¡Un libro no debe juzgarse por su portada! Pese a esta sentencia, en la historia de la impresión de manuscritos concurren diversas portadas extraordinarias: pongamos por caso la de la novela Desgracia de J. M. Coetzee, con un triste, lánguido y solitario perro dando la espalda al lector; las pinturas surrealistas de un frenético James Joyce que suelen ilustrar ciertos ejemplares del ilegible Ulysses, y la aguda y congelante fijeza de dos miradas en la impresión en blanco y negro de la carátula de A sangre fría de Truman Capote.
Existe también, entre todas esas impresiones, cierta elegantísima versión alemana de la Fenomenología del espíritu de Hegel, que tiene a Napoleón Bonaparte en la portada. El emperador francés representaba, para el filósofo alemán, en aquel inicio del siglo XIX, la llegada de la revolución y el poder intrépido de la razón. Napoleón era, para Hegel, lo más cercano a lo que él mismo definía como el espíritu absoluto. Es decir, el dominio de la razón sobre el oscurantismo del Ancien Régime. Hay, desde luego, portadas que bien deberían denunciarse por su ofensa al buen gusto o ser prohibidas y destrozadas a veces incluso con el libro entero.
En el momento de tener entre las manos la obra Desigualdades sociales en México creo que sí debe juzgarse el libro por su portada. Lo primero que llama la atención del lector es la dureza de la fotografía situada en la portada. Barthes (2018: 52-54) mencionó que “la fotografía sólo puede significar y tender a una generalidad adoptando una máscara”, y es esta última “lo que convierte a un rostro en un producto de la sociedad y de su historia”. En otras palabras, la fotografía es una máscara en sí misma que ya produce una impresión general de la sociedad y de la historia.
La imagen que puede encontrar el lector, a bote pronto y sin avisar, si se aproxima a este libro es el más nítido reflejo de cuando menos los últimos 35 años en nuestro país: un niño de características humildes que se ha despojado de la máscara del expresidente Carlos Salinas de Gortari. O, lo que viene a ser lo mismo, la dimensión trágica y fútil de la razón neoliberal en México, de hecho, ése es parcialmente el nombre de la fotografía de Francisco Mata que ilustra la compilación. La imagen de Salinas, en efecto, fue lo más cercano a una máscara que el pueblo de México recibió y asimiló por dosis que tuvieron una larga posología durante seis años.
Salinas y el despliegue de las políticas neoliberales podrían representar lo que Marx (1852) apreció en la figura de Luis Bonaparte y en la frase con la que rinde homenaje a Hegel: “La historia ocurre dos veces: la primera vez como una gran tragedia y la segunda como una miserable farsa”. Este episodio se repitió constantemente en nuestro país y por ello la portada parece invitar a pensar que la máscara sólo se va desplazando y así, como aparece Salinas, pudo hacerlo el petulante iluminismo de Fox, el párvulo Felipe Calderón y hasta el frívolo Enrique Peña Nieto.
“Algunas cuestiones primordiales”, subtítulo que acompaña el volumen, resulta una aproximación muy pertinente que corteja a los tres grandes apartados del libro. Desde su subtítulo, el libro invita a no perder la brújula para poder comprender y, como consecuencia, buscar reducir y cuestionar la desigualdad desde diversos enfoques y atendiendo las cuestiones cardinales, abarcando lo concreto y no sólo lo abstracto. En lo particular, el subtítulo sirve como herramienta de lectura e incluso como método, pues focaliza siempre esas cuestiones fundamentales.
El libro cuenta con diversos momentos deslumbrantes y de igual modo escalofriantes alrededor del fenómeno de la desigualdad. Es una obra que discurre entre la crudeza de las ideas, las prácticas y los significados y la precisión de los datos cuantitativos alrededor de la desigualdad en México. Ya desde la introducción, los coordinadores del volumen se aproximan a la desigualdad planteando nociones como “desequilibrio”, “dependencia” y “mutua complementariedad”. En otras palabras, la dimensión de la desigualdad es un acto que está muy imbricado en la vida humana y quizá incluso en la forma más antagónica de la existencia.
Los coordinadores son atinados al señalar que “la diferencia social” y la no “homogeneidad” de la sociedad resultan elementales para toda la vida humana. Y, si es así, entonces, ¿qué hay detrás? Tal vez sea momento de comenzar a introducir, desde esta lógica, que la desigualdad es constitutiva pero no tiene la misma dirección en todas sus manifestaciones. En efecto, la desigualdad de la que habla todo este libro, y que resulta evidente en México, es la desigualdad trazada, registrada, perpetuada y reproducida por el capitalismo en cuanto economía política y como sistema cultural.
Si algo queda claro de forma evidente en toda la compilación es que la máscara neoliberal del capitalismo, al igual que la máscara de Salinas, está profundamente remendada y sigue manando desigualdad por todos y cada uno de sus poros. En el primer capítulo de esta obra, Néstor García Canclini explora las dimensiones prácticas de la desigualdad en el territorio de las juventudes. El autor explica las formas y las dinámicas reiterativas de la desigualdad en la llamada cultura digital. Un no-lugar en el cual las ganancias del capital ahora son contadas mediante el uso y administración de los datos.
Debo confesar que el capítulo que más confrontó mi experiencia y mi cercanía ante la desigualdad fue el escrito por la profesora Angela Giglia, quien examina la explotación en sectores muy específicos de la economía, los que con mayor frecuencia asociamos con la desigualdad y explotan nuestra moralizante adecuación a lo políticamente correcto. ¿Deberíamos sentirnos agradecidos con los dueños de las cadenas comerciales por dar trabajo a gente que debería estar disfrutando ya de su jubilación? ¿El capitalismo de rostro amable es equitativo o es otra de esas máscaras que ha implementado a partir de sus últimas crisis?
De manera curiosa, tanto García Canclini como Giglia y otros autores en el libro utilizan, como verbo y sustantivo, el término flexible. El capitalismo neoliberal, en efecto, se regodea en su miseria mientras más flexible parece, mientras más abierto y plural se manifiesta más penetrante acontece. Desde luego, la flexibilidad es difundida también en los jóvenes explotados, pues uno de los peores rostros de la desigualdad es precisamente acostumbrarse a observarla con flexibilidad, ya que se admite como algo que se encuentra en nuestro entorno inmediato y es algo a lo que el sujeto debe adaptarse, ese otro verbo fundamental para el capital. Este primer apartado del libro muestra que las desigualdades del capital son mucho más hoscas que las diferencias entre las disímiles posiciones culturales. Tristemente, el capital ha logrado cooptar, incluso de forma bastante corrosiva, la diversidad, para extraer capital cultural como muestra Daniel Bernabé (2018) en su libro La trampa de la diversidad.
Asimismo, los trabajadores adultos mayores explotados en condiciones de precariedad laboral, como señala Giglia, están siempre en la “ambivalencia”, ya que parecen mostrarse “contentos por tener trabajo” y, al mismo tiempo, saben que se trata de un trabajo precario que destina su existencia a la desigualdad y su permanencia como empleados les impide gozar de una jubilación digna. Pero ¿no es ésta la misma situación que habita un joven emprendedor o un becario? Otra vez, las máscaras que nos ofrece el capital parecen ser las más oportunas posiciones ante las desigualdades entre el amo y el esclavo y todas sus actualizaciones.
El segundo bloque de lecturas de esta compilación es esencial para comprender la desigualdad económica desde la frialdad de los números. Esta parte plantea, desde la lógica del capital a la mexicana, según Roberto Gutiérrez, “la rentabilidad del capital”, la cual “avanza a una tasa más acelerada que el crecimiento económico, lo que expande y reproduce la desigualdad”. El salario mínimo, es decir el acceso puntual a las necesidades básicas, es una de esas cuestiones primordiales que aborda el libro. El salario y el consumo básicos son condiciones estrictas que no pueden reducirse con análisis eruditos, sino con estrategias políticas concretas. Como observa en su capítulo Germán Vargas, las políticas públicas están casi de forma “ontológica” con la búsqueda de la “igualdad” y en oposición a las “desigualdades”. Cabría en este punto preguntarse si la salida a estas vicisitudes podría estar en la dimensión pública o en el control de los grandes capitales que no sólo controlan el trabajo, sino también los medios de consumo tanto en bienes y servicios como en contenidos que son consumidos en las principales plataformas del capitalismo actual.
De igual modo, el capítulo de Marcela Hernández Romo me ha parecido un acercamiento sobre todo interesante al problema que representa esencialmente el mundo de las grandes corporaciones o, movilizando un poco más la aproximación a nuestros días, de las plataformas de comercio y de contenidos que llevan la batuta en la gestión de los grandes capitales. La desigualdad se vuelve mucho más amplia cada vez, y hoy en día debe leerse en medio de la máscara del emprendedurismo y de la supuesta propiedad, que no es más que la flexibilidad de la máscara del outsourcing y la distribución contemporánea del trabajo. La circulación de la mercancía y la centralidad del valor de cambio se vuelven indispensables en el aumento de riqueza del capital y condenan a los trabajadores, en consecuencia, a vivir bajo un mandato de autoexplotación enmascarada, con la creencia de poseer y habitar la ideología del dueño de los medios sociales de producción bajo el singular nombre de “socio”.
Hacia el final de la compilación es estudiado el extractivismo y la violencia que, como siempre suele suceder, termina padeciéndose en muchos entornos hostilizados por la exigencia de mayor ganancia y más enriquecimiento. La dimensión de la desigualdad, en este sentido, ya no queda sólo arraigada en la diferencia entre unos y otros, entre los mal focalizados chairos o fifís sino en la indescriptible flexibilidad por la cual el mundo es forzado a acostumbrarse a la dura máscara del capitalismo más rampante y su multiplicidad de efectos. Este libro, con la reiterada aparición de las máscaras del capital y la noción de flexibilidad, empuja a ser inflexibles con sus políticas, a reconocer que es un sistema hecho de muerte, explotación y desigualdad y, sobre todo, quizás las páginas de la compilación ayuden a horrorizarse sobre cómo es desplegada la explotación sistemática del mundo.
Por último, y en resumen, el lector debe apostar por la lectura de este compilado bajo su propio riesgo y con la firme convicción de que no encontrará un panorama benevolente, agraciado o consecuente. No encontrará diagnósticos fáciles, sino lecturas complejas de talante académico, lo que implica rigurosidad analítica y ponerse a la altura del problema con un lenguaje sumamente sencillo de digerir. En paralelo, el lector hallará también problemáticas cercanas a la cotidianidad y por ello puede igualmente sentirse interpelado. Si esto último ocurre, quizá el libro pueda ser una buena herramienta para, utilizando una de mis frases predilectas expresadas por Marx (1844): ¡Enseñarle al pueblo a espantarse de sí mismo para que cobre coraje!