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Alteridades

versión On-line ISSN 2448-850Xversión impresa ISSN 0188-7017

Alteridades vol.34 no.68 Ciudad de México jul./dic. 2024  Epub 31-Oct-2024

https://doi.org/10.24275/cory3373 

Lecturas

El fulgor de la presencia. Ritual, experiencia, performance

Camilo Sempio-Durán1 

1Escuela Nacional de Antropología e Historia. Periférico Sur y Zapote s/n, col. Isidro Fabela, 14030 Ciudad de México <camilo.sempio@enah.edu.mx>.

Díaz Cruz, Rodrigo. El fulgor de la presencia. Ritual, experiencia, performance. Universidad Autónoma Metropolitana-Unidad Iztapalapa/Gedisa, Ciudad de México: 2023. 438p.


El libro El fulgor de la presencia. Ritual, experiencia, performance se compone de siete capítulos donde se tratan, de manera entrelazada y en espiral, las cuatro categorías indicadas en el título, a las cuales se añaden liminalidad, ontología, conmemoración y juego. El tipo de abordaje en espiral consiste en que, luego de examinar el ritual y con el análisis de la experiencia, el ritual resurge bajo otras perspectivas. Lo mismo ocurre con las otras categorías. El performance se explora en el quinto capítulo, pero se asoma desde el inicio y hasta llegar al juego final del libro.

Quizá por ello El fulgor sea un libro anfibio. Anfibio porque circula por tierra, agua y cielo del saber, esto es, se mueve con soltura en desiertos filosóficos y mares de la literatura, penetra y vuela en las artes escénicas y en la estética, en la historia navega y en la antropología enciende un fuego para narrar mitos. Los ejemplos y las costumbres de las poblaciones descritas, las notas periodísticas, en fin, la realidad recuperada es sumamente variada. Hay algo de enciclopedismo que acompaña el carácter anfibio de este volumen.

También hay mucho de una peculiaridad de la obra de Díaz Cruz. Hacia atrás observamos su artículo “Los hacedores de mapas”, resbalamos por sus libros Archipiélagos de rituales y Los lugares de lo político, los desplazamientos del símbolo, para alcanzar El fulgor de la presencia y atestiguar que la obra de Díaz Cruz tiene la perversidad de insistir, una y otra vez, en analizar filosóficamente la imaginación y la práctica antropológicas. Incorpora sin cesar herramientas y concepciones del saber filosófico al antropológico. Es una perversidad programática: se trata de “no dejar” (en sus palabras) “de debatir en las investigaciones antropológicas asuntos que se han considerado propios de la filosofía -una relación”, añade, “de afinidad y repulsión” (p. 24). De acuerdo. De hecho, quizá por ello no sea mucha la obra, en particular desde el continente lingüístico hispanoamerica no, que someta una y otra vez al cuerpo cerebral a ensamblar antropología y filosofía. En lo personal, agradezco tanta perversión. Entre otras razones, porque subraya que no basta defender que el conocimiento es una construcción o un hecho social, sino que es menester analizar el “carácter epistémico de los hechos sociales” (p. 173). Y Rodrigo Díaz Cruz lo hace con creces. Por cierto, no es casual que El fulgor de la presencia se hermane a su libro previo, Los lugares de lo político, los desplazamientos del símbolo. Pero la casualidad es caprichosa. Combina el cálculo con la magia. Tal vez por ello resulte más natural decir que El fulgor envuelve universalmente a Los lugares de lo político para mostrarlo como una de sus galaxias.

Coincidencias. En las primeras líneas de la Introducción, Díaz Cruz se interroga: “¿Cómo revelar la memoria de los meteoritos? […] ¿Cómo develar esa memoria viajera?”. A lo cual pregunto: ¿Es un libro de antropología? La memoria de los meteoritos no se revela “por medio de la cognición”, me responde el autor, “sino por medio de los sentidos” (p. 21).

Aquí luce una antropología universal (en sentido literal). Pero ¿qué tiene de universal esta antropología? “Este (aparentemente insólito ejemplo)” del meteorito, vuelve a responder el autor, “muestra algunos temas centrales de este libro: la creación de la presencia y los efectos de su aparición […], la aparición de memorias, […] de experiencias estéticas, […] de encantamiento y fascinación” (p. 22). Y, lo más interesante, añado, es que estos temas son analizados en los fenómenos del ritual, la experiencia, el performance, la liminalidad, la pluralidad y la transformación ontológicas.

Así, en el primer capítulo encontramos un examen del ritual que parte de la siguiente premisa: si resulta imposible elaborar “una teoría del ritual”, es dable elaborar “enunciados teóricos indicativos” (p. 38). Con esta premisa, Díaz Cruz formula una cuestión fundamental: “¿Cómo distinguir acciones rituales de las no rituales?” (p. 40). E inicia una exhaustiva revisión, no sólo dentro de las fuentes de la antropología, sino también de la teología y la filosofía. Con esta revisión observamos la evolución del ritual como objeto de estudio, un objeto derivado de otros objetos: “Los rituales no siempre han sido rituales”, recuerda el autor, también fueron fetiches e idolatrías (p. 47), imágenes y “cosas que quieren cosas, demandan, desean alimentos, sangre, dinero, luz” (p. 50).

A partir de aquí Díaz Cruz defiende cuatro argumentos (a mi juicio “enunciados teóricos indicativos”) que reptan por todo el libro: 1) “no se pueden sustraer las imágenes y los objetos rituales de las experiencias del cuerpo; 2) las imágenes y los objetos no son añadidos a la vida ritual, la constituyen [y] crean la presencia de figuraciones de lo posible; 3) todo ritual es material, las imágenes y los objetos son y devienen, tienen un carácter relacional, móvil, procesal”; y 4) es menester “reconocer que todo este ensamblaje de objetos e imágenes nos posibilita una mejor orientación y mayor comprensión corporal de las experiencias de dolor, duelo, confusión, alegría, devoción” (p. 51).

Ahora bien, esta clase de objetos e imágenes no son nada (por lo pronto nada con significado) fuera de la representación, en sentido práctico. De ahí la cardinalidad del cuerpo, entidad práctica, sensorial e imaginadora. De ahí, también, que la representación de los objetos e imágenes rituales sea posible gracias a la conjunción de políticas conceptuales y supuestos ontológicos. En suma, la representación no como un acto especular sino presencial, de hacer presentes.

Pero hay algo más que caracteriza a los rituales y que es examinado en el segundo capítulo destinado a elaborar una teoría de la liminalidad. En efecto, el ritual “ha permitido”, leemos, “que la huma nidad habite los lugares de la potencia subjuntiva, del haz de los posibles y deseables [proyectando] hipótesis hacia las topografías del antidestino” (p. 148). Aquí se vislumbra una teoría del devenir, pero un devenir disruptivo. El estudio de Turner sobre la fase liminal en los ritos de paso ndembu constituye un clásico ejemplo. Díaz Cruz añade otro: un ritual de paso de la religión Mbiri-Bwiti de la población fang de Guinea Ecuatorial, donde las niñas ingieren una planta psicotrópica que les provoca visiones.

Cuando el efecto está en su apogeo, abriendo la fase liminal, las niñas son conducidas a una choza cuyo suelo y techo están recubiertos de espejos, algunos de ellos con cruces o rostros. Luego de horas de observar los espejos “las niñas”, escribe el autor, “viven el momento revelador del rito cuando identifican a un ancestro o espíritu” familiar (p. 183). No obstante, previo a este momento, “la persona liminal no halla lugar, no cabe en la imagen, en el espejo, en ninguna representación […], pues dejó de ser para estar siendo simultáneamente uno y otro, o estar siendo el ancestro con el que se encontró en el espejo” (p. 184).

La liminalidad nos evidencia que, aunque seamos ser, podemos no-serlo, o serlo sin estarlo, o ser otro en otro estado, incluso, pensar y experimentar el no-ser, ensayar la nada: “Dichosos de ustedes cuya lengua les permite ser sin estar y estar sin ser”, parece que le confesó Heidegger a Ortega y Gasset. Es factible conjeturar que, de haber leído El fulgor de la presencia, Heidegger no sólo hubiese ampliado su rango lingüístico, sino el ontológico. En los rituales de paso el ser piensa sobre su estado liminoide, se piensa estando y siendo, no estando y no siendo, o todo a la vez. El vértigo ontológico es propio de la fase liminal, y lo es porque el pensamiento se sustrae al ser, de ahí la reflexividad: “Quien vive ese efímero momento del umbral”, escribe Díaz Cruz, “puede desplegar una clase de reflexividad, esto es, una metacción donde las personas liminales son simultáneamente actores y testigos de sus propias acciones y relaciones, [ya que] se identifican y distancian, se reconocen y abandonan” (p. 185).

No obstante, aquí vuelve el llamado al análisis “epistémico de los hechos sociales”. El umbral es de igual modo espacio de personas desaparecidas, desplazadas y migrantes (p. 234). Del umbral también se puede salir más miserable, deprimido e inhumano. Esto invita a una crítica epistemológica de la misma condición de posibilidad. Con otras palabras, que la posibilidad sea condición de liminalidad no garantiza que se desenvuelva para el bien colectivo. Lo posible, en los ritos de paso intervenidos por el Capital, ciertos Estados-nación, la necropolítica, el racismo y la misoginia, siempre deviene en aumento de la barbarie. Parafraseando a Kant: cuestionar las condiciones del conocimiento liminal es diferente a cuestionar sus posibilidades bajo tales condiciones.

Esto nos sitúa en el tercer capítulo, centrado en la antropología de la experiencia. Es curioso que en el uso etnográfico y antropológico la experiencia sea una noción tan evidente como desatendida y des-filosofada. A contramano de esta situación, el autor propone concebir a la experiencia como vivencia. Así, una antropología de la experiencia tendría por razón “rescatar la experiencia vivida, pero [vivida] en relación a lo común” (p. 251).

De Turner hacia acá sabemos que la experiencia ritual es dramática, angustiante y conflictiva (p. 254). Toda experiencia ritual es un drama social orientado por narrativas, tramas y políticas conceptuales. Y los dramas sociales se componen de cuatro fases de experiencias: ruptura, crisis, acciones y procedimientos de reajuste, reintegración o cisma. Justamente, en la tercera fase es donde campean la liminalidad y la prefiguración de nuevas experiencias. De ahí que, junto a nuestras experiencias y vivencias cotidianas, también podamos habitar dramas sociales con experiencias y vivencias disruptivas.

Precisamente, en el cuarto capítulo volvemos a la ontología, pero ahora articulada con la “expe riencia ritual en sí misma”, la experiencia “extrema” (p. 283). Aquí Díaz Cruz reconstruye el ritual de aflicción ndembu conocido como Chilamba. Se trata de un rito que se realiza cuando las personas son atrapadas por ancestros a quienes no se les han efectuado los cultos y honores de manera correcta. Como consecuencia, los hombres tienen mala suerte en la cacería y las mujeres sufren trastornos reproductivos. Para reconducir esta situación, las personas afligidas deben matar a Kavula (representado por otra persona que porta una máscara), dios y no dios, hombre y no hombre, quien multiplica las cosechas y los animales, pero también el que atrapa; “su ser”, citando a Turner, “es un enigma, una paradoja” (p. 293).

No obstante, para Díaz Cruz, más que un ritual, Chilamba es un performance. Un performance donde se busca “la creación de una presencia” indefinida (p. 294), de ahí que se experimente el “acto-de-ser en tanto puro acto” (p. 296). Asimismo, resulta desconcertante que asesinar a Kavula sea considerada una acción inocente. De ahí que, siguiendo a Turner, Chilamba a su vez constituye un ritual que “expresa lo que no puede ser pensado” (p. 296).

Estas características hacen del Chilamba un ritual de “transformación ontológica”, pero no del ser, o por lo pronto no sólo una transformación del ser, sino un rompimiento (citando a Turner), de “los patrones habituales de la conducta, el pensamiento racional y el sentido común” (p. 298). Por ello lo característico de la experiencia extrema es cambiar la realidad, incluyendo la forma de concebir sus entidades y valores.

De manera natural, la antropología de la experiencia se enlaza con la antropología del performance, tópico del quinto capítulo, performance en cuanto “acto de dramatización”, acto donde el “cuerpo dramatiza y se dramatiza” (p. 312). Pero el performance desborda al ritual o, mejor, el ritual es “uno de los géneros performativos más relevantes” (p. 316) ¿Y cuáles son las condiciones de estos géneros? Leemos: “Las performances no están configuradas por una cultura compartida, ellas crean la posibilidad -a veces la ilusión- de compartir cultura”, de hecho, aunque las personas que participan no siempre comparten tradiciones o biografías, sí “comparten” una “participación común” (p. 327). Y esta participación común también afecta el sentido de la realidad y de sus valores: “Defiendo que la performance”, sostiene el autor, “implica la creación de la presencia y sus efectos, [implica] crear y hacer presentes realidades y experiencias suficientemente vívidas como para conmover, seducir, engañar, ilusionar, encantar, divertir, aterrorizar” (p. 328).

Como podrá advertirse, si en la fase liminal de un ritual ocurre una transformación ontológica (del ser, del estar, de la realidad y del sentido), ¿qué no puede ocurrir en un acontecimiento performativo? Como escribe Díaz Cruz, “las performances gestan una permanente tensión entre autoridad -reglas, convención, tradición- y propiedades emergentes” (p. 342). De entrada, no hay sitio para una ontología del ser, de hecho, la ontología del ser (simplemente como entidad metafísica en su carácter óntico) “está en el extremo opuesto a la noción misma de performance” (p. 331). La razón es simple: frente a toda metafísica, el acto performa tivo crea presencia, y la presencia, escribe Díaz Cruz, “no nos remite a una referencia última, preexistente, fundante de la vida humana. Antes bien, designa su carácter dúctil” (p. 331), incluso, capaz de sustraerse del lenguaje. Ahora bien, la presencia gestada en el performance sólo tiene sentido y se interpreta en el performance que la fundó (p. 341), ya que el performance crea su propio marco desbaratando y reutilizando otros marcos.

Es más, ¿no implica la escritura etnográfica un acto de performance? “Al regresar a su casa después del trabajo de campo, con sus diarios llenos de anotaciones, sus fotografías y videos, sus genealogías y entrevistas”, escribe Díaz Cruz, “las y los antropólogos son auténticos performers, completan el proceso de investigación con la redacción de sus etnografías, un genuino ejercicio de elaboración de verosimilitud, al modo en que lo hace el editor de películas: restauran, acomodan y reconstruyen conductas” (p. 348).

Desde otro ángulo, el sexto capítulo constituye una potente crítica sobre la noción de performance en los estudios de género realizados por Judith Butler. Los cuestionamientos se concentran en cierto anglocentrismo de sus ejemplos, en una “sobredeterminación de la matriz heteronormativa sobre los sujetos con género a través de los actos performativos” (p. 369) y, vinculado a esto último, en sucumbir al “vértigo objetivista” de dicha matriz.

El fulgor de la presencia cierra con el séptimo capítulo destinado a las conmemoraciones, al poder y al juego. Por placer me centro en este último, el juego, el fenómeno más expuesto al posibilismo, más cargado de ritual y quizá el de mayor profundidad performativa. Recordemos que el performance implica manipular conductas, pero conductas que operan sobre el acontecimiento y sobre el sujeto: ¿Así no opera también el juego? En todo juego seguimos reglas, pero ello no garantiza ganar o perder, porque ambas son posibilidades que no dependen de adaptar las reglas. El juego es ambigüedad, incertidumbre, creación de presencia tras experiencia, presencia-experiencia-presencia. Con base en los términos propuestos por Turner, el juego no sería una “realidad indicativa”, sino más bien una “potencia subjuntiva” (p. 400). Y, en efecto, ¿no posibilita el juego la creación de presencias sembradas de horizontes? ¿Acaso el performance, el drama social y el ritual no la posibilitan también?

De vuelta al inicio. Volvemos en espiral, volvemos diferentes. Hemos permeado el umbral de este libro anfibio. Hemos recorrido tierras, aguas y cielos de lo posible. No queda más que agradecer al autor por el viaje.

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