Introducción
La preocupación académica por los sectores dominantes en América Latina ha sido recurrente a lo largo del siglo XX y en los primeros años del XXI. Aunque con distintas intensidades y ejes de análisis, las ciencias sociales latinoamericanas, en especial la sociología y la ciencia política, colocaron a los sectores dominantes -llamados también élites económicas, conglomerados económicos, alta burguesía, grupos de interés, etcétera- en el centro de sus estudios para comprender los modelos de desarrollo, la conformación del orden social, la configuración y dinámica del Estado y el sistema político, y los regímenes de desigualdad, entre otros.
En la década de 1960 se inauguran los estudios acerca de los sectores dominantes en la región. La preocupación mayor de esta etapa estribaba en analizar el papel de las diversas élites en la modernización de las sociedades consideradas atrasadas como resultado de la pervivencia de instituciones y valores tradicionales, y de herencias del pasado colonial y católico. Al calor de la influencia de los modelos propuestos por el sociólogo norteamericano Talcott Parsons, predominaron las posturas funcionalistas. La obra clásica de Lipset y Solari de 1967, Élites y desarrollo en América Latina, constituye un punto de partida ineludible. Las élites eran entendidas como minorías selectas que ostentaban recursos, capacidad decisional e influencia en los procesos de modernización de la región, especialmente en el Cono Sur. Hubo un fuerte énfasis de la cultura política de las élites y sus esquemas actitudinales apoyados en valores autoritarios para explicar los sistemas de dominación antidemocráticos y conservadores (Malloy, 1977). Esta lectura sociológica diagnosticaba la necesidad de transformar los sistemas valorativos de las sociedades latinoamericanas. El sistema político (el Estado) operaría entonces como un principio de integración para el logro de metas comunes para la sociedad.
Además del funcionalismo sociológico, la discusión norteamericana y europea entre los pioneros de los estudios elitarios influyó en los análisis latinoamericanos, es el caso del debate entre los pluralistas como Robert Dahl, y de autores como Mosca, Pareto, Michels y Wright Mills con su texto clásico La élite del poder. Mientras que los pluralistas argumentaban que eran varios los grupos dominantes que se alternaban de forma competitiva para ocupar los espacios de poder, y que el Estado era el ámbito que expresaba los ajustes entre esos grupos, los segundos sostenían que en mayor o menor medida las diversas élites se unificaban en una sola “élite del poder” (Mills, 1956), sin desconocer la posibilidad de la circulación entre aquellas. Pero todos coincidían en la importancia de las relaciones interpersonales, de las posiciones individuales y de los recursos que ostentaban para la estructuración del poder.
Estos enfoques provocaron el cuestionamiento de las perspectivas estructuralistas, que se apoyaban en la teoría de la dependencia y en el marxismo (Cardoso & Faletto, 1971). Dichas perspectivas colocaban en el centro de la discusión sobre los grupos dominantes los procesos globales de valorización del capital, su impacto en la estructura social de los países periféricos, el colonialismo periférico, “las situaciones de dependencia”, las estrategias de acumulación empleadas y el control ideológico ejercido por determinados grupos, como factores fundantes de la persistencia e influencia de las clases dominantes. El marxismo derivaba de la posición económica de estas su poder político, pero contemplaba la existencia de otros grupos -las clases dominadas- como parte de la constitución de las relaciones de poder, aspecto que en ninguna circunstancia consideraban los enfoques elitarios. Estos últimos exhortaban a las élites a su renovación y modernización para conducir los destinos de las naciones, mientras que los marxistas, en su vertiente subjetivista, responsabilizaban a las clases dominantes de condenar a los países latinoamericanos a la dependencia respecto de las potencias capitalistas y a las grandes mayorías a la pobreza y explotación en virtud de sus intereses particulares de clase y disposiciones rentistas (Nochteff, 1994). En esta formulación, el Estado aparecía como un garante de la reproducción de las clases sociales y las desigualdades. Era el carácter clasista del Estado (capitalista) el que permitía el enraizamiento de la dominación de una clase sobre la sociedad. El problema con esta vertiente del marxismo era su reducto individualista. El propio Marx ya había advertido sobre el peligro de acusar a los capitalistas por comportarse como tales. Estos solo “son la personificación de categorías económicas, portadores de relaciones e intereses de clase (bajo los cuales) los individuos son criaturas” (Marx, 1975, p. 8).
Los años ochenta significaron un viraje en el modo de estudiar los sectores dominantes. La doble transición, democrática y económica, por la que atravesó buena parte de la región, condujo a la instalación de ciertas “modas académicas”. Desde la politología se comenzó a prestar atención a cuestiones tales como las características de los regímenes políticos y de las transiciones políticas (Cavarozzi, 1991), la crisis de representación política y de los partidos políticos, y los problemas de governance en un contexto signado por las “recomendaciones” de los organismos internacionales de crédito de reducir el tamaño del Estado. Las élites económicas continuaron siendo abordadas, aunque de forma subsidiaria, a partir de sus nexos con las reformas neoliberales, la circulación público-privada y los vínculos entre el capital local y el transnacional (North & Clark, 2018).
En los noventa, el impacto de las reformas neoliberales sobre las sociedades y las víctimas del sistema, surgieron como los temas relevantes. La agenda de investigación se centró, en lo fundamental, en los actores de la “sociedad civil”, como nuevos movimientos, organizaciones sociales y organizaciones no gubernamentales (ONG), en detrimento del Estado el cual perdió fuerza como objeto de estudio. Según el diagnóstico del establishment y sus think tanks, el Estado pasó a ser un problema para el desarrollo, más que su solución (Evans, 1996). Los sectores dominantes fueron analizados a partir de su rol y vinculación en la definitiva implantación y posterior crisis del modelo neoliberal, desde su papel en la hechura de las políticas de ajuste, hasta su responsabilidad en la deriva catastrófica del modelo neoliberal a raíz de las pujas entre los sectores dominantes (Castellani & Schorr, 2004) y su relación con los procesos de valorización financiera y el gran capital transnacional (Basualdo, 1997).
En los albores del siglo XXI, el estudio de los sectores económicos dominantes cobró una renovada atención en los análisis académicos en el marco del nuevo tiempo político que se conoce como “giro a la izquierda” (Levitsky & Roberts, 2011). Este momento reactualizó la discusión sobre las élites, su relación con la política y los procesos de acumulación capitalista (Codato & Espinoza, 2018; Solimano, 2014), especialmente por la distinta orientación ideológica que los gobiernos llamados posneoliberales1 imprimieron a sus proyectos y agendas públicas dirigidos, en buena parte, a recortar el poder de los sectores dominantes comprometidos con el neoliberalismo (Luna & Rovira, 2014). Estos gobiernos intentaron recuperar las capacidades del Estado obturadas durante las décadas previas, así como establecer un nuevo modelo de desarrollo -en varios casos, un neodesarrollismo-2, aunque con ciertas continuidades con los modelos de ajuste previos. Emergieron entonces distintos enfoques para dar cuenta de los sectores dominantes: desde aquellos cuyo énfasis en el modelo de desarrollo mostró las relaciones estratégicas de los gobiernos progresistas con determinadas fracciones del capital y no con otras (Wolff, 2018), hasta los análisis que prestaron atención a los mecanismos, nuevos y viejos, que las élites económicas emplearon para reforzar sus posiciones de poder y para resistir los embates políticos orientados a lastimar estas posiciones. “Puerta giratoria” (Castellani, 2018), creación de redes internacionales, presión mediática -a través del enlace patrimonial entre capitales privados y medios de comunicación-, empleo de paraísos fiscales por los grupos de poder, financiamiento de campañas electorales, etcétera, fueron algunos de esos mecanismos estudiados (Fairfield, 2015; North & Clark, 2018; Zucman, 2015).
Este texto busca aportar al debate sobre los sectores dominantes reconstruyendo la discusión académica en Ecuador durante el ciclo posneoliberal (2007-2017). El objetivo es rastrear en tal discusión los enfoques teóricos y hallazgos contenidos en las investigaciones y trabajos científicos acerca de los grupos económicos poderosos en Ecuador en los gobiernos comandados por Rafael Correa y la implantación del proyecto político conocido como Revolución Ciudadana (RC). Se pasa revista a la literatura que abordó la cuestión a partir de la llegada de Correa al poder presidencial, de los cambios en la estructura y funcionamiento estatal, y de la orientación que adoptó el modelo de desarrollo. Al igual que la tendencia regional del estudio de los sectores dominantes revisitada anteriormente, la etapa posneoliberal en el país andino significó una revalorización de este objeto de análisis.
En términos metodológicos, la literatura fue revisada prestando atención a tres dimensiones analíticas: la representación política, el lugar del Estado, y las estrategias que las élites económicas llevaron adelante para influir en el Estado a fin de garantizar sus intereses. En este texto visualizamos la importancia de tener una comprensión relacional, interactiva y no reduccionista del Estado para dar cuenta de la conformación y dinámica de los sectores dominantes. Así, nos alejamos de las posturas marxistas clásicas y liberales sobre el Estado3 para asumir una neomarxista y relacional (Jessop, 2016), la cual entiende al Estado como un terreno sistémico y estratégico que expresa el resultado de las luchas políticas pasadas y presentes. Por lo tanto, la naturaleza del Estado no está dada a priori. Su forma institucional está separada del circuito del capital, rasgo que implica que, de acuerdo a las coyunturas cambiantes -correlaciones de fuerzas variables, vaivenes de las estrategias de acumulación capitalistas y de las estrategias de los actores sociales-, el Estado puede favorecer o perjudicar a determinados actores e intereses. De tal manera, ninguna fuerza política tiene garantizada su situación de privilegio en el Estado, y este se reviste de autonomía porque opera de acuerdo a reglas, principios y lógicas propias que le otorgan cierta especificidad, independientemente de la voluntad de los grupos que ocupan el terreno estatal y de los que pretenden impactar en él. De todos modos no se puede desconocer que, en un régimen capitalista, son las acciones de los grupos económicos las que impactan de forma directa en la acumulación y crecimiento económico en virtud de su poder estructural, dado que ocupan un lugar privilegiado en la estructura económica capitalista.
El texto se organiza en tres secciones. En la primera, se reconstruye de forma sucinta el debate ecuatoriano sobre las élites y grupos de poder desde la década de 1970. Observamos cómo este debate sigue, en algún punto, la misma tendencia registrada en los estudios regionales. La segunda sección presenta las discusiones en torno a los sectores dominantes en Ecuador durante el ciclo posneoliberal. La literatura se divide entre aquella que presta atención a la dimensión agencial, la que se ocupa de la dimensión estructural y la preocupada por el proceso político en clave relacional.
Los estudios sobre los sectores dominantes en la academia ecuatoriana
Durante los años setenta, las ciencias sociales ecuatorianas otorgaron a los grupos económicos dominantes un papel fundamental en la inestabilidad política y la incapacidad del Estado para establecer un modelo económico nacional y desarrollista, desvinculado de los intereses privados. Las disputas regionales entre las élites de la Costa y la Sierra, su lucha por ocupar el Estado, y sus actitudes conservadoras hacia todo atisbo de reforma (Conaghan, 1988), fueron considerados obstáculos para conformar pautas de desarrollo modernas y estables. Entre los años sesenta y setenta, salvo en los momentos gobernados por dictaduras militares,4 las élites económicas accedieron al Estado mediante el control de áreas clave. Ministerios y secretarías fueron ocupados directamente por representantes del poder económico (Hanson, 1971). La implantación de esta lógica corporativa, el poder de veto de las élites a raíz de su posición estructural y su capacidad de agremiarse en cámaras, fueron eficientes para frenar los intentos de gobiernos civiles y militares por implementar un modelo de desarrollo que rompiera con el modelo oligárquico, aun cuando el primero hubiera podido significar beneficios para ciertas fracciones de los sectores dominantes (Mills, 1991). Otros estudios resaltan la importancia de las redes familiares y las relaciones de parentesco para la consolidación de las élites, lo que sucedió en Cuenca, donde grupos familiares que originalmente eran los propietarios de las tierras terminaron controlando las empresas industriales, los bancos locales y las sucursales de los bancos nacionales (Brownrigg, 1972; North, 1985).
Desde los años ochenta, con el retorno a la vida democrática y la instalación del neoliberalismo, la dinámica partidaria (Freidenberg & Alcántara, 2001), la calidad del régimen democrático (Burbano de Lara, 2002) y la emergencia de nuevos actores sociales, como el movimiento indígena, se volvieron tópicos recurrentes en las ciencias sociales y los sectores dominantes pasaron a un segundo plano. Siguiendo la tendencia académica a nivel global a raíz de la disolución de la URSS, los conflictos de clase perdieron relevancia académica en Ecuador. En efecto, el movimiento obrero y el sindicalismo, ampliamente debilitados, fueron soslayados en las investigaciones (Ibarra, 2007). Sin embargo, es posible rastrear una serie de estudios que generaron hallazgos importantes para el afianzamiento de una incipiente línea de investigación dedicada a los grupos de poder. Estos escasos trabajos indagan el tema partiendo de los vínculos entre el poder económico y el político luego del retorno democrático. Las élites económicas, a través de la representación en las cámaras, fueron claves en la transformación de la matriz ideológica antiestatalista que comenzó a caracterizar a la clase política y a la sociedad ecuatorianas (Conaghan, Malloy, & Abugattas, 1990). El retorno democrático y la apertura de los partidos políticos no significaron un cambio en las estrategias de los grupos económicos dominantes. Estos siguieron canalizando sus demandas de forma directa a través del Estado sin recurrir a la representación de los partidos políticos (Naranjo, 1993). Las fracciones dominantes apelaron al rol político de sus cámaras, reproduciendo la “privatización del espacio político” y “gremialización de la sociedad” (Naranjo, 1993, p. 156). Además, para este autor, son las cámaras empresariales las que han ejercido un papel primordial en la transición democrática, desplazando a los militares como coordinadores del orden social.
Otros estudios también aportan a la comprensión de los comportamientos de las élites. Handelmann (2002), apoyado en una investigación con más de ochenta entrevistas a líderes empresariales ecuatorianos del comercio e industria durante el gobierno de Hurtado, concluía que había un fuerte impacto de variables como los orígenes familiares y las redes sociales del entorno familiar en la orientación política de las élites económicas hacia el rechazo de políticas intervencionistas, en la misma línea que los estudios de los años setenta. El caso ejemplar es el de Febres Cordero, quien asumió la presidencia en 1984 con el apoyo de todas las élites económicas, especialmente la guayaquileña, de donde él provenía. Había sido gerente de varias empresas del grupo Noboa, el más poderoso por aquel entonces (Fierro, 1986), y presidente de las cámaras industriales. Naranjo, por su parte, desplaza la mirada “behaviorista” para entender el rol de las élites y coloca una mirada relacional. Estudia cómo durante este gobierno empresarial las disputas intraélites entre las cámaras de Guayaquil y de Quito se hicieron patentes, identificándose en el Estado una notoria presencia e influencia de las cámaras industriales costeñas, en detrimento de las serranas. Otro mecanismo de presión para participar en el Estado era el comportamiento de las cámaras costeñas asentado en el financiamiento de las campañas electorales en apoyo a un candidato a sabiendas de que dicha “inversión” luego retornaría por medio de determinadas políticas favorables al sector e incluso por el control directo del Ministerio de Economía (Naranjo, 1993).
Otros estudios desplazan la mirada “desde las élites” y otorgan una mayor importancia a las decisiones políticas y las reformas institucionales en un contexto económico signado por el “boom petrolero” que siguió a la transición democrática. Desde una mirada institucionalista, Oleas (2017) sostiene que el modo en que los gobiernos gestionaron la política económica en la etapa que abarca el fin de la industrialización por sustitución de importaciones, el boom petrolero y la instalación de las reformas de mercado durante 1981-1992, es una de las variables que reforzó el poder de las élites económicas. La sucretización de la deuda externa privada que se adoptó en 1983 como medida para negociar nuevos préstamos con el FMI fue la que catapultó el poder económico de ciertos grupos económicos concentrados. Esto fue posible mediante una reforma institucional en la que la Junta Nacional de Planificación desplazó su rol que fue asumido por la Junta Monetaria (JM) del Banco Central del Ecuador, la cual se presentó públicamente como tecnocrática y “apolítica”, aunque, con solo analizar su composición, ya se observa una clara orientación empresarial y financiera5 (Oleas, 2017; Paz y Miño, 2016). Desde entonces, la JM sería uno de los instrumentos predilectos utilizados por las élites financieras para influir en el terreno estatal. En efecto, dicha JM autorizaría el refinanciamiento de la deuda externa privada para subsidiar al sector, y obligaría al Banco Central a asumirla. Su deuda, contraída en dólares, se transformó en sucres -la moneda nacional-, y al mismo tiempo que el Estado asumía los compromisos con el exterior en dólares. El diseño institucional de la JM abría la posibilidad de que representantes del sector financiero privado participaran en ella, por lo que el conflicto de intereses se hacía patente. Este arreglo corporativo permitía el afianzamiento del poder de las élites. Tal fenómeno nos muestra cómo el Estado, en tanto terreno institucional y relacional, no ejerce siempre el mismo tipo de intervención, sino que esta depende de múltiples factores, como por ejemplo el giro de la política económica nacional que a su vez se mueve al compás de los vaivenes del ciclo capitalista internacional, así como por la presión ejercida desde la sociedad civil -las cámaras empresariales.
Esta “estatización del neoliberalismo”, como lo llamó Montúfar (2000), significó que las élites económicas continuaran beneficiándose de las prebendas y beneficios de parte del Estado (como rentas extraordinarias, reestructuración de la deuda externa a favor del capital privado, etcétera). Todo ello generó una merma de la autonomía estatal para liberarse de los arreglos corporativos con los grupos más poderosos, provocando déficit fiscal, falta de control del presupuesto y gasto público (Burbano de Lara, 2006).
Esta práctica política será una constante a lo largo de los años noventa. Las distintas medidas de ajuste que adoptarán los gobiernos civiles -es el caso de las reformas en el sistema financiero a través de la Ley General de Instituciones Financieras (LGISF) y la Ley de Modernización durante el gobierno de Durán Ballén- beneficiarán aún más a los grupos económicos, especialmente a los de servicios y los financieros (Fierro, 1991). La LGISF aprobada en 1994 fue celebrada por las élites financieras asociadas a la banca privada porque ampliaba la gama de servicios que los bancos podían ofrecer y permitía que los banqueros incursionaran en nuevas actividades y operaciones (Coronel et al., 2019). Asimismo, dicha ley redujo los controles sobre la banca privada, liberó las tasas de interés y simplificó considerablemente el marco regulatorio para el sector financiero (Acosta, 2010).
Los años noventa mostraron que ese sistema financiero no permitía la quiebra de los bancos ni la defensa de los pequeños ahorristas (Miño, 2008). Para 1996, la composición de la JM mostraba de nuevo, al igual que en la década de los ochenta, la “captura” estatal por parte de las élites financieras.6 Paz y Miño (2016) coincide con este argumento y agrega que a esta captura del Estado por parte de los grupos empresariales se sumó la configuración de un “Estado-de-partidos” que acompañó al régimen económico neoliberal, es decir, el control del Congreso por parte de los partidos políticos tradicionales para fortalecer la injerencia de estos sectores en el Estado. En la crisis de 1999, el Estado salió al rescate del sector privado y se hizo cargo del “72% de las entidades crediticias […] equivalentes a 20% del PIB de 1998” (Martín-Mayoral, 2009, p. 130).
Las soluciones desesperadas adoptadas por el gobierno de Mahuad, como la dolarización de la economía y los recortes de los subsidios al gas y combustible, exacerbaron las protestas y focos de resistencia por parte de diversos actores, como el movimiento indígena, sindicatos y estudiantes (Ramírez Gallegos, 2000). La renuncia de Mahuad y la asunción presidencial de Lucio Gutiérrez en 2003 no modificarán el escenario de inestabilidad política. Pese a que la economía se reacomodó luego del descalabro del gobierno previo, logrando una reducción de la inflación y un leve mejoramiento de los indicadores como el PIB y la pobreza, los problemas emergieron del frente político-partidario. Alianzas políticas establecidas entre Gutiérrez y algunos partidos políticos para controlar el Poder Judicial generaron un descontento social que terminó con su caída. Este rápido recuento permite comprender el inicio de un nuevo ciclo político en el que banqueros, partidos tradicionales y élites económicas, altamente deslegitimados por la sociedad, serán los adversarios por excelencia del gobierno posneoliberal de Rafael Correa.
Revolución Ciudadana, posneoliberalismo y descorporativización
Luego de que los sectores dominantes dejaron de ser objeto de estudio en los últimos años del siglo XX, con la Revolución Ciudadana (RC) se instalará de nuevo su discusión. El debate se reposicionaría desde tres grandes temáticas: el retorno y autonomía estatal, la lucha por la descorporativización institucional, y el modelo neodesarrollista.
Correa asumió la Presidencia del Ecuador en enero de 2007, luego de ganar en segunda vuelta con el 56.67% de los votos al candidato de la derecha, el empresario bananero Álvaro Noboa, a quien apoyaban las élites económicas. Proveniente de los círculos académicos, Correa se presentó ante la ciudadanía como un outsider de la política tradicional. En efecto, el discurso presidencial adoptó como antagonistas a la “partidocracia” -dominio de los partidos tradicionales- y a representantes de la agenda de ajuste, como los banqueros y los conglomerados financieros y capitales transnacionales que habían sido el engranaje del modelo neoliberal.
El día de su asunción al poder, Correa emitió un decreto que convocaba a una consulta popular para votar por la instalación de una Asamblea Constituyente que reformara la Constitución. A la postre se registró el 82% de ciudadanos a favor, lo cual le dio una muy alta legitimidad política al gobierno de Correa. Además, este adoptó inicialmente una serie de políticas y decisiones gubernamentales que se orientaban a recortar el poder de los grupos responsables de la mayor crisis financiera que había conducido a la dolarización de la economía nacional. Por citar varias de ellas: se da fin al convenio que permitía la presencia de Estados Unidos en la base área de Manta, se suspenden las negociaciones en torno al tratado de libre comercio, se ratifica la caducidad del contrato con la petrolera norteamericana Oxy, la Agencia de Garantía de Depósitos del Estado incautó 195 empresas del Grupo Isaías,7 y se creó la Comisión para la Auditoría Integral del Crédito Público (CAIC) con el objetivo de revisar la deuda externa ecuatoriana y desconocer sus activos ilegítimos. Esto fue un antecedente fundamental para la reforma constitucional.
La nueva carta magna aprobada en 2008, también por referéndum, incluyó un conjunto de derechos sociales y colectivos para los sectores históricamente postergados: indígenas, afrodescendientes, el movimiento sindical y el ecologista. Asimismo, la Constitución proponía un Estado plurinacional e intercultural, creaba los derechos de la naturaleza y eliminaba la tercerización laboral. E incluía de modo innovador los denominados “derechos del buen vivir” y contemplaba la conformación de un “Quinto poder del Estado” que sería ejercido por la ciudadanía y se materializaría en el Consejo de Participación Ciudadana y Control Social (Stoessel, 2015).
La fijación de un escenario posneoliberal y esta ampliación de derechos solo eran posibles si el Estado recuperaba una centralidad como coordinador de los procesos sociales y económicos, y adquiría mayores recursos y capacidades. Para esto era necesario reformarlo para evitar su “captura” por parte de distintos grupos poderosos que habían obtenido cuotas de representación en consejos, comisiones y órganos rectores de las políticas públicas, como la JM detallada en la sección anterior. Esto se conocía, desde la óptica del gobierno, como el problema del corporativismo (Senplades, 2014), y una de las batallas claves para erradicarlo se lanzó en el ámbito de la economía, la banca y las finanzas, lo cual afectó el poder de las élites económicas. Fue esta reforma institucional y el recorte de poder de ciertas fracciones de los sectores dominantes lo que hizo que estos últimos reemergieran en los estudios sociológicos y politológicos.
En dicho marco, se pueden identificar dos conjuntos de estudios sobre los sectores dominantes. El primero parte de una perspectiva agencialista o estructuralista que coloca el énfasis en el interrogante de quiénes son y cuánto poder ejercen. Estos trabajos identifican a las élites, cómo se conforman, cuáles son los conglomerados económicos dominantes, cuánto capital poseen, cómo se han transformado a lo largo del tiempo; aunque algunos enfatizan, desde la economía política, en la lógica capitalista, en los débiles cambios de la matriz productiva que habría asistido al gobierno de Correa y en la profundización del extractivismo como los factores explicativos de la conformación y dinámica de los grupos de poder. El segundo conjunto de estudios parte de perspectivas relacionales en los que ni la agencia de las élites económicas ni los factores estructurales asociados a la lógica de acumulación capitalista son las variables determinantes de la conformación, dinámica y estrategias de los sectores dominantes. Veamos en detalle a ambos conjuntos de estudios.
Algunos trabajos del primer caso sostienen que durante el periodo correísta los grandes grupos económicos no solo continuaron beneficiándose del Estado sino que fortalecieron sus posiciones de poder estructural. Varios concuerdan en que esto se debió a que la agenda posneoliberal no implicó un tránsito hacia un modelo poscapitalista (Wolff, 2018; Acosta & Cajas, 2016), pese a que el gobierno de Correa llevó adelante medidas para disminuir el poder de determinadas fracciones del capital. Uno de los hallazgos de diversas investigaciones empíricas sostiene que hubo sectores como las finanzas y los medios de comunicación que perdieron influencia, pero que la industria extractiva y comercial permaneció intacta. En este sentido, la afirmación de que el gobierno debilitó el poder de las élites económicas debe ser matizada sobre la base de sostener que estas no constituyen un todo homogéneo. No todos estos actores han sido perjudicados por igual en lo que respecta a sus posiciones de poder e influencia. Esto se explica, en parte, por la dependencia que el gobierno nacional tiene respecto de ciertos sectores para el desarrollo de una economía poco diversificada y altamente dependiente de los flujos internacionales (Weisbrot, Johnston, & Lefebvre, 2013). El gobierno ha requerido de generar sinergias pragmáticas y adecuaciones mutuas con determinadas élites en una compleja red de incentivos. Esto no solo fue un rasgo del gobierno de Correa. Otros gobiernos del llamado “giro a la izquierda” -como el de Daniel Ortega en Nicaragua, el del Frente Amplio en Uruguay, el kirchnerista en Argentina y el del Movimiento al Socialismo en Bolivia- han construido discursos antiélites, pero en la práctica política han pactado con diversas fracciones del capital y grupos económicos, y mediado en las instancias de conflicto entre los trabajadores y empresarios, muchas veces terciando a favor de estos últimos (Codato & Espinoza, 2018).
Una tesis sostiene que el Ecuador de principios del siglo XXI inició la fase monopolista de la reproducción del capitalismo en la que la intervención del Estado en el proceso de acumulación se volvió necesaria e irreversible. En esta línea, Fierro (2016) identifica los grupos económicos y financieros para dar cuenta del conglomerado de empresas industriales, comerciales, financieras, de transporte, y agropecuarias, más gravitantes del país. Asimismo, Unda & Bethania (2010) resaltan la contradicción discursiva de la RC. Afirman que mientras el gobierno ha portado un discurso a favor del “socialismo del siglo XXI”, su agenda pública ha fortalecido al capitalismo monopolista.
Ello, sin embargo, en estricto rigor no responde a la matriz programática enunciada por el gobierno de la RC. El “Plan Nacional de Desarrollo 2007-2010” no contiene la palabra socialismo como propuesta de modelo. Y el “Plan Nacional del Buen Vivir 2013-2017” se refiere al “socialismo del Buen Vivir” como “el horizonte político de la Revolución Ciudadana” que “articula la lucha por la justicia social, la igualdad y la abolición de los privilegios, con la construcción de una sociedad que respete la diversidad y la naturaleza […] el fin es defender y fortalecer la sociedad, el trabajo y la vida en todas sus formas”. Como se observa, en ningún momento se plantea el tránsito a una sociedad socialista.
Otros autores afirman que la bonanza económica con el auge del precio del petróleo y el aumento de la participación estatal en los ingresos y recursos, lejos estuvo de ir a contramano del debilitamiento de determinados grupos económicos. Pástor (2015) enfatiza dicha disonancia al apuntar que el Estado durante el correísmo no se colocó en las antípodas del capital y que estos años fueron una década ganada para los grupos empresariales y algunos financieros. Otros investigadores sostienen que la implantación neodesarrollista que promovió el gobierno correísta favoreció un recambio de élites económicas. Hubo grupos que se fortalecieron en detrimento de otros a raíz del mayor peso que adquirieron determinados sectores estratégicos. Fierro (2016), Acosta & Cajas (2016) y Pástor (2015) dibujan el panorama de los “ganadores y perdedores” durante el posneoliberalismo. Resaltan de qué manera ciertos conglomerados, como los grupos Isaías y Noboa fuertemente favorecidos en las décadas previas, se debilitaron a raíz de las medidas gubernamentales (incautaciones, embargos y juicios), y de qué modo otros ligados a la importación, el mercado interno y la construcción se fortalecieron; así sucedió con los grupos Wright (Corporación Favorita), El Rosado, Eljuri, Hidalgo & Hidalgo, tia, Difare y PRONACA.
Larrea & Greene (2018) resaltan que durante la RC no hubo un proceso de desconcentración del capital y la tierra. Si bien se dieron avances importantes en términos de inversión social en educación, salud, infraestructura y aumento del empleo, en parte gracias al “boom petrolero”, dichos autores, luego de un análisis comparativo de cinco bases de datos, concluyen que la concentración económica se exacerbó en todos los sectores y ramas de la economía. Entre 2007 y 2015, el total de ingresos de los grupos económicos aumenta significativamente (26%), principalmente como efecto del crecimiento de grupos identificados como tales (de 125 a 200). La participación en el PIB de los grupos económicos registrados por el Servicio de Rentas Internas (SRI) crece de 48% en 2013 a 57% en 2015, evidenciando un alto nivel de concentración y centralización del capital en el país, nivel que supera al identificado en los años setenta por Navarro (1976) y el de los años ochenta (Fierro, 1991). Las utilidades de los cien grupos económicos más grandes en el periodo 2007-2011 crecieron 50% más que en los cinco años anteriores, es decir, que en el periodo neoliberal (Acosta & Cajas, 2016). Para 2015, 57.5% del producto interno bruto se explicaba por los ingresos de doscientos grupos económicos. Luego de Corporación Favorita (actividades productivas y comerciales), Pichincha, grupo financiero que data de 1906, es el segundo más importante en Ecuador en un ranking de cincuenta grupos económicos.8 Grupo Pichincha abarca el conjunto de actividades económicas y actúa en estrecha alianza con el capital extranjero (Fierro, 2016), lo cual le brinda un enorme poder estructural. Este aumento considerable de los ingresos de los grandes grupos económicos condujo a que varios autores hablaran de un “nuevo modelo de dominación burguesa” al referirse al correísmo (Acosta & Cajas, 2016), por no afectar la concentración de la riqueza y haber fortalecido un Estado promotor del capitalismo moderno.
Más allá de la concentración de la riqueza y las ganancias abultadas de los grandes grupos económicos, hay estudios que resaltan las políticas y medidas adoptadas por el gobierno de Correa para debilitar los grupos de poder. La desvinculación de las instituciones financieras de otro tipo de compañías -al prohibirse constitucionalmente que los accionistas de entidades financieras pudiesen a la vez invertir en otros tipos de entidades y en medios de comunicación-,9 la creación de la Superintendencia de Control de Poder de Mercado -la cual ha impulsado políticas antimonopólicas y pro competitivas-, y la información pública que comenzó a publicar el SRI sobre los grupos económicos, son ejemplo de ellas (Fierro, 2016). No obstante, para 2015, afirma este mismo autor, el conglomerado empresarial más grande del país sigue siendo el del Estado. Entre las cincuenta mayores empresas, constan ocho públicas, las cuales suman ingresos por cerca del 14% del PIB.
El segundo conjunto de trabajos sobre los sectores dominantes procura correr la mirada hacia una perspectiva relacional, y en él se hallan dos vertientes. La primera se concentra en los procesos de representación sociopolítica y el lugar que en los mismos tiene el Estado, pero también en recuperar el concepto de corporativismo para explicar la relación entre el Estado y los grupos de poder económicos, sosteniendo que la regulación o eliminación de los intercambios corporativos que el correísmo había heredado de las décadas previas había debilitado el poder instrumenal de las élites. La reconfiguración institucional del Estado para reducir el peso de los intereses particulares en la toma de decisiones públicas recortó la representación funcional que ostentaban anteriormente. La segunda vertiente se concentra en las agendas de políticas públicas y sus impactos en los grupos elitarios. Así, las dos vertientes se distinguen porque recuperan la dimensión conflictual de la política como eje central en los procesos políticos que involucraron a las élites económicas.
En el gobierno de Correa, el tópico del corporativismo asume una renovada entidad desde el momento en que el propio proyecto correísta enarbola la consigna de la “descorporativización” como eje de su gestión. El Plan Nacional de Desarrollo de 2007 afirmaba que para democratizar al poder político y el Estado se requería de “una efectiva y profunda reforma del Estado en la perspectiva de alcanzar la máxima descentralización, descorporativización y transparencia en sus modos de gestión” (PND, 2007, p. 43). Varios autores señalan que, a diferencia del Consenso de Washington, el proceso inaugurado en 2007 dotó al Estado ecuatoriano de capacidades para implementar una reforma capaz de asegurar la rectoría del poder civil sobre la política pública. Esto tocó los cimientos de distintos arreglos corporativos que en su momento otorgaron influencia y representación estatal a heterogéneos actores sociales: gremios empresariales, militares, sindicatos docentes, movimientos sociales y medios de comunicación (Ramírez Gallegos & Stoessel, 2015).
Los trabajos de Ramírez Gallegos (2012, 2015) apuntan en la dirección descrita en el párrafo anterior. Analizan la obtención de autonomía relativa estatal para llevar adelante reformas institucionales que debilitan la influencia sobre el Estado y las agendas públicas de distintos actores de veto y cuerpos intermedios. Cambio político y autonomía estatal se conectan para democratizar los procesos sociales. Estos trabajos reconstruyen las distintas reformas institucionales, en especial la que se dio después de la aprobación de la Constitución de 2008 en Ecuador, cuando comenzaron a discutirse y aprobarse cuerpos legales que modificaban los diseños de representación de los actores sociales. Según los hallazgos de este autor, la reforma institucional priorizó la regulación de las agencias estatales en cuyos cuerpos colegiados estaban representados determinados intereses particulares. Esta reforma habría mermado el poder del capital privado que estaba sobrerrepresentado en dichos órganos (Ramírez Gallegos, 2012). El desplazamiento de sectores que los gobiernos del largo ciclo neoliberal incorporara en sus filas y en la toma de decisiones fue elocuente en los ámbitos bancario, de política comercial, de los directorios de las empresas públicas y en el de la comunicación. Cuando Correa asumió la Presidencia, 69% de las instituciones del Poder Ejecutivo tenía representación corporativa. De esta, 67% pertenecía a representantes de las cámaras de comercio e industria, mientras que 27% correspondía a gremios de trabajadores (Chiasson-Lebel, 2016). Esto no solo había generado situaciones de conflictos de interés, sino una profunda dependencia estatal en relación con las élites económicas, lo que reducía la autonomía estatal.
Otro sector emblemático cuyo poder político se redujo fue el de las élites vinculadas al transporte terrestre, las cuales vieron recortado su poder de representación social en el Estado (Stoessel, 2017). La eliminación de la participación de los gremios de transporte en la Agencia Nacional de Tránsito constituyó una reforma enmarcada en la línea del cambio institucional descorporativizador. El organismo rector de la política de transporte a nivel nacional se desprendió de la influencia directa de los capitales asociados a ese ramo económico, aunque la medida no significó su completo debilitamiento. Los gremios transportistas siguieron influyendo sobre las decisiones públicas mediante mecanismos como el lobby, la presión de veto al controlar el sector estratégico del transporte, y la obtención de beneficios como la exención de impuestos y de salvaguardias para las importaciones (Stoessel, 2017).
En cuanto a las élites bancarias, varios trabajos señalan la merma de su influencia en el Estado (Paz y Miño, 2016). A partir del “rastreo de procesos”, Coronel et al. (2019) reconstruyen los eventos que decantaron en la construcción de una nueva institucionalidad económico-financiera que permitió conservar márgenes de autonomía estatal y gubernamental y debilitar el poder de veto de los banqueros en resguardo de los intereses de los ciudadanos. La creación de la CAIC daba participación a organizaciones sociales nacionales y extranjeras y a instituciones de investigación y desarrollo. La inclusión de varios artículos en la Constitución para fortalecer el sistema financiero público y debilitar el poder de los banqueros (artículos 303, 308 y 309), más la aprobación de la Ley de Creación de la Red de Seguridad Financiera, y la Ley Reformatoria a la Ley de Régimen Monetario y Banco del Estado establecían la eliminación de la autonomía del Banco Central y una nueva conformación del Directorio10 (sin representantes del sector privado). Por último, como señala la investigación de Coronel et al. (2019), la aprobación del Código Orgánico Monetario y Financiero en 2014 constituyó el corolario de las políticas que se implementaron desde 2007 para crear una nueva institucionalidad desprovista de los intereses de las élites.
Los estudios de Weisbrot, Jhonston, & Lefebvre (2013) se enmarcan en dicha línea, pero resaltan los efectos en términos de política pública -en particular desde la economía política- que determinados cursos de acción pública han tenido en el periodo 2013-2017 para la sociedad y no solo en la composición y dinámica de las élites ecuatorianas. Con base en análisis cuantitativos de distintos indicadores, los autores referidos reconstruyen las políticas de reforma de la banca y el sistema financiero producidas durante los dos primeros gobiernos de Correa. Resaltan las bondades de las políticas fiscales, financieras y económicas adoptadas por el gobierno de la RC y sus efectos sobre las mejoras en los indicadores económicos y en las condiciones de vida de la sociedad en general. A diferencia de los análisis del primer grupo, este estudio exhibe los efectos positivos de dichas políticas para que el Estado recupere el control de la economía y las finanzas, tanto para el fortalecimiento de la economía popular y solidaria como para el sostenimiento del sistema financiero nacional. En efecto, Weisbrot, Jhonston, & Lefebvre (2013) señalan cómo ante el golpe sufrido por Ecuador durante la crisis financiera de 2008, el país pudo mitigar rápidamente sus consecuencias y recuperarse al año siguiente.
Chiasson-LeBel (2016) también estudia las élites económicas desde una perspectiva relacional en tanto las medidas y políticas adoptadas por el gobierno afectan a los grupos de poder y las estrategias de estos impactan en la autonomía estatal. Desde un enfoque realista y neomarxista del poder, este autor coloca el acento en los balances de fuerza que permitieron tales decisiones de política. Él observa la relación Estado, gobierno y élites económicas, y analiza el papel de actores populares como el movimiento indígena y sindicatos de trabajadores por ser piezas claves de las cambiantes correlaciones de fuerza. Chiasson-LeBel identifica las decisiones que el gobierno adoptó en sus inicios aprovechando la favorable correlación de fuerzas y el desprestigio de las élites por el colapso económico de fines del siglo XX. Dicho autor toma como ejemplo la solicitud de Correa para que se reconociera la inconstitucionalidad de la obligación de las empresas para afiliarse a una cámara; el presidente ganó el juicio y las cámaras perdieron socios y recursos que utilizaban para contratar estudios y comprar publicidad (Chiasson-LeBel, 2016). Otro caso fue el reclamo de los empresarios en el sentido de que ya no se tomaban en cuenta para decidir políticas que los involucraban, fue la nota característica durante los dos primeros periodos gubernamentales de Correa (Chiasson-LeBel, 2016).
Es interesante mencionar el giro de timón que Chiasson-LeBel señala en la relación gobiernos-élites. A raíz del desplome del precio del petróleo hacia 2013, se produjo un acercamiento entre ambas partes. La firma del tratado de libre comercio entre Ecuador y la Unión Europea en 2016 fue expresión de ello y resultado, en parte, de la presión generada por las cámaras aglutinadas en el Comité Empresarial Ecuatoriano, organización que había surgido para agrupar las distintas fracciones del sector privado. Chiasson-LeBel reconstruye además las estrategias de las élites económicas y las reacciones a las políticas gubernamentales. Uno de sus hallazgos apunta a la débil capacidad de las fracciones empresariales de unificarse en un bloque político contra el gobierno. Las disputas regionales entre las élites, que no eran nuevas, habrían imposibilitado dicha unidad, salvo en contadas excepciones. Al mismo tiempo, el mismo autor advierte sobre la importancia de no considerar a las élites como un bloque homogéneo y unificado dado que en el caso de Ecuador las cámaras empresariales han estado fragmentadas entre sí debido a sus nexos con partidos políticos locales y sus tensiones regionales. Asimismo, como han señalado otros analistas, dadas las necesidades estratégicas del Estado, este ha sido proclive a beneficiar a determinadas fracciones del capital en detrimento de otras.
En esta misma línea, Wolff (2016, 2018) coincide con los hallazgos de Chiasson-LeBel y postula que, similarmente a lo sucedido en Bolivia y Venezuela bajo gobiernos progresistas, las élites económicas ecuatorianas han visto mermada su influencia política mas no la estructural. Como se observó en el primer grupo de estudios, gran parte de ellas se han beneficiado del modelo neodesarrollista, sobre todo determinados sectores de la economía. Esto, sumado a factores como la división regional de las élites de la Sierra y la Costa, la emergencia de nuevas élites y los conflictos con las tradicionales, y la hegemonía política del gobierno durante los primeros años, condujo a una resistencia moderada por parte de estos grupos de poder, en comparación a las reacciones disruptivas y desestabilizadoras en países como Venezuela donde las élites empresariales participaron del golpe de Estado de 2002 contra Hugo Chávez (Chiasson-LeBel, 2016). Wolff identifica que en Ecuador se dio el paso de una actitud de oposición a Correa a una de negociación y conciliación hacia los últimos años de dicho régimen. Este cambio de actitud responde a debilidades estructurales del gobierno correísta y a las limitaciones de los grupos de poder para seguir influyendo políticamente como lo habían hecho entre las décadas de los sesenta y noventa.
Aunque la tesis que postula el debilitamiento del poder instrumental de las élites económicas pero no su poder estructural la comparten varias investigaciones, aquellas que abordan las políticas públicas en el campo tributario y fiscal llegan a conclusiones diferentes. Oliva, Carrasco, & Serrano (2011) muestran cómo las élites históricamente han mostrado todo tipo de resistencias al establecimiento de un sistema tributario progresivo, a la vez que estrategias como la influencia en el armado del presupuesto del Estado y la obtención de subsidios y exenciones impositivas, para fortalecer sus posiciones. La RC en 2007 implica un cambio en dicho campo con dos reformas tributarias. La primera es la Ley Reformatoria para la Equidad Tributaria que contemplaba nuevas reglas para el pago de los impuestos sobre la renta, el valor añadido y consumos especiales (ICE). También significó la progresividad del impuesto a las herencias y el ICE de vehículos, incrementó los intervalos del impuesto a la renta de personas naturales implementando tarifas de hasta 35%; y creó los impuestos a la salida de divisas y a las tierras rurales. La segunda reforma tributaria afectó a la Ley Orgánica Reformatoria e Interpretativa a la Ley de Régimen Tributario Interno, al Código Tributario, a la Ley Reformatoria para la Equidad Tributaria del Ecuador y a la Ley de Régimen del Sector Eléctrico. Los resultados de estas normativas arrojan que si en 2006 la recaudación por impuestos indirectos había sido del 65%, para 2010 tal cifra se redujo al 58%.
La investigación de Schützhofer (2016) discute con dos tesis, una teórica y otra empírica. La primera a la que contrapone sus hallazgos afirma que las políticas fiscales “agresivas” consistentes en aumentos de impuestos con los que fácilmente se logra engrosar las arcas públicas fiscales se adoptan en momentos en que el Estado deja de percibir altos ingresos por la explotación de los recursos naturales o la disminución de su precio internacional. Hacerlo en tiempos de “vacas gordas” conduciría a innecesarios costos políticos. Este autor sostiene que la reforma fiscal más contundente llevada adelante por el gobierno de Correa se implementó durante el auge de los precios de los commodities. Los hallazgos empíricos de este autor cuestionan los presentados por los estudios estructuralistas. Él afirma que tanto el poder estructural como el instrumental de las élites económicas sí se vieron mermados por dos factores. Primero, la autonomía estatal respecto a aquellas mediante su exclusión en la toma de decisiones, permitió al gobierno acaparar recursos antes capturados por el capital privado. Así, sumado a los altos ingresos provenientes del petróleo, el gobierno estuvo en mejores condiciones para implementar sus propios programas de inversión (infraestructura, proyectos hidroeléctricos, educación, salud), lo que a su vez generó una mayor legitimidad social de la intervención estatal y apoyo al gobierno. Esto, a su vez, redundó en una correlación de fuerzas favorable para que el gobierno emprendiera una agresiva reforma y presión contra la evasión fiscal en una clave progresiva y sin enfrentarse a grandes resistencias hasta 2013, pese a los enfrentamientos producidos por las élites perjudicadas. Esto terminó por generar un círculo virtuoso de mayores ingresos públicos, mayores inversiones estatales y, por tanto, de debilitamiento del poder estructural de las élites.
Conclusiones
Ese artículo ha reconstruido el debate académico en torno a las élites económicas dominantes en Ecuador durante el ciclo posneoliberal que se abrió con el gobierno de la Revolución Ciudadana en 2007. La discusión se desarrolló entre dos grupos de estudios enmarcados en disciplinas como la sociología, la ciencia política y la economía política. El primero enfatiza en dimensiones agencialistas y estructuralistas para dar cuenta de la conformación de las élites económicas, su recambio y estrategias de acción para fortalecerse. Estas investigaciones postulan una tesis apoyada en datos cuantitativos. Mantienen que el periodo posneoliberal y la puesta en marcha de un modelo neodesarrollista fuertemente dependiente de la explotación de los recursos naturales favoreció a sectores económicos ligados al mercado interno, la construcción y la importación. Otros grupos asociados a la exportación fueron perjudicados. En cualquier caso, las élites económicas en general se beneficiaron como no lo habían hecho durante las décadas previas, incluso en el marco del auge del modelo de ajuste estructural y financiarización de la economía. Estos estudios tienen la fortaleza de delinear el panorama de los grupos de poder, y ubicarlos en el contexto económico y modelo de desarrollo. Sin embargo, la prescindencia de aspectos relacionales como las posibilidades y restricciones que ofrece el terreno estatal de acuerdo a las correlaciones de fuerza, recursos económicos disponibles y legados institucionales, (Jessop 2016), así como las estrategias de los distintos actores sociales y la viabilidad de ciertos intereses en detrimento de otros, dibuja un panorama de las élites económicas como si estas actuaran en el vacío, de forma aislada a la dinámica política y respondieran a una racionalidad previamente establecida. Por otro lado, estos enfoques quedan encapsulados en el papel determinante de los procesos de producción nacionales e internacionales, sobre la composición de clase y orientación del Estado, desconociendo los conflictos intraélites, así como la autonomía estatal respecto a los intereses del gran capital que en mayor o menor medida se activa dependiendo de los contextos.
El segundo grupo de trabajos retoma una perspectiva procesual y relacional. Mientras que algunos estudios concuerdan en que la reforma institucional encarada por el gobierno correísta para descorporativizar el Estado de la influencia política tuvo éxitos al debilitar su poder, otros concluyen que el desplazamiento de estos grupos de las esferas altas de toma de decisiones públicas obligó a las élites a buscar otros mecanismos para no perder sus posiciones económicas. Lobby, presión sobre los medios de comunicación, organización en entidades como el Comité Empresarial Ecuatoriano, son ejemplos de ellos. Estas investigaciones aportan elementos originales para el estudio de las élites en una clave relacional y conflictual de la política porque mientras que buena parte de la literatura ha abordado profusamente los mecanismos y prácticas que promueven las élites para ocupar espacios estatales y de esa forma garantizar la reproducción de sus intereses -mecanismos de corporativización/“captura estatal”-, escasas investigaciones se han dedicado a estudiar su contracara: los mecanismos activados -desde el poder gubernamental o “desde abajo” por la ciudadanía organizada a través de controles sociales- para “descorporativizar” al Estado de los actores poderosos. Estas lecturas permiten desprender al Estado del esencialismo que ha marcado tanto a las perspectivas liberales -el Estado como institución burocrática neutral-, como a las marxistas -el Estado como instrumento al servicio de las clases dominantes-. Desde aquellas lecturas sobre los sectores dominantes deriva una concepción interactiva y no reduccionista del Estado, tal como propone la teoría estratégico-relacional de Jessop (2016), la cual puede contribuir al entendimiento de estos procesos sociopolíticos y económicos en que sectores dominantes, gobiernos y Estados se imbrican en juegos de poder cuyos resultados son contingentes.