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Alteridades

versión On-line ISSN 2448-850Xversión impresa ISSN 0188-7017

Alteridades vol.34 no.67 Ciudad de México ene./jun. 2024  Epub 03-Sep-2024

https://doi.org/10.24275/sobz8479 

Investigación antropológica

Derivas para una antropología colaborativa en el Antropoceno urbano. Jardín, plaza y tercer paisaje

Drifts of ecological and collaborative anthropology in the urban Anthropocene. Garden, square and third landscape

1Universidad Alberto Hurtado, Departamento Antropología. Almirante Barroso 10, Santiago de Chile <fmarquezb@gmail.com>.


Resumen.

Para tratar el problema del Antropoceno urbano se propone interrogar las memorias, las prácticas socioecológicas y las relaciones colaborativas entre ecosistemas vivos. A partir del trabajo etnográfico y fuentes secundarias de tres situaciones urbanas en Santiago de Chile -jardín, plaza y tercer paisaje ruderal-, el objetivo es comprender la interacción colaborativa entre lo humano y lo no-humano. La hipótesis de trabajo plantea que es en los gestos expresivos y colaborativos de subjetividades, deseos e imaginarios que surgen capacidades transformadoras, ecológicamente sustentables y que abren el camino hacia espacios públicos en cohabitación entre ecosistemas vivos. Se concluye que a pesar de que las tres experiencias no han sido integradas por las políticas urbanas, estas constituyen ejercicios políticos y de vita activa frente a la crisis ecológica urbana, lo que abre vías para una antropología colaborativa que se enmarca en una ecología de las prácticas y saberes diversos.

Palabras claves: vegetación ruderal; espacio público; tercer paisaje; crisis ecológica

Abstract.

To address the issue of the urban Anthropocene, it is proposed to inquire into memories, socio-ecological practices, and collaborative relationships among living ecosystems. Based on ethnographic work and secondary sources from three urban situations in Santiago de Chile -garden, square, and third ruderal landscape- the objective is to understand the collaborative interaction between the human and the non-human. The working hypothesis suggests that it is in the expressive and collaborative gestures of subjectivities, desires, and imag inaries that transformative, ecologically sustainable capacities emerge, opening the way to public spaces in cohabitation with living ecosystems. It is concluded that although the three experiences have not been integrated by urban policies, they constitute political exercises and acts of vita activa in the face of urban ecological crisis, opening paths for a collaborative anthropology framed within an ecology of diverse practices and knowledge.

Keywords: ruderal vegetation; public space; third landscape; ecological crisis

Introducción

Vivimos tiempos en los que el 60 por ciento de la población mundial reside en ciudades y el 30 por ciento en grandes metrópolis. En América Latina, al igual que en otras grandes regiones del sur global, la población urbana asciende al 80 por ciento; esa concentración ha ocurrido históricamente al compás del crecimiento de la pobreza urbana y la degradación ambiental. Las metrópolis que habitamos constituyen una pieza central de la reconfiguración y crisis del capitalismo de fines del siglo (Centro Maria Sibylla Merian de Estudios Latinoamericanos Avanzados en Humanidades y Ciencias Sociales, 2022). Capitalismo y Antropoceno se intersectan en los procesos históricos que han dado lugar a una urbanización exponencial que se vuelve cada vez más homogénea a escala global, a la vez que provoca rápidos cambios sociales y persistentes transformaciones del paisaje, no sólo de las ciudades, sino también de su entorno.

El concepto de Antropoceno invita a pensar una nueva era geológica, en la que la actividad humana modifica de manera radical las condiciones de vida del pla neta en la actualidad. Como lo expresa el premio nobel de química Paul Crutzen (2002), el término Antropoceno nos advierte que la humanidad se encuentra en una nueva época geológica caracterizada por la expansión demográfica y los elevados niveles de explotación per cápita de los recursos de la tierra; dando así cuenta del impacto de las actividades humanas en la geología y la ecología. El concepto de Antropoceno permite agrupar riesgos y puntos de inflexión desde una perspectiva que advierte a gobiernos, academia y otros actores para actuar de forma articulada y con la prontitud que requieren los tiempos que vive la humanidad. En conjunto, este concepto y el enfoque de los límites planetarios ponen de manifiesto múltiples desafíos y riesgos que enfrentan las sociedades humanas en diversas y diferentes escalas (Acosta et al., 2021). Así, desde el 2000, ha estado en discusión tanto el concepto como el reconocimiento de las actividades humanas en cuanto fuerzas similares a las fuerzas naturales en su capacidad de transformación de la geosfera. El Antropoceno no es una crisis, advierte Michel Lussault (2022), sino que designa una transformación radical del modo en el que los seres humanos nos acostumbramos a vivir. De allí que lo que conocemos y sabemos no alcance para hacer frente a la crisis ecológica planetaria. El factor principal de este cambio drástico es el proceso explosivo de urbanización iniciado a mediados del siglo XX, que tiene graves consecuencias incluso en aquellos espacios que se consideran no urbanizados, como son las zonas agrícolas.

El impacto de la actividad humana a nivel planetario tiene cuatro consecuencias centrales y sistémicas: el calentamiento global, la extinción de especies, el agotamiento de los recursos y la modificación del metabolismo de los seres vivos […] Es necesario negociar una alianza con socios o aliados humanos y no humanos para que la situación evolucione y haya un cambio de prácticas [Lussault, 2022].

Con base en este contexto, el objetivo del artículo es presentar tres casos urbanos que muestran formas innovadoras y colaborativas en que la actividad humana permite pensar directrices de cambio en las relaciones entre ecosistemas vivos (como son los humanos y no-humanos). Se parte de la premisa de que, con la expansión de las ciudades y de las metrópolis, el paisaje urbano se construye sobre capas de una memoria que tiende a reconfigurar, si no a borrar, la relación histórica entre lo humano y lo no-humano, así como entre el campo y la ciudad. Mientras muchos debates ambientales se centran en la inquietud por la crisis ecológica, el foco en la urbanización se sitúa en los múltiples vasos comunicantes y efectos que ella supone en la producción del ambiente, su gestión, su cuidado y su degradación. Este artículo tiene como propósito mostrar cómo el diálogo colaborativo entre humanos y no-humanos, en este caso las plantas, pueden generar caminos para hacer frente a la crisis ecológica y producir espacios urbanos más sustentables y amables. Para ello se observan tres experiencias de colaboración en la ciudad de Santiago de Chile.

Discusión conceptual

La premisa del artículo es que abordar la pregunta por el Antropoceno urbano obliga a interrogar la memoria y las prácticas socioecológicas de la urbe, las relaciones vitales entre grupos y su ecosistema para hacer frente a lo que Michel Marder llamará el abandono ontológico. Esto es, cuando la realidad de la contaminación urbana impregna todos los aspectos de nuestra existencia, desde el mercado laboral hasta las relaciones interpersonales y sensoriales con el entorno. De allí la importancia de pensar la relación humano-no-humano en la configuración del metabolismo urbano, metáfora que expresa los factores sociales, técnicos y ecológicos que dan forma a la ciudad y permiten su funcionamiento (Currie, Musango y Robinson, 2017). Una relación metabólica que nos hace recordar, en tanto habitantes de la ciudad, nuestra necesaria dependencia como ecosistemas vivos.

Asimismo, se postula que pensar la destrucción de la ciudad y sus áreas verdes exige situarse en el cruce entre la producción histórica de estos espacios públicos y el ejercicio de la vita activa. Esto es, en los términos de Hannah Arendt (2005), una vida humana activamente comprometida y enraizada en el mundo del ser humano y de las cosas. En la vita activa, Arendt reconoce tres actividades fundamentales: la obra, el trabajo y la acción, que es por definición la política. Al ser la pluralidad una condición característica de la acción humana, pensar y discutir la vita activa como un rasgo de la condición de lo urbano (Mongin, 2005) requiere, por ende, pensar desde esta pluralidad las acciones del ser humano en su ecosistema vivo. La premisa de este artículo parte, asimismo, de que en el cruce entre las memorias y las prácticas colaborativas entre los seres humanos y no-humanos se construyen los caminos posibles para un proyecto ecológi -co de sustentabilidad urbana. La hipótesis de trabajo que se desarrolla a lo largo de este texto señala que, frente a la crisis ecológica y de gobernabilidad de las ciudades, no basta la sola administración de las políticas urbanas si ellas no coexisten con gestos colabo rativos y expresivos de subjetividades, deseos e imaginarios plurales de conexión con la naturaleza. Es en estas prácticas colaborativas entre seres humanos, pero también entre humanos y no-humanos, que se gestarían derivas innovadoras y sustentables en la ciudad. Para hacer frente al Antropoceno urbano y al urbicidio, concepto que señala la destrucción y violencia contra la ciudad (Carrión y Cepeda, 2023), es menester la activación de fuerzas colaborativas que permitan configurar una densidad de sentidos creativos frente a la crisis ecológica urbana. A partir de la observación y del trabajo etnográfico de tres situaciones en la ciudad de Santiago de Chile -un jardín, una plaza y la vegetación ruderal en espacios ruinosos-, se describe dicho diálogo e interacción entre lo humano y lo no-humano.

La lectura y el debate que se proponen tienen relación con una ontología emergente que se esfuerza por comprender los enredos entre los seres humanos y el medio ambiente. Siguiendo la propuesta de Marilyn Strathern (2004), entender el mundo como fractal, en lugar de fragmentado, puede ser un camino en esta búsqueda. Ensayar conexiones parciales, como estos breves ejercicios aquí analizados, puede ayudar a aceptar que no se puede ver el mundo de una vez, o en términos de partes y enteros, porque el mundo siempre se multiplica. Los procesos de creación y representación sociomaterial del mundo producen realidades múltiples, y siempre tenemos acceso a conexiones parciales entre ellas. No hay un mundo ni una realidad, sino realidades que cohabitan y a veces se confunden y que incluso pueden entrar en fricción (Tsing, 2015). Dar cuenta de estas múltiples realidades y del modo en que ellas interactúan ciertamente puede ser un propósito de la antropología, igual que ocurre con otras influencias como la etnografía multiespecífica (Haraway, 2016) o la fenomenología ecológica (Ingold, 2000).

En esta misma perspectiva, y de manera coincidente con las crisis ecológicas y antropocéntricas, interesa también abordar la pregunta por las distintas formas de pensar (Viveiros de Castro y Danowski, 2019; Escobar, 2015), y por esos saberes otros, entendidos como conocimientos legítimos, y que operan para la descolonización del pensamiento occidental y urbano (Viveiros de Castro y Danowski, 2019). Saberes otros que se ofrecen como caminos que pueden contribuir a los debates actuales en la antropología del medio ambiente en nuestras ciudades. Nelly Richard (2007) se preguntaba cómo leer el conflicto de hablas entre, por un lado, los conocimientos calificados del poder y, por otro, los saberes desarmados y enrabiados de la subalternidad. En efecto, integrar saberes otros al diálogo y la comprensión del deorden y el desconcierto de nuestras culturas urbanas es parte del diálogo a construir. En tiempos de crisis ecológicas, esos otros saberes están con modulaciones propias, algunos exigen soberanía, esto es, el derecho a un lugar para repensar los espacios de lo público, de lo humano y lo no-humano; pero otros sólo demandan el respeto a una vida más amable y sustentable, enmarcada en la justicia ambiental.

Se concluye que ello se vuelve cohabitación y activación de respuestas políticas a la crisis ecológica, cuando se abren vías para una antropología colaborativa en el espacio de lo público. Esto es, la construcción de espacios de diálogo prolongado, cuidadoso, lúdico y crítico sería el camino para crear derivas transformadoras para la sustentabilidad frente a la crisis ecológica que es, también, una crisis de política urbana. Se propone que, en situaciones colaborativas, se generan espacios de observación, conocimiento y comprensión, de modo que todos adquieren el carácter de coetnógrafos (Lassiter, 2005). Esta antropología colaborativa consiste en un conjunto de prácticas y experimentos, muchos de los cuales tienen que ver con una asociación entre diversos en el seno de comunidades locales y espacios públicos (Lassiter, 2005).

Metodología

Este artículo retoma resultados de dos investigacio nes realizadas en la ciudad de Santiago, por tanto, los enfoques metodológicos son diferentes. Mientras en el caso del jardín y de la vegetación ruderal es el enfoque etnográfico el que orienta una investigación sobre ruinas urbanas y memorias,1 en el caso de la plaza será un diseño participativo, que responde a la invita ción del Colegio de Arquitectos de Chile.

Jardín de la Resistencia y vegetación ruderal

En esta investigación el enfoque metodológico es fundamentalmente etnográfico, por cuanto se trabajó a partir de la observación participante en espacios derruidos de la ciudad. Durante cuatro años (2018-2022) se observaron los procesos de destrucción de arquitecturas urbanas y los usos por parte de sus habitantes. En marzo del 2018, un equipo de antropólogas/os, fotógrafos y una paisajista comenzamos a investigar las ruinas en tanto espacios de articulación de materialidades, temporalidades y agencias diversas. Al poco tiempo de investigar fuimos viendo que las ruinas urbanas cambiaban de piel y color con cada estación del año, pasando del verde al marrón y al dorado. Fue así como, más que preguntarnos por los daños materiales de las ruinas, fuimos adentrándonos en esa vegetación que en ella crece y se instala como un colorido envolvente, que permite pensar en esta gran arquitectura ya no como derrumbe, sino como un dispositivo para la creación y construcción de un tercer paisaje en la ciudad (Clément, 2005).

Fue en estas incursiones de campo -mientras el fotógrafo apuntaba con su lente a los muros derruidos y yo observaba las plantas que allí crecían-, que se transformó nuestra mirada. En efecto, la joven paisajista que integraba el equipo de investigación -deslizándose por la tierra y los ladrillos- nos entregó su gran lección: “Miren con los ojos de la planta, escúchenla, ¡ella está viva! ¡ella los mira!”. La paisajista observaba e interrogaba a las plantas para, con un gesto suave, como pidiendo permiso, fotografiarla y arrancar una hoja o una flor que depositaba con sumo cuidado entre los papeles de lo que sería un herbario. De este modo fuimos aprendiendo que encontrar y palpar el lenguaje de las plantas requiere un oficio y un saber. Descubrir la maleza, la vegetación ruderal, su lenguaje, su sonido, no es un asunto fácil; porque exige un saber hacer y saber sentir. Así, mientras en las imágenes captadas por el fotógrafo la arquitectura de la ruina se muestra imponente, conmovedora en su belleza desoladora, y el verde ruderal apenas se asoma, tímido y frágil, en las fotografías de la joven paisajista, sacadas con su pequeña cámara Panasonic Lumix, las malezas resplandecían bajo el sol, sobre el cemento, entre las grietas, proyectando su sombra en una simetría perfecta (foto 1). Es el lenguaje de las plantas, pensamos, la mirada y la fuerza de lo ruderal estaba allí, ya no como accesorio de la ruina, sino como la energía vital que permite y construye la ruina. La maleza nos mira, nos habla, nos fascina, nos deja en silencio; porque “lo que vemos, lo que nos mira”, presencia silenciosa que esconde una sospecha de algo que falta ser visto, la sospecha de una latencia, en los términos de Didi-Huberman (2017). La invitación de la paisajista era a trabajar con la mirada despercudiéndola de la tentación de dominar lo que mira (Rivera-Cusicanqui, 2019), porque quizá no sólo la vegetación nos mira, también ese monstruo doliente y quejumbroso que es la ruina. Fue así como pudimos construir cinco herbarios a partir de la caracterización y clasificación de la vegetación que allí crece de manera espontánea: la vegetación ruderal.

Foto: paisajista Margarita Reyes, 2018.

Foto 1 Vegetación ruderal en el pavimento. 

El año siguiente, el 2019, se produjeron grandes revueltas sociales en varias ciudades latinoamerica nas, incluida Santiago. Ello nos condujo a incorporar los casos de arquitectura e infraestructura quemada y destruida por las manifestaciones. Fue entonces que decidimos incorporar el caso de la estación del metro Baquedano de Santiago, quemado y luego transformado en el Jardín de la Resistencia. Durante los cinco meses que duró el llamado “estallido social” hicimos observación participante, que se expresó en una serie de etnografías de la revuelta y el paisaje de la protesta (Criado-Boado y Barreiro, 2013) que allí tomaba forma (Márquez, Roca y Bustamante, 2023). Al igual que en todo trabajo etnográfico, la observación participante permitió construir un primer registro y relato de las manifestaciones sociales y las transformaciones materiales que la revuelta dejaba tras de sí (Márquez, Roca y Bustamante, 2023). Con el paso del tiempo, sin embargo, fuimos comprendiendo que las manifestaciones, así como las materialidades derruidas y las plantas que allí eran cultivadas se superponían como cortezas en el tiempo (Didi-Huberman, 2017), dando lugar a un memorial-jardín. Ello nos llevó a realizar un registro sistemático de las plantas cultivadas, junto a las organizaciones del jardín. Este trabajo colaborativo se expresó en un fanzine del Jardín de la Resistencia, que fue entregado a las autoridades responsables de la planificación y ordenamiento de ese espacio público (Márquez y Reyes, 2022).

Plaza Italia/Baquedano/Dignidad

Este caso de estudio se definió después del estallido social e incluso de la pandemia por COVID-19 (2020-2021). Es interesante señalar la ambigüedad del nombre de la plaza; una ambigüedad que en parte responde a su larga historia urbana, pero principalmente a la superposición de significados que ella posee. Lugar de conmemoraciones y disputa, la plaza ha sido, durante años, objeto de cambios en su fisonomía y su nombre. A los 400 años del descubrimiento de América, la plaza fue refaccionada, ampliada y rebautizada con el nombre de Plaza Colón; en 1910, para el primer bicentenario de la República, la colonia italiana dona el Monumento al Genio de la Libertad y nace el nombre de Plaza Italia, y no es sino hasta los años treinta que se instala la escultura del general Baquedano, héroe de la Guerra del Pacífico entre Chile, Perú y Bolivia. Así comienza una confusión nominal que perdura hasta la actualidad y que fue acentuada durante el estallido social del 18 de octubre del 2019 cuando, haciendo eco de las demandas de los manifestantes, fue rebautizada como Plaza Dignidad, lo que sumó un nuevo nombre a la ambigüedad nominal. Lo cierto es que la historia de la plaza es la historia de un derrotero en el cual las imágenes y los monumentos institucionales se suceden disputando la construcción de una memoria oficial e institucional. Frontera simbólica de una ciudad fragmentada entre los barrios ricos y los pobres, punto cero desde donde la ciudad se orienta, la plaza es el referente obligado para las muchedumbres que acuden a ella para conmemorar y protestar. No saber cómo nombrarla es también dar cuenta de la polifonía que ella convoca y la imposibilidad de cerrarla o acotarla a una sola denominación.

Entre los días 28 y 29 de mayo de 2022, con motivo de la realización del Día del Patrimonio en Chile, el Colegio de Arquitectos de Chile invitó al público visitante de la sede gremial en Santiago a participar en un ejercicio de dibujo para imaginar nuevas formas y nombres para la Plaza Dignidad/Italia/Baquedano. El enfoque metodológico fue de diseño participativo y permitió conocer la manera en que un/a paseante común percibe, representa y dibuja su espacio pú blico y -más importante- cómo le gustaría mejorarlo o reinventarlo (Colegio Arquitectos, 2023). El resultado fue cerca de cien dibujos de la plaza; todos ellos se hacen sobre un croquis o plano donde se encuentra delimitado con anterioridad el entorno del vacío que es la plaza. Los participantes son invitados a intervenir en este vacío situado en el centro del plano que se les ofrece. Dibujar, por consecuencia, exige de parte de quien lo realiza, un cierto conocimiento previo de la abstracción, de la geometría, de la perspectiva y del lugar. En estos términos, los dibujos se aproximan más a la propuesta de Kevin Lynch (1965) que a la de un mapa imaginario absolutamente libre. La invitación, sin embargo, también permitía a los convocados escribir sus ideas. De allí que varios complementaron sus dibujos con breves frases y palabras para precisar sus ideas y propuestas. Los dibujos fueron sometidos a una estrategia de análisis hermenéutico, y se establecieron tres grandes tipos de representaciones. Por desgracia no se tiene registro del sexo ni la edad de quienes realizaron los dibujos. No obstante, este ejercicio, pensado para personas que no son arquitectos, nos entrega algunas lecciones relevantes al momento de pensar y diseñar la plaza como espacio público.

Saberes, memoria y tercer paisaje: Jardín de la Resistencia

La construcción de un jardín entre los escombros del metro Baquedano a un mes del estallido social de 2019 nace como una iniciativa de un grupo de jóvenes vecinas y vecinos de un barrio aledaño a la recientemente rebautizada Plaza Dignidad de la ciudad de Santiago, plaza epicentro de la revuelta social que estalla el 18 de octubre del 2019 en Santiago. Es en ese contexto que se propone hacer una guerrilla gardening para intervenir el acceso principal al metro Baquedano; un zócalo transformado en un cúmulo de escombros en cuyo centro aún se reconocía una jardinera. ¿Por qué un jardín en los escombros del metro? ¿Por qué resistencia? Guerrilla gardening o jardinería de guerrilla consiste en la toma de un espacio de tierra abandonado o sin un uso definido por ciudadanos, para hacer una plantación que lo mejore y que incluso produzca alimentos. En la guerrilla gardening persiste la acción directa sobre el espacio público, contrariando el orden establecido a través de evitar las burocracias y el poder (Adams, Hardman y Larkham, 2015). Una acción que no cuenta con el permiso de las autoridades ni, necesariamente, de las comunidades que viven en el entorno. En la actualidad, la jardinería de guerri lla se practica en diferentes países y sus motivaciones son el hermoseamiento de los espacios urbanos o el cultivo comunitario de especies comestibles o agricultura urbana, la mejora del paisaje, la habitabilidad urbana y el fortalecimiento comunitario (Morán y Hernández, 2011).

Inspiradas/os en estos saberes, sembrar el jardín en medio de la revuelta y en este lugar destruido se volvió un desafío para las/os jóvenes. En los muros del metro y el jardín, grafitis y carteles denunciaban la represión, la tortura, los muertos y mutilados (Márquez, Roca y Bustamante, 2023). La toxicidad del lugar, producto de las bombas lacrimógenas y agua contaminada lanzadas por las fuerzas especiales de la policía, los decidió a sembrar plantas nativas y me dicinales. Tal como una joven ecologista relata en el Fanzine cartonero:

Las plantas nativas las entendemos como un símbolo de resistencia, son plantas adaptadas al clima de la ciudad; pero también como un gesto para la recuperación de la identidad del paisaje de la precordillera y hacer eco de las muchas demandas medio ambientales. Las plantas medicinales, nos permiten recordar las prácticas populares, campesinas y ancestrales para reparar las heridas, mutilaciones y muertes de la represión [Jardín de la Resistencia, 2021].

A modo de un memorial, en cada planta los jóvenes pusieron un cartelito con el nombre de uno o más muertos y mutilados oculares por las fuerzas policiales. El jardín se transformaba así, gracias al cuidado y la jardinería (Anderman, 2023), en un homenaje a los caídos en la revuelta. Al mes de sembrar, en el jardín comenzaron a crecer verduras, hierbas medicinales, flores, e incluso volvió a florecer el ciprés quemado durante la revuelta. Cada tarde, durante cinco meses, los jóvenes venidos de distintos lugares de la ciudad se reunían a compartir, escuchar música, conmemorar a las víctimas junto a sus familiares, regar, cosechar y plantar (Márquez y Reyes, 2022).

En el jardín se expresaba, así, el ideario del tercer paisaje definido como una sutura en un paisaje agreste y urbano: “Una sutura que acoge a la diversidad ecológica y que perturba los principios del paisajismo domesticado de la planificación urbana dominante” (Clément, 2005: 24). Un jardín que irrumpía en el caos del escombro y la devastación de un paisaje que, en esa misma destrucción, parecía más genuino en relación con la realidad climática, las estaciones del año y el proyecto de sociedad que se deseaba construir. Lejos de pensarse como un memorial estático en medio del centro histórico, el jardín buscaba contribuir a la transformación del paisaje de lo público y lo común, resguardando la memoria de lo ocurrido. Hoy ese jardín y memorial, que funcionó hasta marzo del 2023, ha sido cerrado y borrado por las autoridades de gobierno de la ciudad (fotos 2a y 2b). Sobre el jardín o “plaza hundida” como le llamaron las autoridades del metro, se ha levantado una explanada de pavimento, con lo cual desaparecieron completamente el jardín-memorial. Al día siguiente de ser inaugurada la explanada dos jóvenes apoyados en la baranda del metro observan el lugar. Les pregunto qué les parece el resultado, muy serios señalan: “Irrelevante, irrelevante… que haya desaparecido el jardín. Lo que aquí sucedió lo llevamos en el cuerpo”, y luego retomaron su marcha.

Foto: Alvaro Hoppe. Derecha. Plaza dura que cubre el espacio donde se ubicaba el Jardín de la Resistencia, Santiago, 2024. Al fondo se observa la Plaza Italia y el plinto vacío del monumento al general Baquedano retirado por el ejército tras el estallido social. Foto: Francisca Márquez.

Fotos 2a y 2b Izquierda Jardín de la Resistencia y jóvenes en el ingreso de Metro Baquedano, Santiago, 2021. 

Imaginar la plaza verde y monumental en el centro de la ciudad

Del universo de 96 dibujos reunidos por el Colegio de Arquitectos de Chile, más de dos tercios dibujan la Plaza Italia como un espacio verde, un gran jardín y ágora, donde destacan la vegetación: plantas, árboles y flo res. La imagen de esta área verde, en ocasiones, es puramente paisajística, con complejos y coloridos diseños en sus jardines. Sin embargo, se agregan también mobiliarios como bancas, fuentes de agua, luminarias, juegos, mesas, bibliotecas, talleres o escenarios que la asemejan a la plaza de un barrio. En ciertos dibujos es posible observar algunas prácticas, como parejas paseando a sus perros, niños jugando y ciclistas. La plaza puede tomar formas diferenciadas, pero el azul y el verde la muestran siempre como un espacio de encuentro entre vecinas/os y también, lo que alguien denominará, de encuentro con “líderes sociales”. A la pla za se puede acceder por pasarelas, ciclovías y rampas de acceso para personas con movilidad reducida. Una plaza que a su vez se conecta con otras, como el Parque Forestal, Parque Bustamante y Parque Providencia. En síntesis, la plaza imaginada es predominantemente una plaza-jardín que acoge y en ella se reconoce algo de la plaza pueblerina, pero también del ágora en el centro de la gran ciudad (foto 3).

Fuente: Colegio de Arquitectos de Chile, 2023.

Foto 3 Dibujo de Plaza Italia como jardín-ágora, verde y acogedora. 

Un segundo elemento en estas imágenes es el carácter contramonumental y simbólico de la plaza. Si bien la mayoría de los dibujos rescata el paisaje verde como un rasgo esencial, un tercio asigna a este espacio una monumentalidad que lo vuelve un espacio simbólico y políticamente significativo: mientras unos pocos (tres) resaltan la figura del monumento al general Baquedano (plinto y caballo) al centro de la plaza; otros rescatan figuras simbólicas del llamado estallido social. Aquí, son los contramonumentos y memoriales los que adquieren protagonismo. Como todo contramonumento, es una obra que asume el valor de lo transitorio y efímero, en cuanto es mutable en su materialidad. Si los monumentos tradicionales están destinados a perpetuarse en el tiempo bajo el principio conservacionista, el contramonumento tiene un carácter intransitivo e incluso evanescente. La memoria no queda alojada en el objeto, sino en la comunidad, de quien dependerá su transmisión. Y, como memorial, se piensa un lugar de conmemoración, en este caso, de los caídos y heridos durante el estallido social (foto 4). Algunas frases acompañan los dibujos: “Monumento al Estallido” y las figuras de una mujer con capucha rosada, una bicicleta, un ojo sangrante; el perro matapacos; “cholito”; grandes y coloridos ojos en conmemoración a los mutilados oculares; “debe homenajearse a las víctimas de la represión policial”; “memorial de chilenos destacados en derechos huma nos”; Guñelve, la gran estrella mapuche de ocho puntas; “símbolos de pueblos de Chile”; una bandera chilena; sobre el plinto una gran paloma de la paz.

Fuente: Colegio de Arquitectos de Chile 2023.

Foto 4 Dibujo Plaza Italia contramonumental y memorial. 

Hay también una muy pequeña cantidad de dibujos (cinco de 96) donde surge la plaza borrada. Allí, lo que predomina son las vías de circulación para automóviles, ciclovías y caminos peatonales, borrando la plaza y su rotonda para privilegiar el tránsito por el lugar. Son los dibujos de la tabula rasa que imaginan la desaparición de la plaza para dar lugar al espacio de tránsito y, de nuevo, a los espacios verdes.

Por último, los dibujos nos recuerdan que pensar el espacio público es pensar a la vez en sus habitantes, en ciudadanos activos, partícipes del tiempo y el espacio en que viven. La plaza es un espacio que alegoriza el pacto social del derecho a la libre expresión. Las imágenes de esta plaza reafirman la definición del espacio público como un espacio de los ciudadanos, donde se tratan los asuntos comunes. De esta manera, la plaza y su entorno aparecen como piezas o nodos (Lynch, 1965) constitutivos de la experiencia urbana y son una parte esencial del derecho a la ciudad (Lefebvre, 1970), entendido como un derecho colectivo.

Es evidente que en estos imaginarios que expresan los dibujos hay diversidad, diferencias y también disputa. Estos imaginarios no son ajenos a las coordenadas sociales, ellos expresan de igual modo las jerarquías que segregan y ordenan a sus habitantes (Castoriadis, 1995). Entre el dibujo del monumento al general Baquedano restituido en el centro de la plaza, el gran ojo de colores que conmemora a los mutilados oculares de la revuelta, el verde jardín y los juegos infantiles, y las carreteras que borran la plaza, existen imaginarios diferenciados y contrapuestos del país/ciudad que se desea e imagina. Pero, si lo público es aquello que pertenece a la colectividad, ¿cuáles serían esos mínimos comunes que podemos identificar en estos dibujos de la plaza? Podríamos concluir que en todos ellos se reconoce la preeminencia del tejido social y político, así como la relevancia de la plaza como un espacio para la expresividad ciudadana. El conjunto de estos dibujos evoca la mixtura y la polifonía de voces de la vita activa como expresión de la “condición de lo urbano” (Mongin, 2005). Ellos nos dejan en evidencia que la ciudad postestallido y pospandemia contiene una diversidad de imaginarios y lenguajes que pugnan por salir y expresarse.

Estos dibujos nos muestran también que el ideario de una ciudad aséptica, ordenada y monumental no es suficiente. Por el contrario, las imágenes aquí desplegadas subvierten los principios de la monumentalidad patrimonial para dejar que el gesto colectivo pueda hablar. En la plaza operan principios de identificación, todos la reconocen como un epicentro político de la ex presión de los diversos; pero, a la vez, en el imaginario está el ideario del cobijo, del encuentro y del “estar”, que es propio de la plaza del barrio donde transcurre la vida de los comunes. Y allí, lo común se viste fundamentalmente de cromática donde el verde predomina, pero siempre es uno más, entre muchos otros.

Vegetación ruderal, memoria y tercer paisaje en la ciudad derruida

Sentados en la Biblioteca Nicomedes Guzmán, a un costado de la ruina de la Basílica del Salvador de Santiago, vecinas y vecinos reciben los herbarios que contienen la vegetación ruderal que crece entre los muros derruidos del templo. Tal como se hizo en cada lugar estudiado, los herbarios fueron exhibidos y donados a quienes habitan o frecuentan estos espacios de polvo, peñascos y óxido, pero donde junto a las fisuras y forados de la materialidad, árboles, malezas, pastos y flores silvestres completan la escenografía sobre el paisaje gris de Santiago. Atentos y con cuidado, vecinas y vecinos recorren las imágenes de los herbarios para comprender que la vegetación que abunda entre los muros y techos hace de la basílica no sólo una ruina, sino, de igual modo, el gran jardín de su barrio. Más de uno recuerda que antaño, en la escuela del barrio, los niños aprendían también a hacer herbarios con la vegetación que crecía en su entorno.

Así sucedió con los herbarios que fueron entregados a los deudos y celadores del Patio 29 del Cementerio General de Santiago, quienes, además de limpiar y conmemorar los NN enterrados en ese lugar durante la dictadura, siembran semillas nativas en ese patio de dolor. Allí, los herbarios permitieron testimoniar que la vida resiste y persiste a través de esas plantas ruderales, tal como ocurre con aquellas flores que amorosamente tejen los familiares de los detenidos-desaparecidos en años de la sangrienta dictadura.

Algo similar sucedió con los herbarios entregados a los antiguos habitantes de las ruinas de Villa San Luis, utopía del gobierno de la Unidad Popular, brutalmente despojada tras el golpe de Estado de 1973. Allí están las pobladoras que sueñan y luchan empecinadas con un museo memorial (Álvarez, 2023) y los herbarios de las plantas se suman al incipiente ejercicio curatorial, para alimentar los recuerdos de los jardines que alguna vez allí crecieron por el cuidado de las manos de pobladoras y pobladores (foto 5).

Foto: Francisca Márquez.

Foto 5 Herbario de la vegetación ruderal en las ruinas urbanas, 2022. 

Los herbarios de las plantas espontáneas o ruderales, las cultivadas y aquellas artificiales traídas como ofrenda a las ruinas de la ciudad configuran un paisaje vegetal que nos habla de la adaptabilidad y la resiliencia de la vida. Ellas se valen del intersticio, del hueco y de la fisura para crecer. Los herbarios, así como las manos que los reciben, celebran estos ciclos de vida, ciclos de devoción y conmemoración. Pero, ante todo, ciclos de memoria viva. Los herbarios son la expresión de estos hilos de la vida que se interconectan, para invitarnos a mirar y a pensar desde la raíz, desde lo radicular. En las fisuras de cada ruina, raíces y semillas se cobijan, brotan y se esparcen para conducirnos a los lugares inesperados de las memorias (Márquez y Reyes, 2022).

¿Qué podemos leer de esa naturaleza que cubre la forma ruinosa? ¿Cómo se vale del fragmento, del escombro y del óxido la vegetación que de allí nace? ¿Cómo conviven la vegetación ruderal y la vegetación domesticada por la mano de los jardineros o de las devotas? ¿Qué de paisaje aporta a la ciudad, la vegetación que espontáneamente nace en los lugares derruidos? ¿Cuáles son los afectos, las topofilias que allí se gestan? En diálogo con autores como Ingold (2000), Descola (2005) y Latour (2002), pensamos estas dos nociones, naturaleza y cultura, en términos de continuidad y no de ruptura (Lavazza, 2016), para avanzar hacia una concepción de la existencia de los humanos donde lo humano y lo no-humano conforman un todo -un continuum- de afectaciones recíprocas (Descola, 2005: 132), y donde la memoria colectiva se activa de la mano de aquellas plantas que los han acompañado durante sus vidas y trayectorias.

Debate y análisis de resultados

Mediante tres experiencias, hemos examinado cómo los quiebres políticos y urbanos pueden ser pensados en colaboración con la naturaleza; y cómo ésta, a su vez, alimenta de manera creativa las derivas posibles de la “condición de lo urbano” y la crisis ecológica. En ellas podemos observar la forma en que las y los habitantes de la ciudad se animan a crear e imaginar formas plurales de habitar y crear mundos, cada uno de los cuales posee un giro y alcance propios. En las tres experiencias analizadas, el ideario de una ciudad aséptica, ordenada y monumental ciertamente no tie ne cabida. Ellas dejan entrever la posibilidad de pensar la figura de lo ruderal, del borde y de los jardines espontáneos como parte del paisaje urbano y contemporáneo, invirtiendo los principios de la monumentalidad y del paisaje urbano, para dejar que el gesto colectivo pueda hablar.

Regenerar y cicatrizar

El efecto borde en ecología se refiere al encuentro entre dos ambientes, por ejemplo, bosque y pradera, donde se genera una mayor riqueza de especies, ya que están las que corresponden a cada una y además hay especies propias del ambiente de borde que se produce. Son lugares de una alta diversidad. Desde el encuentro entre dos hábitats distintos se produce algo nuevo que es más rico en diversidad (Clément, 2005). A través del activismo, los jóvenes ecologistas regeneran el espacio urbano y otorgan un valor al futuro del espacio público intentando recuperar el paisaje urbano, en lugar de rendirse a la contaminación que la revuelta ha dejado tras de sí. Por su parte, en los dibujos de Plaza Italia, esos mismos imaginarios, en diálogo con propuestas concretas de la arquitectura y el urbanismo, avanzan hacia un diseño donde la materialidad recoja esos idearios. Y, por último, en los herbarios de las ruinas, es la memoria que oprime el gatillo para reinventarse en nuevos horizontes de paisaje. Como hacedores de herbarios, el relato del lugar se reconstituye, dando cuenta de un trabajo relacional y local (Marder y Tondeur, 2016).

Las tres experiencias son caminos que introducen el propósito de la justicia ambiental.2 Esto es, la búsqueda de una distribución más equitativa de las cargas y beneficios ambientales entre todas las personas de la sociedad, considerando en dicha distribución el reconocimiento de la situación comunitaria y de las ca pacidades de tales personas y su participación en la adopción de las decisiones referidas al medio ambiente, en el caso que nos ocupa de la ecología urbana. Predomina así la consideración del medio ambiente y los servicios del ecosistema como elementos del bien común (Hervé, 2010).

Tal como ocurre con los herbarios o con el Jardín de la Resistencia, esta vegetación nos habla de las prácticas de autocuidado de sus habitantes, de alimentación y también de alucinación. La vegetación espontánea, como rescate de lo humano y de lo no-humano para expresar el ideario del tercer paisaje definido como una sutura en un paisaje agreste y urbano (Clément, 2005). Una sutura que acoge a la diversidad ecológica y que perturba los principios del paisajismo domesticado de la planificación urbana dominante. Un jardín que irrumpe en el caos del escombro y la devastación para transformarse en una presencia más genuina en relación con la realidad climática. En estas circunstancias, el jardín pasa a ser parte de un nuevo paisaje, a la vez que invita a sentir la naturaleza como nuestra aliada en este proyecto de sociedad que se desea construir. Un jardín que irrumpe no como expresión e invitación al ocio, sino como un jardín destinado a cultivar la vegetación nativa que habita los cerros que rodean la ciudad, por lo general ignorada en los espacios verdes tradicionales.

Son las “plantas cicatrizadoras” en territorios de escombros que se ofrecen no como material pasivo e inerte, sino para descubrir en ellos la vida que la agencia. La vegetación ruderal nos abre paso a una lectura ecológica del material del abandono (Stoetze, 2018: 299). A través del lente de la ecología ruderal, podemos descubrir paisajes que se hacen con y gracias al escombro. Lo ruderal entonces no es el intruso, la maleza molesta, sino la posibilidad de regeneración a ve ces radical de una vegetación que porta memoria y cuyo significado es histórico y cultural. La vegetación ruderal, del latín ruderis, “escombro”, es un tér mino genérico utilizado para referirse a plantas de ciclo de vida corto o hierbas anuales que crecen en zonas perturbadas por la acción del ser humano sin estar cultivadas por él. Es esta condición la que puede transformarse en un agente de resistencia y creación de lo que Gilles Clément denomina el tercer paisaje de nuestra era del Antropoceno. Son lugares de refugio para la diversidad, espacios residuales que genera el ser humano al ir restando espacio a la naturaleza. Como vecinos no deseados, la vegetación ruderal habita y atraviesa los paisajes domesticados y arruinados que conforman el planeta de hoy.

Finalmente, los jardines espontáneos de vegetación ruderal en nuestros terrenos baldíos pueden ser pensados también como dispositivos para conjurar el vacío y el vértigo que produce el paisaje de la devastación. Esto explica, de igual modo, por qué las cromáticas de estos pastizales y jardines ruderales pueden ser concebidos como dispositivos afectivos, esto es, que afectan y actúan sobre nuestros cuerpos y nuestro aire. De hecho, las plantas pueden incluso operar como metáfora de los procesos sociales e históricos. Basta pensar en el Cementerio y Patio 29, su maleza, el óxido, para comprender que allí la memoria y la vida aún se disputan con el olvido.

Por una antropología colaborativa

Las tres experiencias permiten, asimismo, extraer algunas lecciones en términos de una antropología colaborativa en la cual la disciplina se abre a trabajar con artistas, botanistas, paisajistas, científicos naturales, arquitectos, bibliotecarios, pedagogos, niños, ancianos y vecinos (Meulemans et al., 2018). ¿Qué papel pueden desempeñar las colaboraciones entre arte, antropología y ecología, en relación con la preocu pación por una antropología urbana y las crisis ecológicas? En los últimos años, varios antropólogos han incorporado a los artistas como un aliado potencial para la antropología colaborativa. Tim Ingold (2014) subraya que un “mundo en devenir” es incognoscible fuera de nuestro compromiso afectivo dentro de él; y, para ello, anima a los antropólogos a reafirmar y “[sanar] la ruptura entre la imaginación y la vida real”. La forma de recuperarlo es reafirmando el valor de la antropología como una disciplina de avance, dedicada a sanar la ruptura entre la imaginación y la vida real. En este sentido, argumenta que los antropólogos pueden encontrar una causa común con los artistas, que elaboran derivas exploratorias y experimentales sobre la forma en que la gente vive y habita su entorno. Donna Haraway (2016) aboga igualmente por un “activismo arte-ciencia”, que participe en indagaciones exploratorias para conjurar un “materialismo sensible con todos sus empujes, tirones, afectos y apegos”.

En nuestros ejemplos, ello queda expresado con claridad en la lección de la paisajista al fotógrafo. Las lecciones de la paisajista y botanista al artista son enseñanzas no sólo de creatividad, sino de humildad para entrar en diálogo con ese vegetal y las bellas sombras que el sol proyecta sobre el pavimento. Conversar con las plantas es algo que ni la antropóloga ni el fotógrafo sabíamos hacer, hasta que la paisajista nos enseñó. Algo similar ocurre con el trabajo de los fanzines del Jardín de la Resistencia y los herbarios cartoneros producidos gracias a la recolección y reciclaje de cartones en los grandes supermercados (véase Vila, 2017). Tampoco sabíamos que hace cincuenta o más años, en los currículos de la enseñanza básica en Chile, estaba incluido que todos las niñas y los niños aprendieran a hacer herbarios. La elaboración de pequeños libros herbarios cartoneros, con materiales reciclados de modo artesanal, y hierbas que crecen de forma espontánea entre el pavimento y los escombros de la ciudad, para luego ser entregados al colectivo, son ejercicios que bien podrían ser asumidos como una manera de participar creativamente en el proceso de investigación y conocimiento de nuestra ecología.

La colaboración entre antropología, arquitectura, urbanismo, ciencias naturales y saberes locales parece ser un aspecto central en este camino de comprensión y búsqueda de derivas creativas para abordar nuestras ciudades. El camino de la colaboración interdisciplinar no es nuevo, pero nos enfrenta a la enorme complejidad de las ciencias ambientales. El estudio interdisciplinar de las materialidades, como son las ruinas, el óxido y el musgo que crece en estos pliegues, pueden ayudarnos a perdernos reflexivamente en los enredos de estos hilos de la vida (Tsing, 2015; Ingold, 2018), así como la cuestión del papel del ser humano en la conservación de la naturaleza. La vegetación en nuestras ciudades no es un telón de fondo de nuestras acciones, sino que evoluciona y cambia según la cuidemos o no (Meulemans et al., 2018).

Conclusiones

Los interrogantes que animan esta investigación se inscriben en uno de los territorios con mayor desigualdad social del planeta, de pérdida de biodiversidad y lógica extractivista. Sabemos que cuando las sociedades se enfrentan a la dilapidación de lo que denominamos “naturaleza” se sufre un doble despojo: el de los “recursos” y el de las relaciones sociales. Frente a las urgencias antropocénicas, la ecología nos obliga -como señala Latour (2002)- a repensar la ciencia y la política al mismo tiempo.

Vivimos en un mundo donde hay más seres que los humanos. Para que la vida pueda prosperar se requiere corresponder: unir nuestras vidas a las de los seres, materias y elementos con quienes, y con los cuales, vivimos sobre la faz de la tierra (Skewes, 2019). Hacer herbarios, un gesto tan gratuito, es abrirse a diversas maneras de considerar el mundo que nos rodea. En esta época de crisis medioambiental, la práctica de tomar con cuidado y cariño aquello que hasta hace poco llamábamos malezas nos puede ayudar a recuperar nuestra afinidad con una tierra afligida. En efecto, podríamos leer la experiencia de los herbarios o imaginar la plaza y el jardín como ejercicios donde observar las intercalaciones entre naturaleza y cultura, para desde ahí construir nuestra crítica contra la máquina antropológica de la devastación.

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2 Tal como hoy ocurre en Israel-Palestina donde se desarrollan esfuerzos para recuperar plantas, semillas y conocimientos distintivos, que pueden imaginarse como “brotes de las ruinas” contemporáneas (Meneley, 2022).

Recibido: 11 de Agosto de 2023; Aprobado: 23 de Noviembre de 2023

Este artículo se basa en la investigación Fondecyt 1180352, Ruinas Urbanas, réplicas de memoria en ciudades Latinoamericanas. Bogotá, Quito y Santiago. Los avances fueron presentados en la XIV Reunião de Antropologia do Mercosul, 2023. Universidade Federal Fluminense, Brasil.

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