividades conmemorativas relacionadas con la Guerra Civil cesó por completo. El presidente del Gobierno español en el periodo 2011-2018, Mariano Rajoy, manifestó públicamente su desprecio por la ley de memoria y su intención de desactivarla al no dotarla de presupuesto. En total, desde el año 2000 se han abierto más de 950 fosas comunes y se han desenterrado más de 11 000 cuerpos (Francisco Etxeberria, comunicación personal, marzo de 2022).
Sin importar la inclinación política del partido en el poder desde el año 2000, el caso español se fue entrelazando de forma progresiva con los procesos transnacionales de los derechos humanos, una conexión promovida muy activamente por algunos sectores del movimiento asociativo y que cobró impulso tras el fallido auto del juez Garzón de 2008. En 2014, dos informes de la ONU (del Grupo de Trabajo sobre Desapariciones Forzadas e Involuntarias y del relator especial de la ONU para la promoción de la verdad, la justicia, la reparación y las garantías de no repetición) amonestaron al Estado español por negarse a enmarcar estos desenterramientos -y la cuestión más amplia de los crímenes de lesa humanidad cometidos durante la guerra y la dictadura- en la legislación internacional de derechos humanos y en los marcos de la justicia transicional. Exigieron que el Estado reconociera estos crímenes como desapariciones forzadas, asumiendo la responsabilidad de investigarlos todos (De Greiff, 2014).
La historia de los cuerpos acribillados que ahora se recuperan comenzó con denuncias, detenciones, cárceles, juicios militares, torturas y maltratos, ejecuciones y enterramientos precipitados en fosas comunes décadas atrás. Todas estas técnicas represivas deben entenderse como instrumentos de una política generalizada del terror, que era parte de la estrategia militar de Franco: sembrar el miedo y eliminar la disidencia a medida que sus tropas tomaban el control del país. De este modo, el trabajo de memoria en torno a las fosas comunes y las exhumaciones, así como el proceso de dignificación y reenterramiento de los esqueletos ejecutados, es de suma trascendencia, ya que desmantela una topografía del terror elaborada por los militares golpistas que incluyó el sembrado de fosas comunes a lo largo de todo el territorio nacional.
La mayoría de los activistas y familiares involucrados en el movimiento social de la memoria, muy diverso en su interior, coincide en que los desentierros y reentierros sólo tienen sentido si los ejecutados durante la guerra y la posguerra, y después abandonados y maltratados por el Estado durante décadas, resultan “dignificados” en el proceso. Sin embargo, hay desacuerdos importantes entre las diferentes sensibilidades memoriales existentes sobre cómo proceder -técnica, política y simbólicamente- en el desmantelamiento y reubicación de este espacio estigmatizado de muerte (Ferrándiz, 2014: 191-203).
Tras el año 2000, las iniciativas que defendían conmemorar y resignificar las fosas comunes sin llevar a cabo exhumaciones pasaron poco a poco a un segundo plano, debido al éxito progresivo de un giro forense en el campo asociativo de recuperación de la memoria, a medida que se acumulaban las exhumaciones realizadas con equipos técnicos en las que los arqueólogos y los médicos forenses se convertían en intérpretes cruciales de la Guerra Civil y la represión de la posguerra, y los esqueletos ejecutados ocupaban el centro de las prácticas de memoria, los debates públicos y los medios de comunicación, incluidos los nuevos medios digitales (Ferrándiz y Baer, 2008).
De manera irónica, debido a la Ley de Amnistía de 1977 y a la prescripción de los delitos en la ley penal española (20 años), lo que implica la ausencia de un marco jurídico para las exhumaciones del tipo de los que operan en países como Argentina o Bosnia, las intervenciones forenses se llevan a cabo en un modo como si. Es decir, aunque los técnicos redactan informes científicos sobre las exhumaciones homologables en todo el mundo, en la actualidad éstos no tienen valor jurídico, aunque podrían reactivarse legalmente como evidencia si en el futuro hubiera algún tipo de marco legal para enjuiciar los crímenes del franquismo -en un contexto de justicia restaurativa más que penal-. Pero el hecho de que las excavaciones no tengan cobertura legal no les resta eficacia social y simbólica para los familiares.
Volvamos por un momento al impacto del giro forense en las culturas memoriales que se ha establecido en España en las dos últimas décadas. Las exhumaciones se convierten en escenografías forenses, en las cuales salen a la luz y se documenta con detalle y sistematicidad todo rastro de violencia pre mortem, perimortem y post mortem, así como otros elementos definitorios de las modalidades de represión sobre civiles. Las marcas de los tiros de gracia, los casquillos de munición, las cuerdas y los alambres con los que fueron atados, la cal viva o los objetos personales se convierten en la zona cero de la represión militarista franquista, que a menudo eclipsan o empujan a un segundo plano otras narrativas alternativas del pasado (Anstett y Dreyfus, 2015; Crossland y Joyce, 2015; Dziuban, 2017; Ferrándiz y Robben, 2015).
La transmisión de esta conexión forense con el pasado, con un innegable poder seductor, se produce de diversas formas: en los seminarios móviles en los que expertos ofrecen a los asistentes su interpretación de los avances científicos del día en las exhumaciones (Bevernage y Colaert, 2014); en las presentaciones PowerPoint que se han convertido en parte integrante de las ceremonias de retorno; en el uso de fotografías y otros recursos de origen forense en el repertorio conmemorativo del movimiento asociativo; o en el flujo de datos científicos a distintos archivos no oficiales, ya sean personales, familiares o gestionados por asociaciones memorialistas (Aragüete-Toribio, 2017), por citar algunos relevantes. En este marco interpretativo impulsado por la lógica de la evidencia criminal, en la que la medicina forense se convierte en la ciencia crucial de la memoria y la escena del crimen -en su versión de crímenes contra la humanidad-, sus parámetros lógicos y estéticos se convierten en uno de los puntos de acceso clave al pasado traumático en el espacio público. La enorme influencia de este relato científico de la represión violenta inscrita en los civiles ejecutados que yacen en las tumbas necesariamente tiñe y modula, como un militarismo fantasma, la cultura memorial que intenta desmantelarla.
El desmantelamiento de la tumba de Franco
La exhumación en 2003 de una fosa común en la provincia de Ávila colocó al Valle de los Caídos en el radar del movimiento memorialista del siglo XXI. Cuando los arqueólogos intentaron exhumar la fosa, apenas encontraron algunos restos cadavéricos dispersos y varios objetos personales. Era evidente que la fosa había estado allí y también que había tenido lugar una excavación previa bastante descuidada, de la que los familiares no tenían conocimiento hasta ese momento. Fausto Canales fue el impulsor de esta exhumación, buscando a su padre y a seis vecinos más del pueblo de Pajares de Adaja, todos miembros del Partido Socialista local, asesinados en 1936 por miembros de Falange en operaciones de represión de retaguardia. Canales decidió entonces emprender por su cuenta investigaciones sobre lo que había sucedido. Encontró en los archivos pruebas documentales de que los cuerpos habían sido desenterrados y trasladados al Valle en 1959.
El caso era especialmente llamativo porque se trataba del primer ejemplo documentado de que una fosa común con represaliados republicanos había sido asaltada durante el franquismo para contribuir a rellenar las criptas del Valle, sin el conocimiento de los familiares. Las instrucciones para llenar estas criptas provenían del gobierno central y de los gobiernos civiles y es posible plantear la hipótesis de que, ante la negativa de no pocos descendientes de franquistas a los traslados, pues sus familiares ya llevaban 20 años enterrados en lugares de honor en los cementerios locales, algunos funcionarios locales que estaban bajo presión política y administrativa para aportar cuerpos al nuevo panteón nacional aprovecharon la oportunidad para desmantelar algunas fosas republicanas, borrando con ello la incómoda evidencia de los vergonzosos asesinatos de vecinos que habían tenido lugar durante la guerra y la posguerra (Olmeda, 2009).
El descubrimiento tuvo mucho impacto mediático, primero nacional, pero también internacional más adelante, y Fausto Canales, que relató la historia del saqueo de las fosas de su padre y otros vecinos una y otra vez en los medios, se transformó en un símbolo de coraje y resistencia para las asociaciones de recuperación de la memoria histórica. Sin embargo, esto era sólo una parte de una revelación pública más amplia y de igual modo sorprendente: las criptas del Valle en realidad alojaban más de 33 000 cadáveres de la Guerra Civil, alrededor de 12 000 de ellos desconocidos, un número indeterminado de los cuales eran civiles republicanos ejecutados. Se trataba de una operación necropolítica de una escala inimaginable, bastante desconocida más allá de algunos grupos de especialistas, funcionarios de Patrimonio Nacional (a quien pertenece el monumento) o los propios monjes que custodian la abadía, a pesar de que el periodista de investigación Daniel Sueiro ya había publicado un libro sobre el tema al poco tiempo de morir Franco (1977). El creciente impacto mediático del movimiento memorialista amplificó muchísimo el hallazgo de Canales.
A medida que la investigación proporcionaba más datos sobre la genealogía y la magnitud de las criptas, y ya sobre aviso por el caso de Pajares de Adaja, otros familiares descubrieron exhumaciones semejantes de fosas republicanas destinadas a las criptas del Valle, algunos de ellos, empezando por el propio Canales, presentaron requerimientos judiciales para la inmediata exhumación de sus familiares del Valle y la devolución a las familias. Estas demandas han languidecido durante años en laberintos religiosos, burocráticos, políticos y legales, y se ven amenazadas por un contralitigio por profanación funeraria de parte de la principal asociación que defiende la esencia franquista del Valle (Ferrándiz, 2014: 261-303). Una sentencia judicial firme de 2016 autorizó el desenterramiento de los hermanos anarquistas Manuel y Antonio Ramiro Lapeña, ejecutados en 1936 y exhumados en 1959 en Calatayud para ser trasladados al monumento junto con otras 80 personas que estaban en la misma fosa, inicialmente aclamada como histórica, se ha encontrado con obstáculos judiciales, políticos y técnicos.
Los guardianes de los secretos más ocultos del monumento, los monjes benedictinos encargados de él y del culto a los muertos trasladados allí desde 1958, pocos meses antes de su inauguración el 1º de abril de 1959, reaccionaron con rapidez para adelantarse a cualquier intento de cuestionar la integridad de las criptas, que consideran un cementerio sagrado inviolable, a pesar de su compleja y problemática constitución, aún poco estudiada. En primer lugar, argumentaron que su propio censo podía ser erróneo y que el número real de cadáveres era quizá el doble del registrado. En segundo lugar, transmitieron a la prensa la imposibilidad de cualquier tipo de exhumación o identificación individualizada de los restos, con el alegato de que las filtraciones y goteras que había sufrido el monumento a lo largo de las décadas habían afectado las criptas donde estaban enterrados los cadáveres, hasta tal punto que el osario se había disuelto al menos en parte en la roca, lo que hacía indistinguibles los cuerpos.
Retrocedamos unas décadas para entender mejor por qué los familiares de las víctimas republicanas están tan afectados por los acontecimientos que están ocurriendo en el monumento que consideran el más firme y extravagante bastión del franquismo -en palabras de Canales (conversación personal), una “caverna del horror”, inconcebible en un Estado democrático-. El Valle de los Caídos es el monumento franquista más importante que pervive en España, y fue visualizado por Franco durante la guerra para albergar los cuerpos de los vencedores, creando un culto religioso permanente para conmemorar su martirio y sacrificio, tal y como sugería el decreto fundacional firmado por el dictador el 1º de abril de 1940.
Partes del monumento imitan el estilo imperial creado por el arquitecto Juan de Herrera, canonizado en el monasterio cercano de El Escorial, construido por Felipe II en el siglo XVI, que en la actualidad alberga el Panteón Real. A sólo 13 km de distancia, estas dos arquitecturas del poder están unidas por un cordón umbilical que conecta diferentes utopías imperiales. En efecto, Franco siempre trató de reconstruir su victoria militar como una continuación de las Cruzadas y del Imperio español. La cruz más alta de la cristiandad se eleva 150 m sobre el risco donde se instaló el Valle. La basílica subterránea presenta un programa iconográfico que entrelaza símbolos católicos y militares, sellando una alianza de décadas (Casanova Ruiz, 2011). Para dar la bienvenida a los visitantes, en la entrada se encuentran dos enormes ángeles que sostienen espadas que apuntan hacia abajo. Las seis capillas laterales de la nave central están dedicadas a vírgenes, ya sean patronas de las fuerzas armadas o referidas a hechos bélicos. La impresionante cúpula de la basílica cristaliza en un mosaico de varios millones de piezas la esencia de España como país profundamente católico, e incluye representaciones de los mártires de la nación. Una sección del mosaico alude de manera directa a la Guerra Civil y a su cuota de mártires y “caídos por Dios y por España”, donde pueden observarse banderas franquistas y falangistas -entre otras-, soldados, escenas de lucha, e incluso un carro de combate que apunta hacia la zona del altar.
Justo antes de su inauguración formal, el 1º de abril de 1959, en el vigésimo aniversario de la victoria militar de Franco, uno de los primeros cuerpos en ser trasladados al monumento, como hemos visto, fue el del líder fascista José Antonio Primo de Rivera, que fue trasladado desde el monasterio de El Escorial y colocado ante el altar mayor de la basílica. Junto con su cuerpo se trasladó al Valle la conmemoración del día de su ejecución en 1936, el 20 de noviembre, una celebración franquista emblemática desde el fin de la guerra (y también el 18 de julio, día del golpe de Estado de 1936, y el 1º de abril, día de la “victoria” del franquismo). Como hemos visto, a partir de 1959 empezaron a llegar miles de restos cadavéricos a las criptas del monumento (Olmeda, 2009).
Aunque no ofrecía dudas, el perfil militarista del Valle, y su conexión con el franquismo, se agudizaron sobremanera en 1975. Aunque no está claro cómo se llegó a la decisión de enterrar al dictador en el monumento, tres días después de su muerte (el 20 de noviembre) fue trasladado al Valle, tras una vigilia de dos días en el Palacio Real a la que acudieron miles de personas. Enterrado con su uniforme de gala, fue colocado justo detrás del altar, configurando un eje memorial muy poderoso con la tumba de Primo de Rivera. El hecho de que Franco muriera el mismo día que Primo de Rivera, aunque con 39 años de diferencia, fortaleció el simbolismo de una fecha que ya era clave en el esquema memorial del franquismo.
Así, el Valle se convirtió en el principal lugar de nostalgia militarista de tiempos pasados. Aunque su número disminuyó con el tiempo, grupos de simpatizantes franquistas y miembros de la Falange organizaron rituales conmemorativos, incluyendo desfiles militares desde Madrid hasta el Valle, saludos romanos y el canto de himnos fascistas junto a las lápidas. En sus anticuadas homilías, los benedictinos siguen rezando a diario por la “unidad de España” y la sangre derramada por los mártires de la Guerra Civil. Mientras que la tumba de José Antonio ha perdido protagonismo con el tiempo, la tumba de Franco y, con mayor precisión, sus restos mortales se convirtieron, cada vez más, en el último bastión de la prolongada, pero decadente, soberanía de su régimen.
En 2011, el gobierno socialista nombró una Comisión de Expertos para proponer alternativas para “democratizar” y “resignificar” el monumento, despojándolo de su tono militarista y predemocrático.4 Debido a mi investigación sobre las fosas comunes, fui invita-do a formar parte de este órgano. La derecha política, la Iglesia y sus medios de comunicación asociados se mostraron hostiles a esta comisión, puesto que consideran que el Valle es ya un lugar de reconciliación y concordia -una visión difícil de compartir por la izquierda política-. Las sesiones plenarias de la comisión se celebraron en el Complejo de Moncloa, lo que remarcaba su carácter institucional. Los integrantes de la comisión nos repartimos en tres áreas que trataban aspectos diferenciados: el estatus legal del monumento, la conservación o eliminación de sus elementos simbólicos, y la gestión de las contradicciones y tensiones continuas que emanaban tanto de las sepulturas privilegiadas en la basílica -las tumbas de Franco y José Antonio- como de su enorme cementerio subterráneo.
En la “subcomisión de criptas”, a la que fui asignado, establecimos que cualquier transformación del monumento requería la eliminación radical de la jerarquía funeraria franquista que dominaba el Valle, pues era la piedra angular del apartheid funerario más amplio que se estaba desmantelando en las exhumaciones a nivel estatal desde el año 2000. En primer lugar, argumentamos que, si el monumento estaba en realidad dedicado a los muertos de la Guerra Civil, tal y como lo concibió y plasmó en la legislación el propio Franco, él mismo debía ser exhumado y entregado a su familia para un entierro privado. Después, recomendamos que Primo de Rivera fuera trasladado a una cripta lateral, lejos de la privilegiada sepultura que aún hoy ocupa. Por último, el cementerio debía cambiar su estatus de carácter pseudorreligioso a un cementerio público especial bajo la plena supervisión del Estado. Esto facilitaría exhumaciones como las que exigen los familiares de los republicanos subrepticiamente enterrados allí.
Los tres miembros más conservadores de la comisión firmaron un voto privado en contra de la exhumación de Franco del Valle, con una advertencia sobre la alerta social que ello crearía en España y con el argumento de que no existía una propuesta semejante en ningún otro lugar de Europa.5 Desde que se hizo público el informe, la inviolabilidad de la tumba de Franco se convirtió en una importante línea roja para una derecha política que, aunque rehúye reivindicar vínculos explícitos con la dictadura (al menos hasta la aparición de Vox en 2013), se resiste de manera activa a muchos de los esfuerzos por desmantelar su legado. Sin embargo, a raíz del informe, el destino de la tumba de Franco, que ya estaba cuestionada en el movimiento memorialista, se instaló de modo definitivo en el debate público y pasó a ocupar periódicamente titulares en los medios de comunicación. Durante el gobierno conservador de Mariano Rajoy (2011-2018) hubo una absoluta inacción del Estado en relación con el informe de 2011.
Así, durante unos años el dictador siguió proyectando su sombra desde el más allá, arropado por su poco convencional escolta de más de 33 000 cadáveres de la Guerra Civil. Cuando la comisión fue en visita oficial al Valle, en compañía de autoridades del Estado, los benedictinos revelaron su malestar permaneciendo en su monasterio para rezar contra nuestra misión (y, supuestamente, por la verdadera alma de España).
No obstante, el círculo se iba cerrando cada vez más sobre el lugar de descanso de Franco, a medida que su férrea inscripción militarista se desmoronaba cada vez más y se extendían las consecuencias de las exhumaciones de fosas comunes de republicanos que comenzaron en el 2000. Este proceso de desmantelamiento funerario del franquismo desbordó la figura del propio dictador y empezó a afectar de forma directa a otros altos mandos militares involucrados en el golpe de Estado de 1936, a medida que en sectores de la sociedad aumentaba la conciencia de que se trataba de perpetradores de crímenes contra la humanidad, y la visión, cada día más consolidada, de que las élites políticas no habían sido capaces de confrontar mínimamente las atrocidades del franquismo durante la transición a la democracia ni en las dos décadas posteriores.
A finales de 2016 se retiraron del Monumento a los Caídos de Pamplona los restos de los generales Emilio Mola -verdadero cerebro de la rebelión militar de 1936- y José Sanjurjo -un golpista reincidente que había realizado un intento previo de derrocar al gobierno republicano en 1932-. Ambos murieron en sendos accidentes aéreos durante la guerra y se reunieron en el mismo mausoleo durante la dictadura. Al final, ambos fueron devueltos a sus familiares en medio de una fuerte controversia. Si bien el desentierro de Mola, el 24 de octubre, fue discreto, las condiciones impuestas por los familiares de Sanjurjo y la Iglesia para desenterrar su cuerpo desembocaron en unas tensas negociaciones y escaramuzas legales con el Ayuntamiento. Estas exhumaciones fueron un gran acontecimiento en la conservadora Pamplona, hecho que parecía impensable hasta 2015, cuando el Ayuntamiento cambió de manos y por primera vez llegó al poder un alcalde independentista vasco (Martínez Magdalena, 2017).
El 1º de junio de 2018, el Partido Socialista asumió el gobierno español después de que un escándalo de corrupción golpeara al PP y de que el presidente Rajoy se viera obligado a retirarse tras perder una moción de censura. Las peticiones al Partido Socialista para que cumpliera con su propia propuesta sobre el desentierro de Franco no se hicieron esperar.
Apenas unos días después, el 18 de junio 2018, en una entrevista en horario estelar en el principal servicio de televisión pública (RTVE), Pedro Sánchez confirmó su intención de poner en marcha el proceso de exhumación. Aunque no fijó una fecha concreta, en los medios de comunicación se desató el debate sobre la oportunidad y la modalidad de la exhumación. El 23 de agosto, el Consejo de Ministros aprobó un Real Decreto-ley -una fórmula jurídica que requiere la aprobación del Parlamento y que llevaría la firma del rey- que establecía las condiciones para la exhumación y la puesta en marcha del procedimiento administrativo.
Tras múltiples vicisitudes, pugnas con la familia de Franco y asociaciones conservadoras, y de un intenso, incluso agónico, debate público y político, a la postre el Tribunal Supremo avaló las tesis del gobierno respecto a la exhumación, que se produjo el 24 de octubre de 2019. Aunque la familia reclamó honores de jefe de Estado para el dictador, así como su traslado a la catedral de Madrid, con el aval judicial el gobierno pudo rechazar estas peticiones y diseñó una escenografía muy calculada -retransmitida en exclusiva por la televisión estatal-, en la que no hubo imágenes directas del desenterramiento y la expectación era máxima hasta que se abrieron las puertas de la basílica y apareció la familia de Franco sacando a hombros el sarcófago con su cuerpo, enfilando en absoluta soledad la amplísima plaza donde en 1975 miles de personas emocionadas acudieron a su funeral de Estado. El contraste entre ambos actos era sobrecogedor. Tras recorrer unos metros por la plaza en un coche funerario, fue trasladado en helicóptero hasta el cementerio de Mingorrubio, en El Pardo, donde fue sepultado junto a su esposa, que había muerto en 1988.
El desenterramiento y traslado de Franco tuvo un gran impacto social, político y mediático y supuso un avance significativo en la transformación del Valle de los Caídos y, en un sentido más amplio que incorpora el proceso de exhumación de fosas republicanas, en la recolocación democrática de los cadáveres de la Guerra Civil. Paradójicamente, mientras que la degradación funeraria de los cadáveres de los perpetradores del golpe de Estado de 1936 contribuye a una desmilitarización de la memoria democrática de la guerra, el efecto de militarismo fantasma que proyectan las exhumaciones científicas de los represaliados hace que las huellas físicas de la represión inscritas sobre los cuerpos rescatados de las fosas tengan una influencia decisiva sobre la lógica y la textura de las culturas memoriales contemporáneas.
Deshacer el legado militarista es una tarea desalentadora, larga, incompleta, oscura y a menudo frustrante, tanto en España como en cualquier otro lugar del mundo. Franco, que luchó y ganó una guerra a sangre y fuego y dirigió una férrea dictadura de 36 años, sigue arraigado de manera significativa en el paisaje institucional, político, simbólico y emocional español. Después de 40 años de democracia, la apertura de las fosas comunes abandonadas a su suerte durante décadas, la reubicación de generales golpistas, el borrado de los nombres de los perpetradores de los mapas de las calles, la retirada de las estatuas del dictador o el vaciamiento institucional de los cultos político-religiosos que rendían homenaje al dictador o a sus camaradas más destacados siguen generando un sorprendente malestar en sectores relevantes de la sociedad española contemporánea. El conjunto de estos procesos se está configurando como una herramienta decisiva en el desaprendizaje histórico, político y emocional del franquismo y, sin embargo, es también testimonio de la perdurabilidad de sus fundamentos, y de la profundidad histórica y política de su maquinaria de terror, al impregnar de manera profunda el proceso de la memoria.
Este proceso de memoria ha obligado al país a viajar a lo más hondo de las heridas físicas inscritas en los cadáveres de los ejecutados, y nos interpela a descifrar, de manera crítica, sus vidas de ultratumba al emerger en el espacio público, desde las emociones más profundas hasta el ciberespacio; desde las propuestas artísticas hasta las resoluciones judiciales; desde las heridas hasta los monumentos impenetrables; desde las leyes políticas hasta las conmemoraciones populares; desde la circulación o desmantelamiento de estatuas hasta los nombres de las calles; desde las dinámicas locales dentro de las familias o los pueblos hasta los procesos transnacionales.
Después de más de 20 años de agitado devenir, los cuerpos exhumados de los vencidos en la Guerra Civil se han convertido en actores cruciales en el desmantelamiento final de un cadáver político que, aunque decadente, sigue teniendo una influencia insoslayable. Las tensiones, fisuras y contragolpes memoriales provocados por su incontrolable irrupción en la sociedad civil, en el sistema judicial, en las agendas políticas, en los circuitos mediáticos, en los regímenes emocionales y en la conciencia histórica del país, están llamados a extinguir el aliento agonizante de un régimen militar que se desvanece y que, en muchos sentidos, ha sobrevivido a su conclusión formal y sólo en los últimos años empieza a perder su pretensión de impunidad. Lejos de ser una anécdota necrófila, el regreso de los republicanos ejecutados no sólo forma parte de la historia de España, sino de la historia de la humanidad, reclamando un lugar significativo en el catálogo universal de complicidades entre el militarismo y las extensas violaciones a los derechos humanos.