Introducción
La subcultura gay y aquellas otras que se abrigan o interactúan con esta identidad han valorado el glamour, lo estético, la fiesta, los placeres, el cotilleo, lo subrepticio y, junto con ello, la noche y sus metáforas. Valoraciones, cargas de sentido y prácticas culturales propias de las minorías sexuales históricamente marginadas y estigmatizadas; guetos que conforman dinámicas de interacción y sociabilidades particulares, casi siempre encubiertas, proscritas y bajo el abrigo de la noche. Por lo tanto, en el secreto, en la discrecionalidad, en las sombras o en la oscuridad. Algunas de estas prácticas eran el baile, el encuentro amoroso, charlas de amigos, así como el sexo anónimo, promiscuo y fugaz. Este último da lugar al llamado ligue o cruising gay que, sin ser exclusivo de la noche, aprovecha el tiempo nocturno del ocio, la oscuridad, para el anonimato y, la opacidad, para la seducción, pero también sentidos de la noche replicados en la diurnidad, cuando se procura lo subrepticio a la sombra de la luz del día. De este universo de prácticas y significaciones se aborda sobre todo lo relacionado con las prácticas sexuales homoeróticas.
El llamado cruising ha sido traducido al español como ligue. Sin embargo, podría haber tantas definiciones como practicantes hay del mismo. Para algunos, el ligue es más general, pues habla de diversas formas de acercamiento entre hombres, no necesariamente sexual, mientras que el cruising, anglicismo que llegó a México con la película del director Al Pacino a principios de los años ochenta, hacía referencia a ir de caza, salir a cazar un provisional partener sexual en el espacio público; cruce de miradas que confirman el encuentro con un igual, ejercicios de seducción, descubrimiento, placeres voyeristas y exhibicionistas, de recreación de escenarios fantasmagóricos y comunicaciones entabladas por universos simbólicos compartidos, signos y códigos culturales conformados y recreados en los submundos de los sujetos marginados. Dice un entrevistado, el cruising es: “Cruzarse caminando, mirarse a los ojos y luego darse vuelta, una sonrisa y, si funciona, que bien, si no, ni modo” (Julián, gay, 67 años, comunicación personal, noviembre de 2023).
Al parecer, en la actualidad, el uso común de cruising gay va en el sentido de sexo pronto, al margen de lugar, escenario, participantes, sea presencial o virtual, su forma y sus fines. No obstante, esta práctica responde a contextos culturales, sociales y políticos específicos. Es decir, en todos los siglos y décadas de censura y prohibición del sexo entre hombres, el cruising aparece como reacción a la exclusión, marginalidad y criminalización de la homosexualidad, antes de la aceptación y visibilidad con que hoy se cuenta, antes de que dos hombres pretendieran vivir en pareja, casarse y tener hijos. En este sentido, se entenderá por cruising la interacción cara a cara, pero vedada, de dos o más hombres, para el encuentro sexual o erótico, en diversos escenarios no virtuales que procuran el ambiente oscurecido, nebuloso o encubierto, realizado frecuentemente en la noche, es decir, en la nocturnidad, o semejando la noche para su práctica, es decir, en la noctis, con lo cual se abren universos de posibilidades a los encuentros homoeróticos.
Si bien el cruising ocurre a cualquier hora del día o de la noche, hay preferencia en tiempos y días por quienes concurren en estas prácticas, que por lo regular son nocturnos o diurnos, pero, en el caso del día, los espacios son recreados en ambientes oscurecidos o protegidos de la mirada extraña o curiosa. Como parte del ambiente recreado en el cruising, se recurre al sentido que se le otorga a la noche y las formas de nocturnidad. Quienes han estudiado la noche: “los lugares nocturnos forman circuitos, son históricos, albergan rituales, lenguajes y posibilitan relaciones, la sociabilidad nocturna: el ligue, el acostón, el relajo” (Licona y Figueroa, 2021: 21). Espacios que no son ajenos a la heterogeneidad sexogenérica, de clase social, de edad o estética corporal, ni tampoco a la normatividad real o simbólica, muchos son autorregulados, están en los bordes y en la liminalidad social.
Escenarios de apropiación y resignificación de un espacio físico o simbólico, en la forma de repetir las cosas comunes de lo que se hace en la noche en el diario vivir o en producir otros sentidos no habituales de la noche, como hacer fiesta o abrirse a otras experiencias emocionales, sensoriales o lúdicas de la noche. Por ende, ponerse la pijama, cepillarse los dientes, leer y dormir, reproduce el sentido de la noctis; hecho cotidiano que va del ocaso al amanecer, mientras que la noctem habla del espacio social lúdico, transgresor, en solitario o grupal, que se experimenta en el espacio semipúblico/semiprivado, construido bajo códigos, normas y estructuras distintas a los del espacio diurno (Becerra, 2023). En este sentido, la noche como construcción sociohistórica, cultural y espacial conlleva prácticas culturales y corporales determinadas por sus actores individuales o grupales que las ejecutan.
Noche o recreación de la nocturnidad y espacios públicos o semipúblicos han sido una mancuerna recurrente en la práctica del sexo anónimo, espacios del goce; parques, estacionamientos, baños, cines, saunas, callejones, hasta en el transporte público, que, ante el apaciguamiento de la luz, la intensificación de la penumbra o el tumulto de cuerpos pegados en los vagones del metro, posibilita la transgresión sexual desinhibida. El sentido de la práctica homoerótica masculina, al igual que el modelo cis-hetero-masculino, mantiene su impronta en la genitalidad, en el coito, la eyaculación y, por supuesto, en la adrenalina genera da por la transgresión, la exhibición o el riesgo. Pero esta impronta no se reduce a una demanda fisiológica, sino más bien a una demanda política. Bersani (2001) retoma las ideas de Foucault para replantear el potencial político del sexo promiscuo, no lo que ya había afirmado Michel Foucault de que el sexo no es en sí lo que espanta a los no gays, sino el estilo de vida gay, por lo que su propuesta es ver la promiscuidad como la evitación deliberada de relaciones, lo que podría ser crucial para iniciar o, al menos, para limpiar el terreno fértil para nuevas maneras de relacionarse. Es decir, esta entrega al sexo sin afecto puede ser la base de la conformación de otras formas de ser y estar con otros, fuera de lo prescrito socialmente. Por ello, se plantea que,
el cruising es mucho más que la simple búsqueda de sexo. Es un pensamiento sobre la ciudad, una teoría puesta en práctica sobre la otredad, una forma alternativa de enseñanza y aprendizaje, una fuente de pensamiento radical a nivel político y estético, un proyecto utópico, una visión de futuro en el presente [Laboratorio de Historia y Teoría del Arte, s. f.].
La práctica del cruising a partir de las reflexiones de Foucault, más allá de la intencionalidad de quienes ponen cuerpo y alma en el sexo anónimo, ha permitido a intelectuales reivindicarla como un acto político en sí.
Si bien la socialidad gay y otras identidades y cuerpos sexuados como subculturas de las minorías sexuales han tenido como práctica liberadora, con testataria, o simplemente gozosa, el llamado sexo anónimo, o cruising, éste no escapa de las jerarquías entre grupos e individuos, de las asimetrías de poder y correspondientes desigualdades que componen los cruces entre diversas categorías de distinción social. En el imaginario social, la llamada promiscuidad sexual, el clamor por el pansexualismo, la predisposición al gusto homoerótico universal, conlleva también miradas adultocéntricas y edadistas a la vez, prácticas clasis tas, racistas y homofóbicas, y con ello la imposición de estereotipos, prejuicios y violencias. En consecuencia, el análisis de esta práctica pretende pensar las imbricaciones que las expresiones de género y de la sexualidad tienen hoy a la luz del día respecto a las políticas de inclusión y de los derechos humanos de las minorías sexuales.
Este trabajo tiene por propósito pensar la práctica del cruising y, en particular, el sexo en cuartos oscuros, como metáfora de la nocturnidad, hacer noctem, forma de asirse al plano de lo nebuloso, que pone un velo al deseo homoerótico en cuanto anónimo, impersonal y desinhibido. Recurro a mi propia experiencia de juventud, cuando no estaba en un protocolo hacer etnografía ni reportar en un diario de campo la llamada observación participante. Mi mirada es ajena y diferente al quehacer antropológico y etnográfico. Sin embargo, recurro a la memoria y aspiro a una incipiente reflexividad, apenas modesta, de referirme a mi propia experiencia de la manera menos confusa y con la sincera intención de dar cuenta de la intersubjetividad producida con los otros en los espacios recorridos. No pretendo dar por verdad la experiencia vivi da ni como investigador ni como partícipe del juego sexual, simplemente como un curioso de la sexualidad, cuyo paso por esos submundos ha despertado más interrogantes que pasajes al acto o a la enunciación de fantasías carnales. Retomo a Bourdieu sobre la objetivación participante (2003), para exponer al menos “la experiencia vivida”, no como sujeto cognoscente, sino como sujeto que recorrió, sintió y ahora habla para destacar las condiciones sociales de posibilidad de esas experiencias, que, como dice este antropó logo francés, pretende una objetivación de la relación subjetiva. En un principio pensé en la autoetnogra fía, pues hablo de mi ser gay y muy acotadamente de una parte de mi historia de vida, lo que sí busco es vincular lo personal con lo político, como una forma de comprender la experiencia cultural (Ellis, Adams y Bochner, 2019).
Por otra parte, se contó con la información proporcionada por cinco hombres que, desde su juventud en los años sesenta y setenta del siglo pasado, practicaron el cruising hasta la actualidad. Para este encuentro se empleó la entrevista dialógica (Arguch, 1995), que postula la conversación horizontal como forma de aproximación a las biografías del interlocutor. Estos hombres, sin tener estudios superiores, han sido exitosos en sus profesiones y se mantienen en la clase media, su estilo de vida les permitió construirse como gays que vivieron en carne propia la práctica del cruising desde su juventud temprana, ahora entre los 60 y los 85 años de edad. Los testimonios de estos hombres dan cuenta de las transformaciones en las prácticas y formas de significar el encuentro sexual clandestino, desde las épocas de su criminalización, hostigamiento policial y repudio social, hasta las actuales políticas de inclusión y el discurso políticamente correcto respecto a la diversidad sexual.
El material hemerográfico revisado y la información de las narrativas han permitido hacer un breve recorrido de la sociabilidad homoerótica en México y, con ello, pensar la reiteración de la noche y sus sentidos para la socialidad, la intimidad o el sexo anónimo, pues es la noche o lo opaco la que da el cobijo. La opacidad mirada no como algo turbio, sino como un espacio de libertad, de lo no reductible, la más vital de las garantías de participación y confluencia (Glissant, 2017). Los espacios para el sexo han constituido universos de deseos y goces, signados por anclajes identitarios, códigos de vestimenta, posturas corporales, estrategias de identificación y acercamiento para mantener encuentros sexuales incógnitos, prontos y plácidos, compartiendo cargas de sentido y de placeres con otros hombres, incluso los heterosexuales que acceden al deleite sexual. En México, quizá hasta la década de los noventa, estos espacios dejaron de ser clandestinos, soterrados, sucios o coexistiendo con otros grupos marginalizados, y pasaron a ser visibles con la bandera LGBT+ al frente de sus negocios, se abrieron lugares seguros, higienizados y visibles a plena luz del día. No obstante, en la escena sexual, disidente de la norma heterosexual, la noche sigue siendo el escenario predilecto para el divertimento de la población de la diversidad sexual.
El estilo de vida gay, divertimento y noche
LA NOCHE, el eterno dilema, yo creo
que, para la mayoría de los gays de
mi generación, y de generaciones
anteriores, siempre ha sido
importante para los encuentros
entre nosotros
Julián, 67 años, gay
En la sociabilidad homoerótica se encuentran cuerpos asidos a múltiples identidades y se cortejan diversos deseos y goces, que van desde el simple entretenimiento, la necesidad de conversar o establecer vínculos amistosos o amorosos, hasta el sexo desafectivizado. Como cuerpos, identidades y prácticas disruptivas, clandestinas, anónimas, proscritas y asidas a la marginalidad y a la sanción social, las disidencias sexuales masculinas han configurado espacios alejados de la mirada pública, recreados en la privacidad, oscuridad o en la opacidad de otros mundos, como en su momento los prostíbulos fueron el refugio para el trabajo sexual masculino o los deseos homoeróticos. Estos espacios se caracterizaban por ser nocturnos, clandestinos, sucios, malolientes o, a todas luces, marginados. Así, diversos encuentros entre hombres se han apropiado de lugares habitualmente deshabitados, en deterioro, pero también, en muchas ocasiones, inseguros y bajo el resguardo de la noche.
La subcultura gay ha dado cuenta de prácticas culturales particulares en cuanto corresponde a mino rías sexuales. Aunque el concepto de homosexual fue empleado desde inicios del siglo pasado, éste siempre ha tenido el lastre de la patología. El mismo concepto de gay ha tenido diversas acepciones en la historia reciente, pero, quizá posterior a la década de los movimientos sociales del siglo pasado, la resignificación de la palabra por la comunidad homosexual de Norteamérica fui reivindicativa de las minorías sexuales, y años después fue adoptada por la clase media en el contexto urbano mexicano, que reemplazó otras formas de nombrar al sujeto homosexual: mujercitos, floripondios, mariposones, salta pa’tras, hasta convivir con las vigentes denominaciones de maricones o jotos. Según relata Ramiro (80 años, comunicación personal, octubre del 2023), en los años ochenta también se empleaba la frase “ser de ambiente” para referirse a quienes compartían la inclinación homosexual fuera del lenguaje injurioso, incluso su uso llegó a los noventa. Ambiente dice de lo que rodea a un entorno, pero también de la animación u oportunidad de diversión (Real Academia de la Lengua Española). Asimismo, para estas últimas dos décadas, los hombres homosexuales comenzaron a adoptar el término gay, que en su traducción al español podría significar alegre, concepto que corresponde al sentido social de diversión. Desde la perspectiva cultural, se habla de la subcultura gay que ha erigido un estilo de vida vinculado con su capacidad de consumo, el culto al cuerpo, a la moda o al arte, pero también al sexo, al consumo de alcohol y otras drogas, que han acompañado el entretenimiento masculino. En este sentido, tal parece que el sujeto gay deviene un oxímoron, una tragedia alegre que intima con los fluidos de cuerpos desconocidos al tiempo que los cosifica sin nombre y sin afecto.
Ante contextos socioculturales adversos para la expresión abierta de las variadas sexualidades, los y las disidentes de la práctica sexual heteronormada no sólo han resistido, sino también apropiado espacios y estrategias de agrupamiento y convivencia, desde la simple conversación hasta el acercamiento para la sensualidad. Muchos lugares o espacios se han transformado con el paso del tiempo, muchos quedan ya para la historia, en sus orígenes de lujo y para la gente de la clase media, se metamorfosean en la perversidad. La memoria recrea cines, parques, clubs deportivos, saunas, en sus épocas de gloria plagados de amistades, relaciones de negocios, encuentros familia res, para convertirse en espacios de pasiones dominicales u otras no reconocidas ni habladas. Lugares que en sus tiempos de decadencia han sido incautados y poco a poco habitados por los placeres lascivos de una masculinidad proclive al goce sexual. En las grandes ciudades, como la Ciudad de México (CDMX), la presencia de los primeros bares, discotecas, abiertamente de ambiente, ya existían desde los años setenta.
Si bien hay evidencia de formas particulares de socialidad de homosexuales de clases medias y altas, como puede verse en las publicaciones sobre el baile de los 41 (McKee-Irwin, McCaughan y Nasser, 2003) a principios del siglo pasado, también es cierto el prolongado ostracismo de diversas sexualidades e identidades en una sociedad tradicional, con una percepción social negativa y punitiva de los actos homosexuales, es decir, la homofobia de la sociedad hacia las personas disidentes de la norma heterosexual ha sido la constante durante varios siglos, así lo constata el castigo a la hoguera en 1657 de, entre otros, el mulato afeminado, nombrado Santa Cotita de la Encarnación, por cometer el pecado nefando (Morales, s. f.). Afortunadamente las dos recientes décadas muestran otro panorama más amigable para estas poblaciones, no por ello se quiere decir que ya no hay homofobia, al contrario, desde la discriminación imperceptible hasta el asesinato cruel, sádico y disciplinador siguen vigentes. Tan es así que ahora se agregan formas específicas de nombrarla, como lesbofobia, bifobia, transfobia, travestifobia, entre otras.
En la Ciudad de México hay espacios específicos destinados para realizar las prácticas sexuales desafectivizadas -con diversas personas sin mediar vínculo afectivo, identidad, nivel de intimidad o tiempo de haberse conocido-, denominadas de forma peyorativa como promiscuas. Por ejemplo, los saunas. Uno de los primeros identificados fueron los famosos Ecuador en el centro histórico, que al parecer ya existían desde los años sesenta. Conocí este sitio a principios de los años ochenta, ubicado en una calle muy transitada, separado de la zona turística y asentado en un edificio deteriorado tanto por fuera como por dentro. Albergaba en su interior un espacio donde la opacidad generada en la sala del vapor turco o la falla de la luz eléctrica facilitaban que los cuerpos se entregaran entre sí, llegando a formar en ocasiones una larga cadena de penes y anos conectados, como trenes integrados por cuerpos masculinos, donde la entrega corporal borraba las fronteras entre el yo y los otros, las clases sociales o la condición corporal o belleza física. Este sauna fue clausurado a los pocos años de la llegada de la pandemia del VIH-SIDA. Fue un lugar donde, al igual que muchos otros, había que salir de modo precipitado a otras calles más seguras, de preferencia en grupo, para cuidarse de la extorsión o levantamiento de supuestos agentes de seguridad o policías que estaban al asecho de cazar pervertidos. Otros, en los noventa y dos mil, habían sido los California en la Merced, Baños Santa María, en la Santa María la Rivera, los Señorial, los Mina, los Torrenueva, hasta los aún vigentes Finisterre, estos dos últimos sitios con mejores instalaciones y destinados a sectores sociales de clase media, pero donde la penumbra parece desvanecer las identidades y fundir por momentos cuerpos deseantes.
El ligue gay encontró otros campos de acción, en los años setenta los hombres homosexuales de clase media podían toparse con sus pares en los cines Roble, México, Gloria, Las Américas o Diana, entre otros. Ramiro fue testigo del surgimiento de estos espacios:
Un día fui a estudiar para un examen y por pura casualidad caí en un lugar donde los gays iban a ligar. Hablando con un amigo, supe que en algunos cines como el Roble, el México, el Gloria o Las Américas, había ligue. Así que empecé a frecuentarlos. Ya más tarde por los mismos li gues supe que en el bar Belvedere del Hotel Hilton había mucho ligue. Efectivamente, pero como era un lugar caro, no todo el mundo podía ir (Ramiro, 80 años, gay, comunicación personal, octubre de 2023).
Décadas posteriores, algunos de estos cines se fueron reconfigurando en cines porno; como señala Julián (67 años, comunicación personal, septiembre de 2023), fueron el México y el Gloria, a la par del Nacional y el Teresa, donde la luz tenue o la generada por la proyección de los filmes permitía libertad para dar pauta a la seducción y entrada al sexo anónimo. Así, en los sanitarios, la sección trasera o detrás de las cortinas, reinaba la interacción y el juego sexual. Por ejemplo, el Nacional, lugar que conocí a finales de los noventa, ubicado cerca del metro Pino Suárez, intimidaba por su nivel de marginalidad; daba la sensación de inseguridad, pero quizá su estratégica localización era justamente lo que permitía un agujero de fuga del asfixiante, para algunos, heterosexismo. En este edificio, al nivel de la entrada, la mayor cantidad de butacas quedaban frente a la gran pantalla y de espalda a los actos sexuales que ocurrían entre varones, principalmente de edades adultas, que fluían entre olores a cuerpos sudados por el arduo trabajo que se realiza en el ramo de la construcción; cuerpos acopados, rosándose, entregados al coito bucal o anal, a la masturbación o al placer de mirar. Mientras, detrás de la pantalla circulaban las mujeres trans con sugestivos vestidos y altos tacones, quienes, en su momento, cobraban una pequeña cantidad de dinero por realizar sexo oral a los hombres heterosexuales urgidos por el apremiante deseo carnal.
Córdova y Pretelín (2017), en su libro El Buñuel. Homoerotismo y cuerpos abyectos en la oscuridad de un cine porno en Veracruz, dan cuenta del ligue sexual en cines, al igual que de la fragilidad de las dicotomías y de las fronteras; hetorosexualidad/homosexualidad; público/privado; activo/pasivo. Las salas de cine porno son un espacio, según se cita, al que se va a exacerbar los sentidos: a tocar y ser tocado, a saborear y ser saboreado, olisqueado, penetrado. Deseos, imágenes, fantasmas, performances que hablan de cuerpos con género y sexuados; hombres recios, afeminados, hipermasculinizados, quizá también andróginos, pero fogosos, desinhibidos o atrincherados en sus fetiches y fantasías más bizarras. En la citada obra se habla de los “sexocuriosos”, para dar cuenta de la diversidad de posiciones identitarias más allá de los homosexuales, gays, bisexuales, trasvestis o transgéneros.
En razón del capitalismo rosa (D’Emilio, 1997), y con políticas sociales menos represivas, la población homosexual ostenta su capacidad de consumo y a finales de los años setenta y principios de los ochenta la Zona Rosa, de la Ciudad de México, ya se puntea como un barrio frecuentado por la comunidad LGBT+, donde abren sus puertas bares y discotecas dirigidos a la sociabilidad homosexual bajo el mismo tenor de la noche. Años antes existieron lugares encubiertos que permitían la convivencia de homosexuales y bisexuales y, aunque no enfocados al sexo, tampoco permitían expresiones afectivas evidentes. A partir de los años setenta abre sus puertas El Nueve, famoso bar para la comunidad LGBT+ y la expresión artística contracultural. Tras la consecuente avalancha de apertura de espacios similares, desde finales de los setenta y principios de los ochenta, cuando contaba con apenas 17 años, recorrí sitios destinados al baile, como las discotecas El Don, el Cyprus, en la Zona Rosa, o Spartacus, en Ciudad Nezahualcóyotl, que en su inicio llevaba en camiones especiales a la clientela gay que iniciaba la noche en la Zona Rosa. En el sur de la ciudad estaban el Le Barón, y la cantina El Vaquero, esta última propiedad del periodista y escritor Luis González de Alba, quien años después abriría el primer espacio de música alternativa, llamado El Taller, con un diseño industrial y códigos de vestimenta alejada de lo formal y del uso de lociones, que se añade como opción para el convivio homosocial y, al parecer, uno de los antecedentes de los futuros cuartos oscuros en México.
Estos cambios vertiginosos, del paso de la clandestinidad a la visibilidad, son producto también de avances en materia de derechos políticos, civiles y sociales demandados desde la primera marcha del movimiento LGBT en México. Esta comunidad subalterna salió del destierro, resquebrajó el clóset, tomó el escenario político y pasó a los reflectores y, por tanto, a su consecuente visibilidad; sin embargo, emerge con el rostro masculino por la mayoritaria participación de hombres cisgénero y por los visibles liderazgos masculinos que mermaban la presencia de las mujeres cis y transgénero, pero esto también sin dejar de abrazar la noche. La noche siguió dando cobijo a la sensualidad, al placer, al deleite. Así, el divertimento gay traslada el horario nocturno al diurno recreando la atmósfera de la noche; entonces, podía seguirse la fiesta dentro del antro ya entrado el amanecer, al grado de que, al salir, se ofuscaban los ojos por el destello de la luz del sol.
La noche y la calle como dominio masculino
El ligue homosexual encuentra cobijo en el espacio privado, y no sin riesgos, pero también en el público. Por lo regular hay sitios que albergan las prácticas clandestinas o denegadas que, unidas a las prácticas disidentes, configuran otras dimensiones o realidades imperceptibles a quienes no participan en ellas. La cotidiana y compleja realidad de la diversidad sexogenérica y afectiva se encarna en la ciudad y emergen espacios, huecos y rupturas donde mora y se respira la disidencia sexual e identitaria. Un heterosexual puede tener sexo con homosexuales, mujeres transgénero, bisexuales o travestis, en lo oscuro, en lo privado, en lo encubierto, pero no saludarle en el día, ni en la calle, mucho menos ser afectivo o asumir ese deseo abiertamente, esto es casi impracticable. La homofobia prevaleciente no sólo hace ocultar el sexo entre varones, sino también desmentir los actos homoeróticos o incluso ejercer violencia física contra quienes lo realizan. El sentir homofóbico no responde a la obscenidad del acto, ni tampoco al riesgo de perder poder, sino a ser objeto de poder de otros (Núñez, 1997). Se antepone el ejercicio de poder en los campos social y simbólico de la masculinidad y de hacer de los hombres; del poder del falo y de sus insignias.
El espacio privado o semipúblico testifica las prácticas eróticas más privadas y abyectas, ante el ojo normativizador y vigilante de la heterosexualidad compulsiva en la escena diurna, pública y socialmente deseable e hipócritamente confortable. Es el sexo sucio, promiscuo, a veces violento, ejercido por hombres de diversas configuraciones genéricas, que ven en el sexo una forma de vínculo, un medio de fuga, del desahogo imperioso de la secreción corporal más codiciada y al mismo tiempo recelosa del ímpetu masculino que se sacia en la eyaculación.
El hombre gay, el modelo más cercano a la norma patriarcal y androcentrista, aprovecha los privilegios masculinos, como el ejercicio de la sexualidad y la apropiación del espacio público, para contravenir los mandatos y sentidos de lo público y lo privado, de la intimidad y la desafección en el ejercicio libre del cuerpo y del deseo erótico. Paradoja que une los extremos de la cercanía y la distancia. La extimidad (Miller, 2010) como punto de conexión y desapego a la vez con el otro. Lo extimo brota al penetrarse físicamente los cuerpos carne de dos hombres que mezclan sus excreciones y relamen sus zonas erógenas sin pudor, ante la exhibición de lo interior, ni descaro por el íntimo acto de la simiente absorbida. Cabe decir de esta práctica no generalizada, sino propia de una masculinidad aventurera, osada y puesta para afrontar diversas adversidades, por tanto, asimilada a la imagen virilmente, en contraposición a otras más puestas en lo femenino, en la temeridad o en la moralidad.
Compartir fluidos corporales con desconocidos no cruza por la afectividad, no une. Fuera del partener sexual no se mezclan las secreciones porque se antepone el asco. Dos amigos homosexuales no tienen sexo porque se antepone el aprecio. El semen en el interior o en la piel de los cuerpos, la fetidez de las heces adherida en los penes, pelvis, dedos, bocas o anos, se puede llevar como un trofeo más que como un ultraje del desconocido. Contrariamente, el secreto compartido, el mutuo silencio y la secrecía marca un vínculo de fidelidad, complicidad obligada. En el vínculo heterosexual los hombres acostumbraban la frase “los caballeros no tenemos memoria”, los hombres que se co nocen y se topan en un lugar de cruising se hacen los desentendidos, fingen no darse cuenta. Pero sí hay un reconocimiento y una memoria, y es la de no traicionar, pactada por el silencio y el secreto. Se intercambian cuartos, camas, se aprovechan rincones, elevadores, calles vacías o casas abandonadas para el sexo furtivo. Entre tinieblas, en lo oculto o en la reserva, pero, a fin de cuentas, en el espacio público, el privilegio masculino ostenta su dominio para el erotismo, para la guerra o para la política.
¿Solidaridad o complicidad masculina? ¿Refugio del homoerotismo? ¿Fuga de la represión social? Espacios de lo abyecto, donde a los mirones ajenos les aqueja el resquemor por los fluidos corporales, las secreciones expuestas que se pegan a la piel o los olores repulsivos que llenan el ambiente. La figura de dos o más hombres tocando su sexo, succionando o desabrochándose las cremalleras puede parecerle aberrante y depravado a unos, en cuanto mirada externa, pero también genera adrenalina y una extraña excitación a otros, en cuanto participantes del juego sexual.
En términos históricos, la actividad nocturna ha sido ámbito masculino. Habitar la calle, desplazarse y apropiarse de espacio urbano, sin importar la vestimenta, mientras no sea femenina como la que usan las mujeres trans, como esfera de lo público atañe a lo político, a la agenda del quehacer de los intereses públicos, es decir, de la política, de la economía, de la seguridad pública, hoy llamada seguridad humana, y de la hipócrita norma moral que ha camuflado el deseo carnal masculino. El diseño y edificación de las ciudades ha tenido el sesgo heteropatriarcal, el equipamiento del espacio urbano, en tanto masculino, ha sido pensado para uso y disfrute, particularmente, de los hombres. De igual manera, servirse y consumir el tiempo en masculino (Cazés, 2002) plantea la disponibilidad de horarios, recursos económicos y materiales, seguridad de sí, capacidad física de defenderse, pero también del espíritu aventurero.
Así como el modo masculino ha dominado el espacio público, también lo ha hecho sobre todo con la noche. Los miedos o temores radicarían en ser asaltado, extorsionado, reconocido o visto como una identidad proscrita; sin embargo, no es común la inseguridad de ser violentado sexualmente, de ser violado. La noche como dominio masculino ha permitido la apropiación de espacios topográficos o simbólicos para el goce sexual. Diferente de otras identidades, como travestis, transexuales o, en general, transgéneros, donde hasta hace algunos años existían las fronteras territoriales que estaban muy bien delimitadas para recorrer o asistir a calles o espacios restringidos, como cuerpos feminizados, no exentos de la violencia policial o de otros hombres y ellas sí expuestas a violaciones, agresiones físicas o incluso al asesinato.
Homosexuales cisgénero, hombres trans, heterosexuales con prácticas homoeróticas, femeninos o aquellos feminizados, representan masculinidades que, si bien son subalternas o subordinadas al modelo dominante -sean estas identidades u otras, como bi sexuales, heterocuriosos, mañosos o indefinidos-, se han aprovechado de los privilegios de la cultura de género tradicional. La masculinidad hegemónica y los hombres asidos a los modelos dominantes, cómplices por beneficiarse de los privilegios masculinos, se han apropiado o han reconfigurado el espacio público. En estos universos compartidos se recrea el sexo fortuito, azaroso, impulsivo o simplemente el gusto sensual, en particular el mirar -a través de las sombras y de las fantasías- buscando diversos placeres. Quienes participan del sexo entre hombres, en lo individual, en parejas, tríos u orgías, lo toman como goce del cuerpo propio y del ajeno, donde priva la genitalidad y el orgasmo rápido, y reiteran el gusto por la adrenalina, el riesgo, la eyaculación sin mayor compromiso ni atadura emocional, y lo hacen por la insistencia de la presunta exacerbación y sobrevaloración que tiene el sexo para la identidad masculina hegemónica.
El espacio público, físico, simbólico, imaginario se reconfigura sin cesar, pero el rostro que ha prevalecido en estos escenarios de dominio masculino ha sido el de la juventud. Los hombres jóvenes son los que mayormente se disputan los territorios, transitan, se apropian, usan y se divierten en la calle, aunque también son el blanco de los cuerpos policiacos y militares. En contraste, las personas mayores o viejas quizá no duerman de noche, pero se confinan al espacio privado, al hogar. En la subcultura gay, el edadismo favorece el autoexilio o, por el contrario, la resistencia a la discriminación por ser hombres viejos. La alta valoración por la belleza física, la juventud, la fuerza y, en general, una valoración de la insignia fálica, en tanto signo de potencia, dureza, firmeza, que pone su reducida visión en el miembro viril erecto. Los juegos de la sexualidad, en la socialidad homoerótica masculina, no son ajenos al dominio masculino en lo público, ni a la valoración de la juventud, también giran en torno al poder jerarquizado entre varones, en una época hipererotizada y sobremercantilizada (Córdova, 2003).
Sin dejar de reconocer lo antes dicho, del poder simbólico de la juventud y la belleza que se le atribuye, en los espacios de cruising no se les observa mucho, por el contrario, son los cuerpos adultos, maduros o viejos los que predominan. En los espacios de encuentros homoeróticos, sin importar si son nocturnos o diurnos, privan los acercamientos motivados por múltiples fantasías, complexiones y condiciones corporales diversas, estaturas, tamaños de genitales o de glúteos, así como el acoplamiento en los roles y actos sexuales. En los espacios para el sexo convergen no sólo deseos y gustos, sino también diversas formas de placeres visuales y, sobre todo, fantasías e imaginarios. No obstante, dependiendo de los casos, los encuentros carnales que se concretan son en su gran mayoría esporádicos y fugaces, ante las insatisfacciones de los cuerpos disponibles, que circulan insistentemente buscando un partener ad hoc o sujetos u objetos depositarios de ilusiones indescifrables.
El sexo promiscuo, como solía decir Graciela Hierro (comunicación personal, septiembre de 2001), aquel que se tiene sin ningún vínculo afectivo, podría verse de muy diversas formas por la salud pública, la psicología conservadora o la prescripción religiosa, pero al final de cuentas representa un ambiente de prácticas consensuadas entre adultos, que, si no garantizan, al menos reducen la exposición a la violencia extrema de la población disidente: los golpes o el asesinato cruel y sádico que tan repetida y lastimosamente se observa en nuestros entornos. En tal sentido, aunque estos escenarios no son ajenos a la reproducción de discriminaciones por lo vieja, afeminada, no agraciada o pobre que sea la persona, también es cierto que la presencia y visibilidad de estos cuerpos que escapan a la belleza hegemónica representan prácticas espaciales de resistencia y estrategias de apropiación de espacios entre iguales para evitar la discriminación y el señalamiento de quienes sienten diferente al mandato heterosexual. El deseo masculino ha encontrado cobijo en la oscuridad de la noche, pero no exclusivamente, pues el día también provee de ese efecto que suple la oscuridad con el ocultamiento, lo nebuloso y la opacidad para la expresión de la identidad proscrita, del deseo abyecto, del afecto sexual perverso. Así, los saunas, el cine porno, los cuartos oscuros, forman parte de estos lugares de encuentro entre hombres; entre la oscuridad, bajo la luz tenue o lo nebuloso de los ambientes húmedos.
El cuarto oscuro: de noche y de día
Si bien el sexo, en su práctica, nunca ha sido exclusivo de realizarse en la noche, en la alcoba, con la luz apagada y para fines reproductivos, como lo decía el mandato católico, la noche ha mantenido el encanto del encubrimiento, la magia, la fascinación, la fanta sía y, aunado a la embriaguez que da el alcohol, otras drogas o el arrebato sexual, en conjunto ha permitido la relajación de la timidez, de la norma moral o del pudor, así como de otras restricciones físicas o simbólicas, además de la apariencia nebulosa que disimula o resta importancia a la belleza o condición física. No por ello la noche es el escenario exclusivo para la inspiración amorosa o sexual.
El erotismo no se reduce a lo sexual ni genital, empero, la erótica puede hablar del juego entre el cuerpo, la voluptuosidad, el suceso sensorial. Una descripción de los placeres de la carne, aspectos siempre presentes en la experiencia humana, pero sujeta a la reglamentación social y a la disputa por los órdenes del poder. Quizá es ahí donde radica la autorregulación de la sexualidad, en la censura, en la prohibición, en el castigo que imponen las normas morales o jurídicas, la ley social, mientras otro orden de poder funda la existencia de un sujeto bajo su régimen (Foucault, 1993), donde la sujeción deviene como existencia de forma dócil y complacida. Difícilmente la oscuridad, sin su carga polisémica, procura mayor placer sensorial o sensual, pero sí el sentido de transgresión, de incertidumbre, de riesgo, de confusión, de misterio.
Como ya señalé, el sexo anónimo en el ligue gay se analiza como formas de socialidad propias de grupos excluidos y asidos al margen, al terreno de lo abyecto, por ello desafía a una sociedad heteropatriarcal, que les posiciona como pervertidos, inmorales, anormales o enfermos, más cercano que lejano de la monstruosidad. De una u otra manera, la subjetividad gay masculina está autorizada para habitar la extrañeza, lo bizarro, lo subrepticio y, junto con ello, lo oscuro. En diversos lugares de socialidad no sexual, como discotecas, bares, piscinas o fiestas privadas o semiprivadas, se han adaptado espacios oscuros para el sexo inmediato y encubierto, llamados cuartos oscuros. Esto bien podría responder a una demanda de los parroquianos o a una estrategia para la atracción de nueva clientela.
Los cuartos oscuros son espacios caracterizados por una delimitación espacial que garantice la oscuridad total o apenas permita una luz muy tenue. Una práctica ya extendida e importada de Europa y Estados Unidos, se instala en México como opción que evita los peligros inherentes del espacio público. En la Ciudad de México se ha señalado a El Famoso 41 como el primer antecedente de cuarto oscuro, vigente en los años setenta (Bialostozky, 2020), que contaba con un pequeño sótano donde concurrían hombres con el ansia de sexo. Pero ya en los años ochenta, se ubica a La Cantina del Vaquero como el primer bar que albergaba un cuarto oscuro. Que en realidad era un área semiabierta, dentro del mismo pequeño local, en la que se proyectaban películas porno gay y daba pauta para que la fila de hombres que miraban la pantalla pudieran pegar sus cuerpos de manera franca.
Durante los años noventa, aparecen las fiestas raves, cuyos principales atractivos eran la música elec trónica, el consumo de drogas y los cuartos oscuros, eventos siempre cambiantes en espacios y tiempos. No es sino a la apertura del primer bar leather en México que se oficializa un antro que vende, desde un primer momento, la existencia de un cuarto oscuro como atractivo. De igual modo, en esa década, proliferan en la ciudad diversas residencias enteras convertidas en cuartos oscuros. Conocidas como casitas, y respaldadas como espacios autogestivos de organizaciones proderechos LGBTQ+. Sin embargo, respecto al nombre de casita, Ramiro recuerda el espacio de Ciudad Universitaria en la UNAM que alojaba el área del cruising gay en pleno campo abierto -en contrasentido del nombre- llamada “La casita”, pues el área estaba delimitada por canchas deportivas, sanitarios y regaderas, cercano a terrenos pedregosos en desnivel, que cubrían de la mirada ajena.
La famosa casita de la UNAM en los sesenta sólo fui una vez, pues había que ir ya obscureciendo y se decía que te podían asaltar… Según los comentarios de quienes la frecuentaban, siempre había mucha gente [Ramiro, gay, 80 años, comunicación personal, octubre de 2023].
En la década de los dos mil podían identificarse al menos cinco establecimientos con este giro de negocios. Las casitas contaban con amplios espacios una vez cruzada una reducida recepción, y donde se ubicaba un pequeño bar, sanitarios y, en algunos sitios, colchonetas, que fungían como camas, y algunos mue bles sexuales para los amantes del sadomasoquismo. De apariencia sórdida y clandestina, estos lugares se distinguían por los olores fétidos, espacios comunes con poca luz y otros más pequeños con nula posibilidad de visión. A la fecha, los cuartos oscuros, siguen representando un atractivo principal o adicional a los lugares de reunión homosociales.
Los cuartos oscuros eran frecuentados en su mayoría por hombres adultos jóvenes y mayores, de diferentes sectores de la ciudad, pero dependía de la ubicación y horario de asistencia que podría cambiar el perfil sociodemográfico de la clientela. En su mayoría lugares céntricos, pero algunos claramente caracterizados por su población de clase media, profesionistas, extranjeros y de ámbitos vinculados con la cultura, el entretenimiento o el activismo, en especial en el horario nocturno. Aunque funcionaban día y noche, eran las madrugadas de fines de semana cuando arribaban los hombres provenientes de fiestas, bares o discotecas, que no buscaban o no encontraban el ligue adecuado. Cuerpos impregnados con los aromas mezclados entre las lociones, el alcohol y el tabaco. La rutina era echar un vistazo por los recovecos buscando la experiencia más excitante, los amantes más acordes o la masa de cuerpos en el placer orgiástico. Ante la oscuridad absoluta que reinaba en algunos, los sentidos del tacto y el olfato eran los que permitían detenerse ante algún cuerpo anónimo. Los puntos con luz tenue eran de pausa, descanso o encuentro para aquellos más exigentes que requerían identificar las características y cualidades de su personaje deseado para esa noche; y, una vez declarada la aceptación mutua, se daba inicio al juego erótico en los recovecos oscuros o inaccesibles a los otros.
Identidades acreditadas, visibilidad y derechos LGBT+
En la última década se han suscitado cambios sociales, culturales y políticos en torno a las personas que no son exclusivamente heterosexuales. Estos cambios han generado otros escenarios de lucha y revelado otras formas y estilos de vida, como representatividad en la agenda pública, recursos jurídicos, espacios en la política formal y partidista, los cuales han promovido percepciones menos adversas y menor desavenencia, lo que no elimina la aún vigente homofobia en la socie dad. Pero la identidad gay no es la única en su visibilidad, derechos logrados y modos estigmatizados de determinados comportamientos, ahora los repertorios identitarios son más amplios, menos atomizados, más flexibles y, cada vez más, no binarios. Por el contrario, han sido bien recibidas las identificaciones fluidas o indeterminadas, a lo que se suman las etiquetas de otras formas de ser en el sexo fuera de las parafilias, como pansexual, asexual o demisexual. Con todo, la política de la identidad es ahora más recurrida como derecho a nombrarse y, con ello, a existir, así como bandera de lucha por los derechos ciudadanos. Esta aparente mayor aceptación de las expresiones sexogenéricas en las subculturas de las minorías sexuales ha hecho que sus vidas transcurran con mayor visibilidad, desenterran do lo que por siglos se sepultaba.
La aprobación condicionada de las disidencias se xogenéricas también ha procurado espacios lícitos, aseados, a plena luz del día y perceptibles. Esto no excluye los gustos por el sexo libre, fortuito, anónimo y llevado a cabo bajo la noche, la oscuridad, la opacidad o la penumbra, lo cual sigue siendo recurrente para algunos. Lo oculto, práctica experta de quienes viven el exilio, el desahucio o la eliminación, mantiene sus reminiscencias en el gusto por lo encubierto, clandestino, riesgoso, desafiante o misterioso. Oscuridad, nebulosidad o noche siguen siendo elementos que componen ambientes en que se recrean escenas sensuales y de sexo expedito. Lo mismo debe decirse de aquellos que se han quedado acostumbrados a los lugares oscuros, sórdidos y malolientes, a una sexualidad desafectivizada, contaminada e infecta, pero tremendamente seductora.
A todo lo anterior se agrega en la actualidad el cibersexo, una ventaja del sexo expedito gracias a las aplicaciones digitales y redes sociales. Desde la presencia de las primeras páginas digitales para el ligue, como Gaydar o Manhunt, hasta las actuales como Grinder, Scruff, Recon, y otra decena de aplicaciones más, quizá no puedan ser definidas como cruising -no sólo por la ausencia la interacción cara a cara, del preámbulo clásico de la seducción; la caza furtiva, el cruce de miradas, las posturas y tocamientos corporales, el olor de las feromonas, la transpiración o los aromas fétidos-, pero, en estas modernas formas de contactarse, la noche sigue siendo apropiada para la búsqueda urgente, por su mayor presencia de usuarios en las noches de soledad, excitación o ansiedad sexual. Lo cual habla de que aún no se ha extinguido el gusto por la vida nocturna, tiempo y ambiente para los nuevos contactos, el travestimiento, que dan pie a otras máscaras de la personalidad individual y colectiva.
Ser visibles no quiere decir ser aceptados. Los logros en derechos LGBT+ también están detenidos por un techo de cristal, igual que el de las mujeres que no han logrado alcanzar la igualdad sustantiva. En un caso reciente de crimen homofóbico de un magistrade se argüía que fue asesinado por el escándalo provocado por el uso del lenguaje inclusivo, por maquillarse, usar vestidos y tacones, por ser no binarie, por profanar las insignias de las altas instituciones estatales, así como a las jóvenes feministas radicales se les reprochaba la pinta o demoler monumentos históricos y edificios emblemáticos. La ambición política se castiga con el asesinato por sobrepasar los límites impuestos por las normas sociales y culturales.
De igual modo, las prácticas sexuales radicales, como el cruising o el sexo promiscuo, no es celebrado. El posicionamiento de la identidad gay y su acoplamiento a las formas e instituciones heteropatriarcales, como el matrimonio y la adopción, han marcado mayor distancia entre el ser un buen gay, correcto ciudadano, bien ajustado a las normas sociales, o un perpetuo pérfido proclive al sexo promiscuo, a las drogas, a las enfermedades y, por consecuencia, a la muerte temprana. Por lo tanto, ni luz ni transparencia ni completa oscuridad ni ostracismo, todo puede converger en matices, temporalidades, espaciamientos y en diversos sentires respecto a los comportamientos sexuales fuera de las normas que rigen la sociedad.
A manera de cierre: la vida entre tinieblas
La pregunta es sobre los alcances de pensar la noche y la nocturnidad, que se recrean de día y de noche. Con luz del día o de noche con luz artificial reproducen la nebulosidad que da el vapor en el sauna, la penumbra del cuarto oscuro, la opacidad del cine porno o de las cabinas, recrean la nocturnidad que delimita el espacio para el encuentro sexual en plenas horas del día, oscuridad que permite el desvanecimiento de las inhibiciones del cuerpo, de la identidad y del deseo.
La práctica sexual casi siempre asumida para la privacidad o la intimidad, sea experiencia solitaria, en pareja o colectiva, ha estado marcada por el pudor, la inhibición de la mirada ajena que posibilita la expresión franca del placer sexual desinhibido, ha estado prescrita por la moral sexual como acto bochornoso que precisa ser velado, por ello el recurso de la noche, la oscuridad y lo reservado. No obstante, el sexo homoerótico además ha sido proscrito y sancionado históricamente, por lo que en los intersticios donde emanan el deseo y el placer carnal han sido aún más etéreos y encubiertos sus actos. Las reminiscencias de la censura y la reprimenda moral, simbólica y las violencias directas han quedado en la memoria corporal, personal y colectiva, de quienes se han atrevido a disentir de la heterosexualidad y no optar por la monogamia.
El sexo y sus espectros de curiosear, fisgonear, o la buscada excitación a través de la mirada que se realiza en espacios oscuros, nebulosos, que buscan clandestinidad o anonimato permiten, a quienes participan en ellos, más allá del desahogo al imperativo del impulso sexual, establecer encuentros que salen de las restricciones y convencionalismos sociales, proporcionan una liberación a ciertas ataduras sociales, y cuyo beneplácito radica precisamente en que no atentan ni modifican las relaciones establecidas ni la imagen dentro de los diversos círculos sociales a los que pertenece el individuo.
Las resistencias ante la sexualidad normalizada se nutren del espacio de la abyección y se resignifican culturalmente otras formas de denominación auto- y heteroasignada. Si la seducción, como señala Bataille (2014), es el manejo de las apariencias, que pone en escena al cuerpo para debatirse en el juego del sexo, juego que se sustenta por dos hombres, pone también en evidencia la artificialidad de lo masculino y la fragilidad de la identidad masculina. En el cruising gay también los hombres juegan con su propio cuerpo al juego de la ilusión, que lleva a configurar la apariencia pura y, aunque ello es significado dentro de lo femenino, delata lo dúctil de lo masculino, puesto en términos de lo auténtico y real.
Cabría preguntarse por las implicaciones y el alcance político del cruising, entenderlo más allá de la simple búsqueda de sexo, si su relevancia plantea un entramado del espacio, de la ciudad como entidad, del sentido de mismidad y alteridad, de aprender sobre el ser y el estar con otros, los gustos y los placeres en la era del encuentro virtual, de si puede pensarse como un proyecto de liberación, pero ¿cuál liberación?, ¿cuál es la utopía?, ¿qué presente vivimos pensando en el futuro? Quizá es andar a tientas, entre tinieblas, cada vez más alejados de la sensación táctil, olfativa, entre cuerpos deseantes en contacto piel con piel, y más en la mente imaginativa de otros placeres sensuales y el despertar de otras sensorialidades. La completa y tajante separación, o su constricción de la liga íntimo/público, amor/sexo, fluido-suciedad/látex-profilaxis, oscuridad-luminosidad.