Introducción
Esta investigación analiza cómo, luego de que con la firma de los acuerdos de Paz de 1987 llega la democracia a los países del Triángulo Norte de Centroamérica, los diferentes grupos de acción colectiva que controlan el poder político en Guatemala, El Salvador y Honduras han sido actores determinantes en las causas de la inseguridad y violencia en la región. Con este giro en el enfoque del análisis, la pobreza, la desigualdad y la exclusión dejan de ser las variables principales de la inseguridad. Y es con este fin que en el presente artículo se plantean dos interrogantes fundamentales: 1) ¿cuáles son los incentivos a los que responde el comportamiento de los agentes que controlan la autoridad pública en los países del Triángulo Norte? Y 2) ¿por qué es pertinente considerarlos apáticos frente a los grupos vulnerables? La hipótesis que guía el trabajo señala que los incentivos de dichos grupos en realidad buscan la subsistencia extractiva de la estructura institucional de los Estados más que resolver los problemas sociales como el de la inseguridad. Esto no solo se debe a una postura racionalista (punto de partida) sino también a la antipatía (punto de llegada) de los grupos con mayor influencia política coercitiva (partidos políticos, empresariado y organizaciones criminales) que hace que los grupos más vulnerables sean presas completas de la inseguridad.
En el análisis se utiliza la perspectiva teórica de la acción colectiva y de la lógica del poder, lo cual sirve para plantear que para que los grandes grupos -en los que se incluye el sistema de gobierno con la capacidad política del poder de coerción- actúen requieren de incentivos selectivos más allá de los del bien colectivo (por ejemplo, brindar seguridad) por el cual fueron electos para conducir a sus Estados (Olson, 1998; Paramio, 2005; Guissarri, 2004). Lo anterior involucra tanto el concepto de poder y de organización de las decisiones públicas o de consenso, como el de diseño institucional del Estado sobre el que los grupos colectivos operan (Guissarri, 2004, p. 17). Al mismo tiempo se propone que no todas las personas o grupos sociales son necesariamente iguales, y que no todos cumplen la misma función de utilidad, tal como pasa con los grupos sociales más vulnerables.
El artículo se divide en tres secciones y un apartado final. La primera resume los referentes teóricos de la acción colectiva y de la lógica del poder, lo cual es útil para comprender que la búsqueda de acción colectiva es un punto de partida para ciertos grupos que persiguen incentivos selectivos mediante la estructura organizativa del poder político, por lo que los resultados no siempre son previstos para los grupos más vulnerables de una sociedad. En la segunda sección se discute el comportamiento político de los grupos, mismos que han rentabilizado el diseño de la estructura institucional de los Estados, para ofrecer así una explicación sobre las causas de la inseguridad en el Triángulo Norte. En la tercera sección se analizan los resultados del apartado predecesor aunados a la teoría, por lo que tiene como objetivo principal el falseamiento de la hipótesis planteada. El apartado final se ha dejado para las conclusiones.
Aspectos teóricos para entender la acción colectiva y la lógica del poder
La conformación del Estado en América Latina tiene tras de sí una vasta historia de colonización e independencia que queda fuera de los alcances de este artículo, si bien esto no impide que no se pueda analizar la conformación actual de la estructura institucional del Estado en Centroamérica. Importa señalar esto porque, como afirma Ayala (2011, p. 43), los grupos y los agentes de dicha estructura institucional determinan el proceso político y jurídico y el desarrollo mismo de las sociedades. Así, la conformación de los Estados modernos la explica la teoría contractualista, según la cual es mediante un pacto que los individuos acuerdan un poder soberano que administre el bien común y evite una guerra de todos contra todos (Hobbes, 1992; Locke, 1999; Rousseau, 1991).
Contrario a lo anterior, Olson afirma que los Estados descritos por Hobbes, Locke y Rousseau -y que en la actualidad se observan en los países desarrollados- tardaron muchos siglos para conformarse como Estados democráticos, y que la guerra hobbesiana de todos contra todos que se ve en el estado de naturaleza no es del todo cierta, dado que estas disputas ya existían en los Estados autocráticos, es decir, que ya había Estados con una autoridad y un poder central (Olson, 2000, p. 32). En todo caso, los Estados desarrollados difícilmente se pueden enmarcar en la región centroamericana por el complejo proceso sociopolítico en el que se encuentran. Por ello es que Olson plantea, desde la teoría de la lógica del poder, que los grupos criminales y el Estado tienen una relación estrecha: los dos buscan quitar recursos a la sociedad. El argumento de este autor se basa en lo que denomina metáfora criminal, noción que se refiere a que los criminales se mueven de territorio en territorio robando a los grupos establecidos (campesinos y sus cosechas), sobre todo en sociedades ricas. Los pobladores de estos lugares pagaban a los criminales para protegerse de estos últimos o de otros criminales. La rentabilidad que ofrecía el cobrar impuestos por proteger a una sociedad llevó a los criminales a asentarse en los territorios de mayor riqueza (Olson, 2000, pp. 1-4). A estos se les llamó criminales estacionarios. Un beneficio que la sociedad percibía de esto es que disminuía la criminalidad debido a que los mismos criminales la controlaban.
Ahora bien. Al permanecer en el mismo lugar los criminales estacionarios se convirtieron en una mafia familiar, la cual se diferencia de los criminales individuales porque no le quita todos los recursos a la sociedad. La racionalidad de esta mafia familiar le indica que nunca se debe imponer una tasa de impuesto de protección de cerca de un cien por ciento porque sus ingresos se reducirían a tal grado en el territorio ocupado que ella misma sería una perdedora neta (Olson, 2000, pp. 5-6). Con el control y cooptación del territorio así como con el cobro de impuestos, la mafia familiar pudo garantizar el orden doméstico y proveer otros bienes públicos. Esto produjo la creación del Estado autocrático, un Estado que no fue producto de un contrato social o de un intercambio voluntario para evitar una guerra de todos contra todos.
La analogía expuesta ayuda a ampliar el análisis de la trayectoria institucional de los Estados, especialmente cuando no son homogéneos en sus estructuras sociales. En este sentido y dado el contexto de inseguridad en Centroamérica, en 1987 se firmó el Acuerdo de Esquipulas II entre Costa Rica, El Salvador, Guatemala, Honduras y Nicaragua, y luego los Acuerdos de Paz en El Salvador (1992), Guatemala (1996) y Nicaragua (1990-1994). Estos acuerdos buscaban terminar con la crisis y la guerra en la región y fueron el comienzo para que El Salvador, Guatemala, Honduras y Nicaragua dieran paso a la fundación de sistemas de gobierno democráticos (Martí i Puig, 2016, p. 16). Lo anterior no significó la fundación o surgimiento de los Estados del Triángulo Norte centroamericano, pero sí de Estados regidos por las reglas democráticas.1 No obstante, este proceso democrático estuvo marcado por un contexto bélico en donde se podía identificar a organizaciones guerrilleras, grupos económicos, ejércitos, la comunidad internacional y los partidos políticos como los protagonistas del emergente diseño institucional (Martí i Puig, 2016, p. 17).
En las dos primeras décadas del siglo XXI, los saldos de todo lo anterior fueron la débil autonomía de los poderes, la carestía de credibilidad en las instituciones que conformaron la democracia, y que en Guatemala, Honduras y El Salvador se conservaran legados autoritarios que hasta hoy reflejan la debilidad del sistema político (Martí i Puig, 2016; González, 2016; López, 2016; Figueroa, 2016). Estos contextos muestran la necesidad de analizar las trayectorias institucionales que ayuden a explicar las causas de la inseguridad en la región, es decir, la lógica del poder político en el Triángulo Norte. Así, y aplicando la teoría de la acción colectiva, en este artículo se propone que si los grandes grupos -los protagonistas del diseño institucional de los países en cuestión- están compuestos de individuos racionales estos no actuarán en favor de los intereses colectivos, por ejemplo, desarrollar una democracia plena y brindar seguridad ciudadana (Olson, 1998, p. 38); lo cual se debe a la posibilidad de que los costos sean mayores al beneficio que la acción colectiva persigue. Entonces, ¿qué los lleva a actuar de manera colectiva sobre un mismo fin? Olson señala que la clave se encuentra en los incentivos selectivos que estos grupos reciben cuando actúan por un bien colectivo:
Los incentivos selectivos con carácter social pueden ser poderosos y nada caros […] La disponibilidad de los incentivos selectivos de carácter social también está limitada por la heterogeneidad social de algunos grupos que se beneficiarán de un bien colectivo […Aunque] si la heterogeneidad social reduce el consenso, la acción colectiva se vuelve cada vez menos probable [… y esto no significa] que la situación se muestra ligeramente distinta en los grupos muy pequeños […] La observación cotidiana nos revela que la mayoría de los grupos socialmente interactivos […] rehúsan entablar una interacción social amplia con aquellos sujetos a los que atribuyen un estatus inferior o unos gustos muy diferentes (Olson, 1998, pp. 45-46).
Esta interacción de ciertos grupos que no asumen que sea beneficioso entablar relaciones con otros colectivos -a los que se les atribuye estatus inferior- es lo que en este artículo se califica como antipatía, entendida como el sentimiento de rechazo hacia un individuo o, en el caso que aquí se aborda, hacia los grupos sociales sin la misma función de utilidad. Como sostienen Hardin (1995) y Petersen (2002, 2005) (citados en Cante, 2007, p. 172), el éxito de algunos grupos de acción colectiva ha sido fruto de la antipatía, dado que el bienestar de una comunidad determinada se consigue en detrimento de otra. Asimismo, Elster (2007, pp. 99-102) afirma que esta dinámica de comportamiento social se debe mantener a raya por el daño acumulativo que inflige si no se le controla, es decir, que requiere de un contrapeso. Aunque, como afirma este autor, para estos individuos, o grupos de acción colectiva, lo que está en juego pocas veces es tan grave como para reparar en las consecuencias de su comportamiento.
Lo anterior muestra por qué algunos individuos y grupos carecen de incentivos para colaborar voluntariamente en respaldo de acciones colectivas. Esto es, que si existen grupos que no persiguen un beneficio colectivo y sí incentivos selectivos, ello es porque si todos persiguieran un bien colectivo no habría grupos en sí mismos (Olson, 1998, p. 41). Los grupos que buscan incentivos selectivos actúan cuando los beneficios de una acción colectiva superan los costos de la movilización, lo que no significa que las decisiones colectivas de los grupos sean lineales, sino que estos se enfrentan a alternativas multidimensionales, las cuales, cada una por sí, puede incorporar la distribución de beneficios y costos. A esta complejidad se suma el hecho de saber si aquellos que apuestan por una acción colectiva están interesados en los beneficios de los demás grupos, por ejemplo, los más vulnerables, es decir, si se inclinan por mantener una interdependencia de beneficio colectivo. Aunque también es probable que los individuos asuman los beneficios selectivos para el grupo de acción colectiva al que pertenecen y distribuyan los costos a otros grupos, más allá de cualquier preocupación general que la retórica plantee por el bienestar de otros (Buchanan & Yoon, 2012, pp. 13-16).
Es importante destacar que la teoría de la acción colectiva no implica una postura absoluta de racionalidad utilitarista, muchos de los incentivos selectivos son sociales: estatus, prestigio, presión social, capacidad de coerción, entre otros (Udéhn, 1993, p. 240). La acción colectiva solo aparece cuando, establecido el objetivo compartido, exista la posibilidad de que la participación ofrezca incentivos selectivos. En otras palabras, cuando se explica la acción colectiva es razonable pensar que las personas que asumen el riesgo de una acción colectiva inicial pueden no tener las mismas motivaciones que los demás individuos que sí se movilizan. Un ejemplo de este caso se observa en los golpes de Estado y las tomas de poder para saquear el patrimonio de los países, este tipo de hechos los cometen individuos racionales, mismos que, conociendo los costos, concluyen que el beneficio será mayor (Paramio, 2005, p. 9).
Por otra parte, los grupos de acción colectiva se dividen en grandes y pequeños, entre los cuales el sistema de gobierno es uno más. Además hay otros grupos -consumidores, contribuyentes, desempleados, los pobres- que no tienen los incentivos selectivos o sus fondos financieros para organizarse son escasos, de tal modo que quedarán al margen de la distribución de los beneficios colectivos (Guissarri, 2004, pp. 17-19). Al estar fuera de las negociaciones, es probable que estos grupos -sin la misma función de utilidad- tengan poco interés en participar de la acción colectiva. Dicho de otro modo, como es poco probable que un votante típico cambie el resultado de una elección, él suele mostrarse “racionalmente ignorante” sobre los asuntos públicos. Por eso es que el conocimiento imperfecto de los grupos menos organizados explica la eficacia de los grupos que mediante la acción colectiva buscan incentivos selectivos (Olson, 1998, pp. 48-53).
Este marco teórico es lo que en la sección que sigue permitirá entender que la reconfiguración -llevada a cabo a la par de la transición a la democracia- de los Estados del Triángulo Norte es lo que ha dado sitio a la cooptación de las instituciones por parte de los grupos de acción colectiva, una influencia que se ha dado en los planos económico, político y social. De igual modo, y retomando los referentes teóricos, la reconfiguración del poder político se puede relacionar con la metáfora de los criminales estacionarios y la mafia familiar, los cuales han controlado las fuentes de poder determinantes -partidos políticos, actividad empresarial, o el control de la violencia- del equilibrio político y económico de los Estados del Triángulo Norte.
Los incentivos selectivos de los grupos de acción colectiva es lo que en la investigación explica la inseguridad que reflejan los índices de homicidio. Pero no es la única variable o consecuencia directa -también están los altos índices de marginación, analfabetismo, y desigualdad, entre otros- de la apatía de los grupos socialmente más beneficiados de los arreglos institucionales en los tres países que aquí se estudian. Lo anterior da pauta para afirmar -dentro de los límites de este artículo- que en la discusión teórico-empírica ningún individuo es muy importante y mucho menos esencial para el logro de metas colectivas. Este panorama se dificulta en los grupos numerosos, como se aprecia en Guatemala, Honduras y El Salvador, donde ello se debe a la heterogeneidad social. Por eso es importante prestar atención a los grupos reducidos de acción colectiva y su comportamiento en un escenario de fragmentación institucional y heterogeneidad social (Shepsle, 2016, p. 242). Sobre todo porque los grupos pequeños se las arreglan para superar el problema de la acción colectiva con mayor frecuencia y en mayor medida que los grupos grandes.
Por otra parte, los grupos pequeños son más personales -clanes familiares, élites políticas y empresariales o grupos sociales identificados en una lógica de identidad como el de las pandillas- y por ende sus miembros resisten menos a la persuasión interpersonal -incentivos selectivos-. Esto explicaría por qué estos grupos de acción colectiva a pesar de ser pequeños prevalecen sobre los numerosos o disfrutan de beneficios propios de estos últimos, es decir, de los grupos sociales que no tienen la misma función de utilidad y que acusan los estragos de la inseguridad (Shepsle, 2016, p. 243).
Así, la teoría de la acción colectiva es una herramienta que permite el análisis heurístico de la conformación del poder y el diseño institucional en las sociedades. Esta teoría parte de un marco explicativo racional de la acción social y al mismo tiempo da pautas para cuestionar los límites de la racionalidad y comprender que la conducta humana está llena de pulsiones que conllevan a acciones no necesariamente racionales. De ahí que se afirme que los incentivos que se persiguen no son solo materialistas. El aporte determinante de esta perspectiva se encuentra en cómo se identifica la lógica del poder y su dimensión para explicar la evolución de los regímenes de gobierno; asimismo, en cómo la conformación institucional (la motivación) de las democracias no es mejor que las que se dan en una autocracia, sobre todo cuando los grupos encargados de afrontar los problemas sociales muestran más antipatía ante los flagelos que sufren los grupos menos favorecidos (Buchanan & Yoon, 2012; Guisarri, 2004; Olson, 1998; Udéhn, 1993; Olson, 2000).
Los incentivos selectivos de los grupos de acción colectiva en Guatemala, El Salvador y Honduras
La crisis de inseguridad que se vive en el Triángulo Norte de Centroamérica no solo se puede explicar por la confrontación entre grupos del crimen organizado, pandillas, tráfico de drogas, armas y personas, sino también con base en las precarias condiciones sociales de la región. La transición del comunismo y la guerrilla a una democracia representativa ha significado un cambio institucional y la refundación de la lógica del poder en estos países. Pero la llegada de la democracia no significó que con el voto procedimental se alcanzaron los niveles de desarrollo social anhelados; o que los grupos que controlaban las viejas estructuras estatales renunciaran al control político, económico y social. Más bien el camino a la transición democrática de los Estados del Triángulo Norte tuvo como protagonistas del diseño institucional a los grupos empresariales, las organizaciones guerrilleras, los Ejércitos, la comunidad internacional y, en un papel secundario, a los partidos políticos (Martí i Puig & Sánchez-Ancochea, 2014, p. 156). Esto tuvo dos efectos: i) el optimismo democrático hizo creer que el nuevo escenario resolvería las demandas históricas de desigualdad social y de falta de desarrollo económico; ii) y un desencanto por el sistema democrático y de partidos, lo cual se ha traducido en la intermitencia de la participación ciudadana en los tres países (Cuadro 1).
Honduras | 1985 | 1989 | 1993 | 1997 | 2001 | 2005 | 2009 | 2013 |
84 | 76 | 65 | 72.2 | 64 | 55 | 49.8 | 61.1 | |
Guatemala | 1985 | 1990 | 1995 | 1999 | 2003 | 2007 | 2011 | 2014 |
69.1 | 56.4 | 46.8 | 53.7 | 57.9 | 60.4 | 69.3 | 67.4 | |
El Salvador | 1994 | 1999 | 2004 | 2009 | 2014 | |||
52.3 | 38.5 | 66.1 | 62.9 | 48.93 |
Fuente: Elaboración propia con datos de Romero (2014, p. 21) y Tribunal Supremo de El Salvador (2014).
Lo arriba señalado se respalda con los resultados del Índice de Desarrollo Democrático de América Latina (IDD-Lat) 2016, en el cual, de un total de diez mil puntos, El Salvador obtiene 4019; Honduras 1589, y Guatemala, que se encuentra en el último lugar, 0888 puntos ponderados en cuatro dimensiones: democracia social y humana, democracia económica, democracia de las instituciones, y democracia de los ciudadanos (Fundación Konrad Adenauer, 2016, pp. 11-40). El papel testimonial y secundario del sistema de partidos ha ocasionado que no haya una alternativa sistémica que establezca un puente entre las sociedades y los tomadores de decisiones, sobre todo en el caso de los partidos de izquierda (López, 2016, p. 81). A esto hay que agregar la fragmentación de las organizaciones políticas en cada país, en la cual destaca Guatemala con 26 partidos políticos.
La sobreoferta política en el Triángulo Norte no ha significado que la situación de pobreza y exclusión social se haya tomado en cuenta para ser superada. Y el crecimiento económico del PIB de la región, de 5.7% anual en el periodo 2004-2007, tampoco ha servido para superar dicha situación (Programa Estado de la Nación, 2016, pp. 122-123). A cambio solo ha habido un extraordinario aumento de la violencia. Así, en 2017 varias ciudades centroamericanas se ubicaron entre las más violentas del mundo, las cuales reportaron tasas de homicidios por cada cien mil habitantes de la manera siguiente: San Pedro Sula (112.09) y Distrito Central (85.09), en Honduras; San Salvador (83.39), en El Salvador; y Guatemala (52.73), en Guatemala (Consejo Ciudadano, 2017, pp. 3-4).
De igual modo, el más reciente Informe Regional de Desarrollo Humano 2013-2014 (IRDH) señala que variables como la pobreza y el desempleo no explican por sí mismas el aumento de la violencia, y que inciden otras como la precariedad del empleo, la inequidad y el contexto de un crecimiento económico fundado en el consumo que deriva en los “delitos aspiracionales”2 (PNUD, 2013, p. 15). Aunque hay quienes argumentan que los problemas sociales se comprenden mejor si se analiza el diseño histórico de las instituciones, lo que involucra el factor político debido a que “[…] es el proceso político lo que determina bajo qué instituciones […] se vivirá y son las instituciones políticas las que determinan cómo funciona este proceso” (Acemoglu & Robinson, 2013, p. 60).
Lo expuesto hasta este punto conlleva a cuestionar por qué si en el Triángulo Norte ha habido avances democráticos y hasta periodos de crecimiento económico, ello no se ha traducido en la mejora del bienestar y seguridad de estas sociedades. Máxime si se ha demostrado que las variables de pobreza y desempleo no son determinantes para explicar la crisis de inseguridad en la región. En otras palabras, ¿por qué los Estados del Triángulo Norte, aún después de la restitución de la vida institucional con la firma de los Acuerdos de Paz, no son lo suficientemente fuertes para aplicar el Estado de derecho?, ¿por qué no pueden acabar con la impunidad y evitar que sus élites manipulen a su favor las instituciones y políticas públicas, sabiendo que esto obra en detrimento del papel social del Estado, de la (re)distribución de la riqueza y de la justicia social? La posible explicación conduce a falsear la hipótesis de esta investigación. Es decir, es momento de analizar a los grupos de acción colectiva que han visto a la democracia como subproducto para sus incentivos selectivos -dejando de lado a los grupos sin la misma función de utilidad-, pues ello demuestra que ese es el incentivo que los llevó a controlar la estructura institucional de los Estados del Triángulo Norte.
Guatemala
La inseguridad en Guatemala, además de que no es reciente, se relaciona con el papel de los militares en el diseño institucional del país. Durante los acuerdos de paz, el Ejército tenía el control interno y el de las fronteras del Estado, pero sus elementos y presupuesto fueron reducidos significativamente. La consecuencia fue que las fronteras, de por sí porosas, quedaran desprotegidas a la permisividad y corrupción de las estructuras militares. Al mismo tiempo había poco trabajo de profesionalización y consolidación de los cuerpos policiacos del país (Phillips, 2015, pp. 103-104).
Este panorama favoreció a las organizaciones del crimen organizado, las cuales ocuparon los espacios donde el Estado ya no tenía presencia, y tomaron el control de varias regiones proporcionando electrificación, pavimentación de calles y generando empleos en empresas coludidas con ellas (Phillips, 2015, pp. 103-104 ). A diferencia de los Estados con altos grados de institucionalización del orden, en Guatemala el crimen organizado no solo ha buscado la rentabilidad económica de las reglas informales, sino además incide en los campos político, empresarial y militar ejerciendo la violencia con múltiples objetivos (Small Arms Survey & CERAC, 2011, p. 84). Así, desde la teoría de la lógica del poder y de la acción colectiva, los intereses del crimen organizado no son distintos de aquellos que tienen los grupos que diseñaron y controlan el poder político en este país.
La interrelación de grupos formales e informales se puede ubicar en la trayectoria que dio paso al cambio institucional. Luego de negociar la paz, la violencia no desapareció sino que se transformó y adquirió el perfil de un subproducto (brazo operativo) de los grupos que buscaron incentivos selectivos en el sistema democrático. Aunque es difícil caracterizarlos esto no significa que no se encuentren en la estructura institucional del Estado. La Oficina en Washington para Asuntos Latinoamericanos (WOLA, por su sigla en inglés) los denomina poderes ocultos: “[…] red informal y amorfa de individuos poderosos de Guatemala que se sirven de sus posiciones y contactos en los sectores público y privado para enriquecerse a través de actividades ilegales y protegerse ante la persecución de los delitos que cometen” (WOLA, 2004. Citado en Small Arms Survey & CERAC, 2011, p. 100).
Parte de esos grupos son La Cofradía, El Sindicato, el Estado Mayor Presidencial, y las Patrullas de Autodefensa Civil. Cabe señalar que todos ellos responden tanto al crimen organizado, como a los grupos incrustados en la estructura de poder tradicional del Estado (Small Arms Survey & CERAC, 2011, p. 101). No obstante, identificarlos como la causa de la inseguridad en el país limita la explicación del origen del problema mismo. Por eso la importancia de esclarecer el papel que asumen las élites -por ejemplo, los grupos tradicionales que han buscado incentivos selectivos en la transición a la democracia-, las cuales sentaron las bases para un régimen político subordinado que les asegurara poder, seguridad y bienestar sin asumir los costos del diseño institucional (IDRC, 2016, p. 4).
En el Cuadro 2 se enumeran los grupos de acción colectiva que se han beneficiado de la transición a la democracia en Guatemala sin que hayan asumido los costos de crear nuevas instituciones para fortalecer a los grupos más vulnerables de la sociedad.
Élites tradicionales | Élites tradicionales en transición | Élites emergentes |
---|---|---|
Dueños de industrias y agroindustrias; grandes corporaciones de bebidas, alimentos, aceites, aves y cemento | Productores y exportadores de palma africana, industria minera, y maquila textil | Exportadores no tradicionales de agroindustria |
Grupo de azucareros que controlan el mercado local y generan energía eléctrica | Dueños de megaproyectos de infraestructura, como las hidroeléctricas | Dueños de empresas telefónicas y canales de TV y cadenas radiales |
Banqueros | Dueños de medios de comunicación y telefonía | Contratistas del Estado: constructores, equipo, alimentos |
Operaciones grises | Usufructuarios de frecuencias, puertos y aeropuertos | Dueños de empresas de construcción y otra infraestructura |
Operaciones grises | Cooperativas de café con inversiones financieras e hidroeléctricas. | |
Operaciones grises o abiertamente ilegales, como contrabando y tráfico de estupefacientes |
Fuente: IDRC (2016, p. 5).
Los grupos enlistados en el Cuadro 2 dominan el 75% de la banca y concentran el 10% del PIB guatemalteco. Su control no es solo económico, también abarca los medios de comunicación, la contratación de firmas de cabildeo en Estados Unidos y Europa, y la organización de oficinas de seguridad e inteligencia (espionaje) particulares, que tienen alta incidencia en las cortes de justicia y el gobierno central (IDRC, 2016, p. 6). De acuerdo a Briscoe & Rodríguez (2011, p. 161), este panorama se originó después de los conflictos armados, cuando los grupos de la élite económica aumentaron su control sobre el sistema político. Pero también extendieron su influencia los grupos criminales -formados a veces por exmilitares-, los oficiales en activo, los empresarios vinculados con el crimen organizado, y las pandillas juveniles. Sobre todo luego de la coyuntura histórica de la firma de los Acuerdos de Paz y la transición a la democracia (Casaús, 1994, pp. 43-45).3
El resultado de la búsqueda de los incentivos selectivos de los grupos que configuraron el diseño institucional del Estado mediante la acción colectiva de la democracia ha sido la fragmentación del sistema político, en el que los grupos de mayor influencia económica y política se han arrogado los beneficios selectivos y han distribuido los costos -la inseguridad, la falta de desarrollo económico- entre los grupos más vulnerables. Los incentivos selectivos con carácter social en Guatemala han partido de la relación entre la cúpula militar y los grupos empresariales. Cabe matizar que si con los Acuerdos de Paz los militares disminuyeron su tropa y presupuesto, esto no sucedió con su influencia política. El primer presidente civil, Vinicio Cerezo (1986-1990), fue impulsado y tutelado por la cúpula militar. Ya en funciones la era democrática, los grupos empresariales recuperaron el dominio de la política económica y fiscal, lo cual produjo la capacidad para frenar, en el Congreso, las iniciativas de reformas tributarias que pretendían robustecer la recaudación fiscal del Estado (González, 2016, pp. 125-126).
La tutela militar y empresarial sobre el Poder Ejecutivo guatemalteco se mantuvo ante el intento de autogolpe de Estado por parte de Jorge Serrano Elías (1991-1993), así como con la presidencia de Álvaro Arzú Irigoyen (1996-2000). Bajo el gobierno de este último se privatizaron la electricidad, las telecomunicaciones, la aviación, los correos y los ferrocarriles nacionales. La lógica de la conformación del Estado continuó del mismo modo durante el mandato de Óscar Berger (2004-2008), quien nombró a su administración “el gobierno de los empresarios”. Inclusive en los casos en que por medio de las urnas llegó un competidor al equilibrio militar-empresarial, los grupos tradicionales no permitieron que se afectaran sus intereses. Por ejemplo, Álvaro Colom (2008-2012) tampoco pudo implementar su reforma fiscal (González, 2016, p. 132).4
La falta de capacidades estatales para hacer frente a las demandas de los grupos más vulnerables fue acompañada de las denuncias de corrupción que evidenciaron la intrínseca relación entre los grupos de acción colectiva y la forma extractiva de controlar el Estado. En 2015, el presidente y ex general retirado, Otto Pérez Molina, presentó su renuncia ante el Congreso de la República para enfrentar la orden de captura por encabezar una red de defraudación aduanera.5 Mientras que la ex vicepresidenta, Roxana Baldetti Elías, fue detenida y encarcelada por delitos de corrupción y recibir dinero de la organización criminal Los Zetas, a cambio de restringir la lucha antidroga en Guatemala. La red delictiva involucró al ex ministro de Gobernación, el militar retirado, Héctor Mauricio López Bonilla, acusado y con orden de extradición por lavado de dinero (Meléndez, 2017; Juárez & Ríos, 2017).
El descubrimiento y la detención de las redes criminales de los grupos de acción colectiva -a nivel nacional y local- se ha dado tras la creación de la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG). La creación de la CICIG fue instalada con el aval de las Organización de las Naciones Unidas en 2007 y fue un claro reconocimiento de la profunda penetración de las mafias criminales y redes clandestinas de inteligencia en las instituciones del Estado (González, 2016, p. 130). Lo anterior fue producto de la acción colectiva que representó la transición a la democracia, pues también ofreció incentivos selectivos sociales y económicos para los grupos de interés: empresarios, militares, poderes ocultos y crimen organizado. La labor de la CICIG puso de manifiesto la acusación en contra del actual presidente Jimmy Morales (2016-2020), quien recibió financiamiento del crimen organizado para su campaña electoral (Albaladejo, 2017).6
El Salvador
El proceso de transición a la democracia en El Salvador tiene matices que lo diferencian del de Guatemala. De acuerdo a Artiga (2016, p. 148), la Constitución de 1983 y los Acuerdos de Paz asignaron a los partidos políticos un papel central frente al Ejército. Lograron controlar todo el sistema político incluyendo las instituciones con un papel protagónico en el control sobre los políticos, funcionarios y partidos. Sin embargo, esto no ha significado mejoras en las condiciones de vida: en puntaje de indicadores de desarrollo democrático se pasó de los 5544 puntos en 2002 a 4019 en 2005; una caída de 27.5%, la cual ha sido constante (Fundación Konrad Adenauer, 2016, p. 24).
Los partidos políticos en El Salvador, como los grupos de poder que han cooptado el desarrollo político del país, no han logrado superar las condiciones precarias y el deterioro económico y social. De acuerdo a la medición del IDD-Lat, este país presenta un desarrollo económico de -1331 puntos y un índice de democracia social de -0.617 puntos (Fundación Konrad Adenauer, 2016, p. 46). A diferencia de Guatemala, quizá no pueda hablarse de una clase política con nexos empresariales para sostener el control político y social de la estructura del Estado salvadoreño; al menos la evidencia documental no apunta en esa dirección. Lo que sí se puede identificar es la relación entre las estructuras criminales que representan las pandillas y el poder político en el país. Esta relación de conveniencia mutua ha dejado espacios para la criminalidad en todos los niveles de gobierno. En 2014, el expresidente Francisco Flores (1999-2004) fue acusado de desvío de recursos hacia una cuenta del partido Alianza Republicana Nacionalista (ARENA)7 (Paullier, 2016). En 2016, la Fiscalía General de la República (FGR) arrestó al expresidente Elías Antonio Saca (2004-2009); a César Funes, ex presidente de la agencia gestora del agua (anda); a Julio Rank, ex vocero presidencial, y a Elmer Charaix, ex secretario privado, por ser parte de los delitos de peculado, lavado de dinero y pertenecer a agrupaciones ilícitas (Dalton, 2016). Una simbiosis entre redes criminales y poder político que también se ha manifestado a nivel local, espacio donde las pandillas -uno de los principales problemas en materia de seguridad en el país- han sido determinantes.
En 2017, el alcalde de Apopa, José Elías Hernández, fue arrestado por colaborar y financiar a la MS13 y a Barrio 18 para disminuir los índices de violencia en el municipio. Asimismo, se le acusó de ordenar el asesinato, ocurrido en 2013, de Carlos Axume Arroyo, miembro de la MS13.8 Igualmente se denunciaron los acuerdos delictivos para utilizar el control territorial ejercido por la MS13 y Barrio 18, a fin de garantizar resultados electorales, para lo cual y a cambio se crearon plazas dentro de la estructura del gobierno municipal que se entregaron a miembros de las pandillas (Puerta, Silva & Dudley, 2017).
De lo expuesto se puede señalar que la transición a la democracia del Estado salvadoreño con los Acuerdos de Paz dio pauta para al reconocimiento de la heterogeneidad social y política y para comprender que los problemas que afectaban a la sociedad tendrían que ser resueltos por la vía institucional y democrática. Empero, como pasó en Guatemala, las estructuras institucionales fueron cooptadas por los grupos que vieron en la democracia el instrumento para iniciar una trayectoria institucional en la cual su acción colectiva se encaminó a la extracción de incentivos selectivos -poder político y económico-. Por este motivo es que la misma fragilidad democrática conllevó a que se tuviera que abrir el juego político -estrategia contractual- con las pandillas, actores que representaban y poseían el mismo poder de coerción que el Estado.
La consecuencia de este equilibrio imperfecto pero funcional ha sido la disminución de los picos de violencia en el país. Por ejemplo, en la Gráfica 1 se muestra que de 2009 a 2013 la tasa de homicidios disminuyó de 72 a 41 homicidios por cada cien mil habitantes, pero en 2015 la tasa incrementó a 108 homicidios por cada cien mil habitantes (Banco Mundial, 2017). En 2016, el gobierno salvadoreño registró 5280 homicidios (14.4 homicidios por día) (Portal de Transparencia de El Salvador, 2017).
La lógica de la conformación del poder en El Salvador -a través de la estrategia contractual entre Estado y pandillas- ayuda a entender que los equilibrios criminales entre grupos de acción colectiva son inestables por su propia naturaleza informal. Por ello es que ante los quiebres de estos equilibrios y ante la debilidad institucional del Estado se ha recurrido a la confrontación. En 2003 se instrumentó el Plan Mano Dura, el cual, en 2005, se modificó y renombró como Plan Mano Súper Dura (Alba & Kruijt, 2007, p. 492). El resultado fue el recrudecimiento del control de las pandillas sobre sus espacios de poder y el incremento de la población carcelaria. El 2 de septiembre de 2004, el Estado elevó a categoría de política pública la entrega de cárceles exclusivas a las pandillas del país: a la Mara Salvatrucha le entregó los penales de Ciudad Barrios y Quezaltepeque; a Barrio 18, los de Cojutepeque y Chalatenango. El Centro Penal de Sonsonate se reservó para pandilleros retirados (Valencia, 2014).
La consecuencia a largo plazo del anterior equilibrio fue el incremento del autogobierno de las pandillas en los penales, sus nexos con el crimen organizado y el aumento de la población carcelaria: en 2000 había 7800 personas encarceladas; para agosto de 2015 esta cifra se había elevado a 31 148 (Andrade & Carrillo, 2015, p. 52).9 Si bien entre 2012 y 2014 hubo una tregua entre las pandillas y el Estado, y entre marzo de 2012 y junio de 2014 los homicidios mensuales se redujeron de 354 a 218, no hubo cambios significativos en el número de hurtos, extorsiones, robos, violaciones y robo de vehículos (Katz & Amaya, 2015).
Con base en ese escenario se entiende que la política de confrontación entre los dos grupos de acción colectiva que se disputan el control territorial, económico y político del Estado salvadoreño se haya mantenido durante el mandato del presidente Salvador Sánchez Cerén (2014-2019). Lo cual no descarta que estos grupos puedan restablecer el equilibrio de reglas informales tomando como subproducto las formales que provee la democracia salvadoreña, situación en la que los municipios y alcaldes fungen como nexo entre la élite política y las pandillas, pues se presumen como grupos con influencia política que negocian incentivos selectivos con las instituciones del Estado.10
Honduras
En el caso de Honduras, los grupos que han controlado la estructura del Estado, a diferencia de Guatemala y El Salvador, son de origen trasnacional -se pueden ubicar desde el primer decenio del siglo XX-. En 1906 se establecieron en este país la Vacaro Brothers Company, después Standard Fruit Company, y la Cuyamel Fruit Company, más tarde United Fruit Company, las cuales tenían como subsidiarias a Tela Rail Road Company y a la Truxillo Rail Company (Cáceres & Zelaya, 2005, p. 50). Estos grupos, en todo este tramo de la historia hondureña, han negociado con otros, como las burocracias, los militares, los traficantes de drogas y las pandillas, la influencia política, económica y de coerción; en suma, el equilibrio para emplear al Estado y la democracia como medio para obtener incentivos selectivos.
El proceso histórico de Honduras caracterizado por enfrentamientos armados entre facciones políticas ha incrementado la influencia de los grupos trasnacionales debido al financiamiento de las campañas políticas por parte de los grupos que buscaban controlar el Estado (Cáceres & Zelaya, 2005, p. 50). Esta lógica no terminó con la llegada de los regímenes constitucionales (1982), sino que se centró en una lucha por el poder político entre el Partido Liberal (PL) y el Partido Nacional (PN), los cuales han gobernado en Honduras desde el inicio de la democratización. Aunado a lo anterior, la política exterior de Estados Unidos ha jugado un papel determinante, lo que ha involucrado la militarización de la sociedad (Molina, 1990, pp. 301-304), debido a que Honduras ha sido un pivote para Estados Unidos y la influencia hondureña es considerable para la resolución de conflictos o apoyo a los regímenes en Centroamérica (Jiménez, 2016, pp. 199-208).
Esta dinámica política ha derivado en la separación entre intereses colectivos, es decir, en un conflicto entre sociedad civil y sociedad política, lo que ha provocado que el poder militar se vea fortalecido por el financiamiento exterior (desde Estados Unidos); mientras que los regímenes democráticos debilitados institucionalmente estén restringidos en su capacidad para la toma de decisiones. La consecuencia de esta dicotomía ha sido que los grupos más vulnerables -los que no tienen la misma función de utilidad para el equilibrio institucional- sean los más afectados por la violencia, la delincuencia, el narcotráfico y la inseguridad pública (Molina, 1990, pp. 305-306). El resultado más desalentador es que en el año 2000 se registró una tasa de 50.9 homicidios por cada cien mil habitantes, y en 2011 esto alcanzó su punto más álgido con 93.2 homicidios por cada cien mil habitantes (Banco Mundial, 2017). Sin embargo, desde 2011 la caída en la tasa de homicidios ha sido una constante y en 2016 se registró una tasa de 59 homicidios por cada cien mil habitantes (UNAH/IUDPAS, 2017, p. 2).
A pesar de dicho descenso, hay departamentos con una tasa por encima de la nacional: Atlántida (90.6), Cortés (88.8), Santa Bárbara (60), Yoro (70.5) y Francisco Morazán (71.6) (UNAH/IUDPAS, 2017, p. 4). Es por eso que la inseguridad que se vive en el país está a la par de las condiciones de pobreza y marginación. En las zonas rurales uno de cada cinco hondureños vive en pobreza extrema o con menos de 1.90 USD al día (Banco Mundial, 2017). Este panorama se da a pesar de que en el periodo 2001-2016 se han erogado aproximadamente 421 mil millones de lempiras para combatir a la pobreza y el desempleo (FOSDEH, 2017, p. 3).11 No obstante, la estructura política que administran el Estado y el sector empresarial no ha asumido la responsabilidad de hacer frente a los problemas sociales y humanitarios que aquejan a la mayoría de la población.
Lo anterior evidencia falta de interés y antipatía por parte de los grupos con mayor influencia política como los partidos políticos y los grupos empresariales. Aunque son estos últimos los que mantienen su influencia desde que se dio la transición al sistema democrático. De acuerdo a Chayes (2017), el empresariado ha creado una red que ha penetrado el control de la economía política hondureña. Esta autora señala que parte del sector privado moderno -la banca, la producción de energía, la comida rápida, turismo, las telecomunicaciones y algunos productos de exportación- está controlada por pocas familias aisladas de la sociedad hondureña: los Facussés, los Canahuatis, los Goldsteins, los Kafies, los Laraches, los Nassers, y los Rosenthals, las cuales han incorporado miembros suyos a la estructura institucional del Estado.12
La búsqueda de los incentivos selectivos de estos grupos se ha dado mediante su intervención en el Congreso creando leyes, regulaciones y la implementación de estas, lo que en conjunto les permiten incrementar su control de la economía (Chayes, 2017).13 Cuando el equilibrio inadecuado pero funcional se ha visto amenazado, los grupos extractivos que controlan el Estado han reaccionado. Así, cuando el expresidente José Manuel Zelaya Rosales (2006-2009) quiso regular los precios de los combustibles para disminuir su precio, e incrementar el salario mínimo, la consecuencia fue el golpe de Estado del 29 de junio de 2009, que encabezó el presidente del Congreso Nacional, Roberto Micheletti, quien luego convocó a elecciones presidenciales de las que saldría elegido como presidente Porfirio Lobo, del Partido Nacional.
Pese a la condena internacional de dicho golpe de Estado, el sistema de partidos no tuvo la capacidad de reacción esperable en una democracia. Los partidos Democrático Cristiano (DC), Unificación Democrática (UD), e Innovación y Unidad (PINU), estructuralmente débiles, optaron por un perfil bajo ante el evento, negociando pragmáticamente con el presidente de facto y participando en las elecciones para conservar sus registros (Sonnleitner, 2010, p. 837). De ahí que la trayectoria institucional del Estado y su posterior democratización no se haya alterado pero sí adaptado. En otras palabras, los grupos de poder económico mantienen su influencia y estatus sobre la estructura del Estado, e incluso cuando algún miembro de los grupos de la élite política ha sido relacionado con actos de corrupción, la justicia del Estado hondureño ha quedado sin capacidad de respuesta debido a que, al igual que en Guatemala, ha sido un actor externo el que interviene. Un ejemplo al respecto fue la detención del expresidente Francisco Callejas (1990-1994), quien, debido a las investigaciones lideradas por Estados Unidos, se pidió su extradición por los delitos de crimen organizado y fraude durante el tiempo que estuvo al mando de la Federación de Fútbol de Honduras (BBC, 2016).
Esta ruta política se ha repetido con la presidencia de Juan Orlando Hernández (2014-2018), quien con el antecedente de haber sido presidente del Congreso, aprobó leyes a favor de los grupos económicos, lo cual evidenció la simbiosis entre grupos de poder (LaSusa & Asmann, 2017). En otras palabras, mientras los grupos económicos trasnacionales mantienen sus intereses protegidos a través de la clase política, también se permite que estos se comporten de manera extractiva con el Estado. La consecuencia de este equilibrio es la creación de espacios para la criminalidad en las zonas donde no es rentable intervenir, y donde se ubican los grupos más desfavorecidos. Esta situación ha permitido que se implementen políticas de seguridad de línea dura. En tal escenario participan la élite militar, las pandillas y el crimen organizado, actores que se disputan el control -con las consecuencias de homicidios ya descritas- de las rutas del trasiego de drogas (Chayes, 2017; IDRC, 2017, pp. 3-12).
Los equilibrios de la lógica del poder en el Triángulo Norte de Centroamérica
Lo expuesto evidencia que la lógica del poder en la conformación institucional de los Estados del Triángulo Norte de Centroamérica involucra grupos con incentivos selectivos con un papel determinante en el proceso político de cada país, mismos que han tenido una responsabilidad directa en las condiciones de desigualdad, marginación, pobreza y de inseguridad de la región. La trayectoria histórica muestra que estos grupos de acción colectiva se han adaptado a los cambios institucionales mediante estrategias contractuales -permitiendo la llegada de la democracia, fragmentando el sistema de partidos o reduciendo las opciones partidistas- para abrir el juego político a nuevos participantes, pero sin perder el control y equilibrio de los beneficios selectivos.
El contexto sociopolítico de cada Estado ha llevado a que estos grupos se comporten de manera extractiva emulando la mencionada metáfora de los criminales estacionarios, aunque con la diferencia de que su acción colectiva inicial partió de una postura racional y que, al no existir contrapesos en las sociedades, ha derivado en antipatía por los grupos sociales menos organizados: consumidores, contribuyentes, desempleados, obreros o los pobres. La antipatía de los grupos -o la impunidad con la que han actuado- que controlan las instituciones políticas se origina en la heterogeneidad de las sociedades, lo que ha hecho difícil la interacción social con los grupos que se considera que no tienen la misma función de utilidad pero que padecen los flagelos de vivir en las ciudades más violentas de América Latina.
En esta lógica del poder se puede asumir que los Estados del Triángulo Norte centroamericano nunca han tenido gobiernos centrales lo bastante fuertes como para imponer su centralismo; además de que no se han conformado gobiernos lo bastante plurales como para crear Estados federales con capacidades institucionales y competencias claramente delimitadas. Esta falta de centralización o fragilidad institucional es lo que ocasionó que los agentes trasnacionales vieran rentable ocupar los espacios donde los Estados no tenían la capacidad para estar presentes. Una de las consecuencias iniciales y que generó una trayectoria a largo plazo fue la cooptación de los espacios de poder de los Estados a manos de agentes con mayor poder económico y político, los cuales han diversificado sus activos en las sociedades de esta región. Así, en el caso de Honduras, como lo señalan Cáceres & Zelaya (2005), en el contexto en el que arribaron las trasnacionales, el Estado no tenía construida la red ferroviaria que conectara las costas con la capital; por tal motivo, el Estado les otorgó concesiones con tal de que terminaran la obra, lo que permitió que la producción a gran escala creara monopolios de las industrias bananeras.
Aunado a esto, los agentes trasnacionales, al ser testigos de las peleas internas por el poder político de los diversos grupos, aprovecharon los vacíos de los Estados para financiar a los bandos en disputa, lo que exacerbó esto último en el Triángulo Norte. El objetivo de este comportamiento colectivo consistió en fijar un proyecto a largo plazo que alcanzó a los militares, partidos políticos y grupos con poder de coerción. De esta manera se puede apreciar la diferencia o los tipos de incentivos selectivos que cada grupo de acción colectiva ha buscado rentabilizar y en el que la simbiosis de poder conduce a que los grupos más vulnerables sean los más afectados.
Así, las élites políticas y económicas han mantenido el equilibrio político de los Estados y los grupos criminales han servido de sus brazos operativos entablando acuerdos informales que les permitan extraer rentas de las sociedades mediante la coerción, o en su caso, brindando protección de otros grupos rivales debido a la ausencia del Estado. La manifestación directa de este control social por parte de los grupos criminales para hacer valer su presencia ante la sociedad y las élites han sido los homicidios, secuestros y robos. Es por eso que cuando estos acuerdos informales entre grupos de acción colectiva se fracturan la respuesta siempre ha sido la estrategia de mano dura. Estas políticas en general van acompañadas por el grado de urgencia -vende más el miedo que la esperanza- de los gobiernos en turno por disminuir la inseguridad. Sobre todo ante la posibilidad de que los grupos de la élite puedan empezar a ser perdedores netos del orden institucional.
Asimismo, estas políticas de contención y control criminal se implementan porque los Estados no han fortalecido sus estructuras institucionales y porque faltan contrapesos lo suficientemente fuertes para romper la antipatía de los grupos privilegiados. Esto lo ilustran Eguizábal et al. (2015, pp. 4-5) cuando refieren que este equilibrio ha provocado que los gobiernos sean reacios a implementar políticas que involucran reformas institucionales, a emprender medidas anticorrupción, a ampliar programas de prevención, y a contribuir financieramente para solucionar los problemas de inseguridad.
Cabe señalar que Guatemala, El Salvador y Honduras han recibido ayuda de Estados Unidos por medio de la Central America Regional Security Initiative (CARSI). No obstante, a pesar de que los gobiernos centroamericanos reconocen su fragilidad institucional y son receptivos a la ayuda internacional -equipos especializados, armamento, capacitación de unidades de élite- no sucede lo mismo cuando se trata de emprender cambios institucionales para combatir la corrupción o prevenir el delito (Eguizábal et al., 2015, pp. 3-5). En este punto es donde la retórica de la confrontación es rentable y se manifiesta en la percepción ciudadana. Por ello es que la encuesta de cultura política en América 2014 señala que con excepción de Uruguay los habitantes de América Latina y el Caribe prefieren un enfoque de políticas punitivas (55.1%) contra la delincuencia y la inseguridad (Layton et al., 2014, pp. 3-5). En este mismo sentido, Honduras es el único de los tres países del Triángulo Norte que ha reducido la tasa de homicidios por cada cien mil habitantes mediante su política de confrontación -de acuerdo a la Asociación para una Sociedad Más Justa, se proyecta que en 2017 se cierre con 42 homicidios por cada cien mil habitantes-. Sin embargo, esto no significa que se esté ante un cambio institucional que inicie una etapa con altos índices de seguridad ciudadana.
Conclusiones
En este artículo se han indagado las causas de la inseguridad en el Triángulo Norte de Centroamérica. El análisis que se plantea se aleja de las causas convencionales de la inseguridad -pobreza, desigualdad, marginación, exclusión social, entre otras- y más bien es a través de las teorías de la lógica del poder y de la acción colectiva que se ha hecho hincapié en los grupos -con influencia, poder político y capacidad de coerción- que han conformado el diseño institucional del Estado en esta región. El diseño al que se alude ha representado una dinámica extractiva de los recursos del Estado, lo cual ha tenido la consecuencia del poco interés por resolver problemas sociales como la inseguridad que aqueja a una gran mayoría de los grupos con menor grado de organización.
La ausencia de contrapesos ha generado que la corrupción y la impunidad sean la ruta en la que coexisten grupos de acción colectiva que solo buscan incentivos selectivos en sociedades con altos grados de heterogeneidad. Asimismo, esta ruta histórica o el desequilibrio institucional no solo se presenta en el Triángulo Norte de Centroamérica, sino que ello también se observa en gran parte de América Latina, zona donde la transición a la democracia no ha significado la creación y consolidación de instituciones, sino el medio conductor para los grupos que ven rentable la utilidad de las elecciones, los partidos políticos y las incipientes instituciones, a fin de conseguir la coerción social que protege intereses que representan beneficio económico, estatus, prestigio y presión social.
La gran interrogante es cómo cambiar el equilibrio inadecuado pero funcional para estos grupos de poder. La respuesta no es sencilla y sí muy compleja, pues primero habría que aceptar que los comportamientos de los individuos que conforman los grupos con incentivos selectivos no son necesariamente racionales, sino que involucran pulsiones que los llevan a acciones que excluyen a los grupos más vulnerables. En segundo término está la construcción de la participación ciudadana más activa e incentivada no por los gobiernos sino por la comunidad internacional, algo como lo que ha sucedido en Guatemala con la CICIG. Entonces la protesta social como se suscitó en Guatemala ayuda, pero esta -como toda protesta- termina por diluirse si la rentabilidad de lo que se persigue no escala las exigencias y sobre todo si los grupos colectivos organizados no tienen incentivos selectivos fijos que obtener.